José designado para esposo de la Virgen

José designado para esposo de la Virgen

Veo una rica sala, con un suelo bonito, cortinas, alfombras y muebles taraceados. Debe formar parte del Templo todavía. Se deduce que hay sacerdotes (entre los cuales Zacarías) y muchos hombres de las más diversas edades, o sea, de los veinte a los cincuenta años aproximadamente. Están hablando unos con otros, bajo pero animadamente. Se los ve inquietos por algo que desconozco. Todos están vestidos de fiesta, con vestidos nuevos o, al menos, recién lavados, como si estuvieran ataviados para una celebración. Muchos se han quitado el paño con que se cubren la cabeza, otros todavía lo tienen puesto, especialmente los ancianos, mientras que los jóvenes muestran sus cabezas descubiertas: unas rubio-oscuras, otras moreno-oscuras, algunas negrísimas, una — sólo ella — rojo-cobre. Las cabelleras son generalmente cortas, pero algunas de ellas llegan hasta los hombros. No deben conocerse todos entre sí porque se están observando con curiosidad. Pero parecen relacionados pues se ve que los apremia un pensamiento común.

En una de las esquinas veo a José. Está hablando con un anciano de aspecto robusto y vigoroso. José tendrá unos treinta años. Es un hombre apuesto; pelo corto, más bien rizado, de un castaño oscuro como el de la barba y el bigote, que velan un mentón bien conformado y suben hacia las mejillas moreno-rojizas, no aceitunadas como en el caso de otras personas morenas; tiene ojos oscuros, buenos y profundos, muy serios, incluso yo diría que un poco tristes. Sin embargo, cuando sonríe — como está haciendo en este momento —aparecen alegres y juveniles. Está vestido todo de marrón claro, de forma muy simple pero muy ordenada.

Entra un grupo de jóvenes levitas. Se disponen entre la puerta y una mesa larga y estrecha que está cerca de la pared en cuyo centro se encuentra la puerta, la cual queda abierta de par en par; sólo una cortina tensa, que pende hasta unos veinte centímetros del suelo, sigue cubriendo el vano.

La curiosidad se acentúa. Y más aún cuando una mano separa la cortina para dejar paso a un levita que lleva en los brazos un haz de ramas secas sobre el cual ha sido depositada delicadamente una ramilla florecida, una ligera espuma de pétalos blancos que apenas muestran un rosáceo esfumado que desde el centro se irradia, atenuándose cada vez más, hasta el extremo de los livianos pétalos. El levita deposita el haz de ramas encima de la mesa con exquisito cuidado para no lesionar el milagro de esa rama en flor en medio de tanta hojarasca.

Un murmullo recorre la sala. Los cuellos se alargan, las miradas se hacen más penetrantes, como para poder ver. Zacarías, con los sacerdotes, también trata de ver, estando como está más cerca de la mesa, pero no ve nada. José, desde su esquina, apenas dirige los ojos hacia el haz de ramas, y, cuando su interlocutor le dice algo, él hace un gesto denegatorio como de quien dice: «¡Imposible!», y sonríe.

Un toque de trompeta desde el otro lado de la cortina. Todos guardan silencio y se disponen en perfecto orden mirando hacia la puerta, ahora enteramente abierta, dado que a la cortina la hacen deslizarse sobre sus anillos. Rodeado de otros ancianos, entra el Sumo Pontífice. Todos se postran. El Pontífice se acerca a la mesa y, en pie, comienza a hablar:

– Hombres de la estirpe de David, que habéis convenido en este lugar por convocatoria mía, escuchad. El Señor ha hablado, ¡gloria a Él! De su Gloria un rayo ha descendido y, como sol de primavera, ha dado vida a una rama seca, y ésta ha florecido milagrosamente cuando ninguna rama de la tierra hoy está en flor, hoy, último día de las Luminarias, cuando aún no se ha derretido la nieve caída sobre las alturas de Judá y es lo único cándido que hay entre Sión y Betania. Dios ha hablado haciéndose padre y tutor de la Virgen de David, que no tiene tutor alguno aparte de Dios. Santa doncella, gloria del Templo y de la estirpe, ha merecido la palabra de Dios para conocer el nombre del esposo grato al Eterno. ¡Muy justo debe ser para haber sido elegido por el Señor para tutelar a su amada Virgen! Por ello nuestro dolor de perderla se aplaca, y cesa toda preocupación acerca de su destino como esposa. Y a aquel que ha sido señalado por Dios le confiamos, plenamente seguros, la Virgen que posee la bendición de Dios y la nuestra. El nombre del prometido es José de Jacob, betlemita, de la tribu de David, carpintero en Nazaret de Galilea. José, acércate; el Sumo Sacerdote te lo ordena. Gran murmullo. Cabezas que se vuelven, ojos y manos que señalan, expresiones de desilusión y expresiones de alivio. Alguno, especialmente entre los viejos, debe haberse sentido contento de no haber sido destinado para ello. José, muy colorado y visiblemente turbado, se abre paso. Ya está ante la mesa, frente al Pontífice, al cual ha saludado con reverencia.

