Juan 6, 41-51. Décimo noveno Domingo del Tiempo Ordinario. Cada vez que participamos en la santa misa y nos alimentamos del Cuerpo de Cristo, la presencia de Jesús y del Espíritu Santo obra en nosotros, plasma nuestro corazón, nos comunica actitudes interiores que se traducen en comportamientos según el Evangelio.
Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madres. ¿Cómo puede decir ahora: «Yo he bajado del cielo»? Jesús tomó la palabra y les dijo: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: «Todos serán instruidos por Dios». Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo».
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 4, 30; 5, 2
Oración introductoria
Jesús, dame fe para saber orar. No permitas que me dé miedo el silencio y el sosiego. Haz que opte siempre por el camino de la escucha de tu Palabra. Quiero reconocerte y adorarte en la Eucaristía.
Petición
Espíritu Santo, enséñame a reconocer tu presencia y acción en todo lo bueno que hay en mi vida.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
[…]
El Evangelio de Juan presenta el discurso sobre el «pan de vida», pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, en el cual afirma: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51). Jesús subraya que no vino a este mundo para dar algo, sino para darse a sí mismo, su vida, como alimento para quienes tienen fe en Él. Esta comunión nuestra con el Señor nos compromete a nosotros, sus discípulos, a imitarlo, haciendo de nuestra vida, con nuestras actitudes, un pan partido para los demás, como el Maestro partió el pan que es realmente su carne. Para nosotros, en cambio, son los comportamientos generosos hacia el prójimo los que demuestran la actitud de partir la vida para los demás.
Cada vez que participamos en la santa misa y nos alimentamos del Cuerpo de Cristo, la presencia de Jesús y del Espíritu Santo obra en nosotros, plasma nuestro corazón, nos comunica actitudes interiores que se traducen en comportamientos según el Evangelio. Ante todo la docilidad a la Palabra de Dios, luego la fraternidad entre nosotros, el valor del testimonio cristiano, la fantasía de la caridad, la capacidad de dar esperanza a los desalentados y acoger a los excluidos. De este modo la Eucaristía hace madurar un estilo de vida cristiano. La caridad de Cristo, acogida con corazón abierto, nos cambia, nos transforma, nos hace capaces de amar no según la medida humana, siempre limitada, sino según la medida de Dios. ¿Y cuál es la medida de Dios? ¡Sin medida! La medida de Dios es sin medida. ¡Todo! ¡Todo! ¡Todo! No se puede medir el amor de Dios: ¡es sin medida! Y así llegamos a ser capaces de amar también nosotros a quien no nos ama: y esto no es fácil. Amar a quien no nos ama… ¡No es fácil! Porque si nosotros sabemos que una persona no nos quiere, también nosotros nos inclinamos por no quererla. Y, en cambio, no. Debemos amar también a quien no nos ama. Oponernos al mal con el bien, perdonar, compartir, acoger. Gracias a Jesús y a su Espíritu, también nuestra vida llega a ser «pan partido» para nuestros hermanos. Y viviendo así descubrimos la verdadera alegría. La alegría de convertirnos en don, para corresponder al gran don que nosotros hemos recibido antes, sin mérito de nuestra parte. Esto es hermoso: nuestra vida se hace don. Esto es imitar a Jesús. Quisiera recordar estas dos cosas. Primero: la medida del amor de Dios es amar sin medida. ¿Está claro esto? Y nuestra vida, con el amor de Jesús, al recibir la Eucaristía, se hace don. Como ha sido la vida de Jesús. No olvidar estas dos cosas: la medida del amor de Dios es amar sin medida; y siguiendo a Jesús, nosotros, con la Eucaristía, hacemos de nuestra vida un don.
Jesús, Pan de vida eterna, bajó del cielo y se hizo carne gracias a la fe de María santísima. Después de llevarlo consigo con inefable amor, Ella lo siguió fielmente hasta la cruz y la resurrección. Pidamos a la Virgen que nos ayude a redescubrir la belleza de la Eucaristía, y a hacer de ella el centro de nuestra vida, especialmente en la misa dominical y en la adoración.
[…] hoy leemos en el Evangelio estas palabras de Jesús: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo» (Jn 6, 51). No se puede permanecer indiferente ante esta correspondencia que gira alrededor del símbolo del «cielo»: María fue «elevada» al lugar del que su Hijo había «bajado». Naturalmente este lenguaje, que es bíblico, expresa en términos figurados algo que jamás se inserta completamente en el mundo de nuestros conceptos y de nuestras imágenes. Pero detengámonos un momento a reflexionar.
Jesús se presenta como «pan vivo», esto es, el alimento que contiene la vida misma de Dios y es capaz de comunicarla a quien come de él, el verdadero alimento que da la vida, que nutre realmente en profundidad. Jesús dice: «El que coma de este pan vivirá para siempre y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Pues bien, ¿de quién tomó el Hijo de Dios esta «carne» suya, su humanidad concreta y terrena? La tomó de la Virgen María. Dios asumió de ella el cuerpo humano para entrar en nuestra condición mortal. A su vez, al final de la existencia terrena, el cuerpo de la Virgen fue elevado al cielo por parte de Dios e introducido en la condición celestial. Es una especie de intercambio en el que Dios tiene siempre la iniciativa plena, pero, como hemos visto en otras ocasiones, en cierto sentido necesita también de María, del «sí» de la criatura, de su carne, de su existencia concreta, para preparar la materia de su sacrificio: el cuerpo y la sangre que va a ofrecer en la cruz como instrumento de vida eterna y en el sacramento de la Eucaristía como alimento y bebida espirituales.
Queridos hermanos y hermanas, lo que sucedió en María vale, de otras maneras, pero realmente, también para cada hombre y cada mujer, porque a cada uno de nosotros Dios nos pide que lo acojamos, que pongamos a su disposición nuestro corazón y nuestro cuerpo, toda nuestra existencia, nuestra carne —dice la Biblia—, para que él pueda habitar en el mundo. Nos llama a unirnos a él en el sacramento de la Eucaristía, Pan partido para la vida del mundo, para formar juntos la Iglesia, su Cuerpo histórico. Y si nosotros decimos sí, como María, es más, en la medida misma de este «sí» nuestro, sucede también para nosotros y en nosotros este misterioso intercambio: somos asumidos en la divinidad de Aquel que asumió nuestra humanidad.
La Eucaristía es el medio, el instrumento de esta transformación recíproca, que tiene siempre a Dios como fin y como actor principal: él es la Cabeza y nosotros los miembros, él es la Vid y nosotros los sarmientos. Quien come de este Pan y vive en comunión con Jesús dejándose transformar por él y en él, está salvado de la muerte eterna: ciertamente muere como todos, participando también en el misterio de la pasión y de la cruz de Cristo, pero ya no es esclavo de la muerte, y resucitará en el último día para gozar de la fiesta eterna con María y con todos los santos.
