Evangelio del día: Edificar sobre roca

Evangelio del día: Edificar sobre roca

Lucas 6, 43-49. Sábado de la 23.ª semana del Tiempo Ordinario. Sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos, nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos: cada árbol se reconoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas. El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón. El malo saca el mal de maldad, porque de la abundancia del corazón habla la boca. ¿Por qué ustedes me llaman: «Señor, Señor», y no hacen lo que les digo? Yo les diré a quién se parece todo aquel que viene a mí, escucha mis palabras y las practica. Se parece a un hombre que, queriendo construir una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre la roca. Cuando vino la creciente, las aguas se precipitaron con fuerza contra esa casa, pero no pudieron derribarla, porque estaba bien construida. En cambio, el que escucha la Palabra y no la pone en práctica, se parece a un hombre que construyó su casa sobre tierra, sin cimientos. Cuando las aguas se precipitaron contra ella, en seguida se derrumbó, y el desastre que sobrevino a esa casa fue grande».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 10, 14-22

Salmo: Sal 116(115), 12-13.17-18

Oración Introductoria

Señor, Señor, soy de esos que te llaman y no hacen lo que dices. Dame una fe fuerte, segura, que pueda dar frutos de bondad, así estaré construyendo mi vida sobre la roca firme de Tu Amor.

Petición

Dios mío, ayúdame a producir frutos buenos y abundantes.

Meditación del Santo Padre Francisco

De la «tentación de mucha gente buena» a ser cristiano «sólo de apariencia», llevando encima «el maquillaje» que se cae con la primera lluvia, alertó el Papa Francisco en la misa que celebró el jueves 4 de diciembre en la capilla de la Casa Santa Marta. Y volvió a proponer el testimonio de muchos «cristianos con fundamento», que construyen su vida sobre la «roca de Jesús» y viven la «santidad oculta», día tras día.

Hoy en ambas lecturas —tomadas del libro de Isaías (26, 1-6) y del Evangelio de san Mateo (7, 21.24-27)— la Iglesia, observó inmediatamente el Papa Francisco, «habla de la fuerza de un cristiano y de la debilidad; de roca y de arena». En efecto, «el cristiano es fuerte cuando no sólo dice que lo es, sino cuando vive su vida como cristiano, cuando pone en práctica la doctrina cristiana, las palabras de Dios, los mandamientos, las bienaventuranzas». El punto central es, de hecho, «poner en práctica».

En cambio, destacó el Papa, «existen cristianos de apariencia solamente: personas que se maquillan de cristianos y en el momento de la prueba tienen solamente el maquillaje». Y «sabemos qué sucede a una mujer maquillada cuando va por la calle y comienza a llover y no tiene paraguas: todo se cae, las apariencias caen por los suelos». La del maquillaje, por lo demás, «es una tentación» reconoció el Papa Francisco. Por ello no es suficiente decir «soy cristiano, Señor,» para serlo verdaderamente. Es Jesús mismo quien dice que no basta repetir «¡Señor! ¡Señor!» para entrar en su reino. Se necesita cumplir «la voluntad del Padre» y poner «en práctica la Palabra». He aquí, por lo tanto, la diferencia entre «el cristiano coherente» y el cristiano sólo «de apariencia».

Por lo demás, explicó el Pontífice, es claro cómo «nos ama el Señor». Ante todo, «un cristiano de vida está fundado sobre la roca». Por lo demás, Pablo lo dice claramente cuando «habla del agua que salía de la roca en el desierto: la roca era Cristo, la roca es Cristo». Por lo tanto, lo único que cuenta es «estar fundado solamente en la persona de Jesús, en el seguimiento de Jesús, por el camino de Jesús». El Papa Francisco confesó que encontró «muchas veces gente no mala, gente buena, pero que es víctima de esta manía de la “cristiandad de las apariencias”». Gente que de sí misma dice «soy de una familia muy católica; soy miembro de esa asociación y también bienhechor de aquella otra». Pero, según el Papa, la verdadera pregunta que hay que plantear a estas personas es: «dime, ¿tu vida está fundada en Jesús? ¿Dónde está tu esperanza? ¿en esa roca o en estas pertenencias?».

Por eso la importancia de «estar fundado sobre la roca». Por lo demás, «hemos visto a muchos cristianos de apariencias que caen ante la primera tentación, o sea, ante la lluvia». En efecto, «cuando los ríos se desbordan, cuando los vientos soplan —las tentaciones y las pruebas de la vida— un cristiano de apariencia cae, porque allí no hay fundamento, no hay roca, no está Cristo». Por otro lado, en cambio, están los «numerosos santos que tenemos en el pueblo de Dios —no necesariamente canonizados, pero santos— muchos hombres y mujeres que realizan su vida en Cristo, que ponen en práctica los mandamientos, ponen en práctica el amor de Jesús. ¡Muchos!».

El Papa quiso recordar el testimonio de ellos. «Pensemos —dijo— en los más pequeños; los enfermos que ofrecen sus sufrimientos por la Iglesia, por los demás». Y, también, «pensemos en tantos ancianos solos que rezan y ofrecen. Pensemos en tantas mamás y padres de familia que llevan adelante con mucho trabajo su familia, la educación de los hijos, el trabajo cotidiano, los problemas, pero siempre con la esperanza en Jesús» y «que no se pavonean, sino que hacen lo que pueden».

En verdad, afirmó el Papa Francisco, «existen santos de la vida cotidiana». E invitó a pensar también «en los numerosos sacerdotes que no se hacen ver, pero que trabajan en las parroquias con mucho amor: la catequesis a los niños, la atención a los ancianos, los enfermos, la preparación a los recién casados. Y todos los días lo mismo, lo mismo, lo mismo. No se cansan porque en su cimiento está la roca». Son personas que viven en «Jesús: esto es lo que da santidad a la Iglesia; esto es lo que da esperanza». He aquí por qué, prosiguió el Papa, «debemos pensar mucho en la santidad oculta que existe en la Iglesia, la de los cristianos no de apariencia sino fundados en la roca, en Jesús». Mirar a esos «cristianos que siguen el consejo de Jesús en la Última Cena: “Permaneced en mí”». Sí, «cristianos que permanecen en Jesús». Cierto, «pecadores, todos lo somos». Así, cuando «alguno de estos cristianos comete algún pecado grave» luego se arrepiente, pide perdón: y «esto es grande». Significa tener «la capacidad de pedir perdón; de no confundir pecado con virtud; de saber bien dónde está la virtud y dónde está el pecado». También de esto se entiende que son cristianos «fundados sobre la roca y la roca es Cristo: siguen el camino de Jesús, le siguen a Él».

Santo Padre Francisco: Sin maquillaje sobre la roca

Meditación del jueves, 4 de diciembre de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos amigos:

[…] En la lectura que se ha proclamado antes, hemos oído un pasaje del Evangelio en que se habla de acoger las palabras de Jesús y de ponerlas en práctica. Hay palabras que solamente sirven para entretener, y pasan como el viento; otras instruyen la mente en algunos aspectos; las de Jesús, en cambio, han de llegar al corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida. Sin esto, se quedan vacías y se vuelven efímeras. No nos acercan a Él. Y, de este modo, Cristo sigue siendo lejano, como una voz entre otras muchas que nos rodean y a las que estamos tan acostumbrados. El Maestro que habla, además, no enseña lo que ha aprendido de otros, sino lo que Él mismo es, el único que conoce de verdad el camino del hombre hacia Dios, porque es Él quien lo ha abierto para nosotros, lo ha creado para que podamos alcanzar la vida auténtica, la que siempre vale la pena vivir en toda circunstancia y que ni siquiera la muerte puede destruir. El Evangelio prosigue explicando estas cosas con la sugestiva imagen de quien construye sobre roca firme, resistente a las embestidas de las adversidades, contrariamente a quien edifica sobre arena, tal vez en un paraje paradisíaco, podríamos decir hoy, pero que se desmorona con el primer azote de los vientos y se convierte en ruinas.

Queridos jóvenes, escuchad de verdad las palabras del Señor para que sean en vosotros «espíritu y vida» (Jn 6,63), raíces que alimentan vuestro ser, pautas de conducta que nos asemejen a la persona de Cristo, siendo pobres de espíritu, hambrientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón, amantes de la paz. Hacedlo cada día con frecuencia, como se hace con el único Amigo que no defrauda y con el que queremos compartir el camino de la vida. Bien sabéis que, cuando no se camina al lado de Cristo, que nos guía, nos dispersamos por otras sendas, como la de nuestros propios impulsos ciegos y egoístas, la de propuestas halagadoras pero interesadas, engañosas y volubles, que dejan el vacío y la frustración tras de sí.

Aprovechad […] para conocer mejor a Cristo y cercioraros de que, enraizados en Él, vuestro entusiasmo y alegría, vuestros deseos de ir a más, de llegar a lo más alto, hasta Dios, tienen siempre futuro cierto, porque la vida en plenitud ya se ha aposentado dentro de vuestro ser. Hacedla crecer con la gracia divina, generosamente y sin mediocridad, planteándoos seriamente la meta de la santidad. Y, ante nuestras flaquezas, que a veces nos abruman, contamos también con la misericordia del Señor, siempre dispuesto a darnos de nuevo la mano y que nos ofrece el perdón en el sacramento de la Penitencia.

Al edificar sobre la roca firme, no solamente vuestra vida será sólida y estable, sino que contribuirá a proyectar la luz de Cristo sobre vuestros coetáneos y sobre toda la humanidad, mostrando una alternativa válida a tantos como se han venido abajo en la vida, porque los fundamentos de su existencia eran inconsistentes. A tantos que se contentan con seguir las corrientes de moda, se cobijan en el interés inmediato, olvidando la justicia verdadera, o se refugian en pareceres propios en vez de buscar la verdad sin adjetivos.

Sí, hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces ni cimientos que ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar en cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso de cada momento. Estas tentaciones siempre están al acecho. Es importante no sucumbir a ellas, porque, en realidad, conducen a algo tan evanescente como una existencia sin horizontes, una libertad sin Dios. Nosotros, en cambio, sabemos bien que hemos sido creados libres, a imagen de Dios, precisamente para que seamos protagonistas de la búsqueda de la verdad y del bien, responsables de nuestras acciones, y no meros ejecutores ciegos, colaboradores creativos en la tarea de cultivar y embellecer la obra de la creación. Dios quiere un interlocutor responsable, alguien que pueda dialogar con Él y amarle. Por Cristo lo podemos conseguir verdaderamente y, arraigados en Él, damos alas a nuestra libertad. ¿No es este el gran motivo de nuestra alegría? ¿No es este un suelo firme para edificar la civilización del amor y de la vida, capaz de humanizar a todo hombre?

Queridos amigos: sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos, nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces seréis bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás. Se preguntarán por el secreto de vuestra vida y descubrirán que la roca que sostiene todo el edificio y sobre la que se asienta toda vuestra existencia es la persona misma de Cristo, vuestro amigo, hermano y Señor, el Hijo de Dios hecho hombre, que da consistencia a todo el universo. Él murió por nosotros y resucitó para que tuviéramos vida, y ahora, desde el trono del Padre, sigue vivo y cercano a todos los hombres, velando continuamente con amor por cada uno de nosotros.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Discurso con ocasión de la XXVI JMJ Jornada Mundial de la Juventud

Discurso del jueves, 18 de agosto de 2011

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

IV. La santidad cristiana

2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).

2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):

«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).

2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).

 2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Empezaré a leer diariamente un pasaje del Evangelio para construir mi vida sobre la Palabra de Dios.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, quiero iluminar mi vida con la luz de tu Palabra y conducirme en todo siguiendo tus criterios. Quiero construir mi vida con el cimiento fuerte de la oración, sólo así será una construcción que va prevalecer a pesar de las tempestades y dificultades que puedan surgir.

