por SS Francisco | 20 Oct, 2014 | Catequesis Magisterio
Queridos catequistas, buenas tardes.
Me alegra que en el Año de la fe tenga lugar este encuentro para ustedes: la catequesis es un pilar maestro para la educación de la fe, y hacen falta buenos catequistas. Gracias por este servicio a la Iglesia y en la Iglesia.
Aunque a veces pueda ser difícil, se trabaje mucho, con mucho empeño, y no se vean los resultados deseados, educar en la fe es hermoso. Es, quizás, la mejor herencia que podemos dejar: la fe. Educar en la fe, para hacerla crecer. Ayudar a niños, muchachos, jóvenes y adultos a conocer y amar cada vez más al Señor, es una de las más bellas aventuras educativas: se construye la Iglesia. «Ser» catequistas. No trabajar como catequistas: eso no vale. Uno trabaja como catequista porque le gusta la enseñanza… Pero si tú no eres catequista, ¡no vale! No serás fecundo, no serás fecunda. Catequista es una vocación: “ser catequista”, ésta es la vocación, no trabajar como catequista. ¡Cuidado!, no he dicho «hacer» de catequista, sino «serlo», porque incluye la vida. Se guía al encuentro con Jesús con las palabras y con la vida, con el testimonio. Recuerden lo que nos dijo Benedicto XVI: “La Iglesia no crece por proselitismo. Crece por atracción”. Y lo que atrae es el testimonio. Ser catequista significa dar testimonio de la fe; ser coherente en la propia vida. Y esto no es fácil. ¡No es fácil! Ayudamos, guiamos al encuentro con Jesús con las palabras y con la vida, con el testimonio. Me gusta recordar lo que San Francisco de Asís decía a sus frailes: “Predicad siempre el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras”. Las palabras vienen… pero antes el testimonio: que la gente vea en vuestra vida el Evangelio, que pueda leer el Evangelio. Y «ser» catequistas requiere amor, amor cada vez más intenso a Cristo, amor a su pueblo santo. Y este amor no se compra en las tiendas, no se compra tampoco aquí en Roma. ¡Este amor viene de Cristo! ¡Es un regalo de Cristo! ¡Es un regalo de Cristo! Y si viene de Cristo, sale de Cristo y nosotros tenemos que caminar desde Cristo, desde este amor que Él nos da.
¿Qué significa este caminar desde Cristo, para un catequista, para ustedes, también para mí, porque también yo soy catequista? ¿Qué significa?
Hablaré de tres cosas: uno, dos y tres, como hacían los viejos jesuitas… Uno, dos y tres.
1. Ante todo, caminar desde Cristo significa tener familiaridad con él, tener esta familiaridad con Jesús: Jesús insiste sobre esto a sus discípulos en la Última Cena, cuando se apresta a vivir el más alto don de amor, el sacrificio de la cruz. Jesús usa la imagen de la vid y los sarmientos, y dice: Permanezcan en mi amor, permanezcan unidos a mí, como el sarmiento está unido a la vid. Si estamos unidos a Él, podemos dar fruto, y ésta es la familiaridad con Cristo. ¡Permanecer en Jesús! Se trata de permanecer unidos a Él, dentro de Él, con Él, hablando con Él: permanecer en Jesús.
Para un discípulo, lo primero es estar con el Maestro, escucharle, aprender de él. Y esto vale siempre, es un camino que dura toda la vida. Me acuerdo de haber visto tantas veces, cuando estaba en la diócesis que tenía antes, a los catequistas salir de los cursos del seminario catequístico, diciendo: “¡Ya tengo el título de catequista!”. Eso no vale, no tienes nada, has dado un pequeño paso. ¿Quién te ayudará? ¡Esto vale siempre! No es un título, es una actitud: estar con Él, y dura toda la vida. Se trata de estar en la presencia del Señor, de dejarse mirar por Él. Y les pregunto: ¿Cómo están ustedes en la presencia del Señor? Cuando vas a la Iglesia, miras el Sagrario, ¿qué hacéis? Sin palabras… Pero yo hablo y hablo, pienso, medito, siento… ¡Muy bien! Pero ¿te dejas mirar por el Señor? Dejarse mirar por el Señor. Él nos mira y ésta es una manera de rezar. ¿Te dejas mirar por el Señor? ¿Cómo se hace? Miras el Sagrario y te dejas mirar… Así de sencillo. Es un poco aburrido, me duermo… ¡Duérmete, duérmete! De todas formas Él te mirará, igualmente te mirará. Pero tienes la certeza de que Él te mira. Y esto es mucho más importante que el título de catequista: forma parte del “ser” catequista. Esto caldea el corazón, mantiene encendido el fuego de la amistad con el Señor, te hace sentir que verdaderamente te mira, está cerca de ti y te ama. En una de las salidas que he hecho, aquí en Roma, en una Misa, se me acercó un señor, relativamente joven, y me dijo: “Padre, encantado de conocerlo, pero yo no creo en nada. No tengo el don de la fe”. Había entendido que era un don. “No tengo el don de la fe. ¿Qué me dice usted?”. “No te desanimes. Él te ama. Déjate mirar por Él. Solamente eso”. Y lo mismo les digo a ustedes: Déjense mirar por el Señor. Comprendo que para ustedes no sea tan sencillo: es difícil encontrar un tiempo prolongado de calma, especialmente para quienes están casados y tienen hijos. Pero, gracias a Dios, no es necesario que todos lo hagan de la misma manera; en la Iglesia hay variedad de vocaciones y variedad de formas espirituales; lo importante es encontrar el modo adecuado para estar con el Señor; y esto se puede hacer; es posible en todos los estados de vida. En este momento, cada uno puede preguntarse: ¿Cómo vivo yo este «estar» con Jesús? Ésta es una pregunta que les dejo: “¿Cómo vivo yo este estar con Jesús, este permanecer con Él?”. ¿Hay momentos en los que me pongo en su presencia, en silencio, me dejo mirar por él? ¿Dejo que su fuego inflame mi corazón? Si en nuestros corazones no está el calor de Dios, de su amor, de su ternura, ¿cómo podemos nosotros, pobres pecadores, inflamar el corazón de los demás? Piensen en esto.
2. El segundo elemento es el siguiente: Caminar desde Cristo significa imitarlo en el salir de sí e ir al encuentro del otro. Ésta es una experiencia hermosa y un poco paradójica. ¿Por qué? Porque quien pone a Cristo en el centro de su vida, se descentra. Cuanto más te unes a Jesús y él se convierte en el centro de tu vida, tanto más te hace Él salir de ti mismo, te descentra y te abre a los demás. Éste es el verdadero dinamismo del amor, éste es el movimiento de Dios mismo. Dios es el centro, pero siempre es don de sí, relación, vida que se comunica… Así nos hacemos también nosotros si permanecemos unidos a Cristo; Él nos hace entrar en esta dinámica del amor. Donde hay verdadera vida en Cristo, hay apertura al otro, hay salida de sí mismo para ir al encuentro del otro en nombre de Cristo. Y ésta es la tarea del catequista: salir continuamente de sí por amor, para dar testimonio de Jesús y hablar de Jesús, predicar a Jesús. Esto es importante porque lo hace el Señor: es el mismo Señor quien nos apremia a salir.
El corazón del catequista vive siempre este movimiento de «sístole y diástole»: unión con Jesús y encuentro con el otro. Son las dos cosas: me uno a Jesús y salgo al encuentro con los otros. Si falta uno de estos dos movimientos, ya no late, no puede vivir. Recibe el don del kerigma, y a su vez lo ofrece como don. Esta palabrita: don. El catequista es consciente de haber recibido un don, el don de la fe, y lo da como don a los otros. Y esto es hermoso. ¡Y no se queda para sí su tanto por ciento! Todo lo que recibe lo da. No se trata de un negocio. No es un negocio. Es puro don: don recibido y don transmitido. Y el catequista se encuentra allí, en ese intercambio del don. La naturaleza misma del kerigma es así: es un don que genera la misión, que empuja siempre más allá de uno mismo. San Pablo decía: «El amor de Cristo nos apremia», pero este «nos apremia» también puede traducirse como «nos posee». Así es: el amor te atrae y te envía, te atrapa y te entrega a los demás. En esta tensión se mueve el corazón del cristiano, especialmente el corazón del catequista. Preguntémonos todos: ¿Late así mi corazón de catequista: unión con Jesús y encuentro con el otro? ¿Con este movimiento de “sístole y diástole”? ¿Se alimenta en la relación con Él, pero para llevarlo a los demás y no para quedárselo él? Les digo una cosa: no entiendo cómo un catequista puede permanecer firme sin este movimiento. No lo entiendo.
