por JUAN FRANCISCO RIVERA RECIO | 9 Dic, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
El emperador Diocleciano comenzó su reinado con los mejores auspicios. Dotado de singulares dotes de gobierno, había de ser uno de los grandes soberanos del Bajo Imperio romano.
Un cuarto de siglo llevaban los cristianos gozando de relativa paz, y el recuerdo de las pasadas persecuciones se hacía cada vez más lejano. Dividido el territorio imperial en dos mitades administrativas, Diocleciano, que se asoció como césar a Galerio, se reservó el Oriente, mientras en la parte occidental ejercía d supremo mando Maximiano, con la colaboración de Constancio Cloro.
Sin que hoy se puedan precisar con exactitud las causas, Diocleciano, benévolo con los cristianos durante un decenio, cambió radicalmente de conducta influido por el césar Galerio, verdadero responsable de la enorme matanza que se siguió. En Oriente la sangre se derramó sin medida, y los tormentos de los mártires revistieron inaudita crueldad y satánicos refinamientos.
También en Occidente abundaron los martirios durante los primeros años del siglo IV. El poeta Prudencio, con estro pindárico, pudo escribir años después su libro De las coronas, el Peristephanon, con los relatos martiriales de quienes en aquella persecución pagaron con la vida su inquebrantable adhesión a Cristo.
Víctima de ella fue también la doncella toledana Leocadia. La blancura, representada por su nombre, de origen griego, coincidía con su corta edad de adolescente, casi de niña. Un templo parroquial de Toledo a ella dedicado, y en cuya demarcación se escriben estas páginas, se eleva sobre el lugar que se cree fue su casa paterna, mostrándose un subterráneo considerado como lugar de oración de la santa niña.
Los calendarios mozárabes atestiguan desde muy antiguo el culto de esta mártir, cuya prisión y muerte fue narrada en un relato compuesto en el siglo VII.
Según en él se nos dice, procedente de las Galias, penetró en España el gobernador imperial Daciano, llegado para cortar a sangre y fuego todo brote cristiano que pudiera haber nacido en un territorio saturado de paganismo.
Como lobo hambriento de sangre y cadáveres, inició un recorrido que había de extenderse desde Gerona hasta Mérida. Letanía de mártires para el cielo y de simiente cristiana en la tierra fue su itinerario por Gerona, Barcelona, Zaragoza, Alcalá, Toledo, Ávila y Mérida. El autor del relato escribe: «La tierra, empapada en sangre, gritaría, si la lengua callase, la magnitud de los escarnios, azotes, tormentos y derramamiento de sangre por él perpetrados. Testimonio cruento de su paso feroz los mártires Félix, Cucufate, Eulalia, los Innumerables de Zaragoza, los santos hermanos Justo y Pastor, los también hermanos Vicente, Sabina y Cristeta y la emeritense virgen Eulalia».
Desde Alcalá, Daciano se trasladó a Toledo. La noticia de su llegada hubo de poner estremecimientos de pánico en la reducida comunidad cristiana existente en la ciudad. Muy poco tardó en citar a su tribunal a la cándida joven Leocadia, sometiéndola a un interrogatorio, sostenido de la siguiente forma:
—Pero ¿ cómo ha sido posible que tú, nacida de tan noble familia, te hayas dejado obsesionar por un engaño tan burdo y sin sentido, y que, abandonando las prácticas de culto de nuestros dioses, te hayas adherido a ese Cristo desconocido?
Con inesperada entereza contestóle Leocadia:
—Tus recriminaciones no me apartarán de mi fe en Cristo, como tampoco la melosidad de tus palabras ni el apego a las comodidades de mi familia, con que intentas persuadirme, me van a arrancar de la servidumbre y promesa hecha a mi Señor Jesucristo, que, al redimimos con su preciosa sangre, nos concedió la máxima libertad.
Enrojecido por la ira, mandó Daciano a sus sayones que con fuertes amarras atasen a la intrépida doncella y la encerrasen en una oscura cárcel, mientras él se tomaba tiempo para excogitar las penas y tormentos a que había de someterla para quebrantar su férrea voluntad.
En la parte baja del lado oriental del famoso Alcázar toledano, que, asomado al Tajo, hubo de ser desde los tiempos celtibéricos hasta nuestros días fortaleza casi inexpugnable, existe hoy un. recinto ruinoso, desmantelado y cerrado con una verja de hierro. Desde el siglo XIII, renovado por Alfonso X se sitúa en este lugar el emplazamiento de la mazmorra de Santa Leocadia. Un autor del siglo pasado atestigua: «Todavía existía, y nosotros hemos tocado, una señal de cruz cavada en la piedra por la costumbre continua que la mártir tenía de imprimir con sus dedos este signo de nuestra redención». Sobre la cruz incisa en el muro, una inscripción recordaba que allí, cargada de cadenas, había sido encarcelada la Santa y que con sus manos había excavado la santa cruz.
Aherrojada en lóbrega mazmorra quedaba la cristiana doncella, mientras Daciano reemprende su viaje persecutorio. fijando sus sangrientas estancias en Évora, Ávila y Mérida. Las vidas de los mártires Vicente, Sabina, Cristeta y Eulalia enjoyan como rubíes la corona del Rey de la gloria.
Los tormentos y la crueldad desplegada con ellos, sobre todo con la virgen emeritense Eulalia, pronto fueron conocidos con espanto, y la noticia de ellos llegó hasta Toledo y penetró a través de los barrotes de la cárcel donde Leocadia se encontraba.
Fuera de santa envidia o fruto de sus oraciones, o a causa del acabamiento por el inhumano trato a que estaba sometida, en la misma cárcel, arrodillada, entregó su alma a Dios esta incruenta mártir toledana, a quien los textos litúrgicos hispanos califican de confesora y mártir. Su fallecimiento tuvo lugar el 9 de diciembre del 303 o del 304.
Enterrada en el cementerio local, en el pomerio occidental de la ciudad, junto al Tajo, en la vega, muy pronto surgió en torno a su tumba un culto martirial. incrementado años después al ser reconocida por Constantino la religión cristiana. Posiblemente en el mismo siglo IV se erigió sobre el sepulcro una basílica romana, que fue notablemente mejorada en el 618 por el rey Sisebuto, siendo consagrada el 29 de octubre. Durante el siglo VII el culto a la Santa vive su época de esplendor. Los grandes arzobispos de Toledo buscan la cercanía intercesora de los restos de Leocadia para fijar en la basílica su sepultura. Eladio, Eugenio, Ildefonso y Julián fueron en ella enterrados y allí también se celebraron tres de los renombrados concilios toledanos.
El recuerdo de Santa Leocadia está íntimamente relacionado con San Ildefonso, pues ambos bienaventurados fueron los protagonistas de un singular portento ocurrido en el interior del famoso templo.
Con inusitado esplendor se preparaba aquel año la festividad de la Santa, día 9 de diciembre. Clero, nobleza y pueblo se agolpan en el recinto de la basílica.
El poeta Valdivielso reconstruye la escena con abundancia de anacronismos:
…El Cabildo con capas de oro y plata,
perlas sembradas por la plata y oro,
de cuya majestad decir no puedo
más de que es Cabildo de Toledo.
Los sufragáneos del Arzobispado
con pontificio ornato acompañaban
al varón justo, al singular prelado,
a quien con todo corazón amaban…
Sale ostentando toda su potencia
el rey de la española monarquía,
mayor haciendo con su real presencia
el alborozo del solemne día…
Hace Toledo ostentación gallarda,
de consulares ropas adornados,
los padres de la Patria, en que se vían
que la sangre y las letras competían…
Ha tomado el rey asiento en su trono. Ildefonso se arrodilla a los pies del sepulcro de la Santa, totalmente recubierto por una losa enteriza. Entonaban los cantores estrofas e himnos de composición ildefonsiana. Súbitamente, por obra de manos invisibles, remuévese la piedra y aparece Leocadia, recortándose su casta silueta sobre el fondo prestado por su manto extendido. Obispos, clero, nobles y pueblo claman glorificando a Dios. A las voces de todos une la suya la virgen mártir para alabar a Ildefonso por los servicios prestados a la Madre de Dios.
Entretanto, el arzobispo, ajeno al panegírico que tan portentosamente se tejía en su honor, asióse del manto de Leocadia y, echando mano al estilete que colgaba de la cintura de Recesvinto, cortó un trozo de aquella vestidura, que pasa en seguida a enriquecer, como una reliquia más, el sagrado tesoro de Toledo.
Hasta mediados del siglo VIII descansaron los huesos de la Santa en la basílica toledana. Mas por estas fechas, al producirse la persecución de Abderramán I contra los cristianos y sus reliquias, los atemorizados mozárabes huyeron de la ciudad, llevando consigo como sagrado depósito las reliquias de Santa Leocadia y de los otros santos toledanos.
Trasladados a Oviedo los de la Santa, Alfonso el Casto erigió una basílica en su honor para que allí recibiera el culto de que se había visto privada en Toledo.
En Oviedo permanecieron los restos de Santa Leocadia probablemente hasta finales del siglo XI, en que, según tradición, un conde de Hainaut, llegado a España como romero de Santiago, colaboró con Alfonso VI en la obra de la Reconquista, y de él obtuvo como inapreciable regalo los cuerpos de Santa Leocadia y San Sulpicio, que guardaba la iglesia ovetense.
Ciertamente se sabe que en el siglo XII se encontraba el cuerpo de la Santa toledana en la abadía benedictina de Saint-Ghislain, sita al oeste de la actual Bélgica.
Con culto creciente cada día en toda la comarca, allí fue visitada por los archiduques Felipe el Hermoso y Juana la loca, . quienes obtuvieron para la catedral de Toledo una tibia de la Santa, venerada hoy en el mástil de un precioso relicario gótico que simula una nave y que posee la citada catedral.
Las guerras de religión e independencia de los Países Bajos tuvieron también sus tristes consecuencias en la abadía de Saint-Ghislain, invadida en alguna ocasión por los herejes, quienes, deslumbrados por el fulgor de las chapas de bronce que cubrían la arqueta de las reliquias de la Santa, y pensando que serían de oro, las arrancaron de ella, dejando al descubierto la caja de madera en que se guardaban.
Conocida es la preocupación de Felipe II por reunir en España el mayor número posible de reliquias santas. Las de Santa Leocadia eran muy notables y su recuerdo perduraba en la iglesia de Toledo con la esperanza de que a ella pudieran regresar aquellos restos, que eran la mejor gloria cristiana de la ciudad. El duque de Alba, toledano y gobernador de los Paises Bajos, hizo algunos intentos para conseguirlo, mas sus poderosas instancias resultaron fallidas ante la negativa de la comunidad, que de forma alguna quería desprenderse de tan rico tesoro.
Más hábil y afortunado fue el jesuíta padre Miguel Hernández; también nacido en la provincia toledana, quien, ejerciendo sus ministerios apostólicos en los Países Bajos, comenzó en 1583 a madurar la audaz empresa de conseguir, para su restitución a Toledo, el cuerpo de Santa Leocadia.
La tarea no fue fácil. Hubo que convencer a los monjes de la justicia de la petición y demostrarles que el amor y reverencia que sentían por aquellos restos se patentizaría más permitiendo que se trasladaran a lugar seguro que no dejándolos en aquel monasterio, rodeado de herejes en lucha, quienes, como ya había ocurrido, podrían adueñarse de él y reducir a cenizas los huesos que por permisión divina se habían v1sto protegidos contra tantos perseguidores.
Inesperadamente los monjes accedieron a la solicitud, no sin antes exigir documentos de Felipe II y del Romano Pontífice Gregorio XIII. En presencia de los prelados de Cambray y Tournai, el abad hizo entrega de los preciosos restos al padre Hernández, y dio comienzo una larga peregrinación, que había de prolongarse cuatro años. Dos dificultades se oponían al feliz éxito de la empresa. Era la primera la temida oposición de los flamencos, que no veían con agrado el verse privados de aquel santo cuerpo, que durante tantos años había sido objeto de su piadosa veneración. La otra, sin duda más grave, se debía al estado belicoso en que los Países Bajos se encontraban contra el dominio español y el catolicismo.
El itinerario más corto para llegar los restos a Toledo era el que atravesaba Francia, pero era el menos seguro y a la sazón debía de desecharse por ser sumamente expuesto a toda clase de riesgos. Eligióse, por tanto, el que a través de Alemania e Italia conduciría hasta un puerto seguro del Mediterráneo, donde con plenas garantías las reliquias pudieran ser embarcadas para su traslado a España.
