Evangelio del día: Jesucristo es el Hijo enviado por Dios

Evangelio del día: Jesucristo es el Hijo enviado por Dios

Juan 5, 33-36. Viernes de la Tercera Semana del Tiempo de Adviento. Para conocer verdaderamente a Jesús hay que hablar con Él, dialogar con Él mientras le seguimos en el camino.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:  «Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes. Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 56, 1-3a.6-8 

Salmo: Sal 67(66), 2-3.5.7-8 

Oración introductoria

Señor y Dios mío, que eres tan bueno y que me has dado tantas gracias; me pongo en tu presencia en este breve momento de oración. Lo único que quiero es recibirte en mi corazón. ¡Ayúdame a conocerte! ¡Ayúdame a encontrar la verdadera felicidad! ¡Ayúdame a encontrar tu voluntad!

Petición

Señor, Tú que lo puedes todo, aumenta mi confianza para que pueda creer con una fe más desinteresada. Ayúdame a olvidarme de mí mismo y a lanzarme a encontrar tu voluntad.

Meditación del Santo Padre Francisco

Se puede conocer a Jesús en el catecismo porque éste nos enseña muchas cosas sobre Jesús. Debemos estudiarlo, debemos aprenderlo, conocemos al Hijo de Dios, que ha venido para salvarnos; entendemos toda la belleza de la historia de la Salvación, del amor del Padre, estudiando el Catecismo.

¿Cuántos han leído el Catecismo de la Iglesia Católica desde que se publicó hace 20 años? Sí, se debe conocer a Jesús en el Catecismo. Pero no es suficiente conocerlo con la mente: éste es sólo un paso, es necesario conocerlo en el diálogo con Él, hablando con Él, en la oración, de rodillas. Si tú no rezas, si tú no hablas con Jesús, no lo conoces. Tú sabes cosas de Jesús, pero no vas con ese conocimiento que te da el corazón en la oración. Y una tercera vía: el discipulado, ir con Él, caminar con Él, es necesario conocer a Jesús con el lenguaje de la acción.

Santo Padre Francisco: Para conocer a Jesús

Homilía del jueves, 26 de septiembre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. Hijo único de Dios

441 Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb1, 6), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf. Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey-Mesías prometido es llamado «hijo de Dios» (cf. 1 Cro 17, 13; Sal2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (cf. Lc 23, 47).

442 No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16) porque Jesús le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: «Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles…» (Ga 1,15-16). «Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (cf. 1 Ts 1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).

443 Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús ha respondido: «Vosotros lo decís: yo soy» (Lc 22, 70; cf. Mt 26, 64; Mc 14, 61). Ya mucho antes, Él se designó como el «Hijo» que conoce al Padre (cf. Mt 11, 27; 21, 37-38), que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo (cf. Mt 21, 34-36), superior a los propios ángeles (cf. Mt 24, 36). Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre» (cf. Mt 5, 48; 6, 8; 7, 21; Lc 11, 13) salvo para ordenarles «vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro» (Mt6, 9); y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

444 Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado» (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf. Jn 10, 36). Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios» (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».

445 Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 4; cf. Hch 13, 33). Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad «(Jn 1, 14).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hoy amaré más al Señor en mi familia, ayudando a todos en los que necesiten de mí.

Diálogo con Cristo

Los momentos que reservo para tus cosas, Señor, son muy pocos y pasan rapidísimos. ¿Qué más puedo hacer por ti? No quiero dejar pasar este momento de oración, como muchos que ya se han ido, sin dejar en mí una verdadera experiencia de ti, Señor. No puedo salir sin comprometerme de verdad contigo. Ya he contemplado tu amor, cómo eres Tú en verdad; ahora, falta mi parte. Tú me conoces, soy débil, pero sé que con tu gracia puedo; en ti, está mi fuerza; contigo, no vacilo.

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Evangelio del día: Testimonio de Jesús sobre el Bautista

Evangelio del día: Testimonio de Jesús sobre el Bautista

Lucas 7, 24-30. Jueves de la Tercera Semana del Tiempo de Adviento. En este tiempo de Adviento el Bautista nos enseña a vivir de manera especial: a ver con los ojos de la fe la salvación de Dios en una humilde gruta de Belén.

Cuando los enviados de Juan partieron, Jesús comenzó a hablar de él a la multitud, diciendo: «¿Qué salieron a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salieron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que llevan suntuosas vestiduras y viven en la opulencia, están en los palacios de los reyes. ¿Qué salieron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. El es aquel de quien está escrito: ‘Yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino’. Les aseguro que no hay ningún hombre más grande que Juan, y sin embargo, el más pequeño en el Reino de Dios es más grande que él». Todo el pueblo que lo escuchaba, incluso los publicanos, reconocieron la justicia de Dios, recibiendo el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los doctores de la Ley, al no hacerse bautizar por él, frustraron el designio de dios para con ellos.

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Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 54, 1-10

Salmo: Sal 30(29), 2.4-6.11-12a.13b

Oración introductoria

Señor, gracias por paciente y gradualmente revelarme tu identidad, por mostrarme el camino que me puede llevar a tu Reino si acepto y cumplo con tu voluntad. Hoy vengo con mis dudas y mis problemas esperando encontrar en esta oración la respuesta a mis aspiraciones porque quiero creer en todo lo que me has revelado para crecer en el amor.

Petición

Jesús, concédeme vivir de tal forma que pueda ser un auténtico mensajero de tu amor.

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En el tiempo de Adviento la liturgia pone de relieve, de modo particular, dos figuras que preparan la venida del Mesías: la Virgen María y Juan Bautista. Hoy san Lucas nos presenta a este último, y lo hace con características distintas de los otros evangelistas. «Los cuatro Evangelios sitúan la figura de Juan el Bautista al comienzo de la actividad de Jesús, presentándolo como su precursor. San Lucas ha trasladado hacia atrás la conexión entre ambas figuras y sus respectivas misiones… Ya en la concepción y el nacimiento, Jesús y Juan son puestos en relación entre sí» (La infancia de Jesús, 21). Este planteamiento ayuda a comprender que Juan, en cuanto hijo de Zacarías e Isabel, ambos de familias sacerdotales, no sólo es el último de los profetas, sino que representa también el sacerdocio entero de la Antigua Alianza y por ello prepara a los hombres al culto espiritual de la Nueva Alianza, inaugurado por Jesús (cf. ibid. 25-26). Lucas además deshace toda lectura mítica que a menudo se hace de los Evangelios y coloca históricamente la vida del Bautista, escribiendo: «En el año decimoquinto el imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador… bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás» (Lc3, 1-2). Dentro de este marco histórico se coloca el auténtico gran acontecimiento, el nacimiento de Cristo, que los contemporáneos ni siquiera notarán. ¡Para Dios los grandes de la historia hacen de marco a los pequeños!