3. Y el tercer elemento –tres– va siempre en esta línea: caminar desde Cristo significa no tener miedo de ir con Él a las periferias. Aquí me viene a la memoria la historia de Jonás, una figura muy interesante especialmente en nuestros tiempos de cambio e incertidumbre. Jonás es un hombre piadoso, con una vida tranquila y ordenada; esto lo lleva a tener sus esquemas muy claros y a juzgar todo y a todos con estos esquemas de manera rígida. Tiene todo claro: la verdad es ésta. Es inflexible. Por eso, cuando el Señor lo llama y le dice que vaya a predicar a Nínive, la gran ciudad pagana, Jonás se resiste. ¡Ir allí! Si yo tengo toda verdad aquí… Se resiste. Nínive está fuera de sus esquemas, se encuentra en la periferia de su mundo. Y entonces huye, se va a España, escapa, se embarca en un barco que zarpa hacia esos lugares. Vayan a leer de nuevo el libro de Jonás. Es breve, pero es una parábola muy instructiva, especialmente para nosotros que estamos en la Iglesia.
¿Qué es lo que nos enseña? Nos enseña a no tener miedo de salir de nuestros esquemas para seguir a Dios, porque Dios va siempre más allá. ¿Saben una cosa? ¡Dios no tiene miedo! ¿Lo sabían? ¡No tiene miedo! ¡Va siempre más allá de nuestros esquemas! Dios no tiene miedo de las periferias. Y si ustedes van a las periferias, allí lo encontrarán. Dios es siempre fiel, es creativo. Por favor, no se entiende un catequista que no sea creativo. Y la creatividad es como la columna vertebral del catequista. Dios es creativo, no está encerrado, y por eso nunca es rígido. Dios no es rígido. Nos acoge, sale a nuestro encuentro, nos comprende. Para ser fieles, para ser creativos, hay que saber cambiar. Saber cambiar. ¿Y para qué tengo que cambiar? Para adecuarme a las circunstancias en las que tengo que anunciar el Evangelio. Para permanecer con Dios, hay que saber salir, no tener miedo de salir. Si un catequista se deja ganar por el temor, es un cobarde; si un catequista se queda impasible, termina siendo una estatua de museo: ¡y tenemos tantos! ¡Tenemos tantos! Por favor, nada de estatuas de museo. Si un catequista es rígido, se hace apergaminado y estéril. Les pregunto: ¿Alguno de ustedes quiere ser un cobarde, una estatua de museo o estéril? ¿Alguno quiere ser así? [Catequistas: No]. ¿No? ¿Seguro? ¡Está bien! Lo que les voy a decir ahora, lo he dicho muchas veces, pero me sale del corazón. Cuando los cristianos nos cerramos en nuestro grupo, en nuestro movimiento, en nuestra parroquia, en nuestro ambiente, nos quedamos cerrados y nos sucede lo que a todo lo que está cerrado; cuando una habitación está cerrada, empieza a oler a humedad. Y si una persona está encerrada en esa habitación, se pone enferma. Cuando un cristiano se cierra en su grupo, en su parroquia, en su movimiento, está encerrado y se pone enfermo. Si un cristiano sale a la calle, a las periferias, puede sucederle lo que a cualquiera que va por la calle: un percance. Muchas veces hemos visto accidentes por las calles. Pero les digo una cosa: prefiero mil veces una Iglesia accidentada, y no una Iglesia enferma. Una Iglesia, un catequista que se atreva a correr el riesgo de salir, y no un catequista que estudie, sepa todo, pero que se quede encerrado siempre: éste está enfermo. Y a veces enfermo de la cabeza…
Pero ¡cuidado! Jesús no dice: vayan y apáñense. ¡No, no dice eso! Jesús dice: Vayan, yo estoy con ustedes. Aquí está nuestra belleza y nuestra fuerza: si vamos, si salimos a llevar su evangelio con amor, con verdadero espíritu apostólico, con parresía, él camina con nosotros, nos precede, -lo digo en español- nos «primerea». El Señor siempre nos “primerea”. A estas alturas ya han aprendido el significado de esta palabra. Y esto lo dice la Biblia, no lo digo yo. La Biblia dice, el Señor dice en la Biblia: Yo soy como la flor del almendro. ¿Por qué? Porque es la primera que florece en primavera. ¡Él está siempre el “primero”! ¡Es el primero! Esto es crucial para nosotros: Dios siempre nos precede. Cuando pensamos que vamos lejos, a una extrema periferia, y tal vez tenemos un poco de miedo, en realidad él ya está allí: Jesús nos espera en el corazón de aquel hermano, en su carne herida, en su vida oprimida, en su alma sin fe. Una de las periferias que más dolor me causa y que vi en la diócesis que tenía antes, ¿saben cuál es? La de los niños que no saben santiguarse. En Buenos Aires hay muchos niños que no saben santiguarse. ¡Ésta es una periferia! Hay que abordarla. Jesús está ahí, y te espera, para ayudar a ese niño a santiguarse. Él siempre nos precede.
Queridos catequistas, se han acabado los tres puntos. ¡Siempre caminar desde Cristo! Les doy las gracias por lo que hacen, pero sobre todo porque están en la Iglesia, en el Pueblo de Dios en camino, porque caminan con el Pueblo de Dios. Permanezcamos con Cristo –permanecer en Cristo-, tratemos de ser cada vez más uno con él; sigámoslo, imitémoslo en su movimiento de amor, en su salir al encuentro del hombre; y vayamos, abramos las puertas, tengamos la audacia de trazar nuevos caminos para el anuncio del Evangelio.
Que el Señor les bendiga y la Virgen les acompañe. Gracias.
María es nuestra Madre, María siempre nos lleva a Jesús.
Hagamos una oración, los unos por los otros, a la Virgen.
Muchas gracias.
Papa Francisco,
Discurso en el Congreso Internacional sobre la Catequesis,
Roma, Sala Pablo VI, viernes, 27 de septiembre de 2013
por Alejandro Martínez | OMP | 19 Oct, 2014 | Confirmación Dinámicas
En la celebración del día del Domund, la Jornada Mundial de las Misiones, os presentamos esta catequesis orientada a los jóvenes, y elaborada por Alejandro Martínez, de la Delegación Diocesana de Misiones de Granada para las Obras Misionales Pontificias.
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Para romper el hielo y crear un clima distendido
Alfil, caballero y jinete
En el siguiente enlace se pueden encontrar dinámicas para crear un ambiente distendido; puede hacerse una de las que aparecen u otra parecida:
10 excelentes dinámicas de recreación
1 Alegría
Globos sonrisa
(Se comenta el juego anterior y el rato divertido que han pasado).
Todos tenemos experiencias que nos han hecho sentir alegría, pero de la buena, de esa que queda grabada dentro y no se olvida, que te deja un buen sabor de boca y dices: «Esto sí que vale, se tiene que repetir más veces». Te has sentido feliz.
1.º Se invita a cada chico a que escriba en un papelito una experiencia/momento en que haya podido sentir esa alegría a la que nos hemos referido. Una vez escrita, se enrolla la hoja como si fuera un canuto. Se infla un globo, se introduce el canuto en él y luego se anuda (se puede dibujar una sonrisa a cada globo).
2.º Los globos se colocan por la sala como decoración. Más tarde los volveremos a usar.
3.º Repartimos ahora unas hojitas con un emoticono con la cara triste. Se invita al grupo a reflexionar: ¿cuáles son los motivos de tristeza o preocupación? Que cada cual elija un motivo que le provoca tristeza y lo escriba de manera anónima en el papelito entregado. El catequista los recoge; más tarde se usarán.
Para el catequista
Decir alegría suena a fiesta. Hoy fiesta es sinónimo de evasión. Las fiestas las hace el consumo, la marcha a los bares o las promociones de agencias de tiempo libre. Aquí la alegría es triste, pasa y se la lleva el río de la vida. La alegría no es la euforia de los momentos de subidón, ni la chispa de un momento jocoso. No es risa floja ni alboroto y algazara. No es alegría etílica ni televisiva, pastillera ni hooligan, histérica ni simple, cervecera o evasiva, ni digitalizada en un videojuego.
La alegría del Evangelio es algo muy diferente. Es optimista sin ser ciega. Es constante sin ser fácil. Tiene que ver con palabras como sentido, fe, lucha, opción, camino, reto, humanidad.
Es la alegría que puede reír, y también llorar.
4.º Escuchamos la canción Alegría de Nico Montero.
Puedes descargarla en pinchando en el siguiente enlace de su blog, blog.nicomontero.com.
Repartir a los chavales la canción por escrito (escuchar dos veces; la segunda, subrayar aquellas expresiones que llamen la atención).
Alegría
Quiero ser la alegría
que le falta a tu mirada,
que se adentra en los abismos,
y no alcanza otra mirada.
Quiero ser la alegría
que le falta al que se calla,
al que espera y desespera
y no encuentra las palabras.
