Teresita, una que dijo sí al llamado a la santidad

Teresita, una que dijo sí al llamado a la santidad

Teresita, nunca ha dejado de ayudar a las almas más sencillas, a los pequeños, a los pobres y los que sufren cuando la imploran, sino que también ilumina a toda la Iglesia con su profunda doctrina espiritual hasta el punto que Juan Pablo II, en 1997 le otorgó el título de Doctora de la Iglesiay la definió una experta en la «scientia amoris».

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Encuentro de catequesis para niños

Edad recomendada:10 años

Objetivo

Descubrir el llamado a la santidad que está grabado en nuestro corazón.

  • Reconocer el camino de la santidad en lo cotidiano y simple de la vida.
  • Conocer un modelo de santidad misionera a través de la vida de Santa Teresita del Niño Jesús.

Introducción motivadora

Dinámica de las rosas

Se preparan rosas de papel y se distribuyen sobre la mesa o el lugar en que se realiza el encuentro. Se invita a cada niño a tomar una rosa, imaginar y escribir brevemente la historia de esa rosa, con su principio y su final.

Luego compartirán esas historias. Y cada niño luego de compartir pegará su rosa alrededor de un afiche esté cubriendo una imagen de Santa Teresita.

Iluminación

“Dejen que los niños vengan a mí, porque de ellos es el Reino de los cielos”… (Mc 10,14-16)

Desarrollo

Se invita a los niños a escuchar la historia de una rosa muy especial, y se descubre el afiche donde está la imagen de Santa Teresita del Niño Jesús.

Se cuenta a los niños la vida de la Santa:

La vida de Santa Teresita es tan sencilla como maravillosa. Nunca hizo nada fuera de lo ordinario, pero todo lo hizo con extraordinario amor. Y es precisamente, este camino de pequeñez lo que la ha hecho grande a los ojos de la Iglesia. Vivió tan solo 24 años y no pisó nunca un aula universitaria, ni siquiera traspasó los muros del convento del Carmen de Lisieux, donde ingresó a los 15 años; y aún así esta joven carmelita es considerada una de las más grandes maestras de espiritualidad de todos los tiempos.

Su historia es la de un alma sencilla y profundamente humilde que encontró en el amor la clave de la existencia humana. Aunque breve, su vida fue un testimonio permanente del inmenso valor de la oración y de los pequeños actos realizados por amor. Tanto es así que gracias su acción oculta y silenciosa llegó a convertirse en patrona universal de las misiones sin haber salido nunca del convento.

El ejemplo de Santa Teresita nos invita a una santidad sin complicaciones, que aprovecha cada instante de la vida cotidiana para amar y para servir a los demás. La suya no es una doctrina académica, sino una doctrina de vida que propone el camino de la infancia espiritual, la confianza absoluta en Dios y el total abandono en su amor misericordioso.

Como ella misma lo dijo alguna vez: «Permanecer pequeño es reconocer la nada de uno, esperarlo todo de Dios, como el niño lo espera todo de su padre; no inquietarse por nada, no procurar llegar a ser rico… Ser pequeño significa también no atribuirse a sí mismo las virtudes que se practican juzgándose capaz de algo, sino reconocer que Dios pone ese tesoro de virtud en la mano de su hijito para que se sirva de él cuando lo necesite… Consiste, en fin, en no desanimarse por las propias faltas, pues los niños caen a menudo, pero son demasiado pequeños para hacerse mucho daño».

En un mundo como el nuestro, racionalista y cargado de hedonismo, la sencillez de esta Santa resulta de una eficacia única para esclarecer el espíritu y el corazón de los que tienen sed de verdad y de amor.

En 1997, el Papa Juan Pablo II la declaró Doctora de la Iglesia, convirtiéndose así en la más joven de todos los merecedores a este prestigioso reconocimiento reservado a hombres de la estatura espiritual de Santo Tomás de Aquino, San Agustín o San Juan de la Cruz. Santa Teresita es nuestra más amada Santa y Hermana de la Iglesia.

Se destacan tres aspectos, que se escribirán en cartones de colores y se pegarán alrededor de la imagen.

  1. A Santa Teresita le encantaban las rosas. Su vida se estaba consumiendo y sabía que su misión no había hecho más que empezar mientras se disponía a entrar en la vida eterna con Dios. Ella explicaba que «Después de mi muerte, haré caer una lluvia de rosas», es decir, que proporcionaría una lluvia de favores y beneficios, para que la gente amara más a Dios.
  2. El mensaje que quiere transmitir Teresita es que la espiritualidad es sencilla y la llama «caminito». Es decir, ella nos enseña que Dios está en todas partes, en toda situación y toda persona y en los sencillos detalles de la vida. Su «caminito» nos enseña que hay que hacer las cosas habituales de la vida con extraordinario amor. Una sonrisa, una llamada de teléfono, animar a una persona, sufrir en silencio, tener siempre palabras optimistas y otras tantas acciones hechas con amor. Estos son los ejemplos de su espiritualidad. La acción más diminuta, hecha con amor, es más importante que grandes acciones hechas para gloria personal. Teresa nos invita a unirnos a su infancia espiritual, es decir, a su «caminito».
  3. A Santa Teresita le gustaba mucho la naturaleza y mediante ella explicaba que la Presencia Divina estaba en todas partes y que todo estaba relacionado con el Amor de Dios. Teresita se veía como la florecilla de Jesús porque era como una de las múltiples florecillas silvestres que se pueden encontrar en el campo, que pasan desapercibidas para la gente, pero que crecen dando gloria a Dios. Esta es la forma en que ella se explicaba ante el Señor, pero floreciendo donde Dios la había plantado. Teresa pensaba que era como la flor más pequeña del bosque, sobreviviendo y floreciendo a través de todas las estaciones del año. Por la gracia de Dios, ella sabía que era más fuerte de lo que aparentaba. Siguiendo la tradición Carmelita, Teresa veía al mundo como el jardín de Dios, y a cada persona como un tipo de flor distinta.

Actividad

Aprendemos el canto de Santa Teresita.

Canto a Santa Teresita

(Puedes encontrar la melodía en este enlace)

Pequeña niña de Lisieux,
Florcita de Jesús,
Fuiste grandeza siendo pequeñez.
A los brazos de Dios, como el niño Jesús,
Te abandonaste confiando en su amor.
Dile, ¡oh, Santa Teresita!, al Señor
Nos ayude a ser pequeños como vos,
Vivir paciente la lección de amor.
Guía nuestros caminos de reconciliación.

Santa Teresita nos enseñó
A todos los que queremos llegar a Dios
A ser humildes, alegres, sencillos;
A ser tierra sedienta, sedienta de Cristo;
Ser manitas vacías como lo es un niño;
Ser espíritu inquieto
Que aún en lo cotidiano puede ver a Dios,
Puede ver a Dios.

Pequeña carmelita, ¡oh, santa de la misión!,
Desde tu claustro le gritaste al mundo en oración,
Fue tan grande tu fe en Jesús.
Tu fe en que solo Él
Es verdadero amor,
Cristo es pasión.
Dile, ¡oh, Santa Teresita!, al Señor
Que nos llene el alma de fe en la oración.
Almita simple, sublime amor,
Guía nuestros caminos de transformación.

Compromiso

Cada niño elige un aspecto que le gustaría imitar en su vida y lo escribe con su nombre en la rosa que eligió como signo de ese compromiso de ser amigo misionero de Jesús.

Catequesis de Benedicto XVI sobre san Jerónimo de Estridón

Catequesis de Benedicto XVI sobre san Jerónimo de Estridón

[…] Hoy centraremos nuestra atención en san Jerónimo, un Padre de la Iglesia que puso la Biblia en el centro de su vida: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se esforzó por vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar del conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza.

San Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347, en una familia cristiana, que le dio una esmerada formación, enviándolo incluso a Roma para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la vida mundana (cf. Ep 22, 7), pero prevaleció en él el deseo y el interés por la religión cristiana. Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida ascética y, al trasladarse a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él casi «un coro de bienaventurados» (Chron. ad ann. 374) reunido en torno al obispo Valeriano.

Después partió para Oriente y vivió como eremita en el desierto de Calcis, al sur de Alepo (cf. Ep14, 10), dedicándose seriamente a los estudios. Perfeccionó su conocimiento del griego, comenzó el estudio del hebreo (cf. Ep 125, 12), trascribió códices y obras patrísticas (cf. Ep 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la palabra de Dios hicieron madurar su sensibilidad cristiana.

Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (cf. Ep 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre la mentalidad pagana y la vida cristiana: un contraste que se hizo famoso a causa de la dramática e intensa «visión» que nos narró. En ella le pareció que era flagelado en presencia de Dios, por ser «ciceroniano y no cristiano» (cf. Ep 22, 30).

En el año 382 se trasladó a Roma. Aquí el Papa san Dámaso, conociendo su fama de asceta y su competencia de estudioso, lo tomó como secretario y consejero; lo alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales.

Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban comprometerse en el camino de la perfección cristiana y profundizar en su conocimiento de la palabra de Dios, lo escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres nobles también aprendieron griego y hebreo.

Después de la muerte del Papa san Dámaso, en el año 385 san Jerónimo dejó Roma y emprendió una peregrinación, primero a Tierra Santa, testigo silenciosa de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes (cf. Contra Rufinum 3, 22; Ep 108, 6-14).

En el año 386 se detuvo en Belén, donde, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y una hospedería para los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, «pensando en que María y José no habían encontrado un lugar donde alojarse» (Ep 108, 14). En Belén, donde se quedó hasta su muerte, siguió desarrollando una intensa actividad: comentó la palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre del año 419/420.

Su formación literaria y su amplia erudición permitieron a san Jerónimo revisar y traducir muchos textos bíblicos: un trabajo muy valioso para la Iglesia latina y para la cultura occidental. Basándose en los textos originales escritos en griego y en hebreo, comparándolos con versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego los Salmos y gran parte del Antiguo Testamento.

Teniendo en cuenta el original hebreo, el griego de los Setenta  —la clásica versión griega del Antiguo Testamento que se remonta a tiempos precedentes al cristianismo — y las precedentes versiones latinas, san Jerónimo, apoyado después por otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor: constituye la así llamada «Vulgata», el texto «oficial» de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el concilio de Trento y que, después de la reciente revisión, sigue siendo el texto latino «oficial» de la Iglesia.

Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, «incluso el orden de las palabras es un misterio» (Ep 57, 5), es decir, una revelación. Además, reafirma la necesidad de recurrir a los textos originales: «Si surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecturas discordantes de los manuscritos, debemos recurrir al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Testamento. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, debemos recurrir al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos» (Ep 106, 2).

San Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él los comentarios deben ofrecer opiniones múltiples, «de manera que el lector sensato, después de leer las diferentes explicaciones y de conocer múltiples pareceres  —que se pueden aceptar o rechazar — juzgue cuál es el más aceptable y, como un experto agente de cambio, rechace la moneda falsa» (Contra Rufinum 1, 16).

Confutó con energía y vigor a los herejes que no aceptaban la tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y la validez de la literatura cristiana, convertida en una auténtica cultura, ya entonces digna de confrontarse con la clásica: lo hizo con el tratado De viris illustribus, una obra en la que san Jerónimo presenta las biografías de más de un centenar de autores cristianos.

Escribió también biografías de monjes, ilustrando el ideal monástico, junto a otros itinerarios espirituales; además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en su importanteEpistolario, obra maestra de la literatura latina, san Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.

¿Qué podemos aprender nosotros de san Jerónimo? Me parece que sobre todo podemos aprender a amar la palabra de Dios en la sagrada Escritura. Dice san Jerónimo: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo». Por eso es importante que todo cristiano viva en contacto y en diálogo personal con la palabra de Dios, que se nos entrega en la sagrada Escritura. Este diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones: por una parte, debe ser un diálogo realmente personal, porque Dios habla con cada uno de nosotros a través de la sagrada Escritura y tiene un mensaje para cada uno.

No debemos leer la sagrada Escritura como una palabra del pasado, sino como palabra de Dios que se dirige también a nosotros, y tratar de entender lo que nos quiere decir el Señor. Pero, para no caer en el individualismo, debemos tener presente que la palabra de Dios se nos da precisamente para construir comunión, para unirnos en la verdad a lo largo de nuestro camino hacia Dios. Por tanto, aun siendo siempre una palabra personal, es también una palabra que construye a la comunidad, que construye a la Iglesia.

Así pues, debemos leerla en comunión con la Iglesia viva. El lugar privilegiado de la lectura y de la escucha de la palabra de Dios es la liturgia, en la que, celebrando la Palabra y haciendo presente en el sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y la hacemos presente entre nosotros.

No debemos olvidar nunca que la palabra de Dios trasciende los tiempos. Las opiniones humanas vienen y van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La palabra de Dios, por el contrario, es palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre. Por tanto, al llevar en nosotros la palabra de Dios, llevamos la vida eterna.

Concluyo con unas palabras que san Jerónimo dirigió a san Paulino de Nola. En ellas, el gran exegeta expresa precisamente esta realidad, es decir, que en la palabra de Dios recibimos la eternidad, la vida eterna. Dice san Jerónimo: «Tratemos de aprender en la tierra las verdades cuya consistencia permanecerá también en el cielo» (Ep 53, 10).

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del 7 de noviembre del 2007


Segunda catequesis sobre san Jerónimo de Estridón

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy la presentación de la figura de san Jerónimo. Como dijimos el miércoles pasado, dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto de que mi predecesor el Papa Benedicto XV lo reconoció como «doctor eminente en la interpretación de las Sagradas Escrituras». San Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: «¿No te parece que, ya aquí, en la tierra, estamos en el reino de los cielos cuando vivimos entre estos textos, cuando meditamos en ellos, cuando no conocemos ni buscamos nada más?» (Ep. 53, 10).

En realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en cierto sentido presencia del cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente, pues «ignorar la Escritura es ignorar a Cristo». Es suya esta famosa frase, citada por el concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum (n. 25).

Verdaderamente «enamorado» de la Palabra de Dios, se preguntaba: «¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?» (Ep. 30, 7). Así, la Biblia, instrumento «con el que cada día Dios habla a los fieles» (Ep. 133, 13), se convierte en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para todas las personas.

Leer la Escritura es conversar con Dios: «Si oras  —escribe a una joven noble de Roma — hablas con el Esposo; si lees, es él quien te habla» (Ep. 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen sabio y sereno al hombre (cf. In Eph., prólogo). Ciertamente, para penetrar de una manera cada vez más profunda en la palabra de Dios hace falta una aplicación constante y progresiva. Por eso, san Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: «Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que el Libro santo no se caiga nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar» (Ep. 52, 7).

A la matrona romana Leta le daba estos consejos para la educación cristiana de su hija: «Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la Escritura. (…) Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la oración. (…) Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos de seda» (Ep. 107, 9.12). Con la meditación y la ciencia de las Escrituras se «mantiene el equilibrio del alma» (Ad Eph., prólogo). Solo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden introducirnos en la comprensión de la Biblia: «Al interpretar la sagrada Escritura siempre necesitamos la ayuda del Espíritu Santo» (In Mich. 1, 1, 10, 15).

Así pues, san Jerónimo, durante toda su vida, se caracterizó por un amor apasionado a las Escrituras, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. A una de sus hijas espirituales le recomendaba: «Ama la sagrada Escritura, y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes» (Ep.130, 20). Y añadía: «Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne» (Ep. 125, 11).

Para san Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Nunca podemos leer nosotros solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia fue escrita por el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Solo en esta comunión con el pueblo de Dios podemos entrar realmente con el «nosotros» en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica.

No se trata de una exigencia impuesta a este Libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del pueblo de Dios que peregrina y solo en la fe de este pueblo podemos estar, por así decir, en el tono adecuado para comprender la sagrada Escritura. Por eso, san Jerónimo exhortaba: «Permanece firmemente adherido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada, para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen» (Ep. 52, 7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano  —concluía — debe estar en comunión «con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Ep. 15, 2). Por tanto, abiertamente declaraba: «Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro» (Ep. 16).

San Jerónimo, obviamente, no descuida el aspecto ético. Más aún, con frecuencia reafirma el deber de hacer que la vida concuerde con la Palabra divina, y solo viviéndola encontramos también la capacidad de comprenderla. Esta coherencia es indispensable para todo cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que no lo pongan en aprieto sus acciones, cuando contradicen el contenido de sus palabras.

Así exhorta al sacerdote Nepociano: «Que tus acciones no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando prediques en la Iglesia, alguien en su interior comente: «¿por qué entonces tú no actúas así?» ¡Qué curioso maestro el que, con el estómago lleno, diserta sobre el ayuno! Incluso un ladrón puede criticar la avaricia; pero en el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben ir de acuerdo» (Ep. 52, 7).