Extremando cautelas, orillando los peligros, desorientando a los posibles raptores, el padre Hernández llegaba a Roma con su inestimable depósito el 13 de febrero de 1586. El 1 de agosto partía de Génova por mar, llegando a Barcelona el 12. Sin embargo, el desembarco del cuerpo de Santa Leocadia tuvo lugar en Valencia.
Desde Cuenca el traslado hasta Toledo fue apoteósico. El monarca, el cardenal don Gaspar de Quiroga y el Cabildo toledano no regatearon ni previsiones ni gastos. Como Felipe II quería asistir con su real familia a la entrega oficial del glorioso cuerpo, tan difícilmente logrado, a la catedral de Toledo, hubo de demorarse la fecha de tan solemne acto hasta finales de abril de 1587.
En la relación de actos que en la ciudad se tuvieron en tan memorable día, los cronistas se hacen lenguas. El Cabildo y el Ayuntamiento competían en la erección de arcos y tribunas. El recibimiento tributado a la santa mártir por sus paisanos y por la muchedumbre de personas, llegadas de todas partes, rebasaba todo cuanto pudiera decirse.
Luego de haberse depositado la arqueta con las santas reliquias en un templete erigido en la basílica de Santa Leocadia, en la Vega, el domingo 26 de abril se verificó la solemne traslación. . Al llegar ante la fachada principal del templo primado, Felipe II puso sobre sus hombros uno de los brazos de la litera en que el santo cuerpo era transportado, mientras el heredero, don Felipe, sostenía un cordón a ella cogido. Detrás iba, ennobleciendo el lucido cortejo, la hermana del monarca, doña María de Austria, y la hija, Isabel Clara Eugenia, que con sus veinte años demostraba cómo había sido eficaz para su nacimiento otro traslado glorioso, el de San Eugenio, verificado con la misma suntuosidad el año 1565.
En la catedral el monarca hizo la entrega oficial del cuerpo al arzobispo, y ton él se incrementó notablemente el relicario de la Iglesia toledana.
Desde 1593 las veneradas reliquias reposan en una riquísima arca de plata, blanca y dorada, diseñada por Nicolás Vergara y confeccionada por el platero Merino. Custodiada durante el año en la grandiosa lipsacoteca denominada El Ochavo, juntamente con las demás reliquias que la catedral atesora, el 9 de diciembre es puesta sobre una carroza, revestida de terciopelo carmesí y adornada con ramos de laurel, y es procesionalmente paseada por todo el ámbito de la catedral, mientras la schola catedralicia, acompañada por los capitulares y prebendados, canta el himno procesional de la Santa.
En los ocho días siguientes el arca de las reliquias permanece expuesta en el altar de la capilla del Sagrario para que ante ella desfilen los toledanos y soliciten su valiosa intercesión, pues no sin motivo Santa Leocadia es la Patrona principal de la ciudad.
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Recursos audiovisuales
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por Catequesis en Familia | 4 Dic, 2014 | La Biblia
Marcos 1, 1-8. (Segundo) II Domingo del Tiempo de Adviento. Cristo inició una humanidad nueva, que viene «de Dios», pero al mismo tiempo germina en nuestra tierra, en la medida en que se deja fecundar por el Espíritu del Señor. Por tanto, se trata de entrar plenamente en la lógica de la fe: creer en Dios, en su designio de salvación, y al mismo tiempo comprometerse en la construcción de su reino.
Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios. Como está escrito en el libro del profeta Isaías: «Mira, yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino. Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos», así se presentó Juan el Bautista en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados. Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo: «Detrás de mi vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Isaías, Is 40, 1-5.9-11
Salmo: Sal 85(84), 9-14
Segunda lectura: Epístola II Carta de San Pedro, 2 Pe 3, 8-14
Oración introductoria
Jesús, qué alegría y qué don tener este tiempo de oración para poder estar contigo a solas. Quiero descubrirte y conocerte de modo más profundo. Quiero esperar en Ti más firmemente. Quiero amarte más. Solo Tú puedes darme estos dones.
Petición
Jesús, dame la gracia para que puedas permanecer siempre en mí.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Desde hace una semana estamos viviendo el tiempo litúrgico de Adviento: tiempo de apertura al futuro de Dios, tiempo de preparación para la santa Navidad, cuando él, el Señor, que es la novedad absoluta, vino a habitar en medio de esta humanidad decaída para renovarla desde dentro. En la liturgia de Adviento resuena un mensaje lleno de esperanza, que invita a levantar la mirada al horizonte último, pero, al mismo tiempo, a reconocer en el presente los signos del Dios-con-nosotros.
En este segundo domingo de Adviento la Palabra de Dios asume el tono conmovedor del así llamado segundo Isaías, que a los israelitas, probados durante decenios de amargo exilio en Babilonia, les anunció finalmente la liberación: «Consolad, consolad a mi pueblo —dice el profeta en nombre de Dios—. Hablad al corazón de Jerusalén, decidle bien alto que ya ha cumplido su tribulación» (Is 40, 1-2). Esto es lo que quiere hacer el Señor en Adviento: hablar al corazón de su pueblo y, a través de él, a toda la humanidad, para anunciarle la salvación.
También hoy se eleva la voz de la Iglesia: «En el desierto preparadle un camino al Señor» (Is 40, 3). Para las poblaciones agotadas por la miseria y el hambre, para las multitudes de prófugos, para cuantos sufren graves y sistemáticas violaciones de sus derechos, la Iglesia se pone como centinela sobre el monte alto de la fe y anuncia: «Aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza» (Is 40, 11).
Este anuncio profético se realizó en Jesucristo. Él, con su predicación y después con su muerte y resurrección, cumplió las antiguas promesas, revelando una perspectiva más profunda y universal. Inauguró un éxodo ya no sólo terreno, histórico y como tal provisional, sino radical y definitivo: el paso del reino del mal al reino de Dios, del dominio del pecado y la muerte al del amor y la vida. Por tanto, la esperanza cristiana va más allá de la legítima esperanza de una liberación social y política, porque lo que Jesús inició es una humanidad nueva, que viene «de Dios», pero al mismo tiempo germina en nuestra tierra, en la medida en que se deja fecundar por el Espíritu del Señor. Por tanto, se trata de entrar plenamente en la lógica de la fe: creer en Dios, en su designio de salvación, y al mismo tiempo comprometerse en la construcción de su reino. En efecto, la justicia y la paz son un don de Dios, pero requieren hombres y mujeres que sean «tierra buena», dispuesta a acoger la buena semilla de su Palabra.
Primicia de esta nueva humanidad es Jesús, Hijo de Dios e hijo de María. Ella, la Virgen Madre, es el «camino» que Dios mismo se preparó para venir al mundo. Con toda su humildad, María camina a la cabeza del nuevo Israel en el éxodo de todo exilio, de toda opresión, de toda esclavitud moral y material, hacia «los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que habita la justicia» (2 Pe 3, 13). A su intercesión materna encomendamos las esperanza de paz y de salvación de los hombres de nuestro tiempo.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del II Domingo de Adviento, 7 de diciembre de 2008
Propósito
Hacer una visita al Santísimo para agradecer a Cristo su amor.
Diálogo con Cristo
Qué hermoso saber que tengo un Padre que me ama y está cerca de mí, que se interesa por mi bien, y que me ha dado en Jesucristo el modelo de vida al que debo aspirar. Además, con la gracia de su Espíritu Santo, puedo tener la sabiduría y la fortaleza para responder con prontitud a su llamado. ¿Qué más puedo pedir? ¿Hay acaso un regalo mayor? Por eso quiero vivir con este lema: Hacer siempre lo que Dios quiera y para ello me propongo ser fiel a mis compromisos de vida espiritual.
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Evangelio en Catholic.net
Evangelio en Evangelio del día
por Catequesis en Familia | 29 Nov, 2014 | Catequesis Noticias
En este artículo os comunicamos los sitios donde podéis estar bien informados sobre todos los aspectos del «Año de la vida consagrada».
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[Queridos hermanos y hermanas:]
En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1)…
Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).
En segundo lugar os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosi de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida posible en el tiempo, la perfección escatológica (ib., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la «minoridad» y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción.
Finalmente os invito a renovar la fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26, 8). Que éste sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13, 11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).
Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás se irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Homilía del sábado, 2 de febrero de 2013
Presentación del Señor con ocasión de la XVII Jornada de la Vida Consagrada
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Si quieres estar bien informado sobre el «Año de la vida consagrada»…
Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica
Año de la Vida Consagrada en Aciprensa
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por Ramiro Pellitero Iglesias | 29 Nov, 2014 | Postcomunión Narraciones
El comienzo del Adviento me ha traído a la memoria, una vez más, este cuento bien conocido…
Martín era un humilde zapatero de un pequeño pueblo de montaña. Vivía solo. Hacía años que había enviudado y sus hijos habían marchado a la ciudad en busca de trabajo.
Martín, cada noche, antes de ir a dormir leía un trozo de los evangelios frente al fuego del hogar. Aquella noche se despertó sobresaltado. Había oído claramente una voz que le decía: «Martín, mañana Dios vendrá a verte». Se levantó, pero no había nadie en la casa, ni fuera, claro está, a esas horas de la fría noche…
Se levantó muy temprano y barrió y adecentó su taller de zapatería. Dios debía encontrarlo todo perfecto. Y se puso a trabajar delante de la ventana, para ver quién pasaba por la calle. Al cabo de un rato vio pasar un vagabundo vestido de harapos y descalzo. Compadecido, se levantó inmediatamente, lo hizo entrar en su casa para que se calentara un rato junto al fuego. Le dio una taza de leche caliente y le preparó un paquete con pan, queso y fruta, para el camino y le regaló unos zapatos.
Llevaba otro rato trabajando cuando vio pasar a una joven viuda con su pequeño, muertos de frío. También los hizo pasar. Como ya era mediodía, los sentó a la mesa y sacó el puchero de la sopa excelente que había preparado por si Dios se quería quedar a comer. Además fue a buscar un abrigo de su mujer y otro de unos de sus hijos y se los dio para que no pasaran más frío.
Pasó la tarde y Martín se entristeció, porque Dios no aparecía. Sonó la campana de la puerta y se giró alegre creyendo que era Dios. La puerta se abrió con algo de violencia y entró dando tumbos el borracho del pueblo.
—¡Sólo faltaba este! Mira, que si ahora llega Dios… –se dijo el zapatero.
—Tengo sed –exclamó el borracho.
Y Martín acomodándolo en la mesa le sacó una jarra de agua y puso delante de él un plato con los restos de la sopa del mediodía.
Cuando el borracho marchó ya era muy de noche. Y Martín estaba muy triste. Dios no había venido. Se sentó ante el fuego del hogar. Tomó los evangelios y aquel día los abrió al azar. Y leyó: «Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestistes…Cada vez que lo hiciste con uno de mis pequeños, a mí me lo hiciste…».
Se le iluminó el rostro al pobre zapatero. ¡Claro que Dios le había visitado! ¡No una vez, sino tres veces! Y Martín, aquella noche, se durmió pensando que era el hombre más feliz del mundo…
El Adviento es la esperanza de la venida de Dios que de muchas formas nos visita.
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Blog Iglesia y Nueva Evangelización de Ramiro Pellitero Iglesias
por Anónimo | 29 Nov, 2014 | Postcomunión Narraciones
En 1994, dos americanos respondieron a una invitación del Departamento de Educación Rusa, para enseñar moral y ética (basado en principios bíblicos) en las escuelas públicas. Fueron invitados a enseñar en prisiones, negocios, departamentos de bombero y policía, y en un inmenso orfanato. Alrededor de 100 niños y niñas que habían sido abandonados, abusados, y dejados en cargo de un programa del gobierno, estaban en este orfanato. Ellos relatan esta historia en sus propias palabras.
Se acercaban los días de fiestas Navideñas, 1994, tiempo para que nuestros huérfanos escucharan por primera vez, la historia tradicional de Navidad. Les contamos como María y José llegaron a Belén. No encontraron albergue en la posada y la pareja se fue a un establo, donde nació el niño Jesús y fue puesto en un pesebre.
Durante el relato de la historia, los niños y los trabajadores del orfanato estaban asombrados mientras escuchaban. Algunos estaban sentados al borde de sus taburetes, tratando de captar cada palabra. Terminando la historia, le dimos a los niños tres pequeños pedazos de cartulina para que construyeran un pesebre. A cada niño le dimos un pedazo de papel cuadrado cortados de unas servilletas amarillas, que yo había traído conmigo pues no habían servilletas de colores en la cuidad.