Quiero ser la alegría
que le falta a quien no ama,
al que está lleno de odio
y se quema en sus entrañas.
Hay una alegría que nunca se termina,
que no pasa y que no acaba, que no es mentira.
Por ella doy mi vida, y en ella se hacen risas
cada una de las penas que me visitan.
Y es que hay una alegría que nunca se termina,
que no pasa y que no acaba, que no es mentira.
A mal tiempo buena cara, y si es bueno aún mejor,
que a este mundo le hacen falta menos guerras,
más humor (4 veces).
Recitado:
«Hoy, Alegría, encontrada en la calle,
lejos de todo libro, ¡acompáñame!
Contigo quiero ir de casa en casa;
quiero ir de pueblo en pueblo;
de bandera en bandera.
No eres para mí solo.
¡Contigo por el mundo! ¡Con mi canto!
Voy a cumplir con todos
porque debo a todos mi alegría.
No se sorprenda nadie porque quiero
entregar a los hombres los dones de la tierra;
porque aprendí luchando
que es mi deber terrestre propagar la alegría.
Y cumplo mi destino con mi canto».
Coros:
A mal tiempo buena cara, y si es bueno aún mejor,
que a este mundo le hacen falta menos guerras,
MÁS AMOR.
5.º Nos hacemos eco de la canción:
- ¿Qué te ha llamado la atención?
- Nico, el autor de la canción, ¿qué entiende por alegría? ¿Estás de acuerdo? ¿Por qué?
- ¿Cómo entiendes las palabras «Y es que hay una alegría que nunca se termina, que no pasa, que no acaba, que no es mentira»?
- ¿Cómo crees que se puede lograr esa alegría?
- Los miembros de este grupo ¿somos «rostros alegres», según la canción? ¿En qué se nota? ¿Dónde fallamos?
- ¿Cómo nos ven los compañeros del instituto? ¿Nos ven como gente alegre, que contagia alegría, o vamos como un borrego más que no aporta nada, como «pardillos»?
- ¿Dónde podemos encontrar esta alegría? ¿Cómo puede nacer en nosotros?
- Motivos que nos crean tristeza, depresión, angustia. Leemos los papeles que hemos escrito antes, en los que hemos puesto nuestros motivos de tristeza. Los comentamos.
6.º Ahora se reparten los globos y se pinchan. Cada uno lee el papel que estaba en el globo.
Escuchamosatentamente y comentamos.
- ¿Qué tienen en común estas experiencias de alegría?
- ¿Por qué eres alegre?
- ¿Qué actitudes, circunstancias, momentos… nos hacen vivir con optimismo y serenidad?
2 La alegría del Evangelio
El Evangelio recoge la experiencia vivida por las primeras comunidades cristianas. El Evangelio insiste desde el principio en la alegría:
Lc 1, 28: «Alégrate» es el saludo del ángel a María.
Lc 15, 8-9: «¿Qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: «¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido»».
Mt 13, 44: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo».
Jn 15, 11: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud».
Flp 4, 4-5: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca».
Para que lo entiendas: Imagina un desfiladero profundo. Mucho verde, rocas, árboles. Al fondo se oye el agua de un río. Según avanzas por ese sendero, que a veces baja y luego vuelve a subir, en ocasiones el agua está cerca, a la vista, casi puedes tocarla. Otras, desaparece y solo se oye un murmullo. Pero está ahí. A lo largo del camino, a veces te sientes cansado; otras, lleno de energía. Tal vez has parado a recuperar fuerzas. Ahora vas hablando con tu gente, o cantando; luego hay silencio. Pero el murmullo del torrente, el agua que corre, sigue ahí. La alegría profunda del Evangelio es algo parecido. Es descubrir, en el fondo, un manantial fresco, una fuerza vital que, por más barreras que encuentre, siempre halla un espacio para ser parte de tu vida, de los momentos fáciles y de los problemas, del canto y del silencio.
Para el catequista
El papa Francisco dice: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (La alegría del Evangelio, 1).
¿Podrías decir que el Evangelio es para ti fuente de alegría? En concreto, ¿qué tiene el Evangelio de buena noticia, de esas que te alegran el día?
Dedicar un momento a imaginar el mundo mejor de lo que es… y a creer que es posible… y a soñar caminos para conseguirlo. Se escribe en una cartulina. (El mundo es muy grande; se puede empezar por lo más cercano: la familia, el instituto, el grupo, el pueblo/barrio…).
3 Misioneros: alegres por anunciar el Evangelio
Los misioneros son gente como tú, que se sintieron atraídos por el mensaje del Evangelio y experimentaron el gozo, la alegría, de vivir la Palabra; que se sienten llamados a anunciar y compartir la Buena Noticia con otras gentes.
Visionado del vídeo Misioneros por el mundo: Turkana (del minuto 33:20 al 42:25):
o bien el realizado para el DOMUND 2014:
Comentar en el grupo: ¿qué te ha llamado la atención del misionero? Además de compartir la fe, ¿qué comparte con la gente? ¿Cómo celebran la fe? ¿Qué es lo más importante o necesario para que el misionero esté allí? ¿Por qué crees que la alegría es vital allá donde están los misioneros? ¿Y dónde estás tú? ¿Qué puedes mejorar de tu vida: actitudes, acciones, comportamientos, sueños…?
Pedimos por nuestros hermanos misioneros, para que sigan anunciando con alegría el Evangelio, y por cada uno de nosotros, para que Jesús nos llene el corazón y la vida entera; con Él siempre nace la alegría. También pedimos al Señor que cuente con cada uno de nosotros para llamarnos a la vocación misionera. Rezamos el padrenuestro.
Terminamos nuestra oración con la canción Magia, a modo de compromiso:
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Puedes descargarte esta dinámica en pdf en las Obras Misionales Pontificias
por Alejandro Martínez | OMP | 19 Oct, 2014 | Primera comunión Dinámicas
En la celebración del día del Domund, la Jornada Mundial de las Misiones, os presentamos esta catequesis orientada a los niños, y elaborada por Alejandro Martínez, de la Delegación Diocesana de Misiones de Granada para las Obras Misionales Pontificias.
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Para ir creando ambiente
Bailando sobre el papel
El catequista prepara hojas de periódico. Los participantes se dividen en parejas, cada una de las cuales tendrá una página. Las parejas bailan sobre esta mientras suena música o el catequista da palmadas. Cuando la música o las palmadas paren, cada pareja permanecerá inmóvil sobre su hoja de periódico. La siguiente vez que la música o las palmadas paren, la pareja deberá doblar por la mitad su papel. Después de varios turnos, los papeles se hacen muy pequeños, porque han sido doblados repetidamente, y resulta cada vez más difícil bailar sobre ellos. Las parejas que saquen los pies de su papel, quedan fuera del juego, que continúa hasta que una pareja gane.
Sagidi sagidi sapopó
El grupo forma un círculo o una línea. El catequista enseña a todos este simple canto monótono: «Sagidi sagidi sapopó». Cada vez que el grupo recita «Sagidi sagidi sapopó», el catequista hace una acción diferente, tal como chasquear los dedos, aplaudir al ritmo del canto, mover la cabeza, dar patadas al aire… Con cada nueva repetición del canto, cada uno copia las acciones de la persona de su izquierda, moviéndose siempre por detrás de ella.
1 El regalo de la alegría
Este juego sirve para promover la valoración y el estímulo positivo entre los miembros del grupo. Se necesitan hojas de papel y lápices.
Desarrollo
Cada chico deberá tener tantos papeles como integrantes del grupo sean, incluido el catequista.
Se invita a los participantes a que cada uno escriba un mensaje a cada compañero de su grupo; un mensaje que tienda a despertar en cada cual sentimientos positivos respecto de sí mismo, incluso en el caso de aquellas personas por las que no se sienta gran simpatía.
- El mensaje debe ser concreto y específico para cada persona, es decir, que describa rasgos de su personalidad, y debe expresarse, por ejemplo, así: «Me gusta cómo ríes cuando…», en vez de: «Me gusta tu actitud», pues este es muy general.
- Procura decir algo bueno que le hayas observado o que admires, sus mejores momentos, sus éxitos; y haz siempre la presentación de tu mensaje de un modo personal: «A mí me gusta tu…», «Yo veo que tu…».
- Escribe a quién va dirigido y fírmalo.
- A continuación se ponen los papeles en una caja, doblados, con el nombre del destinatario por fuera; luego cada uno saca los dirigidos a él y los lee.
Esta actividad es muy valiosa, porque nos permite expresar lo mejor del otro y que este sepa lo que valoramos de él, además de mejorar considerablemente nuestros lazos amistosos. Terminar la dinámica recordando: «Los mejores regalos no son los que cuestan más dinero. Los mejores regalos son los que se dan desde el corazón».