En otra carta, san Jerónimo reafirma: «La persona que se siente condenada por su propia conciencia, aunque tenga una espléndida doctrina, debería avergonzarse» (Ep. 127, 4). También con respecto a la coherencia, observa: el Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Por ejemplo, dirigiéndose al presbítero Paulino  —que después llegó a ser obispo de Nola y santo —, san Jerónimo le da este consejo: «El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas, si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?» (Ep. 58, 7).

San Jerónimo concreta: es necesario «vestir a Cristo en los pobres, visitarlo en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, acogerlo en los que no tienen una casa» (Ep. 130, 14). El amor a Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar todas las dificultades: «Si amamos a Jesucristo y buscamos siempre la unión con él, nos parecerá fácil incluso lo que es difícil» (Ep. 22, 40).

San Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, «modelo de conducta y maestro del género humano» (Carmen de ingratis, 57), nos ha dejado también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio (cf. Epp. 125, 11 y 130, 15), y sobre todo obediencia a Dios: «No hay nada que agrade tanto a Dios como la obediencia (…), que es la más excelsa de las virtudes» (Hom. de oboedientiaCCL 78, 552).

En el camino ascético pueden entrar también las peregrinaciones. En particular, san Jerónimo impulsó las peregrinaciones a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y alojados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, hija espiritual de san Jerónimo (cf. Ep. 108, 14).

No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por san Jerónimo a la pedagogía cristiana (cf. Epp. 107 y 128). Se propone formar «un alma que tiene que convertirse en templo del Señor» (Ep. 107, 4), una «joya preciosísima» a los ojos de Dios (Ep. 107, 13). Con profunda intuición aconseja preservarla del mal y de las ocasiones de pecado, evitar las amistades equívocas o que disipan (cf. Ep. 107, 4 y 8-9; también Ep. 128, 3-4). Sobre todo exhorta a los padres a crear un ambiente de serenidad y alegría entre sus hijos, a estimularlos en el estudio y en el trabajo, también con la alabanza y la emulación (cf. Epp. 107, 4 y 128, 1), a animarlos a superar las dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y preservándolos de las malas porque  —dice, citando una frase de Publilio Siro que había escuchado en la escuela — «a duras penas lograrás corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente» (Ep. 107, 8).

Los padres son los principales educadores de sus hijos, sus primeros maestros de vida. Con mucha claridad, san Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia: «Que encuentre en ti a su maestra, y que en su inexperta niñez te mire a ti con admiración. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al pecado por imitación. Recordad que (…) podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra» (Ep. 107, 9).

Entre las principales intuiciones de san Jerónimo como pedagogo hay que subrayar la importancia que atribuye a una educación sana e integral desde la primera infancia, la peculiar responsabilidad que reconoce a los padres, la urgencia de una seria formación moral y religiosa, y la exigencia del estudio para lograr una formación humana más completa.

Además, un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que san Jerónimo considera vital, es la promoción de la mujer, a la que reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica, religiosa y profesional.

Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su integridad, la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los hombres, es la auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de toda reconciliación y de toda exclusión de la violencia. Educación ante Dios y ante los hombres: es la sagrada Escritura la que nos ofrece la guía de la educación y, por tanto, del auténtico humanismo.

No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran Padre de la Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que dio a la salvaguarda de los elementos positivos y válidos de las antiguas culturas judía, griega y romana en la naciente civilización cristiana. San Jerónimo reconoció y asimiló los valores artísticos, la riqueza de los sentimientos y la armonía de las imágenes presentes en los clásicos, que educan el corazón y la fantasía despertando sentimientos nobles.

Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la palabra de Dios, que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la santidad. Por todo esto no podemos menos de sentirnos profundamente agradecidos a san Jerónimo, precisamente en nuestro tiempo.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del 14 de noviembre del 2007


Los niños y la Liturgia: Las celebraciones de la Palabra

Los niños y la Liturgia: Las celebraciones de la Palabra

«Gran importancia en la formación litúrgica de los niños y en su preparación para la vida litúrgica de la Iglesia pueden tener también las diversas celebraciones por las cuales los niños más fácilmente perciben por la misma celebración, algunos elementos litúrgicos como son: los saludos, el silencio, la alabanza común, principalmente la que se hace por el canto comunitario…»

Sagrada Congregación para el Culto Divino:
Directorio Litúrgico para las Misas con Participación de Niños
n. 13

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Como su nombre indica, las Celebraciones de la Palabra son una fiesta en torno a la Palabra de Dios. Ya, en el Antiguo Testamento, celebrar la vida era celebrar la fe. Dios mismo quiere que las alegrías del pueblo sean su alegría, sean su fiesta. (Ex 23, 14-16; Dt 16, 1-16)

Las celebraciones de la Palabra son actividades privilegiadas del encuentro con Dios. Son momentos de intenso contacto con Él. Se entroncan en la vida litúrgica de la Iglesia. Constituyen una auténtica iniciación litúrgica y preparan para la gran celebración de acción de gracias: la Eucaristía.

Desde el punto de vista de la fe, las celebraciones de la Palabra se distinguen, al igual que los sacramentos, de las celebraciones profanas por su eficacia. Las celebraciones profanas o comunes se limitan a recordar hechos pasados y dar gracias por ellos. En cambio, las celebraciones religiosas no sólo reviven, de una manera siempre nueva, lo que se celebra sino que también realizan lo que están significando. Dios realmente se hace presente y actúa en cada celebración del pueblo reunido en su amor.

Las celebraciones de la Palabra tienen como objetivo establecer un contacto personal y comunitario con Dios. Por eso no deben perder el sentido de fiesta, de encuentro, de lo sagrado, de memoria viva (anamnesis).


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a) El sentido de fiesta y encuentro

Niños y niñas, también los grandes, deben percibir que toda Celebración de la Palabra nos introduce en el sentido de la fiesta. No, tomada exclusivamente como diversión, sino en su sentido más profundo: lo celebrativo.

En este mundo tan acelerado y alocado en que vivimos, es necesario rescatar junto a los niños el sentido auténtico de la fiesta. Ésta no consiste en un exceso de ruido, volumen atronador y experiencias de desenfreno; sino por el contrario, de fiesta constituye un motivo de encuentro, de reunión para celebrar algo y agradecer por ello a Dios nuestro Padre.

Obviamente, que toda fiesta implica alegría y pasarla bien todos los que nos reunimos para celebrar algo. Es tiempo, pues, de rescatar las sanas y auténticas manifestaciones festivas que se encuentran enraizadas en las costumbres familiares, escolares, populares, etc. A los niños y niñas, siempre les debe quedar claro que lo más importante es el encuentro de la gente que se quiere y se reúne para festejar algo. Por sobre la forma y lo exterior, deben captar que lo central es la gente y lo que se celebre; todo lo otro debe estar en función de esto y no, viceversa.


b) El sentido de lo sagrado y memoria viva

Por otra parte, en el caso de las Celebraciones de la Palabra, es preciso rescatar y profundizar el sentido de lo sagrado. Toda celebración religiosa no debe perder de vista el hecho de que, de alguna manera u otra, nos introduce en el misterio. Es decir, que cuando el pueblo de Dios se reúne para celebrar las maravillas que el mismo Dios ha hecho por nosotros, todos los presentes debemos sentirnos unidos compartiendo la misma fe, incluso los niños.

Esta es la razón por la que en todas las celebraciones aparecen signos y gestos sagrados que nos sugieren sobre las cosas de Dios. Precisamente, los signos nos introducen en una realidad que los supera y desborda. La Iglesia Católica, desde hace siglos, ha venido realizando y profundizando diferentes signos sagrados que expresan nuestra relación con Dios. Entre esos signos, algunos dejados por el mismo Jesús, como los sacramentos, conforman el corazón mismo de la Liturgia.

Los niños y niñas deberán comprender e internalizar que muchos de estos signos sagrados forman parte de la Tradición de la Iglesia conforman la memoria viva de la comunidad; es decir, del tesoro viviente que han venido transmitiendo las generaciones de cristianos desde la época de Jesús. Una tarea insoslayable de la iniciación litúrgica consistirá en realizar una catequesis adecuada de los signos y gestos sagrados; tarea que se facilita mucho y puede desarrollarse a través de las Celebraciones de la Palabra.

(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 4.ª)

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Todas las catequesis de Luis María Benavides

Catequesis en camino – Sitio web de Luis María Benavides


Santa Magdalena de Nagasaki

Santa Magdalena de Nagasaki

En octubre de 1987, el Papa Juan Pablo II canonizaba a un grupo de mártires japoneses, entre los que destacaba Magdalena de Nagasaki. Y todos se preguntaban:

— ¿Quién es esta nueva Santa, a la que nunca hemos oído nombrar?

