La cátedra de San Pedro

La cátedra de San Pedro

El 22 de febrero celebramos una fiesta del apóstol San Pedro, diferente de la de su martirio el 29 de junio. Es la fiesta llamada de la Cátedra de San Pedro, y se celebra que Cristo concedió «las llaves del Reino».

La cátedra de San Pedro es la Santa Sede, lo que normalmente conocemos como el Vaticano, y dentro de él está la iglesia de San Pedro, cuyo altar (llamado de la confesión) se sitúa justo encima de la tumba del pescador, y encima del altar el famoso baldaquino de Bernini, con la magnífica vidriera del Espíritu Santo detrás. Aquí hay mucha información sobre Petros ení, una gran exposición dedicada a la basílica de San Pedro. La historia de las excavaciones fue la siguiente:

La zona del Vaticano separada por el Tíber del resto de la ciudad estaba compuesta de dos partes diferentes: una parte de colinas cuyo conjunto era llamado Mons Vaticanum (Monte Vaticano) -al norte de las colinas del Janiculum junto a la orilla derecha del río- y otra parte llana llamada Ager Vaticanum (Campo Vaticano).

El área en un principio estaba poco poblada, ya que el lugar se inundaba frecuentemente de agua malsana. Las colinas tenían cultivos de viñas de pésima calidad. Pero al estar consagrado a la diosa Cibeles y a su amante Attis tenía cierta importancia para los romanos ya que allí se celebraba el rito de la primavera.

Agripina (14 a. C. – 33 d. C.) tal vez buscando el favor de los dioses de la primavera, comenzó el saneado de la llanura para erigir allí su propia «villa». Su hijo Gayo (o Cayo) Julio César Germánico, llamado Calígula (12 – 41 d.C.), construyó en la extremidad de la villa un gran circo privado que se extendía a lo largo de la Vía Cornelia partiendo de la Villa y encajándose en las Colinas Vaticanas. Nerón Lucio Domizio (37–68 d. C.) amplió y enriqueció el circo haciendo una obra grandiosa, sólo superada por el Circo Máximo. Entre otras cosas construyó una nave de más de 100 metros con el fin de transportar de Alejandría (en Egipto) a Roma el obelisco esculpido en honor de Augusto. También construyó un grandioso puente sobre el Tíber para unir directamente los jardines de Agripina con la ciudad.

A lo largo de la Vía Cornelia, se estaban construyendo sepulcros (en forma de templetes o pirámides), altares y monumentos funerarios, como sucedía en todas las avenidas fuera del radio urbano.

La necrópolis guardaba un gran tesoro. En el año 64 d.C. fue martirizado San Pedro en el Circo de Nerón y a poca distancia –cruzando la vía Cornelia– se le dio sepultura. Sobre la pobre tumba de tierra se superpusieron después, con el correr de los siglos, varios monumentos.

El primero, llamado Trofeo de Gayo, fue levantado hacia la mitad del siglo II. Recibe ese nombre del presbítero que lo mencionara por primera vez en el año 200 aproximadamente. El Trofeo surgía en una pequeña explanada de siete por cuatro metros en la zona noroeste de la necrópolis y estaba rodeado por mausoleos y áreas sepulcrales. Al oeste estaba delimitado por un muro cubierto de revoque rojo (denominado por los científicos muro g). El monumento, con forma de tabernáculo, fue construido contemporáneamente al muro rojo y constaba de dos nichos sobrepuestos excavados en el muro mismo. Un tercer nicho –no visible por encontrarse bajo el nivel del suelo- comunicaba con la tumba del Apóstol. El nicho inferior se conserva en la actual hornacina de los palios en la Basílica de San Pedro. En el siglo III, al norte y al sur fueron agregados dos pequeños muros. El del norte conserva grafitos con invocaciones a Jesús, a María y a San Pedro. Fueron descifrados por Margherita Guarducci, quien dice que encierran un riquísimo testimonio de espiritualidad. Una de las inscripciones decía en griego: «Petrós ení» («Pedro [está] aquí»).

Constantino el Grande y el Papa San Silvestre, para custodiar la tumba del Príncipe de los Apóstoles, edificaron la Basílica llamada Constantiniana entre los años 320 a 329, y así favorecer el culto del pueblo.

Para hacer la plataforma los arquitectos se vieron obligados a enterrar la necrópolis y a remover parcialmente la colina, en dirección al norte. Un gran atrio rectangular precedía la Basílica; en el centro del patio había una fuente con una piña de bronce –que hoy se encuentra en el Patio de la Piña en los Palacios vaticanos-. En el interior, cinco naves, separadas por 22 columnas de varios colores trabadas con arcos las de la nave central y unidas por arcadas las de los laterales, conducían al transepto y al ábside en cuyo centro sobresalía el monumento fúnebre a San Pedro. El conjunto era mayor que la Basílica de San Juan.

Los trabajos de excavación que se ejecutaron entre 1940 y 1949 sacaron a la luz muchas de estas obras. Actualmente se pueden recorrer parcialmente los distintos niveles de las excavaciones. Se puede descender a la altura del pavimento de la Basílica y llegar a la necrópolis antigua.

Una de las sorpresas de las excavaciones fue la de encontrar vacío el lugar donde debían encontrarse las reliquias del Apóstol (bajo el altar papal). El lóculo que se encontraba en la pared roja fue descubierto y vaciado por un operario de los «Uffici Scavi» y guardado en una caja depositada provisionalmente dos metros más arriba en las mismas Grutas Vaticanas. Los científicos ignoraban esto y pensaron que tal vez el lugar de la tumba hubiera sido abierto en el medioevo, llevándose las reliquias.

Margherita Guarducci da con la caja de madera en 1953. Contenía, además de los huesos, tierra, fragmentos de revoque rojo, pequeños restos de paño precioso, dos fragmentos de mármoles y un billete escrito por el operario que lo transportó señalando la procedencia: del muro g (muro rojo). Los elementos son testigos de la historia del lugar. La tierra incrustada en los huesos señalaba la primer sepultura de San Pedro, además, correspondía a esta zona precisa de las excavaciones; los fragmentos de mármol procedían del revestimiento de Constantino; el paño de púrpura con hilos de oro entretejido indicaba la dignidad del difunto; el examen antropológico de los huesos dio como resultado la pertenencia de todos los restos a un solo individuo de sexo masculino, complexión robusta y edad entre 60 y 70 años. Todo esto permitió proclamar al Papa Pablo VI: «hemos hallado los huesos de Pedro», la reliquia más importante de la necrópolis.

Así se ve que la tradición ha sido constante al situar el lugar donde estaba enterrado el pescador, el príncipe de los apóstoles, y para preservar la memoria del lugar que mantuvieron los cristianos se edificó la basílica paleocristiana y 1.200 años después la actual que conocemos hoy, de cuya construcción se cumplió precisamente el V Centenario el año pasado.

Esta fiesta nos habla de la catolicidad (la universalidad) de la Iglesia, unida por El pescador y sus sucesores.

