por CEF | Archidiócesis de Madrid | 13 Nov, 2011 | Primera comunión Vida de los Santos
De estirpe regia y de santos. Por parte de padre emparenta con la realeza inglesa y por parte de madre con la de Hungría. Los santos son, por parte de padre, san Eduardo —llamado el «Confesor»— que era su bisabuelo y, por parte de madre, san Esteban, rey de Hungría.
Nació del matrimonio habido entre Eduardo y Agata, en Hungría, con fecha difícil de determinar. Su padre nunca llegó a reinar, porque al ser llamado por la nobleza inglesa para ello, resulta que el normando Guillermo el Conquistador invade sus tierras, se corona rey e impone el juramento de fidelidad; al poco tiempo murió Eduardo de muerte natural.
Pero esta situación fue la que hizo que Margarita llegara a ser reina de Escocia por casarse con el rey. Su madre había previsto y dispuesto que la familia regresara al continente al quedarse viuda tras la muerte de su esposo y, bien sea por necesidad de puerto a causa de tempestades, bien por la confianza en la buena acogida de la casa real escocesa, el caso es que atracaron en Escocia y allí se enamoró el rey Malcon III de Margarita y se casó con ella.
Es una mujer ejemplar en la corte y con la gente paño de lágrimas. Se la conoce delicada en el cumplimiento de sus obligaciones de esposa; esmerada en la educación de los hijos, les dedica todo el tiempo que cada uno necesita; sabe estar en el sitio que como a reina le corresponde en el trato con la nobleza y asume responsabilidades cristianas que le llenan el día. Señalan sus hagiógrafos las continuas preocupaciones por los más necesitados: visita y consuela enfermos llegando a limpiar sus heridas y a besar sus llagas; ayuda habitualmente a familias pobres y numerosas; socorre a los indigentes con bienes propios y de palacio hasta vender sus joyas. Lee a diario los Libros Santos, los medita y lo que es mejor ¡se esfuerza por cumplir las enseñanzas de Jesús! De ellos saca las luces y las fuerzas. De hecho, su libro de rezos, un precioso códice decorado con primor —milagrosamente recuperado sin sufrir daño del lecho del río en que cayó— se conserva en la biblioteca bodleiana de Oxford (Inglaterra).
También se ocupó de restaurar iglesias y levantar templos, destacando la edificación de la abadía de Dunferline.
Puso también empeño en eliminar del reino los abusos que se cometían en materia religiosa y se esforzó en poner fin a las abundantes supersticiones; para ello, convocó concilios con la intención de que los obispos determinaran el modo práctico de exponer todo y sólo lo que manda la Iglesia y las enseñanzas de los Padres.
«Gracias, Dios mío, porque me das paciencia para soportar tantas desgracias juntas». Esta fue su frase cuando le comunicaron la muerte de su esposo y de su hijo Eduardo en una acción bélica. Fue cuando marcharon a recuperar el castillo de Aluwick, en Northumberland, del que se había apoderado el usurpador Guillermo. Ella soportaba en aquellos momentos la larga y penosísima enfermedad que le llevó a la muerte el año 1093, en Edimburgo.
Es la reina Margarita la patrona de Escocia, canonizada por el papa Inociencio IV en el año 1250. Pero no pueden venerarse sus reliquias por desconocerse el lugar donde reposan. Por la manía que tenían los antiguos de desarmar los esqueletos de los santos, su cráneo —que perteneció a María Estuardo— se perdió con la Revolución francesa, porque lo tenían los jesuitas en Douai y, desde luego, no salieron muy bien parados sus bienes. El cuerpo tampoco se pudo encontrar cuando lo pidió Gelliers, arzobispo de Edimburgo, a Pío XI, aunque se sabe que se trasladó a España por empeño de Felipe II quien mandó tallar un sepulcro en El Escorial para los restos de Margarita y de su esposo.
Aunque les duela esa carencia de reliquias a los escoceses, tienen sin embargo el orgullo de disfrutar en su historia de las grandes virtudes de una mujer que supo primar su condición cristiana a su condición de reina. O mejor, que ser reina no fue dificultad para vivir hasta lo más hondo su responsabilidad de cristiana. O aún más, supo desde la posición más alta ser testigo de Cristo. Y eso es mucho en cualquier momento de la Historia. ¿No será la gente como ella los que se llaman pobres de espíritu?
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Santa Margarita de Escocia (vídeo 1)
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Santa Margarita de Escocia (vídeo 2)
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por Luis M. Benavides | 11 Nov, 2011 | Catequesis Metodología
«Puesto que la vida plenamente cristiana no se puede pensar sin la participación en las acciones litúrgicas en la que los fieles congregados en uno celebran el Misterio Pascual, la iniciación religiosa de los niños no debe ser ajena a ese fin. La Iglesia, que bautiza a los niños, confiada en los dones que este Sacramento da, debe cuidar que los bautizos crezcan en la comunión con Cristo y los hermanos, de cuya comunión es signo y prenda la participación en la mesa eucarística, a la cual se preparan los niños o en cuya significación son Introducidos más profundamente. La cual formación litúrgica y eucarística no es lícito separar de la educación universal, humana y cristiana, más aún, sería nociva sí la formación eucarística careciera de tal fundamento…»
Sagrada Congregación para el Culto Divino:
Directorio Litúrgico para las Misas con Participación de Niños n. 8
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Dadas las características de los niños, es imprescindible tener en cuenta algunas apreciaciones particulares al momento de pensar y realizar una Celebración de la Palabra.
1. Ante todo las celebraciones deben ser breves, simples, con ritmo, alegres y vividas intensamente.
2. Conviene cuidar mucho los cantos dramatizados con todo el cuerpo, los gestos vividos, los cortos y profundos momentos de oración, la proclamación solemne de la Palabra de Dios, la participación de los padres y familiares y el aire de fiesta propio de toda celebración catequética.
3. El tema de la celebración debe ser cuidadosamente elegido, respondiendo no solo a las necesidades e intereses de los niños, sino también, en la medida de lo posible a los temas catequísticos que se están tratando en la catequesis y a los tiempos litúrgicos.
4. Se ha de procurar una gran ilación entre los cantos, los gestos, la Palabra de Dios, el compromiso; es decir, la celebración debe girar en torno a un solo tema, claro y concreto. No es cuestión de recargar la celebración con gestos complicados ni con extensas explicaciones. Los niños son simples y sencillos. No les compliquemos las cosas.
5. Es muy importante respetar el propio ritmo de los niños. No hay que desanimarse ni apurarse. No siempre las cosas salen como uno quisiera, porque en el fondo los niños son los verdaderos protagonistas y eso vale mucho en la celebración catequística.
6. Pensar muy bien la ubicación, la participación de los niños durante la celebración; de manera que todos los niños y niñas se sientan partícipes y convocados durante la misma.
7. Es muy importante buscar y explicar el significado de los gestos que realizamos. En este sentido los gestos, la valorización, el cuidado y la oportunidad de los mismos son un vehículo privilegiado para la celebración de la fe. El niño entra en el mundo de la liturgia cargado de signos. La catequesis debe cargar de contenido al gesto para que no resulte vacío.
8. Desafortunadamente, la rutina o la falta de conocimiento terminan por anular el sentido de los gestos que, en otros tiempos fueron muy valiosos. Con los niños, continuamente hay que detenerse en los gestos sagrados que utilizamos. Nos tomaremos el tiempo que sea necesario para que los interioricen y, si es necesario, los recreen permanentemente. Muchas veces, podrán inventarse gestos junto con los niños; lo importante es que les ayuden a expresar mejor la fe y, por tanto, el amor de Dios.
9. Es importantísimo que nosotros primero conozcamos el sentido de dichos gestos y los hagamos con detenimiento; luego, se los transmitiremos lentamente y con gran dignidad. Nosotros debemos siempre hacer y vivir los gestos con los niños. El gesto es, para el niño, un medio mucho más significativo que la palabra. Además, el gesto permite al niño expresar lo que no puede decir con palabras o dar más fuerza al sentido de las mismas.
10. Lo que interesa es que los niños vivan la fiesta porque Dios los ama. Qué la celebración sea para ellos la fiesta del encuentro con sus amigos y con Dios. En resumen, qué la celebración sea una forma de vivir y de expresar la propia fe.
11. Lo central sigue siendo es espíritu celebrativo, la búsqueda del misterio insondable de Dios, a través de los gestos y signos sagrados, a través de los cantos, a través de los momentos de oración personal y comunitaria; esencialmente, a través de la escucha de la Palabra de Dios en comunidad.
(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 5.ª)
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Todas las catequesis de Luis María Benavides
Catequesis en camino – Sitio web de Luis María Benavides
por CEF sobre material diverso | 23 Oct, 2011 | Primera comunión Dinámicas
La parábola del Buen Samaritano es idónea para desarrollar diversas dinámicas de catequesis familiar, especialmente con los más pequeños y aquellos que preparan su Primera Comunión. En este artículo ofrecemos a padres y catequistas una serie de dibujos para colorear para que los más pequeños se diviertan coloreando y aprendiendo la parábola.
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Dibujos para colorear
Parábola del buen samaritano en el Evangelio según san Lucas
Lc 10, 25–37
25 Un maestro de la Ley, que quería ponerlo a prueba, se levantó y le dijo: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» 26 Jesús le dijo: «¿Qué está escrito en la Escritura? ¿Qué lees en ella?» 27 El hombre contestó: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo.» 28 Jesús le dijo: «¡Excelente respuesta! Haz eso y vivirás.» 29 El otro, que quería justificar su pregunta, replicó: «¿Y quién es mi prójimo?» 30 Jesús empezó a decir: «Bajaba un hombre por el camino de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo despojaron hasta de sus ropas, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto. 31 Por casualidad bajaba por ese camino un sacerdote; lo vió, dio un rodeo y siguió. 32 Lo mismo hizo un levita que llegó a ese lugar: lo vio, dio un rodeo y pasó de largo. 33 Un samaritano también pasó por aquel camino y lo vio, pero éste se compadeció de él. 34 Se acercó, curó sus heridas con aceite y vino y se las vendó; después lo montó sobre el animal que traía, lo condujo a una posada y se encargó de cuidarlo. 35 Al día siguiente sacó dos monedas y se las dio al posadero diciéndole: «Cuídalo, y si gastas más, yo te lo pagaré a mi vuelta.» 36 Jesús entonces le preguntó: «Según tu parecer, ¿cuál de estos tres se hizo el prójimo del hombre que cayó en manos de los salteadores?» 37 El maestro de la Ley contestó: «El que se mostró compasivo con él.» Y Jesús le dijo: «Vete y haz tú lo mismo.»
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por CEF sobre material de mariologia.org | 23 Oct, 2011 | Postcomunión Dinámicas
Señor y Padre mío, que te conozca y te haga conocer, que te ame y te haga amar; que te sirva y te haga servir; que te alabe y te haga alabar por todas las criaturas.
Oración Apostólica de San Antonio María Claret
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Su vida ejemplar y su ímpetu misionero hacen de san Antonio María de Claret y Clará un modelo idóneo para los aires de la Nueva Evangelización.
Sobre su vida y misión, mariología.org presenta una serie de dinámicas catequéticas de gran interés para catequistas, profesores de religión y padres cristianos.
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Primera parte. Autobiografía
1. Soy Antonio María Claret y Clará
Nací el quinto de once hermanos en la villa de Sallent (Barcelona) el 23 de diciembre de 1807. Mis padres se llamaban Juan Claret y Josefa Clará, casados, honrados y temerosos de Dios y muy amantes de la Eucaristía y de la Virgen María. Fui bautizado a los pocos días de mi nacimiento, el día 25 de diciembre, en la pila bautismal de la parroquia de Santa María de Sallent. Me pusieron por nombre Antonio. Yo después añadí el de María por mi amor a la Virgen.