Pronto salieron las relaciones sobre la vida de esta muchacha de veintitrés años, terciaria agustina, que arrebataba la admiración de todos.

A los sesenta años de evangelización, iniciada por Francisco Javier, llegaban al medio millón los católicos japoneses. Pero aquella cristiandad pujante se iba a ver sometida a la persecución, y la sangre de los mártires japoneses corrió con una abundancia tal, como tal vez no se dio, proporcionalmente, ni en el Imperio Romano durante los primeros siglos de la Iglesia.

En Nagasaki, centro del catolicismo japonés, se hace famosa la colina de los mártires. Las ejecuciones en masa se realizan todas públicamente, porque todos pueden y deben darse cuenta de los tormentos atroces que se aplican a los que no quieren renunciar a la fe católica.

Los torturas normales son la crucifixión, la muerte a fuego lento, pero precedida la muerte por suplicios terribles: como el meter a las víctimas en aguas sulfurosas, que pudren las carnes; el clavarles en las uñas agujas de metal o astillas de caña de bambú; y otros que la lengua no se atreve a relatar…

¿Cómo eran las ejecuciones?… Fue famosa la de 067 cristianos en el año 1622. Sacados de las jaulas que les hacen de prisión y llevados a la colina de los mártires, a 25 de ellos —17 de los cuales eran sacerdotes— se les ata a los postes para quemarlos vivos a fuego lento. La multitud de espectadores pasa de 30.000 ó de 40.000, que con cantos y salmos los anima a morir valientemente. Todo un triunfo.

Así mueren un día los padres y hermanos de nuestra Magdalena.

Huérfana y sola en el mundo, los Misioneros Agustinos se hacen cargo de la muchachita.

Y ella se convierte en la mejor catequista.

Es la más piadosa, entregada siempre a la oración.

Y es también tan valiente que visita continuamente a los presos por la fe.

En sus visitas a los presos, es la que anima a los débiles; la que fortalece a todos; la que los acompaña al martirio; la que, cuando ya no queda ningún sacerdote, suple todas las funciones y ministerios de que es capaz…

Hasta que un día mueren mártires también los Padres Agustinos en el nuevo suplicio que han inventado los verdugos: la horca y hoya. ¿En qué consistía este suplicio tan atroz?

Atados los brazos y piernas como una momia, la víctima era colgada cabeza abajo sobre un hoyo lleno de inmundicia, y en la hoya se metía nada más que la cabeza y el pecho. La respiración era insoportable.

Para no morir rápidamente congestionados, se les hacía una pequeña incisión en las sienes, y de este modo el suplicio se alargaba por varios días.

Magdalena, a sus veintitrés años, es una chica elegante, de familia noble, cariñosa, querida de todos, porque se ha dado del todo a todos los cristianos desde muy jovencita, cuando vio morir mártires a sus padres y hermanos.

Las autoridades la conocen bien. Pero la respetan y no se atreven con ella. Aunque Magdalena se presenta por sí misma ante el tribunal, y los jueces le proponen:

— Eres de familia noble. Joven y bella, te ofrecemos todos los bienes confiscados, y, además, te vas a casar con uno de los principales señores, que te pretende.

Magdalena, tan joven y tan llena de vida, puede sentir todo el halago de la tentación. Sonríe, y contesta:

— Gracias, pero ya estoy casada. Soy esposa de mi Señor Jesucristo. Y sepan que jamás apostataré de la fe católica.

El tribunal la tiene que condenar a muerte. Le aplican todos tormentos que ya conocemos. Prisionera en la jaula, es visitada por los cristianos, a los que repite los eslogans que se habían hecho famosos:

— El martirio es una gloria. Mientras eres torturado, recuerda la pasión de Jesús, mira a la Virgen María, y piensa cómo los Angeles y Santos contemplan desde el Cielo tu combate.

Al no renegar de la fe, Magdalena es destinada al suplicio de la horca y hoya. Va al frente de otros diez compañeros de prisión, y todos la llaman La Capitana. Alegre, feliz, lleva colgado en la espalda el cartel de la sentencia:

— Condenada a muerte por no querer renegar de la ley de Cristo.

Lo que nadie se explica es cómo esa muchacha delicada pudo aguantar colgada en la horca y hoya trece días y medio. Tiene humor para preguntar a los verdugos:

— ¿Queréis oírme un cantar?

Y, sin más, la simpática muchacha estalla en alabanzas a Dios….

Ya hacia el fin de los trece días de tortura, exclama: ¡Tengo sed! Como Jesús. Los verdugos se compadecen y le ofrecen un vaso de agua.

— ¡Oh, no! No tengo sed de esa agua, sino de la que me va a dar Cristo Nuestro Señor.

Muere Magdalena. Y para evitar que los cristianos la veneren, queman el cadáver y hacen desaparecer las cenizas.

Para nosotros, es una lástima no tener sus reliquias, pues la Iglesia japonesa acudiría ante sus restos como ante un altar.

Sus cenizas volaron con el viento. Pero, ¡cuidado que esta japonesita católica sabe robar bien los corazones!…

*  *  *


El trabajo

El trabajo

Eran dos hermanos que oyeron en el mismo día la voz de Dios, que los llamaba a la vida perfecta y, sin demora alguna, con prontitud y generosidad, abandonaron todas las cosas y se retiraron a la soledad del campo para servir a Él solo. A fuerza de rudos trabajos cultivaban un campo, roturaron unas tierras yermas y baldías; cosechaban legumbres y cuanto necesitaban para alimentarse sobriamente; además confeccionaban las ropas con que se cubrían, limpiaban con esmero su rústica cabaña y leían las Sagradas Escrituras. El resto del tiempo lo dedicaban a la oración y a la meditación de las cosas divinas.

Esta vida de retiro y de piedad no satisfizo sin embargo, a uno de ellos, Juan, «el menor», el cual soñaba con éxtasis y visiones y casi consideraba indignos de sí aquellos trabajos que realizaba con su hermano y aquellas lecturas, a las cuales se entregaban.

Así, pues, un día le dijo claramente:

—Siento decirte, hermano, que nuestra vida me parece demasiado común; vivimos como los demás hombres; nos preocupamos demasiado de las cosas terrenas. De ahora en adelante quiero ocuparme solo de las cosas divinas. Iré a otra parte a vivir como los ángeles, únicamente por amor de Dios. Quiero pasar así los días de mi vida. Aspiro a la sola contemplación de la grandeza inefable de Dios. Adiós, hermano; mi vocación me llama a una vida más perfecta, a una vida angélica… Un efecto desagradable produjeron estas palabras en el hermano mayor, el cual se esforzó inútilmente en disuadirle y detenerle a su lado. Juan, firmemente convencido de la sublimidad del estado, al cual quería consagrarse, no se dejó desviar de su propósito. Partió, pues, sin ni siquiera pensar que su vocación pudiera ser un engaño del demonio de la pereza. Marchó, pero afortunadamente no solo. Iba con él el santo Ángel de la Guarda, decidido a no abandonarle y hacerle volver de su temeridad.

En su nuevo retiro pasó el primer día completamente entregado a la oración y a la meditación.

Solo, al atardecer, se sintió algo desconcertado al ver que no llegaba el cuervo a traerle un buen trozo de pan, como en otro tiempo lo hiciera con san Pablo, el ermitaño.

Le parecía natural que el Señor le diese esa mísera recompensa, ya que él lo había dejado todo por servirle.

Para cenar, tuvo que contentarse con un puñado de raíces silvestres. Una gran piedra le sirvió de colchón durante la noche. Mas era tal la fuerza de su vocación que ofreció al Señor estas privaciones y se durmió con la persuasión íntima de que llegaría a ser un gran santo.

Su Ángel, sin embargo, no dormía; velaba a su lado, no solo para alejar los animales del desierto y las enfermedades, a las cuales imprudentemente se exponía por dormir al raso, sino también para instruirle y corregirle. En las horas de la noche le mandó un sueño, durante el cual vio un cuervo —el cuervo de san Pablo—, que revoloteando sobre las arenas movedizas, llevaba un pan blanco en el pico. Juan, hambriento, hacía esfuerzos constantes para cogerlo, pero el ave huía siempre de sus manos, graznando estas palabras:

—Dios, mi amo y Señor, me envía a los ancianos que ponen sus energías a su servicio, no a los jóvenes que tienen brazos robustos para trabajar.

