Catequesis sobre la familia: La mujer, esposa y madre

Catequesis sobre la familia: La mujer, esposa y madre

En cada aspecto de nuestra vida cristiana «lámpara para mis pasos es tu palabra, Señor». La familia cristiana, como antes la hebrea, no está fundada en corrientes de pensamiento pasajeras que antes o después se manifiestan como parciales y falsas, sino en la Revelación de Dios, en la Tradición y en el Magisterio.

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La mujer: esposa y madre

La maternidad, ya desde el comienzo mismo, implica una apertura especial hacia la nueva persona; y este es precisamente el «papel» de la mujer. En dicha apertura, esto es, en el concebir y dar a luz el hijo, la mujer «se realiza en plenitud a través del don sincero de sí». La maternidad está unida a la estructura personal del ser mujer y a la dimensión personal del don: «He adquirido un varón con el favor de Yahvé Dios» (Gn 4, 1). El Creador concede a los padres el don de un hijo. Por parte de la mujer, este hecho está unido de modo especial a «un don sincero de sí». Las palabras de María en la Anunciación «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38) significan la disponibilidad de la mujer al don de sí y a la aceptación de la nueva vida.

Aunque los dos sean padres de su niño, la maternidad de la mujer constituye una «parte» especial de este ser padres en común, así como la parte más cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el periodo prenatal. La mujer es «la que paga» directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común él contrae una deuda especial con la mujer. Ningún programa de «igualdad de derechos» del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto de un modo totalmente esencial.

La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer. La madre admira este misterio y con intuición singular «comprende» lo que lleva en su interior.

A la luz del «principio» la madre acepta y ama al hijo que lleva en su seno como una persona [25].

Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no solo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general— que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer. Comúnmente se piensa que la mujer es más capaz que el hombre de dirigir su atención hacia la persona concreta y que la maternidad desarrolla todavía más esta disposición. El hombre, no obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra siempre «fuera» del proceso de gestación y nacimiento del niño y debe, en tantos aspectos, conocer por la madre su propia «paternidad». Podríamos decir que ésta forma parte del normal mecanismo humano de ser padres, incluso cuando se trata de las etapas sucesivas al nacimiento del niño, especialmente al comienzo. La educación del hijo —entendida globalmente— debería abarcar en sí la de los padres: la materna y la paterna. Sin embargo, la contribución materna es decisiva y básica para la nueva personalidad humana (Mulieris Dignitatem, 18 – Carta apostólica del Papa Juan Pablo II sobre la dignidad y la vocación de la mujer con ocasión del año mariano).

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Notas

[25] El hijo vive en la fusión con la madre desde el momento de la concepción. Antes del nacimiento la simbiosis es completa: él se encuentra en el cuerpo de la madre, y vive a través de sus órganos. Pero, a partir de un cierto momento, la misma psique comienza a sentir esta simbiosis como sofocante y antivital. Empieza entonces el proceso de salida del cuerpo materno, que culmina con el nacimiento… Es necesario que tal unión vital continúe, de la manera más completa posible, todavía para bastante tiempo: con plenitud hasta los tres años, de manera menos completa hasta los cinco, para ser ulteriormente reducida hasta los siete años. Durante todos estos años, el primer septenio, la aportación de la madre a la existencia y a la formación psicológica del niño es decisiva. En la relación con la madre aprende a percibir su cuerpo, a sí mismo como ser diferenciado. Es, pues, en esa relación afectiva, que es también sensorial y práctica, llena de momentos de vida en común, que se desarrolla no solo el cuerpo del niño, sino su existencia como sujeto, y la capacidad de percibirse como tal. Además el calor del afecto que la madre tiene por el hijo, y que expresa a través de la mirada y las caricias, de todos los gestos maternos, dependerá después el amor que el hijo sentirá hacia sí mismo, su capacidad de cuidarse, de «quererse» (Claudio Risé, 0. cit. Págs. 16-17).

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Catequesis sobre la familia: La mujer, esposa y madre

Catequesis sobre la familia: Los padres, padre y madre

En cada aspecto de nuestra vida cristiana «lámpara para mis pasos es tu palabra, Señor». La familia cristiana, como antes la hebrea, no está fundada en corrientes de pensamiento pasajeras que antes o después se manifiestan como parciales y falsas, sino en la Revelación de Dios, en la Tradición y en el Magisterio.

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Los padres: padre y madre

Los padres, padre y madre, están llamados a asumir sus papeles. Hoy se ha creado una confusión de papeles. El padre declina fácilmente su responsabilidad de educador de los hijos a la madre, sobre la que recae todo el peso de la educación de los hijos con repercusiones muy negativas. Los hijos necesitan de las dos figuras, del padre y de la madre.

Propensión a renunciar a su propio papel para ser simples amigos de los hijos

Una ulterior característica del contexto cultural en el que vivimos es la propensión de no pocos padres a renunciar a su papel para asumir el de simples amigos de los hijos, absteniéndose de llamadas al orden y correcciones, también cuando sería necesario para educar en la verdad; aún con todo afecto y ternura.

La educación de los hijos es un deber sagrado y tarea solidaria de los padres

Es oportuno, pues, subrayar que la educación de los hijos es un deber sagrado y una tarea solidaria de los padres, tanto del padre como de la madre: exige el calor, cercanía, el diálogo, el ejemplo. Los padres están llamados a representar en el hogar doméstico al Padre bueno de los cielos, el único modelo perfecto en el que inspirarse.