2 En busca del tesoro perdido: ser felices
Los participantes deberán buscar un «tesoro escondido» lo más rápido posible. El catequista muestra lo que va a ser el «tesoro escondido» a todos los jugadores.
Todos, menos el catequista, salen de la sala. El catequista esconde el «tesoro» en un lugar donde sea difícil verlo. Luego llama a los chicos y chicas para que entren.
Deben buscar el «tesoro escondido» sin decir ninguna palabra y de una forma disimulada. Cuando un jugador lo encuentre, deberá hacer como si no lo hubiera visto y, discretamente, ir junto al catequista y contarle en un susurro dónde lo encontró. Si acierta, permanece al lado del catequista. El juego termina cuando el último jugador encuentra el «tesoro escondido». Comentar el juego: cómo me ha ido, cómo me he sentido, por qué…
3 Jesús y el tesoro escondido
Algo parecido ocurre en esta parábola que contó Jesús:
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo» (Mt 13, 44).
O bien ver este vídeo de la parábola:
Para el catequista
En esta parábola, el compromiso que exige el Reino (el seguimiento de Jesús) no se hace por un esfuerzo ascético y personal (no por méritos personales), sino por la alegría de haber descubierto un valor insospechado e incomparable («va a vender todo lo que tiene y compra el campo»).
- ¿Por qué quería el hombre comprar el campo?
- ¿Por qué estaba gozoso el hombre de vender todo lo que tenía?
- ¿Alguna vez te has imaginado cómo sería descubrir un tesoro escondido? Si descubrieras un tesoro enterrado en un campo, ¿venderías todo lo que tienes para poder comprar ese campo?
- ¿Qué se necesita para encontrar un tesoro? ¿Qué compartirías de tu tesoro?
Existe un tesoro escondido. Algunos ya lo han descubierto, pero lamentablemente hay otros muchos que todavía no han tenido posibilidad de descubrirlo. Ese tesoro es el Reino de Dios. Las cosas de este mundo son fáciles de ver, pues siempre están frente a nosotros. Si eso es todo lo que vemos, es fácil atesorar solo esas cosas materiales. Pero las cosas de Dios son el verdadero tesoro, mucho más precioso que todo este mundo junto. Y este tesoro, su Reino, es ALEGRÍA. Dios quiere que tú, todos nosotros, seamos felices, y que ayudemos a otros, especialmente a los pobres, a ser felices también.
- ¿Qué estarías dispuesto a compartir de tu tesoro?
- Actividad: El tesoro es tan grande que se va descubriendo poco a poco lo que hay en él. A veces nuestros ojos no perciben algo, pero sabemos que existe (por ejemplo, el aire que respiramos no lo vemos, pero sabemos que esta ahí). Seguro que hemos encontrado parte de ese tesoro. En una cartulina vamos a escribir y poner en común lo que hemos descubierto cada uno de él (por ejemplo: compartir, alegría, perdonar, saludar, acompañar, amor, solidaridad, entrega, sonreír, tirar para delante…).
4 Misioneros, su tesoro es comunicar la alegría del Evangelio
¿Has pensado cuál es el tesoro de un misionero?
¿Qué han vendido para tener ese tesoro?
¿Lo pierden al llevarlo a otros? ¿Sí o no? ¿Por qué?
¿Están locos? ¿Por qué?
Se puede ver el DVD/vídeo de la campaña del DOMUND 2014 o visionar aquí el vídeo:
Comentar en el grupo y ver cómo colaborar con la Jornada Mundial de las Misiones (DOMUND).
5 Oración: como María
María también encontró su tesoro: tener a Jesús y entregarlo a la humanidad. Ella aceptó la llamada del ángel Gabriel de parte de Dios para ser la madre del Mesías: «Alégrate, llena de gracia». Y ni corta ni perezosa, se puso en camino, y con rapidez, para echar una mano a su prima Isabel, que también estaba embarazada y era muy mayor.
María no se quedó en Nazaret, no se quedó paralizada… Rápidamente, con prisa, se fue a ayudar a su prima. Y de ese encuentro brotó más alegría: «En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó [de alegría] la criatura en su vientre»; María cantó diciendo: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador». «Hay más dicha en dar que en recibir», enseñará Jesús.
Recordamos cómo dimos comienzo a la catequesis, enviando esos mensajes que alegraban a nuestros compañeros.
Que aprendamos a ser como María: a amar con generosidad. Unimos nuestras manos y damos gracias a Dios por nuestros misioneros.
Rezamos el avemaría y acabamos con el padrenuestro: «Venga tu Reino a toda la Tierra».
Puedes descargarte esta dinámica en pdf en las Obras Misionales Pontificias
por Domund.org | 19 Oct, 2014 | Catequesis Noticias
El DOMUND es el día en que la Iglesia universal reza por los misioneros y misioneras y colabora con ellos en su labor evangelizadora desarrollada entre los más pobres.
El Domund ayuda a los misioneros
La Jornada Mundial de las Misiones, conocida en España como DOMUND, se celebra en todo el mundo el cuarto domingo de octubre. El DOMUND es una llamada de atención sobre la común responsabilidad de todos los cristianos en la evangelización e invita a amar y apoyar la causa misionera. Los misioneros dan a conocer a todos el mensaje de Jesús, especialmente en aquellos lugares del mundo donde el Evangelio está en sus comienzos y la Iglesia aún no está asentada.
Estos lugares son conocidos como Territorios de Misión, están confiados a la Congregación para la Evangelización de los Pueblos y dependen en gran medida de la labor de los misioneros y del sostenimiento económico las Obras Misionales Pontificias de todo el mundo. Mediante el DOMUND, la Iglesia trata de cubrir estas carencias y ayudar a los más desfavorecidos a través de los misioneros.
El DOMUND es el momento culminante de una corriente de animación misionera y de cooperación con las misiones que se realiza durante todo el año, pero de una manera muy especial durante el «Octubre Misionero», el mes de las misiones.
¿Por qué celebramos el DOMUND?
La supervivencia de los Territorios de Misión depende de los donativos. El DOMUND es una llamada a la colaboración económica de los fieles. Gracias a su generosidad se construyen templos, se compran vehículos, se forman catequistas, se atienden proyectos sociales, sanitarios y educativos en las misiones.
Cada año llevan se llevan a cabo Proyectos Pastorales como:
La construcción de iglesias y capillas; la compra y sostenimiento de vehículos para la pastoral; la formación básica y permanente de los responsables de la pastoral; el sostenimiento de comunidades religiosas; el mantenimiento de los catequistas misioneros;
También se realizan Proyectos Sociales, Educativos y Sanitarios:
La Iglesia tiene una amplia labor social y educativa en todo el mundo: atiende a 117.119 instituciones sociales: hospitales, residencias de ancianos, orfanatos y comedores para personas necesitadas en todo el mundo. Se encarga de 209.688 instituciones educativas: guarderías, escuelas, universidades y centros de formación profesional.
En los Territorios de Misión la Iglesia atiende a 26.711 instituciones sociales. Esto significa que el 22,81% de las instituciones sociales del mundo están en la Misión. La Iglesia en estos territorios también se encarga de 99.045 instituciones educativas, lo que representa el 47,23% del total de instituciones educativas que tiene la Iglesia.
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por Pedro de Alcántara Martínez OFM | Varios en internet | 18 Oct, 2014 | Postcomunión Vida de los Santos
Era el año del Señor de 1494 [o más bien: 1499] cuando en la Extremadura Alta, en la villa de Alcántara, nacía del gobernador don Pedro Garabito y de la noble señora doña María Villela de Sanabria un varón cuya vida había de ser un continuo milagro y un mensaje espiritual de Dios a los hombres, porque no iba a ser otra cosa sino una potente encarnación del espíritu en cuanto ello lo sufre la humana naturaleza. Ocurrió cuando España entera vibraba hasta la entraña por la fuerza del movimiento contrarreformista. Era el tiempo de los grandes reyes, de los grandes teólogos, de los grandes santos. En el cielo de la Iglesia española y universal fulgían con luz propia Ignacio, Teresa, Francisco de Borja, Juan de la Cruz, Francisco Solano, Javier… Entre ellos el Santo de Alcántara había de brillar con potentísima e indiscutible luz.