Este misterio, esta fiesta de Dios, comienza aquí abajo: es misterio de fe, de esperanza y de amor, que se celebra en la vida y en la liturgia, especialmente eucarística, y se expresa en la comunión fraterna y en el servicio al prójimo. Roguemos a la santísima Virgen que nos ayude a alimentarnos siempre con fe del Pan de vida eterna para experimentar ya en la tierra la gloria del cielo.
Visitar a Cristo en el Sagrario para agradecerle su inmenso amor.
Diálogo con Cristo
Señor, el espejismo de las cosas del mundo me deslumbran y me impiden reconocerte y darte el lugar que te corresponde en mi vida. Gracias por este momento de oración. Confío me lleve a valorar la Eucaristía como mi lugar de luz, de esperanza, de conversión; te pido la gracia de gozar sensiblemente de tu presencia eucarística.
Mateo 17, 14-20. Sábado de la 18.ª semana del Tiempo Ordinario. Para permanecer en el Señor —para permanecer en el amor— es necesario el Espíritu Santo —por parte de Dios—; y por nuestra parte: confesar la fe que es un don y confiarse al Señor Jesús para adorar, alabar y ser personas de esperanza.
Cuando se reunieron con la multitud se le acercó un hombre y, cayendo de rodillas, le dijo: «Señor, ten piedad de mí hijo, que es epiléptico y está muy mal: frecuentemente cae en el fuego y también en el agua. Yo lo llevé a tus discípulos, pero no lo pudieron curar». Jesús respondió: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganmelo aquí». Jesús increpó al demonio, y este salió del niño, que desde aquel momento, quedó curado. Los discípulos se acercaron entonces a Jesús y le preguntaron en privado: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?». «Porque ustedes tienen poca fe, les dijo. Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: «Trasládate de aquí a allá», y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes».
Señor, me falta fe… para ser perseverante en mi oración, para amar mejor a los demás, para ser fiel a mi misión. Inicio mi oración haciendo silencio en mi corazón; no un silencio vacío, sino lleno de esperanza al estar ante ti, poniéndome humildemente ante tu presencia, con la seguridad que por el gran amor que me tienes, fortalecerás mi fe.
Petición
Jesús, dame la gracia de asimilar que la verdadera oración consiste en unir mi voluntad a la de Dios.
Meditación del Santo Padre Francisco
[Queridos hermanos y hermanas:]
[…] «¿Qué es esta fe?». El Papa Francisco recordó al respecto cómo Jesús hablaba de la fe y mostraba la fuerza de la misma, como se deduce de los episodios evangélicos de la mujer hemorroísa, de la cananea, del hombre que se acerca para pedir una curación con fe —«¡es grande tu fe!»— y del ciego de nacimiento. El Señor, recordó, «decía también que el hombre que tiene fe como un grano de mostaza puede mover montañas».
Precisamente «esta fe nos pide dos actitudes: confesar y confiarnos» dijo el Papa. Ante todo «la fe es confesar a Dios; pero al Dios que se ha revelado a nosotros desde el tiempo de nuestros padres hasta ahora: el Dios de la historia». Es lo que afirmamos todos los días en el Credo. Pero —puntualizó el Pontífice— «una cosa es recitar el Credo desde el corazón y otra como loros: creo en Dios, creo en Jesucristo, creo…». El Papa continuó proponiendo un examen de conciencia: «¿Creo en lo que digo? ¿Esta confesión de fe es auténtica o lo digo de memoria porque se debe decir? ¿O creo a medias?».
Por lo tanto, se debe «confesar la fe». Y confesarla «toda, no una parte. ¡Toda!». Pero, añadió, se debe también «custodiarla por entero como llegó a nosotros por el camino de la tradición. ¡Toda la fe!». El Pontífice indicó luego «el signo» para reconocer si confesamos «bien la fe». En efecto «quien confiesa bien la fe, toda la fe, tiene la capacidad de adorar a Dios». Es un «signo» que puede parecer «un poco extraño —comentó el Papa— porque sabemos cómo pedir a Dios, cómo dar gracias a Dios. Pero adorar a Dios, alabar a Dios es algo más. Sólo quien tiene esta fe fuerte es capaz de la adoración».
Precisamente sobre la adoración, destacó el Papa, «me atrevo a decir que el termómetro de la vida de la Iglesia está un poco bajo: nosotros, cristianos, no tenemos mucha capacidad de adorar —algunos sí—, porque en la confesión de la fe no estamos convencidos. O estamos convencidos a medias». Deberíamos, en cambio, recuperar la capacidad «de alabar y adorar» a Dios; incluso porque, añadió el Pontífice, la oración para «pedir y agradecer la hacemos todos».
En cuanto a la segunda actitud, el Papa Francisco recordó cómo «el hombre o la mujer que tiene fe se confía a Dios. Se confía. Pablo, en el momento sombrío de su vida, decía: yo sé bien de quién me he fiado. De Dios. Del Señor Jesús». Y «fiarse —afirmó— nos conduce a la esperanza. Así como la confesión de la fe nos conduce a la adoración y a la alabanza de Dios, el confiarse a Dios nos lleva a una actitud de esperanza».
Sin embargo —alertó el Pontífice— «hay muchos cristianos con una esperanza con demasiada agua», una esperanza aguada que no es «fuerte». ¿Y cuál es la razón de esta «esperanza débil»? Precisamente la falta de «fuerza y valentía para confiarse al Señor». Para ser, por el contrario, «cristianos vencedores», destacó, debemos creer «confesando la fe, y también custodiando la fe, y encomendándonos a Dios, al Señor. Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe.
«Para permanecer en el Señor, para permanecer en el amor —repitió— es necesario el Espíritu Santo, por parte de Dios. Pero por parte nuestra: confesar la fe que es un don y confiarse al Señor Jesús para adorar, alabar y ser personas de esperanza». El Papa Francisco concluyó la homilía con la oración que «el Señor nos haga comprender y vivir esta hermosa frase» del apóstol Juan que vuelve a proponer la liturgia: «Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe».