La maternidad implica la paternidad y, recíprocamente, la paternidad implica la maternidad

Paternidad y maternidad, por voluntad de Dios mismo, se colocan en una relación de íntima participación en su poder creador y tienen, en consecuencia, una intrínseca relación recíproca. Escribí, al respecto, en la Carta a las Familias: «la maternidad implica la paternidad y, recíprocamente la paternidad implica la maternidad: este es el fruto de la dualidad dispensada por el Creador al ser humano desde el principio» (Gratissimam sane, 7 – Carta a las familias del Papa Juan Pablo II con ocasión del Jubileo). Es también por esta razón que la relación entre el hombre y la mujer constituye el eje de las relaciones sociales: eso mientras es la fuente de nuevos seres humanos, une estrechamente entre ellos a los cónyuges, que se han convertido en una sola carne y, por medio de ellos, las respectivas familias.

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II en la XIV Asamblea Plenaria del Consejo para la Familia, 4 de junio de 1999.

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La Biblia de los más pequeños

La Biblia de los más pequeños

Presentada por Monseñor Francisco Gil Hellín, Arzobisbo de Burgos, La Biblia de los más pequeños Una Biblia ideal para descubrir en familia la alegría de la fe— es una obra para niños de 3 a 7 años de gran ayuda a padres, educadores y catequistas que deseen iniciar en la fe a los más pequeños. Sigue las orientaciones de la Conferencia Episcopal Española, expresadas en el texto Los primeros pasos en la fe.

Basada en encuentros catequísticos para toda la familia: los niños escuchan los pasajes bíblicos fundamentales y los pueden interiorizar mediante la realización de unas actividades amenas y atractivas.

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Créditos

Texto: Luis M. Benavides y Elena Santa Cruz Ilustraciones: Mariam Ben-Arab Coordinación: Pedro de la Herrán

La Biblia de los más pequeños -detalle-22x 25cm, 192 págs. Tapa dura

A partir de 3 años

PVP: 19,5 €

978-84-218-5325-2


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Colorea el Espíritu Santo

Colorea el Espíritu Santo

Con motivo de la próxima fiesta de Pentecostés, os ofrecemos las siguientes láminas para que los niños de la familia se diviertan coloreando el Espíritu Santo.

Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen.


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Colorea el Espíritu Santo

Espíritu Santo – Lámina 1

Espíritu Santo Lámina 2

Espíritu Santo - Lámina 1 Espíritu Santo - Lámina 2

Espíritu Santo – Lámina 3

Espíritu Santo – Lámina 4

Espíritu Santo - Lámina 3 Espíritu Santo - Lámina 4

Espíritu Santo – Lámina 5

Espíritu Santo – Lámina 6

Espíritu Santo - Lámina 5 Espíritu Santo - Lámina 6

Espíritu Santo – Lámina 7

Espíritu Santo – Lámina 8

Espíritu Santo - Lámina 7 Espíritu Santo - Lámina 8


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Colorea Pentecostés

Colorea Pentecostés

Con motivo de la solemnidad de Pentecostés, os ofrecemos las siguientes láminas para que los niños de la familia se diviertan coloreando la venida del Espíritu Santo.

Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen.


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Colorea Pentecostés

Pentecostés – Lámina 1

Pentecostés Lámina 2

Pentecostés - Lámina 1 Pentecostés - Lámina 2

Pentecostés – Lámina 3

Pentecostés – Lámina 4

Pentecostés - Lámina 3 Pentecostés - Lámina 4

Pentecostés – Lámina 5

Pentecostés – Lámina 6

Pentecostés - Lámina 5 Pentecostés - Lámina 6

Pentecostés – Lámina 7

Pentecostés – Lámina 8

Pentecostés - Lámina 7 Pentecostés - Lámina 8


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Sobre la Fiesta de Pentecostés

Sobre la Fiesta de Pentecostés

«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerta ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse».

Hechos de los Apóstoles. Hch 2, 1-3

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Oración al Espíritu Santo

Ven Espíritu Santo,

llena los corazones de tus fieles

y enciende en ellos el fuego de tu amor;

envía Señor tu Espíritu Creador

y se renovará la faz de la tierra.

Oh Dios,

que quisiste ilustrar los corazones de tus fieles

con la luz del Espíritu Santo,

concédenos que, guiados por este mismo Espíritu,

obremos rectamente

y gocemos de tu consuelo.

Por Jesucristo, nuestro Señor

Amén.


Origen de la fiesta

Los judíos celebraban una fiesta para dar gracias por las cosechas, 50 días después de la pascua. De ahí viene el nombre de «Pentecostés». Luego, el sentido de la celebración cambió por el dar gracias por la Ley entregada a Moisés.

En esta fiesta recordaban el día en que Moisés subió al Monte Sinaí y recibió las tablas de la Ley y le enseñó al pueblo de Israel lo que Dios quería de ellos. Celebraban así, la alianza del Antiguo Testamento que el pueblo estableció con Dios: ellos se comprometieron a vivir según sus mandamientos y Dios se comprometió a estar con ellos siempre.

La gente venía de muchos lugares al Templo de Jerusalén, a celebrar la fiesta de Pentecostés.

En el marco de esta fiesta judía es donde surge nuestra fiesta cristiana de Pentecostés.

La Promesa del Espíritu Santo

Durante la Última Cena, Jesús les promete a sus apóstoles: «Mi Padre os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre: el espíritu de Verdad» (Jn 14, 16-17).