De los recuerdos de la infancia me llega a la memoria uno que tenía a los cinco años. Yo siempre he sido poco dormilón, y pensaba en la eternidad; pensaba: siempre, siempre, siempre, tendrán que sufrir aquellas personas que mueran alejadas de Dios. Esto me daba mucha lástima, porque yo, naturalmente, soy muy compasivo. Esta idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar para que nadie muera alejado de Dios.
No puedo ver una desgracia, una miseria que no socorra, me quitaré el pan de la boca para darlo a quien lo necesite. Pues si las necesidades corporales me afectan tanto, cuánto más las necesidades espirituales. Si un hijo tuviese un padre muy bueno y viese que sin más le maltratan, ¿no le defendería?.
Pues ¿qué debo hacer yo para defender a mi Padre Dios? ¿Callar? No sería un buen hijo.
Me acuerdo que en la guerra de la Independencia, cuando aún tenía cinco años, huía del pueblo a pie cuando avisaban de la llegada de los franceses, y ayudaba a mi abuelo Juan. Cuando era de noche, le advertía de los tropiezos con tanta paciencia y cariño, que mi abuelo estaba muy consolado al ver que yo no le dejaba, ni huía con los demás hermanos y primos.
Apenas tenía seis años cuando mis padres me mandaron a la escuela. En esos primeros años, el maestro, el sacerdote del pueblo y mis padres, trataban de formar mi entendimiento con la enseñanza de la verdad, y mi corazón con el cuidado de los valores cristianos.
Otras fechas importantes de mi vida son las siguientes:
1818 A los diez años recibí la primera comunión.
1816 Me gustaba ir a la iglesia, rezar y ayudar a los demás.
1819 Comienzo a trabajar en el pequeño taller textil de mi padre.
1820 A los doce años, Dios me llamó, yo oí, y me ofrecí.
1825 Me instalé en Barcelona para perfeccionar mis conocimientos en la industria textil.
1826 A los dieciocho años la Virgen María me libró de morir ahogado en el mar.
1829 Fui admitido en el Seminario de Vic (Barcelona).
1835 El 13 de junio fui ordenado sacerdote en Solsona (Lérida).
1839 Viajé a Roma para ofrecerme como misionero. Durante unos meses fui novicio jesuita.
1841 Fui nombrado Misionero Apostólico y evangelicé en Cataluña y en Canarias.
1849 El 16 de julio, en el Seminario de Vic, con otros cinco sacerdotes, fundé la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. El 4 de agosto fui nombrado Arzobispo de Santiago de Cuba.
1855 Fundé con Madre Antonia París las Religiosas de María Inmaculada.
1856 El 1 de febrero fui herido gravemente en un atentado en Holguín (Cuba).
1857 Fui nombrado confesor de la reina Isabel II. Me trasladé a la corte de Madrid, donde prediqué, confesé, escribí libros, visité enfermos en los hospitales, aconsejé y apoyé iniciativas eclesiales.
1858 Fundé la Academia de San Miguel, asociación de artistas, escritores y hombres de ciencia al servicio de la evangelización.
1859 Fui nombrado presidente del Real Monasterio de El Escorial.
1861 El 26 de agosto recibí la gracia de conservar las especies sacramentales en mi cuerpo.
1864 Fundé las bibliotecas populares y parroquiales.
1868 Tras la revolución de septiembre acompañé a la Reina en su destierro a Francia.
1869 Participé en el Concilio Vaticano I que tuvo lugar en Roma.
2. Los días de mi conversión
Cumplidos los diecisiete años, deseoso de adelantar en los conocimientos de la fabricación textil, dije a mi padre que me llevase a Barcelona. Con mis manos ganaba lo que necesitaba para comida, vestidos, libros y maestros. Me puse a estudiar dibujo, gramática castellana y francesa. Se extendió por Barcelona la fama de la habilidad que el Señor me había dado para la fabricación y algunos empresarios contactaron con mi padre para que entrara en sus negocios. Esto le halagó muchísimo porque le venía muy bien a su fábrica de Sallent. Yo le dije a mi padre que todavía era muy joven. En ese tiempo se cumplió en mí aquello del Evangelio de que las espinas habían sofocado el buen trigo. El continuo pensar en máquinas y telares y en composiciones me tenían tan absorto que no acertaba a pensar en otra cosa. Todo mi afán era la fabricación textil. Es verdad que acudía los domingos a misa, pero tenía más máquinas en la cabeza que santos había en el altar.
En medio de esta barahunda de cosas, estando oyendo la Santa Misa, me acordé de haber leído desde muy niño aquellas palabras del Evangelio: ¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si finalmente pierde su alma?. Esta frase me causó una profunda impresión… fue para mí una flecha que me hirió el corazón; yo pensaba y discurría qué haría, pero no acertaba.
Me hallé como san Pablo en el camino de Damasco. Me faltaba un Ananías que me dijese lo que había de hacer. Me dirigí a la Casa de san Felipe Neri, di una vuelta por los claustros, vi un cuarto abierto, pedí permiso y entré, y hallé a un Hermano llamado Pablo y le conté lo que me pasaba. Y el buen Hermano me oyó con mucha paciencia y me condujo al P. Amigó. Me oyó mi deseo de cambiar y me sugirió el camino a seguir.
Se despertaron en mí los deseos de volver a Dios y comprendí que los peligros por los que había pasado en mi estancia en Barcelona habían servido para espabilar mi corazón. Entre ellos, está el accidente que tuve en la playa de la Barceloneta cuando me hallaba paseando por la orilla, y una ola me metió mar adentro estando a punto de ahogarme al no saber nadar. Invoqué a la Virgen María y me vi en la playa sin saber cómo. También me acuerdo de la pasión que tenía por mí la dueña de la casa donde vivía un amigo mío, una mujer joven.
Entonces me gustaba vestir bien y ser muy elegante. Un día que él no estaba en casa, la dueña dijo que le esperase, y al poco, ella manifestó sus intenciones con palabras y acciones. Inmediatamente salí corriendo de su casa y nunca jamás quise volver. Y por último, recuerdo la traición de mi mejor amigo. Ambos teníamos bastante suerte en la lotería y jugábamos a medias. En cierta ocasión nos tocó un gran premio. Mi amigo, sintiéndose rico y sin decirme nada, apostó todo el dinero en juegos, lo perdió y se empeñó. Para pagar sus deudas, me robó mis libros, mi dinero y mi ropa. Como no le llegaba para saldar su deuda, robó unas joyas en una casa, siendo detenido. Cogieron al ladrón, confesó su delito, y fue condenado. No es posible explicar el golpe que me dio este percance, no tanto por la pérdida de dinero, que era mucho, cuanto por la confusión y vergüenza que me daba. No me atrevía a salir por la calle. Me parecía que todos me miraban y que decían: Ahí va el amigo del que está en la cárcel.
¡Cuánto tengo que agradecer a Dios que me haya abierto los ojos a la vida con aquellos desengaños!. Es verdad que entonces me sentí desengañado, fastidiado y aburrido de la mentira de algunos, pero ello me despertó en ansia de buscar lo que de niño siempre quise: Ser misionero.
Mi padre se enteró por mí de mi deseo de dejar la fabricación. Fue grande su pena porque truncaba su sueño y mi futuro como empresario, pero como era buen cristiano, me dijo que acataba la voluntad de Dios por más que la sentía en su corazón.
Salí de Barcelona después de haber estado cuatro años llenándome del viento de la vanidad, de elogios y aplausos. A primeros de septiembre de 1829 salí de Barcelona y volví a Sallent. A finales de mes, el día de san Miguel, mi padre me acompañó a Vic donde estudié la carrera eclesiástica como seminarista externo, acogido por el Obispo D. Pablo de Jesús Corcuera. Recuerdo aquel viaje por la tristeza del andar con lluvia y el silencio de mi padre.
La dirección del Obispo Corcuera y el buen ambiente del Seminario me ayudaron a entrar en un contacto profundo con la Palabra de Dios y a fundamentar mi opción de vida por Cristo en aquellos días en los que las Cortes aprobaban la supresión de todos los Institutos religiosos, se encautaron y subastaron los bienes de la iglesia y se azuzó al pueblo para la quema de conventos y matanza de religiosos. Los días de los comienzos de las guerras carlistas.
A lo largo de siete años, la guerra asoló vidas, tierras y riqueza. Dividió pueblos y familias, dejando un rastro de odio, venganza y desolación. Cataluña fue un escenario importante en esta guerra. Yo viví todos estos acontecimientos muy de cerca. Mi primer destino como sacerdote fue mi pueblo, Sallent, durante cuatro años. Mi trabajo personal se centraba en la atención a los enfermos y a los pobres, la predicación, la catequesis y los sacramentos.
La meditación de la Palabra de Dios y las lecturas de la vida de los Santos me ayudaban. Eran muchos los pasajes de la Biblia, pero en especial estos:
“Yo te elegí y no te abandoné” (Is 41, 9).
“No temas, que yo estoy contigo; no te acobardes, porque yo soy tu Dios” (Is 41, 10).
“Yo el Señor tu Dios te tomo de la mano y te digo: No temas” (Is 41, 13).
“Hijo de hombre: yo te he puesto de centinela en la casa de Israel” (Ez 3).
“El Espíritu del Señor está sobre mí. El Señor me envió para llevar la Buena Noticia a los pobres y sanar a los contritos de corazón” (Is 61,1).
En otras muchas partes de la Biblia sentía la voz del Señor que me llamaba y me invitaba a dedicarme sólo a evangelizar. Lo mismo me ocurría cuando hacía la oración.
3. Mi vocación, misionero apostólico
Sallent se me quedaba pequeño y decidí marchar a Roma para ser enviado a países de misión. Al llegar a Roma, me preparé con unos ejercicios espirituales y el director de los ejercicios me sugirió que ingresara en la Compañía de Jesús, donde podría realizar mejor mi propósito. A los pocos meses del noviciado, una enfermedad misteriosa hizo que abandonara el Noviciado y regresara a Cataluña. Allí, el Obispo me consiguió de Roma el nombramiento de Misionero Apostólico y comencé la predicación por las tierras catalanas. Cuando las circunstancias políticas hicieron imposible la predicación, viajé a Canarias donde recorrí las islas predicando. Allí me conocían por el nombre de Padrito. Y más tarde, como Arzobispo de Cuba y confesor de la Reina Isabel II, no dejé de vivir y de ser un misionero apostólico por los lugares donde pasaba.
Yo me digo a mi mismo: Un hijo del Inmaculado Corazón de María es un hombre que arde en caridad y que abrasa por donde pasa; que desea eficazmente y procura por todos los medios encender a todo el mundo en el fuego del divino amor. Nada le arredra; se goza en las privaciones; aborda los trabajos; abraza los sacrificios; se complace en las calumnias y se alegra en los tormentos. No piensa sino cómo seguirá e imitará a Jesucristo en trabajar, sufrir y en procurar siempre y únicamente la mayor gloria de Dios y la salvación de los hombres.
San Antonio María Claret, muere en la abadía cisterciense de Fontfroide (Francia) el 24 de octubre de 1870. Tenía 63 años. Raymond Carr le ha llamado Apóstol de España y la liturgia le canta como Apóstol de fuego. Apóstol de palabra hablada y escrita. De su libro escrito a los treinta años, el Camino recto, se han hecho más de trescientas ediciones. En 1847 fundó la Librería Religiosa para poner al alcance de todos la Palabra de Dios y los libros buenos para toda clase de personas. Y como misionero, no faltaron en todas las etapas de su ministerio apostólico las persecuciones.