Quién no ve aquí descrito también precisamente nuestro mundo, en el que el cristiano está amenazado por una atmósfera anónima, por «lo que está en el aire», que quiere hacerle ver su fe como ridícula e insensata? ¿Quién no ve que existen contaminaciones del clima espiritual a escala universal que amenazan a la humanidad en su dignidad, incluso en su existencia? Los hombres, y también las comunidades humanas, parecen estar irremediablemente abandonadas a la acción de estos poderes. El cristiano sabe que tampoco puede hacer frente por sí solo a esa amenaza. Pero en la fe, en la comunión con el único verdadero Señor del mundo, se le han dado las «armas de Dios», con las que —en comunión con todo el cuerpo de Cristo— puede enfrentarse a esos poderes, sabiendo que el Señor nos vuelve a dar en la fe el aire limpio para respirar, el aliento del Creador, el aliento del Espíritu Santo, solamente en el cual el mundo puede ser sanado.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Jesús de Nazaret, primera parte, p. 74.
Propósito
Rezar con mucha fe, diariamente, la oración a mi ángel custodio
Diálogo con Cristo
El ingrediente secreto para tener éxito en cualquier cosa es la fe. No es necesario nada más. Jesús, ahora veo que la oración no es opcional, sino que es el medio por el cual podemos crecer en la fe. Sólo quien reza, es decir, quien confía en Dios, con un amor filial, puede sanarse a sí mismo y a los demás.
La semana pasada hablé de la vida y de la personalidad de san Buenaventura de Bagnoregio. Esta mañana quiero proseguir su presentación, deteniéndome sobre una parte de su obra literaria y de su doctrina.
Como ya dije, uno de los varios méritos de san Buenaventura fue interpretar de forma auténtica y fiel la figura de san Francisco de Asís, a quien veneró y estudió con gran amor. En tiempos de san Buenaventura una corriente de Frailes Menores, llamados «espirituales», sostenía en particular que con san Francisco se había inaugurado una fase totalmente nueva de la historia, en la que aparecería el «Evangelio eterno», del que habla el Apocalipsis, sustituyendo al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba que la Iglesia ya había agotado su papel histórico, y una comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu —es decir, los «Franciscanos espirituales»— pasaba a ocupar su lugar. Las ideas de este grupo se basaban en los escritos de un abad cisterciense, Gioacchino da Fiore, fallecido en 1202. En sus obras, afirmaba un ritmo trinitario de la historia. Consideraba el Antiguo Testamento como la edad del Padre, seguida del tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Había que esperar aún la tercera edad, la del Espíritu Santo. Así, toda la historia se debía interpretar como una historia de progreso: desde la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los hijos de Dios, en el período del Espíritu Santo, que iba a ser, por fin, el tiempo de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones. Gioacchino da Fiore había suscitado la esperanza de que el comienzo del nuevo tiempo vendría de un nuevo monaquismo. Por eso, es comprensible que un grupo de franciscanos creyera reconocer en san Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en su Orden a la comunidad del periodo nuevo: la comunidad del tiempo del Espíritu Santo, que dejaba atrás a la Iglesia jerárquica, para iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, desvinculada ya de las viejas estructuras.
Por consiguiente, se corría el riesgo de una gravísima tergiversación del mensaje de san Francisco, de su humilde fidelidad al Evangelio y a la Iglesia, y ese equívoco conllevaba una visión errónea del cristianismo en su conjunto.
San Buenaventura, que en 1257 se convirtió en ministro general de la Orden franciscana, se encontró ante una grave tensión dentro de su misma Orden precisamente a causa de quienes sostenían la mencionada corriente de los «Franciscanos espirituales», que se remontaba a Gioacchino da Fiore. Para responder a este grupo y restablecer la unidad en la Orden, san Buenaventura estudió atentamente los escritos auténticos de Gioacchino da Fiore y los que se le atribuían y, teniendo en cuenta la necesidad de presentar fielmente la figura y el mensaje de su amado san Francisco, quiso exponer una visión correcta de la teología de la historia. San Buenaventura afrontó el problema precisamente en su última obra, una recopilación de conferencias a los monjes del Estudio parisino, que quedó incompleta y nos ha llegado a través de las transcripciones de los oyentes, titulada Hexaëmeron, es decir, una explicación alegórica de los seis días de la creación. Los Padres de la Iglesia consideraban los seis o siete días del relato sobre la creación como profecía de la historia del mundo, de la humanidad. Los siete días representaban para ellos siete periodos de la historia, más tarde interpretados también como siete milenios. Con Cristo se entraba en el último, es decir, el sexto periodo de la historia, al que seguiría después el gran sábado de Dios. San Buenaventura supone esta interpretación histórica de la narración de los días de la creación, pero de un modo muy libre e innovador. Según él, dos fenómenos de su tiempo hacen necesaria una nueva interpretación del curso de la historia:
El primero es la figura de san Francisco, el hombre totalmente unido a Cristo hasta la comunión de los estigmas, casi un alter Christus, y con san Francisco la nueva comunidad creada por él, distinta del monaquismo conocido hasta entonces. Este fenómeno exigía una nueva interpretación, como novedad de Dios aparecida en aquel momento.
El segundo es la posición de Gioacchino da Fiore, que anunciaba un nuevo monaquismo; y un período totalmente nuevo de la historia, que iba más allá de la revelación del Nuevo Testamento, exigía una respuesta.
Como ministro general de la Orden de los Franciscanos, san Buenaventura vio en seguida que con la concepción espiritualista, inspirada en Gioacchino da Fiore, la Orden no era gobernable, sino que iba lógicamente hacia la anarquía. A su parecer, las consecuencias eran dos:
La primera: la necesidad práctica de estructuras y de inserción en la realidad de la Iglesia jerárquica, de la Iglesia real, requería un fundamento teológico, entre otras razones porque los demás, los que seguían la concepción espiritualista, mostraban un aparente fundamento teológico.
La segunda: aun teniendo en cuenta el realismo necesario, no había que perder la novedad de la figura de san Francisco.
¿Cómo respondió san Buenaventura a la exigencia práctica y teórica? Aquí sólo puedo hacer un resumen esquemático e incompleto de su respuesta en algunos puntos:
1. San Buenaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la historia. Dios es uno en toda la historia y no se divide en tres divinidades. Por consiguiente, la historia es una, aunque es un camino y —según san Buenaventura— un camino de progreso.
2. Jesucristo es la última Palabra de Dios; en él Dios ha dicho todo, donándose y diciéndose a sí mismo. Dios no puede decir, ni dar más que a sí mismo. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: «Él os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26), «recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16, 15). Así pues, no hay otro Evangelio más alto, no hay que esperar otra Iglesia. Por eso también la Orden de san Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico.