Más adelante les dice: «Les he dicho estas cosas mientras estoy con ustedes; pero el Abogado, El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése les enseñará todo y traerá a la memoria todo lo que yo les he dicho» (Jn 14, 25-26).

Al terminar la cena, les vuelve a hacer la misma promesa: «Les conviene que yo me vaya, pues al irme vendrá el Abogado,… muchas cosas tengo todavía que decirles, pero no se las diré ahora. Cuando venga Aquél, el Espíritu de Verdad, os guiará hasta la verdad completa,… y os comunicará las cosas que están por venir» (Jn 16, 7-14).

En el calendario del Año Litúrgico, después de la fiesta de la Ascensión, a los cincuenta días de la Resurrección de Jesús, celebramos la fiesta de Pentecostés.


Explicación de la fiesta

Después de la Ascensión de Jesús, se encontraban reunidos los apóstoles con la Madre de Jesús. Era el día de la fiesta de Pentecostés. Tenían miedo de salir a predicar. Repentinamente, se escuchó un fuerte viento y pequeñas lenguas de fuego se posaron sobre cada uno de ellos.

Quedaron llenos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas desconocidas.

En esos días, había muchos extranjeros y visitantes en Jerusalén, que venían de todas partes del mundo a celebrar la fiesta de Pentecostés judía. Cada uno oía hablar a los apóstoles en su propio idioma y entendían a la perfección lo que ellos hablaban.

Todos ellos, desde ese día, ya no tuvieron miedo y salieron a predicar a todo el mundo las enseñanzas de Jesús. El Espíritu Santo les dio fuerzas para la gran misión que tenían que cumplir: Llevar la palabra de Jesús a todas las naciones, y bautizar a todos los hombres en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Es este día cuando comenzó a existir la Iglesia como tal.


¿Quién es el Espírtu Santo?

El Espíritu Santo es Dios, es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia nos enseña que el Espíritu Santo es el amor que existe entre el Padre y el Hijo. Este amor es tan grande y tan perfecto que forma una tercera persona. El Espíritu Santo llena nuestras almas en el Bautismo y después, de manera perfecta, en la Confirmación. Con el amor divino de Dios dentro de nosotros, somos capaces de amar a Dios y al prójimo. El Espíritu Santo nos ayuda a cumplir nuestro compromiso de vida con Jesús.


Señales del Espíritu Santo: El viento, el fuego, la paloma

Estos símbolos nos revelan los poderes que el Espíritu Santo nos da: El viento es una fuerza invisible pero real. Así es el Espíritu Santo. El fuego es un elemento que limpia. Por ejemplo, se prende fuego al terreno para quitarle las malas hierbas y poder sembrar buenas semillas. En los laboratorios médicos para purificar a los instrumentos se les prende fuego.

El Espíritu Santo es una fuerza invisible y poderosa que habita en nosotros y nos purifica de nuestro egoísmo para dejar paso al amor.


Nombres del Espíritu Santo

El Espíritu Santo ha recibido varios nombres a lo largo del nuevo Testamento: el Espíritu de verdad, el Abogado, el Paráclito, el Consolador, el Santificador.


Misión del Espíritu Santo

El Espíritu Santo es santificador: Para que el Espíritu Santo logre cumplir con su función, necesitamos entregarnos totalmente a Él y dejarnos conducir dócilmente por sus inspiraciones para que pueda perfeccionarnos y crecer todos los días en la santidad.

El Espíritu Santo mora en nosotros: En Jn 14, 16, encontramos la siguiente frase: «Yo rogaré al Padre y les dará otro abogado que estará con ustedes para siempre». También, en I Co 3, 16 dice: «¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ustedes?». Es por esta razón que debemos respetar nuestro cuerpo y nuestra alma. Está en nosotros para obrar porque es «dador de vida» y es el amor. Esta aceptación está condicionada a nuestra aceptación y libre colaboración. Si nos entregamos a su acción amorosa y santificadora, hará maravillas en nosotros.

El Espíritu Santo ora en nosotros: Necesitamos de un gran silencio interior y de una profunda pobreza espiritual para pedir que ore en nosotros el Espíritu Santo. Dejar que Dios ore en nosotros siendo dóciles al Espíritu. Dios interviene para bien de los que le aman.

El Espíritu Santo nos lleva a la verdad plena, nos fortalece para que podamos ser testigos del Señor, nos muestra la maravillosa riqueza del mensaje cristiano, nos llena de amor, de paz, de gozo, de fe y de creciente esperanza.


El Espíritu Santo y la Iglesia

Desde la fundación de la Iglesia el día de Pentecostés, el Espíritu Santo es quien la construye, anima y santifica, le da vida y unidad y la enriquece con sus dones.

El Espíritu Santo sigue trabajando en la Iglesia de muchas maneras distintas, inspirando, motivando e impulsando a los cristianos, en forma individual o como Iglesia entera, al proclamar la Buena Nueva de Jesús.

Por ejemplo, puede inspirar al Papa a dar un mensaje importante a la humanidad; inspirar al obispo de una diócesis para promover un apostolado; etc.

El Espíritu Santo asiste especialmente al representante de Cristo en la Tierra, el Papa, para que guíe rectamente a la Iglesia y cumpla su labor de pastor del rebaño de Jesucristo.

El Espíritu Santo construye, santifica y da vida y unidad a la Iglesia.