Azorín dijo de él que no hubo otro en la historia contemporánea de España a quien persiguieran más.
Dios le mantuvo con su gracia y con el amor a la Virgen María, “mi madre, mi maestra y mi madrina; mi todo después de Jesús”.
Sobre la lápida de su sepultura grabaron esta frase del Papa Gregorio VII: “Amé la justicia y odié la iniquidad; por eso muero en el destierro”.
El 7 de mayo de 1950 es canonizado por el Papa Pío XII, quien dijo de él: Alma grande, nacida para ensamblar contrastes. Pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante. Fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien conoce el freno de la actividad y de la penitencia. Siempre en la presencia de Dios, aun en medio de su prodigiosa actividad exterior.
Calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y entre tantas maravillas, como una luz que todo lo ilumina, su devoción a la Madre de Dios.
Segunda parte: Actividades. Cinco sugerencias
1. Carta vocacional
Material: Carta fotocopiada para cada uno de los miembros del grupo con su nombre.
A __________________ , Un amigo en quien confío.
Hola.
Me dirijo a ti porque necesito sacar del coco ideas y sentimientos que me están hirviendo dentro desde hace algún tiempo. Y, como dicen que al escribir se piensa dos veces… me he lanzado a ponértelo por escrito para ver si me aclaro un poco.
La verdad es que no sé por dónde empezar. Lo haré por lo que está más cerca de mí: YO MISMO. Ser alguien… ser algo… proyecto de vida… Parece que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para repetirnos una y otra vez la misma cantinela: ¿qué vas a hacer en el futuro?
Lo que veo es que yo no tengo nada claro por dónde tirar. Cuando me pregunto a solas ¿qué tipo de persona quiero ser? Me contesto que quiero ser legal, auténtico, abierto a la vida, a los otros… pero sé que con estas palabras no digo nada. Porque me miro a mí mismo, miro mi vida y encuentro cosas que no me gustan un pelo. A veces me doy asco, no me veo “auténtico”. Son esos defectos que tú bien conoces y que más de una vez me has reprochado, como buen amigo que eres. Te lo agradezco. De verdad, me gustaría cambiar.
Lo que poco a poco voy teniendo más claro es a quién no quiero parecerme. Tú sabes a quien me refiero. Pero hay que ir a lo positivo.
Menos mal que voy vislumbrando día a día algunas actitudes y cualidades que me gustaría tener y desarrollar. Pero… (¡maldita sea!… ¿por qué siempre tiene que haber un pero…?) No sé cómo ir asimilándolas. Me parece que me voy fijando y me voy quedando con un rasgo de uno (por ejemplo, la responsabilidad de mi padre o la ternura de mi madre o…), con una actitud de otro o de otra (me gusta la sinceridad con la que se relaciona con los demás Maribel y la generosidad de Toni). Pero, aunque esto me ayuda a clarificarme algo, veo que no avanzo. Quizás necesite a alguien en quien mirarme para aprender de él –aun siendo yo mismo- el modo de ser, la forma de vivir.
Luego viene lo del “sentido de la vida”. Y me pasa como antes, que me vienen frases hechas: “ser feliz y hacer felices a los que quiero: a mis padres, a Mónica, a ti, a los amigos, incluso a más gente”. Y, también sé que con esta respuesta no he dicho nada. En mí y a mi alrededor veo cosas que no me hacen feliz… y encima están los agoreros que dicen que la felicidad es imposible. Yo no lo creo porque siento la llamada a ser feliz y a hacer felices a otros. Sin embargo, siento que no estoy haciendo todo lo que podría hacer, y me voy comiendo el coco con preguntas como éstas: ¿Tengo derecho a seguir viviendo como estoy viviendo?… ¿no soy demasiado egoísta dedicando mi tiempo libre a lo que lo dedico?…
A veces mi vida… ¡me parece tan vacía!. Además siento que algunos esperan más de mí, que de alguna manera me necesitan y que no puedo montármelo al margen de ellos. Creo que tengo que cambiar… que tengo que dar otro SENTIDO A MI VIDA.
De vez en cuando, veo en la TV o leo en alguna revista lo que otros están haciendo… esos que, sin hacer ruido, han encontrado el sentido a su vida en la entrega. Incluso por aquí andan gentes generosas que me llaman la atención. Pero… ¿cómo lo han logrado?… Ellos no se han hecho por generación espontánea; ellos y ellas no han salido de la caja mágica de las sorpresas, ni del frasco de las esencias. Pero me digo: “si ellas y ellos –que son de carne y hueso como yo, lo han conseguido ¿por qué yo no?. Creo que ayudas no han de faltarme, cuento contigo, con José Mari, con Mónica, con Isabel…
Y me ocurre otra cosa, que a la vez me da alegría y miedo. Me refiero a algunos textos del Evangelio; textos que compartimos en grupo los viernes por la tarde. No sé qué te dirán a ti, pero a mí me dan “mucha caña” –y no precisamente de cerveza, sino de la otra; ya ves por dónde voy. Ellos me dan luz. Comprendo que no puedo construir mi proyecto de vida al margen de ellos. Sé que no es fácil; pero dejándolos de lado, mi vida difícilmente va a merecer la pena.
Y ahora aparece otro follón. Bueno, vale todo lo anterior está muy bien.
Pero…. ¿CON QUIÉN VIVIRLO?. De solterones no vamos a ir por la vida (lo hemos comentado muchas veces). Tú sabes lo que yo siento por Mónica: “me muero por sus huesitos y por los que los rodean”. Vivirlo con alguien que tenga tus inquietudes sería maravilloso. También me pregunto si no hay otra manera de enfocar la vida fuera de la pareja. El caso es que muchos lo hacen y son gentes normales, y parecen felices.
Creo que es hora de ir terminando. Aún quedan otras cosillas , pero no quiero darte más la vara. Ya está bien de rollo. Perdona que te haya escogido para hacerte estas “confesiones”… pero yo no tengo la culpa de que seas mi mejor amigo. ¿La tienes tú?. GRACIAS.
¡Ah! Y si conoces a Alguien –quizás un… (olvídalo)-, sencillamente a alguien que pueda orientarme porque conoce bien la vida y todos estos líos… suéltalo. ¿vale?.
Hasta pronto y, un abrazo.
Ángel.
- Subraya aquello con lo que estés de acuerdo o tú mismo/a hayas vivido.
- ¿Qué pistas le darías tú a este amigo?.
- ¿Qué te ha llamado la atención?. ¿Hay algo en lo que no estés de acuerdo?.
2. La vid y los sarmientos
Material: Una cartulina por grupo en la que esté dibujada una vid con al menos cinco sarmientos.
Lluvia de ideas sobre lo que más ha llamado la atención de la vida del Padre Claret. En la cara A de la cartulina –donde está dibujada la vid y los sarmientos- se escribe lo más sugerente para la puesta en común de los grupos en cada uno de los sarmientos.
Sobre la cara B de la cartulina, –procurando que las manos compongan la forma de la vid de la cara A- cada uno de los presentes dibuja el contorno de su mano abierta y en el espacio en blanco de la palma de la mano, escribe algo que puede hacer para dar en su vida un fruto bueno como Claret.
Puesta en común de los grupos.
3. Eel discofórum
Material: Un reproductor de audio, una canción del momento que presente algún problema de hoy, y letra de la canción.
Audición de la canción.
Subrayado del texto de la canción donde se presente el problema.
Lectura de Lucas 4,40: Poniendo sobre ellos las manos, los curaba.
Debate: ¿Qué podemos hacer nosotros para poner remedio a la situación que describe la canción.
4. El Manifiesto de la Caridad Cristiana
Material: un pliego de papel Din-A3 preparado en forma de pergamino.
El P. Claret tuvo un corazón compasivo y puso de su parte lo que pudo para ayudar a los demás. Vamos a confeccionar un manifiesto sobre la CARIDAD.
Lectura de la Primera carta a los Corintios, capítulo 13.
Lluvia de ideas sobre la caridad –con resonancias a la solidaridad de la vida del misionero-.
Cada uno del grupo elige una idea y escribe un párrafo sobre él con lenguaje de denuncia.
Se leen las composiciones y se pasan al Dina 3 las aportaciones más sugerentes.
5. Mural de la esperanza
Material: Periódicos de los últimos días, cartulina, tijeras y pegamento.
Búsqueda de noticias que hablen de compromisos personales o sociales con los demás.
Puesta en común de las noticias recortadas y elección de las tres más interesantes.
Son respuestas solidarias de personas o grupos de hoy que apuntan a la construcción del Reino de Dios por parte de la Iglesia.
¿Qué podemos hacer nosotros?
Tercera parte. Celebración y oración para concluir la catequesis
I. Celebración para concluir la catequesis
Preparar dos carteles: Uno con el acróstico de la palabra “Misionero/a”, y otro con la oración final.
MONICION DE ENTRADA.
Guía de la celebración: Amigos. Después de haber reflexionado sobre la vocación misionera de san Antonio María Claret, venimos ante Dios para orar sobre lo que hemos vivido.
- Diremos a Jesús que queremos seguirlo…
- Pediremos a Dios que envíe misioneros… que nos envíe,
- Y daremos gracias por la vida de los misioneros.
Guía de la celebración: Amigos, en un instante de silencio orad conmigo.
“Señor Jesús, aquí estamos cerca de tí… míranos a los ojos… despierta en nosotros un sueño bello; el de seguirte, el de anunciarte como te siguieron y te anunciaron tantos y tantos misioneros en todo el mundo.
Tú eres nuestro Amigo, y nosotros sabemos que nos amas.
Enséñanos y ayúdanos a vivir contigo esta celebración”.
Todos: Amén.
Se coloca delante el acróstico Misionero.
M. MUNDO ENTERO.
I. IDEAL.
S. SEGUIMIENTO.
I. ILUSION
O. ORACION.
N. NEGACION DE UNO MISMO.
E. ENVIO. ENTREGA.
R. RIQUEZA.
O/A OFRENDA/AMOR.
Guía de la celebración: Aquí tenemos un acróstico de la palabra misionero. Con él vamos a dar gracias a Dios por los misioneros seguidores de Jesús. Yo diré cada letra… vosotros gritaréis la palabra o palabras que tiene esa letra y luego daremos gracias. Así una tras otra.
Guía de la celebración: M
Todos: Mundo Entero.
Chico: Te damos gracias por los misioneros/as que han respondido a su vocación y están extendidos por el mundo entero y porque ellos miran y aman al mundo entero.
Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS , SEÑOR.
Guía de la celebración: I
Todos: Ideal
Chica: Por los misioneros/as que tienen como ideal su vocación universal, haciendo felices a los demás, como lo hizo Jesús. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS SEÑOR.
Guía de la celebración: S
Todos: Seguimiento.
Chico: Por los misioneros/as que han seguido a Jesús y siguen con Él a pesar de las dificultades. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: I
Todos: Ilusión
Chica: Por la ilusión con que los misioneros/as viven su vocación; y por la ilusión que ellos trasmiten a los pobres y desesperados. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: O
Todos: Oración
Chico: Por la oración que hacen los misioneros/as para alabar a Dios y para interceder por las gentes de su misión. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: N
Todos: Negación de si mismo.
Chica: Por todos los misioneros/as que han sabido olvidarse de sí mismos, negarse a sí mismos, para seguir a Cristo, hasta dar sus vidas por las gentes de su misión, incluso hasta el martirio. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: E
Todos: Envío – Entrega
Chico: Por los misioneros/as que han acogido con alegría el “envío misionero” y se han entregado en cuerpo y alma a la tarea encomendada. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: R
Todos: Riqueza
Chica: Por los misioneros/as que no han puesto su corazón en las riquezas de este mundo, sino que han hecho de la Palabra de Dios y de sus hermanos más pequeños y humildes su riqueza y su verdadero tesoro. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: O/A
Todos: Ofrenda – Amor
Chico: Por los misioneros/as que han ofrecido a Dios todo cuanto eran y tenían para amar a toda la humanidad con libertad de corazón y luchar por ella cada día de sus vidas. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Canto: CRISTO NACE CADA DÍA.