Juan Bautista se define como la «voz que grita en el desierto: preparad el camino al Señor, allanad sus senderos» (Lc 3, 4). La voz proclama la palabra, pero en este caso la Palabra de Dios precede, en cuanto es ella misma la que desciende sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto (cf. Lc 3, 2). Por lo tanto él tiene un gran papel, pero siempre en función de Cristo. Comenta san Agustín: «Juan es la voz. Del Señor en cambio se dice: “En el principio existía el Verbo” (Jn 1, 1). Juan es la voz que pasa, Cristo es el Verbo eterno que era en el principio. Si a la voz le quitas la palabra, ¿qué queda? Un vago sonido. La voz sin palabra golpea el oído, pero no edifica el corazón» (Discurso 293, 3: pl 38, 1328). Es nuestra tarea escuchar hoy esa voz para conceder espacio y acogida en el corazón a Jesús, Palabra que nos salva. En este tiempo de Adviento preparémonos para ver, con los ojos de la fe, en la humilde Gruta de Belén, la salvación de Dios (cf. Lc 3, 6). En la sociedad de consumo, donde existe la tentación de buscar la alegría en las cosas, el Bautista nos enseña a vivir de manera esencial, a fin de que la Navidad se viva no sólo como una fiesta exterior, sino como la fiesta del Hijo de Dios, que ha venido a traer a los hombres la paz, la vida y la alegría verdadera.

A la materna intercesión de María, Virgen de Adviento, confiamos nuestro camino al encuentro del Señor que viene, para estar preparados a acoger, en el corazón y en toda la vida, al Emanuel, Dios-con-nosotros.

Santo Padre Benedicto XVI

Ángelus del II Domingo de Adviento, 9 de diciembre de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. El deseo de felicidad

1718 Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer:

«Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada» (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae, 1, 3, 4).

«¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti» (San Agustín, Confessiones, 10, 20, 29).

 «Sólo Dios sacia» (Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet «Credo in Deum» expositio, c. 15).

1719 Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hacer una oración de agradecimiento por mi bautismo, que me da la gracia para buscar el plan de Dios.

Diálogo con Cristo

Dios mío, Tú eres el primero en querer darme lo que necesito para recibir tu amor y tu gracia. Quiero que cuando vengas a mi corazón en la próxima Navidad, lo encuentres preparado, transformado; para ello me esforzaré por adquirir las virtudes humanas que más necesito para ser un auténtico discípulo y misionero de tu amor.

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Evangelio del día: Anuncien a todos lo que han visto y oído

Evangelio del día: Anuncien a todos lo que han visto y oído

Lucas 7, 19-23. Miércoles de la Tercera Semana del Tiempo de Adviento. El Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno.

Juan envió a sus discípulos a decir al Señor:: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?». Cuando se presentaron ante él, le dijeron: «Juan el Bautista nos envía a preguntarte: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?»». En esa ocasión, Jesús curó mucha gente de sus enfermedades, de sus dolencias y de los malos espíritus, y devolvió la vista a muchos ciegos. Entonces respondió a los enviados: «Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!».

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Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 45, 6b-8.18.21b-25

Salmo: Sal 85(84), 9-14

Oración introductoria

Abre, Señor, mi corazón para que sepa experimentar tu amor en esta meditación. Creo, espero, te amo y te pido tu gracia para saberte reconocer en los demás. ¡Ven, Espíritu Santo!

Petición

Señor, prepara mi corazón para que sepa esperar con alegría y caridad tu próxima venida.

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Con esta celebración vespertina entramos en el tiempo litúrgico del Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la primera carta a los Tesalonicenses, el apóstol san Pablo nos invita a preparar la «venida de nuestro Señor Jesucristo» (1 Ts 5, 23) conservándonos sin mancha, con la gracia de Dios. San Pablo usa precisamente la palabra «venida», parousia, en latín adventus, de donde viene el término Adviento.

Reflexionemos brevemente sobre el significado de esta palabra, que se puede traducir por «presencia», «llegada», «venida». En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico utilizado para indicar la llegada de un funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero podía indicar también la venida de la divinidad, que sale de su escondimiento para manifestarse con fuerza, o que se celebra presente en el culto. Los cristianos adoptaron la palabra «Adviento» para expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta pobre «provincia» denominada tierra para visitar a todos; invita a participar en la fiesta de su Adviento a todos los que creen en él, a todos los que creen en su presencia en la asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se quería decir substancialmente: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no podamos verlo o tocarlo, como sucede con las realidades sensibles, él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras.

Por lo tanto, el significado de la expresión «Adviento» comprende también el de visitatio, que simplemente quiere decir «visita»; en este caso se trata de una visita de Dios: él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. En la vida cotidiana todos experimentamos que tenemos poco tiempo para el Señor y también poco tiempo para nosotros. Acabamos dejándonos absorber por el «hacer». ¿No es verdad que con frecuencia es precisamente la actividad lo que nos domina, la sociedad con sus múltiples intereses lo que monopoliza nuestra atención? ¿No es verdad que se dedica mucho tiempo al ocio y a todo tipo de diversiones? A veces las cosas nos «arrollan».

El Adviento, este tiempo litúrgico fuerte que estamos comenzando, nos invita a detenernos, en silencio, para captar una presencia. Es una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que Dios nos dirige, signos de su atención por cada uno de nosotros. ¡Cuán a menudo nos hace percibir Dios un poco de su amor! Escribir —por decirlo así— un «diario interior» de este amor sería una tarea hermosa y saludable para nuestra vida. El Adviento nos invita y nos estimula a contemplar al Señor presente. La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como «visita», como un modo en que él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?

Otro elemento fundamental del Adviento es la espera, una espera que es al mismo tiempo esperanza. El Adviento nos impulsa a entender el sentido del tiempo y de la historia como «kairós», como ocasión propicia para nuestra salvación. Jesús explicó esta realidad misteriosa en muchas parábolas: en la narración de los siervos invitados a esperar el regreso de su dueño; en la parábola de las vírgenes que esperan al esposo; o en las de la siembra y la siega. En la vida, el hombre está constantemente a la espera: cuando es niño quiere crecer; cuando es adulto busca la realización y el éxito; cuando es de edad avanzada aspira al merecido descanso. Pero llega el momento en que descubre que ha esperado demasiado poco si, fuera de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar. La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el Señor está presente a lo largo de nuestra vida, nos acompaña y un día enjugará también nuestras lágrimas. Un día, no lejano, todo encontrará su cumplimiento en el reino de Dios, reino de justicia y de paz.

Existen maneras muy distintas de esperar. Si el tiempo no está lleno de un presente cargado de sentido, la espera puede resultar insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir, si el presente está vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado grande, porque el futuro es del todo incierto. En cambio, cuando el tiempo está cargado de sentido, y en cada instante percibimos algo específico y positivo, entonces la alegría de la espera hace más valioso el presente. Queridos hermanos y hermanas, vivamos intensamente el presente, donde ya nos alcanzan los dones del Señor, vivámoslo proyectados hacia el futuro, un futuro lleno de esperanza. De este modo, el Adviento cristiano es una ocasión para despertar de nuevo en nosotros el sentido verdadero de la espera, volviendo al corazón de nuestra fe, que es el misterio de Cristo, el Mesías esperado durante muchos siglos y que nació en la pobreza de Belén. Al venir entre nosotros, nos trajo y sigue ofreciéndonos el don de su amor y de su salvación. Presente entre nosotros, nos habla de muchas maneras: en la Sagrada Escritura, en el año litúrgico, en los santos, en los acontecimientos de la vida cotidiana, en toda la creación, que cambia de aspecto si detrás de ella se encuentra él o si está ofuscada por la niebla de un origen y un futuro inciertos.