3. Esto no significa que la Iglesia sea inmóvil, que esté anclada en el pasado y no pueda haber novedad en ella. «Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt», las obras de Cristo no retroceden, no desaparecen, sino que avanzan, dice el santo en la carta De tribus quaestionibus. Así formula explícitamente san Buenaventura la idea del progreso, y esta es una novedad respecto a los Padres de la Iglesia y a gran parte de sus contemporáneos. Para san Buenaventura Cristo ya no es el fin de la historia, como para los Padres de la Iglesia, sino su centro; con Cristo la historia no acaba, sino que comienza un período nuevo. Otra consecuencia es la siguiente: hasta ese momento dominaba la idea de que los Padres de la Iglesia eran la cima absoluta de la teología, todas las generaciones siguientes sólo podían ser sus discípulas. También san Buenaventura reconoce a los Padres como maestros para siempre, pero el fenómeno de san Francisco le da la certeza de que la riqueza de la Palabra de Cristo es inagotable y de que incluso en las nuevas generaciones pueden aparecer luces nuevas. La unicidad de Cristo garantiza asimismo la novedad y la renovación en todos los períodos de la historia.
Ciertamente, la Orden Franciscana —subraya— pertenece a la Iglesia de Jesucristo, a la Iglesia apostólica y no puede construirse en un espiritualismo utópico. Pero, al mismo tiempo, es válida la novedad de esa Orden respecto al monaquismo clásico, y san Buenaventura —como dije en la catequesis anterior— defendió esta novedad contra los ataques del clero secular de París: los franciscanos no tienen un monasterio fijo, pueden estar presentes en todas partes para anunciar el Evangelio. Precisamente la ruptura con la estabilidad, característica del monaquismo, en favor de una nueva flexibilidad, restituyó a la Iglesia el dinamismo misionero.
Llegados a este punto, quizá es útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio ha sido una decadencia permanente; algunos ya ven la decadencia inmediatamente después del Nuevo Testamento. En realidad, «Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt», las obras de Cristo no retroceden, sino que avanzan. ¿Qué sería la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los cistercienses, de los franciscanos y de los dominicos, de la espiritualidad de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz, etcétera? También hoy vale esta afirmación: «Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt»,avanzan. San Buenaventura nos enseña el conjunto del discernimiento necesario, incluso severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos carismas que Cristo da, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y mientras se repite esta idea de la decadencia, existe también otra idea, este «utopismo espiritualista», que se repite. De hecho, sabemos que después del concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo era nuevo, de que había otra Iglesia, de que la Iglesia pre-conciliar había acabado e iba a surgir otra, totalmente «otra». ¡Un utopismo anárquico! Y, gracias a Dios, los timoneles sabios de la barca de Pedro, el Papa Pablo vi y el Papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y, por otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que siempre es Iglesia de pecadores y siempre es lugar de gracia.
4.En este sentido, san Buenaventura, como ministro general de los franciscanos, adoptó una línea de gobierno en la que era clarísimo que la nueva Orden, como comunidad, no podía vivir a la misma «altura escatológica» de san Francisco, en el cual él ve anticipado el mundo futuro, sino que —guiada, al mismo tiempo, por un sano realismo y por la valentía espiritual— debía acercarse tanto como fuera posible a la realización máxima del Sermón de la montaña, que para san Francisco fue la regla, si bien teniendo en cuenta los límites del hombre, marcado por el pecado original.
Vemos así que para san Buenaventura gobernar no coincidía simplemente con hacer algo, sino que era sobre todo pensar y rezar. En la base de su gobierno siempre encontramos la oración y el pensamiento; todas sus decisiones eran fruto de la reflexión, del pensamiento iluminado de la oración. Su íntima relación con Cristo acompañó siempre su labor de ministro general y, por esto, compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el alma de su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente la Orden, es decir, de gobernar no sólo mediante órdenes y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando hacia Cristo.
De estos escritos, que son el alma de su gobierno y que muestran tanto a la persona como a la comunidad el camino a recorrer, quiero mencionar sólo uno, su obra maestra, el Itinerarium mentis in Deum, que es un «manual» de contemplación mística. Este libro fue concebido en un lugar de profunda espiritualidad: el monte de la Verna, donde san Francisco recibió los estigmas. En la introducción el autor ilustra las circunstancias que dieron origen a este escrito: «Mientras meditaba sobre las posibilidades del alma de ascender a Dios, se me presentó, entre otras cosas, el acontecimiento admirable que sucedió en aquel lugar al beato Francisco, es decir, la visión del serafín alado en forma de Crucifijo. Y meditando sobre ello, en seguida me percaté de que esa visión me ofrecía el éxtasis contemplativo del mismo padre Francisco y a la vez el camino que lleva hasta él» (Itinerario della mente inDio,Prólogo, 2, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 499).
Las seis alas del serafín se convierten así en el símbolo de seis etapas que llevan progresivamente al hombre desde el conocimiento de Dios, mediante la observación del mundo y de las criaturas y mediante la exploración del alma misma con sus facultades, a la unión íntima con la Trinidad por medio de Cristo, a imitación de san Francisco de Asís. Habría que dejar que las últimas palabras del Itinerarium de san Buenaventura, que responden a la pregunta sobre cómo se puede alcanzar esta comunión mística con Dios, llegaran hasta el fondo de nuestro corazón: «Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (la comunión mística con Dios), pregunta a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al clamor de la oración, no al estudio de la letra; al esposo, no al maestro; a Dios, no al hombre; a la neblina, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que todo lo inflama y trasporta en Dios con las fuertes unciones y los afectos vehementes… Entremos, por tanto, en la neblina, acallemos los afanes, las pasiones y los fantasmas; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, para decir con Felipe después de haberlo visto: esto me basta» (ib., VII, 6).
Queridos amigos, acojamos la invitación que nos dirige san Buenaventura, el doctor seráfico, y entremos en la escuela del Maestro divino: escuchemos su Palabra de vida y de verdad, que resuena en lo íntimo de nuestra alma. Purifiquemos nuestros pensamientos y nuestras acciones, a fin de que él pueda habitar en nosotros, y nosotros podamos escuchar su voz divina, que nos atrae hacia la felicidad verdadera.
Hoy quiero hablar de san Buenaventura de Bagnoregio. Os confieso que, al proponeros este tema, siento cierta nostalgia, porque pienso en los trabajos de investigación que, como joven estudioso, realicé precisamente sobre este autor, especialmente importante para mí. Su conocimiento incidió notablemente en mi formación. Con gran gozo, hace algunos meses hice una peregrinación a su lugar natal, Bagnoregio, una pequeña ciudad italiana del Lacio, que custodia su memoria con veneración.
Nació probablemente en 1217 y murió en 1274; vivió en el siglo XIII, una época en la que la fe cristiana, que había penetrado profundamente en la cultura y en la sociedad de Europa, inspiró obras imperecederas en el campo de la literatura, de las artes visuales, de la filosofía y de la teología. Entre las grandes figuras cristianas que contribuyeron a la composición de esta armonía entre fe y cultura destaca Buenaventura, hombre de acción y de contemplación, de profunda piedad y de prudencia en el gobierno.