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La Re La
Habrá tierra que sembrar,
Re La
habrá mies que recoger,
Re
por muchos años que pasen,
Do#m Re
no cambiará nuestra fe,
La Mi
la vida es de los que luchan
La
por su propio yo vencer.
Habrá veces que pescar y manos para faenar, no importará la tormenta pues Cristo la calmará, seguiremos en la lucha por un mundo de hermandad.
CRISTO NACE CADA DÍA
Re Mi La La7
EN LA CARA DEL OBRERO CANSADO
Re Mi La
EN EL ROSTRO DE LOS NIÑOS QUE RÍEN JUGANDO
Re Mi La
EN CADA ANCIANO QUE TENEMOS AL LADO.
CRISTO NACE CADA DÍA
Y POR MUCHO QUE QUERAMOS MATARLO
NACERÁ DÍA TRAS DÍA, MINUTO A MINUTO
EN CADA HOMBRE QUE QUIERE ACEPTARLO.
Hay mucha tierra sembrada, el tiempo traerá su fruto, ya vendrá quien lo recoja, de momento trabajemos y si el mundo se acobarda nosotros no callaremos.
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Guía de la celebración: Oración:
Todos: LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS – Señor la misión es bellísima… pero aunque sea difícil
T .- LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS.
– Señor, aunque algunos crean que ser misioneros es cosa de locos.
T .- LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS.
– Señor, porque aún se necesitan muchos más misioneros.
T .- LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS
– Señor, para reemplazar a cuántos misioneros de Madrid han fallecido.
T .- LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS.
Guía de la celebración: Señor, con el gran misionero que fue S. Antonio María Claret te decimos:
G. Que te conozcamos
T. Y te hagamos conocer
G. Que te amemos
T . Y te hagamos amar.
G. Que te sirvamos
T. Y te hagamos servir.
G. Que te alabemos
T. Y te hagamos alabar de todas las criaturas y por todo el mundo.
G. Haz, Señor que todos tus seguidores nos convirtamos a ti, que nos pongamos a la escucha de tu pregunta para descubrir nuestra vocación misionera y responder a ella con confianza y alegría.
Te lo pedimos por la intercesión de S. Antonio María Claret, fiel misionero de tu Hijo Jesucristo.
T. Amén.
II. Oración para concluir la catequesis
(Si no concluye con la celebración).
TU LLAMADA ENTRE NOSOTROS Tú, Jesús sigues llamando personalmente a cada uno de nosotros, y nos vas incorporando a trabajar en tu mies.
Nos sentimos convocados a compartir, tu vida, tu Reino, tus proyectos…
como hijos obedientes del Padre, como hermanos solidarios de los hombres.
Como tus discípulos, te pedimos: “enséñanos”.
Queremos oír la voz de Dios, convertirnos en Palabra tuya, tener apertura de corazón y mente, sencillez y rectitud de vida, no encerrarnos en nuestra propia carne y dilatar tu Reino.
Pon en nuestros labios las palabras de invitación para que nuevos jóvenes te conozcan, experimenten y busquen en ti “camino, verdad y vida”.
AQUÍ ESTAMOS, SEÑOR.
Con gozo respondemos a la llamada que en tu Hijo nos diriges y alentados por la fuerza del Espíritu te decimos confiados “Queremos hacer tu voluntad”.
Danos una mirada limpia, una inteligencia abierta y un corazón ardiente para poder captar y comprender el designio de amor que tienes sobre nuestra comunidad y sobre la misión que nos has encomendado.
Advertimos las profundas y constantes exigencias, las debilidades y dificultades, conviértalas en estímulo para la acción, la caridad y el fulgor de nuestras vidas.
Aumenta en nosotros la generosidad y la esperanza y ábrenos a las necesidades más urgentes de los hombres.
Que acertemos a expresar en nuestra vida el amor universal de Jesucristo, su incondicional entrega y su donación radical.
Confírmanos en la verdad, danos sed de tu justicia y haznos útiles instrumentos para proclamar el Evangelio, discerniendo en todo tiempo lo que te agrada, lo bueno, lo que es justo y lo que construye tu Reino entre los hombres.
Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Bibliografía
Antonio María Claret: Autobiografía. Editorial Claret, 1975.
Antonio María Claret: Escritos autobiográficos. BAC, Madrid, 1981.
Antonio María Claret: Escritos autobiográficos. BAC, Madrid, 1985.
Agustín Cabré: Evangelizador de dos mundos. Claret, Barcelona, 1983.
Jesús Álvarez: Misioneros Claretianos. P. Claretianas, Madrid, 1993.
Atilano Aláiz: No puedo callar. San Pablo, Madrid, 1995.
Emilio Vicente Mateu: San Antonio María Claret, Misionero Apostólico. Folleto. Edición revisada por Juventino Rodríguez. Sevilla, 1997.
Ángel Sanz: Apóstol de fuego. San Antonio María Claret. Folleto. Ediciones Iris de Paz, 2000.
* * *
Fuente original: mariologia.org
por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 17 Oct, 2011 | Catequesis Magisterio
1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida.
Este empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud».1 Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado.2 Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,3 con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis,4 realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que esta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca».5 Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla».6 Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Esta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios,7 para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»,8 consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza».9 Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».10
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, «santo, inocente, sin mancha» (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación «en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios», anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz».11
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo».12 El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.13 Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza».14 Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada,15 y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón».16
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «»Creo»: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. «Creemos»: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. «Creo», es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: «creo», «creemos»».17
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor.18
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre».19 Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido.20 La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial… Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial».21
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.22
13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: «Id en paz, abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: «Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe»» (St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, esa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
* * *
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.
BENEDICTUS PP. XVI
Porta Fidei: Carta apostólica en forma de motu propio
* * *
1 Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.
2 Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.
3 Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
4 Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
5 Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
6 Ibíd., 198.
7 Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del «Año de la fe» (30 junio 1968): AAS 60 (1968), 433-445.
8 Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.
9 Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
10 Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.
11 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
12 De utilitate credendi, 1, 2.
13 Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.
14 Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
15 Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.
16 Sermo 215, 1.
17 Catecismo de la Iglesia Católica, 167.
18 Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.
19 Discurso en el Collège des Bernardins, París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.
20 Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.
21 Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.
22 Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.
por Jesazfa | Anécdotas y Catequesis | 9 Oct, 2011 | Confirmación Dinámicas
A todos nos es difícil hacer un buen examen de conciencia: antes de acostarnos cada noche y, especialmente, antes de acercarnos al Sacramento de la Reconciliación. En el confesionario nos espera el sacerdote y, si no preparamos bien lo que vamos a decirle, lo habitual es divagar sobre generalidades, incidir sobre faltas habituales y lugares comunes. Es necesario, para aprovechar la Gracia que recibimos con la absolución, que seamos capaces de reconocer con valentía ante el confesor todas nuestras faltas.
Es por eso que os ofrecemos este examen de conciencia, con preguntas a las que debemos responder con sinceridad de corazón, y que fue elaborado para el blog Anécdotas y catequesis.
También los catequistas pueden sacar partido de este material para sus dinámicas, especialmente las orientadas para la preparación de la Confirmación.
* * *
Examen de conciencia
1. ¿He dudado de las verdades de la fe católica?
2. ¿He negado alguna verdad de fe?
3. ¿He hablado sin el debido respeto de Dios, de la Santa Iglesia o de los santos?
4. ¿He leído, visto o divulgado alguna publicación contraria a la fe católica?
5. ¿He hablado en plan de burla de las cosas y personas sagradas?
6. ¿He desesperado de mi Salvación?
Por muy grande que sea el pecado no hay que desesperar de salvarse, porque Dios perdona los pecados, por muchos que sean —y aún los más graves—, si hay verdadero arrepentimiento y se acude al sacramento de la Penitencia.
7. ¿He abusado de la confianza en la Misericordia de Dios para pecar tranquilamente?
8. ¿He practicado la superstición?
La superstición es una actitud irracional que atribuye a ciertos hombres (brujos, espiritistas, adivinos, hechiceros…), a objetos (talismanes, cartas, amuletos…), a hechos causales (caerse la sal, romperse un espejo, tener en la puerta de la casa una herradura, ver un gato negro…), la posibilidad de influir en el destino del hombre. Comete pecado el que cree que ciertos actos, palabras, números (especialmente, el trece), percepciones, etc. acarrean desgracia o felicidad, buena suerte o mala suerte, y los busca o los evita por esta razón. Es un pecado de excesiva credulidad.
9. ¿He hecho espiritismo?
El espiritismo es la creencia que sostiene que la persona humana se puede poner en comunicación con el mundo invisible de los espíritus. Asimismo es el arte de comunicarse con los malos espíritus (demonios) o con los difuntos, para conocer por medio de ellos las cosas ocultas. La Iglesia ha condenado estos procedimientos.
10. ¿He hecho con desgana las cosas que se refieren a Dios?
Hacer con desgana las cosas referentes a Dios es un síntoma claro de tibieza. La tibieza es incompatible con el amor a Dios. Santo Tomás de Aquino la define como una cierta tristeza, por la que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del esfuerzo que comportan. Esta falta de prontitud en el amor sobreviene cuando el alma quiere acercarse a Dios con poco esfuerzo, sin renuncias, intentando hacer compatible el amor de Dios con cosas que no son gratas a Él. La persona tibia no ama a Dios sobre todas las cosas.
11. ¿Pongo interés en el estudio de la doctrina cristiana?
La doctrina cristiana está en el Catecismo de la Iglesia Católica. Es conveniente, después de haberlo leído y estudiado, ir repasándolo.
12. ¿Conozco y procuro practicar los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia?
13. ¿Me he enfadado con Dios cuando algo no me salió bien?
14. ¿He dicho blasfemias?
La blasfemia es todo dicho, hecho o gesto injurioso a Dios, a sus santos o a la religión. Es siempre pecado grave.
15. ¿He utilizado expresiones irreverentes en el hablar?
Por ejemplo, es una expresión irreverente emplear la palabra “hostia” como sinónimo de bofetada.
16. ¿He jurado con mentira?
Jurar es tomar a Dios por testigo de la verdad. Quien jura con mentira es como si dijese que Dios es mentiroso, pues le pone como testigo de algo que no es verdad. Por lo que jurar en falso es pecado grave.
17. ¿He jurado con verdad, pero sin necesidad?
Jurar con verdad, pero sin necesidad es pecado venial.
18. ¿He comulgado sin estar en Gracia de Dios?
Cuando se tiene conciencia de pecado mortal, antes de comulgar hay que confesarse. Comulgar sin estar en Gracia de Dios es un sacrilegio, es decir, un pecado muy grave.
19. ¿He recibido la comunión sin haber guardado el ayuno eucarístico?
El ayuno eucarístico consiste en no tomar ningún alimento (sólido o líquido) una hora antes de comulgar. El agua no rompe el ayuno eucarístico.
20. ¿He hecho alguna promesa a Dios y la he dejado sin cumplir?
21. ¿Creo todo lo que enseña la Iglesia Católica?
22. ¿He faltado a Misa algún domingo o fiesta de precepto por pereza, por desgana, por no querer ir, por anteponer otra actividad (deporte, deberes), porque paso de ir a Misa?
23. ¿He cumplido los días de ayuno y abstinencia?
