por Jesazfa | Anécdotas y Catequesis | 9 Oct, 2011 | Confirmación Dinámicas
A todos nos es difícil hacer un buen examen de conciencia: antes de acostarnos cada noche y, especialmente, antes de acercarnos al Sacramento de la Reconciliación. En el confesionario nos espera el sacerdote y, si no preparamos bien lo que vamos a decirle, lo habitual es divagar sobre generalidades, incidir sobre faltas habituales y lugares comunes. Es necesario, para aprovechar la Gracia que recibimos con la absolución, que seamos capaces de reconocer con valentía ante el confesor todas nuestras faltas.
Es por eso que os ofrecemos este examen de conciencia, con preguntas a las que debemos responder con sinceridad de corazón, y que fue elaborado para el blog Anécdotas y catequesis.
También los catequistas pueden sacar partido de este material para sus dinámicas, especialmente las orientadas para la preparación de la Confirmación.
* * *
Examen de conciencia
1. ¿He dudado de las verdades de la fe católica?
2. ¿He negado alguna verdad de fe?
3. ¿He hablado sin el debido respeto de Dios, de la Santa Iglesia o de los santos?
4. ¿He leído, visto o divulgado alguna publicación contraria a la fe católica?
5. ¿He hablado en plan de burla de las cosas y personas sagradas?
6. ¿He desesperado de mi Salvación?
Por muy grande que sea el pecado no hay que desesperar de salvarse, porque Dios perdona los pecados, por muchos que sean —y aún los más graves—, si hay verdadero arrepentimiento y se acude al sacramento de la Penitencia.
7. ¿He abusado de la confianza en la Misericordia de Dios para pecar tranquilamente?
8. ¿He practicado la superstición?
La superstición es una actitud irracional que atribuye a ciertos hombres (brujos, espiritistas, adivinos, hechiceros…), a objetos (talismanes, cartas, amuletos…), a hechos causales (caerse la sal, romperse un espejo, tener en la puerta de la casa una herradura, ver un gato negro…), la posibilidad de influir en el destino del hombre. Comete pecado el que cree que ciertos actos, palabras, números (especialmente, el trece), percepciones, etc. acarrean desgracia o felicidad, buena suerte o mala suerte, y los busca o los evita por esta razón. Es un pecado de excesiva credulidad.
9. ¿He hecho espiritismo?
El espiritismo es la creencia que sostiene que la persona humana se puede poner en comunicación con el mundo invisible de los espíritus. Asimismo es el arte de comunicarse con los malos espíritus (demonios) o con los difuntos, para conocer por medio de ellos las cosas ocultas. La Iglesia ha condenado estos procedimientos.
10. ¿He hecho con desgana las cosas que se refieren a Dios?
Hacer con desgana las cosas referentes a Dios es un síntoma claro de tibieza. La tibieza es incompatible con el amor a Dios. Santo Tomás de Aquino la define como una cierta tristeza, por la que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del esfuerzo que comportan. Esta falta de prontitud en el amor sobreviene cuando el alma quiere acercarse a Dios con poco esfuerzo, sin renuncias, intentando hacer compatible el amor de Dios con cosas que no son gratas a Él. La persona tibia no ama a Dios sobre todas las cosas.
11. ¿Pongo interés en el estudio de la doctrina cristiana?
La doctrina cristiana está en el Catecismo de la Iglesia Católica. Es conveniente, después de haberlo leído y estudiado, ir repasándolo.
12. ¿Conozco y procuro practicar los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia?
13. ¿Me he enfadado con Dios cuando algo no me salió bien?
14. ¿He dicho blasfemias?
La blasfemia es todo dicho, hecho o gesto injurioso a Dios, a sus santos o a la religión. Es siempre pecado grave.
15. ¿He utilizado expresiones irreverentes en el hablar?
Por ejemplo, es una expresión irreverente emplear la palabra “hostia” como sinónimo de bofetada.
16. ¿He jurado con mentira?
Jurar es tomar a Dios por testigo de la verdad. Quien jura con mentira es como si dijese que Dios es mentiroso, pues le pone como testigo de algo que no es verdad. Por lo que jurar en falso es pecado grave.
17. ¿He jurado con verdad, pero sin necesidad?
Jurar con verdad, pero sin necesidad es pecado venial.
18. ¿He comulgado sin estar en Gracia de Dios?
Cuando se tiene conciencia de pecado mortal, antes de comulgar hay que confesarse. Comulgar sin estar en Gracia de Dios es un sacrilegio, es decir, un pecado muy grave.
19. ¿He recibido la comunión sin haber guardado el ayuno eucarístico?
El ayuno eucarístico consiste en no tomar ningún alimento (sólido o líquido) una hora antes de comulgar. El agua no rompe el ayuno eucarístico.
20. ¿He hecho alguna promesa a Dios y la he dejado sin cumplir?
21. ¿Creo todo lo que enseña la Iglesia Católica?
22. ¿He faltado a Misa algún domingo o fiesta de precepto por pereza, por desgana, por no querer ir, por anteponer otra actividad (deporte, deberes), porque paso de ir a Misa?
23. ¿He cumplido los días de ayuno y abstinencia?
El cuarto mandamiento de la Iglesia dice: Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia. Son días de ayuno y abstinencia el miércoles de ceniza y el viernes santo. Y de abstinencia sólo, todos los viernes del año. Pero en los viernes que no entran en el tiempo de cuaresma puede sustituirse la abstinencia según la libre voluntad de los fieles por algunas de estas cosas: la limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras piadosas (hacer el ejercicio del Vía Crucis, asistencia a la Santa Misa, rezo del Rosario, ir a visitar al Santísimo en alguna iglesia, lectura de la Biblia…) y mortificaciones corporales. La ley de la abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años; la del ayuno, a todos los mayores de edad (18 años) hasta que hayan cumplido los cincuenta y nueve años.
24. ¿He callado en la confesión por vergüenza algún pecado mortal?
Quien calla algún pecado mortal en la confesión por vergüenza comete un sacrilegio. Además, no se le perdona ningún pecado, sino que sale del confesonario con un pecado más.
25. ¿Me he confesado alguna vez sin estar arrepentido de mis pecados o sin propósito de la enmienda?
Si no hay arrepentimiento no se perdonan los pecados. Lo mismo ocurre si no hay propósito de la enmienda. Por tanto, las confesiones sin arrepentimiento o sin propósito de la enmienda son malas.
26. ¿Me he acercado indignamente a recibir algún sacramento?
Los sacramentos de la Confirmación, Eucaristía, Unción de enfermos, Orden sacerdotal y Matrimonio hay que recibirlos en estado de gracia. Si uno lo recibe en estado de pecado, lo recibe indignamente.
27. ¿He obedecido a mis padres?
28. ¿Manifiesto respeto y cariño a mis padres?
29. ¿Me he peleado con mis hermanos?
30. ¿Soy amable con los extraños y me falta esa amabilidad en mi casa, con mi familia?
31. ¿He dado mal ejemplo a mis hermanos, amigos, compañeros y demás personas que me rodean?
32. ¿Tengo enemistad, odio o rencor contra alguien?
33. ¿He hecho daño a otros de palabra o de obra?
34. ¿He insultado?
35. ¿He maltratado a alguna persona?
36. ¿Deseo el mal a alguien?
37. ¿Retraso el perdón o no quiero perdonar a alguien?
38. ¿Frecuento compañías peligrosas que son ocasión próxima de pecado?
39. ¿Me he emborrachado o bebido con exceso?
40. ¿He tomado drogas?
Aquí hay que decir que todas las drogas son malas. También tomar las mal llamadas drogas blandas, como es el porro o las pastillas de diseño, es ofensa a Dios, pues dañan la salud y, además, es el inicio y el camino para consumir las drogas duras.
41. ¿He descuidado la salud?
42. ¿He comido con exceso o, por el contrario, me he puesto en riesgo de enfermar por comer poco?
43. ¿He sido imprudente en deportes arriesgados?
44. ¿He practicado la violencia en el deporte?
45. ¿He puesto en peligro mi vida y la de otras personas por imprudencia?
46. ¿He incitado a otros a pecar?
Quien incita a otros a pecar es también responsable de los pecados que éstos cometen.
47. ¿He sido causa de que otros pecasen por mi conversación, por prestar algún libro o revista inmoral, por enseñar alguna fotografía pornográfica, por invitar o aconsejar ver alguna película o vídeo indecente, por indicar cómo llegar a una página porno de internet, por mi falta de pudor, es decir, por exhibicionismo o por mi manera de vestir?
Con relación a la vida sexual, se denomina pudor la vergüenza o recato en exhibir todo lo relacionado con el sexo. Es una virtud que preserva la intimidad de la persona, protegiendo el misterio de su amor y ordenando las miradas, los gestos y las palabras.
48. Si he escandalizado, ¿he tratado de reparar el escándalo?
El escándalo (así se llama el inducir a otros a pecar, ya sea de palabra, acción u omisión, malas en sí o en apariencia) es pecado aunque los otros no lleguen a cometerlo. Este pecado de escándalo para que se perdone, además de confesarlo, hay que repara el daño causado, es decir, hablar con las personas a quienes se incitó a pecar diciéndoles que lo hecho es pecado y aconsejándoles a que se arrepientan y se confiesen.
49. ¿He hablado (o tenido conversaciones) de temas impuros, o contado (o escuchado) chistes verdes, subidos de tono?
50. ¿He aceptado pensamientos, deseos o recuerdos impuros?
51. ¿Me he entretenido en miradas impuras?
52. ¿He realizado actos impuros?
53. ¿He hecho actos impuros con otras personas?
54. Si he hecho actos impuros con otra persona, ¿era ésta del mismo o distinto sexo?
En la confesión hay que decir los pecados en su especie ínfima y las circunstancias que los agravan. Las circunstancias pueden ser, entre otras: si la otra persona es más pequeña y se le ha quitado la inocencia, si hay algún parentesco con ella, además de las circunstancias referidas en las dos preguntas inmediatamente anteriores. Por eso están las preguntas 53 y 54.
55. ¿He participado en juegos inmorales que, además de manchar mi alma, han podido llevar a otros a ofender a Dios?
56. ¿Me he puesto conscientemente en peligro de pecar: participando en diversiones pecaminosas, leyendo lecturas inmorales, asistiendo a espectáculos indecentes, navegando por las páginas pornográficas de internet?
57. Antes de asistir a un espectáculo, o de ver una película o un programa de televisión, o de leer un libro ¿me entero de su calificación moral?
58. ¿He sido perezoso en el cumplimiento de mis deberes profesionales (estudiar o trabajar)?
59. ¿Retraso con frecuencia el momento de ponerme a estudiar (o trabajar)?
60. ¿Estudio con intensidad desde el comienzo del curso, sabiendo que es la obligación que tengo?
61. ¿He robado?
62. ¿He cogido dinero a mis padres o cosas de mis compañeros que no son mías?
63. En caso de haber robado, ¿he devuelto lo robado o reparado el daño causado?
El pecado de robo se perdona en la confesión siempre que hay propósito de devolver lo que se ha robado.
64. ¿He malgastado el dinero?
65. ¿He dicho mentiras?
66. En caso de haber mentido, ¿he reparado el daño que haya podido seguirse de mis mentiras?
67. ¿He descubierto, sin causa justa, defectos graves de otras personas?
68. ¿He dado a conocer secretos?