Nosotros podemos dirigirle la palabra, presentarle los sufrimientos que nos entristecen, la impaciencia y las preguntas que brotan de nuestro corazón. Estamos seguros de que nos escucha siempre. Y si Jesús está presente, ya no existe un tiempo sin sentido y vacío. Si él está presente, podemos seguir esperando incluso cuando los demás ya no pueden asegurarnos ningún apoyo, incluso cuando el presente está lleno de dificultades.

Queridos amigos, el Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno. Precisamente por esta razón es, de modo especial, el tiempo de la alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede eliminar. La alegría por el hecho de que Dios se ha hecho niño. Esta alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos alienta a caminar confiados. La Virgen María, por medio de la cual nos ha sido dado el Niño Jesús, es modelo y sostén de este íntimo gozo. Que ella, discípula fiel de su Hijo, nos obtenga la gracia de vivir este tiempo litúrgico vigilantes y activos en la espera. Amén.

Santo Padre Benedicto XVI

Homilía del sábado, 28 de noviembre de 2009

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

VI. La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva

1042 Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:

La Iglesia […] «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […] cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo» (LG 48).

1043 La sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10).

1044 En este «universo nuevo» (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4; cf. 21, 27).

1045 Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era «como el sacramento» (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.

1046 En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:

«Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios […] en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción […] Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior […] anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 19-23).

1047 Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, «a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos», participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 5, 32, 1).

1048 «Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres»(GS 39).

1049 «No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios» (GS 39).

1050 «Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal» (GS 39; cf. LG 2). Dios será entonces «todo en todos» (1 Co 15, 22), en la vida eterna:

«La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses illuminandorum 18, 29).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Reflexionar sobre los medios concretos con los que me preparo para la Navidad.

Diálogo con Cristo

¡Señor, me alegra tanto saber que la Navidad está cerca! Con tu Encarnación me vienes a recordar la verdad fundamental de mi fe: ¡Dios me ama! Ayúdame a dedicarme con la oración y el celo ardiente a transmitir esta hermosa realidad a todas las personas, especialmente a aquellos miembros de mi familia que se han olvidado del verdadero sentido del Adviento, como camino de preparación.

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Evangelio del día: Parábola de los dos hijos

Evangelio del día: Parábola de los dos hijos

Mateo 21, 28-32. Martes de la Tercera Semana del Tiempo de Adviento. Cuando nosotros seamos capaces de decir al Señor: “Señor, estos son mis pecados, no son los de este o los de aquel… son los míos. Tómalos tú. Así estaré salvado”… entonces seremos ese hermoso pueblo, pueblo humilde y pobres que confía en el nombre del Señor.

Dijo Jesús a los sumo sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué les parece? Un hombre tenía dos hijos y, dirigiéndose al primero, le dijo: «Hijo, quiero que hoy vayas a trabajar a mi viña». El respondió: «No quiero». Pero después se arrepintió y fue. Dirigiéndose al segundo, le dijo lo mismo y este le respondió: «Voy, Señor», pero no fue. ¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre?». «El primero», le respondieron. Jesús les dijo: «Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios. En efecto, Juan vino a ustedes por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él».

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Lecturas

Primera lectura: Libro de Sofonías, Sof 3, 1-2.9-13

Salmo: Sal 34(33), 2-3.6-7.17-19.23

Oración introductoria

Señor, gracias por recordarme que tiendo a identificarme con ese hijo del Evangelio que dice que va cumplir tu mandato pero al final del día no hace nada. Guía esta oración y dame la fuerza espiritual para descubrir el camino que debo seguir para cumplir pronta y alegremente con tu voluntad.

Petición

No se haga mi voluntad sino la tuya.

Meditación del Santo Padre Francisco

Un «corazón arrepentido» que sabe reconocer los propios pecados es la condición fundamental para encaminarse por la «senda de la salvación». Entonces el «juicio» del Señor no dará miedo, sino que dará «esperanza». Y las dos lecturas del día, en las que se centró la reflexión del Papa en la misa del martes 16 de diciembre, tienen la «estructura de un juicio».

La primera, tomada del Libro del profeta Sofonías (3, 1-2. 9-13) comienza «con una palabra de amenaza: «¡Ay de la ciudad rebelde, impura!». He aquí ya el juicio: «a la ciudad rebelde», la ciudad que «no ha escuchado la llamada, que no ha aceptado la lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios». Para ellos es la «condena» que se expresa en el término «¡ay!». Para los demás, en cambio, hay una promesa: «Purificaré los labios de los pueblos», escribe el profeta. Y continúa: «Desde las orillas de los ríos de Cus, mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda. Aquel día, ya no te avergonzarás de las acciones con que me ofendiste».

¿De quién habla Sofonías? De quien —explicó el Pontífice— se acerca «al Señor porque el Señor ha perdonado». Son estos «los salvados»; los demás, en cambio, son «los soberbios, que no habían escuchado la voz del Señor, que no aceptaron la corrección, no confiaron en el Señor».

A los que se arrepienten, que son capaces de reconocer: «Sí, somos pecadores» —destacó el Papa— el Señor reservó el perdón y dirigió «esta palabra, que es una de las palabras llenas de esperanza del Antiguo Testamento: «Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor»».

Aquí se distinguen «las tres características del pueblo fiel de Dios: humildad, pobreza y confianza en el Señor». Y es precisamente esta «la senda de la salvación». Los demás, en cambio, «no acogieron la voz del Señor, no aceptaron la corrección, no confiaron en el Señor», por ello «no pueden recibir la salvación»: se «cerraron, ellos, a la salvación».

Lo mismo, precisó el Pontífice, sucede hoy: «Cuando vemos el santo pueblo de Dios que es humilde, que tiene sus riquezas en la fe en el Señor, en la confianza en el Señor; el pueblo humilde y pobre que confía en el Señor», entonces encontramos a «los salvados», porque «este es el camino» que debe recorrer la Iglesia.

Una dinámica semejante se encuentra en el Evangelio del día (Mateo, 21, 28-32), donde Jesús propone «a los jefes de los sacerdotes, a los ancianos del pueblo», a todo ese «»grupo» de gente que le declaraba la guerra», un «juicio» sobre el cual reflexionar. Les presenta el caso de los dos hijos a quienes el padre les pide que vayan a trabajar a la viña. Uno responde: «No voy». Pero luego va. El otro, en cambio, dice: «Sí, papá», pero después reflexiona y «no va, no obedece».

Jesús pregunta a sus interlocutores: «¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre? ¿El primero, el que había dicho que no», ese «joven rebelde» que luego «pensó en su padre» y decidió obedecer, o el segundo? Así llega el juicio: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios». Ellos «serán los primeros». Y se los explica: «Vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis».

«¿Qué hizo esta gente» para merecer tal juicio? «No ha escuchado la voz del Señor —explicó el Papa—, no ha aceptado la corrección, no ha confiado en el Señor». Alguien podría decir: «Pero padre, qué escándalo que Jesús diga esto, que los publicanos, que son traidores de la patria porque recibían los impuestos para pagar a los romanos», precisamente ellos «irán los primeros al reino de los cielos». ¿Y lo mismo sucederá con las «prostitutas que son mujeres de descarte»? De aquí la conclusión: «¿Señor tú has enloquecido? Nosotros somos puros, somos católicos, comulgamos cada día, vamos a misa». Sin embargo, destacó el Papa Francisco, precisamente ellos «serán los primeros en ir si tu corazón no es un corazón que se arrepiente». Y «si tú no escuchas al Señor, si no aceptas la corrección y no confías en Él, no tienes un corazón arrepentido».