Este sueño turbó bastante a Juan que, al despertarse, se sintió menos satisfecho que al dormirse; por otra parte, tenía los miembros ateridos por el frío de la noche y su estómago estaba vacío. Su Ángel le sugirió que aceptase todas las privaciones con espíritu de penitencia, ya que se había retirado al desierto para santificarse.

Llegó el segundo día. Juan multiplicó sus oraciones; se entregó a la meditación más concentrada y absorta y eso, no obstante, el éxtasis tan deseado y el cuervo con el alimento en el pico no se presentaron. Juan pensó que tal vez había tenido distracciones voluntarias en la oración, y por eso Dios no le regalaba con las visiones y los éxtasis tan deseados.

Aquella noche se sintió feliz de tener para cenar un huevo de avestruz, hallado entre la arena caliente: no estaba muy fresco, que digamos; pero, ¿no había venido para hacer penitencia? Era muy natural que la hiciese, lo más terrible para él fue la falta de agua: ni una gota para apagar la sed. ¿Qué hacían los Serafines del cielo, a quienes él quería imitar en el desierto? Pensó para sus adentros.

Su Ángel de la Guarda recogió este pensamiento, este deseo de saber y lo presentó en el trono de Dios. A su regreso, Juan dormía y en sus sueños veía animarse el desierto y poblarse de una multitud inmensa de ángeles. Uno de ellos le rozó con las alas y él trató de detenerle.

—No dispongo de tiempo, hermano —dijo el Ángel—. Tengo que trabajar.

Otros dos se encorvaban ante el peso de una hermosa canastilla, llena de aureolas radiantes.

—Deteneos, hermanos; ¿qué lleváis?

—No podemos detenernos; tenemos una orden que cumplir: con estas aureolas hemos de coronar a los que han sudado en su labor diaria.

Otros tenían la misión de abrir las corolas de las flores, de cuidar los nidos de las aves, de consolar a los afligidos, aliviar a los enfermos, gobernar los Estados… Todos trabajaban lo mismo en el cielo que en la tierra.

Amaneció el tercer día, sin que llegasen las alegrías espirituales que el futuro santo esperaba. Su espíritu estaba en una tensión continua; sentía el tormento del hambre, de la sed y del frío; la desilusión más terrible se cebaba en su alma; lejos de descansar, experimentaba dolores agudos en todo el cuerpo. Pues, ¿qué tenía Dios contra él, que consumía todas las horas en su servicio? Así preguntaba angustiado y abrumado por una tristeza infinita, cuando en las horas de la noche le mandó su Ángel Custodio un tercer sueño.

Durante él se vio transportado a Nazaret y, sin ser visto, penetró en la santa casa de María: la Virgen estaba hilando con sus blancas manos la túnica inconsútil para su divino Hijo.

Al través de un respiradero vio también el taller: S. José estaba encorvado sobre el banco de la carpintería y Jesús, que con una sola señal hubiera podido llamar a una legión de ángeles manejaba la garlopa y demás herramientas vulgares del oficio paterno.

Se despertó sobresaltado. ¿Para qué ha trabajado Nuestro Señor, sino para darnos ejemplo y para cumplir el precepto impuesto al primer hombre y en él a toda la humanidad: «Comerás el pan con el sudor de tu rostro»?

Al llegar el cuarto día, sin casi darse cuenta, Juan había emprendido el regreso hacia la cabaña de su hermano. Mas, sintiéndose extenuado y sin fuerzas, trató de olvidar la tierra, meditando sobre las bellezas del cielo. Entonces el Ángel de la Guarda le inspiró estos pensamientos.

Sobre un trono de nubes, rodeado de Serafines y Querubines, Dios reina, en medio de su gloria infinita, recibe los hosannas de los bienaventurados y ve sus súplicas. Desde el seno de esa gloria dirige todas las cosas: cuida de que nada se interfiera para poner en peligro el equilibrio admirable y complicado del universo; su solicitud se extiende a todas las criaturas, hasta las más pequeñas que viven en el fondo del mar o en las entrañas de la tierra; sujeta a la tempestad, pronta y dispuesta para trastornar la naturaleza; dice a las aguas del océano: «Llegaréis hasta aquí y no pasaréis de los límites establecidos»; impera a los astros y endereza la florecilla, inclinada sobre su tallo.

Juan se concentró en sí mismo para aplicarse el fruto de la meditación.

—¿Cómo? —pensó—. ¡Yo desprecio el trabajo, yo que soy un miserable gusanillo de la tierra, mientras el Dios omnipotente, el Creador de todas las cosas, está operando siempre, realiza un trabajo infinito con la infinitud de su poder!

Al amanecer del quinto día, extenuado, sí, pero del todo cambiado, con andar vacilante y casi arrastrándose, se acercó a la cabaña de su hermano y llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó su morador.

— Soy yo, Juan, tu hermano…

— ¿Qué? ¿No te has convertido en un ángel?

— Todavía no; pero al menos, he adquirido el convencimiento de que, para asemejarse a los ángeles del Señor, es preciso, unir el trabajo a la plegaria y a la contemplación.

Y así lo hizo durante toda su vida.

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Noticias Cristianas: «Historias pra amar a Dios n.º 2» en Historias para amar, pp. 7-11

Los primeros pasos en la fe

Los primeros pasos en la fe

Los primeros pasos en la fe (Edice –Conferencia Episcopal Española–, Madrid, 2009 ISBN: 978-84-7141-696-4) es una publicación que continúa el camino desarrollado por la Conferencia Episcopal Española para la renovación de la catequesis. Esta vez se trata de un libro-catecismo para la iniciación cristiana. A continuación, reproducimos el texto de la presentación del nuevo «catecismo», sus instrucciones y su índice.

 Presentación

La Iglesia sabe que los padres y quienes colaboran con ellos, especialmente los catequistas, tienen la obligación y el derecho de educar en la fe a los más pequeños. Por esto les ofrece su ayuda de muchas maneras, pero, sobre todo, les pide el testimonio de su vida cristiana.

La familia cristiana está llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia, de manera propia y original, en cuanto comunidad íntima de vida y de amor. La familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio sea transmitido y desde donde este se irradie.

Invitar a un niño a descubrir a Dios es ayudarle a entrar en el camino de fe que realizan los adultos que lo acompañan, especialmente los padres. A través de ellos, los hijos viven la primera experiencia de Dios: al ser amados, descubren qué es el amor; al ser perdonados, el perdón; cuando ven compartir, ellos comparten; respetando su libertad les invitamos a vivir y a ser responsables; si oramos con ellos, les vamos descubriendo la presencia de Dios.

Para iniciar a los niños en la fe es muy importante la aportación de los abuelos. Su sabiduría y sentido religioso son decisivos para favorecer un clima verdaderamente cristiano.

En el despertar a la fe de los niños, este libro es una ayuda que presenta una sencilla revelación de Dios, Padre bueno y providente, a quien dirigir el corazón; de su Hijo Jesús, Maestro y Salvador; y del Espíritu Santo, que habita en el interior de cada corazón.

Guiados por este libro, los padres y catequistas ayudarán a los más pequeños a descubrir la Vida nueva que la Iglesia sembró en su corazón el día que recibieron el Bautismo. De esta manera aprenderán, poco a poco, a amar a Dios y a los demás y a compartir con todos los cristianos la alegría de celebrar la presencia de Jesús, que siempre está entre nosotros.

Al introducir a los niños en el camino cristiano les estamos ayudando a ser cada vez más libres para que, en el futuro, puedan responder por sí mismos a la llamada del Señor. La gran tarea de educar a los niños no puede dejar de lado su dimensión religiosa.

Tanto en la familia, como en la parroquia y en la escuela –según las características y posibilidades propias de cada ámbito– se les ayuda en el desarrollo pleno de su ser. El acompañamiento que realizan en este proceso padres y catequistas se convierte en un tiempo de gracia para ellos mismos en donde descubren o renuevan su propia experiencia de fe. No podemos olvidar que al transmitir la fe crecemos en ella.

Este libro es una presentación ampliada del catecismo Padre Nuestro para la catequesis del Despertar religioso de los niños que aprobó, en su día, la Conferencia Episcopal Española. Hoy continúan teniendo valor las palabras que introducían aquel catecismo: «Dios se alegra mucho cuando lo llamamos Padre, con toda confianza. Esta es la Buena Noticia que ha venido a traernos Jesús. Y para los que creemos en Él, esta Noticia es el gozo y la fuerza de nuestra vida».