El secreto es el conocimiento de una verdad que debe mantenerse oculta. Una persona puede llegar a tener ciertos conocimientos de cosas o de personas que ni pueden ni deben comunicar a terceras personas. Sin causa justa, es pecado revelar un secreto.
69. ¿He hablado mal de otras personas?
70. ¿He pensado mal de otros?
71. ¿He calumniado?
La calumnia consiste en atribuir a otros pecados y acciones malas que no han cometido. Normalmente, esta acusación falsa es hecha maliciosamente para causar daños. Es pecado, que puede ser venial o mortal según los casos. La calumnia exige reparación.
72. ¿Sé defender a Cristo y a la doctrina de la Iglesia?
73. ¿Hago el propósito decidido de plantearme más en serio mi formación cristiana y mis relaciones con Dios?
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por COL. SAN ANTONIO DE PADUA (CARCAJENTE, VALENCIA) | 3 Oct, 2011 | Primera comunión Dinámicas
Esta dinámica de catequesis en dos sesiones está pensada para niños de hasta 8-9 años, y es material elaborado por el departamento de catequesis del Colegio de San Antonio de Padua en Carcajente (Valencia), de los HH. Franciscanos.
Ambientación
La comunión no anula la diversidad; la fraternidad no anula al individuo ni apaga lo genuino de cada uno; la familia no es una jerarquía feroz que anula al pequeño bajo los fines marcados por el mayor.
Nos proponemos reflexionar sobre la diversidad dentro de la familia, sobre la riqueza que supone la aceptación de esta realidad multicolor.
La familia franciscana participa de esta realidad multicolor; es diversa pero vive unida en San Francisco y su regla de vida, esto es, la vivencia del Evangelio.
Nos situamos
- Objetivo: Hemos de conseguir que el niño sea consciente de que el grupo que forman está constituido por personas muy diferentes y que esto no rompe la unidad sino que la enriquece y la propicia.
- Medios: Vamos a hacer visible esta diversidad utilizando colores distintos sobre una figura geométrica (un círculo) que al moverse aparece como un solo color, lo llamaremos el círculo mágico de la fraternidad.
- Materiales: Un cartón circular (Anexo 1). Un lápiz de color distinto para cada niño. Tres colores distintos para cada una de las tres posibles respuestas (Por ejemplo: rojo para el sí, azul para el no y verde para el no sabe)
Desarrollo del tema
1. El catequista comienza esta primera sesión hablando de la diversidad de todos los que formamos el grupo haciendo ver que somos distintos. Puede comenzar por cosas distintas como son el tamaño, el color de los ojos el tamaño o el color del pelo… y seguir con otras como son las aficiones… Puede usar preguntas como: ¡Que levante la mano quien le gusta se portero en un partido de fútbol!, ¡Que levante la mano a quien le gustan las pelis de terror! …
2. Se comienza el juego del círculo mágico de la fraternidad.
- Se presenta el círculo mágico de la fraternidad (Anexo1) que tendrá tantas casillas como miembros tiene el grupo.
- Se reparte a cada niño un color distinto y se le pasa el círculo para que colore la casilla que lleva su nombre.
- A continuación se van haciendo las preguntas (Anexo 2) y cada niño contesta coloreando las casilla correspondiente a cada pregunta con el color correspondiente a la respuesta (Ejemplo: rojo para el sí, azul para el no y verde para el a veces).
- Terminadas las preguntas el círculo mágico estará completamente coloreado.
3. Resolución del juego del círculo mágico de la fraternidad. El catequista pincha el círculo por el centro en un bolígrafo o algo similar y lo hace girar. El círculo en movimiento aparecerá como un solo color.
4. El catequista invita a los niños a sacar alguna conclusión.
Anexo 1
Hay que elaborar previamente a la catequesis el círculo mágico según las indicaciones arriba dadas.

Anexo 2
Estas preguntas pueden variar según criterio del catequista el único requisito necesario para que el juego salga bien es que se prevean respuestas variadas.
- En mis ratos libres me gusta jugar al fútbol.
- Si me concedieran un deseo me gustaría saber tocar la guitarra.
- Mi asignatura preferida es lengua.
- Mis vacaciones preferidas son en la montaña.
- (…)
Anexo 3
Puede servir para colorear los niños más pequeños.

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Segunda sesión: Profundizamos
En esta segunda sesión vamos a reflexionar con los niños cómo la comunidad cristiana ha sido desde el comienzo muy diversa; en ella hay pescadores de mucho poder adquisitivo y pescadores más pobres; hay recaudadores de impuestos, revolucionarios, gente culta e iletrada, mujeres de diversa reputación, niños, mayores, galileos, samaritanos… En definitiva, una comunidad muy diversa y a la vez fraterna.
El catequista presenta el texto evangélico del banquete de bodas al que no han querido venir los invitados y el Señor manda a buscar por los caminos (Mt 22,1-10).
Desrrollo del tema
1. Lectura reposada del texto (al ser posible que cada niño lo pueda tener delante)
Tomando Jesús de nuevo la palabra les habló en parábolas, diciendo: 2 «El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. 3 Envió sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. 4 Envió todavía otros siervos, con este encargo: Decid a los invitados: `Mirad, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda.’ 5 Pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; 6 y los demás agarraron a los siervos, los encarcelaron y los mataron. 7 El rey se enojó (…). Entonces dice a sus siervos: `La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. 9 Id, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda.’ 10 Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales.
2. Preguntas. El catequista formula estas o similares preguntas con el objeto de que los niños comprendan el mensaje del texto.
- Que alguno de vosotros nos diga de qué trata la historia que nos ha contado Jesús.
- Cuál pensáis que hubiera sido más divertido, el grupo que estaba invitado desde el principio o el grupo de personas invitadas en el camino.
- Imaginad y haced una lista de las personas que se pudieron encontrar por el camino (por ejemplo: un hortelano).
3. Podéis improvisar una pequeña representación del relato dándole papeles a todos los miembros del grupo.
4. Podemos terminar con una divertida canción de Migueli, Con solo dos o tres
Letra con acordes

Fuente: letrasyacordes.net
Vídeo de muestra
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Actuamos
En este tercer momento nos acercamos a la familia franciscana. Objetivo primero de esta sesión es que los niños descubran el valor de la fraternidad como elemento fundamental que aúna a toda la familia franciscana. Nos ayudará presentar a Francisco de Asís como el hermano universal.
Desarrollo del tema
1. Comenzamos la sesión aprendiendo un canto. Aprendemos a cantar el cántico de las criaturas. (Si el catequista no puede cantar se puede sustituir por una audición).
2. El catequista puede entablar un diálogo sobre la canción; pueden servir las siguientes preguntas.
- A quiénes llama hermano San Francisco.
- Después de cantar este cántico de San Francisco ¿Por qué crees que a San Francisco se le conoce como el Hermano Universal?
- Si todo lo que nos rodea son hermanos, ¿cómo tiene que ser nuestro comportamiento con lo que nos rodea?
3. Conocer la familia Franciscana. El catequista.

Oramos
El don de la fratenidad
Reunidos en la capilla los niños y su catequista.
Introducción
Quien nos reúne en una familia es el mismo que ahora está con nosotros. Vamos a aprovechar la ocasión para agradecerle el que nos haya hecho hermanos y que nos haya reunido en una familia.
Canto
(Del musical El diluvio que viene).

Vídeo de muestra
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{denvideo http://www.youtube.com/watch?v=mRtUPZqMUJM} |
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Lectura
(Jn 13, 34)
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros.
Padre nuestro
Como somos hermanos juntamos nuestras manos y rezamos juntos a Dios que es Padre de todos.
Padre nuestro…
Oración
Te agradecemos de corazón, Señor, que nos hayas hecho hermanos. Vivir junto a otros nos hace felices. Te pedimos que nunca nada rompa este grupo que formamos. Queremos ser más, te pedimos también que nuestro grupo sea cada vez más grande. Por Jesucristo nuestro Señor.
por Pedro Puente | ompargentina.org | 30 Sep, 2011 | Catequesis Testimonios
«El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que tiene muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las más inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero amor al hombre, testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia, porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación de sí mismo a los demás».
Familiaris consortio, n. 41
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La familia, lugar de la vida
Desde el mismo texto del Genesis (1, 27) en donde el hombre es creado por amor para alcanzar la plenitud del amor, es modelado a imagen de Dios como familia: varón y mujer para ser muchos y abarcar el mundo entero. Porque “a imagen de Dios los creo”: Amor que todo lo abarca y compenetra, que todo fecunda, que todo abraza. Desde aquel momento la vida humana nace y crece en una “intima comunidad de vida y amor”, en una familia. (Con. Vat. II, Gaudium et spes 48)
Con una declaración de amor concreta, comienza a fraguarse una simple, pero misteriosa alianza de entrega mutua de los esposos. Desde el inicio mismo del camino común, la familia comienza entregando la vida propia y recibiendo la de otro.
Pensando en esto, recuerdo algo que para mí fue una novedad. Antes de encontrarme con mi amada, había recorrido muchos años de discernimiento sobre la propia vocación, sobre donde entregar la vida para ser feliz, sobre mi necesidad de descubrir las propias aptitudes y dones que me señalaran la voluntad de Dios que me había soñado y creado “para algo”. Cuando la descubrí a ella, cuando supe que quería vivir mi vida para hacerla feliz, todo se trastocó en mi búsqueda personal. Mi búsqueda personal debía continuar y con un mayor compromiso porque ya no estaba en juego mi propia vida sino que mi altura le daría a ella la posibilidad de alcanzar la propia.
La experiencia esponsal pone en juego la vida con una naturalidad sorprendente. Tiene grandes maravillas cotidianas que dejan pequeña cualquier teoría. Pensemos sino en la maravillosa naturalidad con que nos sale hablarle al otro con frases como “Mi vida, me alcanzas…”, “Vida, ¿Cuándo vamos a…?”.
Luego, engendrar la vida surge como necesidad de ese amor mutuo, de las caricias que lo expresan y lo actualizan, de la fuerza natural que genera la unión. La familia se “ahueca” y forma nido, lugar suficientemente preparado para recibir la fragilidad de la nueva vida. La pequeña comunidad que forma la familia hace naturalmente lugar a otro. Su amor es expansivo en su misma esencia. La apertura a la vida surge de la misma médula del amor que sostiene la familia. El amor “hace lugar”, acoge, tiene una mano abierta.
La dinámica de la vida, la historia de cada persona tiene en la familia su lugar privilegiado. Juan Pablo II, al que bien podríamos llamar el Papa de la familia, dice en Familiares Consortio: “El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que tiene muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las más inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero amor al hombre testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia, porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación de sí mismo a los demás.” (n.º 41)
Cada acto de verdadero amor comunica la vida en la dinámica familiar. Jugar, enseñar, cocinar, preparar, arreglar, etc., aportan por su amor, nutrientes fundamentales para que el hombre alcance la altura a la que ha sido llamado.