El Señor, continuó el Pontífice, «no quiere» a estos «hipócritas que se escandalizaban» de lo que «decía Jesús sobre los publicanos y las prostitutas, pero luego a escondidas iban a ellos, o para desfogar sus pasiones o para hacer negocios». Se consideraban «puros», pero en realidad «el Señor así no los quiere».

Este juicio sobre el cual «la liturgia de hoy nos hace pensar» es, de todos modos, «un juicio que da esperanza al mirar nuestros pecados». Todos, en efecto, «somos pecadores». Cada uno de nosotros conoce bien la «lista» de los propios pecados, y —explicó el Papa Francisco— podemos decir: «Señor te entrego mis pecados, la única cosa que podemos ofrecerte».

Para hacer comprender mejor esto, el Pontífice recordó la «vida de un santo que era muy generoso» y ofrecía todo al Señor: «Lo que el Señor le pedía él lo hacía». Lo escuchaba siempre y cumplía siempre su voluntad. Y el Señor en una ocasión le dijo: «Tú aún no me has dado una cosa». Y él, «que era tan bueno», respondió: «Pero Señor, ¿qué cosa no te he dado? Te he dado mi vida, trabajo por los pobres, trabajo en la catequesis, trabajo aquí, trabajo allí…». Así, el Señor le salió al encuentro: «Tú aún no me has dado una cosa». Pero, «¿qué cosa Señor?», repitió el santo. «Tus pecados», concluyó el Señor.

He aquí la lección que quiso destacar el Papa: «Cuando nosotros seamos capaces de decir al Señor: «Señor, estos son mis pecados, no son los de este o los de aquel… son los míos. Tómalos tú. Así estaré salvado»», entonces «seremos ese hermoso pueblo, pueblo humilde y pobres que confía en el nombre del Señor».

Santo Padre Francisco: Los que irán en primer lugar

Meditación del martes, 16 de diciembre de 2014

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy la liturgia nos propone la parábola evangélica de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en su viña. De estos, uno le dice inmediatamente que sí, pero después no va; el otro, en cambio, de momento rehúsa, pero luego, arrepintiéndose, cumple el deseo paterno. Con esta parábola Jesús reafirma su predilección por los pecadores que se convierten, y nos enseña que se requiere humildad para acoger el don de la salvación. También san Pablo, en el pasaje de la carta a los Filipenses que hoy meditamos, nos exhorta a la humildad: «No hagáis nada por rivalidad, ni por vanagloria escribe, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismos» (Flp 2, 3). Estos son los mismos sentimientos de Cristo, que, despojándose de la gloria divina por amor a nosotros, se hizo hombre y se humilló hasta morir crucificado (cf. Flp 2, 5-8). El verbo utilizado ekenose— significa literalmente que «se vació a sí mismo», y pone bien de relieve la humildad profunda y el amor infinito de Jesús, el Siervo humilde por excelencia.

Santo Padre Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 28 de septiembre de 2008

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

VI. El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación

1440 El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (cf LG 11).

Sólo Dios perdona el pecado

1441 Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: «El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: «Tus pecados están perdonados» (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.

1442 Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). El apóstol es enviado «en nombre de Cristo», y «es Dios mismo» quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20).

Reconciliación con la Iglesia

1443 Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc 15) y el retorno al seno del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).

1444 Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt16,19). «Consta que también el colegio de los Apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 18,18; 28,16-20)» LG 22).

1445 Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

El sacramento del perdón

1446 Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia» (Concilio de Trento: DS 1542; cf Tertuliano, De paenitentia 4, 2).

1447 A lo largo de los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de recibir la reconciliación. A este «orden de los penitentes» (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica «privada» de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días.

1448 A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por el ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia, en nombre de Jesucristo, concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.

1449 La fórmula de absolución en uso en la Iglesia latina expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia:

«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Ritual de la Penitencia, 46. 55 ).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hacer una reflexión sobre la calidad de mi participación en la Nueva Evangelización.

Diálogo con Cristo

Gracias, Señor, por el privilegio de poder trabajar en tu viña. Mi anhelo es estar siempre a tu servicio y colaborar contigo en la evangelización. Me has enriquecido con muchos talentos que puedo poner al servicio de la Iglesia, del Movimiento y de los demás. No permitas que mi miopía, mi egoísmo y amor propio me hagan avaro, indiferente o sordo a la invitación que diariamente me haces de colaborar en la extensión de tu Reino.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe

Evangelio del día: Solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe

Lucas 1, 39-48. Solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de México, las Américas y Filipinas. La Virgen de Guadalupe es reconocida y amada por todos, porque comprenden que es una Madre para todos.

En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor». María dijo entonces: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 7, 10-14; 8, 10

Salmo: Sal 67(66), 2-3.5.7-8

Oración introductoria

Gracias, Señor, por el don de la fe que me permite conocerte y amarte. Sin embargo, mi fe es débil, quiero aprender a creer y a amar más, como María, que supo entregarte toda su vida para hacer tu voluntad.

Petición

María, ayúdame a prepararme para recibir a tu Hijo en la próxima Navidad.

Meditación del Santo Padre Francisco

«Que te alaben, Señor, todos los pueblos. 
Ten piedad de nosotros y bendícenos; 
Vuelve, Señor, tus ojos a nosotros.
Que conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora.
Las naciones con júbilo te canten, 
Porque juzgas al mundo con justicia (…)» (Sal 66).

La plegaria del salmista, de súplica de perdón y bendición de pueblos y naciones y, a la vez, de jubilosa alabanza, ayuda a expresar el sentido espiritual de esta celebración. Son los pueblos y naciones de nuestra Patria Grande, Patria Grande latinoamericana los que hoy conmemoran con gratitud y alegría la festividad de su “patrona”, Nuestra Señora de Guadalupe, cuya devoción se extiende desde Alaska a la Patagonia. Y con Gabriel Arcángel y santa Isabel hasta nosotros, se eleva nuestra oración filial: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor está contigo…» (Lc 1,28).

En esta festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, hacemos en primer lugar memoria agradecida de su visitación y cercanía materna; cantamos con Ella su “magnificat”; y le confiamo la vida de nuestros pueblos y la misión continental de la Iglesia.

Cuando se apareció a San Juan Diego en el Tepeyac, se presentó como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios” (Nican Mopohua); y dio lugar a una nueva visitación. Corrió premurosa a abrazar también a los nuevos pueblos americanos, en dramática gestación. Fue como una «gran señal aparecida en el cielo … mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies» (Ap 12,1), que asume en sí la simbología cultural y religiosa de los pueblos originarios, anuncia y dona a su Hijo a todos esos otros nuevos pueblos de mestizaje desgarrado. Tantos saltaron de gozo y esperanza ante su visita y ante el don de su Hijo y la más perfecta discípula del Señor se convirtió en la «gran misionera que trajo el Evangelio a nuestra América» (Aparecida, 269). El Hijo de María Santísima, Inmaculada encinta, se revela así desde los orígenes de la historia de los nuevos pueblos como “el verdaderísimo Dios por quien se vive”, buena nueva de la dignidad filial de todos sus habitantes. Ya nadie más es solamente siervo sino todos somos hijos de un mismo Padre hermanos entre nosotros, y siervos en el siervo.