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Evangelio del día: Espíritu de benevolencia

Evangelio del día: Espíritu de benevolencia

Lucas 6, 39-42. Viernes de la 23.ª semana del Tiempo Ordinairo. Quien juzga se pone en el lugar de Dios y haciendo esto se encamina a una derrota segura en la vida porque será correspondido con la misma moneda. Y vivirá en la confusión, cambiando «la paja» en el ojo del hermano por la «viga» que le obstruye la vista.

En aquel tiempo Jesús les hizo también esta comparación: «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo? El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro. ¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo», tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 9, 16-19.22b-27

Salmo: Sal 40(39), 7-10.17

Oración Introductoria

Señor Jesús, sólo transformando mi vida en Ti, podré vivir el Evangelio y ayudar humildemente a otros a experimentar tu amor. Creo y confío en que esta oración me ayude a profundizar en esta verdad y me llene de tu amor para poder darte a los demás, con mi testimonio de vida.

Petición

Jesús, ayúdame a revertir mi tendencia a juzgar a los demás, en vez de ver esas faltas que me alejan de tu amor.

Meditación del Santo Padre Francisco

Quien juzga se pone en el lugar de Dios y haciendo esto se encamina a una derrota segura en la vida porque será correspondido con la misma moneda. Y vivirá en la confusión, cambiando «la paja» en el ojo del hermano por la «viga» que le obstruye la vista. Es una invitación a defender a los demás y a no juzgarles la que lanzó el Papa en la misa celebrada […] en la capilla de la Casa Santa Marta.

El pasaje evangélico de la liturgia […], hizo notar el Pontífice, presenta precisamente a Jesús que «quiere convencernos de que no juzguemos»: un mandamiento que repite muchas veces». En efecto, «juzgar a los demás nos lleva a la hipocresía». Y Jesús define precisamente «hipócritas» a quienes se ponen a juzgar. Porque, explicó el Papa, «la persona que juzga se equivoca, se confunde y se convierte en una persona derrotada».

Quien juzga «se equivoca siempre». Y se equivoca, afirmó, «porque se pone en el lugar de Dios, que es el único juez: ocupa precisamente ese puesto y se equivoca de lugar». En práctica, cree tener «el poder de juzgar todo: las personas, la vida, todo». Y «con la capacidad de juzgar» considera que tiene «también la capacidad de condenar».

El Evangelio refiere que «juzgar a los demás era una de las actitudes de esos doctores de la ley a quienes Jesús llama «hipócritas». Se trata de personas que «juzgaban todo». Pero lo más «grave» es que obrando así, «ocupan el lugar de Dios, que es el único juez». Y «Dios, para juzgar, se toma tiempo, espera». En cambio estos hombres «lo hacen inmediatamente: por eso el que juzga se equivoca, simplemente porque toma un lugar que no es para él».

Pero, precisó el Papa, «no sólo se equivoca; también se confunde». Y «está tan obsesionado de eso que quiere juzgar, de esa persona —tan, tan obsesionado— que esa pajilla no le deja dormir». Y repite: «Pero yo quiero quitarte esa pajilla». Sin darse cuenta, sin embargo, de la viga que tiene él» en su propio ojo. En este sentido se «confunde» y «cree que la viga sea esa pajilla». Así que quien juzga es un hombre que «confunde la realidad», es un iluso.

No sólo. Para el Pontífice el que juzga, «se convierte en un derrotado» y no puede no terminar mal, «porque la misma medida se usará para juzgarle a él», como dice Jesús en el Evangelio de Mateo. Por lo tanto, «el juez soberbio y suficiente que se equivoca de lugar, porque toma el lugar de Dios, apuesta por una derrota». Y ¿cuál es la derrota? «La de ser juzgado con la misma medida con la que él juzga», recalcó el obispo de Roma. Porque el único que juzga es Dios y aquellos a quienes Dios les da el poder de hacerlo. Los demás no tienen derecho de juzgar: por eso hay confusión, por eso existe la derrota».

Aún más, prosiguió el Pontífice, «también la derrota va más allá, porque quien juzga acusa siempre». En el «juicio contra los demás —el ejemplo que pone el Señor es la «pajilla en tu ojo»— siempre hay una acusación». Exactamente lo opuesto de lo que «Jesús hace ante el Padre». En efecto, Jesús «jamás acusa» sino que, al contrario, defiende. Él «es el primer Paráclito. Después nos envía al segundo, que es el Espíritu». Jesús es «el defensor: está ante el Padre para defendernos de las acusaciones».

Pero si existe un defensor, hay también un acusador. «En la Biblia —explicó el Pontífice— el acusador se llama demonio, satanás». Jesús «juzgará al final de los tiempos, pero en el ínterin intercede, defiende». Juan, señaló el Papa, «lo dice muy bien en su Evangelio: no pequéis, por favor, pero si alguno peca, piense que tenemos a uno que abogue ante el Padre».

Así, afirmó, «si queremos seguir el camino de Jesús, más que acusadores debemos ser defensores de los demás ante el Padre». De aquí la invitación a defender a quien sufre «algo malo»: sin pensarlo demasiado, aconsejó, «ve a rezar y defiéndelo delante del Padre, como hace Jesús. Reza por él».

Pero sobre todo, repitió el Papa, «no juzgues, porque si lo haces, cuando tú hagas algo malo, serás juzgado». Es una verdad, sugirió, que es bueno recordar «en la vida de cada día, cuando nos vienen las ganas de juzgar a los demás, de criticar a los demás, que es una forma de juzgar».

En fin, reafirmó el Pontífice, «quien juzga se equivoca de lugar, se confunde y se convierte en un derrotado». Y obrando así «no imita a Jesús, que siempre defiende ante el Padre: es un abogado defensor». Quien juzga, más bien, «es un imitador del príncipe de este mundo, que va siempre detrás de las personas para acusarlas ante el Padre».

El Papa Francisco concluyó orando al Señor para que «nos dé la gracia de imitar a Jesús intercesor, defensor, abogado nuestro y de los demás». Y «no imitar al otro, que al final nos destruirá».

Santo Padre Francisco: Nadie puede juzgar

Homilía del lunes, 23 de junio de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica

IV. La santidad cristiana

2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).

2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):

«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).

2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).

 2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).

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Propósito

Revisar y cuidar mi actitud al reprender a un familiar, compañero de trabajo o amigo, para que sea siempre una corrección fraterna, basada en el amor.

Diálogo con Cristo

Señor que conoces el corazón del hombre y ves la miseria de nuestras obras, te pedimos nos trates con tu infinita misericordia para que aprendiendo de tu bondad seamos compasivos los unos con los otros.

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Evangelio del día: Fiesta de la Natividad de Santa María Virgen

Evangelio del día: Fiesta de la Natividad de Santa María Virgen

Mateo 1, 1-2.15-16.18-23. Fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen. Dios ha predestinado a la Virgen María a estar íntimamente asociada a la vida y a la obra de su Hijo unigénito. Por esto la ha santificado, de manera admirable y singular, desde el primer momento de su concepción, haciéndola «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28); la ha hecho conforme con la imagen de su Hijo: una conformidad que, podemos decir, fue única, porque María fue la primera y la más perfecta discípulo del Hijo.

Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham: Abraham fue padre de Isaac; Isaac, padre de Jacob; Jacob, padre de Judá y de sus hermanos. Eliud, padre de Eleazar; Eleazar, padre de Matán; Matán, padre de Jacob. Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo. Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no han vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: «La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel», que traducido significa: «Dios con nosotros».

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Lecturas

Primera lectura: Libro de Miqueas, Miq 5, 1-4a

Salmo: Sal 13(12), 6

Oración introductoria

A María el Evangelio la llama bienaventurada, porque siempre creyó en el cumplimiento de la Palabra. Te suplico, Señor, que tu Santísima Madre, cuyo nacimiento celebramos hoy, interceda por mí para que sepa escucharte y creer en lo que hoy me quieres decir.

Petición

Dios mío, aumenta mi fe, para poder imitar a María en su fidelidad.

Meditación de san Juan Pablo II

Esta festividad mariana es toda ella una invitación a la alegría, precisamente porque con el nacimiento de María Santísima Dios daba al mundo como la garantía concreta de que la salvación era ya inminente: la humanidad que, desde milenios, en forma más o menos consciente, había esperado algo o alguien que la pudiese liberar del dolor, del mal, de la angustia, de la desesperación, y que dentro del Pueblo elegido había encontrado, especialmente en los Profetas, a los portavoces de la Palabra de Dios, confortante y consoladora, podía mirar finalmente, conmovida y emocionada, a María «Niña», que era el punto de convergencia y de llegada de un conjunto de promesas divinas, que resonaban misteriosamente en el corazón mismo de la historia.

Precisamente esta Niña, todavía pequeña y frágil, es la «Mujer» del primer anuncio de la redención futura, contrapuesta por Dios a la serpiente tentadora: «Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le morderás a él el calcañal» (Gén 3, 15).

Precisamente esta Niña es la «Virgen» que «concebirá y parirá un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir ‘Dios con nosotros’» (cf. Is 7, 14; Mt 1, 23). Precisomente esta Niña es la «Madre» que parirá en Belén «a aquel que señoreará en Israel» (cf. Miq 5, 1 s.).

La liturgia de hoy aplica a María recién nacida el pasaje de la Carta a los Romanos, en el que San Pablo describe el designio misericordioso de Dios en relación con los elegidos: María es predestinada por la Trinidad a una misión altísima; es llamada; es santificada; es glorificada.

Dios la ha predestinado a estar íntimamente asociada a la vida y a la obra de su Hijo unigénito. Por esto la ha santificado, de manera admirable y singular, desde el primer momento de su concepción, haciéndola «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28); la ha hecho conforme con la imagen de su Hijo: una conformidad que, podemos decir, fue única, porque María fue la primera y la más perfecta discípulo del Hijo.

El designio de Dios en María culminó después en esa glorificación, que hizo a su cuerpo motal conforme con el cuerpo glorioso de Jesús resucitado; la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo representa como la última etapa de la trayectoria de esta Criatura, en la que el Padre celestial ha manifestado, de manera exaltante, su divina complacencia.

Por tanto, toda la Iglesia no puede menos de alegrarse hoy al celebrar la Natividad de María Santísima, que —como afirma con acentos conmovedores San Juan Damasceno— es esa «puerta virginal y divina, por la cual y a través de la cual Dios, que está por encima de todas las cosas, hizo su entrada en la tierra corporalmente… Hoy brotó un vástago del tronco de Jesé, del que nacerá al mundo una Flor sustancialmente unida a la divinidad. Hoy, en la tierra, de la naturaleza terrena, Aquel que en un tiempo separó el firmamento de las aguas y lo elevó a lo alto, ha creado un cielo, y este cielo es con mucho divinamente más espléndido que el primero» (Homilía sobre la Natividad de María: PG 96, 661 s.).

3. Contemplar a María significa mirarnos en un modelo que Dios mismo nos ha dado para nuestra elevación y para nuestra santificación.

Y María hoy nos enseña, ante todo, a conservar intacta la fe en Dios, esa fe que se nos dio en el bautismo y que debe crecer y madurar continuamente en nosotros durante las diversas etapas de nuestra vida cristiana. Comentando las palabras de San Lucas (Lc 2, 19), San Ambrosio se expresa así: «Reconozcamos en todo el pudor de la Virgen Santa, que, inmaculada en el cuerpo no menos que en las palabras, meditaba en su corazón los temas de la fe» (Expos. Evang. sec. Lucam II, 54: CCL XIV, pág. 54). También nosotros, hermanos y hermanas queridísimos, debemos meditar continuamente en nuestro corazón «los temas de la fe», es decir, debemos estar abiertos y disponibles a la Palabra de Dios, para conseguir que nuestra vida cotidiana —a nivel personal, familiar, profesional— esté siempre en perfecta sintonía y en armoniosa coherencia con el mensaje de Jesús, con la enseñanza de la Iglesia, con los ejemplos de los Santos.

María, la Virgen-Madre, proclama hoy de nuevo ante todos nosotros el valor altísimo de la maternidad, gloria y alegría de la mujer, y además el de la virginidad cristiana, profesada y acogida «por amor del Reino de los cielos» (cf. Mt 19, 12), esto es, como un testimonio en este mundo caduco, de ese mundo final en el que los que se salvan serán «como los ángeles de Dios» (cf. Mt 22, 30).