La familia, lugar de la fe
“¿Dónde habrá aprendido Jesús a rezar a Dios diciéndole Padre, Papá?” me pregunté muchas veces. La respuesta fue simple: de María, o tal vez, de José. Porque también nuestra fe está encarnada en una cultura, en un montón de pequeñas costumbres que van orientando nuestra relación con los otros, con el mundo, con el Misterio. Cada lugar, cada momento, se carga de significado cuando un pequeño mira el rostro de su padre y su madre. Descifra en ellos el sentido profundo de los actos y acontecimientos y lo ayudan a tomar una posición frente a ellos. La actitud de los mayores señala, enseña, invita al niño a valorar cada gesto, cada lugar, cada cosa. No es tan solo “un contenido de catequesis” lo que se mama en la familia, sino una “forma de vida” un estilo y una sensibilidad frente a los misterios propios de vida. Esto es fundamental para ir armando la propia estructura interior. Pero, ¡ojo!, no pensemos solo en el crecimiento de los hijos, sino también de los padres y adultos que comparten esta comunidad de vida. Aun nos queda mucho por aprender, y los pequeños, muchas veces son un claro espejo del Espíritu que nos guía y de nuestros huecos e inconsistencias (Cf. Con. Vat. II, Lumen Gentium 35, Gaudium et spes 61)
Me viene a la memoria un diálogo que tuvimos el otro día con mi hijo de ocho años sobre Jesús. Hablábamos de ver a Jesús en los ojos de la hermanita recién nacida, cuando él dijo que a Jesús no se lo veía. Yo le dije que para ver a Jesús hay que aprender a mirar. Él insistió en su posición y me vino a la mente cuando el Maestro predicaba en Nazareth. Le expliqué lo que le pasaba a Jesús con sus vecino, en una traducción libre y actualizada: “Eh, ¿pero ese no es el pibe de la esquina, el hijo del carpintero? ¡Que se las da de Maestro ahora, si yo lo conozco desde que tenía un metro de altura! Que Dios ni ocho cuartos…”. Nos reímos, pero quise mostrarle que aquella gente, aún teniendo a Cristo cara a cara no lo descubrieron. Y creo que eso es lo que tenemos que lograr en la vida familiar: profundizar con el amor la mirada del corazón y la sensibilidad del espíritu para descubrir a Cristo que camina con nosotros y se sienta a nuestra mesa.
Esta experiencia de fe cotidiana no es tan rara como parece. Hay muchos ejemplos en nuestro entorno que hay que saber descubrir. Uno que hoy expone la Iglesia con deslumbrante claridad, es la familia de Santa Teresita, cuyos padres fueron beatificados recientemente. Luis y Celia Martín vivieron y comunicaron la vida trasformada en Vida Nueva, empapada en Evangelio. Su historia podría ser la de cualquier familia, como la de la familia de Nazareth. Pero la conciencia de la entrega dentro de su pequeña comunidad familiar, de haber gastado la vida en ella, de haber dado todo por amar allí hasta el extremo, dio frutos generosos en la vida de cada una de sus hijas. Al detenernos, por ejemplo, sobre aquel último año que Luís compartió con Teresita antes de su entrada en el Carmelo, podemos descubrir que sólo un corazón arraigado en Dios supo reconocer y aceptar la voluntad de Dios revelada en los deseos de una niña de 15 años que insistía en ingresar en la vida religiosa contra todo consejo. En aquella pequeña comunidad familiar se vivió el Evangelio.
La familia, el hogar del hombre
“¿Cómo es el cielo, para ustedes? ¿Cómo se lo imaginan?” preguntó el Padre Alberto el otro día a un grupo de padrinos de confirmación. Y a continuación se contestaba retóricamente “Yo me imagino el cielo como mi casa, como cuando voy a visitar unos días a mi mamá. ¡No hay otro lugar mejor para mí!”. Y así comenzó a hablar de la familia. Porque esta primera comunidad humana es formadora del hombre en su propia humanidad (Con. Vat. II, Gaudium et spes 52), y es en ella donde se “cuela” Dios en la historia. A ver, como explicarlo mejor: el hombre se hace más profundamente humano modelando su vida con sus vínculos, y de esta manera manifiesta más claramente la imagen de Dios que él es. El hombre se socializa primero en familia. Esto lo hace más humano y por lo tanto manifiesta más claramente el proyecto de Dios que lo modeló.
Las Sagradas Escrituras recurren permanentemente a los lazos familiares, experiencia humana donde el hombre descubre el amor, para referirse a la relación entre el hombre y Dios. Esposa o esposo, padre, madre, hermano. Cada vínculo enriquece de manera particular la experiencia del amor humano. Pero si nos detenemos un momento, creo que podemos descubrir que no se trata tan solo de una similitud. Dios es Amor y solo de Él procede todo bien, todo lo bueno. Estos primeros vínculos que nos forman son verdaderos lugares en donde se nos manifiesta el Amor. La comunicación de su Amor se hace con esos “lazos humanos” (Cf. Os 11, 4) con que el hombre se va tejiendo. Cada manifestación del amor familiar es una revelación del Amor de Dios, es “Su expresión”. ¡Que grandioso poder tomar conciencia de esto! Ser papá, por ejemplo, significa asumirse como imagen de Dios Padre y dejarlo a Él que se exprese cada vez que hacemos un gesto de cariño. O contemplar la maravilla de saber que mientras mama del pecho nuestro pequeño, la mirada fija en los ojos de su madre, es verdaderamente un encuentro con la mirada providente del Dios que sostiene y cuida la vida. O a la inversa ¡Increíble maravilla! Saber con absoluta certeza que aquella sonrisa compinche que cruzamos en un instante con nuestra esposa o esposo no es otra cosa que el reflejo impecable del rostro del Amado. O reconocer, de pronto, al Señor mirándote desde los ojos de tus hijos. ¿Cómo no abrirse a la pedagogía de esta experiencia de paternidad desde donde podemos asomarnos al amor que Dios Padre siente por sus hijos? (cf. Lc 11, 13) Recibir así, la caricia o el reproche como el paso de Dios por mi vida… Asumir lo cotidiano como parte natural del Amor de Dios que trabaja amasando la vida de cada miembro de la familia, hace de la familia el lugar privilegiado en donde descubrir la belleza de lo humano al mismo tiempo que la humanidad de un Dios que quiso usar pañales.
La familia, levadura en la masa
La familia no tiene un apostolado propio, porque su misma vida debe ser apostólica (Familiaris Consortio 44). La comunidad de vida y amor debe ser también una comunidad creyente y evangelizadora. (FC 51). Pero ser creyente es un combate cotidiano, una búsqueda permanente de seguir fielmente las huellas del Maestro. Y esto no puede hacerse sin una comunidad. La familia es la primera “comunidad de creyentes”, de quienes comparten fe y la vida (Cf. Hc 2, 44). En ella el Evangelio es trasmitido, no solo de padres a hijos, sino también a la inversa en un verdadero diálogo generacional (FC 53). La familia es evangelizadora en la misma medida en que toda su vida se vive desde la fe. Así, muchas veces la familia es misionera sin saberlo. Porque como dice el Papa Juan Pablo II, su vida misma es misión. Inserta en su entorno como la levadura en la masa, no se distingue sino que más bien se oculta. Muchas veces he pensado que no es exclusivo de la vocación de los silenciosos monjes el imitar la vida oculta de Jesús en Nazareth, sino que es la imagen más viva de la vida de la familia cristiana. Está etapa que se desconoce de la vida del Señor es la etapa de vida en familia.
“Vivan, y si les preguntan, digan que son cristianos”, decía san Francisco de Asís a sus hermanos cuando los enviaba de misioneros a tierras lejanas. Porque la familia cristiana tiene que despertar algo distinto en su entorno, pero no tanto. Tiene que estar tan identificada con su ambiente, que todos sientan que “ellos son como nosotros” pero que al mismo tiempo despierte ese “pero, y sin embargo…”.
La familia cristiana tiene su lugar en el mundo, en la masa social. Allí ama, cree y evangeliza. Allí llora las crucifixiones cotidianas y canta el anuncio de la resurrección, pero su voz se funde en el bullicio como el agua en el vino del altar. Allí canta y camina de la mano de María en un peregrinar donde no hay distinciones de caminantes, sino solo una multitud (me viene a la mente el único relato de la infancia de Jesús, donde curiosamente también se pierde en una peregrinación multitudinaria, Lc 2 41-52). Sí, desde el interior del mundo, nos animamos a pensar como ha repetido el Sínodo de los Obispos recogiendo la llamada del Papa Juan Pablo II en Puebla, “la futura evangelización depende en gran parte de la familia, de la Iglesia Doméstica” (Cf. Discurso a la III Asamblea Gral. de Obispos de América Latina, IV a, 28 de enero de 1979).
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El autor, Pedro Puente, es miembro del Equipo Nacional de Familias Misioneras
Obras Misionales Pontificias de Argentina
por Dom Antoine Marie osb | 30 Sep, 2011 | Novios Testimonios
«Sí, la civilización del amor es posible, no es una utopía. Pero solo es posible si volvemos constantemente y con fervor nuestro rostro hacia Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, del que toda paternidad toma el nombre en los cielos y en la tierra (Ef 3, 14-15), de quien procede toda familia humana» (Juan Pablo II, Carta a las familias, 2 de febrero de 1994, n. 15). Así pues, la civilización del amor nace y se desarrolla en la familia.
No obstante, «los ataques contra la institución de la familia se repiten desde hace tiempo. Se trata de agresiones tan peligrosas e insidiosas que menosprecian el valor insustituible de la familia basada en el matrimonio» (Juan Pablo II, 4 de junio de 1999). Pero, «el hecho de nacer y de ser educados en un hogar formado por unos padres unidos en una fiel alianza, resulta de gran importancia para los hijos» (Ibíd.). El matrimonio es la alianza por la que «el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (Codex Iuris Canonici, 1055, § 1). Respetar esa unión es «de una enorme trascendencia» para la continuidad del género humano, para el desarrollo personal y destino eterno de cada uno de los miembros de la familia, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la humana sociedad» (Vaticano II, Gaudium et spes, 48). Por eso la Iglesia defiende con energía la identidad del matrimonio y de la familia. Por ese motivo propone el ejemplo de los «bondadosos esposos Luis y Celia, padres de Santa Teresa de Lisieux», que fueron beatificados el día 19 de octubre de 2008.
«¡ Porque creo !»
Luis Martin nació en Burdeos el 22 de agosto de 1823, segundo hijo de una familia de cinco hermanos. Su padre, militar de carrera, se encuentra por esa época en España. La familia Martin transcurre a merced de las guarniciones de su padre: Burdeos, Aviñón y Estrasburgo (Francia). Llegada su jubilación, en diciembre de 1830, el capitán Martin se establece en Alençon, en Normandía. Durante su actividad de militar había destacado por su piedad ejemplar. En una ocasión, al decirle el capellán de su regimiento que, entre la tropa, se extrañaban de que, durante la Misa, permaneciera tanto tiempo de rodillas después de la consagración, él respondió sin pestañear: «¡Dígales que es porque creo!». Tanto en el seno de su familia como con los Hermanos de las Escuelas Cristianas, Luis recibe una fuerte educación religiosa. Al contrario de la tradición familiar, no escoge el oficio de las armas, sino el de relojero, que casa mejor con su temperamento meditabundo y silencioso, así como su gran habilidad manual. Primeramente aprende el oficio en Rennes y, luego, en Estrasburgo.