El cuarto mandamiento de la Iglesia dice: Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia. Son días de ayuno y abstinencia el miércoles de ceniza y el viernes santo. Y de abstinencia sólo, todos los viernes del año. Pero en los viernes que no entran en el tiempo de cuaresma puede sustituirse la abstinencia según la libre voluntad de los fieles por algunas de estas cosas: la limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras piadosas (hacer el ejercicio del Vía Crucis, asistencia a la Santa Misa, rezo del Rosario, ir a visitar al Santísimo en alguna iglesia, lectura de la Biblia…) y mortificaciones corporales. La ley de la abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años; la del ayuno, a todos los mayores de edad (18 años) hasta que hayan cumplido los cincuenta y nueve años.
24. ¿He callado en la confesión por vergüenza algún pecado mortal?
Quien calla algún pecado mortal en la confesión por vergüenza comete un sacrilegio. Además, no se le perdona ningún pecado, sino que sale del confesonario con un pecado más.
25. ¿Me he confesado alguna vez sin estar arrepentido de mis pecados o sin propósito de la enmienda?
Si no hay arrepentimiento no se perdonan los pecados. Lo mismo ocurre si no hay propósito de la enmienda. Por tanto, las confesiones sin arrepentimiento o sin propósito de la enmienda son malas.
26. ¿Me he acercado indignamente a recibir algún sacramento?
Los sacramentos de la Confirmación, Eucaristía, Unción de enfermos, Orden sacerdotal y Matrimonio hay que recibirlos en estado de gracia. Si uno lo recibe en estado de pecado, lo recibe indignamente.
27. ¿He obedecido a mis padres?
28. ¿Manifiesto respeto y cariño a mis padres?
29. ¿Me he peleado con mis hermanos?
30. ¿Soy amable con los extraños y me falta esa amabilidad en mi casa, con mi familia?
31. ¿He dado mal ejemplo a mis hermanos, amigos, compañeros y demás personas que me rodean?
32. ¿Tengo enemistad, odio o rencor contra alguien?
33. ¿He hecho daño a otros de palabra o de obra?
34. ¿He insultado?
35. ¿He maltratado a alguna persona?
36. ¿Deseo el mal a alguien?
37. ¿Retraso el perdón o no quiero perdonar a alguien?
38. ¿Frecuento compañías peligrosas que son ocasión próxima de pecado?
39. ¿Me he emborrachado o bebido con exceso?
40. ¿He tomado drogas?
Aquí hay que decir que todas las drogas son malas. También tomar las mal llamadas drogas blandas, como es el porro o las pastillas de diseño, es ofensa a Dios, pues dañan la salud y, además, es el inicio y el camino para consumir las drogas duras.
41. ¿He descuidado la salud?
42. ¿He comido con exceso o, por el contrario, me he puesto en riesgo de enfermar por comer poco?
43. ¿He sido imprudente en deportes arriesgados?
44. ¿He practicado la violencia en el deporte?
45. ¿He puesto en peligro mi vida y la de otras personas por imprudencia?
46. ¿He incitado a otros a pecar?
Quien incita a otros a pecar es también responsable de los pecados que éstos cometen.
47. ¿He sido causa de que otros pecasen por mi conversación, por prestar algún libro o revista inmoral, por enseñar alguna fotografía pornográfica, por invitar o aconsejar ver alguna película o vídeo indecente, por indicar cómo llegar a una página porno de internet, por mi falta de pudor, es decir, por exhibicionismo o por mi manera de vestir?
Con relación a la vida sexual, se denomina pudor la vergüenza o recato en exhibir todo lo relacionado con el sexo. Es una virtud que preserva la intimidad de la persona, protegiendo el misterio de su amor y ordenando las miradas, los gestos y las palabras.
48. Si he escandalizado, ¿he tratado de reparar el escándalo?
El escándalo (así se llama el inducir a otros a pecar, ya sea de palabra, acción u omisión, malas en sí o en apariencia) es pecado aunque los otros no lleguen a cometerlo. Este pecado de escándalo para que se perdone, además de confesarlo, hay que repara el daño causado, es decir, hablar con las personas a quienes se incitó a pecar diciéndoles que lo hecho es pecado y aconsejándoles a que se arrepientan y se confiesen.
49. ¿He hablado (o tenido conversaciones) de temas impuros, o contado (o escuchado) chistes verdes, subidos de tono?
50. ¿He aceptado pensamientos, deseos o recuerdos impuros?
51. ¿Me he entretenido en miradas impuras?
52. ¿He realizado actos impuros?
53. ¿He hecho actos impuros con otras personas?
54. Si he hecho actos impuros con otra persona, ¿era ésta del mismo o distinto sexo?
En la confesión hay que decir los pecados en su especie ínfima y las circunstancias que los agravan. Las circunstancias pueden ser, entre otras: si la otra persona es más pequeña y se le ha quitado la inocencia, si hay algún parentesco con ella, además de las circunstancias referidas en las dos preguntas inmediatamente anteriores. Por eso están las preguntas 53 y 54.
55. ¿He participado en juegos inmorales que, además de manchar mi alma, han podido llevar a otros a ofender a Dios?
56. ¿Me he puesto conscientemente en peligro de pecar: participando en diversiones pecaminosas, leyendo lecturas inmorales, asistiendo a espectáculos indecentes, navegando por las páginas pornográficas de internet?
57. Antes de asistir a un espectáculo, o de ver una película o un programa de televisión, o de leer un libro ¿me entero de su calificación moral?
58. ¿He sido perezoso en el cumplimiento de mis deberes profesionales (estudiar o trabajar)?
59. ¿Retraso con frecuencia el momento de ponerme a estudiar (o trabajar)?
60. ¿Estudio con intensidad desde el comienzo del curso, sabiendo que es la obligación que tengo?
61. ¿He robado?
62. ¿He cogido dinero a mis padres o cosas de mis compañeros que no son mías?
63. En caso de haber robado, ¿he devuelto lo robado o reparado el daño causado?
El pecado de robo se perdona en la confesión siempre que hay propósito de devolver lo que se ha robado.
64. ¿He malgastado el dinero?
65. ¿He dicho mentiras?
66. En caso de haber mentido, ¿he reparado el daño que haya podido seguirse de mis mentiras?
67. ¿He descubierto, sin causa justa, defectos graves de otras personas?
68. ¿He dado a conocer secretos?
El secreto es el conocimiento de una verdad que debe mantenerse oculta. Una persona puede llegar a tener ciertos conocimientos de cosas o de personas que ni pueden ni deben comunicar a terceras personas. Sin causa justa, es pecado revelar un secreto.
69. ¿He hablado mal de otras personas?
70. ¿He pensado mal de otros?
71. ¿He calumniado?
La calumnia consiste en atribuir a otros pecados y acciones malas que no han cometido. Normalmente, esta acusación falsa es hecha maliciosamente para causar daños. Es pecado, que puede ser venial o mortal según los casos. La calumnia exige reparación.
72. ¿Sé defender a Cristo y a la doctrina de la Iglesia?
73. ¿Hago el propósito decidido de plantearme más en serio mi formación cristiana y mis relaciones con Dios?
* * *
por COL. SAN ANTONIO DE PADUA (CARCAJENTE, VALENCIA) | 3 Oct, 2011 | Primera comunión Dinámicas
Esta dinámica de catequesis en dos sesiones está pensada para niños de hasta 8-9 años, y es material elaborado por el departamento de catequesis del Colegio de San Antonio de Padua en Carcajente (Valencia), de los HH. Franciscanos.
Ambientación
La comunión no anula la diversidad; la fraternidad no anula al individuo ni apaga lo genuino de cada uno; la familia no es una jerarquía feroz que anula al pequeño bajo los fines marcados por el mayor.
Nos proponemos reflexionar sobre la diversidad dentro de la familia, sobre la riqueza que supone la aceptación de esta realidad multicolor.
La familia franciscana participa de esta realidad multicolor; es diversa pero vive unida en San Francisco y su regla de vida, esto es, la vivencia del Evangelio.
Nos situamos
- Objetivo: Hemos de conseguir que el niño sea consciente de que el grupo que forman está constituido por personas muy diferentes y que esto no rompe la unidad sino que la enriquece y la propicia.
- Medios: Vamos a hacer visible esta diversidad utilizando colores distintos sobre una figura geométrica (un círculo) que al moverse aparece como un solo color, lo llamaremos el círculo mágico de la fraternidad.
- Materiales: Un cartón circular (Anexo 1). Un lápiz de color distinto para cada niño. Tres colores distintos para cada una de las tres posibles respuestas (Por ejemplo: rojo para el sí, azul para el no y verde para el no sabe)
Desarrollo del tema
1. El catequista comienza esta primera sesión hablando de la diversidad de todos los que formamos el grupo haciendo ver que somos distintos. Puede comenzar por cosas distintas como son el tamaño, el color de los ojos el tamaño o el color del pelo… y seguir con otras como son las aficiones… Puede usar preguntas como: ¡Que levante la mano quien le gusta se portero en un partido de fútbol!, ¡Que levante la mano a quien le gustan las pelis de terror! …
2. Se comienza el juego del círculo mágico de la fraternidad.
- Se presenta el círculo mágico de la fraternidad (Anexo1) que tendrá tantas casillas como miembros tiene el grupo.
- Se reparte a cada niño un color distinto y se le pasa el círculo para que colore la casilla que lleva su nombre.
- A continuación se van haciendo las preguntas (Anexo 2) y cada niño contesta coloreando las casilla correspondiente a cada pregunta con el color correspondiente a la respuesta (Ejemplo: rojo para el sí, azul para el no y verde para el a veces).
- Terminadas las preguntas el círculo mágico estará completamente coloreado.
3. Resolución del juego del círculo mágico de la fraternidad. El catequista pincha el círculo por el centro en un bolígrafo o algo similar y lo hace girar. El círculo en movimiento aparecerá como un solo color.
4. El catequista invita a los niños a sacar alguna conclusión.
Anexo 1
Hay que elaborar previamente a la catequesis el círculo mágico según las indicaciones arriba dadas.

Anexo 2
Estas preguntas pueden variar según criterio del catequista el único requisito necesario para que el juego salga bien es que se prevean respuestas variadas.
- En mis ratos libres me gusta jugar al fútbol.
- Si me concedieran un deseo me gustaría saber tocar la guitarra.
- Mi asignatura preferida es lengua.
- Mis vacaciones preferidas son en la montaña.
- (…)
Anexo 3
Puede servir para colorear los niños más pequeños.

* *
*
Segunda sesión: Profundizamos
En esta segunda sesión vamos a reflexionar con los niños cómo la comunidad cristiana ha sido desde el comienzo muy diversa; en ella hay pescadores de mucho poder adquisitivo y pescadores más pobres; hay recaudadores de impuestos, revolucionarios, gente culta e iletrada, mujeres de diversa reputación, niños, mayores, galileos, samaritanos… En definitiva, una comunidad muy diversa y a la vez fraterna.
El catequista presenta el texto evangélico del banquete de bodas al que no han querido venir los invitados y el Señor manda a buscar por los caminos (Mt 22,1-10).
Desrrollo del tema
1. Lectura reposada del texto (al ser posible que cada niño lo pueda tener delante)
Tomando Jesús de nuevo la palabra les habló en parábolas, diciendo: 2 «El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. 3 Envió sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. 4 Envió todavía otros siervos, con este encargo: Decid a los invitados: `Mirad, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda.’ 5 Pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; 6 y los demás agarraron a los siervos, los encarcelaron y los mataron. 7 El rey se enojó (…). Entonces dice a sus siervos: `La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. 9 Id, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda.’ 10 Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales.
2. Preguntas. El catequista formula estas o similares preguntas con el objeto de que los niños comprendan el mensaje del texto.
- Que alguno de vosotros nos diga de qué trata la historia que nos ha contado Jesús.