El Espíritu Santo tiene el poder de animarnos y santificarnos y lograr en nosotros actos que, por nosotros, no realizaríamos. Esto lo hace a través de sus siete dones.


Los siete dones del Espíritu Santo

Estos dones son regalos de Dios y sólo con nuestro esfuerzo no podemos hacer que crezcan o se desarrollen. Necesitan de la acción directa del Espíritu Santo para poder actuar con ellos.

Sabiduría: Nos permite entender, experimentar y saborear las cosas divinas, para poder juzgarlas rectamente.

Entendimiento: Por él, nuestra inteligencia se hace apta para entender intuitivamente las verdades reveladas y las naturales de acuerdo al fin sobrenatural que tienen. Nos ayuda a entender el por qué de las cosas que nos manda Dios.

Ciencia: Hace capaz a nuestra inteligencia de juzgar rectamente las cosas creadas de acuerdo con su fin sobrenatural. Nos ayuda a pensar bien y a entender con fe las cosas del mundo.

Consejo: Permite que el alma intuya rectamente lo que debe de hacer en una circunstancia determinada. Nos ayuda a ser buenos consejeros de los demás, guiándolos por el camino del bien.

Fortaleza: Fortalece al alma para practicar toda clase de virtudes heroicas con invencible confianza en superar los mayores peligros o dificultades que puedan surgir. Nos ayuda a no caer en las tentaciones que nos ponga el demonio.

Piedad: Es un regalo que le da Dios al alma para ayudarle a amar a Dios como Padre y a los hombres como hermanos, ayudándolos y respetándolos.

Temor de Dios: Le da al alma la docilidad para apartarse del pecado por temor a disgustar a Dios que es su supremo bien. Nos ayuda a respetar a Dios, a darle su lugar como la persona más importante y buena del mundo, a nunca decir nada contra Él.

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Fuente original: rosario.org

¿Quién es el Espíritu Santo? – Catequesis del Santo Padre Francisco

¿Quién es el Espíritu Santo? – Catequesis del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El tiempo pascual que estamos viviendo con alegría, guiados por la liturgia de la Iglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado «sin medida» (cf. Jn 3, 34) por Jesús crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia se concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.

Pero, ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: «Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida». La primera verdad a la que nos adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es «Kyrios», Señor. Esto significa que Él es verdaderamente Dios como lo es el Padre y el Hijo, objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración y glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo, en efecto, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.

Pero quisiera detenerme sobre todo en el hecho de que el Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que madure y crezca hasta su plenitud. El hombre es como un peregrino que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva fluyente y fresca, capaz de saciar en profundidad su deseo profundo de luz, amor, belleza y paz. Todos sentimos este deseo. Y Jesús nos dona esta agua viva: esa agua es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús derrama en nuestros corazones. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante», nos dice Jesús (Jn 10, 10).

Jesús promete a la Samaritana dar un «agua viva», superabundante y para siempre, a todos aquellos que le reconozcan como el Hijo enviado del Padre para salvarnos (cf. Jn 4, 5-26; 3, 17). Jesús vino para donarnos esta «agua viva» que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, animada por Dios, nutrida por Dios. Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos precisamente esto: el cristiano es una persona que piensa y obra según Dios, según el Espíritu Santo. Pero me pregunto: y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios? ¿O nos dejamos guiar por otras muchas cosas que no son precisamente Dios? Cada uno de nosotros debe responder a esto en lo profundo de su corazón.

A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos plenamente? Nosotros sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella sacia la sed, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (5, 5). El «agua viva», el Espíritu Santo, Don del Resucitado que habita en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por ello, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y por sus frutos, que son «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como «hijos en el Hijo Unigénito». En otro pasaje de la Carta a los Romanos, que hemos recordado en otras ocasiones, san Pablo lo sintetiza con estas palabras: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues… habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos «Abba, Padre». Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con Él, seremos también glorificados con Él» (8, 14-17). Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a nuestro corazón: la vida misma de Dios, vida de auténticos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada nueva hacia los demás, cercanos y lejanos, contemplados como hermanos y hermanas en Jesús a quienes hemos de respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, ¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué nos dice el Espíritu Santo? Dice: Dios te ama. Nos dice esto. Dios te ama, Dios te quiere. Nosotros, ¿amamos de verdad a Dios y a los demás, como Jesús? Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: Dios es amor, Dios nos espera, Dios es el Padre, nos ama como verdadero papá, nos ama de verdad y esto lo dice sólo el Espíritu Santo al corazón, escuchemos al Espíritu Santo y sigamos adelante por este camino del amor, de la misericordia y del perdón. Gracias.

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SS. Francisco I

Audiencia general en la Plaza de San Pedro

Miércoles 8 de mayo de 2013

Catequesis sobre la familia: La mujer, esposa y madre

Catequesis sobre la familia: Asunción de la unidad en la diversidad: masculinidad y feminidad

El Papa, tanto en la carta Mulieris Dignitatem, como en la teología del cuerpo, acentúa la urgencia de recuperar la masculinidad y la feminidad: puesto que Dios creó al hombre a su imagen: varón y hembra los creo.

En la estructura sexual diferenciada está inscrita, pues, la llamada a la comunión, a la formación de la familia, un amor fecundo: sacramento visible de la Santísima Trinidad.