San Juan Pablo II

Homilía del lunes, 8 de septiembre de 1980

Oración de san Juan Pablo II

¡Oh Virgen naciente,

esperanza y aurora de salvación para todo el mundo, vuelve benigna tu mirada materna hacia todos nosotros, reunidos aquí para celebrar y proclamar tus glorias!

¡Oh Virgen fiel,

que siempre estuviste dispuesta y fuiste solícita para acoger, conservar y meditar la Palabra de Dios, haz que también nosotros, en medio de las dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana, tesoro precioso que nos han transmitido nuestros padres!

¡Oh Virgen potente,

que con tu pie aplastaste la cabeza de la serpiente tentadora, haz que cumplamos, día tras dÍa, nuestras promesas bautismales, con las cuales hemos renunciado a Satanás, a sus obras y a sus seducciones, y que sepamos dar en el mundo un testimonio alegre de esperanza cristiana!

¡Oh Virgen clemente,

que abriste siempre tu corazón materno a las invocaciones de la humanidad, a veces dividida por el desamor y también, desgraciadamente, por el odio y por la guerra, haz que sepamos siempre crecer todos, según la enseñanza de tu Hijo, en la unidad y en la paz, para ser dignos hijos del único Padre celestial!

Amén.

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

“… CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO, NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN”

II … nació de la Virgen María

487 Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo.

La predestinación de María

488 «Dios envió a su Hijo» (Ga 4, 4), pero para «formarle un cuerpo» (cf. Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María» (Lc 1, 26-27):

«El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (LG 56; cf. 61).

489 A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue preparada por la misión de algunas santas mujeres. Al principio de todo está Eva: a pesar de su desobediencia, recibe la promesa de una descendencia que será vencedora del Maligno (cf. Gn 3, 15) y la de ser la madre de todos los vivientes (cf. Gn 3, 20). En virtud de esta promesa, Sara concibe un hijo a pesar de su edad avanzada (cf. Gn 18, 10-14; 21,1-2). Contra toda expectativa humana, Dios escoge lo que era tenido por impotente y débil (cf. 1 Co 1, 27) para mostrar la fidelidad a su promesa: Ana, la madre de Samuel (cf. 1 S 1), Débora, Rut, Judit, y Ester, y muchas otras mujeres. María «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación» (LG55).

La Inmaculada Concepción

490 Para ser la Madre del Salvador, María fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.

491 A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María «llena de gracia» por Dios (Lc 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX:

«… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: DS, 2803).

492 Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción» (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (LG 53). El Padre la ha «bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha «elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (cf. Ef 1, 4).

493 Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios «la Toda Santa» (Panaghia), la celebran «como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo» (LG 56). Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.

«Hágase en mí según tu palabra …»

494 Al anuncio de que ella dará a luz al «Hijo del Altísimo» sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 28-37), María respondió por «la obediencia de la fe» (Rm 1, 5), segura de que «nada hay imposible para Dios»: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 37-38). Así, dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención (cf. LG 56):

«Ella, en efecto, como dice san Ireneo, «por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano». Por eso, no pocos Padres antiguos, en su predicación, coincidieron con él en afirmar «el nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe lo desató la Virgen María por su fe». Comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes» y afirman con mayor frecuencia: «la muerte vino por Eva, la vida por María»». (LG. 56; cf. Adversus haereses, 3, 22, 4).

La maternidad divina de María

495 Llamada en los Evangelios «la Madre de Jesús»(Jn 2, 1; 19, 25; cf. Mt 13, 55, etc.), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como «la madre de mi Señor» desde antes del nacimiento de su hijo (cf Lc 1, 43). En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios [Theotokos] (cf. Concilio de Éfeso, año 649: DS, 251).

La virginidad de María

496 Desde las primeras formulaciones de la fe (cf. DS 10-64), la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido absque semine ex Spiritu Sancto (Concilio de Letrán, año 649; DS, 503), esto es, sin semilla de varón, por obra del Espíritu Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra:

Así, san Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): «Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne (cf. Rm 1, 3), Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios (cf. Jn 1, 13), nacido verdaderamente de una virgen […] Fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato […] padeció verdaderamente, como también resucitó verdaderamente» (Epistula ad Smyrnaeos, 1-2).

497 Los relatos evangélicos (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38) presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas (cf. Lc 1, 34): «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo», dice el ángel a José a propósito de María, su desposada (Mt 1, 20). La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo» (Is 7, 14) según la versión griega de Mt 1, 23.

498 A veces ha desconcertado el silencio del Evangelio de san Marcos y de las cartas del Nuevo Testamento sobre la concepción virginal de María. También se ha podido plantear si no se trataría en este caso de leyendas o de construcciones teológicas sin pretensiones históricas. A lo cual hay que responder: la fe en la concepción virginal de Jesús ha encontrado viva oposición, burlas o incomprensión por parte de los no creyentes, judíos y paganos (cf. san Justino, Dialogus cum Tryphone Judaeo, 99, 7; Orígenes, Contra Celsum, 1, 32, 69; y otros); no ha tenido su origen en la mitología pagana ni en una adaptación de las ideas de su tiempo. El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe que lo ve en ese «nexo que reúne entre sí los misterios» (Concilio Vaticano I: DS, 3016), dentro del conjunto de los Misterios de Cristo, desde su Encarnación hasta su Pascua. San Ignacio de Antioquía da ya testimonio de este vínculo: «El príncipe de este mundo ignoró la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephesios, 19, 1; cf. 1 Co 2, 8).

María, la «siempre Virgen»

499 La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María (cf. Concilio de Constantinopla II: DS, 427) incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre (cf. San León Magno, c. Lectis dilectionis tuae: DS, 291; ibíd., 294; Pelagio I, c. Humani generisibíd. 442; Concilio de Letrán, año 649: ibíd., 503; Concilio de Toledo XVI: ibíd., 571; Pío IV, con. Cum quorumdam hominumibíd., 1880). En efecto, el nacimiento de Cristo «lejos de disminuir consagró la integridad virginal» de su madre (LG 57). La liturgia de la Iglesia celebra a María como la Aeiparthénon, la «siempre-virgen» (cf. LG 52).

500 A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús (cf. Mc 3, 31-55; 6, 3; 1 Co 9, 5; Ga 1, 19). La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José «hermanos de Jesús» (Mt 13, 55) son los hijos de una María discípula de Cristo (cf. Mt 27, 56) que se designa de manera significativa como «la otra María» (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cf. Gn 13, 8; 14, 16;29, 15; etc.).

501 Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (cf.Jn 19, 26-27; Ap 12, 17) a todos los hombres a los cuales Él vino a salvar: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el Primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre» (LG 63).

La maternidad virginal de María en el designio de Dios

502 La mirada de la fe, unida al conjunto de la Revelación, puede descubrir las razones misteriosas por las que Dios, en su designio salvífico, quiso que su Hijo naciera de una virgen. Estas razones se refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo como a la aceptación por María de esta misión para con los hombres.

503 La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios (cf. Lc 2, 48-49). «La naturaleza humana que asumió no le ha alejado jamás de su Padre […]; Uno y el mismo es el Hijo de Dios y del hombre, por naturaleza Hijo del Padre según la divinidad; por naturaleza Hijo de la Madre según la humanidad, pero propiamente Hijo del Padre en sus dos naturalezas» (Concilio del  Friul, año 796: DS, 619).

504 Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María porque él es el Nuevo Adán (cf. 1 Co 15, 45) que inaugura la nueva creación: «El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo viene del cielo» (1 Co 15, 47). La humanidad de Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu Santo porque Dios «le da el Espíritu sin medida» (Jn 3, 34). De «su plenitud», cabeza de la humanidad redimida (cf Col 1, 18), «hemos recibido todos gracia por gracia» (Jn 1, 16).

505 Jesús, el nuevo Adán, inaugura por su concepción virginal el nuevo nacimiento de los hijos de adopción en el Espíritu Santo por la fe «¿Cómo será eso?» (Lc 1, 34;cf. Jn 3, 9). La participación en la vida divina no nace «de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13). La acogida de esta vida es virginal porque toda ella es dada al hombre por el Espíritu. El sentido esponsal de la vocación humana con relación a Dios (cf.2 Co 11, 2) se lleva a cabo perfectamente en la maternidad virginal de María.

506 María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe no adulterada por duda alguna (cf. LG 63) y de su entrega total a la voluntad de Dios (cf. 1 Co 7, 34-35). Su fe es la que le hace llegar a ser la madre del Salvador: Beatior est Maria percipiendo fidem Christi quam concipiendo carnem Christi («Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo» (San Agustín, De sancta virginitate, 3: PL 40, 398)).

507 María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia (cf. LG 63): «La Iglesia […] se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo» (LG 64).

Resumen

508 De la descendencia de Eva, Dios eligió a la Virgen María para ser la Madre de su Hijo. Ella, «llena de gracia», es «el fruto más excelente de la redención» (SC 103); desde el primer instante de su concepción, fue totalmente preservada de la mancha del pecado original y permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.

509 María es verdaderamente «Madre de Dios» porque es la madre del Hijo eterno de Dios hecho hombre, que es Dios mismo.

510 María «fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre» (San Agustín, Sermo 186, 1): ella, con todo su ser, es «la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

511 La Virgen María «colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres» (LG 56). Ella pronunció su «fiat» loco totius humanae naturae («ocupando el lugar de toda la naturaleza humana») (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 3, q. 30, a. 1 ): Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Celebrando el cumpleaños de la Virgen María, aprovechemos para renovar nuestra fe. Unámonos en familia en torno a ella y pidámosle que nos ayude a descubrir siempre la mano de Dios en nuestra vida. Que al igual que María y José, sepamos confiar en la Providencia buscando en todo servir y agradar a Dios.

Diálogo con Cristo

Gracias Jesús por dejarnos a María como madre y modelo de santidad. Quiero acercarme más a Ella para poder seguir mejor su ejemplo y así lograr que todo momento de mi existencia sea un paso para crecer en el amor a Dios y a mis hermanos.

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Evangelio del día: Las bienaventuranzas

Evangelio del día: Las bienaventuranzas

Lucas 6, 20-26. Las bienaventuranzas. Miércoles de la 23.ª semana del Tiempo Ordinario. Cada uno de nosotros debemos reflexionar con seriedad, sinceridad y humildad si verdaderamente tenemos el corazón abierto o cerrado a la Salvación.

Entonces Jesús, fijando la mirada en sus discípulos, dijo: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece! ¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán! ¡Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y los proscriban, considerándolos infames y los proscriban, considerándolos infames a causa del Hijo del hombre! ¡Alégrense y llénense de gozo en ese día, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo. De la misma manera los padres de ellos trataban a los profetas! Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas! ¡Ay de ustedes cuando todos los elogien! ¡De la misma manera los padres de ellos traban a los falsos profetas!».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 7, 25-31

Salmo: Sal 45(44), 11-17

Oración introductoria

Gracias, Señor, por este momento de oración. Qué dicha y alegría el poder experimentar tu presencia, tu cercanía. Humildemente te pido, ¡ven Señor Jesús! Ilumina mi oración para que crezcan mi fe y mi fortaleza para saber escogerte siempre a Ti.

Petición

Jesús, dame la sabiduría para saber reconocer en dónde y cómo se encuentra la felicidad.

Meditación del Santo Padre Francisco

¿Por qué hay personas que tienen el corazón cerrado a la salvación? Este fue el interrogante que planteó el Santo Padre en la celebración de la misa el 10 de junio. Una pregunta que encuentra respuesta y explicación en la palabra «miedo». «Tenemos necesidad» de la salvación, pero al mismo tiempo «tenemos miedo», porque —dijo el Papa— «cuando el Señor viene para salvarnos debemos darlo todo» y en ese momento «manda Él; y de esto tenemos miedo». Los hombres, en efecto, quieren «mandar», quieren ser «los dueños» de ellos mismos. Y así «la salvación no llega, la consolación del Espíritu no llega».