Siguiendo las instrucciones, los niños rasgaron el papel y colocaron las tiras con mucho cuidado en el pesebre. Pequeños pedazos de cuadros de franela, cortados de un viejo camisón de dormir que había desechado una señora Americana al irse de Rusia, fue usado para la frazada del bebé. Un bebé tipo muñeca fue cortado de una felpa color canela que habíamos traído de los Estados Unidos.
Los huérfanos estaban ocupados montando sus pesebres, mientras yo caminaba entre ellos para ver si necesitaban ayuda. Parecía ir todo bien hasta que llegue a una de las mesas donde estaba sentado el pequeño Misha. Lucía tener alrededor de 6 años y ya había terminado su proyecto. Cuando miré en el pesebre de este pequeño, me sorprendió ver no uno, pero dos bebés en el pesebre. Enseguida llame al traductor para que le preguntara al chico porque habían dos bebés en el pesebre. Cruzando sus brazos y mirando a su pesebre ya terminado, empezó a repetir la historia muy seriamente.
Para ser un niño tan pequeño que solo había escuchado la historia de Navidad una vez, contó el relato con exactitud… hasta llegar a la parte donde María coloca el bebé en el pesebre. Entonces Misha empezó a agregar. Inventó su propio fin de la historia diciendo: «Y cuando María colocó al bebé en el pesebre, Jesús me miró y me preguntó si yo tenía un lugar donde ir. Yo le dije: «no tengo mamá y no tengo papá, así que no tengo donde quedarme». Entonces Jesús me dijo que me podía quedar con El. Pero le dije que no podía porque no tenía regalo para darle como habían hecho los demás. Pero tenía tantos deseos de quedarme con Jesús, que pensé que podría darle de regalo. Pensé que si lo pudiera mantenerle caliente, eso fuera un buen regalo. Le pregunté a Jesús: «¿Si te mantengo caliente, sería eso un buen regalo?». Y Jesús me dijo: «Si me mantienes caliente, ese sería el mejor regalo que me hayan dado». Así que me metí en el pesebre, y entonces Jesús me miró y me dijo que me podría quedar con El… para siempre».
Mientras el pequeño Misha termina su historia, sus ojos se desbordaban de lágrimas que les salpicaban por sus cachetes. Poniendo su mano sobre su cara bajo su cabeza hacia la mesa y sus hombros se estremecían mientras sollozaba y sollozaba.El pequeño huérfano había encontrado alguien quien nunca lo abandonaría o lo abusara, alguien quien se mantendría con el…PARA SIEMPRE. Gracias a Misha he aprendido que lo que cuenta, no es lo que uno tiene en su vida, si no, a quien uno tiene en su vida. No creo que lo ocurrido a Misha fuese imaginación. Creo que Jesús de veras le invitó a estar junto a El PARA SIEMPRE. Jesús hace esa invitación a todos, pero para escucharla hay que tener corazón de niño.
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Cuento anónimo, versión de Aciprensa
Adviento en Aciprensa
por Catequesis en Familia | 27 Nov, 2014 | La Biblia
Marcos 13, 33-37. Primer domingo del Tiempo de Adviento. Comienzo del Año Litúrgico: ciclo B. ¡El horizonte de la esperanza! El tiempo de Adviento que hoy nuevamente comenzamos nos devuelve el horizonte de la esperanza: una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios; una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel! ¡Él no decepciona! ¡Pensemos y sintamos esta belleza!
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Tengan cuidado y estén prevenidos porque no saben cuándo llegará el momento. Será como un hombre que se va de viaje, deja su casa al cuidado de sus servidores, asigna a cada uno su tarea, y recomienda al portero que permanezca en vela. Estén prevenidos, entonces, porque no saben cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. No sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos. Y esto que les digo a ustedes, lo digo a todos: «¡Estén prevenidos!»».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Isaías, Is 63, 16b-17.19b; 64, 2b-7
Salmo: Sal 80(79), 2ac.3b.15-16.18-19
Segunda lectura: Carta I de San Pablo a los Corintios, 1 Cor 1, 3-9
Oración introductoria
Señor, gracias por este tiempo del Adviento que me ayuda a prepararme espiritual y apostólicamente al gran acontecimiento de la Navidad. Permite que esta meditación me descubra los medios de perseverancia en lo que tengo que poner más atención.
Petición
¡Ven, Señor, no tardes! ¡Ven que te esperamos! ¡Ven pronto Señor!
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Comenzamos hoy, primer domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico, es decir un nuevo camino del Pueblo de Dios con Jesucristo, nuestro Pastor, que nos guía en la historia hacia la realización del Reino de Dios. Por ello este día tiene un atractivo especial, nos hace experimentar un sentimiento profundo del sentido de la historia. Redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su vocación y misión, y toda la humanidad, los pueblos, las civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos del tiempo.
¿En camino hacia dónde? ¿Hay una meta común? ¿Y cuál es esta meta? El Señor nos responde a través del profeta Isaías, y dice así: «En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la cumbre de las montañas, más elevado que las colinas. Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas»» (2, 2-3). Esto es lo que dice Isaías acerca de la meta hacia la que nos dirigimos. Es una peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde allí, de Jerusalén, ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. La revelación ha encontrado su realización en Jesucristo, y Él mismo, el Verbo hecho carne, se ha convertido en el «templo del Señor»: es Él la guía y al mismo tiempo la meta de nuestra peregrinación, de la peregrinación de todo el Pueblo de Dios; y bajo su luz también los demás pueblos pueden caminar hacia el Reino de la justicia, hacia el Reino de la paz. Dice de nuevo el profeta: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (2, 4).
Me permito repetir esto que dice el profeta, escuchad bien: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra». ¿Pero cuándo sucederá esto? Qué hermoso día será ese en el que las armas sean desmontadas, para transformarse en instrumentos de trabajo. ¡Qué hermoso día será ése! ¡Y esto es posible! Apostemos por la esperanza, la esperanza de la paz. Y será posible.
Este camino no se acaba nunca. Así como en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de comenzar de nuevo, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Es ese el horizonte para hacer un buen camino. El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel!, ¡Él no decepciona! ¡Pensemos y sintamos esta belleza!
El modelo de esta actitud espiritual, de este modo de ser y de caminar en la vida, es la Virgen María. Una sencilla muchacha de pueblo, que lleva en el corazón toda la esperanza de Dios. En su seno, la esperanza de Dios se hizo carne, se hizo hombre, se hizo historia: Jesucristo. Su Magníficat es el cántico del Pueblo de Dios en camino, y de todos los hombres y mujeres que esperan en Dios, en el poder de su misericordia. Dejémonos guiar por Ella, que es madre, es mamá, y sabe cómo guiarnos. Dejémonos guiar por Ella en este tiempo de espera y de vigilancia activa.
Santo Padre Francisco
Ángelus del I Domingo de Adviento, 1 de diciembre de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
La Iglesia empieza hoy un nuevo Año litúrgico […]. El primer tiempo de este itinerario es el Adviento, formado, en el Rito Romano, por las cuatro semanas que preceden a la Navidad del Señor, esto es, el misterio de la Encarnación. La palabra «adviento» significa «llegada» o «presencia». En el mundo antiguo indicaba la visita del rey o del emperador a una provincia; en el lenguaje cristiano se refiere a la venida de Dios, a su presencia en el mundo; un misterio que envuelve por entero el cosmos y la historia, pero que conoce dos momentos culminantes: la primera y la segunda venida de Cristo. La primera es precisamente la Encarnación; la segunda el retorno glorioso al final de los tiempos. Estos dos momentos, que cronológicamente son distantes —y no se nos es dado saber cuánto—, en profundidad se tocan, porque con su muerte y resurrección Jesús ya ha realizado esa transformación del hombre y del cosmos que es la meta final de la creación. Pero antes del fin, es necesario que el Evangelio se proclame a todas las naciones, dice Jesús en el Evangelio de san Marcos (cf. 13, 10). La venida del Señor continúa; el mundo debe ser penetrado por su presencia. Y esta venida permanente del Señor en el anuncio del Evangelio requiere continuamente nuestra colaboración; y la Iglesia, que es como la Novia, la Esposa prometida del Cordero de Dios crucificado y resucitado (cf. Ap 21, 9), en comunión con su Señor colabora en esta venida del Señor, en la que ya comienza su retorno glorioso.
A esto nos llama hoy la Palabra de Dios, trazando la línea de conducta a seguir para estar preparados para la venida del Señor. En el Evangelio de Lucas, Jesús dice a los discípulos: «Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y la inquietudes de la vida… Estad despiertos en todo tiempo, rogando» (Lc 21, 34.36). Por lo tanto, sobriedad y oración. Y el apóstol Pablo añade la invitación a «crecer y rebosar en el amor» entre nosotros y hacia todos, para que se afiancen nuestros corazones y sean irreprensibles en la santidad (cf. 1 Ts 3, 12-13). En medio de las agitaciones del mundo, o los desiertos de la indiferencia y del materialismo, los cristianos acogen de Dios la salvación y la testimonian con un modo distinto de vivir, como una ciudad situada encima de un monte. «En aquellos días —anuncia el profeta Jeremías— Jerusalén vivirá tranquila y será llamada «El Señor es nuestra justicia»» (33, 16). La comunidad de los creyentes es signo del amor de Dios, de su justicia que está ya presente y operante en la historia, pero que aún no se ha realizado plenamente y, por ello, siempre hay que esperarla, invocarla, buscarla con paciencia y valor.
La Virgen María encarna perfectamente el espíritu de Adviento, hecho de escucha de Dios, de deseo profundo de hacer su voluntad, de alegre servicio al prójimo. Dejémonos guiar por ella, a fin de que el Dios que viene no nos encuentre cerrados o distraídos, sino que pueda, en cada uno de nosotros, extender un poco su reino de amor, de justicia y de paz.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del I Domingo de Adviento, 2 de diciembre de 2012
Propósito
¡Ojalá que le abramos la puerta y le dejemos entrar a nuestra casa esta Navidad! Tenemos cuatro semanas de Adviento para preparar nuestra alma.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, al iniciar la andadura de un nuevo Año Litúrgico me pongo alerta sobre la necesidad de vivir siempre en vela, esperando que vengas en cualquier momento. Aquí me tienes, dispuesto a recibirte hoy en la comunión, preparándome para tu venida en Navidad, orientando toda mi vida para el encuentro definitivo contigo en el umbral de la eternidad. Tú, mi amigo, serás mi juez.
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Evangelio en Catholic.net
Evangelio en Evangelio del día
por Juan José Llamedo González OP | reflejosdeluz.es | 24 Nov, 2014 | Confirmación Taller de oración
Comenzamos […] un nuevo año litúrgico, es decir un nuevo camino del Pueblo de Dios con Jesucristo, nuestro Pastor, que nos guía en la historia hacia la realización del Reino de Dios. Por ello este día tiene un atractivo especial, nos hace experimentar un sentimiento profundo del sentido de la historia. Redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su vocación y misión, y toda la humanidad, los pueblos, las civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos del tiempo.
¿En camino hacia dónde? ¿Hay una meta común? ¿Y cuál es esta meta? El Señor nos responde a través del profeta Isaías, y dice así: «En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la cumbre de las montañas, más elevado que las colinas. Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”» (2, 2-3). Esto es lo que dice Isaías acerca de la meta hacia la que nos dirigimos. Es una peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde allí, de Jerusalén, ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. La revelación ha encontrado su realización en Jesucristo, y Él mismo, el Verbo hecho carne, se ha convertido en el «templo del Señor»: es Él la guía y al mismo tiempo la meta de nuestra peregrinación, de la peregrinación de todo el Pueblo de Dios; y bajo su luz también los demás pueblos pueden caminar hacia el Reino de la justicia, hacia el Reino de la paz. Dice de nuevo el profeta: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (2, 4).
Me permito repetir esto que dice el profeta, escuchad bien: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra». ¿Pero cuándo sucederá esto? Qué hermoso día será ese en el que las armas sean desmontadas, para transformarse en instrumentos de trabajo. ¡Qué hermoso día será ése! ¡Y esto es posible! Apostemos por la esperanza, la esperanza de la paz. Y será posible.