Había de ser santo franciscano. La liturgia de los franciscanos, en su fiesta, nos dice que, si bien «el Seráfico Padre estaba ya muerto, parecía como si en realidad estuviese vivo, por cuanto nos dejó copia de sí en Pedro, al cual constituyó defensor de su casa y caminó por todas las vías de su padre, sin declinar a la derecha ni hacia la izquierda». Todo el que haya sentido alguna vez curiosidad por la historia de la Orden de San Francisco, se encontrará con un fenómeno digno de ponderación, que apenas halla par en la historia de la Iglesia: iluminado por Dios, se apoderó el Santo de Asís del espíritu del Evangelio y lo plasmó en una altísima regla de vida que, en consecuencia, se convierte en heroísmo. Este evangelio puro, a la letra, es la cumbre de la espiritualidad cristiana y hace de los hombres otros tantos Cristos, otros tantos estigmatizados interiores; pero choca también con la realidad de la concupiscencia y pone al hombre en un constante estado de tensión, donde las tendencias hacia el amor que se crucifica y hacia la carne que reclama su imperio luchan en toda su desnuda crudeza. Por eso ya en la vida de San Francisco se observa que su ideal, de extraordinaria potencia de atracción de almas sedientas de santidad, choca con las debilidades humanas de quienes lo abrazan. Y las almas, a veces, ceden en puntos de perfección, masivamente, en grandes grupos, y parece, sin embargo, como si el espíritu del fundador hubiese dejado en ellas una simiente de perpetuo descontento, una tremenda ansia de superación, y constantemente, apenas la llama del espíritu ha comenzado a flaquear, se levanta el espíritu hecho llama en otro hombre y comienza un movimiento de reforma. Nuestro Santo fue, de todos esos hombres, el más audaz, el más potente y el más avanzado. Su significación es, por tanto, doble: es reformador de la Orden y, a través de ella, de la Iglesia universal.
San Francisco entendió la santidad como una identificación perfecta con Cristo crucificado y trazó un camino para ir a Él. El itinerario comienza por una intuición del Verbo encarnado que muere en cruz por amor nuestro, moviendo al hombre a penitencia de sus culpas y arrastrándole a una estrecha imitación. Así introduce al alma en una total pobreza y renuncia de este mundo, en el que vivirá sin apego a criatura alguna, como extranjera y peregrina; de aquí la llevará a desear el oprobio y menosprecio de los hombres, será humilde; de aquí, despojada ya de todo obstáculo, a una entrega total al prójimo, en purísima caridad fraterna. Ya en este punto el hombre encuentra realizada una triple muerte a sí mismo: en el deseo de la posesión y del goce, en la propia estima, en el propio amor. Entonces ha logrado la perfecta identificación con el Cristo de la cruz. Esto, en San Francisco, floreció en llagas, impresas por divinas manos en el monte de la Verna. Y, cuando el hombre se ha configurado así con el Redentor, su vida adquiere una plenitud insospechada de carácter redentivo, completando en sí los padecimientos de Cristo por su Iglesia; se hace alma víctima y corredentora por su perfecta inmolación. Cuando el alma se ha unido así con Cristo ha encontrado la paz interior consumada en el amor y sus ojos purificados contemplan la hermosura de Dios en lo creado; queda internamente edificada en sencilla simplicidad; vive una perpetua y perfecta alegría, que es sonrisa de cruz. Es franciscana.
Por estos caminos, sin declinar, iba a correr nuestro Santo de Alcántara. Nos encontramos frente a una destacadísima personalidad religiosa, en la que no sabemos si admirar más los valores humanos fundamentales o los sobrenaturales añadidos por la gracia. San Pedro fue hombre de mediana estatura, bien parecido y proporcionado en todos sus miembros, varonilmente gracioso en el rostro, afable y cortés en la conversación, nunca demasiada; de exquisito trato social. Su memoria fue extraordinaria, llegando a dominar toda la Biblia; ingenio agudo; inteligencia despejadísima y una voluntad férrea ante la cual no existían los imposibles y que hermanaba perfectamente con una extrema sensibilidad y ternura hacia los dolores del prójimo. Es de considerar cómo, a pesar de su extrema dureza, atraía de manera irresistible a las almas y las empujaba por donde quería, sin que nadie pudiese escapar a su influencia. Cuando la penitencia le hubo consumido hasta secarle las carnes, en forma de parecer –según testimonio de quienes le trataron– un esqueleto recién salido del sepulcro; cuando la mortificación le impedía mirar a nadie cara a cara, emanaba de él, no obstante, una dulzura, una fuerza interior tal, que inmediatamente se imponía a quien le trataba, subyugándole y conduciéndole a placer.
Sus padres cuidaron esmeradamente de su formación intelectual. Estudió gramática en Alcántara y debía de tener once o doce años cuando marchó a Salamanca. Allí cursó la filosofía y comenzó el derecho. A los quince años había ya hecho el primero de leyes. Tornó a su villa natal en vacaciones, y entonces coincidieron las dudas sobre la elección de estado con un período de tentaciones intensas. Un día el joven vio pasar ante su puerta unos franciscanos descalzos y marchó tras ellos, escapándose de casa apenas si cumplidos los dieciséis años y tomando el hábito en el convento de los Majarretes, junto a Valencia de Alcántara, en la raya portuguesa, año de 1515.
Fray Juan de Guadalupe había fundado en 1494 una reforma de la Orden conocida comúnmente con el nombre de la de los descalzos. Esta reforma pasó tiempos angustiosos, combatida por todas partes, autorizada y suprimida varias veces por los Papas, hasta que logró estabilizarse en 1515 con el nombre de Custodia de Extremadura y más tarde provincia descalza de San Gabriel. Exactamente el año en que San Pedro tomó el santo hábito.
La vida franciscana de éste fue precedida por larga preparación. Desde luego que nos enfrentamos con un individuo extraordinario. De él puede decirse con exactitud que Dios le poseyó desde el principio de sus vías. A los siete años de edad era ya su oración continua y extática; su modestia, sin par. En Salamanca daba su comida de limosna, servía a los enfermos, y era tal la modestia de su continente que, cuando los estudiantes resbalaban en conversaciones no limpias y le veían llegar, se decían: «El de Alcántara viene, mudemos de plática».
Claro está que solamente la entrada en religión, y precisamente en los descalzos, podía permitir que la acción del espíritu se explayase en su alma. Cuando San Pedro, después de haber pasado milagrosamente el río Tiétar, llamó a la puerta del convento de los Majarretes, encontró allí hombres verdaderamente santos, probados en mil tribulaciones por la observancia de su ideal altísimo, pero pronto les superó a todos. En él estaba manifiestamente el dedo de Dios.
Apenas entrado en el noviciado se entregó absolutamente a la acción de la divina gracia. Fue nuestro Santo ardiente amador y su vida se polarizó en torno a Dios, con exclusión de cualquier cosa que pudiese estorbarlo. El misterio de la Santísima Trinidad, donde Dios se revela viviente y fecundo; la encarnación del Verbo y la pasión de Cristo; la Virgen concebida sin mancha de pecado original, eran misterios que atraían con fuerza irresistible sus impulsos interiores. Ya desde el principio más bien pareció ángel que hombre, pues vivía en continua oración. Dios le arrebataba de tal forma que muchas veces durante toda su vida se le vio elevarse en el aire sobre los más altos árboles, permanecer sin sentido, atravesar los ríos andando sin darse cuenta por encima de sus aguas, absorto en el ininterrumpido coloquio interior. Como consecuencia que parece natural, ya desde el principio se manifestó hombre totalmente muerto al mundo y al uso de los sentidos. Nunca miró a nadie a la cara. Sólo conocía a los que le trataban por la voz; ignoraba los techos de las casas donde vivía, la situación de las habitaciones, los árboles del huerto. A veces caminaba muchas horas con los ojos completamente cerrados y tomaba a tientas la pobre refacción.
Gustaba tener huertecillos en los conventos donde poder salir en las noches a contemplar el cielo estrellado, y la contemplación de las criaturas fue siempre para su alma escala conductora a Dios.
Como es lógico, esta invasión divina respondía a la generosidad con que San Pedro se abrazara a la pobreza real y a la cruz de una increíble mortificación. Esta fue tanta que ha pasado a calificarle como portento, y de los más raros, en la Iglesia de Cristo. Ciertamente parece de carácter milagroso y no se explica sin una especial intervención divina.
Si en la mortificación de la vista había llegado, cual declaró a Santa Teresa, al extremo de que igual le diera ver que no ver, tener los ojos cerrados que abiertos, es casi increíble el que durante cuarenta años sólo durmiera hora y media cada día, y eso sentado en el suelo, acurrucado en la pequeña celda donde no cabía estirado ni de pie, y apoyada la cabeza en un madero. Comía, de tres en tres días solamente, pan negro y duro, hierbas amargas y rara vez legumbres nauseabundas, de rodillas; en ocasiones pasaba seis u ocho días sin probar alimento, sin que nadie pudiese evitarlo, pues, si querían regalarle de forma que no lo pudiese huir, eran luego sus penitencias tan duras que preferían no dar ocasión a ellas y le dejaban en paz.