La Santa Madre de Dios visitó a estos pueblos y quiso quedarse con ellos. Dejó estampada misteriosamente su imagen en la “tilma” de su mensajero para que la tuviéramos bien presente, convirtiéndose en símbolo de la alianza de María con estas gentes, a quienes confiere alma y ternura. Por su intercesión, la fe cristiana fue convirtiéndose en el más rico tesoro del alma de los pueblos americanos, cuya perla preciosa es Jesucristo: un patrimonio que se transmite y manifiesta hasta hoy en el bautismo de multitudes de personas, en la fe, esperanza y caridad de muchos, en la preciosidad de la piedad popular y también en ese ethos americano que se muestra en la conciencia de dignidad de la persona humana, en la pasión por la justicia, en la solidaridad con los más pobres y sufrientes, en la esperanza a veces contra toda esperanza.

De ahí que nosotros, hoy aquí, podemos continuar alabando a Dios por las maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos latinoamericanos. Dios, según su estilo, “ha ocultado estas cosas a sabios y entendidos, dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los sencillos de corazón” (cf. Mt 11,21). En las maravillas que ha realizado el Señor en María, Ella reconoce el estilo y modo de actuar de su Hijo en la historia de salvación. Trastocando los juicios mundanos, destruyendo los ídolos del poder, de la riqueza, del éxito a todo precio, denunciando la autosuficiencia, la soberbia y los mesianismos secularizados que alejan de Dios, el cántico mariano confiesa que Dios se complace en subvertir las ideologías y jerarquías mundanas. Enaltece a los humildes, viene en auxilio de los pobres y pequeños, colma de bienes, bendiciones y esperanzas a los que confían en su misericordia de generación en generación, mientras derriba de sus tronos a los ricos, potentes y dominadores. El “Magnificat” así nos introduce en las “bienaventuranzas”, síntesis y ley primordial del mensaje evangélico. A su luz, hoy, nos sentimos movidos a pedir una gracia. La gracia tan cristiana de que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo, “porque de ellos es el Reino de los cielos” (cf. Mt 5,1-11). Sea la gracia de ser forjados por ellos a los cuales, hoy día, el sistema idolátrico de la cultura del descarte los relega a la categoría de esclavos, de objetos de aprovechamiento o simplemente desperdicio.

Y hacemos esta petición porque América Latina es el “continente de la esperanza”, porque de ella se esperan nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora. Sólo es posible custodiar esa esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos de toda la realidad, motores revolucionarios de auténtica vida nueva.

Ponemos estas realidades y estos deseos en la mesa del altar, como ofrenda agradable a Dios. Suplicando su perdón y confiando en su misericordia, celebramos el sacrificio y victoria pascual de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el único Señor, el “libertador” de todas nuestras esclavitudes y miserias derivadas del pecado. Él es la piedra angular de la historia y fue el gran descartado. Él nos llama a vivir la verdadera vida, una vida humana, una convivencia de hijos y hermanos, abiertas ya las puertas de la «nueva tierra y los nuevos cielos» (Ap 21,1). Suplicamos a la Santísima Virgen María, en su advocación guadalupana –a la Madre de Dios, a la Reina y Señora mía, a mi jovencita, a mi pequeña, como la llamó san Juan Diego, y con todos los apelativos cariñosos con que se dirigen a Ella en la piedad popular–, le suplicamos que continúe acompañando, auxiliando y protegiendo a nuestros pueblos. Y que conduzca de la mano a todos los hijos que peregrinan en estas tierras al encuentro de su Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor, presente en la Iglesia, en su sacramentalidad, especialmente en la Eucaristía, presente en el tesoro de su Palabra y enseñanzas, presente en el santo pueblo fiel de Dios, presente en los que sufren y en los humildes de corazón. Y si este programa tan audaz nos asusta o la pusilanimidad mundana nos amenaza que Ella nos vuelva a hablar al corazón y nos haga sentir su voz de madre, de madrecita, de madraza, ¿por qué tenés miedo, acaso no estoy yo aquí que soy tu madre?

Santo Padre Francisco

Homilía del viernes, 12 de diciembre de 2014

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Tener en cuenta la realidad concreta. En América Latina, en general, es muy importante que el cristianismo no sea nunca tanto una cosa de la razón sino del corazón. La Virgen de Guadalupe es reconocida y amada por todos, porque comprenden que es una Madre para todos y está presente desde el inicio de esta nueva América Latina, tras la llegada de los europeos. E incluso en Cuba tenemos a la Virgen del Cobre, que toca los corazones y todos sabemos intuitivamente que es verdad, que esta Señora nos ayuda, que existe, nos ama y nos ayuda. Pero esta intuición del corazón debe conectarse con la racionalidad de la fe y con la profundidad de la fe que va más allá de la razón. Debemos tratar de no perder el corazón, sino conectar corazón y razón, de manera que cooperen, porque sólo así el hombre está completo y puede realmente ayudar y trabajar por un futuro mejor.

Santo Padre Benedicto XVI

Entrevista del 23 de marzo de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. El culto a la Santísima Virgen

971 «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48): «La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano» (MC 56). La Santísima Virgen «es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades […] Este culto […] aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» (LG 66); encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios (cf. SC 103) y en la oración mariana, como el Santo Rosario, «síntesis de todo el Evangelio» (MC 42).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Renovar el amor a María al asistir, preferentemente en familia, a la celebración de la Eucaristía.

Diálogo con Cristo

Que tengo yo Señor, que a pesar de mi traición, me sigues buscando. Además me has dejado a María como Madre y gran maestra, te prometo amarla con ternura y seguir todos sus ejemplos, con la esperanza de poder ser un auténtico discípulo y misionero que ya no traicione tu amor.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: El «Gran Esperado» de los pueblos

Evangelio del día: El «Gran Esperado» de los pueblos

Mateo 11, 2-11. Tercer Domingo III del Tiempo de Adviento. Debemos ser una Iglesia que escucha religiosamente la palabra de Jesús y la proclama con valentía.

Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?». Jesús les respondió: «Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!». Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: «¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. El es aquel de quien está escrito: ‘Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino’. Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 35, 1-6a.10

Salmo: Sal 146(145), 7-10

Segunda lectura: Epístola de Santiago, Sant 5, 7-10

Oración introductoria

Señor, creo en Ti, confío en tu misericordia y te amo sobre todas las cosas. Quiero oírte para ser fiel en mi esfuerzo constante por alcanzar tu Reino. Que este rato de intimidad contigo me fortalezca y me anime a seguirte con entusiasmo y fidelidad, cueste lo que cueste.

Petición

Jesús, dame la gracia de vivir con un espíritu de lucha aprovechando los innumerables dones que me concedes.

Meditación del Santo Padre Francisco

Una Iglesia inspirada en la figura de Juan el Bautista: que «existe para proclamar, para ser voz de una palabra, de su esposo que es la palabra» y «para proclamar esta palabra hasta el martirio» a manos «de los más soberbios de la tierra». Es la línea que trazó el Santo Padre en la misa del 24, fiesta litúrgica del nacimiento del santo a quien la Iglesia venera como «el hombre más grande nacido de mujer».