Este camino no se acaba nunca. Así como en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de comenzar de nuevo, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Es ese el horizonte para hacer un buen camino. El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel!, ¡Él no decepciona! ¡Pensemos y sintamos esta belleza!
El modelo de esta actitud espiritual, de este modo de ser y de caminar en la vida, es la Virgen María. Una sencilla muchacha de pueblo, que lleva en el corazón toda la esperanza de Dios. En su seno, la esperanza de Dios se hizo carne, se hizo hombre, se hizo historia: Jesucristo. Su Magníficat es el cántico del Pueblo de Dios en camino, y de todos los hombres y mujeres que esperan en Dios, en el poder de su misericordia. Dejémonos guiar por Ella, que es madre, es mamá, y sabe cómo guiarnos. Dejémonos guiar por Ella en este tiempo de espera y de vigilancia activa.
SS Francisco: Ángelus del I Domingo de Adviento, 1 de diciembre de 2013.
* * *
Retirarse va muy bien. Nos conviene encontrarnos con nosotros mismos. Te propongo un retiro de Adviento. Sí. Cinco días de oración, de reflexión y de crecimiento interior. El tema: UNA ESPERANZA QUE NO MUERE. El Adviento es un tiempo de recordar la esperanza que tenemos. Y esta esperanza se asienta sobre Jesús de Nazaret. No importa si conoces o no a Jesús, si eres mucho o poco creyente. Este retiro es para ti. Seguro que te servirá del algo. Intenta hacerlo.
Lo primero de todo, acomoda en tu casa un rincón de plegaria. ¿Cómo se hace? Pues mira, un ejemplo: busca un espacio tranquilo de tu casa. Un sitio donde puedas estar tú y nadie más (a no ser que quieras hacer el retiro en compañía de otras personas, que también es posible). Pero lo del sitio tranquilo es importante. Prepara una mesita con un mantel. Sobre la mesa una vela blanca gruesa y a su lado una Biblia. En círculo, en torno a la vela gruesa y a la Biblia, coloca cinco velitas más pequeñas. Procura que cuando vayas a hacer la meditación la luz predominante sea la de la vela gruesa. Si necesitas luz eléctrica para leer, intenta que sea muy suave (una lámpara de noche o algo así).
Cada día te indicaré lo que debes hacer. Por supuesto, tú puedes añadir o quitar. Pero sería mejor que añadieras oraciones o, mejor aún, una lectura atenta de la Palabra de Dios. Durante el tiempo de Adviento los libros de los Profetas (sobre todo Isaías, Jeremías y Ezequiel) son muy importantes.
Busca la mejor hora para ti, pero intenta ser fiel a ese momento durante los cinco días. Como si tuvieras una cita muy, muy, importante. Olvídate de la tele, intenta tener tu mente y tu corazón dentro de ti y en búsqueda contemplativa. Aunque estés en tu trabajo, deja que la paz te inunden y que el efecto de tu oración anime todo. Procura el silencio y la quietud interior. A ser posible, esos días, dedica tu ocio al retiro. Juntos caminaremos y juntos veremos algo de la luz de Dios que ilumina en lo más íntimo del corazón. No tengas miedo, déjate seducir por el misterio que hay dentro de ti.
* * *
Día primero
Enciende la vela gruesa. Y recita esta oración:
Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma
y enciende en mí el fuego de tu amor.
Acomódate. Coge la Biblia y ábrela por el libro de Isaías, capítulo 64, y lee, tranquilamente, los versículos del 3 al 7. Coloca la Biblia abierta por el pasaje que has leído sobre la mesa. Guarda un momento de silencio… Ahora lee despacio esta meditación:
Meditación
Lo esencial es invisible a los ojos, por eso para encontrar lo esencial, lo que de verdad merece la pena, hemos de arriesgarnos a creer y a adentrarnos en nosotros mismos para rescatar lo que de verdad da sentido a todo y lo que de verdad nos hace vibrar hasta el infinito. Y, al arriesgarnos, nos situamos al borde del camino, ese camino por el que aparecerá Él, el que sostiene nuestra esperanza.
Estamos en Adviento. Acabamos de estrenarlo. Adviento significa esperar a alguien que está en camino y a punto de llegar. ¿Quién viene? ¿Cuándo llegará? ¿Qué tiene que ofrecernos?
Dicen algunos que Dios guarda silencio y yo, lo afirmo, digo que Dios no calla. Dios, el Dios vivo, el Dios de la historia, el Dios innombrable y completamente enamorado, habla. Lo que pasa que habla a través de una Palabra ya pronunciada. Y no lo digo yo sólo, sino que también lo afirma la Carta a los Hebreos (1,1-2):
«Dios habló en otro tiempo a nuestros antepasados por medio de los profetas, y lo hizo en distintas ocasiones y de múltiples maneras. Ahora, llegada la etapa final, nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien trajo el Universo a la existencia».
También es verdad que la Escritura señala que esta Palabra que Dios ha pronunciado, no ha sido escuchada por muchos, aún menos por aquellos que la esperaban. Así dice Jn 1, 1.10-11:
«Cuando todas las cosas comenzaron, ya existía aquel que es la Palabra. Y aquel que es la Palabra vivía junto a Dios y era Dios. En el mundo estaba y, aunque el mundo fue hecho por él, el mundo no le reconoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron;»
Sin embargo, hubo quien prestó atención. Hubo quien, inesperadamente, se encontró cara a cara con la Palabra pronunciada por Dios. Y, según Juan (1,12): » a los que le recibieron y creyeron en él les concedió el llegar a ser hijos de Dios». Porque aquellos que escuchan la Palabra definitiva de Dios, pronunciada de una vez para siempre, son testigos de la Verdad y, al acoger la Verdad, que es la revelación del misterio de Dios y de lo humano, han sabido que Jesucristo es el Señor y, al reconocerle, han sido capaces de descubrir el rostro de Dios y han sido capaces de captar el amor inmenso de Dios, que fue capaz de tomar la iniciativa, salir a nuestro encuentro y, dándose a sí mismo como prueba, proponernos el ser hijos suyos, entrando a formar parte de su propio misterio.
La Palabra de Dios sigue viniendo y los que la hemos escuchado percibimos que sigue en camino y se va haciendo cada vez más diáfana, más impresionante, más silenciosa. En la medida en que entramos en el centro de la historia, o sea, en el centro del misterio, en esa medida el silencio es más profundo, los conceptos van perdiendo sentido y toda idolatría, toda mentira, toda limitación, pierde fuerza hasta desaparecer por completo. Pero la única Palabra válida, la única que sigue teniendo sentido, la única que aún puede pronunciarse es Jesucristo mismo. Vivir como Cristo, es vivir como Dios. Vivir como Dios es adecuar nuestra vida a su Palabra, que es Verdad. Porque Jesucristo, que es la Palabra definitiva de Dios, pronunciada de una vez para siempre, Palabra viva, no encadenada, Palabra eficaz, no conceptualizada, Palabra creadora, no desencarnada,… Jesucristo es la Palabra no contradicha de Dios.
La Palabra de Dios llama a la puerta. Lo impresionante de todo es que él ha sido el primero en tomar la iniciativa y por su amor «nos proclama y nos hace hijos suyos» (1Jn 3,1). Y esta Palabra sin vocablos llama insistentemente y pide ser escuchada: «Mira, estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo» (Ap. 3,20). Esta fue la experiencia de Zaqueo: colocarse al borde del camino, por donde pensaba que pasaría Él. Sorprendentemente, fue Jesús quien tomó la iniciativa de querer entrar en su casa y, en medio de las críticas de los que supuestamente estaban con él, se quedó a cenar. Y Jesús se sentó a la mesa de Zaqueo, comió de su pan y bebió de su vino. Zaqueo, aquella noche, quedó seducido por la Palabra que le salió al encuentro y se transformó en un hombre nuevo. Fue también la experiencia de María de Magdala, completamente sumida en la oscuridad, pero ansiosa de salir de su situación. Cuando intuyó que Jesús era la Palabra capaz de iluminar su vida, no tuvo vergüenza de entrar en una casa de alto abolengo, interrumpir la cena y, sin decir nada, ponerse al alcance de la Palabra, y María, habiendo entrado con un corazón lleno de amargura y oscuridad, pero lleno de esperanza, salió con un corazón iluminado y lleno de amor. Sin duda:
La Palabra se hizo carne y habita entre nosotros (Jn 1,14).
Guarda un momento de silencio… Recita esta plegaria:
Plegaria y testimonio
Anda, pasa.
Pasa, anda,
no tengo más remedio que admitirte.
Tú eres el que viene cuando todos se van.
El que se queda cuando todos se marchan.
El que cuando todo se apaga, se enciende.
El que nunca falta.
Mírame aquí,
sentada en una silla dibujando…
Todos se van, apenas se entretienen.
Haz que me acostumbre a las cosas de abajo.
Dame la salvadora indiferencia,
haz un milagro más,
dame la risa,
¡hazme payaso, Dios, hazme payaso!
(Gloria Fuertes)
Cuando hayas acabado, enciende una de las velitas pequeñas. Acomódate bien, coloca tus manos abiertas hacia el cielo sobre tus rodillas y guarda un buen rato de silencio, dejando que tu mente recoja alguna idea clave de las que has recibido hoy. No fuerces nada. Deja que surja. Cuando surja algo (aunque sea solo el silencio) deja que tu alma se recree. Cuando ya notes que te cansas o que debas dejar la oración, extiende tus manos en cruz y recita esta plegaria:
Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
* * *
Día segundo
Enciende la vela gruesa. Y recita esta oración:
Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma
y enciende en mí el fuego de tu amor.
Enciende también la velita de ayer.
Acomódate. Coge la Biblia y ábrela por el libro de Jeremías, capítulo 31, y lee, tranquilamente, los versículos del 38 al 40. Coloca la Biblia abierta por el pasaje que has leído sobre la mesa. Guarda un momento de silencio… Ahora lee despacio esta meditación:
Meditación
Hay un grito enorme en el corazón de todo hombre y mujer, de modo particular en aquellos que buscan intensamente a Dios y aquellos que desean escuchar su Palabra. Juan Tauler, un místico del siglo XIV, que influyó notablemente en San Juan de la Cruz, y cuyo testimonio seguiremos muy de cerca en las meditaciones de cada domingo, formuló muy bien esta pregunta: «¡Oh Dios! ¿En dónde pronuncias tu Palabra?» (sermón del 2º Domingo del tiempo de Navidad). La pregunta del hombre de hoy por Dios, no es más que la traducción actual de la pregunta que se hacía fray Juan Tauler, dos siglos antes de que se la hiciese San Juan de la Cruz. El hombre y la mujer actuales necesitan oír esa Palabra de Dios, están sedientos de ella y, sin embargo, parece que no llega. Los hombres y mujeres de hoy, muchos al menos, se espantan porque experimentan el silencio de Dios y, entonces, se plantean tres posibilidades: olvidarse de Dios y cerrar los oídos; buscar respuestas en otros sitios; o quedarse aguardando, a la vera del camino, en medio de muchas oscuridades.
Dios no guarda silencio. Dios ha hablado de una vez por todas y dijo todo lo que tenía que decir. A quien es capaz de quedarse aguardando, le espera una larga experiencia de desierto y de silencio, pero una espera que conduce al encuentro. Quien es capaz de aguardar, quien es capaz de no moverse del camino, allí por donde pasará el Señor, en el momento más inesperado, cuando piense que el Señor pasará de largo, oirá su Palabra: «Ven, hoy me hospedaré en tu casa» (Lc 19, 5). El que sabe esperar, el que sabe permanecer atento, aún en medio de la noche, aún en medio del frío, de la soledad y del sufrimiento, le será dado escuchar, «cuando un sosegado silencio todo lo envuelva y la noche se encuentre aún en la mitad de su carrera, tu Palabra poderosa fue enviada desde el cielo» (Sb 18,14). Podrá decir, lo que testimonia el libro de Job: «a mí se me ha dicho furtivamente una palabra, mi oído ha percibido su susurro» (Jb 4,12). O lo que decía aliviado el profeta Jeremías (Jr. 15, 16): «Siempre que se presentaba tu Palabra, la devoraba; tu Palabra era para mí un gozo y alegría de mi corazón».