En la liturgia del día el pasaje del Evangelio de Mateo (5, 1-12) sobre las Bienaventuranzas dio ocasión al Papa para reflexionar sobre la relación entre salvación y libertad. Sólo la salvación que llega con la consolación del Espíritu —afirmó— nos hace libres: es «la libertad que nace del Espíritu Santo que nos salva, nos consuela, nos da vida». Pero para comprender plenamente las Bienaventuranzas y lo que significa «ser pobres, ser mansos, ser misericordiosos» —cosas que «no parece» que nos «conduzcan al éxito»— es necesario custodiar «el corazón abierto» y haber «gustado bien la consolación del Espíritu Santo que es salvación».

En efecto, la consolación «es la presencia de Dios en nuestro corazón. Pero para que el Señor esté en nuestro corazón es necesario abrir la puerta», recalcó el Papa. De ahí que invocara «la gracia de abrir nuestro corazón a la consolación del Espíritu Santo, para que esta consolación, que es la salvación, nos haga comprender bien» los nuevos mandatos contenidos en el Evangelio de las Bienaventuranzas.

Santo Padre Francisco: Puertas abiertas a la consolación

Homilía del lunes, 10 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

NUESTRA VOCACIÓN A LA BIENAVENTURANZA

I. Las bienaventuranzas

1716 Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos:

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.

(Mt 5,3-12)

1717 Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos.

II. El deseo de felicidad

1718 Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer:

«Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada» (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae, 1, 3, 4).

«¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti» (San Agustín, Confessiones, 10, 20, 29).

 «Sólo Dios sacia» (Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet «Credo in Deum» expositio, c. 15).

1719 Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.

III. La bienaventuranza cristiana

1720 El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios (cf Mt 4, 17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8; cf 1 Jn 3, 2; 1 Co 13, 12); la entrada en el gozo del Señor (cf Mt 25, 21. 23); la entrada en el descanso de Dios (Hb4, 7-11):

«Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (San Agustín, De civitate Dei, 22, 30).

1721 Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1, 4) y de la Vida eterna (cf Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria.

1722 Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.

«“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, “nadie verá a Dios y seguirá viviendo”, porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios […] “porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios”» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 20, 5).

1723 La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor:

«El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad […] Todo esto se debe a la convicción […] de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro […] La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración» (Juan Enrique Newman,Discourses addresed to Mixed Congregations, 5 [Saintliness the Standard of Christian Principle]).

1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf la parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).

Resumen

1725 Las bienaventuranzas recogen y perfeccionan las promesas de Dios desde Abraham ordenándolas al Reino de los cielos. Responden al deseo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre.

1726 Las bienaventuranzas nos enseñan el fin último al que Dios nos llama: el Reino, la visión de Dios, la participación en la naturaleza divina, la vida eterna, la filiación, el descanso en Dios.

1727 La bienaventuranza de la vida eterna es un don gratuito de Dios; es sobrenatural como también lo es la gracia que conduce a ella.

1728 Las bienaventuranzas nos colocan ante opciones decisivas con respecto a los bienes terrenos; purifican nuestro corazón para enseñarnos a amar a Dios sobre todas las cosas.

1729 La bienaventuranza del cielo determina los criterios de discernimiento en el uso de los bienes terrenos en conformidad a la Ley de Dios.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Que mi cercanía y apoyo a una persona que sufre, le haga experimentar el amor de Cristo.

Diálogo con Cristo

Dios de cielos y tierra que alimentas los pájaros del campo y no olvidas nada de lo que has creado, te pido por todos los hombres que pasan hambre para que descubran en tu Palabra la fuerza que los conforte y encuentren hermanos que sacien su necesidad.

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Evangelio del día: Elección de los doce

Evangelio del día: Elección de los doce

Lucas 6, 12-19. Martes de la 23.ª semana del Tiempo Ordinario. Nuestro Señor Jesucristo es quien nos elige. He aquí una certeza que debe alentarnos: «Yo fui elegido, yo fui elegida por el Señor. El día del bautismo Él me elegió».

En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles: Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro, Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el Zelote, Judas, hijo de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. Al bajar con ellos se detuvo en una llanura. Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Los que estaban atormentados por espíritus impuros quedaban curados; y toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 6, 1-11

Salmo: Sal 149(148), 1-6.9

Oración Introductoria

Señor Jesús, en varias ocasiones el Evangelio hace mención que pasaste la noche en oración… y yo que batallo para hacer mi meditación de 10, 15 ó 20 minutos. Tu oración es fruto de tu amor, de tu dependencia a Dios. Ilumíname para yo pueda crecer también en mi amor y que ahora sepa disponer mi corazón para hacer la voluntad del Padre en este día.

Petición

Jesucristo, enséñame a orar. Haz que te ame a tal punto, que me sea imposible no seguirte.

Meditación del Santo Padre Francisco

El Señor es «alguien que ora, elige y no tiene vergüenza de estar cerca de la gente». Al comentar el pasaje del Evangelio de Lucas (6, 12-19) durante la misa del martes 9 de septiembre destacó estas tres características que «trazan claramente la personalidad de Jesús» y que motivan también nuestra «confianza en Él: nos encomendamos a Él porque ora, porque nos ha elegido y porque está cerca de nosotros».

Al profundizar estos «tres momentos de la vida de Jesús», el Pontífice habló primero de la oración. El Señor, relata Lucas, «salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios». De ello se deduce que Él «reza por nosotros. Parece un poco extraño —dijo el Papa Francisco— que Él, que vino a traernos la salvación, que Él, que tiene el poder», ore al Padre. Sin embargo, «lo hace a menudo, incluso lo dice», afirmó el Pontífice recordando la frase que dirigió a Pedro en la última Cena: «He pedido por ti».

Jesús ha pedido y sigue pidiendo «por nosotros: es el intercesor. También ahora, que está ante el Padre, en el cielo, su trabajo —afirmó el obispo de Roma— es este: interceder, orar. Es el gran intercesor». Se trata de una verdad que «debe alentarnos». Porque en los momentos «de dificultad o de necesidad», recordó el Papa Francisco, hay que pensar: «Pero tú estás rezando por mí. Reza por mí. Jesús reza por mí al Padre». Por lo demás, añadió, este «es su trabajo de hoy: orar por nosotros, por su Iglesia».

Pasando luego al segundo momento descrito en la escena evangélica —«Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y escogió de entre ellos a doce»— el Pontífice destacó que «fue Él quien eligió; y lo dice claramente: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido”». Como consecuencia, también esta actitud de Jesús nos alienta, porque tenemos una certeza: «Yo fui elegido, yo fui elegida por el Señor. El día del bautismo Él me elegió».

¿Por qué somos «elegidos» como cristianos? Para el Papa Francisco la respuesta está en el amor de Dios. «El amor —señaló— no mira si uno tiene la cara poco agraciada o la cara hermosa: ¡ama! Y Jesús hace lo mismo: ama y elige con amor. Y elige a todos». En su «lista» no hay personas importantes «según los criterios del mundo: hay gente común». El único elemento que los caracteriza a todos es que «son pecadores. Jesús eligió a los pecadores. Elige a los pecadores. Y esta es la acusación que le hacen los doctores de la ley, los escribas».

Pero Jesús es así y, por lo tanto, «llama a todos». Su criterio es el amor, como se ve claro desde que «nosotros, el día de nuestro Bautismo, hemos sido elegidos oficialmente». En esa elección «está el amor de Jesús». Él, dijo el Papa, «me miró y me dijo: ¡tú!». Basta pensar, por lo demás, en la elección de «Judas Iscariote, que fue el traidor, el pecador más grande para Él. Pero fue elegido por Jesús».

Por último, el tercer momento, descrito por el Evangelio con estas palabras: «Después de bajar con ellos, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades… y toda la gente trataba de tocarlo». En esencia, la escena presenta a un «Jesús cercano a la gente. No es un profesor, un maestro, un místico que se aleja y habla desde la cátedra», sino más bien una persona que «está en medio de la gente; se deja tocar; deja que la gente le pida. Así es Jesús: cercano a la gente».

Y esta cercanía, continuó el Papa Francisco, «no es algo nuevo para Él: Él lo pone de relieve en su modo de actuar, pero es una cosa que viene desde al primera elección de Dios por su pueblo. Dios dice a su pueblo: “Pensad, ¿qué pueblo tiene un Dios tan cercano como Yo lo estoy de vosotros?”». La cercanía de Dios a su pueblo, concluyó el Pontífice, «es la cercanía de Jesús con la gente. Toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos. Así cercano, en medio del pueblo».

Santo Padre Francisco: En la lista de Jesús

Meditación del martes, 9 de septiembre de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

[…] La Iglesia se constituyó sobre el fundamento de los Apóstoles como comunidad de fe, esperanza y caridad. A través de los Apóstoles, nos remontamos a Jesús mismo.

La Iglesia comenzó a constituirse cuando algunos pescadores de Galilea encontraron a Jesús y se dejaron conquistar por su mirada, su voz y su invitación cordial y fuerte: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mc 1, 17; Mt 4, 19). Al inicio del tercer milenio, mi amado predecesor Juan Pablo II propuso a la Iglesia la contemplación del rostro de Cristo (cf. Novo millennio ineunte, 16 ss).

Siguiendo en la misma dirección, en las catequesis que comienzo hoy quisiera mostrar precisamente cómo la luz de ese Rostro se refleja en el rostro de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 1), a pesar de los límites y las sombras de nuestra humanidad frágil y pecadora. Después de María, reflejo puro de la luz de Cristo, son los Apóstoles, con su palabra y su testimonio, quienes nos transmiten la verdad de Cristo. Sin embargo, su misión no está aislada, sino que se sitúa dentro de un misterio de comunión, que implica a todo el pueblo de Dios y se realiza por etapas, desde la antigua hasta la nueva Alianza.

A este propósito, hay que decir que se tergiversa del todo el mensaje de Jesús si se lo separa del contexto de la fe y de la esperanza del pueblo elegido: como el Bautista, su precursor inmediato, Jesús se dirige ante todo a Israel (cf. Mt 15, 24), para «reunirlo» en el tiempo escatológico que llega con él. Al igual que la predicación de Juan, también la de Jesús es al mismo tiempo llamada de gracia y signo de contradicción y de juicio para todo el pueblo de Dios. Por tanto, desde el primer momento de su actividad salvífica, Jesús de Nazaret tiende a congregar al pueblo de Dios.

Aunque su predicación es siempre una exhortación a la conversión personal, en realidad él tiende continuamente a la constitución del pueblo de Dios, que ha venido a reunir, purificar y salvar. Por eso, resulta unilateral y carente de fundamento la interpretación individualista, propuesta por la teología liberal, del anuncio que Cristo hace del Reino. En el año 1900, el gran teólogo liberal Adolf von Harnack la resume así en sus lecciones sobre La esencia del cristianismo: «El reino de Dios viene, porque viene a cada uno de los hombres, tiene acceso a su alma, y ellos lo acogen. Ciertamente, el reino de Dios es el señorío de Dios, pero es el señorío del Dios santo en cada corazón» (Tercera lección, p. 100 s). En realidad, este individualismo de la teología liberal es una acentuación típicamente moderna: desde la perspectiva de la tradición bíblica y en el horizonte del judaísmo, en el que se sitúa la obra de Jesús aunque con toda su novedad, resulta evidente que toda la misión del Hijo encarnado tiene una finalidad comunitaria: él ha venido precisamente para unir a la humanidad dispersa, ha venido para congregar, para unir al pueblo de Dios.

Un signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la Alianza, para manifestar en ella el cumplimiento de las promesas hechas a los Padres, que hablan siempre de convocación, unificación, unidad, es la institución de los Doce. Hemos escuchado el Evangelio sobre esta institución de los Doce. Leo una vez más su parte central: «Subió al monte y llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce…» (Mc 3, 13-16; cf. Mt 10, 1-4; Lc 6, 12-16). En el lugar de la revelación, «l monte», Jesús, con una iniciativa que manifiesta absoluta conciencia y determinación, constituye a los Doce para que sean con él testigos y anunciadores del acontecimiento del reino de Dios.