Llevó muchísimos años un cilicio de hoja de lata a modo de armadura con puntas vueltas hacia la carne. El aspecto de su cuerpo, para quienes le vieron desnudo, era fantástico: tenía piel y huesos solamente; el cilicio descubría en algunas partes el hueso y lo restante de la piel era azotado sin piedad dos veces por día, hasta sangrar y supurar en úlceras horrendas que no había modo de curar, cayéndole muchas veces la sangre hasta los pies. Se cubría con el sayal más remendado que encontraba; llevaba unos paños menores que, con el sayal, constituían asperísimo cilicio. El hábito era estrecho y en invierno le acompañaba un manto que no llegaba a cubrir las rodillas. Como solamente tenía uno, veíase obligado a desnudarse para lavarlo, a escondidas, y tornaba a ponérselo, muchas veces helado, apenas lo terminaba de lavar y se había escurrido un tanto. Cuando no podía estar en la celda por el rigor del frío solía calentarse poniéndose desnudo en la corriente helada que iba de la puerta a la ventana abiertas; luego las cerraba poco a poco, y, finalmente, se ponía el hábito y amonestaba al hermano asno para que no se quejase con tanto regalo y no le impidiese la oración.
Su aspecto exterior era impresionante, de forma que predicaba solamente con él: la cara esquelética; los ojos de fulgor intensísimo, capaces de descubrir los secretos más íntimos del corazón, siempre bajos y cerrados; la cabeza quemada por el sol y el hielo, llena de ampollas y de golpes que se daba por no mirar cuando pasaba por puertas bajas, de forma que a menudo le iba escurriendo la sangre por la faz; los pies siempre descalzos, partidos y llagados por no ver dónde los asentaba y no cuidarse de las zarzas y piedras de los caminos.
San Pedro era víctima del amor de Dios más ardiente y su cuerpo no había florecido en cinco llagas como San Francisco, sino que se había convertido en una sola, pura, inmensa. Su vida entera fue una continua crucifixión, llenando en esta inmolación de amor por las almas las exigencias más entrañables del ideal franciscano.
No es de extrañar, claro está, que su vista no repeliese. Juntaba al durísimo aspecto externo una suavidad tal, un profundo sentido de humana ternura y comprensión hacia el prójimo, una afabilidad, cortesía de modales y un tal ardor de caridad fraterna, que atraía irresistiblemente a los demás, de cualquier clase y condición que fuesen. Es que el Santo era todo fuerza de amor y potencia de espíritu. Aborrecía los cumplimientos, pero era cuidadoso de las formas sociales y cultivaba intensamente la amistad. Tuvo íntima relación con los grandes santos de su época: San Francisco de Borja, quien llamaba «su paraíso» al convento de El Pedroso donde el Santo comenzó su reforma; el beato Juan de Ribera, Santa Teresa de Jesús, a quien ayudó eficazmente en la reforma carmelitana y a cuyo espíritu dio aprobación definitiva. Acudieron a él reyes, obispos y grandes. Carlos V y su hija Juana le solicitaron como confesor, negándose a ello por humildad y por desagradarle el género de vida consiguiente. Los reyes de Portugal fueron muy devotos suyos y le ayudaron muchas veces en sus trabajos. A todos imponía su espíritu noble y ardiente, su conocimiento del mundo y de las almas, su caridad no fingida.
Secuela de todo esto fue la eficacia de su intenso apostolado. San Pedro de Alcántara es un auténtico santo franciscano y su vida lo menos parecido posible a la de un cenobita. Como vivía para Dios completamente no le hacía el menor daño el contacto con el mundo. A pesar de ello le asaltaron con frecuencia graves tentaciones de impureza, que remediaba en forma simple y eficaz: azotarse hasta derramar sangre, sumergirse en estanques de agua helada, revolcarse entre zarzas y espinas. Desde los veinticinco años, en que por obediencia le hacen superior, estuvo constantemente en viajes apostólicos. Su predicación era sencilla, evangélica, más de ejemplo que de palabra. En el confesonario pasaba horas incontables y poseía el don de mover los corazones más empedernidos. Fue extraordinario como director espiritual, ya que penetraba el interior de las almas con seguro tino y prudencia exquisita: así fue solicitado en consejo por toda clase de hombres y mujeres, lo mismo gente sencilla de pueblo que nobles y reyes; igual teólogos y predicadores que monjas simples y vulgo ignorante. Amó a los niños y era amado por ellos, llegando a instalar en El Pedroso una escuelita donde enseñarles. Predicó constantemente la paz y la procuró eficazmente entre los hombres.
Dios confirmó todo esto con abundancia de milagros: innúmeras veces pasó los ríos a pie enjuto; dio de comer prodigiosamente a los religiosos necesitados; curó enfermos; profetizó; plantó su báculo en tierra y se desarrolló en una higuera que aún hoy se conserva; atravesó tempestades sin que la lluvia calara sus vestidos, y en una de nieve ésta le respetó hasta el punto de formar a su alrededor una especie de tienda blanca. Y sobre todas estas cosas el auténtico milagro de su penitencia.
Aún, sin embargo, nos falta conocer el aspecto más original del Santo: su espíritu reformador. No solamente ayuda mucho a Santa Teresa para implantar la reforma carmelitana; no se contenta con ayudar a un religioso a la fundación de una provincia franciscana reformada en Portugal, sino que él mismo funda con licencia pontificia la provincia de San José, que produjo a la Iglesia mártires, beatos y santos de primera talla. Si bien él mismo había tomado el hábito en una provincia franciscana austerísima, la de San Gabriel, quiso elevar la pobreza y austeridad a una mayor perfección, mediante leyes a propósito y, sobre todo, deseó extender por todo el mundo el genuino espíritu franciscano que llevaba en las venas, cosa que, por azares históricos, estaba prohibido a la dicha provincia de San Gabriel, que sólo podía mantener un limitado número de conventos. Con muchas contradicciones dio comienzo a su obra en 1556, en el convento de El Pedroso, y pronto la vio extendida a Galicia, Castilla, Valencia; más tarde China, Filipinas, América. Los alcantarinos eran proverbio de santidad entre el pueblo y los doctos por su vida maravillosamente penitentes. Dice un biógrafo que vivían en sus conventos –diminutos, desprovistos de toda comodidad– una vida que más bien tenía visos de muerte. Cocinaban una vez por semana, y aquel potaje se hacía insufrible al mejor estómago. Sus celdas parecían sepulcros. La oración era sin límites, igual que las penitencias corporales. Y si bien es cierto que las constituciones dadas por el Santo son muy moderadas en cuanto a esto, sin exigir mucho más allá que las demás reformas franciscanas conocidas, no se puede dudar que su poderosísimo espíritu dejó en sus seguidores una imborrable huella y un deseo extremo de imitación. Y es sorprendente el genuino espíritu franciscano que les comunicó, ya que tal penitencia no les distanciaba del pueblo, antes los unía más a él. Construían los conventos junto a pueblos y ciudades, mezclándose con la gente a través del desempeño del ministerio sacerdotal, en la ayuda a los párrocos, enseñanza a los niños; siempre afables y corteses, penitentes y profundamente humanos.
El 18 de octubre de 1562 murió en el convento de Arenas.
La Santa de Avila vio volar su alma al cielo y la oyó gozarse de la gloria ganada con su excelsa penitencia. El Santo moría en paz. Dejaba una obra hecha: una escuela de santos, un colegio de almas intercesoras y víctimas por las culpas del mundo. Sus penitencias llegaron a parecer a algunos «locuras y temeridades de hombre desesperado»; las gentes le tuvieron muchas veces por loco al ver los extremos a que le llevaba su vida de contemplación. Sólo que, como muy gentilmente aclaró a sus monjas Santa Teresa, aquellas locuras del bendito fray Pedro eran precisamente locuras de amor. Cuando Cristo ama intensamente a un alma no descansa hasta clavarla consigo en la cruz. Cuando un alma ama a Cristo no desea sino compartir con Él los mismos dolores, oprobios y menosprecios. La vocación franciscana es, recordémoslo, una vocación de amor crucificado y San Pedro supo vivirla con plenitud. Su penitencia venía condicionada por su papel corredentivo en la Iglesia de Dios y, si no a todos es dado imitarla materialmente, sí es exigido amar como él amó y desprenderse por amor, y al menos en espíritu, de las cosas temporales, abrazándose a la cruz.
Pedro de Alcántara Martínez, OFM, «San Pedro de Alcántara»,
en Año Cristiano, Tomo IV, Madrid, Ed. Católica (BAC 186), 1960, pp. 152-160.
Artículo en el Directorio Franciscano.
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por CeF | Varios en Internet | 16 Oct, 2014 | Postcomunión Vida de los Santos
Ignacio significa: «lleno de fuego», de Ingeus, ‘fuego’. Nuestro santo estaba lleno de fuego de amor por Dios.