Pero, para que un matrimonio sea verdadero, y pueda constituir la base de una autentica educación de los hijos, está llamado a asumir la unidad: («Por eso el hombre dejará la casa de su padre y de su madre y se unirá a su mujer y los dos formarán una sola carne») en el respeto de la dualidad, o de la diversidad sexual, la masculinidad y la feminidad. Una autentica unión y armonía conyugal depende, casi al cien por cien de esta asunción y este respeto. La repercusión sobre los hijos y sobre su educación depende fundamentalmente de la armonía, del amor de la mujer y del marido: amor en la libertad de ser cada uno sí mismo.

El amor excluye todo tipo de sumisión, según la cual la mujer llegaría a ser sierva o esclava del marido, objeto de sumisión unilateral.

El amor permite que también el marido esté al mismo tiempo sometido a la mujer, y sometido en esto al Señor mismo, así como la mujer a su marido. La comunidad que ellos deben constituir con motivo del matrimonio se realiza a través de una recíproca donación, que es también una sumisión mutua. Cristo es la fuente y al mismo tiempo el modelo de tal sumisión que, siendo mutua «en el temor de Cristo», confiere a la unión conyugal un carácter profundo y maduro.

La categoría de la lucha de clases introducida por Marx, que contrapone los dueños a los obreros, según decía el Papa León XIII, es una categoría falsa, que no tiene en cuenta la realidad de la diversidad de dones que Dios da a los unos y a los otros, no para luchar uno contra el otro, sino para complementarse, para ayudarse recíprocamente [21].

Esta categoría ha entrado también en la relación de los dos sexos: el sentido de lucha por la afirmación de sus propios derechos. Aunque empezó empujada por algunos aspectos verdaderos, ha llevado a una contraposición de los sexos cada vez más acentuada, y la lucha por los justos derechos se ha convertido en una lucha exasperada para la igualdad de derechos, que no tiene en cuenta la diversidad inscrita por el mismo Dios en la naturaleza del hombre y la mujer.

Pero, así como por la lucha de clases, también en la lucha por los derechos de los sexos, a la luz de la Revelación, sabemos que la verdadera causa del conflicto radica en el pecado. El pecado es lo que divide y contrapone, no solo a los sexos, sino también el hombre al hombre, la mujer a la mujer, y los pueblos entre sí.

Jesucristo vino a abatir el muro de separación, la enemistad, y a hacer de los dos un solo pueblo.


El pecado es lo que divide y contrapone

Es importante tener siempre presente esta verdad para saber deshacer las trampas «los engaños del demonio», que siempre nos engaña con sofismas, en apariencia racionales y buenos y que, sin embargo, por los frutos de muerte, se reconocen que provienen del mismo demonio.


El sentido del «Debitum Coniugale» [22]: importancia de la relación conyugal.

En el contexto de las Catequesis sobre la teología del cuerpo, Juan Pablo II insiste sobre el valor sacramental del acto conyugal:

Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer (1 Cor 7, 3-4).

Lo que un tiempo se presentaba como el «Debitum Coniugale», es decir, la actuación del mandato que el cuerpo de la mujer pertenece al marido y viceversa, y que ha llevado a menudo en el pasado a abusos, sobre todo por parte del hombre sobre la mujer, y por consiguiente a una visión a menudo del acto conyugal por parte de la mujer, como un mal que había que soportar y en lo posible evitar, subrayaba por otra parte la indicación de la Iglesia que para una serena vida matrimonial es importante el acto conyugal.

Ciertamente, también gracias a algunas conquistas del movimiento feminista, percibidas por la Iglesia, pero sobre todo en las enseñanzas del Papa Juan Pablo II sobre la teología del cuerpo, en una visión personalista hoy, justamente se subraya que el acto conyugal ha de realizarse siempre de común acuerdo, en el respeto de la libertad del otro. Tanto es así que el Papa llega a hablar de adulterio del corazón cuando el marido mira a la mujer corno si se tratará de un objeto de placer y no como una persona.

Aun no habiendo leyes ni disposiciones explícitas sobre la cuestión por parte de la Iglesia, cuando San Pablo invita a los esposos a abstenerse del acto conyugal, de común acuerdo y temporalmente para dedicarse a la oración; deja entrever que eso acontezca, precisamente, en un lapso de tiempo breve y después volver juntos para no caer en las tentaciones de Satanás.

«No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia» (1 Cor 7, 5).

En efecto, los esposos encuentran normalmente en el acto conyugal la gracia que los une y les ayuda a superar las dificultades de su vida en común y la vida familiar.

Una pareja no puede quedarse tranquila si se abstiene del acto conyugal durante mucho tiempo, sin que tercien causas verdaderamente graves. Esta es una alarma que conmina a profundizar en las causas de esta falta grave contra el matrimonio para intentar remediarlo. A veces sucede que unas mujeres, por falta de educación sexual, o por traumas de la infancia, o por el comportamiento tal vez violento del marido, se cierra al acto conyugal y se abstiene durante años, sin ningún remordimiento de conciencia, sin saber que está faltando gravemente contra el sacramento del matrimonio, falta de amor al marido y lo sitúa en ocasión de pecado.

No vale decir «estoy en crisis, luego no tengo relaciones», cuando justamente la unión conyugal ha sido instituida para ayudar a la pareja a superar las dificultades, en una comunión y donación mutua cada vez más profunda, fortificada por la presencia del Espíritu Santo.

La relación conyugal ayuda a la pareja a unirse también cuando no puede tener más hijos.