Sobre la historicidad de esta llamada no existen dudas, no sólo en virtud de la antigüedad y de la multiplicidad de los testimonios, sino también por el simple motivo de que allí aparece el nombre de Judas, el apóstol traidor, a pesar de las dificultades que esta presencia podía crear a la comunidad naciente. El número Doce, que remite evidentemente a las doce tribus de Israel, ya revela el significado de acción profético-simbólica implícito en la nueva iniciativa de refundar el pueblo santo.

Superado desde hacía tiempo el sistema de las doce tribus, la esperanza de Israel anhelaba su reconstitución como signo de la llegada del tiempo escatológico (pensemos en la conclusión del libro de Ezequiel: 37, 15-19; 39, 23-29; 40-48). Al elegir a los Doce, para introducirlos en una comunión de vida consigo y hacerles partícipes de su misión de anunciar el Reino con palabras y obras (cf. Mc 6, 7-13; Mt 10, 5-8; Lc 9, 1-6; 6, 13), Jesús quiere manifestar que ha llegado el tiempo definitivo en el que se constituye de nuevo el pueblo de Dios, el pueblo de las doce tribus, que se transforma ahora en un pueblo universal, su Iglesia.

Con su misma existencia los Doce —procedentes de diferentes orígenes— son un llamamiento a todo Israel para que se convierta y se deje reunir en la nueva Alianza, cumplimiento pleno y perfecto de la antigua. El hecho de haberles encomendado en la última Cena, antes de su Pasión, la misión de celebrar su memorial, muestra cómo Jesús quería transmitir a toda la comunidad en la persona de sus jefes el mandato de ser, en la historia, signo e instrumento de la reunión escatológica iniciada en él. En cierto sentido podemos decir que precisamente la última Cena es el acto de la fundación de la Iglesia, porque él se da a sí mismo y crea así una nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con él mismo.

Desde esta perspectiva, se comprende que el Resucitado les confiera —con la efusión del Espíritu— el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 23). Los doce Apóstoles son así el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que componen la Iglesia. Por tanto, es del todo incompatible con la intención de Cristo un eslogan que estuvo de moda hace algunos años: «esús sí, Iglesia no». Este Jesús individualista elegido es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica.

Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo. Es siempre contemporáneo nuestro, es siempre contemporáneo en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles, está vivo en la sucesión de los Apóstoles. Y esta presencia suya en la comunidad, en la que él mismo se da siempre a nosotros, es motivo de nuestra alegría. Sí, Cristo está con nosotros, el Reino de Dios viene.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

La voluntad de Jesús sobre la Iglesia y la elección de los Doce

Audiencia General del miércoles, 15 de marzo de 2006

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

LA TRANSMISIÓN DE LA REVELACIÓN DIVINA

74 Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» ( 1 Tim 2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (cf. Jn 14,6). Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todos los hombres y que así la Revelación llegue hasta los confines del mundo:

«Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones» (DV 7).

I La Tradición apostólica

75 «Cristo nuestro Señor, en quien alcanza su plenitud toda la Revelación de Dios, mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su voz» (DV 7).

La predicación apostólica…

76 La transmisión del Evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras:

— oralmente: «los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó»; 

— por escrito: «los mismos Apóstoles y los varones apostólicos pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» (DV 7).

… continuada en la sucesión apostólica

77 «Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, «dejándoles su cargo en el magisterio»» (DV 7). En efecto, «la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos» (DV 8).

78 Esta transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo, es llamada la Tradición en cuanto distinta de la sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8). «Las palabras de los santos Padres atestiguan la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora» (DV 8).

79 Así, la comunicación que el Padre ha hecho de sí mismo por su Verbo en el Espíritu Santo sigue presente y activa en la Iglesia: «Dios, que habló en otros tiempos, sigue conservando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo» (DV 8).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Sabernos amados por Nuestro Padre, Dios, con un único amor, grande y fuerte.

Diálogo con Cristo

¡Oh Dios, que desde la eternidad pensaste en mí y que en un momento concreto de la historia pronunciaste mi nombre para llamarme a la vida. Gracias por el amor que me regalas cada día. Te pido tu gracia para que siempre pueda cumplir la misión que me encomiendas y así cooperar a la salvación del mundo en nombre de tu Hijo Jesucristo nuestro Señor.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Cristo recrea el mundo

Evangelio del día: Cristo recrea el mundo

Lucas 6, 6-11. Lunes de la 23.ª semana del Tiempo Ordinario. Cuando nos unimos a Jesús entonces nos mantenemos en la esperanza y rehacemos el mundo, lo hacemos nuevo.

Otro sábado, entró en la sinagoga y comenzó a enseñar. Había allí un hombre que tenía la mano derecha paralizada. Los escribas y los fariseos observaban atentamente a Jesús para ver si curaba en sábado, porque querían encontrar algo de qué acusarlo. Pero Jesús, conociendo sus intenciones, dijo al hombre que tenía la mano paralizada: «Levántate y quédate de pie delante de todos». el se levantó y permaneció de pie. Luego les dijo: «Yo les pregunto: ¿Está permitido en sábado, hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?». Y dirigiendo una mirada a todos, dijo al hombre: «Extiende tu mano». El la extendió y su mano quedó curada. Pero ellos se enfurecieron, y deliberaban entre sí para ver qué podían hacer contra Jesús.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 5, 1-8

Salmo: Sal 5, 5-7.12

Oración introductoria

Señor, sólo en la oración puedo encontrar el sentido que debo dar a los sucesos de este día. En la medida en que te ame y te escuche en esta meditación, en esa medida podré transmitir tu amor a los demás.

Petición

¡Ven Espíritu Santo! Aumenta mi fe, mi esperanza y mi caridad para que sea digno de poder dialogar contigo en esta oración.

Meditación del Santo Padre Francisco

Dan tristeza esos sacerdotes que han perdido la esperanza. Por ello el Papa Francisco, en la misa del lunes, 9 de septiembre, dirigió a los sacerdotes presentes la invitación a cultivar esta virtud «que para los cristianos tiene el nombre de Jesús». «Veo a muchos sacerdotes hoy aquí —dijo— y me surge deciros algo: es un poco triste cuando uno encuentra a un sacerdote sin esperanza, sin esa pasión que da la esperanza; y es muy bello cuando uno encuentra a un sacerdote que llega al final de su vida siempre con esa esperanza, no con el optimismo, sino con la esperanza, sembrando esperanza». Porque quiere decir —añadió— que «este sacerdote está apegado a Jesucristo. Y el pueblo de Dios tiene necesidad de que nosotros, sacerdotes, demos esta esperanza en Jesús, que rehace todo, es capaz de rehacer todo y está rehaciendo todo: en cada Eucaristía Él rehace la creación, en cada acto de caridad Él rehace su amor en nosotros».

El Pontífice habló de la esperanza vinculando la reflexión del día con la de los precedentes, durante los cuales había propuesto a Jesús como la totalidad, el centro de la vida del cristiano, el único esposo de la Iglesia. En esta ocasión se detuvo en el concepto expresado en la Carta de San Pablo a los Colosenses (1, 24-2, 3): Jesús «misterio, misterio escondido, Dios». Un misterio, el de Dios, que «se ha mostrado en Jesús» que es «nuestra esperanza: es el todo, es el centro y es también nuestra esperanza».

El optimismo —explicó— es una actitud humana que depende de muchas cosas; pero la esperanza es otra cosa: «es un don, es un regalo del Espíritu Santo y por esto Pablo dirá que no decepciona jamás». Y también tiene un nombre. Y «este nombre es Jesús»: no se puede decir que se espera en la vida si no se espera en Jesús. «No se trataría de esperanza —precisó—, sino de buen humor, optimismo, como en el caso de las personas positivas, que ven siempre el vaso medio lleno y nunca medio vacío».

Una confirmación de este concepto la indicó el Papa en el pasaje del Evangelio de Lucas (6, 6-11), en la referencia al tema de la libertad. El relato de Lucas sitúa ante los ojos una doble esclavitud: la del hombre «con la mano paralizada, esclavo de su enfermedad» y la «de los fariseos, los escribas, esclavos de sus actitudes rígidas, legalistas». Jesús «libera a ambos: hace ver a los rígidos que aquella no es la vía de la libertad; y al hombre de la mano paralizada le libera de la enfermedad». ¿Qué quiere demostrar? Que «libertad y esperanza van juntas: donde no hay esperanza, no puede haber libertad».

Con todo la verdadera enseñanza de la liturgia del día es que Jesús «no es un sanador, es un hombre que recrea la existencia. Y esto —subrayó el Santo Padre— nos da esperanza, porque Jesús ha venido precisamente para este gran milagro, para recrear todo». Tanto que la Iglesia, en una bellísima oración, dice: «Tú, Señor, que has sido tan grande, tan maravilloso en la creación, pero más maravilloso en la redención…». Así que, como añadió el Papa, «la gran maravilla es la gran reforma de Jesús. Y esto nos da esperanza: Jesús que recrea todo». Y cuando «nos unimos a Jesús en su pasión —concluyó— con Él rehacemos el mundo, lo hacemos nuevo».

Santo Padre Francisco: Jesús es la esperanza

Meditación del lunes, 9 de septiembre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

EL TERCER MANDAMIENTO

«Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios. No harás ningún trabajo» (Ex 20, 8-10; cf Dt 5, 12-15).

«El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre también es Señor del sábado» (Mc 2, 27-28). 

I. El día del sábado 

2168 El tercer mandamiento del Decálogo proclama la santidad del sábado: “El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor” (Ex 31, 15).

2169 La Escritura hace a este propósito memoria de la creación: “Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado” (Ex 20, 11).

2170 La Escritura ve también en el día del Señor un memorial de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto: “Acuérdate de que fuiste esclavo en el país de Egipto y de que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado” (Dt 5, 15).

2171 Dios confió a Israel el sábado para que lo guardara como signo de la alianzainquebrantable (cf Ex 31, 16). El sábado es para el Señor, santamente reservado a la alabanza de Dios, de su obra de creación y de sus acciones salvíficas en favor de Israel.

2172 La acción de Dios es el modelo de la acción humana. Si Dios “tomó respiro” el día séptimo (Ex 31, 17), también el hombre debe “descansar” y hacer que los demás, sobre todo los pobres, “recobren aliento” (Ex 23, 12). El sábado interrumpe los trabajos cotidianos y concede un respiro. Es un día de protesta contra las servidumbres del trabajo y el culto al dinero (cf Ne 13, 15-22; 2Cro 36, 21).

2173 El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día (cf Mc 1, 21; Jn 9, 16), sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que “es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla” (Mc 3, 4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios (cf Mt 12, 5; Jn 7, 23). “El Hijo del hombre es Señor del sábado” (Mc 2, 28).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

No dudar en ayudar a la persona más cercana a mi con amor y generosidad.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, Tú eres fuente de la auténtica libertad, aquella que me puede llevar a optar siempre por el mejor bien. Te pido que me concedas la gracia de saber darte siempre el lugar que te corresponde en mi vida, Tú eres mi mejor amigo porque hasta has dado tu vida por mí, ¡ayúdame! Quiero serte siempre fiel y corresponder plenamente a tu amor.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Ser misioneros

Ser misioneros

Cristo Dijo,»Id por todo el mundo y predicad el evangelio». Los cristianos hemos obedecido la voz de  Jesús, hemos atravesado mares y ríos, montañas y cordilleras, sabanas y desiertos,  nos introdujimos en el centro de la tierra buscando a los desfavorecidos dejados del mundo y lejos de Dios.

En las caras de los más pobres encontramos felicidad, sin tener tanto como otros, y es que si se aprende a no tener se desea menos,  encontramos paz, humildad, paciencia, abnegación, entrega…

Y es que en su mundo también estaba Dios, no lo conocían como tal, pero en sus mentes y en el fondo de sus corazones había un secreto guardado.