Antioquía era una ciudad famosa en Asia Menor, en Siria, al norte de Jerusalén. En esa ciudad (que era la tercera en el imperio Romano, después de Roma y Alejandría) fue donde los seguidores de Cristo empezaron a llamarse «cristianos». De esa ciudad era obispo San Ignacio, el cual se hizo célebre porque cuando era llevado al martirio, en vez de sentir miedo, rogaba a sus amigos que le ayudaran a pedirle a Dios que las fieras no le fueran a dejar sin destrozar, porque deseaba ser muerto por proclamar su amor a Jesucristo.
Dicen que fue un discípulo de San Juan Evangelista. Por 40 años estuvo como obispo ejemplar de Antioquía que, después de Roma, era la ciudad más importante para los cristianos, porque tenía el mayor número de creyentes.
Mandó el emperador Trajano que pusieran presos a todos los que no adoraran a los falsos dioses de los paganos. Como Ignacio se negó a adorar esos ídolos, fue llevado preso y entre el perseguidor y el santo se produjo el siguiente diálogo.
—¿Por qué te niegas a adorar a mis dioses, hombre malvado?
—No me llames malvado. Más bien llámame Teóforo, que significa el que lleva a Dios dentro de sí.
—¿Y por qué no aceptas a mis dioses?
—Porque ellos no son dioses. No hay sino un solo Dios, el que hizo el cielo y la tierra. Y a su único Hijo Jesucristo, es a quien sirvo yo.
El emperador ordenó entonces que Ignacio fuera llevado a Roma y echado a las fieras, para diversión del pueblo.
Encadenado fue llevado preso en un barco desde Antioquía hasta Roma en un largo y penosísimo viaje, durante el cual el santo escribió siete cartas que se han hecho famosas. Iban dirigidas a las Iglesias de Asia Menor.
En una de esas cartas dice que los soldados que lo llevaban eran feroces como leopardos; que lo trataban como fieras salvajes y que cuanto más amablemente los trataba él, con más furia lo atormentaban.
El barco se detuvo en muchos puertos y en cada una de esas ciudades salían el obispo y todos los cristianos a saludar al santo mártir y a escucharle sus provechosas enseñanzas. De rodillas recibían todos su bendición. Varios se fueron adelante hasta Roma a acompañarlo en su gloriosos martirio.
Con los que se adelantaron a ir a la capital antes que él, envió una carta a los cristianos de Roma diciéndoles: «Por favor: no le vayan a pedir a Dios que las fieras no me hagan nada. Esto no sería para mí un bien sino un mal. Yo quiero ser devorado, molido como trigo, por los dientes de las fieras para así demostrarle a Cristo Jesús el gran amor que le tengo. Y si cuando yo llegue allá me lleno de miedo, no me vayan a hacer caso si digo que ya no quiero morir. Que vengan sobre mí, fuego, cruz, cuchilladas, fracturas, mordiscos, desgarrones, y que mi cuerpo sea hecho pedazos con tal de poder demostrarle mi amor al Señor Jesús». ¡Admirable ejemplo!.
Al llegar a Roma, salieron a recibirlo miles de cristianos. Y algunos de ellos le ofrecieron hablar con altos dignatarios del gobierno para obtener que no lo martirizaran. Él les rogó que no lo hicieran y se arrodilló y oró con ellos por la Iglesia, por el fin de la persecución y por la paz del mundo. Como al día siguiente era el último y el más concurrido día de las fiestas populares y el pueblo quería ver muchos martirizados en el circo, especialmente que fueran personajes importantes, fue llevado sin más al circo para echarlo a las fieras. Era el año 107.
Ante el inmenso gentío fue presentado en el anfiteatro. Él oró a Dios y en seguida fueron soltados dos leones hambrientos y feroces que lo destrozaron y devoraron, entre el aplauso de aquella multitud ignorante y cruel. Así consiguió Ignacio lo que tanto deseaba: ser martirizado por proclamar su amor a Jesucristo.
Algunos escritores antiguos decían que Ignacio fue aquel niño que Jesús colocó en medio de los apóstoles para decirles: «Quien no se haga como un niño no puede entrar en el reino de los cielos» (Mc. 9,36).
San Ignacio dice en sus cartas que María Santísima fue siempre Virgen. Él es el primero en llamar Católica, a la Iglesia de Cristo (católica significa ‘universal’).
Artículo original en EWTN.
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por SS Benedicto XVI | 16 Oct, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
Como hicimos ya el miércoles pasado, hablamos de las personalidades de la Iglesia primitiva. La semana pasada hablamos del Papa Clemente I, tercer Sucesor de san Pedro. Hoy hablamos de san Ignacio, que fue el tercer obispo de Antioquía, del año 70 al 107, fecha de su martirio. En aquel tiempo Roma, Alejandría y Antioquía eran las tres grandes metrópolis del imperio romano. El concilio de Nicea habla de tres «primados»: el de Roma, pero también Alejandría y Antioquía participan, en cierto sentido, en un «primado».
San Ignacio era obispo de Antioquía, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en Antioquía, como sabemos por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad cristiana floreciente: su primer obispo fue el apóstol san Pedro —así nos lo dice la tradición— y allí «por primera vez los discípulos recibieron el nombre de cristianos» (Hch 11, 26). Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica un capítulo entero de suHistoria eclesiástica a la vida y a la obra literaria de san Ignacio (III, 3). «Desde Siria —escribe— Ignacio fue enviado a Roma para ser arrojado como alimento a las fieras, a causa del testimonio que dio de Cristo. Al realizar su viaje por Asia, bajo la custodia severa de los guardias» (que él, en su Carta a los Romanos, V, 1, llama «diez leopardos»), «en cada una de las ciudades por donde pasaba, con predicaciones y exhortaciones, iba consolidando las Iglesias; sobre todo exhortaba, con gran ardor, a guardarse de las herejías que ya entonces comenzaban a pulular, y les recomendaba que no se apartaran de la tradición apostólica».
La primera etapa del viaje de san Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna, donde era obispo san Policarpo, discípulo de san Juan. Allí san Ignacio escribió cuatro cartas, respectivamente, a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma. «Habiendo partido de Esmirna —prosigue Eusebio— Ignacio fue a Tróada, y desde allí envió otras cartas»: dos a las Iglesias de Filadelfia y Esmirna, y una al obispo Policarpo. Eusebio completa así la lista de las cartas, que han llegado hasta nosotros como un valioso tesoro de la Iglesia del siglo I. Leyendo esos textos se percibe la lozanía de la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En esas cartas se percibe también el amor ardiente de un santo. Por último, desde Tróada el mártir llegó a Roma, donde, en el anfiteatro Flavio, fue dado como alimento a las bestias feroces.
Ningún Padre de la Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y de vida en él. Por eso, hemos leído el pasaje evangélico de la vid, que según el Evangelio de san Juan, es Jesús. En realidad, confluyen en san Ignacio dos «corrientes» espirituales: la de san Pablo, orientada totalmente a la unión con Cristo, y la de san Juan, concentrada en la vida en él. A su vez, estas dos corrientes desembocan en la imitación de Cristo, al que san Ignacio proclama muchas veces como «mi Dios» o «nuestro Dios».
Así, san Ignacio suplica a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, porque está impaciente por «unirse a Jesucristo». Y explica: «Para mí es mejor morir en (eis) Jesucristo, que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros… Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios» (Carta a los Romanos, VI: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 478). En esas expresiones ardientes de amor se puede percibir el notable «realismo» cristológico típico de la Iglesia de Antioquía, muy atento a la encarnación del Hijo de Dios y a su humanidad verdadera y concreta: Jesucristo —escribe san Ignacio a los cristianos de Esmirna (I, 1)— «esrealmente del linaje de David», «realmente nació de una virgen», «realmente fue clavado en la cruz por nosotros».
La irresistible orientación de san Ignacio hacia la unión con Cristo fundamenta una auténtica «mística de la unidad». Él mismo se define «un hombre al que ha sido encomendada la tarea de la unidad» (Carta a los cristianos de Filadelfia, VIII, 1).
Para san Ignacio la unidad es, ante todo, una prerrogativa de Dios, que existiendo en tres Personas es Uno en absoluta unidad. A menudo repite que Dios es unidad, y que sólo en Dios esa unidad se encuentra en estado puro y originario. La unidad que los cristianos debemos realizar en esta tierra no es más que una imitación, lo más cercana posible, del arquetipo divino.
De este modo san Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que contiene algunas expresiones muy semejantes a las de la Carta a los Corintios de san Clemente Romano. «Conviene —escribe por ejemplo a los cristianos de Éfeso— que tengáis un mismo sentir con vuestro obispo, que es justamente cosa que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de presbíteros, digno del nombre que lleva, digno de Dios, está tan armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. (…) Por eso, con vuestra concordia y con vuestro amor sinfónico, cantáis a Jesucristo. Así, vosotros, cantáis a una en coro, para que en la sinfonía de la concordia, después de haber cogido el tono de Dios en la unidad, cantéis con una sola voz» (IV, 1-2).
