Marcos 4, 35-41. Décimo segundo Domingo del Tiempo Ordinario. ¡No tener miedo y mirar siempre al Señor!
Al atardecer de ese mismo día, les dijo: «Crucemos a la otra orilla». Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?». Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!». El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?». Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen».
Segunda lectura: Carta II de San Pablo a los Corintios, 2 Cor 5, 14-17
Oración introductoria
Señor, aunque creo tener fe, necesito de tu gracia para acrecentarla porque me parezco a tus discípulos, ante los problemas y angustias me acobardo. Te suplico que esta oración me ayude a creer con fe viva en tu nombre, a actuar mi fe de manera filial, recordando que Tú eres un Padre que vela con infinita ternura sobre mí. Ayúdame a descubrir tu mano amorosa detrás de todo, porque Tú sólo buscas mi bien.
Petición
Señor, te pido me concedas caminar por la senda de una fe viva, operante y luminosa.
Meditación del Santo Padre Francisco
El temor, sin embargo, no es un buen consejero. Jesús muchas veces, ha dicho: «¡No tengan miedo!». El miedo no nos ayuda. La cuarta actitud es la gracia del Espíritu Santo. Cuando Jesús trae la calma al agitado mar, los discípulos en la barca se llenaron de temor. Siempre, ante el pecado, delante de la nostalgia, ante el temor, debemos volver al Señor.
Mirar al Señor, contemplar al Señor. Esto nos da estupor, tan hermoso, por un nuevo encuentro con el Señor. «Señor, tengo esta tentación: quiero quedarme en esta situación de pecado; Señor, tengo la curiosidad de saber cómo son estas cosas; Señor, tengo miedo». Y ellos vieron al Señor: «¡Sálvanos, Señor, estamos perdidos!». Y llegó la sorpresa del nuevo encuentro con Jesús. No somos ingenuos ni cristianos tibios, somos valientes, valerosos. Somos débiles, pero hay que ser valientes en nuestra debilidad. Y nuestro valor muchas veces debe expresarse en una fuga y no mirar hacia atrás, para no caer en la mala nostalgia. ¡No tener miedo y mirar siempre al Señor!
Dedicó todas sus energías al servicio de una Iglesia lo más conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, al encontrarse con ella, el hombre contemporáneo pudiera encontrarse con Jesús, porque de él tiene necesidad absoluta. Este es el anhelo profundo del concilio Vaticano II, al que corresponde la reflexión del Papa Pablo VI sobre la Iglesia. […] Muchos —dijo— esperan del Papa gestos clamorosos, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa considera que tiene que seguir únicamente la línea de la confianza en Jesucristo, a quien su Iglesia le interesa más que a nadie. Él calmará la tempestad… No se trata de una espera estéril o inerte, sino más bien de una espera vigilante en la oración. Esta es la condición que Jesús escogió para nosotros a fin de que él pueda actuar en plenitud. También el Papa necesita ayuda con la oración.
Ante las dificultades, preocupaciones y angustias, decir la jaculatoria: ¡Jesús, en ti confío!
Diálogo con Cristo
Señor, la tormenta más grande que debo combatir diariamente es el pecado. Necesito esforzarme constantemente para no caer en la tentación y decidirme, con entusiasmo y confianza, a conquistar la santidad mediante la caridad. Por eso te pido me ayudes a ser perseverante en mis propósitos.
El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a través de las situaciones de la vida. Él nos enseña el camino, el sendero. En los primeros tiempos de la Iglesia, al cristianismo se le llamaba «el camino» (cf. Hch 9, 2), y Jesús mismo es el camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar siguiendo sus huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.
Juan 15, 9-17. Sexto Domingo del Tiempo de Pascua. Cada uno de nosotros estamos llamados por Dios para anunciar el Evangelio y para promover con alegría la cultura del encuentro y la acogida de todos.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor. como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: Amense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros».
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 10, 25-26.34-35.44-48
Salmo: Sal 98(97), 1-4
Segunda lectura: Epístola I de San Juan, 1 Jn 4, 7-10
Oración introductoria
Señor, la caridad, tu mandamiento de amor es la esencia del cristianismo y debe ser mi distintivo, en todo lo que haga, piense y diga. Necesito ser dócil a tu gracia para que seas Tú el que tome las riendas de mi vida; yo humildemente te la ofrezco en mi oración de hoy.
Petición
Jesús, dame la gracia de amarte del mismo modo como te amo María, en la oración, la entrega y las obras.
Meditación del Santo Padre Francisco
Sí, estamos aquí para alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser instrumentos suyos, para que alaben a Dios no sólo algunos pueblos, sino todos. Con la misma parresia de Pablo y Bernabé, queremos anunciar el Evangelio a nuestros jóvenes para que encuentren a Cristo y se conviertan en constructores de un mundo más fraterno. En este sentido, quisiera reflexionar con ustedes sobre tres aspectos de nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio, llamados a promover la cultura del encuentro.
1. Llamados por Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: «No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes», dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada. Por eso un obispo, un sacerdote, un consagrado, una consagrada, un seminarista, no puede ser un desmemoriado. Pierde la referencia esencial al inicio de su camino. Pedir la gracia, pedirle a la Virgen, Ella tenía buena memoria, la gracia de ser memoriosos, de ese primer llamado. Hemos sido llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc 3,14), unidos a él. En realidad, este vivir, este permanecer en Cristo, marca todo lo que somos y lo que hacemos. Es precisamente la «vida en Cristo» que garantiza nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro servicio: «Soy yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea verdadero» (Jn 15,16). No es la creatividad, por más pastoral que sea, no son los encuentros o las planificaciones los que aseguran los frutos, si bien ayudan y mucho, sino lo que asegura el fruto es ser fieles a Jesús, que nos dice con insistencia: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Jn 15,4). Y sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo en nuestro encuentro cotidiano con él en la Eucaristía, en nuestra vida de oración, en nuestros momentos de adoración, y también reconocerlo presente y abrazarlo en las personas más necesitadas. El «permanecer» con Cristo no significa aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los otros. Quiero acá recordar algunas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta. Dice así: «Debemos estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos da la oportunidad de servir a Cristo en los pobres. Es en las «favelas», en los «cantegriles», en las «villas miseria» donde hay que ir a buscar y servir a Cristo. Debemos ir a ellos como el sacerdote se acerca al altar: con alegría» (Mother Instructions, I, p. 80). Hasta aquí la beata. Jesús es el Buen Pastor, es nuestro verdadero tesoro, por favor, no lo borremos de nuestra vida. Enraicemos cada vez más nuestro corazón en él (cf. Lc 12,34).