– Venid todos y mirad el nombre grabado en la rama. Coja cada uno su ramilla, para asegurarse de que no hay trampa.

Los hombres obedecen. Miran la ramilla que delicadamente tiene el Sumo Sacerdote; cada uno coge la suya: unos la rompen, otros la guardan. Todos miran a José: hay quien mira y calla, otros lo felicitan. El anciano con el que antes estaba hablando dice:

-¿No te lo había dicho, José? ¡Quien menos se siente seguro es el que vence la partida!. Ya han pasado todos.

El Sumo Sacerdote da a José la ramilla florecida, y, poniéndole la mano en el hombro, le dice:

– No es rica, y tú lo sabes, la esposa que Dios te dona, pero posee todas las virtudes. Hazte cada día más digno de Ella. En Israel no hay flor alguna tan linda y pura como Ella. Salid todos ahora. Que se quede José; y tú, Zacarías, pariente, trae a la prometida.

Salen todos, excepto el Sumo Sacerdote y José. Vuelven a correr la cortina, cubriendo así la puerta.

José está todo humilde junto al majestuoso Sacerdote. Una pausa silenciosa y éste le dice:

– María debe manifestarte un voto que ha hecho. Ayúdala en su timidez. Sé bueno con la mujer buena.

– Pondré mi virilidad a su servicio y ningún sacrificio por Ella me pesará. Estáte seguro de ello.

Entra María con Zacarías y Ana de Fanuel.

– Ven, María – dice el Pontífice – Éste es el esposo que Dios te ha destinado. Es José de Nazaret. Regresarás, por tanto, a tu ciudad. Ahora os voy a dejar. Que Dios os dé su bendición. Que el Señor os mire y os bendiga, os muestre su rostro y tenga siempre piedad de vosotros. Que vuelva a vosotros su rostro y os dé la paz.

Zacarías sale escoltando al Pontífice. Ana felicita al prometido y luego también sale.

Los dos prometidos están el uno enfrente del otro. María, toda colorada, tiene la cabeza agachada. José, también ruborizado, la observa buscando las primeras palabras que decir.

Al fin las encuentra y una sonrisa ilumina su rostro. Dice:

– Te saludo, María. Te vi cuando eras una niña de pocos días… Yo era amigo de tu padre y tengo un sobrino de mi hermano Alfeo que era muy amigo de tu madre, su pequeño amigo, pues ahora no tiene más que dieciocho años, y, cuando tú todavía no habías nacido, siendo sólo un niñito, ya alegraba las tristezas de tu madre, que lo quería mucho. No nos conoces porque viniste aquí siendo muy pequeñita. Pero en Nazaret todos te quieren y piensan en ti, y hablan de la pequeña María de Joaquín, cuyo nacimiento fue un milagro del Señor, que hizo verdecer a la estéril… Yo me acuerdo de la tarde en que naciste…

Todos la recordamos por el prodigio de una gran lluvia que salvó los campos, y de una violenta tormenta durante la cual los rayos no quebraron ni siquiera un tallito de brezo silvestre, tormenta que terminó con un arco iris de dimensiones y belleza no vistas nunca más. Y… ¿quién no recuerda la alegría de Joaquín? Te mecía enseñándote a los vecinos… Considerándote una flor venida del Cielo, te admiraba, y quería que todos te admirasen. ¡Oh, dichoso y anciano padre que murió hablando de su María, tan bonita y buena y que decía palabras llenas de gracia y de saber!… ¡Tenía razón al admirarte y al decir que no existe ninguna más hermosa que tú! ¿Y tu madre? Llenaba con su canto el ángulo en que estaba tu casa. Parecía una alondra en primavera durante la gestación, y luego, cuando te amamantaba. Yo hice tu cuna, una cunita toda de entalladuras de rosas, porque así la quiso tu madre. Quizás esté todavía en la casa, ahora cerrada… Yo soy viejo, María. Cuando naciste, yo ya hacía mis primeros trabajos. Ya trabajaba… ¡Quién me iba a decir que te hubiera tenido por esposa! Quizás hubieran muerto más felices los tuyos, porque éramos amigos. Yo enterré a tu padre, llorándole con corazón sincero porque fue para mí maestro bueno durante la vida.