Para hablar del significado de la cátedra (la sede) de San Pedro adapto aquí lo que dice el Catecismo de la Iglesia católica en los números 551-553:

Desde el principio de su misión Jesucristo eligió a doce hombres para estar con Él y participar de su misión (cf. Mc 3,13-19); en ese colegio de los Doce Simón Pedro ocupa el primer lugar (cf. Mc 3,16; 9,2; Lc 24,34; 1 Cor 15,5), incluso el Discípulo amado le cede el sitio para entrar primero a contemplar el sepulcro vacío la mañana de la Resurrección (Juan 20,3-8); todo esto indica la preeminencia que tuvo San Pedro para la Iglesia primitiva. Él y San Pablo son los dos protagonistas de los Hechos de los apóstoles.

Gracias a una revelación del Padre, Pedro había confesado: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16,16). Entonces el Señor le declaró: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18). Cristo, «Piedra viva» (cf. 1 Pedro 2,4), asegura a su Iglesia edificada sobre la roca de Pedro la victoria sobre los poderes de la muerte. Pedro, por confesar la fe en Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios tendrá la misión de custodiar y confirmar la fe.

Jesús le ha confiado a Pedro una autoridad concreta: A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos (Mt 16,19). El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, «el Buen Pastor» (Juan 10,11), confirmó este encargo después de su resurrección: Apacienta mis ovejas (Juan 21,15-17). El poder de «atar y desatar» significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los Apóstoles (Mt 18,18) y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino.

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Evangelio del día: El desierto, un camino difícil, pero necesario

Evangelio del día: El desierto, un camino difícil, pero necesario

Marcos 1, 12-15. Primer Domingo del Tiempo de Cuaresma. Acordémonos de esto: en el momento de la tentación, de nuestras tentaciones, nada de diálogo con Satanás, sino siempre defendidos por la Palabra de Dios. Y esto nos salvará.

En seguida el Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivía entre las fieras, y los ángeles lo servían. Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia».

Lecturas

Primera lectura: Libro de Génesis, Gén 9, 8-15

Salmo: Sal 25(24), 4-9

Segunda lectura: Epístola I de San Pedro, 1 Pe 3, 18-22

Oración introductoria

Señor, el domingo es ese día central en que debo procurar tener un tiempo especial para Ti. Ilumíname, dame la luz y la fuerza de tu Espíritu Santo, para que sepa retirarme de toda distracción y hoy pueda tener un auténtico diálogo contigo, de corazón a corazón, en la oración.

Petición

Señor, concédeme saber escuchar tu Palabra y hacerla vida en mi vida.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio del primer domingo de Cuaresma presenta cada año el episodio de las tentaciones de Jesús, cuando el Espíritu Santo, que descendió sobre Él después del bautismo en el Jordán, lo llevó a afrontar abiertamente a Satanás en el desierto, durante cuarenta días, antes de iniciar su misión pública.

El tentador busca apartar a Jesús del proyecto del Padre, o sea, de la senda del sacrificio, del amor que se ofrece a sí mismo en expiación, para hacerle seguir un camino fácil, de éxito y de poder. El duelo entre Jesús y Satanás tiene lugar a golpes de citas de la Sagrada Escritura. El diablo, en efecto, para apartar a Jesús del camino de la cruz, le hace presente las falsas esperanzas mesiánicas: el bienestar económico, indicado por la posibilidad de convertir las piedras en pan; el estilo espectacular y milagrero, con la idea de tirarse desde el punto más alto del templo de Jerusalén y hacer que los ángeles le salven; y, por último, el atajo del poder y del dominio, a cambio de un acto de adoración a Satanás. Son los tres grupos de tentaciones: también nosotros los conocemos bien.

Jesús rechaza decididamente todas estas tentaciones y ratifica la firme voluntad de seguir la senda establecida por el Padre, sin compromiso alguno con el pecado y con la lógica del mundo. Mirad bien cómo responde Jesús. Él no dialoga con Satanás, como había hecho Eva en el paraíso terrenal. Jesús sabe bien que con Satanás no se puede dialogar, porque es muy astuto. Por ello, Jesús, en lugar de dialogar como había hecho Eva, elige refugiarse en la Palabra de Dios y responde con la fuerza de esta Palabra. Acordémonos de esto: en el momento de la tentación, de nuestras tentaciones, nada de diálogo con Satanás, sino siempre defendidos por la Palabra de Dios. Y esto nos salvará. En sus respuestas a Satanás, el Señor, usando la Palabra de Dios, nos recuerda, ante todo, que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3); y esto nos da fuerza, nos sostiene en la lucha contra la mentalidad mundana que abaja al hombre al nivel de las necesidades primarias, haciéndole perder el hambre de lo que es verdadero, bueno y bello, el hambre de Dios y de su amor. Recuerda, además, que «está escrito también: «No tentarás al Señor, tu Dios»» (v. 7), porque el camino de la fe pasa también a través de la oscuridad, la duda, y se alimenta de paciencia y de espera perseverante. Jesús recuerda, por último, que «está escrito: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto»» (v. 10); o sea, debemos deshacernos de los ídolos, de las cosas vanas, y construir nuestra vida sobre lo esencial.

Estas palabras de Jesús encontrarán luego confirmación concreta en sus acciones. Su fidelidad absoluta al designio de amor del Padre lo conducirá, después de casi tres años, a la rendición final de cuentas con el «príncipe de este mundo» (Jn 16, 11), en la hora de la pasión y de la cruz, y allí Jesús reconducirá su victoria definitiva, la victoria del amor.

Queridos hermanos, el tiempo de Cuaresma es ocasión propicia para todos nosotros de realizar un camino de conversión, confrontándonos sinceramente con esta página del Evangelio. Renovemos las promesas de nuestro Bautismo: renunciemos a Satanás y a todas su obras y seducciones —porque él es un seductor—, para caminar por las sendas de Dios y llegar a la Pascua en la alegría del Espíritu (cf. Oración colecta del IV Domingo de Cuaresma, Año A).

Santo Padre Francisco: I Domingo de Cuaresma

Ángelus del domingo, 9 de marzo de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, el tiempo litúrgico de cuarenta días que constituye en la Iglesia un camino espiritual de preparación para la Pascua. Se trata, en definitiva, de seguir a Jesús, que se dirige decididamente hacia la cruz, culmen de su misión de salvación. Si nos preguntamos: ¿por qué la Cuaresma? ¿Por qué la cruz? La respuesta, en términos radicales, es esta: porque existe el mal, más aún, el pecado, que según las Escrituras es la causa profunda de todo mal. Pero esta afirmación no es algo que se puede dar por descontado, y muchos rechazan la misma palabra «pecado», pues supone una visión religiosa del mundo y del hombre. Y es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual que cuando se oculta el sol desaparecen las sombras —la sombra sólo aparece cuando hay sol—, del mismo modo el eclipse de Dios conlleva necesariamente el eclipse del pecado. Por eso, el sentido del pecado —que no es lo mismo que el «sentido de culpa», como lo entiende la psicología—, se alcanza redescubriendo el sentido de Dios. Lo expresa el Salmo Miserere, atribuido al rey David con ocasión de su doble pecado de adulterio y homicidio: «Contra ti —dice David, dirigiéndose a Dios—, contra ti sólo pequé» (Sal 51, 6).