Efectivamente, como dice fray Juan Tauler, allí, en lo recóndito, en el fondo esencial. Allí donde se percibe la frontera de lo humano, allí donde ningún ídolo tiene cabida, donde ninguna imagen tiene consistencia, donde ninguna palabra puede pronunciarse, allí, exactamente allí, donde sólo hay expectación y donde sólo cabe la esperanza, a pesar de las apariencias en contra; allí, de una forma inesperada, Dios actúa y se da en plenitud. Allí donde no hay mediaciones posibles, ni de ídolos, ni de imágenes, ni de conceptos, ni de asideros, ni de intereses, ni de argumentos. Allí, Dios Padre engendra al Hijo, Dios actúa sin imagen ni semejanza pronunciando, de una forma definitiva, su única Palabra.
Hay creyentes, de fe superficial, que insisten en un activismo vacío, aunque tal vez lleno de compensaciones y de éxitos aparentes. Hay cristianos que, en nombre de un Dios que no conocen, son capaces de decir con toda certeza quiénes están en línea con el Evangelio y quiénes no. Hay creyentes que, apoyados en liderazgos humanos, sectarizan el Evangelio y repudian todo lo que no se ajuste a sus esquemas. Hay creyentes que repudian el mundo, que es el soporte del trono de Dios, y defienden un alejamiento de él, alegando que Dios está más allá que acá. Hay creyentes que se entretienen en mil cosas, disfrazados de «progres» y modernos, y descuidan lo esencial. Hay creyentes que, manteniéndose en una mal entendida tradición, por no decir pereza, cierran el paso a la acción del Espíritu de Dios. La crisis que padece la Iglesia, las comunidades cristianas, la familia, nuestros jóvenes,… no nace de la maldad del mundo, un mundo que Dios ha hecho con sus manos y en el cual se revela hasta hacerse hombre. Nace de que muchos cristianos han sustituido la experiencia de Dios disfrazando de cristianismo a los ídolos de nuestro tiempo. Por eso, cuando llega el primer golpe, sucumben y pierden la esperanza. Sólo el hombre y la mujer que ponen su casa sobre roca, a pesar de las tormentas y huracanes a que se enfrentarán, sólo ellos, permanecerán firmes y no sucumbirán. Y la roca es firme, porque la roca es Cristo, la Palabra definitiva de Dios. No se necesitan muchas palabras, sólo una es necesaria y la única importante. Uniéndome a lo que sugiere Juan Tauler, diré que, «lo mejor es callar y dejar que Dios hable aquí y opere dentro».
Guarda un momento de silencio… Recita estas plegarias:
Plegaria y testimonio
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, yo fuera. Por fuera te buscaba y me lanzaba sobre el bien y la belleza creados por Ti. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo ni conmigo. Me retenían lejos las cosas. No te veía ni te sentía, ni te echaba de menos. Mostraste tu resplandor y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por Ti. Gusté de Ti, y siento hambre y sed. Me tocaste, y me abraso en tu paz.
(San Agustín)
Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero, ¿dónde se halla esa inaccesible claridad? ¿Quién me conducirá hasta allí para verte en ella? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgos te buscaré? Nunca jamás te vi, Señor, Dios mío; no conozco tu rostro… Enséñame a buscarte y muéstrame a quien te busca, porque no puedo ir en tu busca a menos que Tú me enseñes, y no puedo encontrarte si Tú no te manifiestas. Deseando, te buscaré; te desearé buscando; amando te hallaré; y encontrándote, te amaré.
(San Ambrosio)
Oh, Señor de mi vida, estaré ante Ti cara a cara. Con las manos juntas, oh, Señor de todas las Palabras, estaré ante Ti, cara a cara. Bajo tu gran cielo, en soledad y silencio con humilde corazón, estaré ante Ti, cara a cara. ¿En este mundo laborioso de herramientas y luchas y multitudes con prisa, estaré ante Ti, cara a cara?
(Rabindranath Tagore)
Cuando hayas acabado, enciende otra de las velitas pequeñas. Acomódate bien, coloca tus manos abiertas hacia el cielo sobre tus rodillas y guarda un buen rato de silencio, dejando que tu mente recoja alguna idea clave de las que has recibido hoy. No fuerces nada. Deja que surja. Cuando surja algo (aunque sea sólo el silencio) deja que tu alma se recree. Cuando ya notes que te cansas o que debas dejar la oración, extiende tus manos en cruz y recita esta plegaria:
Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
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Día tercero
Enciende la vela gruesa. Y recita esta oración:
Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma y
enciende en mí el fuego de tu amor.
Enciende también las dos velitas de ayer.
Acomódate. Coge la Biblia y ábrela por el libro de Isaías, capítulo 7, y lee, tranquilamente, los versículos del 10 al 17. Coloca la Biblia abierta por el pasaje que has leído sobre la mesa. Guarda un momento de silencio… Ahora lee despacio esta meditación:
Meditación
Aquel que tenga el coraje suficiente de permanecer a la espera, aún en medio de muchas oscuridades, experimentará el gozo de encontrarse, inesperadamente, cara a cara, con el Señor que viene. Aquel que se encuentra cara a cara con Jesús, se encuentra cara a cara, en desnudez, ante la Palabra misma de Dios. Jesús es, efectivamente, la Palabra definitiva de Dios. Otros lo llamarán Sabiduría de Dios. En realidad Palabra y Sabiduría, en su raíz, significan lo mismo: ponerse a la escucha de la Verdad y seguir su camino.
Un gran teólogo de nuestro tiempo, Karl Rahner, ya fallecido, decía que el cristiano del mañana será un místico, es decir, alguien que ha experimentado algo o, de lo contrario, no tendrá nada que decir. Efectivamente, uno de los signos de nuestro tiempo es que hay una incesante búsqueda de Dios, pero no de un Dios filosófico, o de un Dios formulado con definiciones retóricas. Sino que se busca al Dios vivo, al Dios que es. Por eso, más que grandes teorías, más que grandes ejercicios piadosos, más que grandes estructuras, la renovación de la vida cristiana, es decir, la renovación de nuestra esperanza, pasa por la experiencia de Dios. Y esta experiencia de Dios pasa por el encuentro personal con Jesucristo, que es su Palabra, su manifestación humana. La auténtica manifestación humana de Dios. No lo dudes, Jesús viene, está de camino, hemos de salirle al paso, situarnos al borde del camino si queremos encontrarnos con él.
Descubrir a Jesús significa comenzar un itinerario de espera, una espera confiada. Supone ponerse a la escucha, a la escucha de ese susurro del Espíritu de Dios que nos hace percibir el eco de los pasos de Jesús. Jesús viene, está viniendo. La Palabra de Dios se ha pronunciado de una vez para siempre y sigue resonando. Dios no está mudo, sino que ya ha dicho todo lo que tenía que decir. No es que Dios no hable, es que no se le escucha. Por eso, el primer paso para salir al camino de la Vida es ponerse a la escucha, y eso requiere guardar silencio. Y guardar silencio supone entrar en una dimensión de interioridad y de intimidad a la que no estamos acostumbrados y a la que muchos tienen miedo. Guardar silencio requiere todo un proceso.
El silencio supone tomar conciencia de los ruidos y descubrir la sed y la urgencia de la búsqueda de eso esencial que es invisible a los ojos. El silencio supone un ejercicio de interiorización. La interiorización exige, además, darse cuenta de los obstáculos, de los ruidos que nos estorban, de las distracciones que tenemos, de todo aquello que frena este impulso de búsqueda. Pero supone, también, descubrir que aún en medio de esos ruidos y obstáculos, ese eco de la Palabra pronunciada de Dios sigue llegándome, como un susurro lejano, pero ahí está.
Poco a poco, a medida que vaya tomando conciencia de los ruidos y obstáculos, iré siendo capaz de deshacerme de ellos. A veces no podré yo solo, y necesitaré la ayuda de otros que ya hayan emprendido la búsqueda. Por eso es tan importante la comunidad cristiana y los distintos ministerios y carismas que el Señor ha depositado en ella. Hay hermanos y hermanas capacitados por Dios para discernir los signos de los tiempos y las dificultades del corazón. Son los profetas. Hay hermanos y hermanas capaces de intuir la acción de Dios en la vida de cada uno. Hay hermanas y hermanos capaces de guiar y conducir, orientar, sanar y reconciliar y aglutinar la comunidad entorno al Señor que se celebra: son los moderadores de la comunidad. Hay hermanas y hermanos que han optado por un seguimiento más estrecho y por un esfuerzo más exclusivo por adentrarse en esa interioridad y descubrir lo que Dios dice: son los religiosos. Hay hermanas y hermanos que son capaces de acercarse a las fronteras del dolor y de la muerte para llevar un poco de paz y de vida: son los que se esfuerzan en los actos de amor al prójimo. Hay hermanas y hermanos que saber darse y compartir la vida por amor y construir una comunidad de amor: son los esposos… Poco a poco, a medida que vamos yendo hacia la profundidad, vamos descubriendo su impresionante atractivo.
El silencio es el ámbito privilegiado del encuentro con Dios. Nuestra fe es débil porque no ha experimentado al Señor, no se ha encontrado cara a cara con Jesucristo. Nuestra confianza se fortalece en la medida en que, desde el silencio del corazón, percibimos los ecos de sus pasos que vienen hacia nosotros. El Señor viene, ya se acerca. La Palabra de Dios va haciéndose cada vez más audible, en la medida en que silenciamos nuestras voces sin sentido.
Esperar al borde del camino, confiando en el alba. Esperar significa salir a la intemperie y a una situación de provisionalidad. Esperar significa aguardar, a pesar de las apariencias en contra. Él ya está de camino, ya se acerca… ¿no oís sus pasos en la lejanía? ¿No sentís el soplo de su aliento, como una suave brisa?
Esperar significa adentrarse en la noche y, tal vez, distanciarse de los otros que prefieren seguir caminando sin rumbo, porque la espera les aturde y les aburre. La experiencia de Dios no está rodeada de milagrismos extáticos, sino de una consciencia madura y valiente de la propia pobreza y de la propia oscuridad. El que espera tiene la confianza de que llegará el momento del encuentro y, a partir de entonces, todo será nuevo, todo será definitivo, todo será diferente. El que espera abre su corazón a una plegaria de confianza que no tiene muchas palabras, sólo silencios, sólo esperas. Esperar, salir al camino, y, como Zaqueo, subirse a un árbol, si es necesario, y quedarse quieto, hasta que él pase, hasta que él descubra mi espera, hasta que él, la Palabra única y verdadera, decida quedarse en mi casa y compartir mi mesa.
Guarda un momento de silencio… Recita pausadamente y con entonación, esta plegaria:
Plegaria y testimonio
Hasta que llegue el alba
te aguardaré impaciente
entonando himnos de alabanza.
Hasta que llegue el alba
estaré en vilo, vigilante,
para percibir los ecos de tu mensaje.
Hasta que llegue el alba,
apoyado a la puerta de mi casa,
soñaré que te detienes y me hablas.
Hasta que llegue el alba,
aún en medio de la noche,
dejaré encendida mi lámpara.
Hasta que llegue el alba
permanecerá firme mi esperanza
de contemplarte cara a cara.
Hasta que llegue el alba,
aunque el temor me ronde,
invocaré sin cesar tu nombre:
hasta que llegue el alba.
Hasta que el alba asome,
y aunque la espera se prolongue,
yo seguiré aguardando tu llegada:
hasta que llegue el alba.
Cuando hayas acabado, enciende otra de las velitas pequeñas. Acomódate bien, coloca tus manos abiertas hacia el cielo sobre tus rodillas y guarda un buen rato de silencio, dejando que tu mente recoja alguna idea clave de las que has recibido hoy. No fuerces nada. Deja que surja. Cuando surja algo (aunque sea solo el silencio) deja que tu alma se recree. Cuando ya notes que te cansas o que debas dejar la oración, extiende tus manos en cruz y recita esta plegaria:
Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
* * *
Día cuarto
Podemos hacer que este día coincida con el día de Nuestra señora de Guadalupe, 12 de diciembre (al final del este apunte del retiro encontramos para este día las oraciones a nuestra Madre).
Hoy necesitarás papel y bolígrafo. Una vez lo hayas preparado, colócalo cerca de ti y prepárate para el retiro de hoy. Enciende la vela gruesa. Y recita esta oración:
Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma
y enciende en mí el fuego de tu amor.
Enciende también las tres velitas de ayer.
Acomódate. Coge la Biblia y ábrela por el libro de Isaías, capítulo 9, y lee, tranquilamente, los versículos del 1 al 6. Coloca la Biblia abierta por el pasaje que has leído sobre la mesa. Guarda un momento de silencio… Ahora lee despacio esta meditación:
Meditación
Pero la experiencia de Dios tiene varias etapas. Todos los grandes místicos lo dicen. Y si ellos, grandes buscadores de la Palabra, lo diceN, debe ser cierto. En este proceso hay una acción del Dios que viene, misteriosa, pero eficaz.