María levanta muy despacio el rostro, sintiéndose cada vez más segura al oír cómo le habla José, y cuando alude a la cuna sonríe levemente, y cuando José habla de su padre le tiende una mano y dice:

– Gracias, José – Un «gracias» tímido y delicado.

José toma entre sus cortas y fuertes manos de carpintero esa manita de jazmín, y la acaricia con un afecto que pretende inspirar cada vez más tranquilidad. Quizás espera otras palabras, pero María vuelve a guardar silencio. Entonces continúa hablando él:

– La casa, como sabes, está intacta, menos la parte que fue derribada por orden consular para transformar en calle el sendero para los convoyes de Roma. Pero las parcelas de cultivo, las que te han quedado — porque ya sabes… la enfermedad de tu padre consumió mucho tus haberes — están un poco abandonadas. Hace ya más de tres primaveras que los árboles y las cepas no conocen podadera de hortelano, y la tierra está sin cultivar y, por tanto, dura. Pero los árboles que te vieron cuando eras pequeñita están todavía allí, y, si me lo permites, yo me ocuparé inmediatamente de ellos.

– Gracias, José. Pero, ya trabajas…

– Trabajaré en tu huerto durante las primeras y las últimas horas del día. Ahora el tiempo de luz se va alargando cada vez más. Para la primavera quiero que todo esté en orden, para alegría tuya. Mira, ésta es una ramilla del almendro que está frente a la casa. Quise coger ésta… — se puede entrar por cualquier parte por el seto destruido, pero ahora le haré de nuevo sólido y fuerte —, quise coger ésta pensando que si yo hubiera sido el elegido — no lo esperaba porque soy consagrado nazareno, y he obedecido porque se trataba de una orden del Sacerdote, no por deseos de casamiento —, pensando, te decía, que el tener una flor de tu jardín te habría alegrado. Aquí la tienes, María. Con ella te doy mi corazón, que, como ella, hasta ahora, ha florecido sólo para el Señor, y que ahora florece para ti, esposa mía.

María coge la ramita. Se la ve emocionada, y mira a José con una cara cada vez más segura y radiante. Se siente segura de él. Cuando él dice: «Soy consagrado nazareno», su rostro se muestra todo luminoso y encuentra fuerzas para decir:

– Yo también soy toda de Dios, José. No sé si el Sumo Sacerdote te lo ha dicho…

– Me ha dicho sólo que tú eres buena y pura y que debes manifestarme un voto tuyo, y que fuera bueno contigo. Habla, María. Tu José desea hacerte feliz en todos tus deseos. No te amo con la carne. ¡Te amo con mi espíritu, santa doncella que Dios me otorga! Debes ver en mí un padre y un hermano, además de un esposo. Ábrete a mí como con un padre, abandónate en mí como con un hermano.

– Ya desde la infancia me consagré al Señor. Sé que esto no se hace en Israel, pero yo sentía una Voz que me pedía mi virginidad en sacrificio de amor por la venida del Mesías. ¡Hace mucho tiempo que Israel lo espera!… ¡No es demasiado el renunciar por esto a la alegría de ser madre!.

José la mira fijamente, como queriendo leer en su corazón, y luego coge las dos manitas que tienen todavía entre los dedos la ramita florecida, y dice:

– Pues yo también uniré mi sacrificio al tuyo, y amaremos tanto con nuestra castidad al Eterno, que Él dará antes a la Tierra al Salvador, permitiéndonos ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María. Vamos ante su Casa y juremos amarnos como lo hacen los ángeles entre sí. Luego iré a Nazaret a prepararlo todo para ti, en tu casa si quieres ir a ella, en otra parte si así lo deseas.

– En mi casa… En el fondo había una gruta… ¿Todavía está?