- Cuál pensáis que hubiera sido más divertido, el grupo que estaba invitado desde el principio o el grupo de personas invitadas en el camino.
- Imaginad y haced una lista de las personas que se pudieron encontrar por el camino (por ejemplo: un hortelano).
3. Podéis improvisar una pequeña representación del relato dándole papeles a todos los miembros del grupo.
4. Podemos terminar con una divertida canción de Migueli, Con solo dos o tres
Letra con acordes

Fuente: letrasyacordes.net
Vídeo de muestra
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{denvideo http://www.youtube.com/watch?v=rbdwWPBwN4M} |
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Actuamos
En este tercer momento nos acercamos a la familia franciscana. Objetivo primero de esta sesión es que los niños descubran el valor de la fraternidad como elemento fundamental que aúna a toda la familia franciscana. Nos ayudará presentar a Francisco de Asís como el hermano universal.
Desarrollo del tema
1. Comenzamos la sesión aprendiendo un canto. Aprendemos a cantar el cántico de las criaturas. (Si el catequista no puede cantar se puede sustituir por una audición).
2. El catequista puede entablar un diálogo sobre la canción; pueden servir las siguientes preguntas.
- A quiénes llama hermano San Francisco.
- Después de cantar este cántico de San Francisco ¿Por qué crees que a San Francisco se le conoce como el Hermano Universal?
- Si todo lo que nos rodea son hermanos, ¿cómo tiene que ser nuestro comportamiento con lo que nos rodea?
3. Conocer la familia Franciscana. El catequista.

Oramos
El don de la fratenidad
Reunidos en la capilla los niños y su catequista.
Introducción
Quien nos reúne en una familia es el mismo que ahora está con nosotros. Vamos a aprovechar la ocasión para agradecerle el que nos haya hecho hermanos y que nos haya reunido en una familia.
Canto
(Del musical El diluvio que viene).

Vídeo de muestra
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{denvideo http://www.youtube.com/watch?v=mRtUPZqMUJM} |
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Lectura
(Jn 13, 34)
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros.
Padre nuestro
Como somos hermanos juntamos nuestras manos y rezamos juntos a Dios que es Padre de todos.
Padre nuestro…
Oración
Te agradecemos de corazón, Señor, que nos hayas hecho hermanos. Vivir junto a otros nos hace felices. Te pedimos que nunca nada rompa este grupo que formamos. Queremos ser más, te pedimos también que nuestro grupo sea cada vez más grande. Por Jesucristo nuestro Señor.
por Pedro Puente | ompargentina.org | 30 Sep, 2011 | Catequesis Testimonios
«El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que tiene muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las más inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero amor al hombre, testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia, porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación de sí mismo a los demás».
Familiaris consortio, n. 41
* * *
La familia, lugar de la vida
Desde el mismo texto del Genesis (1, 27) en donde el hombre es creado por amor para alcanzar la plenitud del amor, es modelado a imagen de Dios como familia: varón y mujer para ser muchos y abarcar el mundo entero. Porque “a imagen de Dios los creo”: Amor que todo lo abarca y compenetra, que todo fecunda, que todo abraza. Desde aquel momento la vida humana nace y crece en una “intima comunidad de vida y amor”, en una familia. (Con. Vat. II, Gaudium et spes 48)
Con una declaración de amor concreta, comienza a fraguarse una simple, pero misteriosa alianza de entrega mutua de los esposos. Desde el inicio mismo del camino común, la familia comienza entregando la vida propia y recibiendo la de otro.
Pensando en esto, recuerdo algo que para mí fue una novedad. Antes de encontrarme con mi amada, había recorrido muchos años de discernimiento sobre la propia vocación, sobre donde entregar la vida para ser feliz, sobre mi necesidad de descubrir las propias aptitudes y dones que me señalaran la voluntad de Dios que me había soñado y creado “para algo”. Cuando la descubrí a ella, cuando supe que quería vivir mi vida para hacerla feliz, todo se trastocó en mi búsqueda personal. Mi búsqueda personal debía continuar y con un mayor compromiso porque ya no estaba en juego mi propia vida sino que mi altura le daría a ella la posibilidad de alcanzar la propia.
La experiencia esponsal pone en juego la vida con una naturalidad sorprendente. Tiene grandes maravillas cotidianas que dejan pequeña cualquier teoría. Pensemos sino en la maravillosa naturalidad con que nos sale hablarle al otro con frases como “Mi vida, me alcanzas…”, “Vida, ¿Cuándo vamos a…?”.
Luego, engendrar la vida surge como necesidad de ese amor mutuo, de las caricias que lo expresan y lo actualizan, de la fuerza natural que genera la unión. La familia se “ahueca” y forma nido, lugar suficientemente preparado para recibir la fragilidad de la nueva vida. La pequeña comunidad que forma la familia hace naturalmente lugar a otro. Su amor es expansivo en su misma esencia. La apertura a la vida surge de la misma médula del amor que sostiene la familia. El amor “hace lugar”, acoge, tiene una mano abierta.
La dinámica de la vida, la historia de cada persona tiene en la familia su lugar privilegiado. Juan Pablo II, al que bien podríamos llamar el Papa de la familia, dice en Familiares Consortio: “El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que tiene muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las más inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero amor al hombre testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia, porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación de sí mismo a los demás.” (n.º 41)
Cada acto de verdadero amor comunica la vida en la dinámica familiar. Jugar, enseñar, cocinar, preparar, arreglar, etc., aportan por su amor, nutrientes fundamentales para que el hombre alcance la altura a la que ha sido llamado.
La familia, lugar de la fe
“¿Dónde habrá aprendido Jesús a rezar a Dios diciéndole Padre, Papá?” me pregunté muchas veces. La respuesta fue simple: de María, o tal vez, de José. Porque también nuestra fe está encarnada en una cultura, en un montón de pequeñas costumbres que van orientando nuestra relación con los otros, con el mundo, con el Misterio. Cada lugar, cada momento, se carga de significado cuando un pequeño mira el rostro de su padre y su madre. Descifra en ellos el sentido profundo de los actos y acontecimientos y lo ayudan a tomar una posición frente a ellos. La actitud de los mayores señala, enseña, invita al niño a valorar cada gesto, cada lugar, cada cosa. No es tan solo “un contenido de catequesis” lo que se mama en la familia, sino una “forma de vida” un estilo y una sensibilidad frente a los misterios propios de vida. Esto es fundamental para ir armando la propia estructura interior. Pero, ¡ojo!, no pensemos solo en el crecimiento de los hijos, sino también de los padres y adultos que comparten esta comunidad de vida. Aun nos queda mucho por aprender, y los pequeños, muchas veces son un claro espejo del Espíritu que nos guía y de nuestros huecos e inconsistencias (Cf. Con. Vat. II, Lumen Gentium 35, Gaudium et spes 61)
Me viene a la memoria un diálogo que tuvimos el otro día con mi hijo de ocho años sobre Jesús. Hablábamos de ver a Jesús en los ojos de la hermanita recién nacida, cuando él dijo que a Jesús no se lo veía. Yo le dije que para ver a Jesús hay que aprender a mirar. Él insistió en su posición y me vino a la mente cuando el Maestro predicaba en Nazareth. Le expliqué lo que le pasaba a Jesús con sus vecino, en una traducción libre y actualizada: “Eh, ¿pero ese no es el pibe de la esquina, el hijo del carpintero? ¡Que se las da de Maestro ahora, si yo lo conozco desde que tenía un metro de altura! Que Dios ni ocho cuartos…”. Nos reímos, pero quise mostrarle que aquella gente, aún teniendo a Cristo cara a cara no lo descubrieron. Y creo que eso es lo que tenemos que lograr en la vida familiar: profundizar con el amor la mirada del corazón y la sensibilidad del espíritu para descubrir a Cristo que camina con nosotros y se sienta a nuestra mesa.
Esta experiencia de fe cotidiana no es tan rara como parece. Hay muchos ejemplos en nuestro entorno que hay que saber descubrir. Uno que hoy expone la Iglesia con deslumbrante claridad, es la familia de Santa Teresita, cuyos padres fueron beatificados recientemente. Luis y Celia Martín vivieron y comunicaron la vida trasformada en Vida Nueva, empapada en Evangelio. Su historia podría ser la de cualquier familia, como la de la familia de Nazareth. Pero la conciencia de la entrega dentro de su pequeña comunidad familiar, de haber gastado la vida en ella, de haber dado todo por amar allí hasta el extremo, dio frutos generosos en la vida de cada una de sus hijas. Al detenernos, por ejemplo, sobre aquel último año que Luís compartió con Teresita antes de su entrada en el Carmelo, podemos descubrir que sólo un corazón arraigado en Dios supo reconocer y aceptar la voluntad de Dios revelada en los deseos de una niña de 15 años que insistía en ingresar en la vida religiosa contra todo consejo. En aquella pequeña comunidad familiar se vivió el Evangelio.
La familia, el hogar del hombre
“¿Cómo es el cielo, para ustedes? ¿Cómo se lo imaginan?” preguntó el Padre Alberto el otro día a un grupo de padrinos de confirmación. Y a continuación se contestaba retóricamente “Yo me imagino el cielo como mi casa, como cuando voy a visitar unos días a mi mamá. ¡No hay otro lugar mejor para mí!”. Y así comenzó a hablar de la familia. Porque esta primera comunidad humana es formadora del hombre en su propia humanidad (Con. Vat. II, Gaudium et spes 52), y es en ella donde se “cuela” Dios en la historia. A ver, como explicarlo mejor: el hombre se hace más profundamente humano modelando su vida con sus vínculos, y de esta manera manifiesta más claramente la imagen de Dios que él es. El hombre se socializa primero en familia. Esto lo hace más humano y por lo tanto manifiesta más claramente el proyecto de Dios que lo modeló.
Las Sagradas Escrituras recurren permanentemente a los lazos familiares, experiencia humana donde el hombre descubre el amor, para referirse a la relación entre el hombre y Dios. Esposa o esposo, padre, madre, hermano. Cada vínculo enriquece de manera particular la experiencia del amor humano. Pero si nos detenemos un momento, creo que podemos descubrir que no se trata tan solo de una similitud. Dios es Amor y solo de Él procede todo bien, todo lo bueno. Estos primeros vínculos que nos forman son verdaderos lugares en donde se nos manifiesta el Amor. La comunicación de su Amor se hace con esos “lazos humanos” (Cf. Os 11, 4) con que el hombre se va tejiendo. Cada manifestación del amor familiar es una revelación del Amor de Dios, es “Su expresión”. ¡Que grandioso poder tomar conciencia de esto! Ser papá, por ejemplo, significa asumirse como imagen de Dios Padre y dejarlo a Él que se exprese cada vez que hacemos un gesto de cariño. O contemplar la maravilla de saber que mientras mama del pecho nuestro pequeño, la mirada fija en los ojos de su madre, es verdaderamente un encuentro con la mirada providente del Dios que sostiene y cuida la vida. O a la inversa ¡Increíble maravilla! Saber con absoluta certeza que aquella sonrisa compinche que cruzamos en un instante con nuestra esposa o esposo no es otra cosa que el reflejo impecable del rostro del Amado. O reconocer, de pronto, al Señor mirándote desde los ojos de tus hijos. ¿Cómo no abrirse a la pedagogía de esta experiencia de paternidad desde donde podemos asomarnos al amor que Dios Padre siente por sus hijos? (cf. Lc 11, 13) Recibir así, la caricia o el reproche como el paso de Dios por mi vida… Asumir lo cotidiano como parte natural del Amor de Dios que trabaja amasando la vida de cada miembro de la familia, hace de la familia el lugar privilegiado en donde descubrir la belleza de lo humano al mismo tiempo que la humanidad de un Dios que quiso usar pañales.