Recogiendo el testimonio, hecho predicación, de Juan Tauler, a propósito del salmo 42 («como busca la cierva corrientes de agua viva, así mi alma te busca a ti, Dios mío»), y de Jn 7,37 («Si alguno tiene sed venga a mi, y beba»), decía más o menos lo siguiente: La sed de Dios va acompañada de un sentimiento de hastío, de impotencia y de cierta desgana. Incluso, después de una fuerte experiencia llena de euforia, porque da la impresión de que se palpa a Dios, suele darse una situación de hastío, de asco, de sequedad, de profunda duda y de unas ganas tremendas de mandarlo todo a la porra. Juan Tauler describe esto con una imagen teatral: «Algunos no pueden contener el fervor y el corazón sufre la herida de amor. ¡Tan fuertes e intensas son las maravillas de Dios! Pero Dios, moderador de las cosas, viendo que alguno excesivamente atraído por sus gracias se aficiona demasiado, procede con ellos como buen y prudente padre de familia, que tiene en casa abundancia de vinos generosos. Terminado el banquete, se levanta de la mesa, deja el vino y se retira un poco a descansar. Sus hijos, entre tanto, bajan a la bodega y beben de aquel vino hasta embriagarse. Al levantarse el padre se da cuenta y prepara todo tipo de utensilios para devolverlos a la serenidad. Todo lo que hace el padre es para que se acabe la embriaguez«. De este modo, la experiencia de sequedad y hastío devuelve la sobriedad, y la experiencia de Dios se encarrila, no por cauces de sentimentalismos eufóricos y, en cierto modo, enfermizos, sino por la vía de la madurez y del progreso correcto de la persona en su experiencia de Dios. Así, poco a poco, nos vamos disponiendo al encuentro y vamos despojándonos de todo lo que estorba, de todo lo que puede desvirtuar la Palabra de Dios, de todo lo que puede impedir que cuando pase delante de nosotros no nos reconozca y pase de largo.
Cuando habla del encuentro con Dios, Juan Tauler no duda en decir que, quien se adentra en el misterio de la contemplación y empieza a percibir al Dios que buscaba, al Dios vivo, se da cuenta de que ha estado buscando a Dios muy lejos y dando muchos rodeos. El encuentro con Dios introduce en una dimensión inesperada y difícil de describir. El encuentro con el Dios que habla definitivamente, cuya Palabra escuchamos de una manera nueva, produce un efecto curioso: da la impresión de que la multiplicidad desaparece, de que todos los ruidos y obstáculos se desvanecen y nos adentramos en una experiencia de unidad y armonía. Aún así, en esta percepción novedosa de la presencia del Dios que viene a nuestro encuentro, hay tinieblas y la certeza de no haber conseguido plenamente verle cara a cara. Pero la luz que percibimos de su presencia en nuestras vidas, de su comunicación con nosotros, esa luz es esencial, si bien sigue siendo invisible a los ojos. Nos encontramos como aquel caminante cansado que llega a la fuente y se sienta a reposar y se deleita tan sólo con el hecho de estar allí y beber del agua que le restablece la vida.
El mismo Juan Tauler, hablando de su propia experiencia exclama, como sin poder contenerse: «¡Oh fuente cristalina de aguas dulces, transparentes, frescas, como son los manantiales antes de correr al calor de los aires y del sol! Cuán delicioso es beber de este agua manantial. ¿Quién lo podrá expresar? Querría beber a boca llena, hundido hasta la garganta, pero en vano aquí me esfuerzo, mientras espero. Entre tanto, me sumerjo en el abismo de la divinidad y allí me fundo, como las aguas se filtran en la tierra».
El Señor viene, la Palabra única pronunciada por Dios, Jesucristo, está de camino. Viene cada día, cada noche, cada tarde, en el momento más inesperado. Sólo el que sabe esperar tendrá el privilegio de encontrarse con Él. No conocemos su rostro, ni, como los discípulos de Emaús, sabemos muy bien de dónde viene y hacia donde va, ni cómo se presentará. Pero para el que se afirma en la confianza del Dios que ha pronunciado una Palabra definitiva, la espera es de por sí toda una experiencia de bienaventuranza, de alegría, de transfiguración.
La esperanza, decía otro contemplativo del siglo XIII, llamado fr. Tomás de Aquino, es el deseo de ver la Verdad, de ver, con nuestros propios ojos a aquel que nos sostiene, a aquel al que buscamos. La fe nos prepara a ver aquello que no percibimos, decía otro gran buscador de Dios llamado Agustín de Hipona. Y es la confianza de esa luz lejana e incompleta que percibimos, la que nos hace permanecer a la espera.
La oración es la mejor manera de mantenernos al borde del camino. Confiando que la Palabra pronunciada por Dios nos sea regalada. La oración nos prepara y nos alienta y abre el camino para que el que está viniendo se detenga ante nosotros y quiera quedarse en nuestra compañía. La oración no está hecha de palabrería ni erudición, sino de silencios y de escuchas llenas de confianza.
El Señor está viniendo, lo sentimos, lo necesitamos, lo percibimos… Él viene. Salgamos al borde del camino, esperemos a que él pase y se detenga. Quien permanezca fiel en la búsqueda y no se aleje del borde del camino, quien aliente con la plegaria el deseo de este amor infinito, quien mire al horizonte con confianza y no se aparte del camino, ése, sin duda, verá colmada su esperanza.
Ser cristiano es ponerse a la escucha de la Palabra definitiva de Dios, es salir a la intemperie, situarse al borde del camino, esperar a que pase el que viene. Ser cristiano es encontrarse con Jesucristo y Jesucristo es el Señor.
Guarda un momento de silencio… Lee este testimonio:
Plegaria y testimonio
¿Quién es Jesús para mí? ¡Respuesta imposible! Es grata, sin embargo la alegría de repetir lo que en ocasiones tan diversas nunca cesó de surgir en mí: Jesucristo fue desde el principio y sigue siendo un «ambiente». Es un «ambiente» hallado en todas partes, en las miserias y en las fiestas, en el campamento y en los talleres. Estoy seguro que no procedía de mí, de que no era yo el que lo creaba. Veo a Jesucristo vivo y lo identifico, activo y oculto en los caminos y en cada ambiente de fraternidad. La seguridad que ahora me une a Él se ha forjado en la dura esperanza y en la amable amistad de innumerables hermanos. Jesucristo es una «clave», la única coherencia de lo que, fuera de Él, se dispersa en todas direcciones. Sin Él, el pobre y el inocente están perdidos. Y la historia está también perdida. No sé cómo, pero con Él se iluminan las desdichas lo mismo que si las bañara un sol oculto. Rescata a los inocentes y los alivia; rescata, asimismo, como a través del fuego, a los verdugos, que somos todos nosotros. Para mí, Jesucristo es una sed, un clamor. El grito que lanzó un día sobre la cruz y que nada podrá extinguir. Lo oigo día y noche, grito del hombre moribundo, el clamor de los pueblos masacrados, del inocente atropellado. Esto significa que Jesús me llama y que yo lo llamo. No abrigo la menor duda de ello. Y estoy seguro también de que Jesús no necesita ser identificado para ser reconocido y para reconocernos. Jesucristo es como la sirena de incendio que en la noche nos lanza fuera de la cama y nos hace correr, jadeante, hacia los siniestrados. Jesucristo, para mí, es nuestro lazo de unión.
(Joseph Robert, sacerdote obrero)
Ahora, coge papel y bolígrafo. Intenta expresar lo que Jesús significa para ti y por qué depositas en Él tu esperanza. Anota las dificultades o los avances. Intenta descubrir dónde encuentras tú habitualmente a Jesús. Y qué estás dispuesto a hacer para mejorar tu relación con Él.
Cuando hayas acabado, enciende otra de las velitas pequeñas. Acomódate bien, coloca tus manos abiertas hacia el cielo sobre tus rodillas y guarda un buen rato de silencio, dejando que tu mente recoja alguna idea clave de las que has recibido hoy. No fuerces nada. Deja que surja. Cuando surja algo (aunque sea solo el silencio) deja que tu alma se recree. Cuando ya notes que te cansas o que debas dejar la oración, extiende tus manos en cruz y recita esta plegaria:
Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
* * *
Día quinto
Encuentro con Jesús
Hasta aquí, has meditado sobre el Verbo Encarnado. Y has descubierto, seguramente, que Jesús tiene mucho que aportarte. Te propongo ahora un autoejercicio de contemplación, sumamente útil, si te lo tomas en serio y con calma. Es un ejercicio de meditación. Sigue las instrucciones y todo irá bien.
Enciende, por este orden, la vela gruesa, y mientras recitas la oración, una por una las otras velas pequeñas:
Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma
y enciende en mi el fuego de tu amor.
Guarda un momento de silencio e intenta repasar las grandes ideas que te hayan impactado en estos días de retiro.
Ahora, colócate en una postura cómoda. Intenta concentrar tu mente. Respira hondo. Al inspirar siente cómo el aire penetra en tus pulmones y te infunde vida y paz. Al expirar date cuenta de cómo te liberas de un peso y dejas sitio para el aire nuevo. Acompasa tu respiración, concéntrate bien en ella. Llénate de aire y de vida. Procura fijar tu mirada en un punto concreto. Si te es mejor, cierra los ojos un momento, hasta que te sientas en paz, con la mente en blanco, sin nada en qué pensar. Cuando creas que estás a punto, sigue adelante en el ejercicio, tal y como se te indica aquí. Los puntos suspensivos quieren decir que te detengas y medites hasta que tú veas que debes seguir la meditación que se te propone. Te sugiero que no la interrumpas en un punto y otro, sino que la hagas toda, aunque te dure tiempo. Seguramente descubrirás cosas inauditas y tendrás el deseo de volver a hacer este ejercicio que puedes repetir cuantas veces lo desees. Vamos allá.
Mi relación con Jesucristo es de suprema importancia, porque soy su discípulo… Quiero profundizar en esta relación con él. Quiero conocerle mejor…
Imagino que Él me ha invitado a encontrarme consigo y me está esperando en lo alto de una solitaria montaña… y salgo de inmediato… ¿Qué sentimientos nacen en mi interior cuando pienso que pronto me voy a encontrar con él?…
En la soledad de mi montaña me entretengo en contemplar la llanura que se extiende allá abajo… y, de pronto, tomo conciencia de que Él está ahí, conmigo… ¿De qué manera se me muestra?… ¿Cómo reacciono ante su presencia? …
Le hablo y le hago comentarios sobre nuestra amistad. Primero lo negativo: los sentimientos de duda…, de desconfianza…, temor…, resentimiento… Mi amigo se convierte en una carga cuando me plantea exigencias que no deseo satisfacer; cuando se hace absorbente; cuando me niega lo que deseo o necesito…
Si albergo resentimientos o temores en mi interior, mi relación puede mejorar tomando conciencia de ellos. Así pues, me pregunto si Jesús es una carga; ¿es la clase de amigo cuyas exigencias producen sentimientos de culpabilidad?… ¿Es la clase de amigo que me presiona, que me pide cosas que no estoy dispuesto a hacer?… ¿Es el tipo de amigo que me da miedo, que me inquieta por sus actitudes o exigencias?… ¿Es el tipo de amigo que restringe mi libertad?… Si es así, se lo digo abiertamente… y escucho su respuesta…
Ahora me pregunto ¿qué adjetivos definirían mejor nuestra amistad? Puede ser que sean negativos, ambiguos e incluso contradictorios… pero si responden a la realidad me ayudarán a profundizar en la relación. Me pongo en diálogo con Él y decidimos qué imágenes simbolizan mejor nuestra amistad…
Pasamos del presente al pasado. Pienso en lo que Jesucristo ha significado para mí en mi niñez… y en las diferentes etapas de mi crecimiento como persona humana… Pienso en los altibajos por los que ha pasado nuestra relación….