Ante el mal moral, la actitud de Dios es la de oponerse al pecado y salvar al pecador. Dios no tolera el mal, porque es amor, justicia, fidelidad; y precisamente por esto no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Para salvar a la humanidad, Dios interviene: lo vemos en toda la historia del pueblo judío, desde la liberación de Egipto. Dios está decidido a liberar a sus hijos de la esclavitud para conducirlos a la libertad. Y la esclavitud más grave y profunda es precisamente la del pecado. Por esto, Dios envió a su Hijo al mundo: para liberar a los hombres del dominio de Satanás, «origen y causa de todo pecado». Lo envió a nuestra carne mortal para que se convirtiera en víctima de expiación, muriendo por nosotros en la cruz. Contra este plan de salvación definitivo y universal, el Diablo se ha opuesto con todas sus fuerzas, como lo demuestra en particular el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que se proclama cada año en el primer domingo de Cuaresma. De hecho, entrar en este tiempo litúrgico significa ponerse cada vez del lado de Cristo contra el pecado, afrontar —sea como individuos sea como Iglesia— el combate espiritual contra el espíritu del mal (Miércoles de Ceniza, oración colecta).

Por eso, invocamos la ayuda maternal de María santísima para el camino cuaresmal que acaba de comenzar, a fin de que abunde en frutos de conversión.

Santo Padre emérito Benedicto XVI: I Domingo de Cuaresma

Ángelus del domingo, 13 de marzo de 2011

Propósito

Transmitir, a quienes me rodean, el gozo y la serenidad que se experimenta al confiar en la misericordia de Dios.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, al contemplar las tentaciones con las que Dios Padre permitió que fueras tentado, confirmo que nunca debo aspirar a no tener tentaciones sino a saber superarlas con fe y confianza, preparándome permanentemente con la mejor arma: la oración; porque ante la tentación, nunca me faltará la gracia ni la fortaleza del Espíritu Santo. Padre mío, que sepa llevar este mensaje a los demás, especialmente aquellos que están deprimidos y angustiados por lo duro de esta vida.

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Evangelio en Catholic.net

Evangelio del día: Orden de Predicadores

Evangelio en Evangelio del día


Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma 2015

Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma 2015

Fortalezcan sus corazones (St 5,8)

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.

Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.

La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.

Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.

El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.

1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia

La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen “parte” con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.

La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).

La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.

2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades

Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).

Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.

En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).

 También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.

Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.

Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.

3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente

También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?

En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la oración.

En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.

Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.

Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est, 31). Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.

Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro corazón semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.

Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.

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Santo Padre Francisco: «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8)

Mensaje para la Cuaresma 2015

Mensaje del sábado, 4 de octubre de 2014

Cuaresma – Catequesis del Santo Padre Francisco

Cuaresma – Catequesis del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Comienza hoy, miércoles de Ceniza, el itinerario cuaresmal de cuarenta días que nos conducirá al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. La Cuaresma nos prepara para este momento tan importante, por ello es un tiempo «fuerte», un momento decisivo que puede favorecer en cada uno de nosotros el cambio, la conversión. Todos nosotros necesitamos mejorar, cambiar para mejor. La Cuaresma nos ayuda y así salimos de las costumbres cansadas y de la negligente adicción al mal que nos acecha. En el tiempo cuaresmal la Iglesia nos dirige dos importantes invitaciones: tomar más viva conciencia de la obra redentora de Cristo y vivir con mayor compromiso el propio Bautismo.

La consciencia de las maravillas que el Señor actuó para nuestra salvación dispone nuestra mente y nuestro corazón a una actitud de gratitud hacia Dios, por lo que Él nos ha donado, por todo lo que realiza en favor de su pueblo y de toda la humanidad. De aquí parte nuestra conversión: ella es la respuesta agradecida al misterio estupendo del amor de Dios. Cuando vemos este amor que Dios tiene por nosotros, sentimos ganas de acercarnos a Él: esto es la conversión.

Vivir en profundidad el Bautismo —he aquí la segunda invitación— significa también no acostumbrarnos a las situaciones de degradación y de miseria que encontramos caminando por las calles de nuestras ciudades y de nuestros países. Existe el riesgo de aceptar pasivamente ciertos comportamientos y no asombrarnos ante las tristes realidades que nos rodean. Nos acostumbramos a la violencia, como si fuese una noticia cotidiana descontada; nos acostumbramos a los hermanos y hermanas que duermen en la calle, que no tienen un techo para cobijarse. Nos acostumbramos a los refugiados en busca de libertad y dignidad, que no son acogidos como se debiera. Nos acostumbramos a vivir en una sociedad que pretende dejar de lado a Dios, donde los padres ya no enseñan a los hijos a rezar ni a santiguarse. Yo os pregunto: vuestros hijos, vuestros niños, ¿saben hacer la señal de la cruz? Pensadlo. Vuestros nietos, ¿saben hacer la señal de la cruz? ¿Se lo habéis enseñado? Pensad y responded en vuestro corazón. ¿Saben rezar el Padrenuestro? ¿Saben rezar a la Virgen con el Ave María? Pensad y respondeos. Este habituarse a comportamientos no cristianos y de comodidad nos narcotiza el corazón.

La Cuaresma llega a nosotros como tiempo providencial para cambiar de rumbo, para recuperar la capacidad de reaccionar ante la realidad del mal que siempre nos desafía. La Cuaresma es para vivirla como tiempo de conversión, de renovación personal y comunitaria mediante el acercamiento a Dios y la adhesión confiada al Evangelio. De este modo nos permite también mirar con ojos nuevos a los hermanos y sus necesidades. Por ello la Cuaresma es un momento favorable para convertirse al amor a Dios y al prójimo; un amor que sepa hacer propia la actitud de gratuidad y de misericordia del Señor, que «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (cf. 2 Cor 8, 9). Al meditar los misterios centrales de la fe, la pasión, la cruz y la resurrección de Cristo, nos daremos cuenta de que el don sin medida de la Redención se nos ha dado por iniciativa gratuita de Dios.

Acción de gracias a Dios por el misterio de su amor crucificado; fe auténtica, conversión y apertura del corazón a los hermanos: son elementos esenciales para vivir el tiempo de Cuaresma. En este camino, queremos invocar con especial confianza la protección y la ayuda de la Virgen María: que sea Ella, la primera creyente en Cristo, quien nos acompañe en los días de oración intensa y de penitencia, para llegar a celebrar, purificados y renovados en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de su Hijo.

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Santo Padre Francisco: Miércoles de Ceniza

Audiencia General del miércoles, 5 de marzo de 2014

Evangelio del día: Otro enfermo hoy, ¿Y tú?

Evangelio del día: Otro enfermo hoy, ¿Y tú?

Marcos 1, 40-45. Sexto Domingo del Tiempo Ordinario. La misericordia de Dios da vida al hombre, le resucita de la muerte. 

Entonces se le acercó un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: «Si quieres, puedes purificarme». Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado». En seguida la lepra desapareció y quedó purificado. Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: «No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio». Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos, Y acudían a él de todas partes.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro del Levítico, Lev 13, 1-2.44-46

Salmo: Sal 32(31),1-2.5.11

Segunda lectura: Carta I de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 10, 31-33; 11, 1

Oración introductoria

Señor, si Tú quieres esta meditación puede hacer la diferencia en mi día, y en mi vida. Vengo ante Ti como el leproso, necesito de tu gracia. Tócame y sáname de todas mis iniquidades, de mi egoísmo, de mi soberbia, de mi vanidad, de mi indiferencia.