2. Llamados a anunciar el Evangelio. Muchos de ustedes, queridos Obispos y sacerdotes, si no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la Juventud. También ellos han escuchado las palabras del mandato de Jesús: «Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones» (cf. Mt 28,19). Nuestro compromiso de pastores es ayudarles a que arda en su corazón el deseo de ser discípulos misioneros de Jesús. Ciertamente, muchos podrían sentirse un poco asustados ante esta invitación, pensando que ser misioneros significa necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos. Dios quiere que seamos misioneros. ¿Dónde estamos? Donde Él nos pone: en nuestra Patria, o donde Él nos ponga. Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos misioneros es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos. Ayudemos a los jóvenes. Pongámosle la oreja para escuchar sus ilusiones. Necesitan ser escuchados. Para escuchar sus logros, para escuchar sus dificultades, hay que estar sentados, escuchando quizás el mismo libreto, pero con música diferente, con identidades diferentes. ¡La paciencia de escuchar! Eso se lo pido de todo corazón. En el confesionario, en la dirección espiritual, en el acompañamiento. Sepamos perder el tiempo con ellos. Sembrar cuesta y cansa, ¡cansa muchísimo! Y es mucho más gratificante gozar de la cosecha… ¡Qué vivo! ¡Todos gozamos más con la cosecha! Pero Jesús nos pide que sembremos en serio. No escatimemos esfuerzos en la formación de los jóvenes. San Pablo, dirigiéndose a sus cristianos, utiliza una expresión, que él hizo realidad en su vida: «Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (Ga 4,19). Que también nosotros la hagamos realidad en nuestro ministerio. Ayudar a nuestros jóvenes a redescubrir el valor y la alegría de la fe, la alegría de ser amados personalmente por Dios. Esto es muy difícil, pero cuando un joven lo entiende, un joven lo siente con la unción que le da el Espíritu Santo, este «ser amado personalmente por Dios» lo acompaña toda la vida después. La alegría que ha dado a su Hijo Jesús por nuestra salvación. Educarlos en la misión, a salir, a ponerse en marcha, a ser callejeros de la fe. Así hizo Jesús con sus discípulos: no los mantuvo pegados a él como la gallina con los pollitos; los envió. No podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia, en nuestra comunidad, en nuestra institución parroquial o en nuestra institución diocesana, cuando tantas personas están esperando el Evangelio. Salir, enviados. No es un simple abrir la puerta para que vengan, para acoger, sino salir por la puerta para buscar y encontrar. Empujemos a los jóvenes para que salgan. Por supuesto que van a hacer macanas. ¡No tengamos miedo! Los apóstoles las hicieron antes que nosotros. ¡Empujémoslos a salir! Pensemos con decisión en la pastoral desde la periferia, comenzando por los que están más alejados, los que no suelen frecuentar la parroquia. Ellos son los invitados VIP. Al cruce de los caminos, andar a buscarlos.
3. Ser llamados por Jesús, llamados para evangelizar y, tercero, llamados a promover la cultura del encuentro. En muchos ambientes, y en general en este humanismo economicista que se nos impuso en el mundo, se ha abierto paso una cultura de la exclusión, una «cultura del descarte». No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre en la calle. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos «dogmas»: eficiencia y pragmatismo. Queridos obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, y ustedes, seminaristas que se preparan para el ministerio, tengan el valor de ir contracorriente de esa cultura. ¡Tener el coraje! Acuérdense, y a mí esto me hace bien, y lo medito con frecuencia. Agarren el Primer Libro de los Macabeos, acuérdense cuando quisieron ponerse a tono de la cultura de la época. «¡No…! ¡Dejemos, no…! Comamos de todo como toda la gente… Bueno, la Ley sí, pero que no sea tanto…» Y fueron dejando la fe para estar metidos en la corriente de esta cultura. Tengan el valor de ir contracorriente de esta cultura eficientista, de esta cultura del descarte. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad, es una palabra que la están escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra, la solidaridad y la fraternidad, son elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.
Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en este sentido. Y hacerlo sin ser presuntuosos, imponiendo «nuestra verdad», más bien guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc 24,13-35).
Queridos hermanos y hermanas, estamos llamados por Dios, con nombre y apellido, cada uno de nosotros, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con alegría la cultura del encuentro. La Virgen María es nuestro modelo. En su vida ha dado el «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65).
Ser un auténtico testigo del amor de Dios al hacer hoy, en su nombre, una obra buena, aunque sea difícil.
Diálogo con Cristo
El cristianismo es una llamada al verdadero amor, por eso estoy llamado a ser un auténtico testigo del amor. La caridad nunca debe limitarse a evitar el mal sino que debe concentrarse en hacer a todos el bien, brindándoles apoyo en todo lo que es posible y dando de lo propio con generosidad. Jesús, no dejes que me olvide que el sí amoroso a mi vocación cristiana debe también llevarme un sí a las demás personas, especialmente a las más cercanas.
1. Caritas Christi urget nos (2 Co 5, 14). El amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, es la clave de la experiencia personal y de la doctrina del Santo Maestro Juan de Ávila, un «predicador evangélico», anclado siempre en la Sagrada Escritura, apasionado por la verdad y referente cualificado para la «Nueva Evangelización».
La primacía de la gracia que impulsa al buen obrar, la promoción de una espiritualidad de la confianza y la llamada universal a la santidad vivida como respuesta al amor de Dios, son puntos centrales de la enseñanza de este presbítero diocesano que dedicó su vida al ejercicio de su ministerio sacerdotal.
El 4 de marzo de 1538, el Papa Pablo III expidió la Bula Altitudo Divinae Providentiae, dirigida a Juan de Ávila, autorizándole la fundación de la Universidad de Baeza (Jaén), en la que lo define como «praedicatorem insignem Verbi Dei». El 14 de marzo de 1565 Pío iv expedía una Bula confirmatoria de las facultades concedidas a dicha Universidad en 1538, en la que le califica como «Magistrum in theologia et verbi Dei praedicatorem insignem» (cf. Biatiensis Universitas, 1968). Sus contemporáneos no dudaban en llamarlo «Maestro», título con el que figura desde 1538, y el Papa Pablo VI, en la homilía de su canonización, el 31 de mayo de 1970, resaltó su figura y doctrina sacerdotal excelsa, lo propuso como modelo de predicación y de dirección de almas, lo calificó de paladín de la reforma eclesiástica y destacó su continuada influencia histórica hasta la actualidad.
2. Juan de Ávila vivió en la primera amplia mitad del siglo XVI. Nació el 6 de enero de 1499 ó 1500, en Almodóvar del Campo (Ciudad Real, diócesis de Toledo), hijo único de Alonso Ávila y de Catalina Gijón, unos padres muy cristianos y en elevada posición económica y social. A los 14 años lo llevaron a estudiar Leyes a la prestigiosa Universidad de Salamanca; pero abandonó estos estudios al concluir el cuarto curso porque, a causa de una experiencia muy profunda de conversión, decidió regresar al domicilio familiar para dedicarse a reflexionar y orar.
Con el propósito de hacerse sacerdote, en 1520 fue a estudiar Artes y Teología a la Universidad de Alcalá de Henares, abierta a las grandes escuelas teológicas del tiempo y a la corriente del humanismo renacentista. En 1526, recibió la ordenación presbiteral y celebró la primera Misa solemne en la parroquia de su pueblo y, con el propósito de marchar como misionero a las Indias, decidió repartir su cuantiosa herencia entre los más necesitados. Después, de acuerdo con el que había de ser primer Obispo de Tlaxcala, en Nueva España (México), fue a Sevilla para esperar el momento de embarcar hacia el Nuevo Mundo.
Mientras se preparaba el viaje, se dedicó a predicar en la ciudad y en las localidades cercanas. Allí se encontró con el venerable Siervo de Dios Fernando de Contreras, doctor en Alcalá y prestigioso catequista. Éste, entusiasmado por el testimonio de vida y la oratoria del joven sacerdote San Juan, consiguió que el arzobispo hispalense le hiciera desistir de su idea de ir a América para quedarse en Andalucía y permaneció en Sevilla, compartiendo casa, pobreza y vida de oración con Contreras y, a la vez que se dedicaba a la predicación y a la dirección espiritual, continuó estudios de Teología en el Colegio de Santo Tomás, donde tal vez obtuvo el título de Maestro.
Sin embargo en 1531, a causa de una predicación suya mal entendida, fue encarcelado. En la cárcel comenzó a escribir la primera versión del Audi, filia. Durante estos años recibió la gracia de penetrar con singular profundidad en el misterio del amor de Dios y el gran beneficio hecho a la humanidad por Jesucristo nuestro Redentor. En adelante será éste el eje de su vida espiritual y el tema central de su predicación.