En el umbral del otoño de 1845, Luis toma la decisión de entregarse por completo a Dios, por lo que se encamina al Hospicio de San Bernardo el Grande, en el corazón de los Alpes, donde los canónigos consagran su vida a la oración y a rescatar a los viajeros perdidos en la montaña. Se presenta ante el prior, quien le insta a que regrese a su casa a fin de completar sus estudios de latín antes de un eventual ingreso en el noviciado. Tras una infructuosa tentativa de incorporación tardía al estudio, Luis, muy a pesar suyo, renuncia a su proyecto. Para perfeccionar su instrucción, se marcha a París, regresando e instalándose a continuación en Alençon, donde vive con sus padres. Lleva una vida tan ordenada que sus amigos dicen : «Luis es un santo».
Tantas son sus ocupaciones que Luis ni siquiera piensa en el matrimonio. A su madre le preocupa, pero en la escuela de encajes, donde ella asiste a clase, se fija en una joven, hábil y de buenos modales. ¿Y si fuera la «perla» que ella desea para su hijo? Aquella joven es Celia Guérin, nacida en Gandelain, en el departamento de Orne (Normandía), el 23 de diciembre de 1831, la segunda de tres hermanos. Tanto el padre como la madre son de familia profundamente cristiana. En septiembre de 1844 se instalan en Alençon, donde las dos hermanas mayores reciben una esmerada educación en el internado de las Religiosas del Sagrado Corazón de Picpus.
Celia piensa en la vida religiosa, al igual que su hermana mayor, que llegará a ser sor María Dositea en la Visitación de Le Mans. Pero la superiora de las Hijas de la Caridad, a quien Celia solicita su ingreso, le responde sin titubear que no es esa la voluntad de Dios. La joven se inclina ante tan categórica afirmación, aunque no sin tristeza. Pero un hermoso optimismo sobrenatural la hace exclamar: «Dios mío, accederé al estado de matrimonio para cumplir con tu santa voluntad. Te ruego, pues, que me concedas muchos hijos y que se consagren a ti». Celia se perfecciona entonces en la confección del punto de Alençon, técnica de encaje especialmente célebre. El 8 de diciembre de 1851, festividad de la Inmaculada Concepción, tiene una inspiración: «Debes fabricar punto de Alençon». A partir de ese momento se instala por su cuenta.
Un día, al cruzarse con un joven de noble fisonomía, de semblante reservado y de dignos modales, se siente fuertemente impresionada, y una voz interior le dice: «Este es quien he elegido para ti». Pronto se entera de su identidad; se trata de Luis Martin. En poco tiempo los dos jóvenes llegan a apreciarse y a amarse, y el entendimiento es tan rápido que contraen matrimonio el 13 de julio de 1858, tres meses después de su primer encuentro. Luis y su esposa se proponen vivir como hermano y hermana, siguiendo el ejemplo de San José y de la Virgen María. Diez meses de vida en común en total continencia hacen que sus almas se fundan en una intensa comunión espiritual, pero una prudente intervención de su confesor y el deseo de proporcionar hijos al Señor les mueven a interrumpir aquella santa experiencia. Celia escribirá más tarde a su hija Paulina: «Sentía el deseo de tener muchos hijos y educarlos para el Cielo». En menos de trece años tendrán nueve hijos, y su amor será hermoso y fecundo.
En las antípodas
«Un amor que no es «hermoso», es decir, un amor que queda reducido a la satisfacción de la concupiscencia, o a un «uso» mutuo del hombre y de la mujer, hace que las personas lleguen a ser esclavas de sus debilidades» (Carta a las familias, 13). Desde ese punto de vista, las personas son utilizadas como si fueran cosas: la mujer puede llegar a ser un objeto de deseo para el hombre, y viceversa; los hijos, una carga para los padres; la familia, una institución molesta para la libertad de sus miembros. Nos encontramos entonces en las antípodas del verdadero amor. Al buscar solo el placer, podemos llegar a matar el amor, y a matar sus frutos, dice el Papa. Para la cultura del placer, el fruto bendito de tu seno (Lc 1, 42) se convierte en cierto sentido en un «fruto maldito», es decir, no deseado, que se quiere suprimir mediante el aborto. Esa cultura de muerte se opone a la ley de Dios: «Respecto a la vida humana, la Ley de Dios carece de equívocos y es categórica. Dios nos ordena: No matarás (Ex 20, 13). Así pues, ningún legislador humano puede afirmar: Te está permitido matar, tienes derecho a matar, deberías matar» (Ibíd., 21).
«Sin embargo, añade el Papa, constatamos cómo se está desarrollando, sobre todo entre los jóvenes, una nueva conciencia por el respeto a la vida a partir de la concepción… Es un germen de esperanza para el futuro de la familia y de la humanidad» (Ibíd.). Así es; pues en el recién nacido se realiza el bien común de la familia y de la humanidad. Los esposos Martin experimentan esa verdad al recibir a sus numerosos hijos: «No vivíamos sino para nuestros hijos; eran toda nuestra felicidad y solamente la encontrábamos en ellos», escribirá Celia. Sin embargo, su vida conyugal no está carente de pruebas. Tres de sus hijos mueren prematuramente, dos de ellos eran los varones; después fallece de repente María Helena, de cinco años y medio. Plegarias y peregrinaciones se suceden en medio de la angustia, en especial en 1873, durante la grave enfermedad de Teresa y la fiebre tifoidea de María. En medio de los mayores desasosiegos, la confianza de Celia se ve fortificada por la demostración de fe de su esposo, en particular por su estricta observancia del descanso dominical: Luis nunca abre la tienda los domingos. Es el día del Señor, que se celebra en familia; primero con los oficios de la parroquia y luego con largos paseos; los niños disfrutan en las fiestas de Alençon, jalonadas de cabalgatas y de fuegos artificiales.
La educación de los hijos es a la vez alegre, tierna y exigente. En cuanto tienen uso de razón, Celia les enseña a ofrecer su corazón al Señor cada mañana, a aceptar con sencillez las dificultades diarias «para contentar a Jesús ». Esta será la marca indeleble y la base de la «pequeña vía» que enseñará su benjamina, la futura Santa Teresita. «El hogar es así la primera escuela de vida cristiana», como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1657). Luis ayuda a su esposa en sus tareas con los niños: sale a las cuatro de la madrugada en busca de una nodriza para uno de los más pequeños, que está enfermo; acompaña a su mujer a diez kilómetros de Alençon durante una noche helada hasta la cabecera de su primer hijo, José; cuida a su hija mayor, María, cuando padece la fiebre tifoidea, a la edad de trece años, etc.
El dinamismo que da el amor
El gran dinamismo de Luis Martin no recuerda en nada a aquel «dulce soñador», como se le ha descrito a veces. Para ayudar a Celia, que se encuentra desbordada por el éxito de su empresa de encajes, abandona la relojería. El encaje se trabaja en piezas de 15 a 20 centímetros, empleándose hilos de lino de una gran calidad y de una finura extrema. Una vez ejecutado el «trazo», el «pedazo» pasa de mano en mano según el número de puntos de que se compone – existen nueve, que constituyen otras tantas especialidades. A continuación se procede a su encajadura, una delicada labor que se consigue mediante agujas e hilos cada vez más finos. Es la propia Celia quien une de manera invisible las piezas que le traen las encajeras que trabajan a domicilio. Pero hay que buscar salidas para el producto, y Luis destaca en el aspecto comercial y hace que aumenten considerablemente los beneficios de la empresa. Sin embargo, también sabe encontrar momentos de descanso y de ir a pescar.
Además, los esposos Martin forman parte de varias asociaciones piadosas: Orden Tercera de San Francisco, adoración nocturna, etc. La fuerza que necesitan la obtienen de la observancia amorosa de las prescripciones y de los consejos de la Iglesia: ayunos, abstinencias, Misa diaria y confesión frecuente. «La fuerza de Dios es mucho más poderosa que vuestras dificultades – escribe el Papa Juan Pablo II a las familias. La eficacia del sacramento de la Reconciliación es inmensamente mayor que el mal que actúa en el mundo… Incomparablemente mayor es, sobre todo, el poder de la Eucaristía… En este sacramento, Cristo se entrega a sí mismo como alimento y como bebida, como fuente de poder salvífico… La vida que de Él procede es para vosotros, queridos esposos, padres y familias. Recordad que instituyó la Eucaristía en un contexto familiar, en el transcurso de la Última Cena… Y las palabras que entonces pronunció conservan todo el poder y la sabiduría del sacrificio de la Cruz» (Ibíd., 18).
Unos frutos duraderos
Del manantial eucarístico, Celia obtiene una energía superior a la media de las mujeres, y su esposo una ternura superior a la media de los hombres. Luis gestiona la economía y consiente de buen grado ante las peticiones de su esposa: «En cuanto al retiro de María en la Visitación, escribe Celia a Paulina, sabes que a papá no le gusta nada separarse de vosotras, y había dicho primero formalmente que no iría… Anoche María se estaba quejando de ello y yo le dije: «Déjalo de mi cuenta; siempre consigo lo que quiero, sin forzar demasiado; todavía falta un mes; es suficiente para convencer diez veces a tu padre». No me equivocaba, pues apenas una hora después, cuando regresó, se puso a hablar amistosamente con tu hermana (María)… «Bien, me dije, este es el momento oportuno», e hice una insinuación al respecto. «¿Así que deseas de verdad ir a ese retiro?», dijo papá a María: «Sí, papá. – ¡Pues bien, puedes ir!»… Creo que yo tenía una buena razón para que María fuera a aquel retiro. Si bien suponía un gasto, el dinero no es nada cuando se trata de la santificación de un alma; y el año pasado María regresó completamente transformada. Los frutos todavía duran, aunque ya es hora de que renueve su provisión».
Los retiros espirituales producen frutos de conversión y de santificación, porque, bajo el efecto de su dinamismo, el alma, dócil a las iluminaciones y a los movimientos del Espíritu Santo, se purifica siempre más de los pecados y practica las virtudes, imitando al modelo absoluto que es Jesucristo, para conseguir una unión más íntima con él. Por eso dijo el Papa Pablo VI: «La fidelidad a los ejercicios anuales en un medio apartado asegura el progreso del alma». Entre todos los métodos de ejercicios espirituales «existe uno que obtuvo la completa y reiterada aprobación de la Sede Apostólica… el método de San Ignacio de Loyola, de quien Nos complace llamar Maestro especializado en ejercicios espirituales» (Pío XI, Encíclica Mens Nostra).
La vida profundamente cristiana de los esposos Martin se abre naturalmente a la caridad para con el prójimo: limosnas discretas a las familias necesitadas, a las que se unen sus hijas, según su edad; asistencia a los enfermos, etc. No tienen miedo de luchar justamente para reconfortar a los oprimidos. Así mismo, realizan juntos las gestiones necesarias para que un indigente pueda entrar en el hospicio, cuando este no tiene derecho al no tener suficiente edad para ello. Son servicios que sobrepasan los límites de la parroquia y que dan testimonio de un gran espíritu misionero: espléndidas ofrendas anuales para la Propagación de la Fe, participación en la construcción de una iglesia en Canadá, etc.
Pero la intensa felicidad familiar de los Martin no debía durar demasiado tiempo. A partir de 1865, Celia se percata de la presencia de un tumor maligno en el pecho, surgido después de una caída contra el borde de un mueble. Tanto su hermano, que es farmacéutico, como su marido no le conceden demasiada importancia; pero a finales de 1876 el mal se manifiesta y el diagnóstico es concluyente: «tumor fibroso no operable» a causa de su avanzado estado. Celia lo afronta hasta el final con toda valentía; consciente del vacío que supondrá su desaparición, le pide a su cuñada, la señora Guérin, que, después de su muerte, ayude a su marido en la educación de los más pequeños.