La reflexión del Papa se centró en el citado paralelismo, porque «la Iglesia tiene algo de Juan», si bien —alertó enseguida— es difícil delinear su figura. «Jesús dice que es el hombre más grande que haya nacido». He aquí entonces la invitación a preguntarse quién es verdaderamente Juan, dejando la palabra al protagonista mismo. Él, en efecto, cuando «los escribas, los fariseos, van a pedirle que explique mejor quién era», responde claramente: «Yo no soy el Mesías. Yo soy una voz, una voz en el desierto». En consecuencia, lo primero que se comprende es que «el desierto» son sus interlocutores; gente con «un corazón sin nada». Mientras que él es «la voz, una voz sin palabra, porque la palabra no es él, es otro. Él es quien habla, pero no dice; es quien predica acerca de otro que vendrá después». En todo esto —explicó el Papa— está «el misterio de Juan» que «nunca se adueña de la palabra; la palabra es otro. Y Juan es quien indica, quien enseña», utilizando los términos «detrás de mí… yo no soy quien vosotros pensáis; viene uno después de mí a quien yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias». Por lo tanto, «la palabra no está», está en cambio «una voz que indica a otro». Todo el sentido de su vida «está en indicar a otro».

Prosiguiendo su homilía, el Papa Francisco puso de relieve que la Iglesia elige para la fiesta de san Juan «los días más largos del año; los días que tienen más luz, porque en las tinieblas de aquel tiempo Juan era el hombre de la luz: no de una luz propia, sino de una luz reflejada. Como una luna. Y cuando Jesús comenzó a predicar», la luz de Juan empezó a disiparse, «a disminuir, a desvanecerse». Él mismo lo dice con claridad al hablar de su propia misión: «Es necesario que Él crezca y yo mengüe».

«Voz, no palabra; luz, pero no propia, Juan parece ser nadie», sintetizó el Pontífice. He aquí desvelada «la vocación» del Bautista —afirmó—: «Rebajarse. Cuando contemplamos la vida de este hombre tan grande, tan poderoso —todos creían que era el Mesías—, cuando contemplamos cómo esta vida se rebaja hasta la oscuridad de una cárcel, contemplamos un misterio» enorme. En efecto —prosiguió— «nosotros no sabemos cómo fueron» sus últimos días. Se sabe sólo que fue asesinado y que su cabeza acabó «sobre una bandeja como gran regalo de una bailarina a una adúltera. Creo que no se puede descender más, rebajarse». Sin embargo, sabemos lo que sucedió antes, durante el tiempo que pasó en la cárcel: conocemos «las dudas, la angustia que tenía»; hasta el punto de llamar a sus discípulos y mandarles «a que hicieran la pregunta a la palabra: ¿eres tú o debemos esperar a otro?». Porque no se le ahorró ni siquiera «la oscuridad, el dolor en su vida»: ¿mi vida tiene un sentido o me he equivocado?

En definitiva —dijo el Papa—, el Bautista podía presumir, sentirse importante, pero no lo hizo: él «sólo indicaba, se sentía voz y no palabra». Este es, según el Papa Francisco, «el secreto de Juan». Él «no quiso ser un ideólogo». Fue un «hombre que se negó a sí mismo, para que la palabra» creciera. He aquí entonces la actualidad de su enseñanza, subrayó el Santo Padre: «Nosotros como Iglesia podemos pedir hoy la gracia de no llegar a ser una Iglesia ideologizada», para ser en cambio «sólo la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans», dijo citando el íncipit de la constitución conciliar sobre la divina revelación. Una «Iglesia que escucha religiosamente la palabra de Jesús y la proclama con valentía»; una «Iglesia sin ideologías, sin vida propia»; una «Iglesia que es mysterium lunae, que tiene luz procedente de su esposo» y que debe disminuir la propia luz para que resplandezca la luz de Cristo. «El modelo que nos ofrece hoy Juan» —insistió el Papa Francisco— es el de «una Iglesia siempre al servicio de la Palabra»; «una Iglesia-voz que indica la palabra, hasta el martirio».

Santo Padre Francisco: Siguiendo el ejemplo de san Juan, voz de la Palabra

Meditación del lunes, 24 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

VI. La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva

1042 Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:

La Iglesia […] «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […] cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo» (LG 48).

1043 La sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10).

1044 En este «universo nuevo» (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4; cf. 21, 27).

1045 Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era «como el sacramento» (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.

1046 En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:

«Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios […] en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción […] Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior […] anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 19-23).

1047 Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, «a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos», participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 5, 32, 1).

1048 «Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres»(GS 39).

1049 «No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios» (GS 39).

1050 «Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal» (GS 39; cf. LG 2). Dios será entonces «todo en todos» (1 Co 15, 22), en la vida eterna:

«La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses illuminandorum 18, 29).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

«No niegues un beneficio al que lo necesita, siempre que en tu poder esté el hacerlo».

Libro de los Provervios, Prov 3, 27

Diálogo con Cristo

Jesucristo, dame la gracia de ser decidido y audaz para saber trasmitir mi fe a los demás. Concédeme ser valiente y persistente, buscando caminos para la nueva evangelización. Haz que sea capaz de dejar mis gustos y mis pareceres, para que, en todo momento, sepa armonizar la diversidad con la caridad.

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Evangelio del día: El «Gran Esperado» de los pueblos

Evangelio del día: Después de la Transfiguración

Mateo 17, 10-13. Sábado de la II semana del Tiempo de Adviento. María, fue la primera que creyó y experimentó, de modo insuperable, que Jesús, Verbo encarnado, es el culmen, la cumbre del encuentro del hombre con Dios. Acogiendo plenamente su Palabra «llegó felizmente al santo monte» y vive para siempre, en alma y cuerpo, con el Señor.

Entonces los discípulos le preguntaron: «¿Por qué dicen los escribas que primero debe venir Elías?». El respondió: «Sí, Elías debe venir a poner en orden todas las cosas; pero les aseguro que Elías ya ha venido, y no lo han reconocido, sino que hicieron con él lo que quisieron. Y también harán padecer al Hijo del hombre». Los discípulos comprendieron entonces que Jesús se refería a Juan el Bautista.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Eclesiástico, Eclo 48, 1-4.9-11

Salmo: Sal 80(79), 2-3.15-19

Oración introductoria

Señor, te pido que esta oración me prepare interiormente para tu venida la próxima Navidad. Concédeme dejar de lado todos los pendientes, las distracciones que me hacen sordo a tu voz. Abre mi corazón y dame un espíritu dócil y generoso para hacer vida el Evangelio de este día en mis pensamientos, palabras y acciones.

Petición

Padre bueno, dame la sabiduría para saber reconocerte en mis hermanos más necesitamos.