Petición

Ayúdame, Jesús, a vivir tu Evangelio al convertirme en un apóstol fiel y esforzado de tu Reino.

Meditación del Santo Padre Francisco

La piedad popular valora mucho los símbolos, y el Corazón de Jesús es el símbolo por excelencia de la misericordia de Dios; pero no es un símbolo imaginario, es un símbolo real, que representa el centro, la fuente de la que brotó la salvación para toda la humanidad.[…]

Pensemos esto, es hermoso: la misericordia de Dios da vida al hombre, le resucita de la muerte. El Señor nos mira siempre con misericordia; no lo olvidemos, nos mira siempre con misericordia, nos espera con misericordia. No tengamos miedo de acercarnos a Él. Tiene un corazón misericordioso. Si le mostramos nuestras heridas interiores, nuestros pecados, Él siempre nos perdona. ¡Es todo misericordia!

Vayamos a Jesús. Dirijámonos a la Virgen María: su corazón inmaculado, corazón de madre, compartió al máximo la compasión de Dios, especialmente en la hora de la pasión y de la muerte de Jesús. Que María nos ayude a ser mansos, humildes y misericordiosos con nuestros hermanos.

Santo Padre Francisco

Ángelus del domingo, 9 de junio de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En estos domingos, el evangelista san Marcos ha ofrecido a nuestra reflexión una secuencia de varias curaciones milagrosas. Hoy nos presenta una muy singular, la de un leproso sanado (cf. Mc 1, 40-45), que se acercó a Jesús y, de rodillas, le suplicó: «Si quieres, puedes limpiarme». Él, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: «Quiero: queda limpio». Al instante se verificó la curación de aquel hombre, al que Jesús pidió que no revelara lo sucedido y se presentara a los sacerdotes para ofrecer el sacrificio prescrito por la ley de Moisés. Aquel leproso curado, en cambio, no logró guardar silencio; más aún, proclamó a todos lo que le había sucedido, de modo que, como refiere el evangelista, era cada vez mayor el número de enfermos que acudían a Jesús de todas partes, hasta el punto de obligarlo a quedarse fuera de las ciudades para que la gente no lo asediara.

Jesús le dijo al leproso: «Queda limpio». Según la antigua ley judía (cf. Lv 13-14), la lepra no sólo era considerada una enfermedad, sino la más grave forma de «impureza» ritual. Correspondía a los sacerdotes diagnosticarla y declarar impuro al enfermo, el cual debía ser alejado de la comunidad y estar fuera de los poblados, hasta su posible curación bien certificada. Por eso, la lepra constituía una suerte de muerte religiosa y civil, y su curación una especie de resurrección.

En la lepra se puede vislumbrar un símbolo del pecado, que es la verdadera impureza del corazón, capaz de alejarnos de Dios. En efecto, no es la enfermedad física de la lepra lo que nos separa de él, como preveían las antiguas normas, sino la culpa, el mal espiritual y moral. Por eso el salmista exclama: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado». Y después, dirigiéndose a Dios, añade: «Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (Sal 32, 1.5).

Los pecados que cometemos nos alejan de Dios y, si no se confiesan humildemente, confiando en la misericordia divina, llegan incluso a producir la muerte del alma. Así pues, este milagro reviste un fuerte valor simbólico. Como había profetizado Isaías, Jesús es el Siervo del Señor que «cargó con nuestros sufrimientos y soportó nuestros dolores» (Is 53, 4). En su pasión llegó a ser como un leproso, hecho impuro por nuestros pecados, separado de Dios: todo esto lo hizo por amor, para obtenernos la reconciliación, el perdón y la salvación.

En el sacramento de la Penitencia Cristo crucificado y resucitado, mediante sus ministros, nos purifica con su misericordia infinita, nos restituye la comunión con el Padre celestial y con los hermanos, y nos da su amor, su alegría y su paz.

Queridos hermanos y hermanas, invoquemos a la Virgen María, a quien Dios preservó de toda mancha de pecado, para que nos ayude a evitar el pecado y a acudir con frecuencia al sacramento de la Confesión, el sacramento del perdón, cuyo valor e importancia para nuestra vida cristiana hoy debemos redescubrir aún más.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 15 de febrero de 2009

Propósito

Revisar mi programa de vida espiritual para concretar medios que me acerquen más a Cristo.

Diálogo con Cristo

Jesús, ¡cuánto podrías hacer conmigo si me dejara transformar por Ti! ¡Sería un instrumento que Tú podrías usar para comunicar a los hombres tus tesoros y tus gracias! Jesús, ayúdame a vivir tu Evangelio y a sentir el apremio de cumplir con tu mandato misionero.

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Evangelio del día: Orden de Predicadores

Evangelio en Evangelio del día


Evangelio del día: Fiesta de san Cirilo y san Metodio, patrones de Europa

Evangelio del día: Fiesta de san Cirilo y san Metodio, patrones de Europa

Lucas 10, 1-9. Fiesta de san Cirilo y san Metodio, patrones de Europa. El cristiano es un discípulo del Señor que camina, que va siempre adelante. No se puede pensar en un cristiano quieto. Un cristiano que permanece quieto está enfermo en su identidad cristiana.

Después de esto, el Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir. Y les dijo: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Al entrar en una casa, digan primero: «¡Que descienda la paz sobre esta casa!». Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes. Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa. En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; curen a sus enfermos y digan a la gente: «El Reino de Dios está cerca de ustedes».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles, Hch 13, 46-49

Salmo: Sal 117(116), 1-2

Oración introductoria

Dios mío, ayúdame a caminar tras el amor de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, para santificar allí donde me encuentre. No permitas que me quede quieto.

Petición

Que san Cirilo y san Metodio intercedan para que Nuestro Señor Jesucristo nos ayude a mantenernos siempre en el camino de Dios, Padre Todopoderoso, en el camino del amor.

Meditación del Santo Padre Francisco

Caminar, seguir adelante, más allá de los obstáculos. Es ésta la actitud adecuada para el buen cristiano porque forma parte de su identidad. Es más, un cristiano que no camina, que no sigue adelante «está enfermo en su identidad». El Papa Francisco —durante la misa de [hoy]— volvió a repetir la invitación que a menudo dirige a los fieles que encuentra: «adelante, seguid adelante». Y lo hizo al recordar a los patronos de Europa, Cirilo y Metodio, de quienes se celebraba su memoria. Como discípulos, fueron enviados a llevar el mensaje y su caminar, destacó el Papa, «nos hace reflexionar sobre la identidad del discípulo».

Pero, se preguntó el Pontífice, «¿quién es el cristiano?», «¿cómo se comporta el cristiano?». Su respuesta fue: El cristiano «es un discípulo. Es un discípulo que es enviado. El Evangelio es claro: El Señor los envió, id, ¡seguid adelante! Esto significa que el cristiano es un discípulo del Señor que camina, que va siempre adelante. No se puede pensar en un cristiano quieto. Un cristiano que permanece quieto está enfermo en su identidad cristiana».