Asimismo, después de recomendar a los cristianos de Esmirna que «nadie haga nada en lo que atañe a la Iglesia sin contar con el obispo» (VIII, 1), dice a san Policarpo: «Yo me ofrezco como rescate por quienes se someten al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Y ojalá que con ellos se me concediera tener parte con Dios. Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred a una, sufrid, dormid y despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como sus asistentes y servidores. Tratad de agradar al Capitán bajo cuya bandera militáis y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas» (Carta a san Policarpo, VI, 1-2: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 500).
En conjunto, se puede apreciar en las Cartas de san Ignacio una especie de dialéctica constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la vida cristiana: por una parte, la estructura jerárquica de la comunidad eclesial; y, por otra, la unidad fundamental que vincula entre sí a todos los fieles en Cristo. En consecuencia, las funciones no se pueden contraponer. Al contrario, se insiste continuamente en la comunión de los creyentes entre sí y con sus pastores, mediante elocuentes imágenes y analogías: la lira, las cuerdas, la entonación, el concierto, la sinfonía.
Es evidente la responsabilidad peculiar de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos en la edificación de la comunidad. Ante todo a ellos se dirige la invitación al amor y a la unidad. «Sed uno», escribe san Ignacio a los Magnesios, remitiéndose a la oración de Jesús en la última Cena: «Una sola oración, una sola mente, una sola esperanza en el amor… Corred todos a una a Jesucristo como al único templo de Dios, como al único altar: él es uno, y procediendo del único Padre, ha permanecido unido a él, y a él ha vuelto en la unidad» (VII, 1-2).
En la literatura cristiana san Ignacio fue el primero en atribuir a la Iglesia el adjetivo «católica», es decir, «universal»: «Donde está Jesucristo —afirma— allí está la Iglesia católica» (Carta a los cristianos de Esmirna, VIII, 2). Y precisamente en el servicio de unidad a la Iglesia católica la comunidad cristiana de Roma ejerce una especie de primado en el amor: «En Roma ella, digna de Dios, venerable, digna de toda bienaventuranza… preside en la caridad, que tiene la ley de Cristo y lleva el nombre del Padre» (Carta a los Romanos, prólogo).
Como se puede ver, san Ignacio es verdaderamente «el doctor de la unidad»: unidad de Dios y unidad de Cristo (a pesar de las diversas herejías que ya comenzaban a circular y separaban en Cristo la naturaleza humana y la divina), unidad de la Iglesia, unidad de los fieles «en la fe y en la caridad, a las que nada se puede anteponer» (Carta a los cristianos de Esmirna, VI, 1).
En definitiva, el «realismo» de san Ignacio invita a los fieles de ayer y de hoy, nos invita a todos a una síntesis progresiva entre configuración con Cristo (unión con él, vida en él) y entrega a su Iglesia (unidad con el obispo, servicio generoso a la comunidad y al mundo). Es decir, hay que llegar a una síntesis entre comunión de la Iglesia en su interior y misión-proclamación del Evangelio a los demás, hasta que una dimensión hable a través de la otra, y los creyentes estén cada vez más «en posesión del espíritu indiviso, que es Jesucristo mismo» (Carta a los cristianos de Magnesia, XV).
Pidiendo al Señor esta «gracia de unidad», y con la convicción de presidir en la caridad a toda la Iglesia (cf. Carta a los Romanos, prólogo), os expreso a vosotros el mismo deseo con el que concluye la carta de san Ignacio a los cristianos de Trales: «Amaos unos a otros con corazón indiviso. Mi espíritu se ofrece en sacrificio por vosotros, no sólo ahora, sino también cuando logre alcanzar a Dios… Quiera el Señor que en él os encontréis sin mancha» (XIII).
Y oremos para que el Señor nos ayude a lograr esta unidad y a encontrarnos al final sin mancha, porque es el amor el que purifica las almas.
Audiencia general del miércoles, 14 de marzo de 2007
por Varios en Internet | CeF | 15 Oct, 2014 | Despertar religioso Vida de los Santos
Santa Margarita María era toda de Jesús, se había consagrado a su divino Corazón en cuerpo y alma, le había hecho donación de todo su ser y Él, a cambio, la había nombrado heredera universal de todos sus bienes. Ella era verdadera esposa de Jesús, esposa de sangre, sufriendo con Él por los pecados e ingratitudes que recibía de los pecadores y, especialmente, de las almas consagradas.
Ella procuraba consolarlo de las ofensas recibidas, especialmente de las ofensas recibidas en el sacramento de la Eucaristía. Jesús Eucaristía era el centro de su vida. Por eso, pasaba todos los momentos posibles ante Jesús sacramentado. Ella sabía que allí lo esperaba con su Corazón ardiendo en llamas de amor. Y allí en la Eucaristía, especialmente después de comulgar, en el momento de más íntima unión con Él, es cuando recibía las mayores gracias de su vida. Ante Jesús sacramentado no podía rezar oraciones, sólo podía amar en silencio.
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La vida de esta santa es muy interesante para que la conozcan los niños: os presentamos una pequeña dinámica de juegos y dibujos —que podéis descargar e imprimir pulsando en la imagen— y su vida en dibujos animados.
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Dinámica
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Dibujo para colorear del Sagrado Corazón de Jesús
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por Aciprensa | 15 Oct, 2014 | Novios Artículos temáticos
Carmen Peña García, directora especialista en Causas Matrimoniales de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid (España) aclaró que en la Iglesia no se «anula» ningún matrimonio, sino que se le declara nulo –que nunca existió– ya que el mensaje de Jesús en el Evangelio es preciso: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
Peña es profesora de derecho canónico y ha trabajado en el tema de la familia como defensora del vínculo y promotora de justicia del Tribunal Metropolitano de Madrid desde hace varios años. Este recorrido a favor de la familia le hizo llegar al Vaticano para participar como experta en el Sínodo Extraordinario para la Familia que se realiza hasta el 19 de octubre.
En conversación con ACI Prensa en Roma, la canonista española expresó que la Iglesia Católica se esfuerza por ayudar a entender su situación frente al matrimonio a aquellas parejas separadas cuyas nupcias nunca surtieron efecto a los ojos de Dios.
«No todos los primeros matrimonios fracasados son nulos, pero muchos sí pueden serlo. El reconocimiento de la nulidad no es tan difícil como a veces la gente piensa; hay muchas causas de nulidad y muchos motivos que la provocan. A veces hay un desconocimiento sobre esto, y se podría hacer mucho en este sentido», dijo.
«Un modo de solventar muchas situaciones de divorciados vueltos a casar que quieren estar en plena comunión eclesial y quieren volver a una vida plena dentro de la Iglesia pasa por el estudio que hace la Iglesia a través de sus tribunales si su primer matrimonio fue válido o no», añadió.
En relación a aquellas parejas divorciadas cuyo matrimonio fue válido de acuerdo a las normas del derecho canónico, Peña afirmó que la Iglesia está en camino para darles un acompañamiento.
«De algún modo se trata de ver, no obstante, cómo acompañar a esas personas, cómo apoyarlas, cómo reconocer que a pesar de esa situación son miembros de pleno derecho en la Iglesia. Como dice el Papa: ‘la Iglesia tiene que acoger a todas las personas y a todos los Hijos como una Madre amorosa, y más al débil o al herido’. Lo que quiere decir es que debemos acoger a cada persona con su vida a cuestas, porque la vida de cada uno debe ser tenida en consideración», expresó.
Por otro lado subrayó que «si el primer matrimonio es válido, por el principio de la indisolubilidad, la Iglesia parte de que no se puede reconocer un segundo matrimonio, porque el mensaje del Evangelio es claro».
Peña participa en el Sínodo como experta canonista y su labor fundamental es resolver las dudas en situaciones matrimoniales donde es necesario estudiar más en profundidad a nivel del derecho canónico.
«Ya seamos canonistas, teólogos, moralistas, de ciencias sociales y humanas, nosotros aportamos nuestro conocimiento en esas cuestiones, y con carácter general, ayudamos en la revisión de los documentos y en la preparación y elaboración de los documentos que se van entregando en la asamblea y que luego darán lugar a la relación final», indicó.
Por último la experta lamentó que en relación al Sínodo y desde el punto de vista mediático, se ha podido crear una impresión de que la Doctrina de la Iglesia va a cambiar de una día para otro. «Esto es un globo que el mismo Papa ha intentado pinchar muchas veces, por eso no hay que focalizar ahí el tema; el Sínodo de la Familia es mucho más amplio. El Sínodo busca líneas pastorales, no cambiar la doctrina», concluyó.
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