Se llamaba Giovanni da Fidanza. Un episodio que sucedió cuando todavía era un muchacho marcó profundamente su vida, como él mismo relata. Se veía afectado por una grave enfermedad y ni siquiera su padre, que era médico, esperaba ya salvarlo de la muerte. Entonces, su madre recurrió a la intercesión de san Francisco de Asís, canonizado hacía poco. Y Giovanni se curó.
La figura del «Poverello» de Asís llegó a ser todavía más familiar para él algunos años más tarde, cuando se encontraba en París, donde estudiaba. Había obtenido el diploma de maestro de Artes, que podríamos comparar con el de un prestigioso instituto de nuestros tiempos. En ese momento, al igual que muchos jóvenes del pasado y también de hoy, Giovanni se planteó una pregunta crucial: «¿Qué debo hacer con mi vida?». Fascinado por el testimonio de fervor y radicalidad evangélica de los Frailes Menores, que habían llegado a París en 1219, Giovanni llamó a las puertas del convento franciscano de esa ciudad, y pidió ser acogido en la gran familia de los discípulos de Francisco. Muchos años después, explicó las razones de su elección: en san Francisco y en el movimiento que él inició reconocía la acción de Cristo. En una carta dirigida a otro fraile escribía lo siguiente: «Confieso ante Dios que la razón que me llevó a amar más la vida del beato Francisco es que esta se parece a los comienzos y al crecimiento de la Iglesia. La Iglesia comenzó con simples pescadores, y después se enriqueció de doctores muy ilustres y sabios; la religión del beato Francisco no fue establecida por la prudencia de los hombres, sino por Cristo» (Epistula de tribus quaestionibus ad magistrum innominatum, en Opere di San Bonaventura. Introduzione generale, Roma 1990, p. 29).
Por lo tanto, alrededor del año 1243 Giovanni vistió el sayal franciscano y asumió el nombre de Buenaventura. En seguida fue destinado a los estudios, y se matriculó en la Facultad de teología de la Universidad de París, donde siguió un conjunto de cursos muy arduos. Obtuvo varios títulos requeridos por la carrera académica, los de «bachiller bíblico» y de «bachiller sentenciario». Así Buenaventura estudió a fondo la Sagrada Escritura; las Sentencias de Pedro Lombardo, el manual de teología de aquel tiempo; y los autores de teología más importantes y, en contacto con los maestros y los estudiantes que afluían a París desde toda Europa, maduró su propia reflexión personal y una sensibilidad espiritual de gran valor que, a lo largo de los años sucesivos, supo infundir en sus obras y en sus sermones, convirtiéndose así en uno de los teólogos más importantes de la historia de la Iglesia. Es significativo recordar el título de la tesis que defendió para ser habilitado a la enseñanza de la teología, la licentia ubique docendi, como se decía entonces. Su disertación llevaba por título: Cuestiones sobre el conocimiento de Cristo. Este tema muestra el papel central que Cristo tuvo siempre en la vida y en las enseñanzas de Buenaventura. Sin duda podemos decir que todo su pensamiento fue profundamente cristocéntrico.
En aquellos años en París, la ciudad de adopción de Buenaventura, estalla una violenta polémica contra los Frailes Menores de san Francisco de Asís y los Frailes Predicadores de santo Domingo de Guzmán. Se contestaba su derecho a enseñar en la universidad, e incluso se ponía en duda la autenticidad de su vida consagrada. Ciertamente, los cambios introducidos por las Órdenes Mendicantes en el modo de entender la vida religiosa, de los que he hablado en mis catequesis anteriores, eran tan innovadores que no todos llegaban a comprenderlos. Se añadían también, como alguna vez sucede incluso entre personas sinceramente religiosas, motivos de debilidad humana, como la envidia y los celos. Buenaventura, aunque rodeado por la oposición de los demás maestros universitarios, había comenzado a enseñar en la cátedra de teología de los Franciscanos y, para responder a quien criticaba a las Órdenes Mendicantes, compuso un escrito titulado La perfección evangélica; en el que demuestra como las Órdenes Mendicantes, especialmente los Frailes Menores, practicando los votos de pobreza, de castidad y de obediencia, seguían los consejos del Evangelio. Más allá de estas circunstancias históricas, la enseñanza de Buenaventura en esta obra y en su vida sigue siendo actual: la Iglesia es más luminosa y bella gracias a la fidelidad a la vocación de estos hijos suyos y de aquellas hijas suyas que no sólo ponen en práctica los preceptos evangélicos, sino que por gracia de Dios, están llamados a guardar los consejos y así testimonian, con su estilo de vida pobre, casto y obediente, que el Evangelio es fuente de gozo y de perfección.
El conflicto se apaciguó, por lo menos durante algún tiempo, y, por intervención personal del Papa Alejandro iv, en 1257, Buenaventura fue oficialmente reconocido como doctor y maestro de la universidad parisina. Sin embargo, tuvo que renunciar a este prestigioso cargo, porque en ese mismo año el capítulo general de la Orden lo eligió ministro general.
Desempeñó ese cargo durante diecisiete años con sabiduría y entrega, visitando las provincias, escribiendo a los hermanos, interviniendo alguna vez con una cierta severidad para eliminar abusos. Cuando Buenaventura inició este servicio, la Orden de los Frailes Menores se había desarrollado de modo prodigioso: los frailes esparcidos por todo Occidente eran más de 30.000, con presencias misioneras en el norte de África, en Oriente Medio, e incluso en Pekín. Era necesario consolidar esta expansión y, sobre todo, conferirle unidad de acción y de espíritu, guardando plena fidelidad al carisma de Francisco. De hecho, entre los seguidores del santo de Asís había distintos modos de interpretar el mensaje, existía realmente el riesgo de una fractura interna. Para evitar este peligro, en 1260, el capítulo general de la Orden en Narbona aceptó y ratificó un texto propuesto por Buenaventura, en el que se recogían y se unificaban las normas que regulaban la vida diaria de los Frailes Menores. Buenaventura intuía, sin embargo, que las disposiciones legislativas, si bien se inspiraban en la sabiduría y la moderación, no eran suficientes para asegurar la comunión del espíritu y de los corazones. Era necesario que se compartieran los mismos ideales y las mismas motivaciones. Por esta razón, Buenaventura quiso presentar el auténtico carisma de Francisco, su vida y su enseñanza. Por eso recogió con gran celo documentos relativos al «Poverello» y escuchó con atención los recuerdos de quienes habían conocido directamente a Francisco. Nació así una biografía del santo de Asís bien fundada históricamente, titulada Legenda Maior, redactada también de forma más sucinta, y llamada por eso Legenda minor. La palabra latina, a diferencia de la italiana, no indica un fruto de la fantasía, sino, al contrario, «Legenda» significa un texto autorizado, «para leer» oficialmente. En efecto, el capítulo general de los Frailes Menores de 1263, reunido en Pisa, reconoció en la biografía de san Buenaventura el retrato más fiel del fundador y se convirtió en la biografía oficial del santo.