Sin embargo, caminar para el cristiano significa también «ir más allá de las dificultades». Para explicar esta afirmación el Papa Francisco hizo referencia a la lectura del día tomada de los Hechos de los Apóstoles (13, 46-49), en la que Pablo y Bernabé al ver que en Antioquía de Pisidia los judíos no les seguían «se marcharon con los gentiles: ¡adelante!». Por lo demás, prosiguió el Pontífice, también Jesús en las bodas «obró así, siguió adelante: los invitados no llegaron, todos encontraron un motivo para no ir. ¿Dice Jesús que no hagamos fiesta? No. Id a los cruces de los caminos, de las calles e invitad a todos, buenos y malos. Así dice el Evangelio. ¿Pero también a los malos? Incluso los malos. ¡A todos!».

Un segundo aspecto de la identidad del cristiano es que «debe permanecer siempre como un cordero». El Papa Francisco se refirió al pasaje del Evangelio de Lucas proclamado poco antes (10, 1-9) y dijo: «El cristiano es un cordero y debe conservar esta identidad de cordero: «¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos»». Es necesario, por lo tanto, permanecer como corderos y «no convertirse en lobos, porque a veces —precisó el Santo Padre— la tentación nos hace pensar: «esto es difícil, estos lobos son astutos y yo también seré más astuto que ellos»». Por lo tanto permanecer como «cordero, no como tonto, sino cordero. Cordero, con la astucia cristiana, pero siempre cordero. Porque si tú eres cordero Él te defiende. Pero si te sientes fuerte como el lobo, Él no te defiende, te deja solo. Y los lobos te comerán crudo».

«¿Cuál es el estilo del cristiano en este caminar como cordero?» se preguntó después el Papa ilustrando el tercer elemento que caracteriza la identidad cristiana. «La alegría», fue su respuesta. Y continuó: «La alegría es el estilo del cristiano. El cristiano no puede caminar sin alegría. No se puede caminar como corderos sin alegría». Una actitud que hay que mantener siempre, incluso ante los problemas, también «con los propios errores y pecados» porque «está la alegría de Jesús que siempre perdona y ayuda».

El Evangelio, repitió el obispo de Roma, debe ser llevado al mundo por estos corderos que caminan con alegría. «No hacen un favor al Señor en la Iglesia —advirtió— esos cristianos que tienen un tiempo de adagio quejumbroso, que viven siempre así, lamentándose de todo, tristes. Éste no es el estilo de un discípulo. San Agustín dice: ¡sigue, sigue adelante, canta y camina, con la alegría! Éste es el estilo del cristiano: anunciar el Evangelio con alegría». En cambio «demasiada tristeza y también amargura nos llevan a vivir un así llamado cristianismo sin Cristo». El cristiano no está nunca quieto: es un hombre, una mujer que camina siempre, que va más allá de las dificultades. Y lo hace con sus fuerzas y con alegría. «Que el Señor —concluyó— nos conceda la gracia de vivir como cristianos que caminan como corderos y con alegría».

Santo Padre Francisco: Adelante más allá de los obstáculos

Meditación del viernes, 14 de febrero de 2014

Propósito

Pedir a María, nuestra Madre, que lleve a Jesús todas nuestras intenciones de ser mejores portadores del Evangelio.

Diálogo con Cristo

Jesús, sólo llevándote en mi corazón podré transmite tu paz, tan necesaria en el mundo convulsionado por la violencia y la inseguridad. Por intercesión de san Cirilo y san Metodio, concédeme que todos mis pensamientos, palabras y obras siembren la paz, principalmente en mi propia familia.

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Evangelio del dïa: Orden de Predicadores

Evangelio en Evangelio del día

Evangelio del día: Nuestra Señora de Lourdes

Evangelio del día: Nuestra Señora de Lourdes

Juan 2, 1-11. Nuestra Señora de Lourdes. Jornada Mundial del Enfermo. Oh María, Sede de la Sabiduría, intercede, como Madre nuestra por todos los enfermos y los que se ocupan de ellos. Haz que en el servicio al prójimo que sufre y a través de la misma experiencia del dolor, podamos acoger y hacer crecer en nosotros la verdadera sabiduría del corazón.

Tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino». Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía». Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga». Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas». Y las llenaron hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete». Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su o rigen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y les dijo: «Siempre se sirve primero el bu en vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento». Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 66, 10-14c

Salmo: (Tomado del Libro de Judit) Jdt 13, 18-19

Oración introductoria

Espíritu Santo, ilumina mi oración de modo que pueda salir de mí mismo, de mis preocupaciones y problemas, para abrir mi corazón a lo que hoy quieres decirme. Pido la intercesión de tu Madre santísima, que solucionó las necesidades de los demás, poniéndolas en tus manos.

Petición

Señor, así como cambiaste el agua en vino en Caná de Galilea, te pido que transformes mi vida en la clave del amor.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

Con ocasión de la XXIII Jornada Mundial de Enfermo, instituida por san Juan Pablo II, me dirijo a vosotros que lleváis el peso de la enfermedad y de diferentes modos estáis unidos a la carne de Cristo sufriente; así como también a vosotros, profesionales y voluntarios en el ámbito sanitario.

El tema de este año nos invita a meditar una expresión del Libro de Job: «Era yo los ojos del ciego y del cojo los pies» (29,15). Quisiera hacerlo en la perspectiva de la sapientia cordis, la sabiduría del corazón.

1. Esta sabiduría no es un conocimiento teórico, abstracto, fruto de razonamientos. Antes bien, como la describe Santiago en su Carta, es «pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía» (3,17). Por tanto, es una actitud infundida por el Espíritu Santo en la mente y en el corazón de quien sabe abrirse al sufrimiento de los hermanos y reconoce en ellos la imagen de Dios. De manera que, hagamos nuestra la invocación del Salmo: «¡A contar nuestros días enséñanos / para que entre la sabiduría en nuestro corazón!» (Sal 90,12). En esta sapientia cordis, que es don de Dios, podemos resumir los frutos de la Jornada Mundial del Enfermo.

2. Sabiduría del corazón es servir al hermano. En el discurso de Job que contiene las palabras «Era yo los ojos del ciego y del cojo los pies», se pone en evidencia la dimensión de servicio a los necesitados de parte de este hombre justo, que goza de cierta autoridad y tiene un puesto de relieve entre los ancianos de la ciudad. Su talla moral se manifiesta en el servicio al pobre que pide ayuda, así como también en el ocuparse del huérfano y de la viuda (vv.12-13).

Cuántos cristianos dan testimonio también hoy, no con las palabras, sino con su vida radicada en una fe genuina, y son «ojos del ciego» y «del cojo los pies». Personas que están junto a los enfermos que tienen necesidad de una asistencia continuada, de una ayuda para lavarse, para vestirse, para alimentarse. Este servicio, especialmente cuando se prolonga en el tiempo, se puede volver fatigoso y pesado. Es relativamente fácil servir por algunos días, pero es difícil cuidar de una persona durante meses o incluso durante años, incluso cuando ella ya no es capaz de agradecer. Y, sin embargo, ¡qué gran camino de santificación es éste! En esos momentos se puede contar de modo particular con la cercanía del Señor, y se es también un apoyo especial para la misión de la Iglesia.

3. Sabiduría del corazón es estar con el hermano. El tiempo que se pasa junto al enfermo es un tiempo santo. Es alabanza a Dios, que nos conforma a la imagen de su Hijo, el cual «no ha venido para ser servido, sino para servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28). Jesús mismo ha dicho: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27).