No tenían leyes, ni preceptos, ni mandamientos, pero la ley de la naturaleza les guiaba en su sendero. A veces surgían las disputas naturales entre seres humanos y las resolvían a su manera, mas simple y sencilla quizás pero de todo corazón.

Algunos pueblos adoraban a su manera a dioses materiales porque intuían al ser superior, y les guardaban unos ritos como nosotros podemos hacerlo al Dios verdadero. Yo creo que en su misericordia Dios les oía como si a El realmente se refiriesen.

Pero nos olvidamos de seguir regando la semilla primitiva y ser misionero lo entendimos por salir fuera y dar a conocer a Dios a los demás, ¿ y nosotros?, ¿le conocemos?

Muchos  estamos en el mundo civilizado sin ser conscientes de la riqueza de ser cristianos, cuando tenemos un problema y no sabemos afrontarlo nos damos cuenta de la verdadera carencia.

Andamos por el mundo sin saber a donde vamos, las prisas de la vida nos invaden y aprisionan, nos dejamos influir por lo material olvidando la parte espiritual, no tenemos tiempo para meditar y lo dejamos aparcado para mas adelante, ¡cuando halla tiempo!, pasamos de todo, no miramos alrededor ni a las personas que tenemos cerca, todo lo que no sea «necesario» es aplazado hasta mejores momentos, pero esos momentos no llegan, estamos atenazados con trivialidades olvidando lo realmente importante.

Miramos hacia dentro y el exterior no lo vemos, somos egoístas sin darnos cuenta, si así nos comportamos consigo mismos el prójimo nos trae sin cuidado.

Ser misionero es estar en todo momento pendiente de proclamar  la palabra, de ayudar, aconsejar, acompañar, amar…

Lo desalentador es que no llenamos los vasos y tenemos sed, no podemos dar de beber  porque estamos sedientos, vacíos por dentro, secos, y una higuera seca es una higuera estéril, somos responsables de la soledad de los seres queridos que no atendemos, de la tristeza que no alegramos, de los caminos torcidos que no enderezamos, del amor que no damos…

Y al final nos examinaran del amor…

Fuente: Autorescatolicos.org

San Bernardo, el más dulce de los Doctores de la Iglesia

San Bernardo, el más dulce de los Doctores de la Iglesia

En el centro de una modesta plazuela de Valladolid, muy cerca del templo parroquial dedicado a la Patrona de la ciudad, la Santísima Virgen de San Lorenzo, se levanta un monasterio de religiosas cistercienses del siglo XVIII, donde existe un museo, declarado hoy día nacional por las joyas pictóricas que encierra, principalmente debidas al pincel del famoso Goya. Entre ellas se encuentra una que representa a San Bernardo acogiendo a un pobre con una dulzura y bondad tal que sin querer hay que decir: Realmente éste es el Doctor Melifluo de la Iglesia.

Sin embargo, ¡qué equivocado estaría quien conociera a San Bernardo sólo bajo ese aspecto de dulzura casi femenina y empalagosa como la miel que destila su título «Melifluo»! Difícil cosa es hacer un retrato de cuerpo entero o una semblanza psicológica de este Santo, llamado con razón el Santo de los contrastes. No parece sino que Dios, que sabe armonizar tan perfectamente elementos tan dispares como el cuerpo y el alma del hombre, se goza en lo mismo al formar a los santos, obra maestra de sus manos, y así brotará una Teresa de Jesús, en la que lo humano y lo divino se dan un abrazo ciertamente prodigioso; un Ignacio de Loyola, en quien la humana prudencia le hace trabajar como si todo dependiera de él y la confianza divina por la que todo lo espera de Dios; un Tomás de Aquino, que será la armonía entre la fe y la razón, o un San Luis Gonzaga, que, según dice la Iglesia, supo unir admirablemente la más angelical inocencia con la penitencia más austera.

Así es San Bernardo, el Santo donde se aúnan Marta y María, la vida activa más agitada con la contemplación más encumbrada de la mística. Es un soldado, un guerrero, un político y a la vez un asceta rígido, un director espiritual de conciencias y un formador y fundador de monasterios con las vocaciones que sus «capturas», como llamaban a sus excursiones apostólicas todos sus biógrafos, suscitaban. Es el árbitro de su siglo, buscado y solicitado por papas, reyes y prelados de todas las clases, para intervenir y dirimir las frecuentes contiendas que en aquella tan agitada época sin cesar existían, y el monje tan recogido y silencioso que después de muchos años no sabrá cómo es la techumbre de la iglesia del Cister. Asiste a concilios, aconseja a los Pontífices, disputa con los herejes, predica una Cruzada, y aún tiene tiempo y tranquilidad suficiente para escribir un libro De Consideratione, verdadero tratado de psicología, o el de profunda teología sobre La gracia y el libre albedrío, o el de ascética elevada Los doce grados de la humildad y del orgullo, o de mística sublime en sus Comentarios al «Cantar de los Cantares». En fin, de modo asombroso y sorprendente admiramos en él la dulcísima miel de su bondad y caridad sin límites, que se paladea sin llegar nunca a cansar, de sus sermones, y sobre todo cuando habla o escribe sobre Jesús y su Madre Santísima, y la severidad del asceta que se toma rigurosa cuenta a sí mismo y se pregunta incesantemente: «Bernardo, ¿a qué has venido a la Religión? ¿Por qué has abandonado el siglo?»

Veamos algunos ejemplos de su vida que confirman estos contrastes tan fuertes y que sirven para agigantar su figura. Nace en el ambiente tan dulce de Dijon, capital de la feraz Borgoña, muy cerca de la Suiza francesa, con los tranquilos y azules lagos de Lausana, como tercero de los siete hijos que tuvieron Tescelin, oficial del duque de Borgoña, y Aleta, emparentada con el mismo duque. De ella aprendió el niño aquel amor a Jesús y a María, de cuyas dulzuras había después de empapar sus admirables escritos. Pero le faltó su madre cuando más necesitaba de ella. Su hermosura juvenil, su esbelta y varonil estatura, su rostro perfectamente perfilado, con ojos azules en los que, al decir de sus biógrafos, «resplandecía una pureza angelical» por donde asomaba la belleza y el encanto de su alma, fueron todos estos atractivos un constante peligro para su virtud, que si un día le obligó, para vencer la tentación, a arrojarse en un estanque helado, otro juzgó necesario dar un adiós al mundo y encerrarse en el nuevo monasterio del Cister, recién fundado por San Roberto. Y aquí aparece otro ejemplo de la energía indomable y el fuego irresistible de su palabra venciendo la dura oposición de hermanos, parientes y amigos, a los que de tal manera les convence y transforma que en número de treinta les hace postrarse juntamente con él a los pies del santo abad Esteban para pedirle el hábito cisterciense después de haberles preparado y ensayado en la vida religiosa en una finca de su propiedad. Llevaba catorce años aquel monasterio, fundado por San Roberto con veintiún compañeros en 1098, sin que ingresara en el mismo ni un solo monje, cuando San Bernardo se presenta al frente de aquellos fervorosos novicios a acrecentar la nueva familia cisterciense, y si esto sucedió al principio no es extraño que cuando, a los veinticinco años de edad, y tan sólo dos de monje, fuera nombrado abad fundador del Claraval, consiguiera que durante los treinta y ocho años que duró su prelacía llegara la Orden a contar hasta 343 monasterios, de los cuales 63 fueron derivaciones del mismo Claraval, y que llegaran a más de 900 los monjes que hicieron en sus manos la perpetua profesión.

No falta quien opine que San Bernardo no fue orador, y ciertamente que así se puede decir en el sentido de que desdeñaba los preceptos y consejos de la retórica antigua, pero no en el sentido de convencer, persuadir y arrastrar, que, en fin de cuentas, es la verdadera oratoria, pues pocos podrán en esto aventajarle. Abría su corazón y dejaba que sus labios transmitieran todos sus latidos, y así se explica aquella fuerza avasalladora de su lenguaje, que conseguía todo lo que se proponía de manera tan irresistible que todos sus adversarios acababan por entregarse a él para hacer lo que él les mandase.

Es el siglo XII el siglo turbulento de herejías y cismas, que llegan a producir tal confusión que aun las almas de buena voluntad no aciertan a saber dónde está la verdad. No puede ante esto permanecer encerrado en su claustro manejando la pala y el azadón, cuando lo que se necesitaba era el manejo de la pluma y de la palabra, y por eso salta San Bernardo a la arena, decidido a atajar aquel incendio que amenazaba destruir la casa del Señor. Y será primero la querella y agria disputa entre cluniacenses y cistercienses, o entre los «monjes negros» y los «monjes blancos», que triunfalmente dirime con su célebreApología, en la que sabe unir admirablemente una profundísima humildad con una energía impresionante y una caridad verdaderamente fraterna con una asperísima y severísima admonición que puso perpetuo silencio a todos los disidentes. Asistirá en seguida al concilio de Troyes, donde se ventila la regla y organización de los templarios, y con tal acierto habla que todos acatan sus decisiones. Mas esto no será sino un ensayo de su intervención en el cisma del antipapa Anacleto II en contra del papa legítimo Inocencio II, a quien de tal modo defiende en el concilio de Etampes, que toda la asamblea y toda la cristiandad se declaran a su favor. Y si el duque de Aquitania primero y Roger de Sicilia después pretenden sostener el cisma, de tal manera desbaratará todos sus planes, que al fin logrará que el antipapa se postrase a sus pies y pidiera perdón al Papa verdadero. Pero, amante de la verdad, cuando llegue el caso hablará con una libertad apostólica a los mismos Pontífices y dirá a Honorio, a quien habían engañado los diplomáticos franceses: «Sabemos que habéis sido engañado miserablemente y nos extraña que os hayáis permitido juzgar a una parte sin haber oído a la otra». «El honor de la Iglesia está siendo comprometido gravemente en vuestro pontificado». Y a su hijo y discípulo, el abad del monasterio de San Pablo de las Tres Fontanas, elevado en 1115 a la Silla de San Pedro con el nombre de Eugenio III, después de decirle con gran humildad: «No me atrevo a llamaros ya hijo, puesto que el hijo se ha trocado en padre», le anima a que acometa cuanto antes la reforma del clero y de las costumbres todas, recordándole que, así como él sucedió en el trono pontificio a otros que murieron, él también tendrá que morir y dar cuenta a Dios.

Pero donde mejor aparece el carácter de San Bernardo es en su lucha con las herejías y errores de su tiempo. Será el célebre Abelardo a quien confunde públicamente exponiendo ante el concilio de Sens 17 proposiciones heréticas sobre la Trinidad, la Encarnación, la Redención, la gracia y el pecado, y de tal suerte que Abelardo, avergonzado, se sometió y se retiró a un monasterio. Acorrala y no deja vivir a Arnaldo de Brescia, discípulo de Abelardo, y consigue que en el concilio de Reims se someta, reconociendo sus errores, Gilberto de la Porrée. Su dialéctica es terrible, fundada, más que en las reglas de la escuela, en su amor apasionado de la verdad, que pone en su lengua o en su pluma palabras de fuego y expresiones tan violentas a veces, que hacen temblar, pero sin perder el equilibrio propio de la caridad, que le hace exclamar: «A los herejes no se les vence con la fuerza, sino con la persuasión de la razón». Así lo reconocen los mismos adversarios, que se rinden a sus pies y no se consideran humillados porque saben que en el corazón de San Bernardo tienen un amigo verdadero.