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

El más célebre de estos hombres de Dios fue el gran profeta Elías, que en el siglo IX antes de Cristo defendió valerosamente contra la contaminación de los cultos idólatras la pureza de la fe en el Dios único y verdadero. […] María, fue la primera que creyó y experimentó, de modo insuperable, que Jesús, Verbo encarnado, es el culmen, la cumbre del encuentro del hombre con Dios. Acogiendo plenamente su Palabra «llegó felizmente al santo monte» y vive para siempre, en alma y cuerpo, con el Señor. A la Reina del Monte Carmelo deseo encomendar hoy a todas las comunidades de vida contemplativa esparcidas por el mundo y, de modo especial, a las de la Orden del Carmen, entre las cuales recuerdo el monasterio de Quart, no muy lejos de aquí, que he visitado en estos días. Que María ayude a todos los cristianos a encontrar a Dios en el silencio de la oración.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus en Les Combes el domingo, 16 de julio de 2006

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

IV. La santidad cristiana

2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).

2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):

«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).

2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).

2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Rezar, preferentemente en familia, un rosario para encomendar a María a todas las comunidades de vida contemplativa.

Diálogo con Cristo

Como bautizado soy como un nuevo Elías o Juan el Bautista, un instrumento para preparar y abrir los corazones de los demás para la venida de su Hijo. María, en este sábado, dedicado a tu memoria, enséñame a reconocer a tu Hijo Jesucristo por medio de la oración. Intercede ante tu Hijo para que aumente mi fe y tenga la confianza que tú siempre tuviste y, sobre todo, la humildad que caracterizó tu vida, para cumplir así con todo lo que me pidas.

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El príncipe feliz, de Óscar Wilde

El príncipe feliz, de Óscar Wilde

En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte—. Ahora, que no es tan útil —añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna—. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

—Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz —murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

—Verdaderamente parece un ángel —decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

—¿En qué lo conocéis —replicaba el profesor de matemáticas— si no habéis visto uno nunca?

—¡Oh! Los hemos visto en sueños —respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.

Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

—¿Quieres que te ame? —dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.

Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.

Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.

—Es un enamoramiento ridículo —gorjeaban las otras golondrinas—. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.

Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.

Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.

Una vez que se fueron sus amigas, se sintió muy sola y empezó a cansarse de su amante.

—No sabe hablar —decía ella—. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.

Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.

—Veo que es muy casero —murmuraba la Golondrina—. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.

—¿Quieres seguirme? —preguntó por último la Golondrina al Junco.

Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.

—¡Te has burlado de mí! —le gritó la Golondrina—. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!

Y la Golondrina se fue.

Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.

—¿Dónde buscaré un abrigo? —se dijo—. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.

Entonces divisó la estatua sobre la columnita.

—Voy a cobijarme allí —gritó— El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.

Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.

—Tengo una habitación dorada —se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.

Y se dispuso a dormir.

Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.

—¡Qué curioso! —exclamó—. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.

Entonces cayó una nueva gota.

—¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? —dijo la Golondrina—. Voy a buscar un buen copete de chimenea.

Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.

La Golondrina miró hacia arriba y vio… ¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.

Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.

—¿Quién sois? —dijo.

—Soy el Príncipe Feliz.

—Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? —preguntó la Golondrina—. Me habéis empapado casi.

—Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre —repitió la estatua—, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.

«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.

—Allí abajo —continuó la estatua con su voz baja y musical—, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.

—Me esperan en Egipto —respondió la Golondrina—. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.

—Golondrina, Golondrina, Golondrinita – dijo el Príncipe—, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!

—No creo que me agraden los niños —contestó la Golondrina—. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.

—Mucho frío hace aquí —le dijo—; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.

—Gracias, Golondrinita —respondió el Príncipe.

Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.

Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.

Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.

Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.

—¡Qué hermosas son las estrellas —la dijo— y qué poderosa es la fuerza del amor!

—Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial —respondió ella—. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!

Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.

Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio.

La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.

—¡Qué fresco más dulce siento! —murmuró el niño—. Debo estar mejor.

Y cayó en un delicioso sueño.

Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

—Es curioso —observa ella—, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.

Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.

Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.

—¡Notable fenómeno! —exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en invierno!

Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.

Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!…

—Esta noche parto para Egipto —se decía la Golondrina.

Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.

Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia.

Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:

—¡Qué extranjera más distinguida!

Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.

—¿Tenéis algún encargo para Egipto? —le gritó—. Voy a emprender la marcha.

—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarás otra noche conmigo?

—Me esperan en Egipto —respondió la Golondrina—. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata.Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.

—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe—, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.

—Me quedaré otra noche con vos —dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón—. ¿Debo llevarle otro rubí?

—¡Ay! No tengo más rubíes —dijo el Príncipe—. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.

—Amado Príncipe —dijo la Golondrina—, no puedo hacer eso.

Y se puso a llorar.

—¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! —dijo el Príncipe—. Haz lo que te pido.

Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.

El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.

—Empiezo a ser estimado —exclamó—. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.

Y parecía completamente feliz.

Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.

Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.

—¡Ah, iza! —gritaban a cada caja que llegaba al puente.

—¡Me voy a Egipto! —les gritó la Golondrina.

Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.

—He venido para deciros adiós —le dijo.

—¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! —exclamó el Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo una noche más?

—Es invierno —replicó la Golondrina— y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.

—Allá abajo, en la plazoleta —contestó el Príncipe Feliz—, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.

—Pasaré otra noche con vos —dijo la Golondrina—, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.

—¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! —dijo el Príncipe—. Haz lo que te mando.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.

Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.

—¡Qué bonito pedazo de cristal! —exclamó la niña,y corrió a su casa muy alegre.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.

– Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.

—No, Golondrinita —dijo el pobre Príncipe—. Tienes que ir a Egipto.

—Me quedaré con vos para siempre —dijo la Golondrina.

Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños.

Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.

—Querida Golondrinita —dijo el Príncipe—, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.

Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.

Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras.

Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.

—¡Qué hambre tenemos! —decían.

—¡No se puede estar tumbado aquí! —les gritó un guardia.

Y se alejaron bajo la lluvia.

Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.

—Estoy cubierto de oro fino —dijo el Príncipe—; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.

Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.

Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.

—¡Ya tenemos pan! —gritaban.

Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.

Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.

Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.

La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.

Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.

Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.

—¡Adiós, amado Príncipe! —murmuró—. Permitid que os bese la mano.

—Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina —dijo el Príncipe—. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.

—No es a Egipto adonde voy a ir —dijo la Golondrina—. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.

En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.

El hecho es que la coraza de plomo se habla partidoen dos. Realmente hacia un frío terrible.

A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad.

Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!

—¡Sí, está verdaderamente andrajoso! —dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.

Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.

—El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado —dijo el alcalde— En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.

—¡Lo mismo que un pordiosero! —repitieron a coro los concejales.

—Y tiene a sus pies un pájaro muerto —prosiguió el alcalde—. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.

Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.

Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.

—¡Al no ser ya bello, de nada sirve! —dijo el profesor de estética de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.

—Podríamos —propuso— hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

—O la mía —dijo cada uno de los concejales.

Y acabaron disputando.

—¡Qué cosa más rara! —dijo el oficial primero de la fundición—. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.

Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.

—Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad —dijo Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

—Has elegido bien —dijo Dios—. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.

Evangelio del día: libertad e indiferencia

Evangelio del día: libertad e indiferencia

Mateo 11, 16-19. Viernes de la Segunda Semana del Tiempo de Adviento. Recemos para ser unos cristianos alegres y sin indiferencia.