Pero una relación de amistad y encuentro exige algo más: exige que yo ponga en claro mis expectativas con respecto al otro. Intento pensar qué es lo que espero de Jesús de Nazaret… Qué deseo de Él…. Qué me gustaría que Él hiciese por mí…. Se lo digo abiertamente… También le pregunto lo que Él espera de mí…
El tiempo se va agotando… Él tiene que marcharse pero, antes, nos miramos y nos preguntamos por el futuro… ¿Qué clase de futuro deseamos que tenga nuestra relación?… ¿Estoy dispuesto a mantener nuestra relación?… ¿Lo está Él?… ¿Qué podemos hacer al respecto?…
Poco a poco su presencia se desvanece… y me quedo un tiempo solo en la montaña…. Durante unos instantes saboreo el encuentro y compruebo mi estado de ánimo… ¿Cómo me siento después del Encuentro con Jesús?… ¿Qué sentimientos noto?… ¿Corren por mi cabeza mil ideas e imágenes desordenadas o, por el contrario, tengo una sensación de paz y de silencio?…
Comienzo a bajar de la montaña. Noto mis pies pesados, como sin ganas de irme, pero he de volver al camino de la vida… Allí en la realidad de mi vida humana me encontraré muchas veces con Jesús… Me pregunto: ¿seré capaz de reconocerle, de dialogar con él?… Me hago el propósito de que subiré a la montaña a menudo para seguir charlando amistosamente… Mientras tanto, surge dentro de mi una cancioncilla…
JESÚS ES LA VERDAD Y EL CAMINO, LA LUZ QUE ILUMINA MI DESTINO
Mientras vas volviendo a la normalidad, no dejes de retener en tu mente la imagen de Jesús y ora…
* * *
Día 12 de diciembre, Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de las Américas y Filipinas
Los que vivimos en Latinoamérica pedimos que nos ayuden en la oración, para que la violencia reinante en todos nuestros países, sean aplacados por la gracia de Dios.
Finalizada la práctica del retiro, una vez que hayas rezado el Padrenuestro elevemos nuestras oraciones a María. Siguiendo el estilo del triduo sin rosario, ya que hemos hecho nuestra meditación.
Himno
Ayer, Alba en el alba, subiste presurosa
Por servir a tu prima, cual sierva ante los siervos.
Hoy a México bajas, cual Rosa misteriosa
Para anunciar al indio que en sus ratos acervos.
Jamás estará solo; porque jamás, oh Madre,
Has sido en nuestra historia cobarde subterfugio;
Porque tu eres la esclava ante el Hijo del Padre:
¡Tú el regazo y el puente; tu defensa y refugio!
Eres cifra y compendio de nuestra patria suave;
Eres signo y substancia de nuestra nueva raza;
Eres lámpara y cuna, eres báculo y ave,
Eres vínculo y nudo, eres tilma y casa.
Por tus manos en hueco, patena de ternura,
Consagrados al Padre de todos los consuelos,
Por el Hijo, en la llama quemaste la amargura
Del sudor hecho lágrimas y el júbilo hecho anhelos. Amén.
Preces
Alabemos a Dios Padre todo Poderoso, el creador por quien se vive, y digámosle:
Señor, por quien vivimos, escucha nuestras plegarias.
Bendito seas, Señor del universo, que en tu inmensidad nos enviaste a la Madre de tu Hijo,
—para llamarnos a la fe y hacernos ingresar a tu santo pueblo.
Te bendecimos, Señor, porque ocultaste tu mensaje a los sabios y prudentes según el mundo
—y lo revelaste a los pequeños, a los que son tenidos por insignificante y despreciables
concédenos ser, como Juan Diego, embajadores tuyos muy dignos de confianza,
—que llevemos a todos los hombres y a todas las naciones tu mensaje de amor y de paz.
Tú que, con la presencia de María, haces brillar los riscos como perlas y las espinas como el oro,
—haz que el amor de la Santísima Virgen María nos transforme en otros Cristos.
Haz que, como Juan Diego, seamos siempre fieles al culto divino y a tus mandatos,
—para que merezcamos, también nosotros, que la Virgen María nos salga al paso en el camino de nuestra vida.
Una intención particular
—Señor por quien vivimos, escucha nuestras plegarias
AVEMARÍA…
por JOSÉ A. MARTÍNEZ PUCHE, OP | 23 Nov, 2014 | Novios Testimonios
Estos esposos vivieron, a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana, el amor conyugal y el servicio a la vida. Cumplieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, entregándose generosamente a sus hijos para educarlos, guiarlos y orientarlos al descubrimiento de su designio de amor. En este terreno espiritual tan fértil surgieron vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, que demuestran cómo el matrimonio y la virginidad, a partir de sus raíces comunes en el amor esponsal del Señor, están íntimamente unidos y se iluminan recíprocamente.
San Juan Pablo II
Homilía durante la Santa Misa de beatificación
del matrimonio de Luis y María Beltrame Quattrochi,
Homilía del domingo, 21 de octubre de 2001
* * *
En un gesto sin precedentes en la historia de la Iglesia, el 21 de octubre de 2001, Juan Pablo II beatificaba conjuntamente a un matrimonio: los esposos italianos Luis Beltrame Quattrocchi y María Corsini.
Y la diócesis de Roma celebraba por vez primera la memoria de los nuevos beatos el 25 de noviembre de 2001: contrariamente a la tradición eclesial, la fecha de la celebración no era el dies natalis (fecha de la muerte: nacimiento a la vida eterna), sino el aniversario de la boda de este matrimonio ejemplar, que fue el 25 de noviembre de 1905.
Luis Beltrame Quattrochi
El 18 de febrero de 1880 nacía Luis en Catania, tercero de los cuatro hijos de los esposos Carlo y Francesca, de clase media. Cuando el niño contaba unos nueve años se trasladó a Roma -donde residiría el resto de su vida- para vivir con sus tíos Luigi y Stefania, que no podían tener hijos. Stefania se encargaría personalmente de la formación cristiana de su sobrino, al que enviaron a buenos centros docentes para una formación integral, que completó con el doctorado en Derecho, en 1902, en la Universidad «La Sapienza».
1905 fue un año decisivo: el 25 de noviembre se casó con María Corsini en la basílica de Santa María la Mayor. Desde el primer momento quisieron formar una familia fundada en el sacramento que santifica y decidieron acoger a los hijos como don de Dios, dispuestos a superar juntos todas las dificultades de la vida. Tuvieron dos hijos y dos hijas: los dos varones llegaron a ser sacerdotes y la mayor de las hijas, religiosa. La menor se dedicó a la docencia de idiomas.
El sentido del deber y de la rectitud moral cristiana orientó siempre el ejercicio de la profesión de Luis. No aceptó nunca componendas ni favoritismos, sino que se mostró muy atento y sensible ante los más necesitados. No se dejó atemorizar por los poderosos ni corromper por los ricos. Precisamente por esto fue siempre estimado y respetado por los compañeros, cualesquiera que fueran su fe o sus ideas políticas. Al mismo tiempo que su actividad forense, cultivó y animó el asociacionismo católico, dedicándose a varios tipos de apostolado y obras de caridad. Fue miembro y consejero de la junta central de la Asociación de Scouts católicos italianos, colaboró con el profesor Luigi Gedda en la Acción Católica y en el Movimiento de Renacimiento Cristiano. El franciscano Pellegrino Paoli, a quien Luis eligió como director espiritual, acertó a orientar la vida de fe del cristiano, del esposo, del padre de familia, del abogado.
Su vida estuvo completamente centrada en Dios: en profunda comunión con su esposa, la fe era el centro de su vida personal, conyugal, familiar y profesional. Eso le ayudó a ver la vida como vocación, la familia como una iglesia doméstica, la profesión como una misión evangélica, el diálogo con Dios como una exigencia cotidiana de su espíritu. Su relación afectiva con su esposa se convirtió cada vez más en comunión de espíritus, impulso generoso y alegre a través de un itinerario de fe realizado juntos; opción concorde de vida familiar, caracterizada por la sencillez, la penitencia y la caridad, con el firme propósito de apartar todo lo que dañara la virtud. Sus compromisos espirituales más importantes eran la misa diaria (a menudo en la basílica de Santa María la Mayor), la comunión eucarística, la confesión semanal, la devoción al Sagrado Corazón y a la Virgen, con el rezo diario del rosario en familia. Fe y obras: su caridad en favor de los pobres y marginados era proverbial entre sus conocidos, a pesar de que procuraba que su mano izquierda no se enterara de lo que hacía su derecha.
Lleno de méritos, habiendo dejado ejemplos de vida evangélica por donde pasó, el 9 de noviembre de 1951 volaba al cielo: era la tercera crisis cardíaca, que no pudo superar como las dos primeras, en 1941 y 1944. A su entierro en el cementerio de Campo Verano acudieron multitud de amigos, que antes habían participado en el funeral, celebrado en la parroquia de San Vitale.
María Corsini
Florencia, la ciudad del arte, vio nacer a María, hija única del matrimonio Angiolo Corsini y Giulia Salvi, el 24 de junio de 1884. A los cuatro días era bautizada. La que era hija de una famosa familia de excelente posición económica y social, se convertía en hija de Dios.
Los abuelos de María, que vivían en su misma casa, ejercieron una influencia positiva en la formación de la personalidad de su nieta. Por motivos laborales de su padre, oficial de los granaderos de Cerdeña, la familia cambió varias veces de domicilio: Pistoya, Florencia, Arezzo y por último Roma, a donde se trasladaron también los abuelos. Hizo la primera comunión, punto de arranque de su crecimiento espiritual, el 30 de septiembre de 1897. Dotada de inteligencia viva, espíritu atento y sensibilísimo, aprovechó muy bien las ventajas de su ambiente familiar, especialmente las lecturas, para conseguir una buena formación cultural. Junto a una excelente formación cristiana y vivencia de la fe, destacaba en el dominio del humanismo, como buena florentina: a los diecisiete años conocía a fondo la literatura italiana.
La Providencia quiso que la vida de Maria estuviera un día unida a la de un buen cristiano: el 15 de marzo de 1905 se prometía con Luis Beltrame, joven abogado, cuyos tíos eran amigos de la familia Corsini. Una intensa correspondencia, que duró 46 años, nos permite conocer los sentimientos de ambos y el constante crecimiento de su relación en pureza, sinceridad y gracia, teniendo como base los valores espirituales. Después del matrimonio, celebrado el 25 de noviembre de 1905, se establecieron en la casa Corsini-Salvi. Un año después dio a luz a su primer hijo, Filippo; dos años más tarde, a Stefania; y al año siguiente, a Cesare. En el cuarto embarazo se le presentó una grave patología, que en aquel lejano 1913 obligaba a optar por la vida de la madre con el aborto o por la del hijo, si se proseguía el embarazo con altísimo riesgo personal para la madre. De común acuerdo, los esposos decidieron continuar el embarazo y a los ocho meses, tras una operación delicadísima, dio a luz a su hija menor, Enrichetta, que fue bautizada en seguida. Madre e hija salvaron su vida. Dios tenía para ellas misiones de testimonio cristiano en el mundo.
El matrimonio Beltrame Quattrocchi buscó con acierto la colaboración de buenos religiosos y religiosas, tanto para la formación de sus hijos como para su apostolado seglar. Educaron a los hijos en el Instituto Máximo de los jesuitas y a las hijas en las damas inglesas; se preocuparon también de que sus hijos se dedicaran a actividades buenas y de sana distracción: los chicos se afiliaron a los Scouts y las chicas frecuentaron a las religiosas reparadoras. María, además de cuidar de los hijos, atendía a los abuelos ya enfermos y se dedicaba al apostolado de la pluma. El encuentro con el padre Matteo Crawley, en 1916, en plena guerra mundial, dio nuevo impulso a su apostolado: le ayudó a divulgar la devoción al Sagrado Corazón, contribuyó a salvar la institución familiar mediante la exaltación de sus valores morales y religiosos. Trabajó como catequista; asistió a los heridos de guerra, e hizo numerosas obras de caridad en favor de los pobres. Más tarde colaboró con Armida Bareli y el padre Agostino Gemelli, o.f.m. Acompañó enfermos a Lourdes y Loreto para infundirles esperanza y ayudarles a aceptar los sufrimientos; consiguió el diploma de la Cruz Roja y durante nueve años trabajó en los hospitales civiles y militares, a menudo como encargada de sala. Pero María no podía ocultar su profunda formación humanística: un talento que aprovechó siempre que pudo como excelente instrumento de apostolado, por medio de sus escritos.