– Está, pero ya no es tuya… Yo, de todas formas, te haré otra gruta donde estarás fresca y tranquila en las horas más calurosas. La haré lo más parecida posible. Y… dime, ¿quién quieres que esté contigo?

– Nadie. No tengo miedo. La madre de Alfeo, que siempre viene a verme, me hará compañía un poco durante el día, y por la noche prefiero estar sola. Ningún mal me puede suceder.

– Bueno, y ahora estoy yo… ¿Cuándo debo venir a recogerte?

– Cuando tú quieras, José.

– Pues entonces vendré cuando la casa esté en orden. No pienso tocar nada. Quiero que encuentres todo como lo dejó tu madre, pero quiero también que esté llena de luz y bien limpia para acogerte sin tristeza. Ven, María. Vamos a decirle al Altísimo que le bendecimos.

Y no veo nada más. Me queda, eso sí, en el corazón el sentido de seguridad que experimenta María…

Esponsales de la Virgen y José, que fue instruido por la Sabiduría para ser custodio del Misterio

¡Qué guapa está María, rodeada de sus amigas y sus maestras jubilosas, vestida para los esponsales! Entre aquéllas está también Isabel. Va toda vestida de blanquísimo lino, tan seríceo y fino que parece de preciosa seda. Ciñe su grácil cintura un cinturón burilado de oro y plata, hecho todo de medallones unidos por delgadas cadenas — cada uno de los medallones es una filigrana engastada en la pesada plata bruñida por el tiempo — y, quizás porque es demasiado largo para Ella, que todavía es una delicada jovencita, le pende por delante con los tres últimos medallones, cayendo entre los pliegues del vestido amplísimo, que a su vez termina en una pequeña cola debido a su largura. Calzan sus piececitos unas sandalias de piel blanquísima con hebillas de plata.

El vestido está sujeto al cuello por una cadenita de rosetas de oro y de filigrana de plata, que presentan en pequeño el mismo motivo del cinturón. La cadenita pasa a través de los anchos ojales del amplio cuello del vestido, acortándolo, por tanto, en frunces que forman como una pequeña puntilla. El cuello de María sobresale entre ese candor fruncido, con la gracia de un tierno tallo fajado con una gasa preciada, y así parece aún más grácil y blanco: un tallito de azucena culminado por su rostro de lirio, el cual, por la emoción, se ve aún más pálido y más puro: un rostro de hostia purísima.

El pelo ya no le pende sobre los hombros. Está graciosamente dispuesto en nudo de trenzas. Unas valiosas horquillas de plata bruñida, con un trabajo de filigrana que cubre enteramente la parte superior del arco, sujetan las trenzas. El velo materno se apoya sobre ellas y desciende, formando lindos pliegues, por debajo del estrecho aro que lleva ajustado a la frente blanquísima; desciende hasta las caderas, porque María no tiene la altura de su madre y el velo le llega más abajo de ellas, mientras que a Ana le llegaba sólo a la cintura.

No lleva anillos en las manos; en las muñecas, unas pulseras. Pero estas muñecas son tan delgadas, que las pesadas pulseras maternas se apoyan sobre el dorso de las manos y quizás, si sacudiera las manos, se caerían al suelo.

Las compañeras la miran absortas desde todos los puntos, y con maravilla. Con sus preguntas y con sus frases de admiración crean un festivo trinar de gorrioncillos.

-¿Son de tu madre?

– Antiguas, ¿verdad?

-¡Qué bonito, Sara, ese cinturón!

-¿Y este velo, Susana? ¡Mira que finura! ¡Fíjate estas azucenas tejidas en el velo!

– ¡Déjame ver las pulseras, María! ¿Eran de tu madre?

– Las llevó ella, pero son de la madre de Joaquín, mi padre.

-¡Oh, mira! Tienen el sigilo de Salomón entrelazado con sutiles ramitas de palma y olivo, y entre ellas hay azucenas y rosas. ¡Oh! ¿Quién habrá realizado un trabajo tan perfecto y minucioso?

– Son de la casa de David – explica María – Hace ya siglos que las llevan las mujeres de esta estirpe cuando se van a casar, y van pasando a las herederas.

-¡Ah, ya! Tú eres hija heredera…

-¿Te han traído todo de Nazaret?

– No. Cuando murió mi madre, mi prima se llevó a su casa el ajuar para conservarlo sin que se dañase. Ahora me lo ha traído.

-¿Dónde está? ¿Dónde está? Enséñanoslo a las amigas.