La familia, levadura en la masa
La familia no tiene un apostolado propio, porque su misma vida debe ser apostólica (Familiaris Consortio 44). La comunidad de vida y amor debe ser también una comunidad creyente y evangelizadora. (FC 51). Pero ser creyente es un combate cotidiano, una búsqueda permanente de seguir fielmente las huellas del Maestro. Y esto no puede hacerse sin una comunidad. La familia es la primera “comunidad de creyentes”, de quienes comparten fe y la vida (Cf. Hc 2, 44). En ella el Evangelio es trasmitido, no solo de padres a hijos, sino también a la inversa en un verdadero diálogo generacional (FC 53). La familia es evangelizadora en la misma medida en que toda su vida se vive desde la fe. Así, muchas veces la familia es misionera sin saberlo. Porque como dice el Papa Juan Pablo II, su vida misma es misión. Inserta en su entorno como la levadura en la masa, no se distingue sino que más bien se oculta. Muchas veces he pensado que no es exclusivo de la vocación de los silenciosos monjes el imitar la vida oculta de Jesús en Nazareth, sino que es la imagen más viva de la vida de la familia cristiana. Está etapa que se desconoce de la vida del Señor es la etapa de vida en familia.
“Vivan, y si les preguntan, digan que son cristianos”, decía san Francisco de Asís a sus hermanos cuando los enviaba de misioneros a tierras lejanas. Porque la familia cristiana tiene que despertar algo distinto en su entorno, pero no tanto. Tiene que estar tan identificada con su ambiente, que todos sientan que “ellos son como nosotros” pero que al mismo tiempo despierte ese “pero, y sin embargo…”.
La familia cristiana tiene su lugar en el mundo, en la masa social. Allí ama, cree y evangeliza. Allí llora las crucifixiones cotidianas y canta el anuncio de la resurrección, pero su voz se funde en el bullicio como el agua en el vino del altar. Allí canta y camina de la mano de María en un peregrinar donde no hay distinciones de caminantes, sino solo una multitud (me viene a la mente el único relato de la infancia de Jesús, donde curiosamente también se pierde en una peregrinación multitudinaria, Lc 2 41-52). Sí, desde el interior del mundo, nos animamos a pensar como ha repetido el Sínodo de los Obispos recogiendo la llamada del Papa Juan Pablo II en Puebla, “la futura evangelización depende en gran parte de la familia, de la Iglesia Doméstica” (Cf. Discurso a la III Asamblea Gral. de Obispos de América Latina, IV a, 28 de enero de 1979).
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El autor, Pedro Puente, es miembro del Equipo Nacional de Familias Misioneras
Obras Misionales Pontificias de Argentina
por Dom Antoine Marie osb | 30 Sep, 2011 | Novios Testimonios
«Sí, la civilización del amor es posible, no es una utopía. Pero solo es posible si volvemos constantemente y con fervor nuestro rostro hacia Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, del que toda paternidad toma el nombre en los cielos y en la tierra (Ef 3, 14-15), de quien procede toda familia humana» (Juan Pablo II, Carta a las familias, 2 de febrero de 1994, n. 15). Así pues, la civilización del amor nace y se desarrolla en la familia.
No obstante, «los ataques contra la institución de la familia se repiten desde hace tiempo. Se trata de agresiones tan peligrosas e insidiosas que menosprecian el valor insustituible de la familia basada en el matrimonio» (Juan Pablo II, 4 de junio de 1999). Pero, «el hecho de nacer y de ser educados en un hogar formado por unos padres unidos en una fiel alianza, resulta de gran importancia para los hijos» (Ibíd.). El matrimonio es la alianza por la que «el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (Codex Iuris Canonici, 1055, § 1). Respetar esa unión es «de una enorme trascendencia» para la continuidad del género humano, para el desarrollo personal y destino eterno de cada uno de los miembros de la familia, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la humana sociedad» (Vaticano II, Gaudium et spes, 48). Por eso la Iglesia defiende con energía la identidad del matrimonio y de la familia. Por ese motivo propone el ejemplo de los «bondadosos esposos Luis y Celia, padres de Santa Teresa de Lisieux», que fueron beatificados el día 19 de octubre de 2008.
«¡ Porque creo !»
Luis Martin nació en Burdeos el 22 de agosto de 1823, segundo hijo de una familia de cinco hermanos. Su padre, militar de carrera, se encuentra por esa época en España. La familia Martin transcurre a merced de las guarniciones de su padre: Burdeos, Aviñón y Estrasburgo (Francia). Llegada su jubilación, en diciembre de 1830, el capitán Martin se establece en Alençon, en Normandía. Durante su actividad de militar había destacado por su piedad ejemplar. En una ocasión, al decirle el capellán de su regimiento que, entre la tropa, se extrañaban de que, durante la Misa, permaneciera tanto tiempo de rodillas después de la consagración, él respondió sin pestañear: «¡Dígales que es porque creo!». Tanto en el seno de su familia como con los Hermanos de las Escuelas Cristianas, Luis recibe una fuerte educación religiosa. Al contrario de la tradición familiar, no escoge el oficio de las armas, sino el de relojero, que casa mejor con su temperamento meditabundo y silencioso, así como su gran habilidad manual. Primeramente aprende el oficio en Rennes y, luego, en Estrasburgo.
En el umbral del otoño de 1845, Luis toma la decisión de entregarse por completo a Dios, por lo que se encamina al Hospicio de San Bernardo el Grande, en el corazón de los Alpes, donde los canónigos consagran su vida a la oración y a rescatar a los viajeros perdidos en la montaña. Se presenta ante el prior, quien le insta a que regrese a su casa a fin de completar sus estudios de latín antes de un eventual ingreso en el noviciado. Tras una infructuosa tentativa de incorporación tardía al estudio, Luis, muy a pesar suyo, renuncia a su proyecto. Para perfeccionar su instrucción, se marcha a París, regresando e instalándose a continuación en Alençon, donde vive con sus padres. Lleva una vida tan ordenada que sus amigos dicen : «Luis es un santo».
Tantas son sus ocupaciones que Luis ni siquiera piensa en el matrimonio. A su madre le preocupa, pero en la escuela de encajes, donde ella asiste a clase, se fija en una joven, hábil y de buenos modales. ¿Y si fuera la «perla» que ella desea para su hijo? Aquella joven es Celia Guérin, nacida en Gandelain, en el departamento de Orne (Normandía), el 23 de diciembre de 1831, la segunda de tres hermanos. Tanto el padre como la madre son de familia profundamente cristiana. En septiembre de 1844 se instalan en Alençon, donde las dos hermanas mayores reciben una esmerada educación en el internado de las Religiosas del Sagrado Corazón de Picpus.
Celia piensa en la vida religiosa, al igual que su hermana mayor, que llegará a ser sor María Dositea en la Visitación de Le Mans. Pero la superiora de las Hijas de la Caridad, a quien Celia solicita su ingreso, le responde sin titubear que no es esa la voluntad de Dios. La joven se inclina ante tan categórica afirmación, aunque no sin tristeza. Pero un hermoso optimismo sobrenatural la hace exclamar: «Dios mío, accederé al estado de matrimonio para cumplir con tu santa voluntad. Te ruego, pues, que me concedas muchos hijos y que se consagren a ti». Celia se perfecciona entonces en la confección del punto de Alençon, técnica de encaje especialmente célebre. El 8 de diciembre de 1851, festividad de la Inmaculada Concepción, tiene una inspiración: «Debes fabricar punto de Alençon». A partir de ese momento se instala por su cuenta.
Un día, al cruzarse con un joven de noble fisonomía, de semblante reservado y de dignos modales, se siente fuertemente impresionada, y una voz interior le dice: «Este es quien he elegido para ti». Pronto se entera de su identidad; se trata de Luis Martin. En poco tiempo los dos jóvenes llegan a apreciarse y a amarse, y el entendimiento es tan rápido que contraen matrimonio el 13 de julio de 1858, tres meses después de su primer encuentro. Luis y su esposa se proponen vivir como hermano y hermana, siguiendo el ejemplo de San José y de la Virgen María. Diez meses de vida en común en total continencia hacen que sus almas se fundan en una intensa comunión espiritual, pero una prudente intervención de su confesor y el deseo de proporcionar hijos al Señor les mueven a interrumpir aquella santa experiencia. Celia escribirá más tarde a su hija Paulina: «Sentía el deseo de tener muchos hijos y educarlos para el Cielo». En menos de trece años tendrán nueve hijos, y su amor será hermoso y fecundo.
En las antípodas
«Un amor que no es «hermoso», es decir, un amor que queda reducido a la satisfacción de la concupiscencia, o a un «uso» mutuo del hombre y de la mujer, hace que las personas lleguen a ser esclavas de sus debilidades» (Carta a las familias, 13). Desde ese punto de vista, las personas son utilizadas como si fueran cosas: la mujer puede llegar a ser un objeto de deseo para el hombre, y viceversa; los hijos, una carga para los padres; la familia, una institución molesta para la libertad de sus miembros. Nos encontramos entonces en las antípodas del verdadero amor. Al buscar solo el placer, podemos llegar a matar el amor, y a matar sus frutos, dice el Papa. Para la cultura del placer, el fruto bendito de tu seno (Lc 1, 42) se convierte en cierto sentido en un «fruto maldito», es decir, no deseado, que se quiere suprimir mediante el aborto. Esa cultura de muerte se opone a la ley de Dios: «Respecto a la vida humana, la Ley de Dios carece de equívocos y es categórica. Dios nos ordena: No matarás (Ex 20, 13). Así pues, ningún legislador humano puede afirmar: Te está permitido matar, tienes derecho a matar, deberías matar» (Ibíd., 21).
«Sin embargo, añade el Papa, constatamos cómo se está desarrollando, sobre todo entre los jóvenes, una nueva conciencia por el respeto a la vida a partir de la concepción… Es un germen de esperanza para el futuro de la familia y de la humanidad» (Ibíd.). Así es; pues en el recién nacido se realiza el bien común de la familia y de la humanidad. Los esposos Martin experimentan esa verdad al recibir a sus numerosos hijos: «No vivíamos sino para nuestros hijos; eran toda nuestra felicidad y solamente la encontrábamos en ellos», escribirá Celia. Sin embargo, su vida conyugal no está carente de pruebas. Tres de sus hijos mueren prematuramente, dos de ellos eran los varones; después fallece de repente María Helena, de cinco años y medio. Plegarias y peregrinaciones se suceden en medio de la angustia, en especial en 1873, durante la grave enfermedad de Teresa y la fiebre tifoidea de María. En medio de los mayores desasosiegos, la confianza de Celia se ve fortificada por la demostración de fe de su esposo, en particular por su estricta observancia del descanso dominical: Luis nunca abre la tienda los domingos. Es el día del Señor, que se celebra en familia; primero con los oficios de la parroquia y luego con largos paseos; los niños disfrutan en las fiestas de Alençon, jalonadas de cabalgatas y de fuegos artificiales.
La educación de los hijos es a la vez alegre, tierna y exigente. En cuanto tienen uso de razón, Celia les enseña a ofrecer su corazón al Señor cada mañana, a aceptar con sencillez las dificultades diarias «para contentar a Jesús ». Esta será la marca indeleble y la base de la «pequeña vía» que enseñará su benjamina, la futura Santa Teresita. «El hogar es así la primera escuela de vida cristiana», como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1657). Luis ayuda a su esposa en sus tareas con los niños: sale a las cuatro de la madrugada en busca de una nodriza para uno de los más pequeños, que está enfermo; acompaña a su mujer a diez kilómetros de Alençon durante una noche helada hasta la cabecera de su primer hijo, José; cuida a su hija mayor, María, cuando padece la fiebre tifoidea, a la edad de trece años, etc.