Por estos motivos la Iglesia enseña que la relación conyugal ayuda a la pareja a unirse también cuando no puede tener más hijos. Acabó una época, pero comienza otra, la de la educación de los hijos, de su colocación, de los nietos, de la enfermedad y después de la muerte. Acontecimientos todos que exigen a la pareja que esté profundamente unida en el Señor, para sostenerse recíprocamente. En la fe y en el amor mutuo.


Amor en la libertad

Además de la recuperación de su propia masculinidad y feminidad en el respeto de la diversidad del otro, el Camino ayuda a los esposos a sincerarse poco a poco, a hacerlos más libres para manifestarse por lo que son, y el Señor va solidificando el vínculo del amor en la sinceridad y en la libertad.

En el Camino muchas parejas redescubren una nueva libertad de relación; muchas mujeres antes sometidas por temor, por miedo, o por chantajes afectivos por el marido, empiezan a sentirse más ellas mismas, más libres, a lo mejor discuten más, dicen lo que piensan, buscan más la gloria de Dios que la de los hombres, nace un verdadero amor en el Señor, donde cabe la posibilidad de ser sí mismas, de amarse en la libertad, donde cabe la posibilidad —por la participación en el Espíritu de Jesucristo— de perdonarse, de amarse en el respeto de la diversidad; respeto mutuo y amor sincero también en las relaciones sexuales.

Este descubrimiento que es fruto del camino de fe, de una fe más adulta, de una participación cada vez más plena y viva en la vida divina, en el seno de la pequeña comunidad, es la mejor herencia que podemos transmitir a nuestros hijos; un testimonio que podemos ofrecer a las nuevas generaciones del hecho de que en Cristo, en la Iglesia, es posible el amor auténtico, que crece en la libertad y en el amor, en el respeto mutuo, en el espíritu del Señor, tanto en el matrimonio y en la familia cristiana, como en la comunidad cristiana.


Amor en el respeto por la diversidad

Es falso pensar que la comunión equivale a una igualdad de puntos de vista.

Aquí también hay que evitar el peligro de idealizar el matrimonio como correspondencia e igualdad de puntos de vista, de gustos, de maneras de ser: la tensión entre varón y fémina, entre una manera de ver más racional y una más intuitiva y a veces más realista, ha sido querida por Dios misma.

La comunión nace del Espíritu Santo en nosotros, que nos deja ver en nosotros el amor de Dios, el totalmente Otro de nosotros.

La alteridad, sobre todo de Dios pero también del sexo distinto al nuestro, es una ayuda, es una gracia, porque nos invita a la humildad, a reconocer nuestras limitaciones, ¡qué no somos Dios! Esta diversidad alma el uno con el otro, se convierte en un ejercicio de amor cristiano auténtico día tras día.

Es sobre todo en este punto que el demonio tiene un campo de juego fácil dentro de la relación entre hombre y mujer, entre esposo y esposa, entre padre y madre: es aquí que se insinúa el juicio hacía el otro que no piensa como yo, que no comparte mi punto de vista, que me juzga, que me exige…. de ahí la cerrazón en sí mismos, en no hablarse durante muchos días y semanas, la tentación de hacerse la víctima, del llorar sobre sí mismos acusando constantemente al otro como causa de su propio sufrimiento e infelicidad.

Juicios y aptitudes que inevitablemente repercuten en las relaciones sexuales y cuyas consecuencias recaen sobre los hijos.

El amor auténtico, el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, respeta nuestra libertad, y nos ama en nuestra diversidad, en nuestra necedad, en nuestros pecados y nos renueva constantemente con el perdón. El amor conyugal para ser auténtico está llamado a renovarse cada día, en el vivir cotidiano de la conversión del uno hacía el otro, y en el otro al totalmente otro, a Dios.

Para confirmar lo que he dicho antes, traigo aquí un texto sacado del libro: La reciprocità uomo-donna, que ya hemos citado en una nota a pie de página, que recoge textos de varios autores católicos, algunos de cuales muy bien argumentados, por si alguien quisiera profundizar en estos temas [23].

«No está bien demonizar el conflicto, considerándolo una prerrogativa de parejas incapaces y fracasadas». Según ha afirmado el psiquiatra René Sitz: «una existencia sin conflicto es la existencia de un avaricioso».

También una vida de pareja sin conflictos es una utopía peligrosa, ligada al sueño de un pacifismo que de hecho existe solo en las proclamaciones de los así llamados universales. Sería como cerrar los ojos a la alteridad del otro o, peor aún, quererla eliminar, porque asusta y molesta. Una relación constantemente e irónicamente reconciliada haría pensar en la incapacidad de confrontarse y de gastarse por el otro, a una adhesión acrítica e infantil de una parte a la otra, a una fusión indistinta, a una parálisis de la creatividad.

El conflicto llama a la persona a su soledad ontológica, en sentido de su ser no complementario, no dependiente del otro, sino autónomamente fundado en Dios. Hay acontecimientos y responsabilidades que cada uno debe afrontar él solo, sin poder apoyarse en otros (cuando se muere, se muere solo). Esta soledad ontológica garantiza a la pareja la fecundidad de una relación que no es fusión en la confusión, apoyo reciproco por la incapacidad de estar solos de pie, sino una continua aportación de nuevas energías que cada uno personalmente introduce en la comunicación.