Bien ganado tenía el descanso por el que tanto suspiraba en su monasterio del Claraval, de donde nunca hubiera salido a no ser forzado por la obediencia y por su ardiente amor a Cristo y a su Iglesia, como se lo escribió al papa Honorio II, pero la voluntad divina dispuso que fuera precisamente entonces cuando emprendiera una muy larga peregrinación, acompañada de una actividad prodigiosa y totalmente inexplicable dado el estado tan precario de su salud, que, minada hacía años por la austeridad y penitencia con que trataba a su cuerpo, estaba a la sazón tan quebrantada que muchos de sus hijos creían que su vida tocaba a su fin. Mas si la carne flaqueaba el espíritu estaba tan firme y animoso, que no dudó en aceptar el encargo que le confiara el papa Eugenio III de predicar la segunda Cruzada para libertar a los Santos Lugares del poder musulmán. Cincuenta y seis años de edad tenía entonces San Bernardo, y por sus triunfos contra la herejía y el cisma, y por su palabra siempre eficaz por la fuerza de su santidad, que Dios se gozaba en hacer patente muchas veces por los grandes milagros que obraba, fue por toda Europa considerado como el hombre providencial para aquella empresa. Efectivamente, en el mes de marzo de 1146 fue cuando, en la magna e histórica asamblea de Vézclay, en presencia de los reyes de Francia, de gran número de prelados y caballeros venidos de todas partes y una ingente masa de pueblo, después de leer la bula del Papa habló con tal fervor y fuego, que antes de terminar su alocución no quedaba ni una sola de las cruces preparadas al efecto, siendo los primeros en cruzarse los reyes, el conde Roberto, hermano del rey, e infinidad de nobles y guerreros. Y con la tea encendida de su palabra recorre toda Francia, pasa a Alemania y Flandes, y donde no puede resonar su voz serán sus cartas y emisarios los que levantarán ejércitos de cruzados en Inglaterra, España, Italia, Hungría, Polonia y, en fin, en la Europa entera. Las ciudades en masa salen a su paso para escuchar su palabra, presenciar y admirar los milagros que sin cesar hacía, sanando un sinnúmero de enfermos y alistándose en la cruzada en tal cantidad, que pudo escribir al Papa: «Las ciudades y castillos quedan vacíos, y difícilmente se encontrará un hombre por cada siete mujeres».

Mas no era de rosas, sino de muy punzantes espinas la corona que el Señor le preparaba en la tierra como premio a sus grandes trabajos. El éxito, de su predicación había sido grandioso, pero el resultado final fue un desastre completo. Las intrigas, las envidias, la falta de un caudillo que se impusiera a todos, las traiciones y cobardías de los griegos, llevaron a aquel ejército de valientes al más rotundo fracaso y el Señor permitió que el pueblo, siempre voluble, al ver este resultado se volviera contra el Santo culpándole del desastre. La humildad de San Bernardo se gozó mucho más en estos improperios tan injustos que antes en las alabanzas universales con que todos bendecían su nombre, pero, al ver que no era su honor tan sólo, sino que el mismo Dios era menospreciado y vilipendiado, con gran energía levanta su voz y exclama: «Consiento de muy buena gana en ser yo el deshonrado, mas de ningún modo puedo oír que se toque a la honra de Dios. ¡Ojalá que el Señor quiera que yo le sirva de escudo para que todos los dardos de la maldición se ceben en mí sin llegar jamás a Él».

Bien podemos decir que San Bernardo era lo que hoy día se dice «un carácter»; sin embargo, con lo dicho hasta ahora no aparece aún la característica que daba personalidad específica a ese carácter hasta convertirle en el «Doctor Melifluo». Que siempre lo fuera no se puede dudar, ya que hasta en sus terribles invectivas contra los heresiarcas, o contra todos los que de alguna manera atentaban al bienestar de la Iglesia, siempre sabía distinguir el pecado del pecador, como lo había aprendido de su gran maestro San Agustín, al que nunca dejó de la mano, y por eso su vehemencia contra el primero se trocaba en bondad y dulzura con el segundo, hasta el punto de llegar a escribir aquellas tan conocidas palabras: «Si la misericordia fuera un pecado, creo que me sería imposible dejar de cometerlo».

Muy sugestivo por lo dulce, y muy fácil por lo abundantísimo, sería el trabajo de libar en las flores de sus escritos para hacer destilar la riquísima miel que encierran, sobre todo cuando habla de Jesús y de su Madre. La devoción de San Bernardo hacia la Humanidad Santísima de Cristo como expresión y síntesis del amor de Dios a los hombres, y de la Maternidad de Dios y de los hombres de la Santísima Virgen, le enloquecen, de tal modo que ya no acierta a decir lo que siente y son pocas todas las palabras del vocabulario para expresar su cariño, ternura y amor. «Escuchadle —nos dirá Balines— en sus coloquios con Jesús o con María, con dulzura tan embelesante que parece agotar todo cuanto sugerir pueden de más hermoso y delicado la esperanza y el amor.»

En el día 24 de mayo de 1953, al cumplirse el VIII centenario de su muerte, el papa Pío XII publicó la encíclica Doctor Mellifluus, y en ella, exponiendo este mismo pensamiento, nos hace paladear una vez más aquellas expresiones: «Si disputas o hablas no encuentro gusto si no oigo el nombre de Jesús…» «Jesús es miel en los labios, melodía en los oídos, júbilo en el corazón…» «Todo alimento del alma es árido si no está bañado con este óleo, insípido si no está condimentado con esta sal. Y sigue diciendo el Papa: «A esta encendida caridad para con Jesucristo se unía una muy tierna y suave devoción para con su Madre, a la que como a Madre amantísima amaba y honraba intensamente. De tal manera confiaba en su poderoso patrocinio que no dudó en escribir: «Nada quiso darnos el Señor que no viniera por manos de María» y también, «Esta es su voluntad, que lo tengamos todo por María».

Se le llama a San Bernardo el último de los Padres de la Iglesia, mas no por ser el último en el orden cronológico  lo es en el teológico y doctrinal, y menos aún en lo que toca a la mariología. Sin entrar en enojosas e inútiles comparaciones, bien se puede afirmar que no es fácil encontrar quien en esto le aventaje. Hasta tal punto que ni siquiera en el día de hoy, que tanto se ha avanzado y tanta importancia se da al estudio de la mariología, no se puede dar un solo paso sin contar con San Bernardo o citar sus escritos. Sirva como ejemplo la fórmula de estos tiempos en la que escritores piadosos y directores de almas coinciden con perfecta unanimidad: «A Jesús por María», en la que se quiere condensar la Mediación universal de la Santísima Virgen como Madre de Jesús y nuestra, y como Corredentora de los hombres. Pues bien; esta fórmula precisamente parece estar inspirada en San Bernardo, ya que viene a ser la doctrina fundamental tantas veces repetida en sus escritos. El hablar de la Virgen le sale a San Bernardo a propósito de cualquier punto doctrinal que expone, pues de los sermones sobre el «Missus est», especialmente el cuarto, donde explica el trascendental consentimiento de la Virgen a las palabras del ángel en la Anunciación, o del sermón de la Natividad de María, llamado del «Acueducto» por presentar a María como verdadero acueducto de la vida de Dios para los hombres, o de los sermones de la Presentación y Purificación, de la Anunciación y de la Asunción, o, en fin, de los de las «doce prerrogativas de la Bienaventurada Virgen María», no es posible extraer o seleccionar párrafo alguno, sino que es necesario leerlos y saborearlos en toda su integridad.

Terminemos asentando esta proposición: No es fácil tener una devoción sólida e ilustrada a la Santísima Virgen sin conocer, de alguna manera al menos, los escritos de San Bernardo, y parece que la Iglesia asiente a ello cuando en su misma liturgia, cada vez con más frecuencia, escoge trozos de sus escritos para formar con ellos sus preces públicas y oficiales. Y es que, como dijo Benedicto XIV, San Bernardo no sólo enseñó en la Iglesia, sino que enseñó, a la misma Iglesia. Y ciertamente no es de extrañar, ya que sus fuentes siempre fueron las Escrituras Santas, los Santos Padres y Doctores que le precedieron, entre los que destaca San Agustín, y sobre todo la inspiración directa de aquella Madre que volcó sobre él la ternura de su corazón y que en un derroche de mimo maternal llegó, según cuenta la tradición, recogida en el conocido cuadro del inmortal Murillo, a amamantar con su leche virginal a aquel hijo que con amor inigualable hasta el fin de su vida siempre la correspondió. ¿Qué extraño que todos sus escritos destilen la dulzura de esta miel?

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San Juan Eudes, apóstol del amor a los Corazones de Jesús y María

San Juan Eudes, apóstol del amor a los Corazones de Jesús y María

En la noche de Navidad de 1625, en la capilla del Oratorio de París, capilla y altar dedicados a la Santísima Virgen, decía su primera misa un joven sacerdote normando. Aquel mismo día hizo el voto de perpetua servidumbre a Jesús y María.

No habían pasado aún dos años desde que, atraído por la doctrina espiritual y prendado por los planes apostólicos del célebre cardenal De Bérulle, había ingresado en el Oratorio. ¿Quién podía vislumbrar en aquellos momentos cuál fuera el futuro brillante, aunque doloroso, del novel sacerdote?

Su vida sería larga: ochenta años. El voto de servidumbre que acababa de recitar la resumiría perfectamente. Juan Eudes no viviría para sí, sino para Jesús y María. Necesitaría todo su tesón normando para no cejar en aquella batalla continua y dura, que cubriría toda su vida sacerdotal. Habría de luchar y sufrir por la salvación de sus hermanos y la gloria de Jesús y María. Ello sólo le interesaba.

Quiso la Providencia que viviera en los días de mayor esplendor de la historia de Francia. No le faltaron contactos con los principales personajes y actores de él. Pero a Eudes nada le interesaban los triunfos temporales y descansaba en la abundante cosecha de sinsabores y amarguras que siempre le acompañó. Por doquiera le surgieron enemigos enconados. De entre los que debieran ser sus amigos, como servidores del mismo Dios, y de entre los separados por el hondo foso de las diferencias ideológicas. En su propia casa le acecharía la traición. En aquella cruz constante, cruz dura y dolorosa, Eudes veía el sello del beneplácito divino que, contra el parecer de los hombres, refrendaba su apostolado y sus obras. Fiel a la voluntad del Señor, su siervo caminaría hasta el fin.

Había venido al mundo en un pueblecito normando, de la diócesis de Séez: Ri. Era el 14 de noviembre de 1601. Pocos años antes la peste lo había asolado. De la familia Eudes sólo sobrevivió un varón: Isaac. Para que no pereciera la familia, Isaac, a punto de ordenarse de subdiácono, renuncia a la carrera eclesiástica, vuelve a la heredad paterna, la cultiva y con su esfuerzo logra crearse una posición desahogada. En las postrimerías del siglo XVI contrae matrimonio con Marta Corbin, mujer de ejemplares virtudes y de una probada y no común energía de carácter.

De Isaac Eudes, que, casado y padre de siete hijos, rezaba diariamente el oficio divino, y de Marta Corbin nació Juan Eudes. Era el mayor de los hermanos.

Próximo a cumplir sus catorce años, fue encomendada su educación a los padres jesuitas que, en Caen, regentaban el Real Colegio del Monte. Allí cursó los estudios de humanidades y filosofía. Muchos años después, en la conclusión de su libro El corazón admirable, Eudes recordará con agradecimiento a su antiguo colegio y a su congregación mariana. En septiembre de 1620 recibió la tonsura y las órdenes menores.

Dos años después, cuando ya adelantaba en sus estudios de teología, se creó en Caen una casa del Oratorio, instituto recientemente fundado, en París, por el padre De Bertille. Conoció Eudes a los oratorianos e inmediatamente simpatizó con ellos.

El cardenal De Bérulle fue una de las grandes glorias religiosas de la Francia del Siglo de Oro. Enamorado de su sacerdocio, añoraba los días antiguos en que el clero «no respiraba más que cosas santas, dejando las profanas a los profanos, y llevaba profundamente grabado en sí mismo la autoridad de Dios, la santidad de Dios y la luz de Dios». Pero, ¡qué distinto espectáculo presentaba el clero de sus días! Se ha podido escribir que «el nombre de sacerdote había llegado a ser sinónimo de ignorante y libertino». De Bérulle quiso rehabilitarlo. El Oratorio tendrá como misión santificar al clero secular.