Emitida la sentencia absolutoria en 1533, continuó predicando con notable éxito ante el pueblo y las autoridades, pero prefirió trasladarse a Córdoba, incardinándose en esta diócesis. Poco después, en 1536, le llamó para su consejo el arzobispo de Granada donde, además de continuar su obra de evangelización, completó sus estudios en esa Universidad.
Buen conocedor de su tiempo y con óptima formación académica, Juan de Ávila fue un destacado teólogo y un verdadero humanista. Propuso la creación de un Tribunal Internacional de arbitraje para evitar las guerras y fue incluso capaz de inventar y patentar algunas obras de ingeniería. Pero, viviendo muy pobremente, centró su actividad en alentar la vida cristiana de cuantos escuchaban complacidos sus sermones y le seguían por doquier. Especialmente preocupado por la educación y la instrucción de los niños y los jóvenes, sobre todo de los que se preparaban para el sacerdocio, fundó varios Colegios menores y mayores que, después de Trento, habrían de convertirse en Seminarios conciliares. Fundó asimismo la Universidad de Baeza (Jaén), destacado referente durante siglos para la cualificada formación de clérigos y seglares.
Después de recorrer Andalucía y otras regiones del centro y oeste de España predicando y orando, ya enfermo, en 1554 se retiró definitivamente a una sencilla casa en Montilla (Córdoba), donde ejerció su apostolado perfilando algunas de sus obras y a través de abundante correspondencia. El arzobispo de Granada quiso llevarlo como asesor teólogo en las dos últimas sesiones del concilio de Trento; al no poder viajar por falta de salud redactó los Memoriales que influyeron en esa reunión eclesial.
Acompañado por sus discípulos y amigos y aquejado de fortísimos dolores, con un Crucifijo entre las manos, entregó su alma al Señor en su humilde casa de Montilla en la mañana del 10 de mayo de 1569.
3. Juan de Ávila fue contemporáneo, amigo y consejero de grandes santos y uno de los maestros espirituales más prestigiosos y consultados de su tiempo.
San Ignacio de Loyola, que le tenía gran aprecio, deseó vivamente que entrara en la naciente Compañía de Jesús; no sucedió así, pero el Maestro orientó hacia ella una treintena de sus mejores discípulos. Juan Ciudad, después San Juan de Dios, fundador de la Orden Hospitalaria, se convirtió escuchando al Santo Maestro y desde entonces se acogió a su guía espiritual. El muy noble San Francisco de Borja, otro gran convertido por mediación del Padre Ávila, que llegó a ser Prepósito general de la Compañía de Jesús. Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, difundió en sus diócesis y por todo el Levante español su método catequístico. Otros conocidos suyos fueron San Pedro de Alcántara, provincial de los Franciscanos y reformador de la Orden; San Juan de Ribera, obispo de Badajoz, que le pidió predicadores para renovar su diócesis y, arzobispo de Valencia después, tenía en su biblioteca un manuscrito con 82 sermones suyos; Teresa de Jesús, hoy Doctora de la Iglesia, que padeció grandes trabajos hasta que pudo hacer llegar al Maestro el manuscrito de su Vida; San Juan de la Cruz, también Doctor de la Iglesia, que conectó con sus discípulos de Baeza y le facilitaron la reforma del Carmelo masculino; el Beato Bartolomé de los Mártires, que por amigos comunes conoció su vida y santidad y algunos más que reconocieron la autoridad moral y espiritual del Maestro.
4. Aunque el «Padre Maestro Ávila» fue, ante todo, un predicador, no dejó de hacer magistral uso de su pluma para exponer sus enseñanzas. Es más, su influjo y memoria posterior, hasta nuestros días, están estrechamente vinculados no sólo con el testimonio de su persona y de su vida, sino con sus escritos, tan distintos entre sí.
Su obra principal, el Audi, filia, un clásico de la espiritualidad, es el tratado más sistemático, amplio y completo, cuya edición definitiva preparó su autor en los últimos años de vida. El Catecismo o Doctrina cristiana, única obra que hizo imprimir en vida (1554), es una síntesis pedagógica, para niños y mayores, de los contenidos de la fe. El Tratado del amor de Dios, una joya literaria y de contenido, refleja con qué profundidad le fue dado penetrar en el misterio de Cristo, el Verbo encarnado y redentor. El Tratado sobre el sacerdocio es un breve compendio que se completa con las pláticas, sermones e incluso cartas. Cuenta también con otros escritos menores, que consisten en orientaciones o Avisos para la vida espiritual. Los Tratados de Reforma están relacionados con el concilio de Trento y con los sínodos provinciales que lo aplicaron, y apuntan muy certeramente a la renovación personal y eclesial. Los Sermones y Pláticas, igual que el Epistolario, son escritos que abarcan todo el arco litúrgico y la amplia cronología de su ministerio sacerdotal. Los comentarios bíblicos —de la Carta a los Gálatas a la Primera carta de Juan y otros— son exposiciones sistemáticas de notable profundidad bíblica y de gran valor pastoral.
Todas estas obras ofrecen contenidos muy profundos, presentan un evidente enfoque pedagógico en el uso de imágenes y ejemplos y dejan entrever las circunstancias sociológicas y eclesiales del momento. El tono es de suma confianza en el amor de Dios, llamando a la persona a la perfección de la caridad. Su lenguaje es el castellano clásico y sobrio de su tierra manchega de origen, mezclado a veces con la imaginación y el calor meridional, ambiente en que transcurrió la mayor parte de su vida apostólica.
Atento a captar lo que el Espíritu inspiraba a la Iglesia en una época compleja y convulsa de cambios culturales, de variadas corrientes humanísticas, de búsqueda de nuevas vías de espiritualidad, clarificó criterios y conceptos.
5. En sus enseñanzas el Maestro Juan de Ávila aludía constantemente al bautismo y a la redención para impulsar a la santidad, y explicaba que la vida espiritual cristiana, que es participación en la vida trinitaria, parte de la fe en Dios Amor, se basa en la bondad y misericordia divina expresada en los méritos de Cristo y está toda ella movida por el Espíritu; es decir, por el amor a Dios y a los hermanos. «Ensanche vuestra merced su pequeño corazón en aquella inmensidad de amor con que el Padre nos dio a su Hijo, y con Él nos dio a sí mismo, y al Espíritu Santo y todas las cosas» (Carta 160), escribe. Y también: «Vuestros prójimos son cosa que a Jesucristo toca» (Ib. 62), por esto, «la prueba del perfecto amor de nuestro Señor es el perfecto amor del prójimo» (Ib. 103). Manifiesta también gran aprecio a las cosas creadas, ordenándolas en la perspectiva del amor.
Al ser templos de la Trinidad, alienta en nosotros la misma vida de Dios y el corazón se va unificando, como proceso de unión con Dios y con los hermanos. El camino del corazón es camino de sencillez, de bondad, de amor, de actitud filial. Esta vida según el Espíritu es marcadamente eclesial, en el sentido de expresar el desposorio de Cristo con su Iglesia, tema central del Audi, filia. Y es también mariana: la configuración con Cristo, bajo la acción del Espíritu Santo, es un proceso de virtudes y dones que mira a María como modelo y como madre. La dimensión misionera de la espiritualidad, como derivación de la dimensión eclesial y mariana, es evidente en los escritos del Maestro Ávila, que invita al celo apostólico a partir de la contemplación y de una mayor entrega a la santidad. Aconseja tener devoción a los santos, porque nos manifiestan a todos «un grande Amigo, que es Dios, el cual nos tiene presos los corazones en su amor […] y Él nos manda que tengamos otros muchos amigos, que son sus santos» (Carta 222).