Pidamos con fe viva al Espíritu Santo que nos otorgue la gracia de comprender el valor del acompañamiento, con frecuencia silencioso, que nos lleva a dedicar tiempo a estas hermanas y a estos hermanos que, gracias a nuestra cercanía y a nuestro afecto, se sienten más amados y consolados. En cambio, qué gran mentira se esconde tras ciertas expresiones que insisten mucho en la «calidad de vida», para inducir a creer que las vidas gravemente afligidas por enfermedades no serían dignas de ser vividas.

4. Sabiduría del corazón es salir de sí hacia el hermano. A veces nuestro mundo olvida el valor especial del tiempo empleado junto a la cama del enfermo, porque estamos apremiados por la prisa, por el frenesí del hacer, del producir, y nos olvidamos de la dimensión de la gratuidad, del ocuparse, del hacerse cargo del otro. En el fondo, detrás de esta actitud hay frecuencia una fe tibia, que ha olvidado aquella palabra del Señor, que dice: «A mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Por esto, quisiera recordar una vez más «la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia el otro» como uno de los mandamientos principales que fundan toda norma moral y como el signo más claro para discernir acerca del camino de crecimiento espiritual como respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 179). De la misma naturaleza misionera de la Iglesia brotan «la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende, asiste y promueve» (ibíd.).

5. Sabiduría del corazón es ser solidarios con el hermano sin juzgarlo. La caridad tiene necesidad de tiempo. Tiempo para curar a los enfermos y tiempo para visitarles. Tiempo para estar junto a ellos, como hicieron los amigos de Job: «Luego se sentaron en el suelo junto a él, durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque veían que el dolor era muy grande» (Jb 2,13). Pero los amigos de Job escondían dentro de sí un juicio negativo sobre él: pensaban que su desventura era el castigo de Dios por una culpa suya. La caridad verdadera, en cambio, es participación que no juzga, que no pretende convertir al otro; es libre de aquella falsa humildad que en el fondo busca la aprobación y se complace del bien hecho.

La experiencia de Job encuentra su respuesta auténtica sólo en la Cruz de Jesús, acto supremo de solidaridad de Dios con nosotros, totalmente gratuito, totalmente misericordioso. Y esta respuesta de amor al drama del dolor humano, especialmente del dolor inocente, permanece para siempre impregnada en el cuerpo de Cristo resucitado, en sus llagas gloriosas, que son escándalo para la fe pero también son verificación de la fe (Cf. Homilía con ocasión de la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, 27 de abril de 2014).

También cuando la enfermedad, la soledad y la incapacidad predominan sobre nuestra vida de donación, la experiencia del dolor puede ser lugar privilegiado de la transmisión de la gracia y fuente para lograr y reforzar la sapientia cordis. Se comprende así cómo Job, al final de su experiencia, dirigiéndose a Dios puede afirmar: «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (42,5). De igual modo, las personas sumidas en el misterio del sufrimiento y del dolor, acogido en la fe, pueden volverse testigos vivientes de una fe que permite habitar el mismo sufrimiento, aunque con su inteligencia el hombre no sea capaz de comprenderlo hasta el fondo.

6. Confío esta Jornada Mundial del Enfermo a la protección materna de María, que ha acogido en su seno y ha generado la Sabiduría encarnada, Jesucristo, nuestro Señor.

Oh María, Sede de la Sabiduría, intercede, como Madre nuestra por todos los enfermos y los que se ocupan de ellos. Haz que en el servicio al prójimo que sufre y a través de la misma experiencia del dolor, podamos acoger y hacer crecer en nosotros la verdadera sabiduría del corazón.

Acompaño esta súplica por todos vosotros con la Bendición Apostólica.

Santo Padre Francisco

Mensaje con ocasión de la XXIII Jornada Mundial del Enfermo 2015

Mensaje del martes, 30 de diciembre de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

1. El 11 de febrero de 2013, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes, en el Santuario mariano de Altötting, se celebrará solemnemente la XXI Jornada Mundial del Enfermo. Esta Jornada representa para todos los enfermos, agentes sanitarios, fieles cristianos y para todas la personas de buena voluntad, «un momento fuerte de oración, participación y ofrecimiento del sufrimiento para el bien de la Iglesia, así como de invitación a todos para que reconozcan en el rostro del hermano enfermo el santo rostro de Cristo que, sufriendo, muriendo y resucitando, realizó la salvación de la humanidad» (Juan Pablo II, Carta por la que se instituía la Jornada Mundial del Enfermo, 13 mayo 1992, 3). En esta ocasión, me siento especialmente cercano a cada uno de vosotros, queridos enfermos, que, en los centros de salud y de asistencia, o también en casa, vivís un difícil momento de prueba a causa de la enfermedad y el sufrimiento. Que lleguen a todos las palabras llenas de aliento pronunciadas por los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano II: «No estáis… ni abandonados ni inútiles; sois los llamados por Cristo, su viva y transparente imagen» (Mensaje a los enfermos, a todos los que sufren).

2. Para acompañaros en la peregrinación espiritual que desde Lourdes, lugar y símbolo de esperanza y gracia, nos conduce hacia el Santuario de Altötting, quisiera proponer a vuestra consideración la figura emblemática del Buen Samaritano (cf. Lc 10,25-37). La parábola evangélica narrada por san Lucas forma parte de una serie de imágenes y narraciones extraídas de la vida cotidiana, con las que Jesús nos enseña el amor profundo de Dios por todo ser humano, especialmente cuando experimenta la enfermedad y el dolor. Pero además, con las palabras finales de la parábola del Buen Samaritano, «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37), el Señor nos señala cuál es la actitud que todo discípulo suyo ha de tener hacia los demás, especialmente hacia los que están necesitados de atención. Se trata por tanto de extraer del amor infinito de Dios, a través de una intensa relación con él en la oración, la fuerza para vivir cada día como el Buen Samaritano, con una atención concreta hacia quien está herido en el cuerpo y el espíritu, hacia quien pide ayuda, aunque sea un desconocido y no tenga recursos. Esto no sólo vale para los agentes pastorales y sanitarios, sino para todos, también para el mismo enfermo, que puede vivir su propia condición en una perspectiva de fe: «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (Enc. Spe salvi, 37).

3. Varios Padres de la Iglesia han visto en la figura del Buen Samaritano al mismo Jesús, y en el hombre caído en manos de los ladrones a Adán, a la humanidad perdida y herida por el propio pecado (cf. Orígenes, Homilía sobre el Evangelio de Lucas XXXIV, 1-9; Ambrosio, Comentario al Evangelio de san Lucas, 71-84; Agustín, Sermón 171). Jesús es el Hijo de Dios, que hace presente el amor del Padre, amor fiel, eterno, sin barreras ni límites. Pero Jesús es también aquel que «se despoja» de su «vestidura divina», que se rebaja de su «condición» divina, para asumir la forma humana (Flp 2,6-8) y acercarse al dolor del hombre, hasta bajar a los infiernos, como recitamos en el Credo, y llevar esperanza y luz. Él no retiene con avidez el ser igual a Dios (cf. Flp 6,6), sino que se inclina, lleno de misericordia, sobre el abismo del sufrimiento humano, para derramar el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.