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Javier Salinas Viñals, Obispo de Tortosa

José Manuel Estepa Llaurens, Arzobispo emérito Castrense

Amadeo Rodríguez Magro, Obispo de Plasencia

Ángel Rubio Castro, Obispo de Segovia

Gregorio Martínez Sacristán, Obispo de Zamora


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Orientaciones para el uso de este libro

Los niños más pequeños aprenden a través de la observación y la imitación. A su corta edad, no saben leer pero se dejan impresionar por los dibujos y los colores y, sobre todo, por la palabra y por el gesto entrañable de quienes los acompañan.

La primera parte del libro presenta a Dios Padre que nos quiere mucho y cuida de nosotros. Todo se desarrolla en un diálogo afectivo entre Dios y los niños. En este sentido, la influencia de los padres y catequistas es decisiva, pues los niños, para llegar a comprender y gustar que Dios nos ama, necesitan sentirse amados y reconocidos.

Los padres y catequistas encontrarán en este libro múltiples posibilidades y recursos para despertar la sensibilidad religiosa de los niños. En muchas de sus páginas ellos son la voz que representa a Dios Padre, que quiere que los más pequeños lo conozcan, lo amen y confíen en Él como Padre.

De ahí el valor fundamental no solo de las palabras, sino también del testimonio de los adultos. Un niño aprenderá a hablar con Dios, a rezar, si lo hace en compañía de sus padres y catequistas. El ejemplo es la puerta que abre el camino hacia Dios. En este sentido, la comunidad cristiana es el ámbito fundamental para poder vivir y crecer en la fe.

Los niños tienen derecho a saber, a comprender y a conocer la historia de Dios con los hombres, cuya plenitud es Jesús, y que la Iglesia ha recibido y transmite desde los Apóstoles.

Este libro ofrece una pequeña muestra de toda esta historia, fijándose sobre todo en algunos personajes importantes. Al leerles estas historias, mientras ellos contemplan los dibujos, aprenderán, de una manera muy sencilla, a conocer cómo Dios se hace amigo de los hombres y cómo actúa, también hoy, entre nosotros.

Al escuchar la Historia de la Salvación seguro que los niños harán muchas preguntas, y hay que tener en cuenta que lo importante no es darles respuestas complicadas, lo importante es ayudarles a descubrir que Dios nos ama y que espera de nosotros una respuesta de amor. Abraham, Moisés, David, Isaías y María serán como un espejo en el que mirarse para decirle a Dios que lo queremos y que confiamos en Él.

Toda esta historia alcanza su plenitud en Jesús, el Hijo Único de Dios, enviado por el Padre para salvar a los hombres. Esta primera aproximación a Jesús es muy importante, es el corazón de todo, pues es Jesús quien nos conduce a Dios, su Padre. Por Él podemos vivir de forma nueva nuestra relación con los demás y hablar con Dios con las palabras que Él mismo nos enseñó.

Para aprender a vivir y para crecer en la fe todos necesitamos estímulos que nos ayuden. La familia y también la comunidad parroquial son el contexto vital en el que los niños crecen en su seguridad interior y en la valoración y comprensión del vivir cristiano. El amor a los demás, el perdón, la alabanza a Dios y la alegría de pertenecer a la gran familia de los hijos de Dios encuentran, en las grandes celebraciones de la fe, un momento fundamental de su desarrollo.

La tarea educativa de padres y catequistas despertará en ellos mismos un deseo de renovación personal y de conocimiento de las verdades de la fe cristiana. El último apartado del libro ofrece una síntesis de la fe de la Iglesia dirigida exclusivamente a los adultos.

Transmitir la vida es tarea propia de la familia, transmitir la Vida nueva del Evangelio es tarea de la comunidad cristiana y, en ella, de la familia.

Estructura

Organizado en seis bloques temáticos, se ofrece una primera visión global y esencial de la fe, adaptada a la edad de los niños:

  1. La familia cristiana
  2. Dios Padre nos quiere mucho
  3. Dios Padre es amigo de los hombres
  4. Dios Padre envía a su Hijo al mundo
  5. Con Jesús vivimos como hijos de Dios
  6. Celebramos la alegría de ser hijos de Dios

Además incluye dos apéndices: un pequeño devocionario con las oraciones del cristiano, por una parte; y una síntesis de la fe orientada a los padres que van a usar este «catecismo» con sus hijos, por otra.

(Edice –Conferencia Episcopal Española–, Madrid, 2009 ISBN: 978-84-7141-696-4)

Queridos novios: «No perdáis nunca la esperanza»

Queridos novios: «No perdáis nunca la esperanza»

Queridos novios:

Me alegra concluir esta intensa jornada, culmen del Congreso Eucarístico Nacional, encontrándoos a vosotros, casi para querer confiar la herencia de este acontecimiento de gracia a vuestras jóvenes vidas. Además, la Eucaristía, don de Cristo para la salvación del mundo, indica y contiene el horizonte más verdadero de la experiencia que estáis viviendo: el amor de Cristo como plenitud del amor humano.

Doy las gracias […] a todos vosotros por vuestra vivaz participación; gracias también por las preguntas que me habéis dirigido y que acojo confiando en la presencia, en medio de nosotros, del Señor Jesús: ¡Solo Él tiene palabras de vida eterna, palabras de vida para vosotros y vuestro futuro!

Lo que planteáis son interrogantes que, en el actual contexto social, asumen un peso aún mayor. Deseo ofreceros sólo alguna orientación por respuesta. En ciertos aspectos nuestro tiempo no es fácil, sobre todo para vosotros, los jóvenes. La mesa está surtida de muchas cosas deliciosas, pero, como en el episodio evangélico de las bodas de Caná, parece que falta el vino de la fiesta. Sobre todo la dificultad de encontrar un trabajo estable extiende un velo de incertidumbre sobre el futuro. Esta condición contribuye a posponer la toma de decisiones definitivas, e incide de modo negativo en el crecimiento de la sociedad, que no consigue valorar plenamente la riqueza de energías, de competencias y de creatividad de vuestra generación.

Falta el vino de la fiesta también a una cultura que tiende a prescindir de criterios morales claros: en la desorientación, cada uno se ve impulsado a moverse de manera individual y autónoma, frecuentemente en el único perímetro del presente. La fragmentación del tejido comunitario se refleja en un relativismo que mella los valores esenciales; la consonancia de sensaciones, de estados de ánimo y de emociones parece más importante que compartir un proyecto de vida. También las elecciones de fondo se vuelven entonces frágiles, expuestas a una perenne revocabilidad, que a menudo se considera como expresión de libertad, mientras que más bien señala su carencia. Asimismo, pertenece a una cultura carente del vino de la fiesta la aparente exaltación del cuerpo, que en realidad banaliza la sexualidad y tiende a que se viva fuera de un contexto de comunión de vida y de amor.

Queridos jóvenes, ¡no tengáis miedo de afrontar estos desafíos! No perdáis nunca la esperanza. Tened valor, también en las dificultades, permaneciendo firmes en la fe. Estad seguros de que, en toda circunstancia, sois amados y estáis custodiados por el amor de Dios, que es nuestra fuerza. Dios es bueno. Por esto es importante que el encuentro con Dios, sobre todo en la oración personal y comunitaria, sea constante, fiel, precisamente como es el camino de vuestro amor: amar a Dios y sentir que él me ama. ¡Nada nos puede separar del amor de Dios! Estad seguros, además, de que también la Iglesia está cerca de vosotros, os sostiene, no cesa de miraros con gran confianza. Ella sabe que tenéis sed de valores, los valores verdaderos, sobre lo que vale la pena construir vuestra casa. El valor de la fe, de la persona, de la familia, de las relaciones humanas, de la justicia. No os desaniméis ante las carencias que parecen apagar la alegría en la mesa de la vida. En las bodas de Caná, cuando falta el vino, María invitó a los sirvientes a dirigirse a Jesús y les dio una indicación precisa: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Atesorad estas palabras, las últimas de María citadas en los Evangelios, casi su testamento espiritual, y tendréis siempre la alegría de la fiesta: ¡Jesús es el vino de la fiesta!

Como novios estáis viviendo una época única que abre a la maravilla del encuentro y permite descubrir la belleza de existir y de ser valiosos para alguien, de poderos decir recíprocamente: tú eres importante para mí. Vivid con intensidad, gradualidad y verdad este camino. No renunciéis a perseguir un ideal alto de amor, reflejo y testimonio del amor de Dios. ¿Pero cómo vivir esta etapa de vuestra vida, testimoniar el amor en la comunidad? Deseo deciros ante todo que evitéis cerraros en relaciones intimistas, falsamente tranquilizadoras; haced más bien que vuestra relación se convierta en levadura de una presencia activa y responsable en la comunidad. No olvidéis, además, que, para ser auténtico, también el amor requiere un camino de maduración: a partir de la atracción inicial y de «sentirse bien» con el otro, educaos a «querer bien» al otro, a «querer el bien» del otro. El amor vive de gratuidad, de sacrificio de uno mismo, de perdón y de respeto del otro.