Para el matrimonio creyente, el conflicto puede ser una llamada al diálogo profundo con Dios, a que el Dios celoso que de vez en cuando reafirma el primado del diálogo del alma con su creador, para asirla a sí mismo y hacerla de nuevo fecunda [24].

Cuando los papeles del padre y de la madre se invierten, se crean graves problemas en los hijos. Se forman mujeres masculinizadas, y hombres débiles y afeminados.

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Notas

[21] «En la presente cuestión, el escándalo mayor es este: suponer una clase social como enemiga natural de la otra; como si la naturaleza hubiese hecho s los ricos y a los proletarios para entablar entre si un duelo implacable; algo que es tan contrario a la razón y a la verdad Sin embargo está clarísimo que, como en el cuerpo humano varios miembros son compatibles juntos y forman aquel armónico temperamento que se llama simetría, así la naturaleza quiso que en el consorcio civil se armonizaran entre ellas las dos clases, y de eso resultase el equilibrio. La una tiene necesidad absoluta de la otra: ni el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. La concordia permite la belleza y el orden de las cosas, mientras que un perpetuo conflicto no puede sino engendrar confusión y barbarie. Ahora bien, para recomponer la disensión, y desarraigaría con firmeza, el cristianismo tiene la riqueza de una fuerza maravillosa» (Rerum Novarum, n.º 15).

[22] «Débito conyugal, es decir la obligación que corresponde al derecho conyugal, los cónyuges deben prestar esta mutua acción por el contrato matrimonial. En efecto, al no tener el hombre la potestad sobre su cuerpo sino su mujer, y viceversa, deriva que cada cónyuge está sujeto a ofrecer su cuerpo a petición del otro. De ahí el débito de la donación a la petición. No obstante: el derecho y el oficio concerniente al débito conyugal, del que habla el Canon III I, no es una acción obnoxium, perteneciente al fuero interno» (F. Cappello, Tractatus Canonico—Moralis de Sacramentis, Vol. V, De Matrimonio, Marietti 1950, pags. 791-792).

[23] En esta catequesis cito los libros que he encontrado más valiosos sobre la vida de la pareja y la educación de los hijos y que si alguien quisiera profundizar puede consultar. He visto y leído muchos otros que, por tener una connotación casi exclusivamente humanista y psicológica, no he considerado útil citar.

[24] G. P. Nicola-A. Danese, Maschile e femminile, conflitto e reciprocità, en La reciprocità uomo—donna, Op. Cit., págs. 227-228.

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Catequesis sobre la familia: La mujer, esposa y madre

Catequesis sobre la familia: Contraposición entre hombre y mujer

En Jesucristo la contraposición entre hombre y mujer es esencialmente superada

En el comienzo de la Nueva Alianza, que debe ser eterna e irrevocable, está la mujer: la Virgen de Nazaret, Se trata de una señal indicativa que «en Jesucristo no hay ni hombre ni mujer» (Gal 3, 28). En él la mutua contraposición entre hombre y mujer —como legado del pecado original— es esencialmente superada. «Vosotros sois uno en Cristo Jesús», escribe el apóstol (Gal 3, 28).

Las palabras paulinas comprueban que el misterio de la redención del hombre en Jesucristo, hijo de María, retoma y renueva lo que en el misterio de la creación correspondía al eterno designio de Dios Creador.

La redención restituye, de algún modo, a su misma raíz el bien que fue esencialmente «disminuido» por el pecado y por su legado en la historia del hombre [19].

Los sacramentos injertan la santidad: penetran el alma y el cuerpo, la feminidad y la masculinidad del sujeto personal.

«Gran misterio es este, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido» (Ef. 5, 32-33).

Los sacramentos injertan la santidad en el terreno de la humanidad del hombre: penetran el alma y el cuerpo, la feminidad y la masculinidad del sujeto personal, con la fuerza de la santidad. La liturgia, la lengua litúrgica, eleva el pacto conyugal del hombre y de la mujer, basado en el «lenguaje del cuerpo» releído a partir de la verdad [20].


El sacramento presupone la «teología del cuerpo», es un «signo visible» de una realidad invisible

El Sacramento o la sacramentalidad —en el sentido más general de este término— se encuentra con el cuerpo y presupone la «teología del cuerpo».

El sacramento, en efecto, según el significado generalmente conocido, es un «signo visible».

El «cuerpo» significa también lo que es visible, significa la «visibilidad» del mundo y del hombre. De alguna manera, pues, aunque en sentido más general, el cuerpo entra en la definición del sacramento, siendo el mismo «signo visible de una realidad invisible», es decir. de la realidad espiritual, trascendente, divina.

En esté signo —y mediante este signo— Dios se dona al hombre en su trascendente verdad y en su amor. El sacramento es signo de la gracia y es un signo eficaz (Juan Pablo II, miércoles 28 de julio dé 1982).

Subrayo esta afirmación repetida más veces por el Papa, corno también invito a los esposos a recuperar la dimensión divina del acto conyugal.

En efecto, dice el Papa Juan Pablo II: en este signo (el acto conyugal) —y mediante este signo— Dios se dona al hombre en su trascendente verdad y en su amor. Por eso invita a los esposos a librarse de los elementos maniqueos, que han distorsionado la visión de la sexualidad, presentándola como algo que está sucio, algo negativo, como un mal necesario, creando traumas de varia índole (cerrazón al acto, sentimiento de culpabilidad, de pecado tolerado, etc.) e impidiendo una visión positiva de la unión conyugal como vehículo de transmisión de la gracia divina a los esposos.