Su muerte acontece el 28 de agosto de 1877. Para Luis, de 54 años de edad, supone un abatimiento, una profunda llaga que solo se cerrará en el Cielo. Pero lo acepta todo, con un espíritu de fe ejemplar y con la convicción de que su «santa esposa» está en el Cielo. Y cumplirá con la labor que había empezado en la armonía de un amor intachable: la educación de sus cinco hijas. Para ello, escribe Teresita, «aquel corazón tierno de papá había añadido al amor que ya poseía un amor realmente maternal». La señora Guérin se ofrece para ayudar a la familia Martin, invitando a su cuñado a trasladar su hogar a Lisieux. Para aquellas pequeñas huérfanas, la farmacia de su marido será su segunda casa y la intimidad que une a ambas familias crecerá con las mismas tradiciones de sencillez, labor y rectitud. A pesar de los recuerdos y de las fieles amistades que podrían retenerlo en Alençon, Luis se decide a sacrificarlo todo y a mudarse a Lisieux.
Un gran honor
La vida en los «Buissonnets», la nueva casa de Lisieux, resulta más austera y retirada que en Alençon. La familia mantiene pocas relaciones, y cultiva el recuerdo de la persona a la que el señor Martin sigue designando con el nombre de «vuestra santa mamá ». Las más jovencitas son confiadas a las Benedictinas de Nuestra Señora del Prado. Pero Luis sabe procurarles distracciones: sesiones teatrales, viajes a Trouville, estancia en París, etc., intentando que, a través de todas las realidades de la vida, encuentren la gloria de Dios y la santificación de las almas.
Su santidad personal se revela sobre todo en la ofrenda de todas sus hijas, y después de sí mismo. Celia ya preveía la vocación de las dos mayores, pues Paulina ingresaba en el Carmelo de Lisieux en octubre de 1882, y María en octubre de 1886. Al mismo tiempo, Leonina, de difícil temperamento, inicia una serie de infructuosos intentos; en primer lugar en las Clarisas, y luego en la Visitación, donde, tras dos intentos fallidos, acabará ingresando definitivamente en 1899. Teresa, la benjamina, la «pequeña reina», conseguirá vencer todos los obstáculos hasta ingresar en el Carmelo a los 15 años, en abril de 1888. Dos meses después, el 15 de junio, Celina revela a su padre que también ella siente la llamada de la vida religiosa. Ante aquel nuevo sacrificio, la reacción de Luis Martin es espléndida: «Ven, vayamos juntos ante el Santísimo a darle gracias al Señor por concederme el honor de llevarse a todas mis hijas».
«Vosotros, padres, dad gracias al Señor si ha llamado a la vida consagrada a alguno de vuestros hijos. ¡Debe ser considerado un gran honor – como lo ha sido siempre – que el Señor se fije en una familia y elija a alguno de sus miembros para invitarlo a seguir el camino de los consejos evangélicos! Cultivad el deseo de ofrecer al Señor a alguno de vuestros hijos para el crecimiento del amor de Dios en el mundo. ¿Qué fruto de vuestro amor conyugal podríais tener más bello que este?» (Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, nº 107).
La vocación es ante todo una iniciativa divina, pero una educación cristiana favorece la respuesta generosa a la llamada de Dios: «En el seno de la familia, los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada» (CEC, n. 1656). Por lo tanto, «si los padres no viven los valores evangélicos, será difícil que los jóvenes y las jóvenes puedan percibir la llamada, comprender la necesidad de los sacrificios que han de afrontar y apreciar la belleza de la meta a alcanzar. En efecto, es en la familia donde los jóvenes tienen las primeras experiencias de los valores evangélicos, del amor que se da a Dios y a los demás. También es necesario que sean educados en el uso responsable de su libertad, para estar dispuestos a vivir de las más altas realidades espirituales según su propia vocación» (Vita consecrata, ibíd.).
«Soy demasiado feliz»
Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz dará testimonio de la manera concreta en que su padre vivía el Evangelio: «Lo que más me llamaba la atención eran los progresos en la perfección que hacía papá; a imitación de San Francisco de Sales, había conseguido dominar su natural vivacidad, hasta el punto que parecía que poseía la naturaleza más dulce del mundo… Las cosas de este mundo apenas parecían rozarle, y se recuperaba con facilidad de las contrariedades de la vida». En mayo de 1888, en el transcurso de una visita a la iglesia donde se había celebrado su boda, a Luis se le representan las etapas de su vida, y enseguida se lo cuenta sus hijas: «Hijas mías, acabo de regresar de Alençon, donde he recibido tantas gracias y consuelos en la iglesia de Nuestra Señora que he hecho la siguiente plegaria: Dios mío, ¡esto es demasiado! Sí, soy demasiado feliz, no es posible ir al Cielo de este modo, quiero sufrir algo por ti. Así que me he ofrecido…». La palabra «víctima» desaparece de sus labios, no se atreve a pronunciarla, pero sus hijas lo han comprendido.
Así pues, Dios no tarda en satisfacer a su siervo. El 23 de junio de 1888, aquejado de accesos de arteriosclerosis que le afectan en sus facultades mentales, Luis Martin desaparece de su domicilio. Tras muchas tribulaciones, lo encuentran en Le Havre el día 27. Es el principio de una lenta e inexorable degradación física. Poco tiempo después de que Teresa tomara los hábitos, momento en que se había mostrado «tan apuesto y tan digno», es víctima de una crisis de delirio que hace necesario su internamiento en el hospital del Salvador de Caen; es una situación humillante que acepta con extraordinaria fe. Cuando consigue expresarse repite sin cesar: «Todo sea para la mayor gloria de Dios»; o también: «Nunca había sufrido una humillación en la vida, por eso necesitaba una». En mayo de 1892, cuando ya las piernas sufren de parálisis, lo devuelven a Lisieux. «¡Adiós, hasta el Cielo!», consigue decir a sus hijas con motivo de su última visita al Carmelo. Se apagará dulcemente como consecuencia de una crisis cardíaca el 29 de julio de 1894, asistido por Celina, que había demorado su entrada en el Carmelo para dedicarse a él.
Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz llegará a decir: «El Señor me concedió un padre y una madre más dignos del Cielo que de la tierra». Que podamos llegar también nosotros, siguiendo su ejemplo, a la Morada eterna que la santa de Lisieux denomina «el hogar Paterno de los Cielos».
por san-pablo.com.ar, corazones.org, CEF | 30 Sep, 2011 | Postcomunión Dinámicas
Teresita, nunca ha dejado de ayudar a las almas más sencillas, a los pequeños, a los pobres y los que sufren cuando la imploran, sino que también ilumina a toda la Iglesia con su profunda doctrina espiritual hasta el punto que Juan Pablo II, en 1997 le otorgó el título de Doctora de la Iglesiay la definió una experta en la «scientia amoris».
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Encuentro de catequesis para niños
Edad recomendada:10 años
Objetivo
Descubrir el llamado a la santidad que está grabado en nuestro corazón.
- Reconocer el camino de la santidad en lo cotidiano y simple de la vida.
- Conocer un modelo de santidad misionera a través de la vida de Santa Teresita del Niño Jesús.
Introducción motivadora
Dinámica de las rosas
Se preparan rosas de papel y se distribuyen sobre la mesa o el lugar en que se realiza el encuentro. Se invita a cada niño a tomar una rosa, imaginar y escribir brevemente la historia de esa rosa, con su principio y su final.
Luego compartirán esas historias. Y cada niño luego de compartir pegará su rosa alrededor de un afiche esté cubriendo una imagen de Santa Teresita.
Iluminación
“Dejen que los niños vengan a mí, porque de ellos es el Reino de los cielos”… (Mc 10,14-16)
Desarrollo
Se invita a los niños a escuchar la historia de una rosa muy especial, y se descubre el afiche donde está la imagen de Santa Teresita del Niño Jesús.
Se cuenta a los niños la vida de la Santa:
La vida de Santa Teresita es tan sencilla como maravillosa. Nunca hizo nada fuera de lo ordinario, pero todo lo hizo con extraordinario amor. Y es precisamente, este camino de pequeñez lo que la ha hecho grande a los ojos de la Iglesia. Vivió tan solo 24 años y no pisó nunca un aula universitaria, ni siquiera traspasó los muros del convento del Carmen de Lisieux, donde ingresó a los 15 años; y aún así esta joven carmelita es considerada una de las más grandes maestras de espiritualidad de todos los tiempos.
Su historia es la de un alma sencilla y profundamente humilde que encontró en el amor la clave de la existencia humana. Aunque breve, su vida fue un testimonio permanente del inmenso valor de la oración y de los pequeños actos realizados por amor. Tanto es así que gracias su acción oculta y silenciosa llegó a convertirse en patrona universal de las misiones sin haber salido nunca del convento.
El ejemplo de Santa Teresita nos invita a una santidad sin complicaciones, que aprovecha cada instante de la vida cotidiana para amar y para servir a los demás. La suya no es una doctrina académica, sino una doctrina de vida que propone el camino de la infancia espiritual, la confianza absoluta en Dios y el total abandono en su amor misericordioso.
Como ella misma lo dijo alguna vez: «Permanecer pequeño es reconocer la nada de uno, esperarlo todo de Dios, como el niño lo espera todo de su padre; no inquietarse por nada, no procurar llegar a ser rico… Ser pequeño significa también no atribuirse a sí mismo las virtudes que se practican juzgándose capaz de algo, sino reconocer que Dios pone ese tesoro de virtud en la mano de su hijito para que se sirva de él cuando lo necesite… Consiste, en fin, en no desanimarse por las propias faltas, pues los niños caen a menudo, pero son demasiado pequeños para hacerse mucho daño».
En un mundo como el nuestro, racionalista y cargado de hedonismo, la sencillez de esta Santa resulta de una eficacia única para esclarecer el espíritu y el corazón de los que tienen sed de verdad y de amor.
En 1997, el Papa Juan Pablo II la declaró Doctora de la Iglesia, convirtiéndose así en la más joven de todos los merecedores a este prestigioso reconocimiento reservado a hombres de la estatura espiritual de Santo Tomás de Aquino, San Agustín o San Juan de la Cruz. Santa Teresita es nuestra más amada Santa y Hermana de la Iglesia.
Se destacan tres aspectos, que se escribirán en cartones de colores y se pegarán alrededor de la imagen.
- A Santa Teresita le encantaban las rosas. Su vida se estaba consumiendo y sabía que su misión no había hecho más que empezar mientras se disponía a entrar en la vida eterna con Dios. Ella explicaba que «Después de mi muerte, haré caer una lluvia de rosas», es decir, que proporcionaría una lluvia de favores y beneficios, para que la gente amara más a Dios.
- El mensaje que quiere transmitir Teresita es que la espiritualidad es sencilla y la llama «caminito». Es decir, ella nos enseña que Dios está en todas partes, en toda situación y toda persona y en los sencillos detalles de la vida. Su «caminito» nos enseña que hay que hacer las cosas habituales de la vida con extraordinario amor. Una sonrisa, una llamada de teléfono, animar a una persona, sufrir en silencio, tener siempre palabras optimistas y otras tantas acciones hechas con amor. Estos son los ejemplos de su espiritualidad. La acción más diminuta, hecha con amor, es más importante que grandes acciones hechas para gloria personal. Teresa nos invita a unirnos a su infancia espiritual, es decir, a su «caminito».