Queridos amigos, todo amor humano es signo del Amor eterno que nos ha creado y cuya gracia santifica la elección de un hombre y de una mujer de entregarse recíprocamente la vida en el matrimonio. Vivid este tiempo del noviazgo en la espera confiada de tal don, que hay que acoger recorriendo un camino de conocimiento, de respeto, de atenciones que jamás debéis perder: sólo con esta condición el lenguaje del amor seguirá siendo significativo también con el paso de los años. Educaos, también, desde ahora en la libertad de la fidelidad, que lleva a custodiarse recíprocamente, hasta vivir el uno para el otro. Preparaos a elegir con convicción el «para siempre» que connota el amor: la indisolubilidad, antes que una condición, es un don que hay que desear, pedir y vivir, más allá de cualquier situación humana mutable. Y no penséis, según una mentalidad extendida, que la convivencia sea garantía para el futuro. Quemar etapas acaba por «quemar» el amor, que en cambio necesita respetar los tiempos y la gradualidad en las expresiones; necesita dar espacio a Cristo, que es capaz de hacer un amor humano fiel, feliz e indisoluble. La fidelidad y la continuidad de que os queráis bien os harán capaces también de estar abiertos a la vida, de ser padres: la estabilidad de vuestra unión en el sacramento del matrimonio permitirá a los hijos que Dios quiera daros crecer con confianza en la bondad de la vida. Fidelidad, indisolubilidad y transmisión de la vida son los pilares de toda familia, verdadero bien común, valioso patrimonio para toda la sociedad. Desde ahora, fundad en ellos vuestro camino hacia el matrimonio y testimoniadlo también a vuestros coetáneos: ¡es un valioso servicio! Sed agradecidos con cuantos, con empeño, competencia y disponibilidad os acompañan en la formación: son signo de la atención y de la solicitud que la comunidad cristiana os reserva. No estáis solos: sed los primeros en buscar y acoger la compañía de la Iglesia.

Deseo volver de nuevo sobre un punto esencial: la experiencia del amor tiene en su interior la tensión hacia Dios. El verdadero amor promete el infinito. Haced, por lo tanto, de este tiempo vuestro de preparación al matrimonio un itinerario de fe: redescubrid para vuestra vida de pareja la centralidad de Jesucristo y de caminar en la Iglesia. María nos enseña que el bien de cada uno depende de la escucha dócil de la palabra del Hijo. En quien se fía de él, el agua de la vida cotidiana se transforma en el vino de un amor que hace buena, bella y fecunda la vida. Caná, de hecho, es anuncio y anticipación del don del vino nuevo de la Eucaristía, sacrificio y banquete en el cual el Señor nos alcanza, nos renueva y transforma. Y no perdáis la importancia vital de este encuentro: que la asamblea litúrgica dominical os encuentre plenamente partícipes: de la Eucaristía brota el sentido cristiano de la existencia y un nuevo modo de vivir (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 72-73). No tendréis, entonces, miedo al asumir la esforzada responsabilidad de la opción conyugal; no temeréis entrar en este «gran misterio» en el que dos personas llegan a ser una sola carne (cf. Ef 5, 31-32).

Queridísimos jóvenes, os encomiendo a la protección de san José y de María santísima; siguiendo la invitación de la Virgen Madre —«Haced lo que él os diga»— no os faltará el sabor de la verdadera fiesta y sabréis llevar el «vino» mejor, el que Cristo dona para la Iglesia y para el mundo. Deseo deciros que también yo estoy cerca de vosotros y de cuantos, como vosotros, viven este maravilloso camino de amor. ¡Os bendigo con todo el corazón!

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Discurso durante el «Encuentro con los novios»

Plaza del Plebiscito, Ancona (Italia)

Domingo 11 de septiembre de 2011


Historias de la Biblia de Eduardo Arquer

Historias de la Biblia de Eduardo Arquer

Cada mes nuestro portal Catequesis en Familia publica una historia bíblica escrita por nuestro autor, asturiano de nacimiento y  sevillano de corazón, Eduardo Arquer, que ya ha editado un volumen de relatos, como indicamos más abajo. Según su contenido, y por necesidades de orden, algunas están colgadas en la sección de Confirmación y el resto en Postcomunión. Realmente, son adecuadas para jóvenes de todas las edades en su periodo de formación cristiana, incluso para la preparación de la Primera Comunión.

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Para mayor comodidad os presentamos este índice con los enlaces a cada artículo de las aportaciones mensuales de nuestro colaborador.

El trabajo de adaptación de La Biblia para jóvenes que ha venido desarrollando Eduardo Aquer, ha fructificado en la edición del libro titulado Relatos bíblicos. Ballenas, dragones y carros de fuego, que salió a la venta en enero de 2012. Si quieres conseguirlo, escribe a ballenasdragones@gmail.com o comunica con el autor en earquerz@hotmail.com.

  

Antiguo Testamento

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Catequesis sobre san Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia

Catequesis sobre san Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia

Primera catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI sobre san Juan Crisóstomo

Queridos hermanos y hermanas:

Este año [2007] se cumple el decimosexto centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo (407-2007). Podría decirse que Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, o sea, «boca de oro» por su elocuencia, sigue vivo hoy, entre otras razones, por sus obras. Un copista anónimo dejó escrito que estas «atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes». Sus escritos nos permiten también a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que en varias ocasiones se vieron privados de él a causa de sus destierros, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es lo que él mismo sugería en una carta desde el destierro (cf. A Olimpia, Carta 8, 45).

Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desempeñó allí su ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos destierros, que se sucedieron a breve distancia uno del otro, entre los años 403 y 407. Hoy nos limitamos a considerar los años antioquenos de san Juan Crisóstomo.

Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, que le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Después de los estudios primarios y superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre retórico de su tiempo. En su escuela, san Juan se convirtió en el mayor orador de la antigüedad griega tardía.

Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en el año 371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en la carrera eclesiástica. Del año 367 al 372, frecuentó el Asceterio, una especie de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del famoso exegeta Diodoro de Tarso, que encaminó a san Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la tradición antioquena.

Después se retiró durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años, durante los cuales vivió solo en una caverna bajo la guía de un «anciano». En ese período se dedicó totalmente a meditar «las leyes de Cristo», los evangelios y especialmente las cartas de Pablo. Al enfermarse y ante la imposibilidad de curarse por sí mismo, tuvo que regresar a la comunidad cristiana de Antioquía (cf. Palladio, Vida 5). El Señor —explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento preciso para permitir a Juan seguir su verdadera vocación.

En efecto, escribirá él mismo que, ante la alternativa de elegir entre las vicisitudes del gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, preferiría mil veces el servicio pastoral (cf. Sobre el sacerdocio, 6, 7): precisamente a este servicio se sentía llamado san Juan Crisóstomo. Y aquí se realiza el giro decisivo de la historia de su vocación: pastor de almas a tiempo completo. La intimidad con la palabra de Dios, cultivada durante los años de la vida eremítica, había madurado en él la urgencia irresistible de predicar el Evangelio, de dar a los demás lo que él había recibido en los años de meditación. El ideal misionero lo impulsó así, alma de fuego, a la solicitud pastoral.

Entre los años 378 y 379 regresó a la ciudad. Diácono en el 381 y presbítero en el 386, se convirtió en un célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de las conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus santos. El año 387 fue el «año heroico» de san Juan Crisóstomo, el de la llamada «rebelión de las estatuas». El pueblo derribó las estatuas imperiales como protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia a causa de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías sobre las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión. Siguió un período de serena solicitud pastoral (387-397).

San Juan Crisóstomo es uno de los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a san Mateo y a san Pablo (cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Sin embargo, transmitió la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, es decir, por la negación de la divinidad de Cristo.

Por tanto, es un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en los siglos IV y V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Este es, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos para recibir el bautismo. Poco antes de su muerte, escribió que el valor del hombre está en el «conocimiento exacto de la verdadera doctrina y en la rectitud de la vida» (Carta desde el destierro). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Todas sus intervenciones se orientaron siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y poner en práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.

San Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en sus dimensiones física, intelectual y religiosa. Compara las diversas etapas del crecimiento a otros tantos mares de un inmenso océano: «El primero de estos mares es la infancia» (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). En efecto «precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud». Por eso, la ley de Dios debe imprimirse desde el principio en el alma «como en una tablilla de cera» (Homilía 3, 1 sobre el evangelio de san Juan): de hecho esta es la edad más importante. Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera etapa de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones que dan la perspectiva correcta a la existencia. Por ello, san Juan Crisóstomo recomienda: «Desde la más tierna edad proporcionad a los niños armas espirituales y enseñadles a persignarse la frente con la mano» (Homilía 12, 7 sobre la primera carta a los Corintios).

Vienen luego la adolescencia y la juventud: «A la infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan con fuerza…, porque en nosotros crece… la concupiscencia» (Homilía 81, 5 sobre el Evangelio de san Mateo). Por último, llegan el noviazgo y el matrimonio: «A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de buscar esposa» (ib.). Recuerda los fines del matrimonio, enriqueciéndolos —mediante la alusión a la virtud de la templanza— con una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla con alegría y se puede educar a los hijos en la virtud. Cuando nace el primer hijo, este es «como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado que el hijo une las dos partes» (Homilía 12, 5 sobre la carta a los Colosenses) y los tres constituyen «una familia, pequeña Iglesia» (Homilía 20, 6 sobre la carta a los Efesios).

La predicación de san Juan Crisóstomo se desarrollaba habitualmente durante la liturgia, «lugar» en el que la comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8, 7 sobre la carta a los Romanos); en todo lugar la misma palabra se dirige a todos (Homilía 24, 2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se convierte en signo eficaz de unidad (Homilía 32, 7 sobre el evangelio de san Mateo).

Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico dice: «También a ti el bautismo te hace rey, sacerdote y profeta» (Homilía 3, 5 sobre la segunda carta a los Corintios). De aquí brota el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de los demás: «Este es el principio de nuestra vida social…: no interesarnos solo por nosotros mismos» (Homilía 9, 2 sobre el Génesis). Todo se desarrolla entre dos polos: la gran Iglesia y la «pequeña Iglesia», la familia, en relación recíproca.

Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección de san Juan Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran maestro de la fe.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Primera catequesis sobre san Juan Crisóstomo

Audiencia General del miércoles, 19 de septiembre de 2007

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Segunda catequesis sobre san Juan CrisóstomoSegunda catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI sobre san Juan Crisóstomo

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Después del período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, la capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, san Juan proyectó la reforma de su Iglesia; la austeridad del palacio episcopal debía servir de ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, personas de la corte y ricos. Por desgracia no pocos de ellos, afectados por sus juicios, se alejaron de él.

Por su solicitud en favor de los pobres, san Juan fue llamado también «el limosnero». Como administrador atento logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su espíritu emprendedor en los diferentes campos hizo que algunos lo vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como verdadero pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura con respecto a la mujer y dedicaba una atención especial al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.

A pesar de su corazón bondadoso, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, a menudo se vio envuelto en cuestiones e intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. En el ámbito eclesiástico, dado que en el año 401 había depuesto en Asia a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de rebasar los límites de su jurisdicción, por lo que se convirtió en diana de acusaciones fáciles.

Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de san Juan Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo.

De este modo, fue depuesto en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer destierro breve. Tras regresar, la hostilidad que se suscitó contra él a causa de su protesta contra las fiestas en honor de la emperatriz, que san Juan consideraba fiestas paganas y lujosas, así como la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia pascual del año 404, marcaron el inicio de la persecución contra san Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados «juanistas».

Entonces, san Juan denunció los hechos en una carta al obispo de Roma, Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue desterrado nuevamente, esta vez a Cucusa, en Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía el poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma, para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y quebrantar la resistencia del obispo exhausto: la condena al destierro fue una auténtica condena a muerte.

Son conmovedoras las numerosas cartas que escribió san Juan desde el destierro, en las que manifiesta sus preocupaciones pastorales con sentimientos de participación y de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana, provincia del Ponto. Allí san Juan, moribundo, fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entregó su alma a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, Vida 119). Era el 14 de septiembre del año 407, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Su rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Los restos del santo obispo, sepultados en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron trasladados en el año 1204 a Roma, a la primitiva basílica constantiniana, y descansan ahora en la capilla del Coro de los canónigos de la basílica de San Pedro.

El 24 de agosto de 2004, el Papa Juan Pablo II entregó una parte importante de sus reliquias al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII lo proclamó patrono del concilio Vaticano II.

De san Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la nueva Roma, es decir, de Constantinopla, Dios manifestó en él a un segundo Pablo, un doctor del universo. En realidad, en san Juan Crisóstomo hay una unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como en Constantinopla. Solo cambian el papel y las situaciones.

Al meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los seis días, en el comentario del Génesis, san Juan Crisóstomo quiere hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: «Es de gran ayuda —dice— saber qué es la criatura y qué es el Creador». Nos muestra la belleza de la creación y el reflejo de Dios en su creación, que se convierte de este modo en una especie de «escalera» para ascender a Dios, para conocerlo.

Pero a este primer paso le sigue un segundo: este Dios creador es también el Dios de la condescendencia (synkatabasis).Nosotros somos débiles para «ascender», nuestros ojos son débiles. Así, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía al hombre, caído y extranjero, una carta, la sagrada Escritura. De este modo, la creación y la Escritura se completan. A la luz de la Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la creación. A Dios le llama «Padre tierno»  (philostorgios) (ib.), médico de las almas (Homilía 40, 3 sobre el Génesis), madre (ib.) y amigo afectuoso (Sobre la Providencia 8, 11-12).

Pero a este segundo paso —el primero era la creación como «escalera» hacia Dios; y el segundo, la condescendencia de Dios a través de la carta que nos ha dado, la sagrada Escritura— se añade un tercer paso: Dios no solo nos transmite una carta; en definitiva, él mismo baja, se encarna, se hace realmente «Dios con nosotros», nuestro hermano hasta la muerte en la cruz.

Y tras estos tres pasos —Dios que se hace visible en la creación, Dios nos envía una carta, y Dios desciende y se convierte en uno de nosotros— se agrega al final un cuarto paso: en la vida y la acción del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo (Pneuma), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en nuestra existencia misma a través del Espíritu Santo y nos transforma desde dentro de nuestro corazón.

Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, san Juan, al comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la Iglesia primitiva (cf. Hch 4, 32-37) como modelo para la sociedad, desarrollando una «utopía» social (una especie de «ciudad ideal»). En efecto, se trataba de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad. En otras palabras, san Juan Crisóstomo comprendió que no basta con dar limosna o ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad que se revela en la Iglesia naciente.

Por tanto, san Juan Crisóstomo se convierte de este modo en uno de los grandes padres de la doctrina social de la Iglesia: la vieja idea de la polis griega se debe sustituir por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe cristiana. San Juan Crisóstomo defendía, como san Pablo (cf. 1 Co 8, 11), el primado de cada cristiano, de la persona en cuanto tal, incluso del esclavo y del pobre. Su proyecto corrige así la tradicional visión griega de la polis, de la ciudad, en la que amplios sectores de la población quedaban excluidos de los derechos de ciudadanía, mientras que en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con los mismos derechos.

El primado de la persona también es consecuencia del hecho de que, partiendo realmente de ella, se construye la ciudad, mientras que en la polis griega la patria se ponía por encima del individuo, el cual quedaba totalmente subordinado a la ciudad en su conjunto. De este modo, con san Juan Crisóstomo comienza la visión de una sociedad construida a partir de la conciencia cristiana. Y nos dice que nuestra polis es otra, «nuestra patria está en los cielos» (Flp 3, 20) y en esta patria nuestra, incluso en esta tierra, todos somos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la solidaridad.

Al final de su vida, desde el destierro en las fronteras de Armenia, «el lugar más desierto del mundo», san Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó un tema muy importante para él: Dios tiene un plan para la humanidad, un plan «inefable e incomprensible», pero seguramente guiado por él con amor (cf. Sobre la Providencia 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios se inspira siempre en su amor.

Así, a pesar de sus sufrimientos, san Juan Crisóstomo reafirmó el descubrimiento de que Dios nos ama a cada uno con un amor infinito y por eso quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo cooperó a esta salvación con generosidad, sin escatimar esfuerzos, durante toda su vida. De hecho, consideraba como fin último de su existencia la gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: «¡Gloria a Dios por todo!» (Paladio, Vida 11).

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Segunda catequesis sobre san Juan Crisóstomo

Audiencia General del miércoles, 26 de septiembre de 2007