4. El Año de la fe que estamos viviendo constituye una ocasión propicia para intensificar la diaconía de la caridad en nuestras comunidades eclesiales, para ser cada uno buen samaritano del otro, del que está a nuestro lado. En este sentido, y para que nos sirvan de ejemplo y de estímulo, quisiera llamar la atención sobre algunas de las muchas figuras que en la historia de la Iglesia han ayudado a las personas enfermas a valorar el sufrimiento desde el punto de vista humano y espiritual. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, «experta en la scientia amoris» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio ineunte, 42), supo vivir «en profunda unión a la Pasión de Jesús» la enfermedad que «la llevaría a la muerte en medio de grandes sufrimientos» (Audiencia general, 6 abril 2011). El venerable Luigi Novarese, del que muchos conservan todavía hoy un vivo recuerdo, advirtió de manera particular en el ejercicio de su ministerio la importancia de la oración por y con los enfermos y los que sufren, a los que acompañaba con frecuencia a los santuarios marianos, de modo especial a la gruta de Lourdes. Movido por la caridad hacia el prójimo, Raúl Follereau dedicó su vida al cuidado de las personas afectadas por el morbo de Hansen, hasta en los lugares más remotos del planeta, promoviendo entre otras cosas la Jornada Mundial contra la lepra. La beata Teresa de Calcuta comenzaba siempre el día encontrando a Jesús en la Eucaristía, saliendo después por las calles con el rosario en la mano para encontrar y servir al Señor presente en los que sufren, especialmente en los que «no son queridos, ni amados, ni atendidos». También santa Ana Schäffer de Mindelstetten supo unir de modo ejemplar sus propios sufrimientos a los de Cristo: «La habitación de la enferma se transformó en una celda conventual, y el sufrimiento en servicio misionero… Fortificada por la comunión cotidiana se convirtió en una intercesora infatigable en la oración, y un espejo del amor de Dios para muchas personas en búsqueda de consejo» (Homilía para la canonización, 21 octubre 2012). En el evangelio destaca la figura de la Bienaventurada Virgen María, que siguió al Hijo sufriente hasta el supremo sacrifico en el Gólgota. No perdió nunca la esperanza en la victoria de Dios sobre el mal, el dolor y la muerte, y supo acoger con el mismo abrazo de fe y amor al Hijo de Dios nacido en la gruta de Belén y muerto en la cruz. Su firme confianza en la potencia divina se vio iluminada por la resurrección de Cristo, que ofrece esperanza a quien se encuentra en el sufrimiento y renueva la certeza de la cercanía y el consuelo del Señor.

5. Quisiera por último dirigir una palabra de profundo reconocimiento y de ánimo a las instituciones sanitarias católicas y a la misma sociedad civil, a las diócesis, las comunidades cristianas, las asociaciones de agentes sanitarios y de voluntarios. Que en todos crezca la conciencia de que «en la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo si es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su misión» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici, 38).

Confío esta XXI Jornada Mundial del Enfermo a la intercesión de la Santísima Virgen María de las Gracias, venerada en Altötting, para que acompañe siempre a la humanidad que sufre, en búsqueda de alivio y de firme esperanza, que ayude a todos los que participan en el apostolado de la misericordia a ser buenos samaritanos para sus hermanos y hermanas que padecen la enfermedad y el sufrimiento, a la vez que imparto de todo corazón la Bendición Apostólica.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Mensaje con ocasión de la XXI Jornada Mundial del Enfermo 2013

Mensaje del día 2 de enero de 2013

Propósito

La próxima vez que me encuentre con una persona enferma, sea familar o no, intentar tener un gesto amable y cariñoso.

Diálogo con Cristo

Sólo el amor a Cristo será capaz de despertar en mí una mayor entrega, sólo el amor me dará la fuerza para ser santo, sólo el amor me hará obediente y perseverante, sólo el amor a los demás me impulsará a servirles con el ejercicio continuo de la caridad.

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Evangelio en Catholic.net

Evangelio en Evangelio del día


Evangelio del día: Estás enfermo. ¿Te gustaría morirte?

Evangelio del día: Estás enfermo. ¿Te gustaría morirte?

Marcos 1, 29-39. Quinto Domingo del Tiempo Ordinario. ¿Me inclino sobre quien está en problemas, o tengo miedo de ensuciarme las manos? ¿Estoy encerrado en mí mismo, en mis cosas, o me percato de los que necesitan ayuda? ¿Me sirvo solo a mí mismo, o sé servir a los demás como Cristo, que vino a servir hasta dar su vida? ¿Miro a los ojos de los que buscan la justicia, o dirijo la mirada hacia el otro lado?

Cuando salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. El se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos. Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él. Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando. Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: «Todos te andan buscando». El les respondió: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido». Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Job, Job 7, 1-4.6-7

Salmo: Sal 147(146), 1-6

Segunda lectura: Carta I de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 9, 16-19.22-23

Oración introductoria

Yo también te estoy buscando Señor. Te amo y confío en Ti porque sé que lo único que quieres es que sea feliz, aquí, ahora y en la eternidad.

Petición

Señor, ayúdame a salir de mi pasividad para ver, y hacer algo, por ayudar las necesidades de los demás.

Meditación del Santo Padre Francisco

Los pobres son también maestros privilegiados de nuestro conocimiento de Dios; su fragilidad y sencillez ponen al descubierto nuestros egoísmos, nuestras falsas certezas, nuestras pretensiones de autosuficiencia y nos guían a la experiencia de la cercanía y de la ternura de Dios, para recibir en nuestra vida su amor, la misericordia del Padre que, con discreción y paciente confianza, cuida de nosotros, de todos nosotros.

Desde este lugar de acogida, de encuentro y de servicio, quisiera que surgiera una pregunta para todos, para todas las personas que viven aquí en la diócesis de Roma: ¿Me inclino sobre quien está en problemas, o tengo miedo de ensuciarme las manos? ¿Estoy encerrado en mí mismo, en mis cosas, o me percato de los que necesitan ayuda? ¿Me sirvo solo a mí mismo, o sé servir a los demás como Cristo, que vino a servir hasta dar su vida? ¿Miro a los ojos de los que buscan la justicia, o dirijo la mirada hacia el otro lado? ¿Acaso para no mirar a los ojos?».

Santo Padre Francisco: Cristianos sin temor, vergüenza o triunfalismo

Mensaje del martes, 10 de septiembre de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy el Evangelio (cf. Mc 1, 29-39) —en estrecha continuidad con el domingo precedente— nos presenta a Jesús que, después de haber predicado el sábado en la sinagoga de Cafarnaúm, curó a muchos enfermos, comenzando por la suegra de Simón. Al entrar en su casa, la encontró en la cama con fiebre e, inmediatamente, tomándola de la mano, la curó e hizo que se levantara. Después de la puesta del sol, curó a una multitud de personas afectadas por todo tipo de enfermedades. La experiencia de la curación de los enfermos ocupó gran parte de la misión pública de Cristo, y nos invita una vez más a reflexionar sobre el sentido y el valor de la enfermedad en todas las situaciones en las que el ser humano pueda encontrarse. También la Jornada mundial del enfermo, que celebraremos el miércoles próximo, 11 de febrero, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, nos ofrece esta oportunidad.