Hubo una ocasión providencial para expresar, a través de su pluma, lo que sentía aquella alma llena de Dios: a la elegancia de su estilo unía la experiencia mística de su vivencia evangélica. Maria tenía sólo 35 años. Una gravísima enfermedad la puso al borde de la muerte. Y, como despedida, dedicó a su marido y a sus hijos su testamento espiritual y dos cartas. Recobrada la salud, en 1920 entró en el Consejo Central de la Acción Católica, y el 12 de noviembre fue nombrada miembro del secretariado central de estudio, lo que la llevó a escribir con regularidad en periódicos. En 1922, en el espacio de pocos meses, tres de sus hijos manifestaron su deseo de consagrarse a Dios. En 1930, las bodas de plata de matrimonio coincidieron con la ordenación sacerdotal de su hijo Filippo, que en su primera misa bendijo los anillos de sus padres; ya para entonces Cesare era benedictino, y había elegido como nombre Paulino, y la hija Stefania había ingresado en el monasterio de benedictinas de Milán. El 9 de noviembre de 1951 murió el marido y afrontó este dolor con gran fe. Ella continuó su apostolado, adhiriéndose, por indicación del padre Garrigou-Lagrange, op., su director espiritual, al movimiento «Frente de la Familia», del que fue vicepresidenta del comité romano, prodigándose en la defensa de la integridad de la familia. El dominico Garrigou-Lagrange, profesor en la Universidad de Santo Tomás (Angélicum), es conocido mundialmente por sus escritos de teología espiritual, y el joven sacerdote polaco Karol Wojtyla, estudiante de dicha Universidad y futuro papa Juan Pablo II, eligió al docto dominico para dirigir su tesis doctoral. María Corsini fue también responsable de la sección femenina de «Renacimiento cristiano», en el que trabajó intensamente.
En pleno verano, el 26 de agosto de 1965, María se fue al encuentro de su esposo, que la esperaba junto al Señor. El amor, más fuerte que la muerte, los unió para siempre en la gloria.
Una vida ordinaria de modo extraordinario
Cuando Juan Pablo II declaró beatos a los esposos Luis y María, en presencia de tres de sus hijos -Filippo y Cesare, sacerdotes, y Enrichetta-, aprovechó la ocasión para exponer la importancia de la vida cristiana en el matrimonio: al hilo de la doctrina iba exponiendo el papa el testimonio de los nuevos beatos:
«Queridos hermanos y hermanas, amadísimas familias, hoy nos hemos dado cita para la beatificación de dos esposos: Luis y María Beltrame Quattrocchi. Con este solemne acto eclesial queremos poner de relieve un ejemplo de respuesta afirmativa a la pregunta de Cristo. La respuesta la dan dos esposos, que vivieron en Roma en la primera mitad del siglo XX, un siglo durante el cual la fe en Cristo fue sometida a dura prueba. También en aquellos años difíciles los esposos Luis y María mantuvieron encendida la lámpara de la fe -lumen Christi- y la transmitieron a sus cuatro hijos, tres de los cuales están presentes hoy en esta basílica. Queridos hermanos, vuestra madre escribió estas palabras sobre vosotros: «Los educábamos en la fe, para que conocieran a Dios y lo amaran» (L’ordito e la trama, p. 9). Pero vuestros padres también transmitieron esa llama viva a sus amigos, a sus conocidos y a sus compañeros. Y ahora, desde el cielo, la donan a toda la Iglesia.
»No podía haber ocasión más feliz y más significativa que ésta para celebrar el vigésimo aniversario de la exhortación apostólica «Familiaris consortio’. Este documento, que sigue siendo de gran actualidad, además de ilustrar el valor del matrimonio y las tareas de la familia, impulsa a un compromiso particular en el camino de santidad al que los esposos están llamados en virtud de la gracia sacramental, que «no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia» (Familiaris consortio, 56). La belleza de este camino resplandece en el testimonio de los Beatos Luis y María, expresión ejemplar del pueblo italiano, que tanto debe al matrimonio y a la familia fundada en él.
»Estos esposos vivieron, a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana, el amor conyugal y el servicio a la vida. Cumplieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, entregándose generosamente a sus hijos para educarlos, guiarlos y orientarlos al descubrimiento de su designio de amor. En este terreno espiritual tan fértil surgieron vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, que demuestran cómo el matrimonio y la virginidad, a partir de sus raíces comunes en el amor esponsal del Señor, están íntimamente unidos y se iluminan recíprocamente.
»Los beatos esposos, inspirándose en la palabra de Dios y en el testimonio de los santos, vivieron una vida ordinaria de modo extraordinario. En medio de las alegrías y las preocupaciones de una familia normal, supieron llevar una existencia extraordinariamente rica en espiritualidad. En el centro, la Eucaristía diaria, a la que se añadían la devoción filial a la Virgen María, invocada con el rosario que rezaban todos los días por la tarde, y la referencia a sabios consejeros espirituales. Así supieron acompañar a sus hijos en el discernimiento vocacional, entrenándolos para valorarlo todo «de tejas para arriba», como simpáticamente solían decir.
‘La riqueza de fe y amor de los esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi es una demostración viva de lo que el Concilio Vaticano II afirmó acerca de la llamada de todos los fieles a la santidad, especificando que los cónyuges persiguen este objetivo «propriam viam sequentes», «siguiendo su propio camino» (Lumen gentium, 41). Esta precisa indicación del Concilio se realiza plenamente hoy con la primera beatificación de una pareja de esposos: practicaron la fidelidad al Evangelio y el heroísmo de las virtudes a partir de su vivencia como esposos y padres.
»En su vida, como en la de tantos otros matrimonios que cumplen cada día sus obligaciones de padres, se puede contemplar la manifestación sacramental del amor de Cristo a la Iglesia.»
Matrimonio y vida consagrada
Con frecuencia se ha ponderado tanto la excelencia de la vida consagrada –monástica, religiosa, sacerdotal–, que ha quedado en un modesto segundo plano la grandeza del matrimonio cristiano. Con motivo de la beatificación de los esposos Luigi y María, alguien recordó aquella anécdota de San Pío X, cuando le preguntaron qué vocación era la mejor para la Iglesia. El santo patriarca de Venecia se quitó el anillo pastoral, pidió a unos esposos sus anillos, y dijo mostrando los tres: Sin los anillos de mis padres no hubiera sido posible este anillo episcopal.
Ciertamente, la tradición de la Iglesia se ha inclinado más a la exaltación de la vida consagrada por el reino de los cielos –un don que Dios da a quien él elige– que a la vida matrimonial. Por eso, cuando se escuchan las palabras de Juan Pablo II, se descubre la plena realidad: las diversas vocaciones son complementarias en la Iglesia, y la santidad no es monopolio de un estado, sino vocación y patrimonio de todos los bautizados.
Esto no es nuevo en la Iglesia. Nada menos que en el siglo IV, el obispo Anfiloquio de Iconio, de gran influencia en el Concilio de Constantinopla (381), y muy reconocido después de muerto en el Concilio de Éfeso (431), decía en una homilía, precisamente en la fiesta que la Iglesia de nuestros días ha elegido como Día de la Vida Consagrada (2 de febrero).
«La virginidad es admirable como tesoro de no servidumbre, como morada de libertad, como ornamento ascético, como superior al estado humano, como libre de las necesarias pasiones, como aquella que entra con el esposo Cristo en el tálamo del reino de los cielos. Éstos y otros semejantes son los valores de la virginidad. Un honorable matrimonio (Hb 13, 4) supera todo don terreno, como árbol que da fruto, como planta hermosa, como raíz de virginidad, como cultivo de ramas razonables y vitales, como bendición del crecimiento del mundo, como consolación de la raza, como creador de la humanidad, como pintor de la imagen divina, como poseedor de la bendición de su Señor, como el que abraza todo el mundo para cargarlo, como el que habita en aquel a quien suplicó que se encarnase, como el que puede decir con confianza: «Henos aquí a mí y a los hijos que Dios me ha dado» (Hb 2, 13; Is 8, 18). Elimina el matrimonio honorable, y no hallarás la flor de la virginidad; porque en él y en ninguna otra parte se recoge la flor de la virginidad. Al decir todo esto no queremos meter una pugna entre la virginidad y el matrimonio, sino que apreciamos ambos como necesarios. Pues el mismo Señor, que proveyó una y otro, no ha opuesto la primera al segundo, sino que mantiene a ambos como partes del temor de Dios. Porque sin el piadoso temor de Dios, ni es preciosa la virginidad, ni honorable el matrimonio’ (Homilía II en la fiesta de la Presentación de nuestro Señor Jesucristo).
Los Beatos Luis y María vivieron el sacramento del matrimonio con todas sus consecuencias de santificación. Y, entre las consecuencias más valiosas, la vivencia del Evangelio y de sus valores en el seno de la familia que se convierte en iglesia doméstica, en primer seminario: En casa, siempre se respiró un clima sobrenatural, sereno, alegre, no beato –declaraba Cesare, uno de los hijos sacerdotes que han sido testigos de la beatificación–. La educación, que nos llevó a tres de nosotros a la consagración, era el pan cotidiano. Todavía tengo una Imitación de Cristo, que mamá me regaló cuando tenía diez años. La dedicatoria me sigue produciendo escalofríos: Acuérdate de que a Cristo se le sigue, si es necesario, hasta dar la vida».
¡Cuántos hemos escuchado de labios de la madre palabras semejantes, que han marcado nuestra vida para siempre!
Fuente original en mercaba.org
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por CeF | Fuentes varias | RAI | 22 Nov, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
Vemos en tal participación la estima y la confianza que vosotros tenéis en la Santa Sede y en la Iglesia, humilde mensajera del Evangelio en todos los pueblos de la tierra para ayudar a crear un clima de justicia, de fraternidad, de solidaridad y de esperanza, sin el que no se podría vivir en el mundo. Todos los presentes, grandes y pequeños, estén seguros de nuestra disponibilidad a servirles según el espíritu del Señor.
Rodeado de vuestro amor y sostenido por vuestra oración, comenzamos nuestro servicio apostólico invocando, cual espléndida estrella de nuestro camino, a la Madre de Dios, María, Salus populi romani y Mater Ecclesiae, que la liturgia venera de manera particular en este mes de septiembre.
La Virgen, que ha guiado con delicada ternura nuestra vida de niño, de seminarista, de sacerdote y de obispo, continúe iluminando y dirigiendo nuestros pasos, para que, convertidos en voz de Pedro, con los ojos y la mente fijos en su Hijo, Jesús, proclamemos al mundo con alegre firmeza, nuestra profesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
SS Juan Pablo I,
Homilía en la Misa de comienzo del Ministerio de Sumo pastor,
domingo, 3 de septiembre de 1978.
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Ficha en IMDb
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Ficha de la miniserie
Título original: Papa Luciani – Il sorriso di Dio (miniserie para TV)
Año: 2006
Duración: 200 min
País: Italia
Director: Giorgio Capitani
Guión: Francesco Scardamaglia, Massimo Cerofolini
Música: Marco Frisina
Fotografía: Claudio Sabatini
Reparto: Neri Marcorè, José María Blanco, Paolo Romano, Franco Interlenghi, Imma Colomer, Gabriele Ferzetti, Roberto Citran, Jacques Sernas, Sergio Fiorentini, Alberto Di Stasio, Mario Opinato, Giorgia Bongianni, Alberto Scala, Emilio De Marchi, Daniele Griggio
Productora: Compagnia Leone Cinematografica / Rai Fiction
Sinopsis: El cardenal Albino Luciani (Neri Marcorè) ha viajado a Fátima donde se entrevista con la hermana Lucía (Imma Colomer), última superviviente de los tres pastorcillos que vieron a la Virgen y escucharon y guardaron los secretos que les confió. Lucía le revela al cardenal que pronto será elegido Papa, pero que su papado ‘será breve como lo es la vida de una semilla, ya que la semilla debe morir para que la planta pueda crecer y dar fruto’. Esas palabras llenan de inquietud a monseñor Luciani quien, a pesar de su frágil salud —y erróneos diagnósticos médicos—, a lo largo de su vida ha dedicado todas sus fuerzas a ayudar a pobres y desvalidos, ya que él mismo vivió con su familia la máxima pobreza y lo sinsabores de una forzada emigración. En 1978, un año después de la revelación de la hermana Lucía, fallece Pablo VI y el cardenal Luciani es elegido Papa. En recuerdo de sus dos antecesores y valedores —Juan XXIII (Claudio Angelini) y Pablo VI (Massimo Rinaldi)—, Luciani adopta el nombre de Juan Pablo I y emprende la puesta en marcha de la modernización de la Iglesia, aunque sabe que el tiempo del que dispone es muy breve.