- A Santa Teresita le gustaba mucho la naturaleza y mediante ella explicaba que la Presencia Divina estaba en todas partes y que todo estaba relacionado con el Amor de Dios. Teresita se veía como la florecilla de Jesús porque era como una de las múltiples florecillas silvestres que se pueden encontrar en el campo, que pasan desapercibidas para la gente, pero que crecen dando gloria a Dios. Esta es la forma en que ella se explicaba ante el Señor, pero floreciendo donde Dios la había plantado. Teresa pensaba que era como la flor más pequeña del bosque, sobreviviendo y floreciendo a través de todas las estaciones del año. Por la gracia de Dios, ella sabía que era más fuerte de lo que aparentaba. Siguiendo la tradición Carmelita, Teresa veía al mundo como el jardín de Dios, y a cada persona como un tipo de flor distinta.
Actividad
Aprendemos el canto de Santa Teresita.
Canto a Santa Teresita
(Puedes encontrar la melodía en este enlace)
Pequeña niña de Lisieux,
Florcita de Jesús,
Fuiste grandeza siendo pequeñez.
A los brazos de Dios, como el niño Jesús,
Te abandonaste confiando en su amor.
Dile, ¡oh, Santa Teresita!, al Señor
Nos ayude a ser pequeños como vos,
Vivir paciente la lección de amor.
Guía nuestros caminos de reconciliación.
Santa Teresita nos enseñó
A todos los que queremos llegar a Dios
A ser humildes, alegres, sencillos;
A ser tierra sedienta, sedienta de Cristo;
Ser manitas vacías como lo es un niño;
Ser espíritu inquieto
Que aún en lo cotidiano puede ver a Dios,
Puede ver a Dios.
Pequeña carmelita, ¡oh, santa de la misión!,
Desde tu claustro le gritaste al mundo en oración,
Fue tan grande tu fe en Jesús.
Tu fe en que solo Él
Es verdadero amor,
Cristo es pasión.
Dile, ¡oh, Santa Teresita!, al Señor
Que nos llene el alma de fe en la oración.
Almita simple, sublime amor,
Guía nuestros caminos de transformación.
Compromiso
Cada niño elige un aspecto que le gustaría imitar en su vida y lo escribe con su nombre en la rosa que eligió como signo de ese compromiso de ser amigo misionero de Jesús.
por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 30 Sep, 2011 | Confirmación Vida de los Santos
[…] Hoy centraremos nuestra atención en san Jerónimo, un Padre de la Iglesia que puso la Biblia en el centro de su vida: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se esforzó por vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar del conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza.
San Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347, en una familia cristiana, que le dio una esmerada formación, enviándolo incluso a Roma para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la vida mundana (cf. Ep 22, 7), pero prevaleció en él el deseo y el interés por la religión cristiana. Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida ascética y, al trasladarse a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él casi «un coro de bienaventurados» (Chron. ad ann. 374) reunido en torno al obispo Valeriano.
Después partió para Oriente y vivió como eremita en el desierto de Calcis, al sur de Alepo (cf. Ep14, 10), dedicándose seriamente a los estudios. Perfeccionó su conocimiento del griego, comenzó el estudio del hebreo (cf. Ep 125, 12), trascribió códices y obras patrísticas (cf. Ep 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la palabra de Dios hicieron madurar su sensibilidad cristiana.
Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (cf. Ep 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre la mentalidad pagana y la vida cristiana: un contraste que se hizo famoso a causa de la dramática e intensa «visión» que nos narró. En ella le pareció que era flagelado en presencia de Dios, por ser «ciceroniano y no cristiano» (cf. Ep 22, 30).
En el año 382 se trasladó a Roma. Aquí el Papa san Dámaso, conociendo su fama de asceta y su competencia de estudioso, lo tomó como secretario y consejero; lo alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales.
Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban comprometerse en el camino de la perfección cristiana y profundizar en su conocimiento de la palabra de Dios, lo escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres nobles también aprendieron griego y hebreo.
Después de la muerte del Papa san Dámaso, en el año 385 san Jerónimo dejó Roma y emprendió una peregrinación, primero a Tierra Santa, testigo silenciosa de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes (cf. Contra Rufinum 3, 22; Ep 108, 6-14).
En el año 386 se detuvo en Belén, donde, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y una hospedería para los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, «pensando en que María y José no habían encontrado un lugar donde alojarse» (Ep 108, 14). En Belén, donde se quedó hasta su muerte, siguió desarrollando una intensa actividad: comentó la palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre del año 419/420.
Su formación literaria y su amplia erudición permitieron a san Jerónimo revisar y traducir muchos textos bíblicos: un trabajo muy valioso para la Iglesia latina y para la cultura occidental. Basándose en los textos originales escritos en griego y en hebreo, comparándolos con versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego los Salmos y gran parte del Antiguo Testamento.
Teniendo en cuenta el original hebreo, el griego de los Setenta —la clásica versión griega del Antiguo Testamento que se remonta a tiempos precedentes al cristianismo — y las precedentes versiones latinas, san Jerónimo, apoyado después por otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor: constituye la así llamada «Vulgata», el texto «oficial» de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el concilio de Trento y que, después de la reciente revisión, sigue siendo el texto latino «oficial» de la Iglesia.
Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, «incluso el orden de las palabras es un misterio» (Ep 57, 5), es decir, una revelación. Además, reafirma la necesidad de recurrir a los textos originales: «Si surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecturas discordantes de los manuscritos, debemos recurrir al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Testamento. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, debemos recurrir al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos» (Ep 106, 2).
San Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él los comentarios deben ofrecer opiniones múltiples, «de manera que el lector sensato, después de leer las diferentes explicaciones y de conocer múltiples pareceres —que se pueden aceptar o rechazar — juzgue cuál es el más aceptable y, como un experto agente de cambio, rechace la moneda falsa» (Contra Rufinum 1, 16).
Confutó con energía y vigor a los herejes que no aceptaban la tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y la validez de la literatura cristiana, convertida en una auténtica cultura, ya entonces digna de confrontarse con la clásica: lo hizo con el tratado De viris illustribus, una obra en la que san Jerónimo presenta las biografías de más de un centenar de autores cristianos.
Escribió también biografías de monjes, ilustrando el ideal monástico, junto a otros itinerarios espirituales; además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en su importanteEpistolario, obra maestra de la literatura latina, san Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.
¿Qué podemos aprender nosotros de san Jerónimo? Me parece que sobre todo podemos aprender a amar la palabra de Dios en la sagrada Escritura. Dice san Jerónimo: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo». Por eso es importante que todo cristiano viva en contacto y en diálogo personal con la palabra de Dios, que se nos entrega en la sagrada Escritura. Este diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones: por una parte, debe ser un diálogo realmente personal, porque Dios habla con cada uno de nosotros a través de la sagrada Escritura y tiene un mensaje para cada uno.
No debemos leer la sagrada Escritura como una palabra del pasado, sino como palabra de Dios que se dirige también a nosotros, y tratar de entender lo que nos quiere decir el Señor. Pero, para no caer en el individualismo, debemos tener presente que la palabra de Dios se nos da precisamente para construir comunión, para unirnos en la verdad a lo largo de nuestro camino hacia Dios. Por tanto, aun siendo siempre una palabra personal, es también una palabra que construye a la comunidad, que construye a la Iglesia.
Así pues, debemos leerla en comunión con la Iglesia viva. El lugar privilegiado de la lectura y de la escucha de la palabra de Dios es la liturgia, en la que, celebrando la Palabra y haciendo presente en el sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y la hacemos presente entre nosotros.
No debemos olvidar nunca que la palabra de Dios trasciende los tiempos. Las opiniones humanas vienen y van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La palabra de Dios, por el contrario, es palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre. Por tanto, al llevar en nosotros la palabra de Dios, llevamos la vida eterna.
Concluyo con unas palabras que san Jerónimo dirigió a san Paulino de Nola. En ellas, el gran exegeta expresa precisamente esta realidad, es decir, que en la palabra de Dios recibimos la eternidad, la vida eterna. Dice san Jerónimo: «Tratemos de aprender en la tierra las verdades cuya consistencia permanecerá también en el cielo» (Ep 53, 10).
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Santo Padre emérito Benedicto XVI
Audiencia General del 7 de noviembre del 2007
Segunda catequesis sobre san Jerónimo de Estridón
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos hoy la presentación de la figura de san Jerónimo. Como dijimos el miércoles pasado, dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto de que mi predecesor el Papa Benedicto XV lo reconoció como «doctor eminente en la interpretación de las Sagradas Escrituras». San Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: «¿No te parece que, ya aquí, en la tierra, estamos en el reino de los cielos cuando vivimos entre estos textos, cuando meditamos en ellos, cuando no conocemos ni buscamos nada más?» (Ep. 53, 10).
En realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en cierto sentido presencia del cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente, pues «ignorar la Escritura es ignorar a Cristo». Es suya esta famosa frase, citada por el concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum (n. 25).
Verdaderamente «enamorado» de la Palabra de Dios, se preguntaba: «¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?» (Ep. 30, 7). Así, la Biblia, instrumento «con el que cada día Dios habla a los fieles» (Ep. 133, 13), se convierte en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para todas las personas.
Leer la Escritura es conversar con Dios: «Si oras —escribe a una joven noble de Roma — hablas con el Esposo; si lees, es él quien te habla» (Ep. 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen sabio y sereno al hombre (cf. In Eph., prólogo). Ciertamente, para penetrar de una manera cada vez más profunda en la palabra de Dios hace falta una aplicación constante y progresiva. Por eso, san Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: «Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que el Libro santo no se caiga nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar» (Ep. 52, 7).
A la matrona romana Leta le daba estos consejos para la educación cristiana de su hija: «Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la Escritura. (…) Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la oración. (…) Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos de seda» (Ep. 107, 9.12). Con la meditación y la ciencia de las Escrituras se «mantiene el equilibrio del alma» (Ad Eph., prólogo). Solo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden introducirnos en la comprensión de la Biblia: «Al interpretar la sagrada Escritura siempre necesitamos la ayuda del Espíritu Santo» (In Mich. 1, 1, 10, 15).
Así pues, san Jerónimo, durante toda su vida, se caracterizó por un amor apasionado a las Escrituras, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. A una de sus hijas espirituales le recomendaba: «Ama la sagrada Escritura, y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes» (Ep.130, 20). Y añadía: «Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne» (Ep. 125, 11).
Para san Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Nunca podemos leer nosotros solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia fue escrita por el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Solo en esta comunión con el pueblo de Dios podemos entrar realmente con el «nosotros» en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica.
No se trata de una exigencia impuesta a este Libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del pueblo de Dios que peregrina y solo en la fe de este pueblo podemos estar, por así decir, en el tono adecuado para comprender la sagrada Escritura. Por eso, san Jerónimo exhortaba: «Permanece firmemente adherido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada, para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen» (Ep. 52, 7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano —concluía — debe estar en comunión «con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Ep. 15, 2). Por tanto, abiertamente declaraba: «Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro» (Ep. 16).
San Jerónimo, obviamente, no descuida el aspecto ético. Más aún, con frecuencia reafirma el deber de hacer que la vida concuerde con la Palabra divina, y solo viviéndola encontramos también la capacidad de comprenderla. Esta coherencia es indispensable para todo cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que no lo pongan en aprieto sus acciones, cuando contradicen el contenido de sus palabras.