Dijo Jesús a la gente: «¿Con quién puedo comparar a esta generación? Se parece a esos muchachos que, sentados en la plaza, gritan a los otros: «¡Les tocamos la flauta, y ustedes no bailaron! ¡Entonamos cantos fúnebres, y no lloraron!» Porque llegó Juan, que no come ni bebe, y ustedes dicen: «¡Ha perdido la cabeza!». Llegó el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores». Pero la Sabiduría ha quedado justificada por sus obras».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 48, 17-19

Salmo: Sal 1, 1-6

Oración introductoria

Señor, quiero iniciar esta meditación pidiéndote perdón con humildad por mis faltas y omisiones al no saber descubrir lo bueno que hay en los demás. Ilumina mi oración para que ésta me lleve a crecer en el amor a los demás.

Petición

Jesucristo, dame un corazón auténticamente bondadoso para crecer en una de las expresiones más auténticas de la caridad: la benedicencia, que es el amar a los demás por medio de la palabra.

Meditación del Santo Padre Francisco

Hay cristianos que tienen «cierta alergia a los predicadores de la Palabra»: aceptan «la verdad de la Revelación», pero no «al predicador», prefiriendo «una vida encerrada». Sucedía en tiempos de Jesús y, por desgracia, sigue sucediendo aún hoy a quienes viven encerrados en sí mismos, porque tienen miedo a la libertad que viene del Espíritu Santo.

Es ésta la enseñanza, según el Papa Francisco, que se desprende de las lecturas de la liturgia celebrada el [día de hoy], por la mañana, en la capilla de Santa Marta. El Pontífice reflexionó, sobre todo, en el pasaje del evangelio de Mateo (11, 16-19), en el que Jesús paragona a la generación de sus contemporáneos con «los chiquillos que, sentados en las plazas, se gritan unos a otros diciendo: «Os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado, os hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado»».

A este propósito, el Obispo de Roma recordó que en los evangelios Cristo «habla siempre bien de los niños», presentándolos como «modelo de la vida cristiana» e invitando a «ser como ellos para entrar en el Reino de los cielos». En cambio —destacó—, en el pasaje en cuestión «es la única vez que no habla tan bien de ellos». Para el Papa se trata de una imagen de niños «algo especiales: maleducados, descontentos e, incluso, insolentes»; niños que no saben ser felices mientras juegan y «rechazan siempre la invitación de los demás: nada les gusta». En particular, Jesús usa esta imagen para describir a «los jefes de su pueblo», definidos por el Pontífice «gente que no estaba abierta a la Palabra de Dios».

Para el Santo Padre hay un aspecto interesante en esta actitud: precisamente su rechazo «no es del mensaje, sino del mensajero». Basta proseguir la lectura del pasaje evangélico para confirmarlo. «Vino Juan —destacó el Papa—, que ni comía ni bebía, y dicen: «Demonio tiene». Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores»». En la práctica, desde siempre los hombres encuentran un motivo para desacreditar al predicador. Es suficiente pensar en la gente de aquel tiempo, que prefería «refugiarse en una religión algo elaborada: en los preceptos morales, como los fariseos; en el compromiso político, como los saduceos; en la revolución social, como los zelotes; y en la espiritualidad gnóstica, como los esenios». Y añadió: todos con su sistema bien limpio, bien construido», pero que no acepta «al predicador». He aquí por qué Jesús les refresca la memoria, recordándoles a los profetas, que fueron perseguidos y asesinados.

Aceptar «la verdad de la Revelación» y no «al predicador» muestra, según el Pontífice, una mentalidad fruto de «una vida encerrada en preceptos, compromisos, proyectos revolucionarios y espiritualidad sin carne». El Papa Francisco hizo referencia, en particular, a los cristianos «que no bailan cuando el predicador te da una hermosa y alegre noticia, y no lloran cuando el predicador les da una noticia triste», es decir, a esos cristianos «que están encerrados, prisioneros, que no son libres». Y el motivo es el «miedo a la libertad del Espíritu Santo, que viene a través de la predicación».

Por lo demás, «es el escándalo de la predicación, del que hablaba san Pablo; el escándalo de la predicación que termina en el escándalo de la cruz». En efecto, «escandaliza que Dios nos hable a través de hombres limitados, hombres pecadores; y escandaliza aún más que Dios nos hable y nos salve a través de un hombre que dice ser el Hijo de Dios, pero acaba como un criminal». Así, para el Papa Francisco se termina cubriendo «la libertad que viene del Espíritu Santo» porque, en resumidas cuentas, «esos cristianos tristes no creen en el Espíritu Santo; no creen en la libertad que viene de la predicación, que te amonesta, te enseña e incluso te abofetea, pero es precisamente la libertad que hace crecer a la Iglesia».

Así pues, la imagen del Evangelio con «los niños que tienen miedo de bailar, de llorar», que tienen «miedo a todo, que piden seguridad en todo», lleva a pensar «en esos cristianos tristes que critican siempre a los predicadores de la verdad porque tienen miedo de abrirle la puerta al Espíritu Santo». De ahí la exhortación del Pontífice a rezar por ellos y a rezar también por nosotros mismos, para que «no seamos cristianos tristes», de esos que quitan «al Espíritu Santo la libertad de venir a nosotros a través del escándalo de la predicación».

Santo Padre Francisco: Sin miedo a la libertad

Meditación del viernes, 13 de diciembre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. El nombre cristiano

2156 El sacramento del Bautismo es conferido “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). En el bautismo, el nombre del Señor santifica al hombre, y el cristiano recibe su nombre en la Iglesia. Puede ser el nombre de un santo, es decir, de un discípulo que vivió una vida de fidelidad ejemplar a su Señor. Al ser puesto bajo el patrocinio de un santo, se ofrece al cristiano un modelo de caridad y se le asegura su intercesión. El “nombre de Bautismo” puede expresar también un misterio cristiano o una virtud cristiana. “Procuren los padres, los padrinos y el párroco que no se imponga un nombre ajeno al sentir cristiano” (CIC can. 855).

2157 El cristiano comienza su jornada, sus oraciones y sus acciones con la señal de la cruz, “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. El bautizado consagra la jornada a la gloria de Dios e invoca la gracia del Señor que le permite actuar en el Espíritu como hijo del Padre. La señal de la cruz nos fortalece en las tentaciones y en las dificultades.

2158 Dios llama a cada uno por su nombre (cf Is 43, 1; Jn 10, 3). El nombre de todo hombre es sagrado. El nombre es la imagen de la persona. Exige respeto en señal de la dignidad del que lo lleva.

2159 El nombre recibido es un nombre de eternidad. En el reino de Dios, el carácter misterioso y único de cada persona marcada con el nombre de Dios brillará a plena luz. “Al vencedor […] le daré una piedrecita blanca, y grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe” (Ap 2, 17). “Miré entonces y había un Cordero, que estaba en pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre” (Ap 14, 1).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Siempre, antes de iniciar mi oración, pedir humildemente la luz del Espíritu Santo.

Diálogo con Cristo

Cristo, del amor por Ti puede nacer esa bondad en mi corazón que me lleve a ver lo bueno de todo y de todos. Quiero pensar y hablar siempre bien para construir y edificar en el amor. Que nunca agregue a mis comentarios algo que no sea verdad y que busque comentar siempre lo positivo que hay en los otros. Que nunca permita en mis conversaciones la crítica o la murmuración. Con tu gracia, Señor, lo puedo lograr.

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