El dinamismo que da el amor
El gran dinamismo de Luis Martin no recuerda en nada a aquel «dulce soñador», como se le ha descrito a veces. Para ayudar a Celia, que se encuentra desbordada por el éxito de su empresa de encajes, abandona la relojería. El encaje se trabaja en piezas de 15 a 20 centímetros, empleándose hilos de lino de una gran calidad y de una finura extrema. Una vez ejecutado el «trazo», el «pedazo» pasa de mano en mano según el número de puntos de que se compone – existen nueve, que constituyen otras tantas especialidades. A continuación se procede a su encajadura, una delicada labor que se consigue mediante agujas e hilos cada vez más finos. Es la propia Celia quien une de manera invisible las piezas que le traen las encajeras que trabajan a domicilio. Pero hay que buscar salidas para el producto, y Luis destaca en el aspecto comercial y hace que aumenten considerablemente los beneficios de la empresa. Sin embargo, también sabe encontrar momentos de descanso y de ir a pescar.
Además, los esposos Martin forman parte de varias asociaciones piadosas: Orden Tercera de San Francisco, adoración nocturna, etc. La fuerza que necesitan la obtienen de la observancia amorosa de las prescripciones y de los consejos de la Iglesia: ayunos, abstinencias, Misa diaria y confesión frecuente. «La fuerza de Dios es mucho más poderosa que vuestras dificultades – escribe el Papa Juan Pablo II a las familias. La eficacia del sacramento de la Reconciliación es inmensamente mayor que el mal que actúa en el mundo… Incomparablemente mayor es, sobre todo, el poder de la Eucaristía… En este sacramento, Cristo se entrega a sí mismo como alimento y como bebida, como fuente de poder salvífico… La vida que de Él procede es para vosotros, queridos esposos, padres y familias. Recordad que instituyó la Eucaristía en un contexto familiar, en el transcurso de la Última Cena… Y las palabras que entonces pronunció conservan todo el poder y la sabiduría del sacrificio de la Cruz» (Ibíd., 18).
Unos frutos duraderos
Del manantial eucarístico, Celia obtiene una energía superior a la media de las mujeres, y su esposo una ternura superior a la media de los hombres. Luis gestiona la economía y consiente de buen grado ante las peticiones de su esposa: «En cuanto al retiro de María en la Visitación, escribe Celia a Paulina, sabes que a papá no le gusta nada separarse de vosotras, y había dicho primero formalmente que no iría… Anoche María se estaba quejando de ello y yo le dije: «Déjalo de mi cuenta; siempre consigo lo que quiero, sin forzar demasiado; todavía falta un mes; es suficiente para convencer diez veces a tu padre». No me equivocaba, pues apenas una hora después, cuando regresó, se puso a hablar amistosamente con tu hermana (María)… «Bien, me dije, este es el momento oportuno», e hice una insinuación al respecto. «¿Así que deseas de verdad ir a ese retiro?», dijo papá a María: «Sí, papá. – ¡Pues bien, puedes ir!»… Creo que yo tenía una buena razón para que María fuera a aquel retiro. Si bien suponía un gasto, el dinero no es nada cuando se trata de la santificación de un alma; y el año pasado María regresó completamente transformada. Los frutos todavía duran, aunque ya es hora de que renueve su provisión».
Los retiros espirituales producen frutos de conversión y de santificación, porque, bajo el efecto de su dinamismo, el alma, dócil a las iluminaciones y a los movimientos del Espíritu Santo, se purifica siempre más de los pecados y practica las virtudes, imitando al modelo absoluto que es Jesucristo, para conseguir una unión más íntima con él. Por eso dijo el Papa Pablo VI: «La fidelidad a los ejercicios anuales en un medio apartado asegura el progreso del alma». Entre todos los métodos de ejercicios espirituales «existe uno que obtuvo la completa y reiterada aprobación de la Sede Apostólica… el método de San Ignacio de Loyola, de quien Nos complace llamar Maestro especializado en ejercicios espirituales» (Pío XI, Encíclica Mens Nostra).
La vida profundamente cristiana de los esposos Martin se abre naturalmente a la caridad para con el prójimo: limosnas discretas a las familias necesitadas, a las que se unen sus hijas, según su edad; asistencia a los enfermos, etc. No tienen miedo de luchar justamente para reconfortar a los oprimidos. Así mismo, realizan juntos las gestiones necesarias para que un indigente pueda entrar en el hospicio, cuando este no tiene derecho al no tener suficiente edad para ello. Son servicios que sobrepasan los límites de la parroquia y que dan testimonio de un gran espíritu misionero: espléndidas ofrendas anuales para la Propagación de la Fe, participación en la construcción de una iglesia en Canadá, etc.
Pero la intensa felicidad familiar de los Martin no debía durar demasiado tiempo. A partir de 1865, Celia se percata de la presencia de un tumor maligno en el pecho, surgido después de una caída contra el borde de un mueble. Tanto su hermano, que es farmacéutico, como su marido no le conceden demasiada importancia; pero a finales de 1876 el mal se manifiesta y el diagnóstico es concluyente: «tumor fibroso no operable» a causa de su avanzado estado. Celia lo afronta hasta el final con toda valentía; consciente del vacío que supondrá su desaparición, le pide a su cuñada, la señora Guérin, que, después de su muerte, ayude a su marido en la educación de los más pequeños.
Su muerte acontece el 28 de agosto de 1877. Para Luis, de 54 años de edad, supone un abatimiento, una profunda llaga que solo se cerrará en el Cielo. Pero lo acepta todo, con un espíritu de fe ejemplar y con la convicción de que su «santa esposa» está en el Cielo. Y cumplirá con la labor que había empezado en la armonía de un amor intachable: la educación de sus cinco hijas. Para ello, escribe Teresita, «aquel corazón tierno de papá había añadido al amor que ya poseía un amor realmente maternal». La señora Guérin se ofrece para ayudar a la familia Martin, invitando a su cuñado a trasladar su hogar a Lisieux. Para aquellas pequeñas huérfanas, la farmacia de su marido será su segunda casa y la intimidad que une a ambas familias crecerá con las mismas tradiciones de sencillez, labor y rectitud. A pesar de los recuerdos y de las fieles amistades que podrían retenerlo en Alençon, Luis se decide a sacrificarlo todo y a mudarse a Lisieux.
Un gran honor
La vida en los «Buissonnets», la nueva casa de Lisieux, resulta más austera y retirada que en Alençon. La familia mantiene pocas relaciones, y cultiva el recuerdo de la persona a la que el señor Martin sigue designando con el nombre de «vuestra santa mamá ». Las más jovencitas son confiadas a las Benedictinas de Nuestra Señora del Prado. Pero Luis sabe procurarles distracciones: sesiones teatrales, viajes a Trouville, estancia en París, etc., intentando que, a través de todas las realidades de la vida, encuentren la gloria de Dios y la santificación de las almas.
Su santidad personal se revela sobre todo en la ofrenda de todas sus hijas, y después de sí mismo. Celia ya preveía la vocación de las dos mayores, pues Paulina ingresaba en el Carmelo de Lisieux en octubre de 1882, y María en octubre de 1886. Al mismo tiempo, Leonina, de difícil temperamento, inicia una serie de infructuosos intentos; en primer lugar en las Clarisas, y luego en la Visitación, donde, tras dos intentos fallidos, acabará ingresando definitivamente en 1899. Teresa, la benjamina, la «pequeña reina», conseguirá vencer todos los obstáculos hasta ingresar en el Carmelo a los 15 años, en abril de 1888. Dos meses después, el 15 de junio, Celina revela a su padre que también ella siente la llamada de la vida religiosa. Ante aquel nuevo sacrificio, la reacción de Luis Martin es espléndida: «Ven, vayamos juntos ante el Santísimo a darle gracias al Señor por concederme el honor de llevarse a todas mis hijas».
«Vosotros, padres, dad gracias al Señor si ha llamado a la vida consagrada a alguno de vuestros hijos. ¡Debe ser considerado un gran honor – como lo ha sido siempre – que el Señor se fije en una familia y elija a alguno de sus miembros para invitarlo a seguir el camino de los consejos evangélicos! Cultivad el deseo de ofrecer al Señor a alguno de vuestros hijos para el crecimiento del amor de Dios en el mundo. ¿Qué fruto de vuestro amor conyugal podríais tener más bello que este?» (Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, nº 107).
La vocación es ante todo una iniciativa divina, pero una educación cristiana favorece la respuesta generosa a la llamada de Dios: «En el seno de la familia, los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada» (CEC, n. 1656). Por lo tanto, «si los padres no viven los valores evangélicos, será difícil que los jóvenes y las jóvenes puedan percibir la llamada, comprender la necesidad de los sacrificios que han de afrontar y apreciar la belleza de la meta a alcanzar. En efecto, es en la familia donde los jóvenes tienen las primeras experiencias de los valores evangélicos, del amor que se da a Dios y a los demás. También es necesario que sean educados en el uso responsable de su libertad, para estar dispuestos a vivir de las más altas realidades espirituales según su propia vocación» (Vita consecrata, ibíd.).
«Soy demasiado feliz»
Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz dará testimonio de la manera concreta en que su padre vivía el Evangelio: «Lo que más me llamaba la atención eran los progresos en la perfección que hacía papá; a imitación de San Francisco de Sales, había conseguido dominar su natural vivacidad, hasta el punto que parecía que poseía la naturaleza más dulce del mundo… Las cosas de este mundo apenas parecían rozarle, y se recuperaba con facilidad de las contrariedades de la vida». En mayo de 1888, en el transcurso de una visita a la iglesia donde se había celebrado su boda, a Luis se le representan las etapas de su vida, y enseguida se lo cuenta sus hijas: «Hijas mías, acabo de regresar de Alençon, donde he recibido tantas gracias y consuelos en la iglesia de Nuestra Señora que he hecho la siguiente plegaria: Dios mío, ¡esto es demasiado! Sí, soy demasiado feliz, no es posible ir al Cielo de este modo, quiero sufrir algo por ti. Así que me he ofrecido…». La palabra «víctima» desaparece de sus labios, no se atreve a pronunciarla, pero sus hijas lo han comprendido.
Así pues, Dios no tarda en satisfacer a su siervo. El 23 de junio de 1888, aquejado de accesos de arteriosclerosis que le afectan en sus facultades mentales, Luis Martin desaparece de su domicilio. Tras muchas tribulaciones, lo encuentran en Le Havre el día 27. Es el principio de una lenta e inexorable degradación física. Poco tiempo después de que Teresa tomara los hábitos, momento en que se había mostrado «tan apuesto y tan digno», es víctima de una crisis de delirio que hace necesario su internamiento en el hospital del Salvador de Caen; es una situación humillante que acepta con extraordinaria fe. Cuando consigue expresarse repite sin cesar: «Todo sea para la mayor gloria de Dios»; o también: «Nunca había sufrido una humillación en la vida, por eso necesitaba una». En mayo de 1892, cuando ya las piernas sufren de parálisis, lo devuelven a Lisieux. «¡Adiós, hasta el Cielo!», consigue decir a sus hijas con motivo de su última visita al Carmelo. Se apagará dulcemente como consecuencia de una crisis cardíaca el 29 de julio de 1894, asistido por Celina, que había demorado su entrada en el Carmelo para dedicarse a él.
Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz llegará a decir: «El Señor me concedió un padre y una madre más dignos del Cielo que de la tierra». Que podamos llegar también nosotros, siguiendo su ejemplo, a la Morada eterna que la santa de Lisieux denomina «el hogar Paterno de los Cielos».