6. Si el Maestro Ávila es pionero en afirmar la llamada universal a la santidad, resulta también un eslabón imprescindible en el proceso histórico de sistematización de la doctrina sobre el sacerdocio. A lo largo de los siglos sus escritos han sido fuente de inspiración para la espiritualidad sacerdotal y se le puede considerar como el promotor del movimiento místico entre los presbíteros seculares. Su influencia se detecta en muchos autores espirituales posteriores.
La afirmación central del Maestro Ávila es que los sacerdotes, «en la misa nos ponemos en el altar en persona de Cristo a hacer el oficio del mismo Redentor» (Carta 157), y que actuar in persona Christi supone encarnar, con humildad, el amor paterno y materno de Dios. Todo ello requiere unas condiciones de vida, como son frecuentar la Palabra y la Eucaristía, tener espíritu de pobreza, ir al púlpito «templado», es decir, habiéndose preparado con el estudio y con la oración, y amar a la Iglesia, porque es esposa de Jesucristo.
La búsqueda y creación de medios para mejor formar a los aspirantes al sacerdocio, la exigencia de mayor santidad del clero y la necesaria reforma en la vida eclesial constituyen la preocupación más honda y continuada del Santo Maestro. La santidad del clero es imprescindible para reformar a la Iglesia. Se imponía, pues, la selección y la adecuada formación de los que aspiraban al sacerdocio. Como solución propuso crear seminarios y llegó a insinuar la conveniencia de un colegio especial para que se preparasen en el estudio de la Sagrada Escritura. Estas propuestas alcanzaron a toda la Iglesia.
Por su parte, la fundación de la Universidad de Baeza, en la que puso todo su interés y entusiasmo, constituyó una de sus aspiraciones más logradas, porque llegó a proporcionar una óptima formación inicial y continuada a los clérigos, teniendo muy en cuenta el estudio de la llamada «teología positiva» con orientación pastoral, y dio origen a una escuela sacerdotal que prosperó durante siglos.
7. Dada su indudable y creciente fama de santidad, la Causa de beatificación y canonización del Maestro Juan de Ávila se inició en la archidiócesis de Toledo, en 1623. Se interrogó pronto a los testigos en Almodóvar del Campo y Montilla, lugares del nacimiento y muerte del Siervo de Dios, y en Córdoba, Granada, Jaén, Baeza y Andújar. Pero por diversos problemas la Causa quedó interrumpida hasta 1731, en que el arzobispo de Toledo envió a Roma los procesos informativos ya realizados. Por decreto de 3 de abril de 1742 el Papa Benedicto XIV aprobó los escritos y elogió la doctrina del Maestro Ávila, y el 8 de febrero de 1759 Clemente XIII declaró que había ejercitado las virtudes en grado heroico. La beatificación tuvo lugar, por el Papa León XIII, el 6 de abril de 1894 y la canonización, por el Papa Pablo VI, el 31 de mayo de 1970. Dada la relevancia de su figura sacerdotal, en 1946 Pío XII lo nombró Patrono del clero secular de España.
El título de «Maestro» con el que durante su vida, y a lo largo de los siglos, ha sido conocido San Juan de Ávila motivó que a raíz de su canonización se planteara la posibilidad del Doctorado. Así, a instancias del cardenal Don Benjamín de Arriba y Castro, arzobispo de Tarragona, la XII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (julio 1970) acordó solicitar a la Santa Sede su declaración de Doctor de la Iglesia Universal. Siguieron numerosas instancias, particularmente con motivo del XXV Aniversario de su Canonización (1995) y del v Centenario de su nacimiento (1999).
La declaración de Doctor de la Iglesia Universal de un santo supone el reconocimiento de un carisma de sabiduría conferido por el Espíritu Santo para bien de la Iglesia y comprobado por la influencia benéfica de su enseñanza en el pueblo de Dios, hechos bien evidentes en la persona y en la obra de San Juan de Ávila. Éste fue solicitado muy frecuentemente por sus contemporáneos como Maestro de teología, discernidor de espíritus y director espiritual. A él acudieron en búsqueda de ayuda y orientación grandes santos y reconocidos pecadores, sabios e ignorantes, pobres y ricos, y a su fama de consejero se unió tanto su activa intervención en destacadas conversiones como su cotidiana acción para mejorar la vida de fe y la comprensión del mensaje cristiano de cuantos acudían solícitos a escuchar su enseñanza. También los obispos y religiosos doctos y bien preparados se dirigieron a él como consejero, predicador y teólogo, ejerciendo notable influencia en quienes lo trataron y en los ambientes que frecuentó.
8. El Maestro Ávila no ejerció como profesor en las Universidades, aunque sí fue organizador y primer Rector de la Universidad de Baeza. No explicó teología en una cátedra, pero sí dio lecciones de Sagrada Escritura a seglares, religiosos y clérigos.
No elaboró nunca una síntesis sistemática de su enseñanza teológica, pero su teología es orante y sapiencial. En el Memorial ii al concilio de Trento da dos razones para vincular la teología y la oración: la santidad de la ciencia teológica y el provecho y edificación de la Iglesia. Como verdadero humanista y buen conocedor de la realidad, la suya es también una teología cercana a la vida, que responde a las cuestiones planteadas en el momento y lo hace de modo didáctico y comprensible.
La enseñanza de Juan de Ávila destaca por su excelencia y precisión y por su extensión y profundidad, fruto de un estudio metódico, de contemplación y por medio de una profunda experiencia de las realidades sobrenaturales. Además su rico epistolario bien pronto contó con traducciones italianas, francesas e inglesas.
Es muy de notar su profundo conocimiento de la Biblia, que él deseaba ver en manos de todos, por lo que no dudó en explicarla tanto en su predicación cotidiana como ofreciendo lecciones sobre determinados Libros sagrados. Solía cotejar las versiones y analizar los sentidos literal y espiritual; conocía los comentarios patrísticos más importantes y estaba convencido de que para recibir adecuadamente la revelación era necesario el estudio y la oración, y que se penetrara en su sentido con ayuda de la tradición y del magisterio. Del Antiguo Testamento cita sobre todo los Salmos, Isaías y el Cantar de los cantares. Del Nuevo, el apóstol Juan y San Pablo que es, sin duda, el más recurrido. «Copia fiel de San Pablo», lo llamó el Papa Pablo VI en la bula de su canonización.
9. La doctrina del Maestro Juan de Ávila posee, sin duda, un mensaje seguro y duradero, y es capaz de contribuir a confirmar y profundizar el depósito de la fe, iluminando incluso nuevas prospectivas doctrinales y de vida. Atendiendo al magisterio pontificio, resulta evidente su actualidad, lo cual prueba que su eminens doctrina constituye un verdadero carisma, don del Espíritu Santo a la Iglesia de ayer y de hoy.
La primacía de Cristo y de la gracia que, en términos de amor de Dios, atraviesa toda la enseñanza del Maestro Ávila, es una de las dimensiones subrayadas tanto por la teología como por la espiritualidad actual, de lo cual se derivan consecuencias también para la pastoral, tal como Nos hemos subrayado en la encíclica Deus caritas est. La confianza, basada en la afirmación y la experiencia del amor de Dios y de la bondad y misericordia divinas, ha sido propuesta también en el reciente magisterio pontificio, como en la encíclica Dives in misericordia y en la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, que es una verdadera proclamación del Evangelio de la esperanza, como también hemos pretendido en la encíclica Spe salvi. Y cuando en la carta apostólica Ubicumque et semper, con la que acabamos de instituir el Pontificio Consejo para promover la Nueva Evangelización, decimos: «Para proclamar de modo fecundo la Palabra del Evangelio se requiere ante todo hacer una experiencia profunda de Dios», emerge la figura serena y humilde de este «predicador evangélico» cuya eminente doctrina es de plena actualidad.