¿No era la santidad lo que desde su niñez anhelaba Eudes? En su Memorial dejará anotado: «Fui recibido y entré en la congregación del Oratorio, en la casa de Saint-Honoré, de París, por su fundador el reverendo padre De Bérulle, en el año de 1623, el 25 de marzo». En 1625 fue ordenado de presbítero y en 1627 volvió a su tierra, cuando nuevamente se ensañaba en ella la peste. Adscrito a la casa de Caen, el padre Eudes atiende a los apestados, se dedica al estudio y a la oración e inicia la predicación de misiones populares, apostolado que constituirá una de las grandes tareas de su vida.

Toda la vida del padre Eudes había de ser un martirio continuado, por lo que no podemos olvidar el voto que hiciera al Señor en 1637: «Me ofrezco y me entrego, me dedico y consagro a Vos, oh Jesús mi Señor, como hostia y víctima para sufrir en mi cuerpo y en mi alma, según vuestro agrado y mediante vuestra santa gracia, toda clase de penas y tormentos, incluso el derramamiento de mi sangre y sacrificio de mi vida con cualquier género de muerte. Y esto, sólo para vuestra gloria y por vuestro puro amor».

En 1640 fue nombrado superior del Oratorio de Caen. Poco tiempo lo sería.

El padre Eudes había comprobado el bien inmenso que las misiones realizaban en la población; mas una preocupación le inquietaba: ¿Era posible que el fruto perdurase sin un clero que acogiera y alimentara los buenos propósitos?

El clero. Al padre Eudes le preocupaba el clero. «¿Qué se puede esperar de estos pobres hombres con disposiciones excelentes —decía refiriéndose a los seglares— si están bajo la dirección de tales pastores como por doquier vemos?. ¿No es lógico que, olvidando pronto las grandes verdades que les impresionaron durante la misión, caigan en sus anteriores desórdenes?»

Pensando en ello había dedicado en algunas misiones conferencias especiales a los eclesiásticos. No bastaba. Eudes comienza a pensar en una congregación que tuviera por primera finalidad el crear y regir seminarios para la formación y santificación del clero. Su pertenencia al Oratorio es un obstáculo para sus proyectos.

En 1642 es llamado a París por el cardenal Richelieu y cambia impresiones con él sobre sus planes. El cardenal le comprende perfectamente; él también sueña con la erección de seminarios y le promete su apoyo. El cardenal muere a fines del mismo año, pero la autorización real para la fundación de la nueva congregación es firmada en el mes de diciembre.

El padre Eudes está resuelto a abandonar el Oratorio. Ningún obstáculo canónico existe, pues en el Oratorio no hay votos religiosos que vinculen a sus miembros con el instituto. Entretanto, para evitar posibles complicaciones, las letras reales se expiden a nombre de monseñor D’Angennes, obispo de Bayeux, amigo y protector del Santo.

A principios de 1643 el padre Eudes vuelve a Caen. Todo está decidido. Abandona el Oratorio y el 25 de marzo nace la Congregación de los Seminarios de Jesús y de María.

La congregación nació en la fiesta de la Anunciación, porque pretendía «continuar el trabajo y las funciones del Verbo Encarnado y debía estar consagrada por entero a Jesús y María». Sus finalidades, tal como se concretan en las letras de Luis XIII, son: «Trabajar con el ejemplo y la instrucción por establecer la piedad y santidad entre los sacerdotes y aquellos que aspiran al sacerdocio, enseñándoles a llevar una vida conforme a la dignidad y santidad de su condición, y desempeñar convenientemente todas las funciones sacerdotales, como también emplearse en la enseñanza de la doctrina cristiana por medio de misiones, predicaciones, exhortaciones, conferencias y otros ejercicios».

Seminarios y misiones. Pero, en primer término, seminarios.

Seis años hacía que el padre Eudes había firmado con su sangre el voto martirial; ahora, separándose del Oratorio, desencadenaba el inacabable séquito de dolores, persecuciones y calumnias que no le abandonaría jamás.

En todas sus negociaciones, tanto ante las autoridades regionales como en París, tanto ante los obispos como en las Congregaciones romanas, el padre Eudes tropezará con una enemiga tenaz y poderosa, abierta unas veces, solapada otras, que no reparará en dificultades ni en la licitud de los medios y tratará de hacerle fracasar y con frecuencia lo conseguirá. Si en 1648 logró en Roma la aprobación del seminario de Caen, en noviembre de 1650 el obispo de la misma ciudad, monseñor Malé, sucesor de monseñor D’Arigennes, llegará a clausurarle la capilla.

Eudes no desiste. En 1652 ultima las constituciones de su congregación. En 1653, muerto monseñor Malé, la autoridad diocesana permite la apertura de la capilla del seminario de Caen. Tendrá que luchar para aclarar malentendidos y refutar calumnias. El sigue adelante. Tras del seminario de Caen vendrán los de Coutances en 1650, Lisieux en 1653, Evreux en 1667 y Rennes en 1670.

Su apostolado entre los sacerdotes se intensifica. A ellos dedica retiros especiales en sus misiones; para ellos escribe diversos libros que los ayuden en su vida espiritual o pastoral. Y su enamoramiento del sacerdocio halla expresión magnífica y bella en su oficio del sacerdocio de Cristo y de los santos sacerdotes, que le fue aprobado por la autoridad eclesiástica en 1652.

La Congregación de Jesús y María había de dedicar una atención primordial a la fundación de seminarios y a la formación del clero. Por tal motivo, el padre Eudes había abandonado el Oratorio. Ella nació en el laborar misional del Santo, al contacto con las necesidades espirituales de los pueblos misionados. San Juan había nacido misionero y jamás dejaría de serlo; la congregación que él fundara sería también misionera. En el Oratorio comenzó el misionar del padre Eudes y continuó toda su vida, con gran éxito visible y espiritual. Cruzó en todas direcciones su provincia natal de Normandía. Las poblaciones de gran parte de Bretaña, Picardía, Ile-de-France, Perche, Brie y Borgoña se apiñaron cabe su púlpito. Ciudades populosas como Caen, Rouen, Autun, Beaune, Versalles y París escucharon su predicación.

Recorriendo el Memorial en que el Santo recogió los principales recuerdos de su vida hallamos mencionadas unas ciento diez misiones predicadas desde 1632 hasta 1676, y no puede olvidarse que la duración mínima ordinaria de una misión era de seis semanas y algunas, como la de Rennes, en 1667, se prolongó durante cinco meses.

Su predicación era ardorosa y vibrante. Dotado de un temperamento ardiente y apasionado, sus palabras brotaban directamente del corazón. Le llamaron «león en el púlpito y cordero en el confesonario». Tronaba sin compasión contra los vicios y con espíritu de caridad hacia los pobres pecadores, cuya suerte le acongojaba. Su palabra se alzaba enérgica y libre, con la santa libertad de los apóstoles. Buen ejemplo de ello dio en la misión de Saint-Germain-des-Prés (1660), en presencia de la reina de Francia y de la corte. Poco antes el fuego había destruido, en parte, el palacio del Louvre, y de ello tomó pie el Santo para recordar a sus oyentes que, si a los príncipes les está permitido edificar Louvres, Dios les manda aliviar a sus súbditos desgraciados; que no pueden pasar los días y los años en diversiones, pues no es ése el camino del cielo; que si el fuego temporal no había respetado la mansión real, tampoco el fuego eterno respetaría a los reyes y príncipes que no vivieran como cristianos; que causaba grande pena, finalmente, ver a los grandes de la tierra asediados por una multitud de aduladores sin que casi nunca se les diga la verdad y que él se consideraría por muy culpable si ocultara estas cosas a su majestad.

De las misiones nació la Congregación de Jesús y de María; de ellas nacería también la de Nuestra Señora de la Caridad, dedicada a la rehabilitación de las desgraciadas víctimas del vicio. Nació esta obra del padre Eudes en los mismos días en que abandonaba el Oratorio y, como todas las suyas, nació y creció en medio de las mayores dificultades exteriores, a las que aquí se sumaron las más penosas interiores. En la consolidación de la nueva congregación tuvieron gran parte las religiosas de la Orden de la Visitación, que, a petición del fundador, se encargaron de la formación de las primeras postulantes. La primera toma de hábito fue la de la señorita Taillefer, en la Orden sor María de la Asunción, el 12 de febrero de 1645. Monseñor Malé, obispo de Bayeux y no afecto al Santo como vimos, aprobó la fundación de la casa de Caen, en 1651. El papa Alejandro VII dio la bula de erección de la nueva Orden el 2 de enero de 1666.

Aún nacientes sus dos congregaciones, el padre Eudes las consagró, en 1643, a los Sagrados Corazones de Jesús y María. Esta devoción llena su vida y su apostolado. Ella aparece pujante en todas sus manifestaciones: misiones, cartas, libros… Desde 1643 o, a más tardar, 1644, la Congregación de Jesús y de María celebraba ya la fiesta del Sagrado Corazón de María. Entre 1668 y 1670 el padre: Eudes compuso su oficio del Sagrado Corazón de Jesús, que inmediatamente fue aprobado por varios obispos. Desde 1672 celebra su instituto la fiesta del Corazón de Jesús el día 20 de octubre, día en que aún la celebran por concesión de la Santa Sede, en atención a los méritos de su fundador, a quien San Pío X no dudó en calificar, en el decreto de beatificación, de padre, doctor y apóstol del culto litúrgico de los Sagrados Corazones. Al año siguiente de disponer el padre Eudes la celebración de la fiesta, se manifestó por primera vez el Sagrado Corazón a Santa Margarita María de Alacoque.

El último decenio de la vida de nuestro Santo, como toda su vida, fue abundante en tribulaciones y persecuciones. Su Memorial repite año tras año: «En este año (1670) quiso el Señor favorecerme con diferentes cruces, por lo que sea eternamente bendecido… En este año (1671) me acompañaron las cruces por todas partes. Eternas gracias sean dadas al amabilísimo Crucificado… En el año de 1672 estuve rodeado de cruces casi sin, interrupción…» Y así continúa. Sus enemigos tradicionales, oratorianos y jansenistas, a los que ahora se sumarán los lazaristas, no cejaron en su empeño de sembrarle de dificultades todos los caminos. En Roma impidieron que llegara a buen término la aprobación canónica de la Congregación de Jesús y de María; en París le hicieron caer en desgracia de Luis XIV, que le desterró de la corte.

Por su parte los jansenistas atacaban su ortodoxia. «Me cargan con trece herejías —escribía la víctima—. El motivo de toda su cólera está en que me opuse en todas partes a sus novedades, que sostengo en alto la fe en la Iglesia y la autoridad del Romano Pontífice y que he quemado un libro detestable compuesto contra la devoción a la Santísima Virgen.» Llegaron a sobornar a su secretario para que le traicionase. En numerosas cartas expresa el padre Eudes la compasión que siente hacia sus calumniadores y el perdón que rebosa de su corazón. Pero no podía menos de defenderse. El rey encargó del asunto a la asamblea episcopal de la región, reunida en Meulan a fines de 1674; ella le declaró inocente de cuantas acusaciones se acumulaban contra su persona y su doctrina. A mediados de 1679 Luis XIV volvió a acoger en su gracia al Santo, le recibió en audiencia, alabó sus afanes apostólicos y le prometió su apoyo.

Ya la vida del infatigable misionero tocaba a su fin. Consciente él más que nadie de la precariedad de su salud, convocó en junio de 1680 la primera asamblea de su instituto y en ella presentó la dimisión de su cargo de superior general. Dos meses no habían transcurrido cuando la enfermedad le rindió en el lecho. A sus hijos, que ansiosos le rodeaban, les habló de las alegrías del paraíso y de la eternidad, y de su gran indignidad. Les exhortó a la paz, les consoló de su muerte, les recomendó a Dios y les puso en manos de la Santísima Virgen.

El 19 de agosto entregó su alma a Dios. Eran las tres de la tarde. Se consumaba el sacrificio de un hombre cuya vida entera fue un ascender a la cumbre del Calvario.

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