«Es necesario reconocer la lógica de estupendo texto, que libera radicalmente nuestro modo de pensar de los elementos del maniqueísmo o de una consideración no personalista del cuerpo y al mismo tiempo acerca el «lenguaje del cuerpo», encerrado en el signo sacramental del matrimonio, a la dimensión de la santidad real».

Explicando la analogía del amor de Cristo por la Iglesia con la unión sacramental del hombre con la mujer, Juan Pablo II enseña:


Cristo verdadero hombre, varón, es el esposo: paradigma del amor de los hombres-varones

«Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amo a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra. y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha y arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo…».

Cristo es el esposo. En esto se expresa la verdad sobre el amor de Dios que «nos amó primero» (l Jn 4, 19) y que con el don generado por este amor esponsal hacía el hombre ha superado todas las expectativas humanas… «Amó hasta el final» (Jn 13, 1).

El esposo —el Hijo consustancial al Padre en cuanto Dios— se ha convertido en hijo de María, «hijo del hombre», verdadero hombre, varón. El símbolo del esposo es de género masculino.

En este símbolo masculino está representado el carácter humano del amor con el que Dios ha expresado su amor divino para Israel, para la Iglesia, para todos los hombres.

Precisamente porque el amor divino de Cristo es amor de esposo, este es el paradigma y el prototipo de todo amor humano, en particular del amor de los hombres-varones.


Cada persona presenta en sí misma unas características masculinas y femeninas

Esta analogía entre Cristo esposo y el hombre, subraya el Juan Pablo II, no contradice el hecho de que cada persona presente en sí misma unas características masculinas y femeninas. En efecto, en cuanto miembros del Cuerpo de Cristo, entre los cuales destaca por encima de todos la Virgen María, la mujer, todos, también los varones, están llamados a tener una actitud de receptividad y de respuesta generosa al amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, por otro lado, todos, también las mujeres, están llamadas al don de sí mismas a Dios y a los demás.

En el ámbito del «grande misterio» de Cristo y de la Iglesia, todos están llamados a responder —como una esposa— con el don de su vida al don inefable del amor de Cristo, que solo, como redentor del Mundo, es el esposo de la Iglesia. En el «sacerdocio real», que es universal, se expresa al mismo tiempo el don de la esposa.


La mujer es la esposa: es ella la que recibe el amor, para poder amar a su vez

En el fundamento del designio eterno de Dios, la mujer es aquella en la que el orden del amor en el mundo creado de las personas encuentra un terreno para su primera raíz.

El orden del amor pertenece a la vida íntima de Dios mismo, a la vida trinitaria. En la vida íntima de Dios, el Espíritu Santo es la personal hipóstasis del amor. Mediante el Espíritu, don increado, en amor se convierte en un don para las personas creadas. El amor, que viene de Dios, se comunica a las criaturas: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).

La llamada a la existencia de la mujer al lado del hombre («una ayuda adecuada», Gn 2, 18) en la unidad de los dos, ofrece en el mundo visible de las criaturas unas condiciones particulares a fin de que «el amor de Dios se ha derramado en los corazones» de los seres creados a su imagen.

Si el autor de la carta a los Efesios llama a Cristo esposo y a la Iglesia esposa, confirma indirectamente, a través de tal analogía, la verdad sobre la mujer como esposa.


El esposo es aquel que ama. La esposa es amada: es ella la que recibe el amor, para poder amar a su vez

Cuando dijimos que la mujer es la que recibe el amor para poder amar a su vez, no entendemos solamente o antes que nada la específica relación esponsal del matrimonio.

Entendemos algo más universal, fundido en el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de las relaciones interpersonales, que, de las formas más variadas, estructuran la convivencia y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres. En este contexto, amplío y diversificado, la mujer representa un valor particular como persona humana y, al mismo tiempo, como esa persona concreta, por el hecho de su feminidad. Esto concierne a todas las mujeres y a cada una de ellas, independientemente del contexto cultural en la que cada una se encuentra y de sus características espirituales, psíquicas y corporales, como la edad, la instrucción, la salud, el trabajo, el ser casada o soltera.

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Notas

[19] Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado. Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó «al comienzo» CEC, 1608.

[20] La palabra hebrea para el matrimonio es «qiddushin», es decir, santificación.

«Sobre todo el estudio del Rito caldeo, pero en general la estructura de los rituales orientales y occidentales nos ayuda a comprender que en la base de los rituales cristianos se coloca el antiguo ritual hebraico en toda su estructura y en sus contenidos, releídos a la luz de Cristo: bendición para el noviazgo, las nupcias, la bendición del tálamo nupcial; esta última bendición duró hasta el siglo XIII en la Iglesia Occidental».

«Acérquese el Presbítero y bendiga el tálamo diciendo: bendice, oh Señor, este tálamo y a cuantos habitan en ello para que puedan quedar en tu paz, estén firmes en tu voluntad, vivan, envejezcan y se multipliquen durante sus días. Después bendice a los esposos diciendo: que Dios bendiga vuestros cuerpos y vuestras almas y derrame sobre vosotros su bendición como bendijo a Abraham, a Isaac y a Jacob. La mano del Señor esté sobre vosotros, envíe su Ángel Santo, que os custodie todos los días de vuestra vida. Amén» (Documentos de la antigua liturgia occidental para el rito del matrimonio, en Lamberto Crociati, o. c., p. 232-242).

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