10. En 2002, la Conferencia Episcopal Española tuvo noticia de que el Studio riassuntivo sull’eminente dottrina ravvisata nelle opere di San Giovanni d’Avila, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, concluía de modo netamente afirmativo, y en 2003 un buen número de Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos, Presidentes de Conferencias Episcopales, Superiores Generales de Institutos de vida consagrada, Responsables de Asociaciones y Movimientos eclesiales, Universidades y otras instituciones, y personas particulares significativas, se unieron a la súplica de la Conferencia Episcopal Española por medio de Cartas Postulatorias que manifestaban al Papa Juan Pablo II el interés y la oportunidad del Doctorado de San Juan de Ávila.
Retornado el expediente a la Congregación de las Causas de los Santos y nombrado un Relator para esta Causa, fue necesario elaborar la correspondiente Positio. Concluido este trabajo, el Presidente y el Secretario de la Conferencia Episcopal Española junto con el Presidente de la Junta Pro Doctorado y la Postuladora de la Causa firmaron, el 10 de diciembre de 2009, la definitiva Súplica (Supplex libellus) del Doctorado para el Maestro Juan de Ávila. El 18 de diciembre de 2010 tuvo lugar el Congreso Peculiar de Consultores Teólogos de dicha Congregación, en orden al Doctorado del Santo Maestro. Los votos fueron afirmativos. El 3 de mayo de 2011, la Sesión Plenaria de Cardenales y Obispos miembros de la Congregación decidió, con voto también unánimemente afirmativo, proponernos la declaración de San Juan de Ávila, si así lo deseábamos, como Doctor de la Iglesia universal. El día 20 de agosto de 2011, en Madrid, durante la Jornada Mundial de la Juventud, anunciamos al Pueblo de Dios que, «declararé próximamente a San Juan de Ávila, presbítero, Doctor de la Iglesia universal». Y el día 27 de mayo de 2012, domingo de Pentecostés, tuvimos el gozo de decir en la Plaza de San Pedro del Vaticano a la multitud de peregrinos de todo el mundo allí reunidos: «El Espíritu que ha hablado por medio de los profetas, con los dones de la sabiduría y de la ciencia continúa inspirando mujeres y hombres que se empeñan en la búsqueda de la verdad, proponiendo vías originales de conocimiento y de profundización del misterio de Dios, del hombre y del mundo. En este contexto tengo la alegría de anunciarles que el próximo 7 de octubre, en el inicio de la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, proclamaré a san Juan de Ávila y a santa Hildegarda de Bingen, doctores de la Iglesia universal […] La santidad de la vida y la profundidad de la doctrina los vuelve perennemente actuales: la gracia del Espíritu Santo, de hecho los proyectó en esa experiencia de penetrante comprensión de la revelación divina y diálogo inteligente con el mundo, que constituyen el horizonte permanente de la vida y de la acción de la Iglesia. Sobre todo, a la luz del proyecto de una nueva evangelización a la cual será dedicada la mencionada Asamblea del Sínodo de los Obispos, y en la vigilia del Año de la Fe, estas dos figuras de santos y doctores serán de gran importancia y actualidad».
Por lo tanto hoy, con la ayuda de Dios y la aprobación de toda la Iglesia, esto se ha realizado. En la plaza de San Pedro, en presencia de muchos cardenales y prelados de la Curia Romana y de la Iglesia católica, confirmando lo que se ha realizado y satisfaciendo con gran gusto los deseos de los suplicantes, durante el sacrificio Eucarístico hemos pronunciado estas palabras:
«Nosotros, acogiendo el deseo de muchos hermanos en el episcopado y de muchos fieles del mundo entero, tras haber tenido el parecer de la Congregación para las Causas de los Santos, tras haber reflexionado largamente y habiendo llegado a un pleno y seguro convencimiento, con la plenitud de la autoridad apostólica declaramos a san Juan de Ávila, sacerdote diocesano, y santa Hildegarda de Bingen, monja profesa de la Orden de San Benito, Doctores de la Iglesia universal, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Esto decretamos y ordenamos, estableciendo que esta carta sea y permanezca siempre cierta, válida y eficaz, y que surta y obtenga sus efectos plenos e íntegros; y así convenientemente se juzgue y se defina; y sea vano y sin fundamento cuanto al respecto diversamente intente nadie con cualquier autoridad, conscientemente o por ignorancia.
* * *
Dado en Roma, en San Pedro, con el sello del Pescador, el 7 de octubre de 2012, año octavo de Nuestro Pontificado.
Juan 15, 1-8. Quinto Domingo del Tiempo de Pascua. Es indispensable permanecer siempre unidos a Jesús, depender de él, porque sin él no podemos hacer nada
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 9, 26-31
Salmo: Sal 22(21), 26b-28.30-32
Segunda lectura: Epístola I de san Juan, 1 Jn 3, 18-24
Oración introductoria
Señor, Tú eres la vid que me sostiene, el dueño y guía de toda mi existencia. Sin Ti no puedo dar fruto. Poda todo aquello que estorbe mi crecimiento. Que esta oración me descubra lo que necesito purificar, mejorar y/o enmendar, para dar el fruto abundante que, con tu gracia, puedo dar.
Petición
Jesús, no permitas que me separe de Ti y me seque, porque entonces mi vida, no tendrá ningún sentido.
Meditación del Santo Padre Francisco
Hoy la Palabra de Dios presenta la imagen de la viña como símbolo del pueblo que el Señor ha elegido. Como una viña, el pueblo requiere mucho cuidado, requiere un amor paciente y fiel. Así hace Dios con nosotros, y así somos llamados a hacer nosotros, Pastores. También cuidar de la familia es una forma de trabajar en la viña del Señor, para que produzca los frutos del Reino de Dios.
Pero para que la familia pueda caminar bien, con confianza y esperanza, es necesaria que esté nutrida por la Palabra de Dios. […] ¡Una Biblia en cada familia! ¡Una Biblia en cada familia! ‘Pero padre, nosotros tenemos dos, tenemos tres’. ‘Pero, ¿dónde las tenéis escondidas?’ La Biblia no es para ponerla en una estantería, sino para tenerla a mano, para leerla a menudo, cada día, ya sea de forma individual o juntos, marido y mujer, padres e hijos, quizá en la noche, especialmente el domingo. Así la familia crece, camina, con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios».
«Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador»» (Jn 15, 1). A menudo, en la Biblia, a Israel se le compara con la viña fecunda cuando es fiel a Dios; pero, si se aleja de él, se vuelve estéril, incapaz de producir el «vino que alegra el corazón del hombre», como canta el Salmo 104 (v. 15). La verdadera viña de Dios, la vid verdadera, es Jesús, quien con su sacrificio de amor nos da la salvación, nos abre el camino para ser parte de esta viña. Y como Cristo permanece en el amor de Dios Padre, así los discípulos, sabiamente podados por la palabra del Maestro (cf. Jn 15, 2-4), si están profundamente unidos a él, se convierten en sarmientos fecundos que producen una cosecha abundante. San Francisco de Sales escribe: «La rama unida y articulada al tronco da fruto no por su propia virtud, sino en virtud de la cepa: nosotros estamos unidos por la caridad a nuestro Redentor, como los miembros a la cabeza; por eso las buenas obras, tomando de él su valor, merecen la vida eterna» (Trattato dell’amore di Dio, XI, 6, Roma 2011, 601).