Así exhorta al sacerdote Nepociano: «Que tus acciones no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando prediques en la Iglesia, alguien en su interior comente: «¿por qué entonces tú no actúas así?» ¡Qué curioso maestro el que, con el estómago lleno, diserta sobre el ayuno! Incluso un ladrón puede criticar la avaricia; pero en el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben ir de acuerdo» (Ep. 52, 7).
En otra carta, san Jerónimo reafirma: «La persona que se siente condenada por su propia conciencia, aunque tenga una espléndida doctrina, debería avergonzarse» (Ep. 127, 4). También con respecto a la coherencia, observa: el Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Por ejemplo, dirigiéndose al presbítero Paulino —que después llegó a ser obispo de Nola y santo —, san Jerónimo le da este consejo: «El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas, si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?» (Ep. 58, 7).
San Jerónimo concreta: es necesario «vestir a Cristo en los pobres, visitarlo en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, acogerlo en los que no tienen una casa» (Ep. 130, 14). El amor a Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar todas las dificultades: «Si amamos a Jesucristo y buscamos siempre la unión con él, nos parecerá fácil incluso lo que es difícil» (Ep. 22, 40).
San Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, «modelo de conducta y maestro del género humano» (Carmen de ingratis, 57), nos ha dejado también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio (cf. Epp. 125, 11 y 130, 15), y sobre todo obediencia a Dios: «No hay nada que agrade tanto a Dios como la obediencia (…), que es la más excelsa de las virtudes» (Hom. de oboedientia: CCL 78, 552).
En el camino ascético pueden entrar también las peregrinaciones. En particular, san Jerónimo impulsó las peregrinaciones a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y alojados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, hija espiritual de san Jerónimo (cf. Ep. 108, 14).
No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por san Jerónimo a la pedagogía cristiana (cf. Epp. 107 y 128). Se propone formar «un alma que tiene que convertirse en templo del Señor» (Ep. 107, 4), una «joya preciosísima» a los ojos de Dios (Ep. 107, 13). Con profunda intuición aconseja preservarla del mal y de las ocasiones de pecado, evitar las amistades equívocas o que disipan (cf. Ep. 107, 4 y 8-9; también Ep. 128, 3-4). Sobre todo exhorta a los padres a crear un ambiente de serenidad y alegría entre sus hijos, a estimularlos en el estudio y en el trabajo, también con la alabanza y la emulación (cf. Epp. 107, 4 y 128, 1), a animarlos a superar las dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y preservándolos de las malas porque —dice, citando una frase de Publilio Siro que había escuchado en la escuela — «a duras penas lograrás corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente» (Ep. 107, 8).
Los padres son los principales educadores de sus hijos, sus primeros maestros de vida. Con mucha claridad, san Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia: «Que encuentre en ti a su maestra, y que en su inexperta niñez te mire a ti con admiración. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al pecado por imitación. Recordad que (…) podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra» (Ep. 107, 9).
Entre las principales intuiciones de san Jerónimo como pedagogo hay que subrayar la importancia que atribuye a una educación sana e integral desde la primera infancia, la peculiar responsabilidad que reconoce a los padres, la urgencia de una seria formación moral y religiosa, y la exigencia del estudio para lograr una formación humana más completa.
Además, un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que san Jerónimo considera vital, es la promoción de la mujer, a la que reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica, religiosa y profesional.
Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su integridad, la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los hombres, es la auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de toda reconciliación y de toda exclusión de la violencia. Educación ante Dios y ante los hombres: es la sagrada Escritura la que nos ofrece la guía de la educación y, por tanto, del auténtico humanismo.
No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran Padre de la Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que dio a la salvaguarda de los elementos positivos y válidos de las antiguas culturas judía, griega y romana en la naciente civilización cristiana. San Jerónimo reconoció y asimiló los valores artísticos, la riqueza de los sentimientos y la armonía de las imágenes presentes en los clásicos, que educan el corazón y la fantasía despertando sentimientos nobles.
Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la palabra de Dios, que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la santidad. Por todo esto no podemos menos de sentirnos profundamente agradecidos a san Jerónimo, precisamente en nuestro tiempo.
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Santo Padre emérito Benedicto XVI
Audiencia General del 14 de noviembre del 2007
por Luis M. Benavides | 29 Sep, 2011 | Catequesis Metodología
«Gran importancia en la formación litúrgica de los niños y en su preparación para la vida litúrgica de la Iglesia pueden tener también las diversas celebraciones por las cuales los niños más fácilmente perciben por la misma celebración, algunos elementos litúrgicos como son: los saludos, el silencio, la alabanza común, principalmente la que se hace por el canto comunitario…»
Sagrada Congregación para el Culto Divino:
Directorio Litúrgico para las Misas con Participación de Niños n. 13
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Como su nombre indica, las Celebraciones de la Palabra son una fiesta en torno a la Palabra de Dios. Ya, en el Antiguo Testamento, celebrar la vida era celebrar la fe. Dios mismo quiere que las alegrías del pueblo sean su alegría, sean su fiesta. (Ex 23, 14-16; Dt 16, 1-16)
Las celebraciones de la Palabra son actividades privilegiadas del encuentro con Dios. Son momentos de intenso contacto con Él. Se entroncan en la vida litúrgica de la Iglesia. Constituyen una auténtica iniciación litúrgica y preparan para la gran celebración de acción de gracias: la Eucaristía.
Desde el punto de vista de la fe, las celebraciones de la Palabra se distinguen, al igual que los sacramentos, de las celebraciones profanas por su eficacia. Las celebraciones profanas o comunes se limitan a recordar hechos pasados y dar gracias por ellos. En cambio, las celebraciones religiosas no sólo reviven, de una manera siempre nueva, lo que se celebra sino que también realizan lo que están significando. Dios realmente se hace presente y actúa en cada celebración del pueblo reunido en su amor.
Las celebraciones de la Palabra tienen como objetivo establecer un contacto personal y comunitario con Dios. Por eso no deben perder el sentido de fiesta, de encuentro, de lo sagrado, de memoria viva (anamnesis).

a) El sentido de fiesta y encuentro
Niños y niñas, también los grandes, deben percibir que toda Celebración de la Palabra nos introduce en el sentido de la fiesta. No, tomada exclusivamente como diversión, sino en su sentido más profundo: lo celebrativo.
En este mundo tan acelerado y alocado en que vivimos, es necesario rescatar junto a los niños el sentido auténtico de la fiesta. Ésta no consiste en un exceso de ruido, volumen atronador y experiencias de desenfreno; sino por el contrario, de fiesta constituye un motivo de encuentro, de reunión para celebrar algo y agradecer por ello a Dios nuestro Padre.
Obviamente, que toda fiesta implica alegría y pasarla bien todos los que nos reunimos para celebrar algo. Es tiempo, pues, de rescatar las sanas y auténticas manifestaciones festivas que se encuentran enraizadas en las costumbres familiares, escolares, populares, etc. A los niños y niñas, siempre les debe quedar claro que lo más importante es el encuentro de la gente que se quiere y se reúne para festejar algo. Por sobre la forma y lo exterior, deben captar que lo central es la gente y lo que se celebre; todo lo otro debe estar en función de esto y no, viceversa.
b) El sentido de lo sagrado y memoria viva
Por otra parte, en el caso de las Celebraciones de la Palabra, es preciso rescatar y profundizar el sentido de lo sagrado. Toda celebración religiosa no debe perder de vista el hecho de que, de alguna manera u otra, nos introduce en el misterio. Es decir, que cuando el pueblo de Dios se reúne para celebrar las maravillas que el mismo Dios ha hecho por nosotros, todos los presentes debemos sentirnos unidos compartiendo la misma fe, incluso los niños.
Esta es la razón por la que en todas las celebraciones aparecen signos y gestos sagrados que nos sugieren sobre las cosas de Dios. Precisamente, los signos nos introducen en una realidad que los supera y desborda. La Iglesia Católica, desde hace siglos, ha venido realizando y profundizando diferentes signos sagrados que expresan nuestra relación con Dios. Entre esos signos, algunos dejados por el mismo Jesús, como los sacramentos, conforman el corazón mismo de la Liturgia.
Los niños y niñas deberán comprender e internalizar que muchos de estos signos sagrados forman parte de la Tradición de la Iglesia conforman la memoria viva de la comunidad; es decir, del tesoro viviente que han venido transmitiendo las generaciones de cristianos desde la época de Jesús. Una tarea insoslayable de la iniciación litúrgica consistirá en realizar una catequesis adecuada de los signos y gestos sagrados; tarea que se facilita mucho y puede desarrollarse a través de las Celebraciones de la Palabra.
(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 4.ª)
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Todas las catequesis de Luis María Benavides
Catequesis en camino – Sitio web de Luis María Benavides
por riial.org | 28 Sep, 2011 | Postcomunión Vida de los Santos
En octubre de 1987, el Papa Juan Pablo II canonizaba a un grupo de mártires japoneses, entre los que destacaba Magdalena de Nagasaki. Y todos se preguntaban:
— ¿Quién es esta nueva Santa, a la que nunca hemos oído nombrar?
Pronto salieron las relaciones sobre la vida de esta muchacha de veintitrés años, terciaria agustina, que arrebataba la admiración de todos.
A los sesenta años de evangelización, iniciada por Francisco Javier, llegaban al medio millón los católicos japoneses. Pero aquella cristiandad pujante se iba a ver sometida a la persecución, y la sangre de los mártires japoneses corrió con una abundancia tal, como tal vez no se dio, proporcionalmente, ni en el Imperio Romano durante los primeros siglos de la Iglesia.
En Nagasaki, centro del catolicismo japonés, se hace famosa la colina de los mártires. Las ejecuciones en masa se realizan todas públicamente, porque todos pueden y deben darse cuenta de los tormentos atroces que se aplican a los que no quieren renunciar a la fe católica.
Los torturas normales son la crucifixión, la muerte a fuego lento, pero precedida la muerte por suplicios terribles: como el meter a las víctimas en aguas sulfurosas, que pudren las carnes; el clavarles en las uñas agujas de metal o astillas de caña de bambú; y otros que la lengua no se atreve a relatar…
¿Cómo eran las ejecuciones?… Fue famosa la de 067 cristianos en el año 1622. Sacados de las jaulas que les hacen de prisión y llevados a la colina de los mártires, a 25 de ellos —17 de los cuales eran sacerdotes— se les ata a los postes para quemarlos vivos a fuego lento. La multitud de espectadores pasa de 30.000 ó de 40.000, que con cantos y salmos los anima a morir valientemente. Todo un triunfo.
Así mueren un día los padres y hermanos de nuestra Magdalena.
Huérfana y sola en el mundo, los Misioneros Agustinos se hacen cargo de la muchachita.
Y ella se convierte en la mejor catequista.
Es la más piadosa, entregada siempre a la oración.
Y es también tan valiente que visita continuamente a los presos por la fe.
En sus visitas a los presos, es la que anima a los débiles; la que fortalece a todos; la que los acompaña al martirio; la que, cuando ya no queda ningún sacerdote, suple todas las funciones y ministerios de que es capaz…
Hasta que un día mueren mártires también los Padres Agustinos en el nuevo suplicio que han inventado los verdugos: la horca y hoya. ¿En qué consistía este suplicio tan atroz?