Aunque la enfermedad forma parte de la experiencia humana, no logramos habituarnos a ella, no sólo porque a veces resulta verdaderamente pesada y grave, sino fundamentalmente porque hemos sido creados para la vida, para la vida plena. Justamente nuestro «instinto interior» nos hace pensar en Dios como plenitud de vida, más aún, como Vida eterna y perfecta. Cuando somos probados por el mal y nuestras oraciones parecen vanas, surge en nosotros la duda y, angustiados, nos preguntamos: ¿cuál es la voluntad de Dios? El Evangelio nos ofrece una respuesta precisamente a este interrogante. Por ejemplo, en el pasaje de hoy leemos que «Jesús curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios» (Mc 1, 34); en otro pasaje de san Mateo se dice que «Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23).

Jesús no deja lugar a dudas: Dios —cuyo rostro él mismo nos ha revelado— es el Dios de la vida, que nos libra de todo mal. Los signos de este poder suyo de amor son las curaciones que realiza: así demuestra que el reino de Dios está cerca, devolviendo a hombres y mujeres la plena integridad de espíritu y cuerpo. Digo que estas curaciones son signos: no se quedan en sí mismas, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, nos guían hacia Dios y nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, de la fuente de verdad y de amor. Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida. El reino de Dios es precisamente la presencia de la verdad y del amor; y así es curación en la profundidad de nuestro ser. Por tanto, se comprende por qué su predicación y las curaciones que realiza siempre están unidas. En efecto, forman un único mensaje de esperanza y de salvación.

Gracias a la acción del Espíritu Santo, la obra de Jesús se prolonga en la misión de la Iglesia. Mediante los sacramentos es Cristo quien comunica su vida a multitud de hermanos y hermanas, mientras cura y conforta a innumerables enfermos a través de las numerosas actividades de asistencia sanitaria que las comunidades cristianas promueven con caridad fraterna, mostrando así el verdadero rostro de Dios, su amor. Es verdad: ¡cuántos cristianos —sacerdotes, religiosos y laicos— han prestado y siguen prestando en todas las partes del mundo sus manos, sus ojos y su corazón a Cristo, verdadero médico de los cuerpos y de las almas! Oremos por todos los enfermos, especialmente por los más graves, que de ningún modo pueden valerse por sí mismos, sino que dependen totalmente de los cuidados de otros: que cada uno de ellos experimente, en la solicitud de quienes están a su lado, la fuerza del amor de Dios y la riqueza de su gracia, que nos salva. Que María, Salud de los enfermos, ruegue por nosotros.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 8 de febrero de 2009

Propósito

Reconocer nuestra enfermedad y acercarnos a Él con humildad y confianza. ¡Él nos curará de todas nuestras dolencias físicas o espirituales!

Diálogo con Cristo

¡Cuánto me enseña este pasaje del Evangelio! Ahora comprendo la importancia de la oración y el cómo vivir los acontecimientos difíciles de la vida: con paciencia, ánimo y esperanza. Gracias, Señor, por llevarme de tu mano y permite que, al igual que la suegra de Pedro, me ponga a servir a los demás. Dame la gracia de identificarme contigo para pensar como Tú, sentir como Tú, amar como Tú y vivir como Tú.

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Leproso por amor a Jesús

Leproso por amor a Jesús

El P. Damián no se contentaba con convertir almas, decir misa, predicar. También construía, curaba y cuidaba de aquellos desgraciados. Hacía surgir ante ellos un mundo nuevo. Fueron muchos los leprosos que abandonaron definitivamente sus borracheras y su desesperación para hacerse católicos y rodear al P. Damián. En pocos días desapareció casi totalmente aquella monstruosidad de la muerte desnuda y terrible, la muerte sin consuelo, simbolizada en aquella carretilla que se llevaba hasta el acantilado para volcar al mar su contenido.

Muchos eran los leprosos que habían transformado su abatimiento en un nuevo resurgir para mirar cara a cara la vida.

El misionero poco a poco consiguió que la ración alimenticia de cada leproso fuese mejorada y elevada…

Decía un testigo: «Yo le vi acercarse a un moribundo leproso para confesarle. Era algo imponente. Habrá tan mal olor, tanta miseria, tanta podredumbre en aquel cuerpo moribundo que quería confesarse, que me quedé apoyado en la puerta esperando ver reaccionar al P. Damián…. Pero él se acercó al moribundo, sonrió tristemente y colocó su oreja junto a la boca ensangrentado y purulenta del leproso. Un rato después levantaba la mano, haciendo la señal de la cruz. Una cosa observé en el misionero: casi siempre fumaba en pipa. Mucho tiempo después, él mismo me decía la razón. Era para no demostrar repugnancia y vencer el olor que la lepra dejaba en toda su ropa. ¿No comprende? —me decía—. Yo no podía demostrar repugnancia alguna. Eran mis hijos… ¿qué hubiesen dicho los pobres si llegan a darse cuenta de que su olor casi me mareaba?… Muchas veces sentí tentaciones de vomitar, pero procuraba vencerlas y me ayudaba Dios».

De vez en cuando se acordaba de su buena madre, una viejecita que vivía allá en la aldea de Bélgica, en la lejanía. Pero era un misionero. Y sus superiores no se lo obstaculizaban, se quedaría allí siempre, siempre hasta que Dios quisiera.

Años después se presenta el profesor Arming, que le trae una fotografía de su madre y le solicita una gota de sangre de dos de sus leprosos hospitalizados para analizarlas al microscopio. El P. Damián accede y le trae el poco rato dos cristales con sangre leprosa.

El primer análisis se realiza rápidamente y acusa reacción positiva. La sangre es de un conocido leproso que arrastra desde hace años la enfermedad. El segundo… es, dice el doctor desde luego, un leproso en estado febril. Bacilos de Hansen presente, y los linfocitos y leucocitos en aumento.

—¿Es sangre de leproso? —musitó el P. Damián.

—Sin duda —asintió Arming.

Por el gesto, por la expresión del Padre, todos comprendieron, intuyendo la terrible verdad.

—¡Está usted…! —comenzó uno de los presentes, sin decidirse a completar su pensamiento.

El P. Damián lo hizo por él.

—Leproso, leproso del todo, hijo… —replicó—. Dios es bueno. Me hace igual a mis hijos.

—¡Y he sido yo quien le ha dado esta terrible noticia! —exclamó amargamente Arming.

—Alguien tenía que hacerlo —dijo el Apóstol—. Yo lo sospechaba, lo intuía, lo temía. Ahora lo sé. Pero no es una noticia terrible profesor. Cristo sigue en la cruz, los cielos están abiertos. No ha cambiado nada. Estoy con mis hijos y creo en Dios. ¿Qué estoy leproso? A Cristo, que está clavado en la cruz, esto no hará que me desprecie. Luego iré don Él y dialogaré en voz baja con Él… Y todo será lo mismo. Me encontraré más cerca de mis hijos y sabré comprenderles aún mejor. Dios es bueno, hijos…

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Noticias Cristianas: «Historias para amar al prójimo. VI Parte: Historia, n.º 5». Historias para amar, páginas 101-102

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¿Queréis conocer mejor a este santo y su labor en la isla de Molokai?

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