En el día de nuestro Bautismo, la Iglesia nos injerta como sarmientos en el Misterio pascual de Jesús, en su propia Persona. De esta raíz recibimos la preciosa savia para participar en la vida divina. Como discípulos, también nosotros, con la ayuda de los pastores de la Iglesia, crecemos en la viña del Señor unidos por su amor. «Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este «permanecer», que tiene que ver profundamente con esa fe que no se aparta del Señor» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 310). Es indispensable permanecer siempre unidos a Jesús, depender de él, porque sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). En una carta escrita a Juan el Profeta, que vivió en el desierto de Gaza en el siglo V, un creyente hace la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible conjugar la libertad del hombre y el no poder hacer nada sin Dios? Y el monje responde: Si el hombre inclina su corazón hacia el bien y pide ayuda de Dios, recibe la fuerza necesaria para llevar a cabo su obra. Por eso la libertad humana y el poder de Dios van juntos. Esto es posible porque el bien viene del Señor, pero se realiza gracias a sus fieles (cf. Ep 763: SC 468, París 2002, 206). El verdadero «permanecer» en Cristo garantiza la eficacia de la oración, como dice el beato cisterciense Guerrico d’Igny: «Oh Señor Jesús…, sin ti no podemos hacer nada, porque tú eres el verdadero jardinero, creador, cultivador y custodio de tu jardín, que plantas con tu palabra, riegas con tu espíritu y haces crecer con tu fuerza» (Sermo ad excitandam devotionem in psalmodia: SC 202, 1973, 522).
Queridos amigos, cada uno de nosotros es como un sarmiento, que sólo vive si hace crecer cada día con la oración, con la participación en los sacramentos y con la caridad, su unión con el Señor. Y quien ama a Jesús, la vid verdadera, produce frutos de fe para una abundante cosecha espiritual. Supliquemos a la Madre de Dios que permanezcamos firmemente injertados en Jesús y que toda nuestra acción tenga en él su principio y su realización.
Confirmamos día tras día en cada actividad de nuestra vida, el amor a Cristo y a su Iglesia.
Diálogo con Cristo
La Palabra de Dios es la verdad. «Pidan lo que quieran y se les concederá». Señor, ¿por qué conociendo tu Palabra no la hago vida? ¿Por qué mi meditación frecuentemente no es auténtica oración? Sin Ti, mi vida es incompleta, sin Ti, la vida no tiene un sentido pleno, sin Ti, no puedo dar fruto, por eso hoy te pido tu gracia para que mi oración me lleve a compartir con los demás la alegría de haberte encontrado.
Mateo 13, 54-58. 1 de Mayo. Fiesta de san José, obrero. Jesús entra en nuestra historia, viene en medio de nosotros, naciendo de María por obra de Dios, pero con la presencia de san José, el padre legal que lo protege y le enseña también su trabajo. Jesús nace y vive en una familia, en la Sagrada Familia, aprendiendo de san José el oficio de carpintero, en el taller de Nazaret, compartiendo con él el trabajo, la fatiga, la satisfacción y también las dificultades de cada día.
En aquel tiempo, al llegar a su pueblo, Jesús se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal manera que todos estaban maravillados. «¿De dónde le viene, decían, esta sabiduría y ese poder de hacer milagros? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?». Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Entonces les dijo: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia». Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente.
Primera lectura: Carta a los Colosenses, Col 3, 14-15.17.23-24
Salmo: Sal (90)89, 2-16
Oración introductoria
Padre Bueno, gracias por cuidarme con tanto esmero. Hoy me acerco humildemente con esta oración para pedirte la fe que le otorgaste a san José para realizar tu voluntad.
Petición
Jesús, transforma mi vida, para que produzca los frutos para los cuales fue creada.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, 1 de mayo, celebramos a san José obrero y comenzamos el mes tradicionalmente dedicado a la Virgen. En este encuentro nuestro, quisiera detenerme, con dos breves pensamientos, en estas dos figuras tan importantes en la vida de Jesús, de la Iglesia y en nuestra vida: el primero sobre el trabajo, el segundo sobre la contemplación de Jesús.
En el evangelio de san Mateo, en uno de los momentos que Jesús regresa a su pueblo, a Nazaret, y habla en la sinagoga, se pone de relieve el estupor de sus conciudadanos por su sabiduría, y la pregunta que se plantean: «¿No es el hijo del carpintero?» (13, 55). Jesús entra en nuestra historia, viene en medio de nosotros, naciendo de María por obra de Dios, pero con la presencia de san José, el padre legal que lo protege y le enseña también su trabajo. Jesús nace y vive en una familia, en la Sagrada Familia, aprendiendo de san José el oficio de carpintero, en el taller de Nazaret, compartiendo con él el trabajo, la fatiga, la satisfacción y también las dificultades de cada día.
Esto nos remite a la dignidad y a la importancia del trabajo. El libro del Génesis narra que Dios creó al hombre y a la mujer confiándoles la tarea de llenar la tierra y dominarla, lo que no significa explotarla, sino cultivarla y protegerla, cuidar de ella con el propio trabajo (cf. Gn 1, 28; 2, 15). El trabajo forma parte del plan de amor de Dios; nosotros estamos llamados a cultivar y custodiar todos los bienes de la creación, y de este modo participamos en la obra de la creación. El trabajo es un elemento fundamental para la dignidad de una persona. El trabajo, por usar una imagen, nos «unge» de dignidad, nos colma de dignidad; nos hace semejantes a Dios, que trabajó y trabaja, actúa siempre (cf. Jn 5, 17); da la capacidad de mantenerse a sí mismo, a la propia familia, y contribuir al crecimiento de la propia nación. Aquí pienso en las dificultades que, en varios países, encuentra el mundo del trabajo y de la empresa; pienso en cuantos, y no sólo los jóvenes, están desempleados, muchas veces por causa de una concepción economicista de la sociedad, que busca el beneficio egoísta, al margen de los parámetros de la justicia social.
Deseo dirigir a todos la invitación a la solidaridad, y a los responsables de la cuestión pública el aliento a esforzarse por dar nuevo empuje a la ocupación; esto significa preocuparse por la dignidad de la persona; pero sobre todo quiero decir que no se pierda la esperanza. También san José tuvo momentos difíciles, pero nunca perdió la confianza y supo superarlos, en la certeza de que Dios no nos abandona. Y luego quisiera dirigirme en especial a vosotros muchachos y muchachas, a vosotros jóvenes: comprometeos en vuestro deber cotidiano, en el estudio, en el trabajo, en la relaciones de amistad, en la ayuda hacia los demás. Vuestro futuro depende también del modo en el que sepáis vivir estos preciosos años de la vida. No tengáis miedo al compromiso, al sacrificio, y no miréis con miedo el futuro; mantened viva la esperanza: siempre hay una luz en el horizonte.
Agrego una palabra sobre otra particular situación de trabajo que me preocupa: me refiero a lo que podríamos definir como el «trabajo esclavo», el trabajo que esclaviza. Cuántas personas, en todo el mundo, son víctimas de este tipo de esclavitud, en la que es la persona quien sirve al trabajo, mientras que debe ser el trabajo quien ofrezca un servicio a las personas para que tengan dignidad. Pido a los hermanos y hermanas en la fe y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad una decidida opción contra la trata de personas, en el seno de la cual se cuenta el «trabajo esclavo».
Catalina Benincasa nació en la ciudad de Siena, Italia, el 25 de marzo de 1347. Hija número 23 de Jacobo y Lapa Benincasa, desde niña se destacó por su inteligencia y religiosidad. Los biógrafos señalan que su primera visión, su voto de virginidad y el pueril intento de hacerse eremita los manifestó entre los 6 y 8 años.
Su madre se oponía a sus deseos de vida de piedad e intentó por todos los medios que elija la vida matrimonial. Aprovechando una enfermedad que le produce su paso de la niñez a la edad adulta, consigue que su madre realice las gestiones necesarias para que la admitan en la Tercera Orden de Penitencia de Santo Domingo. Las terciarias eran todas mayores o viudas. La admisión de Catalina, que en ese entonces tenía 16 años, fue una excepción.