Atados los brazos y piernas como una momia, la víctima era colgada cabeza abajo sobre un hoyo lleno de inmundicia, y en la hoya se metía nada más que la cabeza y el pecho. La respiración era insoportable.
Para no morir rápidamente congestionados, se les hacía una pequeña incisión en las sienes, y de este modo el suplicio se alargaba por varios días.
Magdalena, a sus veintitrés años, es una chica elegante, de familia noble, cariñosa, querida de todos, porque se ha dado del todo a todos los cristianos desde muy jovencita, cuando vio morir mártires a sus padres y hermanos.
Las autoridades la conocen bien. Pero la respetan y no se atreven con ella. Aunque Magdalena se presenta por sí misma ante el tribunal, y los jueces le proponen:
— Eres de familia noble. Joven y bella, te ofrecemos todos los bienes confiscados, y, además, te vas a casar con uno de los principales señores, que te pretende.
Magdalena, tan joven y tan llena de vida, puede sentir todo el halago de la tentación. Sonríe, y contesta:
— Gracias, pero ya estoy casada. Soy esposa de mi Señor Jesucristo. Y sepan que jamás apostataré de la fe católica.
El tribunal la tiene que condenar a muerte. Le aplican todos tormentos que ya conocemos. Prisionera en la jaula, es visitada por los cristianos, a los que repite los eslogans que se habían hecho famosos:
— El martirio es una gloria. Mientras eres torturado, recuerda la pasión de Jesús, mira a la Virgen María, y piensa cómo los Angeles y Santos contemplan desde el Cielo tu combate.
Al no renegar de la fe, Magdalena es destinada al suplicio de la horca y hoya. Va al frente de otros diez compañeros de prisión, y todos la llaman La Capitana. Alegre, feliz, lleva colgado en la espalda el cartel de la sentencia:
— Condenada a muerte por no querer renegar de la ley de Cristo.
Lo que nadie se explica es cómo esa muchacha delicada pudo aguantar colgada en la horca y hoya trece días y medio. Tiene humor para preguntar a los verdugos:
— ¿Queréis oírme un cantar?
Y, sin más, la simpática muchacha estalla en alabanzas a Dios….
Ya hacia el fin de los trece días de tortura, exclama: ¡Tengo sed! Como Jesús. Los verdugos se compadecen y le ofrecen un vaso de agua.
— ¡Oh, no! No tengo sed de esa agua, sino de la que me va a dar Cristo Nuestro Señor.
Muere Magdalena. Y para evitar que los cristianos la veneren, queman el cadáver y hacen desaparecer las cenizas.
Para nosotros, es una lástima no tener sus reliquias, pues la Iglesia japonesa acudiría ante sus restos como ante un altar.
Sus cenizas volaron con el viento. Pero, ¡cuidado que esta japonesita católica sabe robar bien los corazones!…
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por CEF | Noticias Cristianas | 28 Sep, 2011 | Confirmación Narraciones
Eran dos hermanos que oyeron en el mismo día la voz de Dios, que los llamaba a la vida perfecta y, sin demora alguna, con prontitud y generosidad, abandonaron todas las cosas y se retiraron a la soledad del campo para servir a Él solo. A fuerza de rudos trabajos cultivaban un campo, roturaron unas tierras yermas y baldías; cosechaban legumbres y cuanto necesitaban para alimentarse sobriamente; además confeccionaban las ropas con que se cubrían, limpiaban con esmero su rústica cabaña y leían las Sagradas Escrituras. El resto del tiempo lo dedicaban a la oración y a la meditación de las cosas divinas.
Esta vida de retiro y de piedad no satisfizo sin embargo, a uno de ellos, Juan, «el menor», el cual soñaba con éxtasis y visiones y casi consideraba indignos de sí aquellos trabajos que realizaba con su hermano y aquellas lecturas, a las cuales se entregaban.
Así, pues, un día le dijo claramente:
—Siento decirte, hermano, que nuestra vida me parece demasiado común; vivimos como los demás hombres; nos preocupamos demasiado de las cosas terrenas. De ahora en adelante quiero ocuparme solo de las cosas divinas. Iré a otra parte a vivir como los ángeles, únicamente por amor de Dios. Quiero pasar así los días de mi vida. Aspiro a la sola contemplación de la grandeza inefable de Dios. Adiós, hermano; mi vocación me llama a una vida más perfecta, a una vida angélica… Un efecto desagradable produjeron estas palabras en el hermano mayor, el cual se esforzó inútilmente en disuadirle y detenerle a su lado. Juan, firmemente convencido de la sublimidad del estado, al cual quería consagrarse, no se dejó desviar de su propósito. Partió, pues, sin ni siquiera pensar que su vocación pudiera ser un engaño del demonio de la pereza. Marchó, pero afortunadamente no solo. Iba con él el santo Ángel de la Guarda, decidido a no abandonarle y hacerle volver de su temeridad.
En su nuevo retiro pasó el primer día completamente entregado a la oración y a la meditación.
Solo, al atardecer, se sintió algo desconcertado al ver que no llegaba el cuervo a traerle un buen trozo de pan, como en otro tiempo lo hiciera con san Pablo, el ermitaño.
Le parecía natural que el Señor le diese esa mísera recompensa, ya que él lo había dejado todo por servirle.
Para cenar, tuvo que contentarse con un puñado de raíces silvestres. Una gran piedra le sirvió de colchón durante la noche. Mas era tal la fuerza de su vocación que ofreció al Señor estas privaciones y se durmió con la persuasión íntima de que llegaría a ser un gran santo.
Su Ángel, sin embargo, no dormía; velaba a su lado, no solo para alejar los animales del desierto y las enfermedades, a las cuales imprudentemente se exponía por dormir al raso, sino también para instruirle y corregirle. En las horas de la noche le mandó un sueño, durante el cual vio un cuervo —el cuervo de san Pablo—, que revoloteando sobre las arenas movedizas, llevaba un pan blanco en el pico. Juan, hambriento, hacía esfuerzos constantes para cogerlo, pero el ave huía siempre de sus manos, graznando estas palabras:
—Dios, mi amo y Señor, me envía a los ancianos que ponen sus energías a su servicio, no a los jóvenes que tienen brazos robustos para trabajar.
Este sueño turbó bastante a Juan que, al despertarse, se sintió menos satisfecho que al dormirse; por otra parte, tenía los miembros ateridos por el frío de la noche y su estómago estaba vacío. Su Ángel le sugirió que aceptase todas las privaciones con espíritu de penitencia, ya que se había retirado al desierto para santificarse.
Llegó el segundo día. Juan multiplicó sus oraciones; se entregó a la meditación más concentrada y absorta y eso, no obstante, el éxtasis tan deseado y el cuervo con el alimento en el pico no se presentaron. Juan pensó que tal vez había tenido distracciones voluntarias en la oración, y por eso Dios no le regalaba con las visiones y los éxtasis tan deseados.
Aquella noche se sintió feliz de tener para cenar un huevo de avestruz, hallado entre la arena caliente: no estaba muy fresco, que digamos; pero, ¿no había venido para hacer penitencia? Era muy natural que la hiciese, lo más terrible para él fue la falta de agua: ni una gota para apagar la sed. ¿Qué hacían los Serafines del cielo, a quienes él quería imitar en el desierto? Pensó para sus adentros.
Su Ángel de la Guarda recogió este pensamiento, este deseo de saber y lo presentó en el trono de Dios. A su regreso, Juan dormía y en sus sueños veía animarse el desierto y poblarse de una multitud inmensa de ángeles. Uno de ellos le rozó con las alas y él trató de detenerle.
—No dispongo de tiempo, hermano —dijo el Ángel—. Tengo que trabajar.
Otros dos se encorvaban ante el peso de una hermosa canastilla, llena de aureolas radiantes.
—Deteneos, hermanos; ¿qué lleváis?
—No podemos detenernos; tenemos una orden que cumplir: con estas aureolas hemos de coronar a los que han sudado en su labor diaria.
Otros tenían la misión de abrir las corolas de las flores, de cuidar los nidos de las aves, de consolar a los afligidos, aliviar a los enfermos, gobernar los Estados… Todos trabajaban lo mismo en el cielo que en la tierra.
Amaneció el tercer día, sin que llegasen las alegrías espirituales que el futuro santo esperaba. Su espíritu estaba en una tensión continua; sentía el tormento del hambre, de la sed y del frío; la desilusión más terrible se cebaba en su alma; lejos de descansar, experimentaba dolores agudos en todo el cuerpo. Pues, ¿qué tenía Dios contra él, que consumía todas las horas en su servicio? Así preguntaba angustiado y abrumado por una tristeza infinita, cuando en las horas de la noche le mandó su Ángel Custodio un tercer sueño.
Durante él se vio transportado a Nazaret y, sin ser visto, penetró en la santa casa de María: la Virgen estaba hilando con sus blancas manos la túnica inconsútil para su divino Hijo.
Al través de un respiradero vio también el taller: S. José estaba encorvado sobre el banco de la carpintería y Jesús, que con una sola señal hubiera podido llamar a una legión de ángeles manejaba la garlopa y demás herramientas vulgares del oficio paterno.
Se despertó sobresaltado. ¿Para qué ha trabajado Nuestro Señor, sino para darnos ejemplo y para cumplir el precepto impuesto al primer hombre y en él a toda la humanidad: «Comerás el pan con el sudor de tu rostro»?
Al llegar el cuarto día, sin casi darse cuenta, Juan había emprendido el regreso hacia la cabaña de su hermano. Mas, sintiéndose extenuado y sin fuerzas, trató de olvidar la tierra, meditando sobre las bellezas del cielo. Entonces el Ángel de la Guarda le inspiró estos pensamientos.
Sobre un trono de nubes, rodeado de Serafines y Querubines, Dios reina, en medio de su gloria infinita, recibe los hosannas de los bienaventurados y ve sus súplicas. Desde el seno de esa gloria dirige todas las cosas: cuida de que nada se interfiera para poner en peligro el equilibrio admirable y complicado del universo; su solicitud se extiende a todas las criaturas, hasta las más pequeñas que viven en el fondo del mar o en las entrañas de la tierra; sujeta a la tempestad, pronta y dispuesta para trastornar la naturaleza; dice a las aguas del océano: «Llegaréis hasta aquí y no pasaréis de los límites establecidos»; impera a los astros y endereza la florecilla, inclinada sobre su tallo.
Juan se concentró en sí mismo para aplicarse el fruto de la meditación.
—¿Cómo? —pensó—. ¡Yo desprecio el trabajo, yo que soy un miserable gusanillo de la tierra, mientras el Dios omnipotente, el Creador de todas las cosas, está operando siempre, realiza un trabajo infinito con la infinitud de su poder!
Al amanecer del quinto día, extenuado, sí, pero del todo cambiado, con andar vacilante y casi arrastrándose, se acercó a la cabaña de su hermano y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó su morador.
— Soy yo, Juan, tu hermano…
— ¿Qué? ¿No te has convertido en un ángel?
— Todavía no; pero al menos, he adquirido el convencimiento de que, para asemejarse a los ángeles del Señor, es preciso, unir el trabajo a la plegaria y a la contemplación.
Y así lo hizo durante toda su vida.
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Noticias Cristianas: «Historias pra amar a Dios n.º 2» en Historias para amar, pp. 7-11