Cuál es la imagen de san Francisco que brota del corazón y de la pluma de su hijo devoto y sucesor, san Buenaventura? El punto esencial: Francisco es un alter Christus, un hombre que buscó apasionadamente a Cristo. En el amor que impulsa a la imitación, se conformó totalmente a él. Buenaventura señalaba este ideal vivo a todos los seguidores de Francisco. Este ideal, válido para todo cristiano, ayer, hoy y siempre, fue indicado como programa también para la Iglesia del tercer milenio por mi Predecesor, el venerable Juan Pablo II. Ese programa, escribía en su carta Novo Millennio ineunte, se centra «en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (n. 29).
En 1273 la vida de san Buenaventura conoció otro cambio. El Papa Gregorio X lo quiso consagrar obispo y nombrar cardenal. Le pidió también que preparara un importantísimo acontecimiento eclesial: el II concilio ecuménico de Lyon, que tenía como objetivo restablecer la comunión entre la Iglesia latina y la griega. Se dedicó a esta tarea con diligencia, pero no logró ver la conclusión de esa asamblea ecuménica, porque murió durante su celebración. Un notario pontificio anónimo compuso un elogio de Buenaventura, que nos da un retrato conclusivo de este gran santo y excelente teólogo: «Hombre bueno, afable, piadoso y misericordioso, lleno de virtudes, amado por Dios y por los hombres… De hecho, Dios le había concedido una gracia tan grande, que todos los que lo veían quedaban invadidos por un amor que el corazón no podía ocultar» (cf. J.G. Bougerol, Bonaventura, en A. Vauchez (a cura), Storia dei santi e della santità cristiana. Vol. vi. L’epoca del rinnovamento evangelico, Milano 1991, p. 91).
Recojamos la herencia de este santo doctor de la Iglesia, que nos recuerda el sentido de nuestra vida con las siguientes palabras: «En la tierra… podemos contemplar la inmensidad divina mediante el razonamiento y la admiración; en la patria celestial, en cambio, mediante la visión, cuando seremos hechos semejantes a Dios, y mediante el éxtasis… entraremos en el gozo de Dios» (La conoscenza di Cristo, q. 6, conclusione, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 187).
Juan 6, 24-35. Decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario. La Eucaristía es «misterio de la fe» por excelencia: «es el compendio y la suma de nuestra fe». La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía.
Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo llegaste?». Jesús les respondió: «Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello». Ellos le preguntaron: «¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?». Jesús les respondió: «La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado». Y volvieron a preguntarle: «¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo». Jesús respondió: «Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo». Ellos le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan». Jesús les respondió: «Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed».
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 4, 17.20-24
Oración introductoria
Señor, ¡dame siempre de tu pan! De ese pan Eucaristía que diviniza mi humanidad. De ese pan de tu Palabra que me muestra el camino que hay que recorrer, con sus luces y sombras. Y en este momento, de ese pan de la oración que fortalece mi espíritu, por eso te pido que ilumines esta oración para llenarme de Ti y poder, así, llevarte a los demás.
Petición
Señor, no permitas que busque señales sino que siempre confíe en tu amor.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
«Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29)
La fe eucarística de la Iglesia
6. «Este es el Misterio de la fe». Con esta expresión, pronunciada inmediatamente después de las palabras de la consagración, el sacerdote proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana. En efecto, la Eucaristía es «misterio de la fe» por excelencia: «es el compendio y la suma de nuestra fe». La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía. La fe y los sacramentos son dos aspectos complementarios de la vida eclesial. La fe que suscita el anuncio de la Palabra de Dios se alimenta y crece en el encuentro de gracia con el Señor resucitado que se produce en los sacramentos: «La fe se expresa en el rito y el rito refuerza y fortalece la fe». Por eso, el Sacramento del altar está siempre en el centro de la vida eclesial; «gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo». Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto más profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos. La historia misma de la Iglesia es testigo de ello. Toda gran reforma está vinculada de algún modo al redescubrimiento de la fe en la presencia eucarística del Señor en medio de su pueblo.
sobre la Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia
Propósito
Motivado por el amor a Cristo, revisar mi vida sacramental y poner medios concretos para mejorar mi participación en la Eucaristía.
Diálogo con Cristo
Perdona, Señor, mi ingratitud. En mi necedad me limito a pedirte cosas pasajeras, alimento que me satisface hoy pero no es suficiente para mañana, mientras que Tú me ofreces el alimento espiritual que auténticamente puede saciar mi hambre. Gracias, Señor, por tu Eucaristía, por el gran don de Ti mismo, gracias por esta gran prueba de tu amor. Quiero corresponderte siempre.
Mateo 13, 54-58. Viernes de la 17.ª semana del Tiempo Ordinario. A Jesús se le conoce sólo en el camino cotidiano de la vida. Para conocer verdaderamente a Jesús hay que hablar con Él, dialogar con Él mientras le seguimos en el camino.
En aquel tiempo, al llegar Jesús a su pueblo, se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal manera que todos estaban maravillados. «¿De dónde le viene, decían, esta sabiduría y ese poder de hacer milagros? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?». Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Entonces les dijo: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia». Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente.
Primera lectura: Libro de Levítico, Lev 23, 1.4-11.15-16.27.34b-37
Salmo: Sal 81(80), 5.8-10.14
Oración introductoria
Señor Jesús, en ese pasaje del Evangelio veo reflejada mi tendencia a ponerte límites, a no confiar plenamente en que Tú quieres y puedes estar presente en mi oración. Ante mi debilidad, ante la distracción, necesito de tu gracia para que nunca más desprecie la intimidad que puedo llegar a tener contigo en la oración.
Petición
Ven, Espíritu Santo, llena mi corazón con el fuego de tu amor.
Meditación del Santo Padre Francisco
Para conocer verdaderamente a Jesús hay que hablar con Él, dialogar con Él mientras le seguimos en el camino.