A pesar de la fragilidad de su salud, su fisonomía y carácter estaban dotados de una vitalidad singular. Era una mujer corriente, como tantas otras. Poseía sin embargo algo de que muchas carecen: fuerza de voluntad y tenacidad para seguir el camino que se ha señalado. Con tesón y esfuerzo hizo caso a las inspiraciones de la gracia, que Dios concede en abundancia a todos los cristianos.
Catalina fue, por naturaleza, optimista. Habla más de los éxitos en la vida espiritual que de las derrotas, de los pecados. Si hace referencia a éstos, siempre los complementa con la siguiente reflexión «Por mucho que el hombre esté inclinado a pecar, está Dios mucho más inclinado a perdonar».
Supo armonizar su vida seglar y activa con largas horas de oración y como no siempre podía estar retirada en una habitación o celda, imaginó y logró llevar esa habitación y celda consigo, dentro de su corazón: no perdió el recogimiento interior y la intención de agradarle a Dios en medio de las gestiones que tuvo que llevar a cabo en el mundo.
Sin pretenderlo, a los 18 años Catalina comienza a convertirse en el centro de un grupo de personas que aspiran a una vida espiritual más intensa, sobre todo entre las terciarias. Sus dotes naturales, su espíritu dominicano y su deseo constante de entrega a Dios, además de sus gracias sobrenaturales, hace que todos se fijen más en su vida, que es de penitencia y de caridad con el prójimo.
Los dominicos de Siena también la adoptan como maestra espiritual. La conocen a través de su concuñado Fray Tomás Della Fonte, religioso del convento Santo Domingo de Siena, que vivió en la casa de Catalina tras la muerte de sus padres hasta su ingreso en la Orden Dominicana. Como sólo podía salir del convento con un acompañante, fue presentando sus hermanos de hábito a Catalina, como Fray Bartolomé Dominici y Fray Tomás de Nacci (Caffarini) que luego de conocerla se convierten en sus discípulos. Fray Tomás Della Fonte fue su confesor durante la mayor parte de su vida.
El radio de acción e influencia de este grupo en torno a Catalina va creciendo. Procura atender a todos lo que se acercan a ella en lo material y en lo moral. En su interior, prosigue su sencillez como una mujer corriente de su tiempo. En medio de una vida dura y difícil, por su salud y por su pobreza, su espíritu no se quebranta ni material ni moral ni espiritualmente.
Su influencia y su nombre van llenando la ciudad de Siena. Sin embargo, no todos están contentos con su aura popular. Los ayunos, éxtasis y otras manifestaciones no ordinarias que padecía eran discutidos y puestos en duda por muchos que pretendían desautorizarlas.
De todas formas, su fama se extiende a Pisa, Florencia, Milán, Lucca y otras ciudades de Italia.
Además de una gran labor social, desempeñó una importantísima actuación pública convirtiéndose en una heroica defensora del Papado durante el período de su sede en Avignon, interviniendo en las gestiones para que éste sea restituido a Roma. En 1378, medió en la paz entre Florencia y Gregorio XI, y preparó la adhesión de Nápoles a Urbano VI.
El socorro al prójimo, a la comunidad cristiana y a la jerarquía eclesiástica no brota de su corazón bondadoso, sino de su amor al Señor.3 En ese sentido, nos ha dejado un valioso legado espiritual a través de la correspondencia epistolar que mantuvo durante su vida. Sus escritos, dictados a sus discípulos porque no sabía escribir, son una muestra palpable de su reflexión. La primera carta que se conserva fue dirigida a Fray Tomás Della Fonte en 1368. En su libro «El Diálogo» expone la relación de Dios con el hombre. Asimismo, Santa Catalina desarrolla la doctrina del «puente»: Cristo como mediador entre Dios y los hombres.
Falleció en Roma el 29 de abril de 1380, a los 33 años de edad. Fue canonizada por Su Santidad el Papa Pío II en 1461 y su fiesta se celebra el 29 de abril. El 4 de octubre de 1970 es proclamada doctora de la Iglesia por Su Santidad el Papa Pablo VI, junto con Santa Teresa de Avila. Fueron las primeras mujeres proclamadas doctoras de la Iglesia. El arte la representa con la corona de espinas, la cruz y lirios.
La figura de Santa Catalina de Siena fue dada a conocer a los habitantes de Buenos Aires gracias a la celebración de la fiesta de la Santa que se realizaba todos los años en la iglesia que lleva su mismo nombre.
* * *
José Salvador y Conde O.P., Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia. Madrid, 1999 (Págs. 18, 24 y 25).
Juan 10, 11-18. Cuarto Domingo del Tiempo de Pascua. En este especial domingo de Pascua recemos por los pastores de la Iglesia, por todos los obispos, incluido el obispo de Roma, por todos los sacerdotes, por todos.
Dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye. y el lobo las arrebata y la dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí –como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre– y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre».
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles 4, 8-12
Salmo: Sal 118(117), 1.8-9.21-23.26.28.29
Segunda lectura: Epístola I de San Juan, 1 Jn 3, 1-2
Oración introductoria
Señor mío, vengo ante Ti porque quiero tener un momento de intimidad contigo. Soy esa oveja que pierde fácilmente el rumbo si no está en comunicación permanente con su pastor. En esta oración, con un acto libre de mi voluntad, quiero entregarme completamente a Ti, quiero ser parte de tu rebaño, muéstrame el camino a seguir.
Petición
¡Ven Espíritu Santo! Dame la docilidad de la oveja que nunca abandona a su pastor.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El evangelista Juan nos presenta, en este IV domingo del tiempo pascual, la imagen de Jesús Buen Pastor. Contemplando esta página del Evangelio, podemos comprender el tipo de relación que Jesús tenía con sus discípulos: una relación basada en la ternura, en el amor, en el conocimiento recíproco y en la promesa de un don inconmensurable: «Yo he venido —dice Jesús— para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Tal relación es el modelo de las relaciones entre los cristianos y de las relaciones humanas.
También hoy, como en tiempos de Jesús, muchos se proponen como «pastores» de nuestras existencias; pero sólo el Resucitado es el verdadero Pastor que nos da la vida en abundancia. Invito a todos a tener confianza en el Señor que nos guía. Pero no sólo nos guía: nos acompaña, camina con nosotros. Escuchemos su palabra con mente y corazón abiertos, para alimentar nuestra fe, iluminar nuestra conciencia y seguir las enseñanzas del Evangelio.
En este domingo recemos por los pastores de la Iglesia, por todos los obispos, incluido el obispo de Roma, por todos los sacerdotes, por todos. En particular, recemos por los nuevos sacerdotes de la diócesis de Roma, a los que acabo de ordenar en la basílica de San Pedro. Un saludo a estos trece sacerdotes. Que el Señor nos ayude a nosotros, pastores, a ser siempre fieles al Maestro y guías sabios e iluminados del pueblo de Dios confiado a nosotros. También a vosotros, por favor, os pido que nos ayudéis: ayudarnos a ser buenos pastores. Una vez leí algo bellísimo sobre cómo el pueblo de Dios ayuda a los obispos y a los sacerdotes a ser buenos pastores. Es un escrito de san Cesáreo de Arlés, un Padre de los primeros siglos de la Iglesia. Explicaba cómo el pueblo de Dios debe ayudar al pastor, y ponía este ejemplo: cuando el ternerillo tiene hambre va donde la vaca, a su madre, para tomar la leche. Pero la vaca no se la da enseguida: parece que la conserva para ella. ¿Y qué hace el ternerillo? Llama con la nariz a la teta de la vaca, para que salga la leche. ¡Qué hermosa imagen! «Así vosotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta, a su corazón, para que os den la leche de la doctrina, la leche de la gracia, la leche de la guía». Y os pido, por favor, que importunéis a los pastores, que molestéis a los pastores, a todos nosotros pastores, para que os demos la leche de la gracia, de la doctrina y de la guía. ¡Importunar! Pensad en esa hermosa imagen del ternerillo, cómo importuna a su mamá para que le dé de comer.