[…] La persona de Jesús, recordó el Papa, suscitó a menudo preguntas del tipo: «¿Quién es éste? ¿De dónde viene? Pensemos en Nazaret, por ejemplo, en la sinagoga de Nazaret, cuando se marchó la primera vez: ¿pero dónde ha aprendido estas cosas? Nosotros le conocemos bien: es el hijo del carpintero. Pensemos en Pedro y en los apóstoles después de aquella tempestad, ese viento que Jesús hizo callar. ¿Pero quién es éste a quien obedecen el cielo y la tierra, el viento, la lluvia, la tempestad? ¿Pero quién es?».
Preguntas, explicó el Papa, que se pueden hacer por curiosidad o para tener seguridades sobre el modo de comportarse ante Él. Persiste en cualquier caso el hecho de que cualquiera que conozca a Jesús se hace estas preguntas. Es más, «algunos —prosiguió el Santo Padre, volviendo al episodio evangélico— empezaron a sentir temor de este hombre, porque les puede llevar a un conflicto político con los romanos»; y así que piensan en no tener más en consideración «a este hombre que crea tantos problemas».
¿Y por qué —se interrogó el Pontífice— Jesús crea problemas? «No se puede conocer a Jesús —fue su respuesta— sin tener problemas». Paradójicamente —siguió— «si quieres tener un problema, vas por el camino que te lleva a conocer a Jesús» y entonces surgirán muchos problemas. En cualquier caso a Jesús no se le puede conocer «en primera clase» o «en la tranquilidad», menos aún «en la biblioteca». A Jesús se le conoce sólo en el camino cotidiano de la vida.
Y se le puede conocer «también en el catecismo —afirmó—. ¡Es verdad! El catecismo nos enseña muchas cosas sobre Jesús y debemos estudiarlo, debemos aprenderlo. Así aprendemos que el Hijo de Dios vino para salvarnos y comprendemos por la belleza de la historia de la salvación el amor del Padre». En cualquier caso, incluso el conocimiento de Jesús a través del catecismo «no es suficiente»: conocerle con la mente ya es un paso adelante, pero «a Jesús es necesario conocerle en el diálogo con Él. Hablando con Él, en la oración, de rodillas. Si tú no rezas, si tu no hablas con Jesús —expresó—, no le conoces».
Hay finalmente un tercer camino para conocer a Jesús: «Es el seguimiento, andar con Él, caminar con Él, recorrer sus vías». Y mientras se camina con Él, se conoce «a Jesús con el lenguaje de la acción. Si tú conoces a Jesús con estos tres lenguajes: de la mente, del corazón, de la acción, entonces puedes decir que conoces a Jesús». Llevar a cabo este tipo de conocimiento comporta la implicación personal. «No se puede conocer a Jesús —recalcó el Pontífice— sin involucrarse con Él, sin apostar la vida por Él». Así que, para conocerle, verdaderamente es necesario leer «lo que la Iglesia te dice de Él, hablar con Él en la oración y andar por su camino con Él». Este es el camino y «cada uno —concluyó— debe hacer su elección».
Diariamente, pedir que sepa conservar y acrecentar el don más precioso que tengo: mi fe en la Santísima Trinidad.
Diálogo con Cristo
Señor, es tan grande tu bondad y misericordia que absurdamente llego a «acostumbrarme» a ellas, perdiendo así la capacidad de maravillarme continuamente de la grandeza de tu amor. Tú siempre dispuesto hacer grandes cosas en mi vida, yo distraído en lo pasajero. Por eso no quiero, no puedo y no debo dejar pasar más el tiempo sin seguir con confianza y valentía las inspiraciones de tu Espíritu Santo. Con tu ayuda, sé que lo voy a lograr.
En el libro II de sus Diálogos, el papa San Gregorio Magno (540-604) relata cómo un joven que estudiaba en Roma a finales del siglo V d.C., oyó la voz del Señor. Entonces, dejándolo todo, siguió a Cristo, e imitando a los antiguos monjes fué a vivir con Dios en la soledad de una cueva de Subiaco. Este joven, llamado Benito, nació hacia el año 480 en Nursia. Su hermana Escolástica había sido consagrada a Dios desde su infancia. Al cabo de tres años de vida solitaria, Benito decidió compartir el don recibido con otros jóvenes que se acercaban a él, y funda entonces en Subiaco varios monasterios. Basándose en el Evangelio, en la sabiduría de los antiguos monjes y en su propia experiencia, organiza y dirige la vida monástica de estos monasterios. Hacia el año 529, se traslada a Montecasino donde funda un nuevo monasterio, en el cuál residirá hasta su muerte. Allí ejerce gran influencia en sus discípulos y sobre toda la región vecina. Es allí también donde escribe una Regla para monjes, que con el tiempo llegaría a ser la Santa Regla, norma de vida para el monacato cristiano occidental.
Esta Regla, escrita para monjes cenobitas, es decir, que viven en comunidad, consta de un Prólogo y 73 capítulos. En ella está admirablemente sintetizada toda la tradición monástica. La Regla ordena toda la vida de los monjes, orientándola hacia la oración, encuentro personal e íntimo con Dios. En el último capítulo de su Regla, San Benito nos muestra el alcance de la misma: «mínima regla de iniciación», que es, sin embargo, un instrumento poderoso para transformar los corazones, imitando a Cristo y agradando a Dios, y que lleva a quienes la practican fielmente a las puertas del encuentro amoroso con Dios. San Benito y su Regla están de tal modo unidos que «si alguien quiere conocer más profundamente su vida y sus costumbres, podrá encontrar en la enseñanza de su Regla todas las acciones de su magisterio, porque el santo varón en modo alguno pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo vivió». (Diálogos II, 36).
Mateo 13, 31-35. Lunes de la 17.ª semana del Tiempo Ordinario. La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del reino de Dios.
También les propuso otra parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. En realidad, esta es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es la más grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto, de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas». Después les dijo esta otra parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un poco de levadura que una mujer mezcla con gran cantidad de harina, hasta que fermenta toda la masa». Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas, y no les hablaba sin parábolas, para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: «Hablaré en parábolas anunciaré cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo».
Primera lectura: Libro del Éxodo, Éx 32, 15-24.30-34
Salmo: Sal 106(105), 19-23
Oración introductoria
Ven, Espíritu Santo, ilumina mi meditación para que, como la semilla de mostaza, crezca y sea el fermento para que mis actividades de este día produzcan los frutos de amor que Tú tienes dispuesto.
Petición
Padre Santo, haz que tenga el anhelo de llevar a todos los hombres, mis hermanos, la Buena Nueva de tu Evangelio.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio del reino de Dios e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.
La semillla de mostaza es considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.
La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del reino de Dios. En la parábola de hoy ese misterio representa el «contraste» que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza.
Sembrar amor al escribir un correo electrónico o una nota a quien se ha alejado de Cristo.