A imitación de Jesús, todo pastor «a veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo —el pastor debe ir a veces adelante—, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 13). ¡Ojalá que todos los pastores sean así! Pero vosotros importunad a los pastores, para que os den la guía de la doctrina y de la gracia.
Este domingo se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones. En el Mensaje de este año he recordado que «toda vocación (…) requiere siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en su Evangelio» (n. 2). Por eso la llamada a seguir a Jesús es al mismo tiempo entusiasmante y comprometedora. Para que se realice, siempre es necesario entablar una profunda amistad con el Señor a fin de poder vivir de Él y para Él.
Recemos para que también en este tiempo muchos jóvenes oigan la voz del Señor, que siempre corre el riesgo de ser sofocada por otras muchas voces. Recemos por los jóvenes: quizá aquí, en la plaza, haya alguno que oye esta voz del Señor que lo llama al sacerdocio; recemos por él, si está aquí, y por todos los jóvenes que son llamados.
Ante Cristo Eucaristía, ofrecerme como pobre instrumento para acercar a otros al Buen Pastor y pedir especialmente por los sacerdotes.
Diálogo con Cristo
El Señor es mi pastor, nada me falta. Qué verdad tan consoladora en este mundo individualista en donde nadie parece preocuparse por los demás. El pastor pide obediencia a sus ovejas y da la vida por ellas, por eso, permite, Padre mío, que sepa siempre responder a tu llamado y que sepa dar una dimensión sobrenatural a todos mis esfuerzos y actividades del día de hoy.
Lucas 24, 35-48. Tercer Domingo del Tiempo de Pascua. Debemos superar «el miedo a la alegría» y pensar cuántas veces «no somos felices simplemente porque tenemos miedo».
[Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles] Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes». Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo». Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?». Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos. Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos». Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así esta escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto».
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 3, 13-15.17-19
Salmo: Sal 4, 2.4.7.9
Segunda lectura: Epístola I de San Juan, 1 Jn 2, 1-5a
Oración introductoria
Jesús, qué difícil es dejar a un lado las dudas, los temores, las inquietudes, para lograr el silencio interior necesario para escucharte en la oración. Por eso hoy, que me pongo ante tu presencia, confío en que me ayudarás a quitar todo lo que pueda ser factor de distracción. Tú mereces toda mi atención, agradecimiento y adoración.
Petición
Señor Resucitado, dame la gracia de tener un encuentro transformador contigo.
Meditación del Santo Padre Francisco
Hay muchos cristianos que tienen «miedo a la alegría». Cristianos «murciélagos», los definió «con un poco de humor» el Papa Francisco, que van con «cara de funeral», moviéndose en la sombra en lugar de dirigirse «a la luz de la presencia del Señor».
El hilo conductor de la meditación del [día de hoy] en la capilla de la Casa Santa Marta fue precisamente el contraste entre los sentimientos que experimentaron los Apóstoles después de la resurrección del Señor: por una parte, la alegría de saber que había resucitado, y, por otra, el miedo de verlo de nuevo en medio de ellos, de entrar en contacto real con su misterio viviente. Inspirándose en san Lucas (24, 35-48) propuesto por la liturgia, el Papa recordó, en efecto, que «la tarde de la resurrección los discípulos estaban contando lo que habían visto»: los dos discípulos de Emaús hablaban de su encuentro con Jesús durante el camino, y así también Pedro. En resumen, «todos estaban contentos porque el Señor había resucitado: estaban seguros de que el Señor había resucitado». Pero precisamente «estaban hablando de estas cosas», relata el Evangelio, «cuando se presenta Jesús en medio de ellos» y les dice: «Paz a vosotros».
En ese momento, observó el Papa, sucedió algo diferente de la paz. En efecto, el Evangelio describe a los apóstoles «aterrorizados y llenos de miedo». No «sabían qué hacer y creían ver un fantasma». Así, prosiguió el Papa, «todo el problema de Jesús era decirles: Pero mirad, no soy un fantasma; palpadme, ¡mirad mis heridas!».
Se lee además en el texto: «Como no acababan de creer por la alegría…». Este es el punto focal: los discípulos «no podían creer porque tenían miedo a la alegría». En efecto, Jesús «los llevaba a la alegría: la alegría de la resurrección, la alegría de su presencia en medio de ellos». Pero precisamente esta alegría se convirtió para ellos en «un problema para creer: por la alegría no creían y estaban atónitos».
En resumen, los discípulos «preferían pensar que Jesús era una idea, un fantasma, pero no la realidad».
«El miedo a la alegría es una enfermedad del cristiano». También nosotros, explicó el Pontífice, «tenemos miedo a la alegría», y nos decimos a nosotros mismos que «es mejor pensar: sí, Dios existe, pero está allá, Jesús ha resucitado, ¡está allá!». Como si dijéramos: «Mantengamos las distancias». Y así «tenemos miedo a la cercanía de Jesús, porque esto nos da alegría».
Esta actitud explica también por qué hay «tantos cristianos de funeral», cuya «vida parece un funeral permanente». Cristianos que «prefieren la tristeza a la alegría; se mueven mejor en la sombra que en la luz de la alegría». Precisamente «como esos animales —especificó el Papa— que logran salir solamente de noche, pero que a la luz del día no ven nada. ¡Como los murciélagos! Y con sentido del humor diríamos que son «cristianos murciélagos», que prefieren la sombra a la luz de la presencia del Señor».
En cambio, «muchas veces nos sobresaltamos cuando nos llega esta alegría o estamos llenos de miedo; o creemos ver un fantasma o pensamos que Jesús es un modo de obrar». Hasta tal punto que nos decimos a nosotros mismos: «Pero nosotros somos cristianos, ¡y debemos actuar así!». E importa muy poco que Jesús no esté. Más bien, habría que preguntar: «Pero, ¿tú hablas con Jesús? ¿Le dices: Jesús, creo que estás vivo, que has resucitado, que estás cerca de mí, que no me abandonas?». Este es el «diálogo con Jesús», propio de la vida cristiana, animado por la certeza de que «Jesús está siempre con nosotros, está siempre con nuestros problemas, con nuestras dificultades y con nuestras obras buenas».
Por eso, reafirmó el Pontífice, es necesario superar «el miedo a la alegría» y pensar en cuántas veces «no somos felices porque tenemos miedo». Como los discípulos que, explicó el Papa, «habían sido derrotados» por el misterio de la cruz. De ahí su miedo. «Y en mi tierra —añadió— hay un dicho que dice así: el que se quema con leche, ve una vaca y llora». Y así los discípulos, «quemados con el drama de la cruz, dijeron: no, ¡detengámonos aquí! Él está en el cielo, está muy bien así, ha resucitado, pero que no venga otra vez aquí, ¡porque ya no podemos más!».
El Papa Francisco concluyó su meditación invocando al Señor para que «haga con todos nosotros lo que hizo con los discípulos, que tenían miedo a la alegría: abrir nuestra mente». En efecto, se lee en el Evangelio: «Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». Así pues, el Papa deseó «que el Señor abra nuestra mente y nos haga comprender que Él es una realidad viva, que tiene cuerpo, está con nosotros y nos acompaña, que ha vencido: pidamos al Señor la gracia de no tener miedo a la alegría».
A lo largo del día, a través de jaculatorias y oraciones expresar mi gratitud y confianza en Dios.
Diálogo con Cristo
Cristo venciste a la muerte para siempre y con tu resurrección nos has traído la paz, la alegría, el gozo, la vida eterna. Éste es el mensaje del Evangelio de hoy y de todo el período pascual: ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!