Diálogo con Cristo
Señor, gracias por la semilla de la fe que recibí el día de mi bautismo. Quiero que ésta crezca para que pueda convertir, con tu gracia, mi vida en tierra buena, sin obstáculos ni cizaña que detengan los frutos de amor que Tú produces.
Juan 6, 1-15. Décimo séptimo Domingo del Tiempo Ordinario. ¿A quiénes hay que dar de comer? A la muchedumbre, a la multitud… porque Jesús está en medio de la gente, la acoge, le habla, la atiende, le muestra la misericordia de Dios; en medio de ella elige a los Doce Apóstoles para estar con Él y sumergirse como Él en las situaciones concretas del mundo.
Después de esto, Jesús atravesó el mar de Galilea, llamado Tiberíades. Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía curando a los enfermos. Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar los ojos, Jesús vio que una gran multitud acudía a él y dijo a Felipe: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?». El decía esto para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer. Felipe le respondió: «Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan». Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: «Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?». Jesús le respondió: «Háganlos sentar». Había mucho pasto en ese lugar. Todos se sentaron y eran uno cinco mil hombres. Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, dándoles todo lo que quisieron. Cuando todos quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: «Recojan los pedazos que sobran, para que no se pierda nada». Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos que sobraron de los cinco panes de cebada. Al ver el signo que Jesús acababa de hacer, la gente decía: «Este es, verdaderamente, el Profeta que debe venir al mundo». Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña.
Primera lectura: Segundo Libro de los Reyes, 2 Re 4, 42-44
Salmo: Sal 145(144), 10-11.15-18
Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Efesios, Ef 4, 1-6
Oración preparatoria
Señor, te ofrezco sinceramente toda mi vida, para que sea como esos cinco panes y dos pescados que dieron de comer a tantas personas. Ilumina esta oración para que, con determinación, no desperdicie tu gracia, la gratuidad de tu amor.
Petición
Señor, te ofrezco todo lo que soy, multiplícalo con tu gracia, para que sea un mejor servidor de los demás.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio que hemos escuchado hay una expresión de Jesús que me impresiona siempre: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir.
Ante todo: ¿a quiénes hay que dar de comer? La respuesta la encontramos al inicio del pasaje evangélico: es la muchedumbre, la multitud. Jesús está en medio de la gente, la acoge, le habla, la atiende, le muestra la misericordia de Dios; en medio de ella elige a los Doce Apóstoles para estar con Él y sumergirse como Él en las situaciones concretas del mundo. Y la gente le sigue, le escucha, porque Jesús habla y actúa de un modo nuevo, con la autoridad de quien es auténtico y coherente, de quien habla y actúa con verdad, de quien dona la esperanza que viene de Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la gente, con alegría, bendice a Dios.
Esta tarde nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros buscamos seguir a Jesús para escucharle, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo yo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirle quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.
Demos un paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que Jesús hace a los discípulos para que sacien ellos mismos a la multitud? Nace de dos elementos: ante todo de la multitud, que, siguiendo a Jesús, está a la intemperie, lejos de lugares habitados, mientras se hace tarde; y después de la preocupación de los discípulos, que piden a Jesús que despida a la muchedumbre para que se dirija a los lugares vecinos a hallar alimento y cobijo (cf. Lc 9, 12). Ante la necesidad de la multitud, he aquí la solución de los discípulos: que cada uno se ocupe de sí mismo; ¡despedir a la muchedumbre! ¡Cuántas veces nosotros cristianos hemos tenido esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de los demás, despidiéndoles con un piadoso: «Que Dios te ayude», o con un no tan piadoso: «Buena suerte», y si no te veo más… Pero la solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los discípulos: «Dadles vosotros de comer». Pero ¿cómo es posible que seamos nosotros quienes demos de comer a una multitud? «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente» (Lc 9, 13). Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos que hagan sentarse a la gente en comunidades de cincuenta personas, eleva los ojos al cielo, reza la bendición, parte los panes y los da a los discípulos para que los distribuyan (cf. Lc 9, 16). Es un momento de profunda comunión: la multitud saciada por la palabra del Señor se nutre ahora por su pan de vida. Y todos se saciaron, apunta el Evangelista (cf. Lc 9, 17).
Esta tarde, también nosotros estamos alrededor de la mesa del Señor, de la mesa del Sacrificio eucarístico, en la que Él nos dona de nuevo su Cuerpo, hace presente el único sacrificio de la Cruz. Es en la escucha de su Palabra, alimentándonos de su Cuerpo y de su Sangre, como Él hace que pasemos de ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. Entonces todos deberíamos preguntarnos ante el Señor: ¿cómo vivo yo la Eucaristía? ¿La vivo de modo anónimo o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también con todos los hermanos y las hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?
Un último elemento: ¿de dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta está en la invitación de Jesús a los discípulos: «Dadles vosotros…», «dar», compartir. ¿Qué comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud. Y son justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y distribuyen —confiando en la palabra de Jesús— los panes y los peces que sacian a la multitud. Y esto nos dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es «solidaridad», o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: ¡una palabra malmirada por el espíritu mundano!
Esta tarde, de nuevo, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su Cuerpo, Él se hace don. Y también nosotros experimentamos la «solidaridad de Dios» con el hombre, una solidaridad que jamás se agota, una solidaridad que no acaba de sorprendernos: Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo y la muerte. Jesús también esta tarde se da a nosotros en la Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más, se hace alimento, el verdadero alimento que sostiene nuestra vida también en los momentos en los que el camino se hace duro, los obstáculos ralentizan nuestros pasos. Y en la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla.
Así que preguntémonos esta tarde, al adorar a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él? ¿Dejo que el Señor, que se da a mi, me guíe para salir cada vez más de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de dar, de compartir, de amarle a Él y a los demás?
Hermanos y hermanas: seguimiento, comunión, compartir. Oremos para que la participación en la Eucaristía nos provoque siempre: a seguir al Señor cada día, a ser instrumentos de comunión, a compartir con Él y con nuestro prójimo lo que somos. Entonces nuestra existencia será verdaderamente fecunda. Amén.
Ojalá que nosotros también pongamos a disposición de nuestro Señor y de nuestros semejantes «todo» lo que somos y tenemos aunque objetivamente sea muy poco para que El pueda realizar milagros en nuestra vida, con nosotros, en nosotros y a través de nosotros.
Diálogo con Cristo
«Toma Señor mi libertad, mi memoria, entendimiento y voluntad. Todo mi ser y poseer, tú me lo diste, a ti Señor lo torno. Todo es tuyo, dispón de mí, según tu voluntad. Dame tu amor y gracia, que eso me basta». Gracias, Señor, por enseñarme a amar con obras concretas, sabiendo que tu gracia multiplica mi pobre esfuerzo.