María no sabe qué hacer… Quisiera ser amable, pero no querría remover todas las cosas, que están ordenadas en tres pesados baúles.

Vienen en su ayuda las maestras:

– El novio está para llegar. No es el momento de crear confusión. Dejadla. Que la cansáis. Id a prepararos».

El gárrulo enjambre se aleja un poco enfadado. María puede así gozar en paz de la compañía de sus maestras, las cuales le dirigen palabras de alabanza y bendición. Isabel también se ha acercado, y, dado que María, emocionada, llora porque Ana de Fanuel la llama hija y la besa con un afecto verdaderamente maternal, le dice:

– María, tu madre no está presente, pero sí está presente. Su espíritu se regocija junto al tuyo, y, mira, las cosas que llevas te traen de nuevo su caricia. En ellas sientes aún el sabor de sus besos. Un día ya lejano, el día en que viniste al Templo, me dijo: «Le he preparado los vestidos y el ajuar para cuando se case, porque quiero ser yo la que le haya hilado las telas y le haya hecho los vestidos, para no estar ausente en el día de su alegría». Mira, al final, cuando yo la asistía, ella quería todas las noches acariciar tus primeros vestidos y este que llevas ahora, y decía: «Aquí siento el olor de jazmín de mi pequeñuela, aquí quiero que Ella sienta el beso de su mamá». ¡Cuántos besos dio a este velo que cubre tu frente! ¡Más besos que hilos tiene!… Y, cuando uses estas telas hiladas por ella, piensa que más que la estambre los ha hecho el amor de tu madre. Y estas joyas… Tu padre las salvó para ti incluso en los momentos difíciles, para que te embellecieran, como corresponde a una princesa de David, en este momento. Alégrate, María. No estás huérfana; los tuyos están contigo, y quien va a ser tu marido es tan perfecto, que es para ti padre y madre…

-¡Oh, sí! ¡Eso es verdad! No puedo quejarme de él, ciertamente. En menos de dos meses ha venido dos veces, y hoy viene por tercera vez, desafiando a las lluvias y al tiempo ventoso, declarándose sujeto a mí… Fíjate: ¡sujeto a mí! ¡Yo, que soy una pobre mujer, y mucho más joven que él! Y no me ha negado nada. Es más, ni siquiera espera a que yo pida. Parece como si un ángel le dijera lo que deseo, y me lo dice él antes de que yo hable. La última vez me dijo: «María, creo que preferirás estar en tu casa paterna. Dado que eres hija heredera, lo puedes hacer, si lo ves oportuno. Yo iré a tu casa. Solamente para observar el rito, tú vas durante una semana a casa de Alfeo, mi hermano. María te quiere ya mucho. De allí partirá la tarde de la boda el cortejo que te llevará a casa». ¿No es amable por su parte? No le ha importado ni siquiera el dar pie a la gente para decir que él no tiene una casa que me guste… A mí me hubiera gustado en todo caso, por estar él, que es tan bueno, en ella. Pero sin duda prefiero la mía… por los recuerdos… ¡Oh, José es bueno!

-¿Qué dijo del voto? Todavía no me has comentado nada.

– No puso ninguna objeción. Es más, conocidas las razones del mismo, dijo: «Uniré mi sacrificio al tuyo».

-¡Es un joven santo!- dice Ana de Fanuel.

El «joven santo» entra en este momento, acompañado de Zacarías.

Su figura es, literalmente hablando, espléndida. Todo de amarillo oro, parece un soberano oriental. Bolsa y puñal penden de un espléndido cinturón: aquélla, de tafilete bordado en oro; el puñal, en una vaina con guarniciones bordadas en oro, también de tafilete. Cubre su cabeza un turbante, la típica faja de tela como la llevan todavía ciertos pueblos de África, los beduinos por ejemplo; lo sujeta en torno un valioso arito de oro, delgado, que ciñe unos ramitos de mirto. Viste majestuosamente un manto completamente nuevo con muchas franjas. Está radiante de alegría. En las manos lleva unos ramitos de mirto en flor.

Saluda diciendo:

-¡A ti la paz, mi prometida! Paz a todos.

Recibido el saludo de respuesta, dice:

– Vi tu alegría el día en que te di la ramita de tu huerto. He pensado traerte este mirto que procede de la gruta que tanto estimas. Quería haberte traído las rosas que están enfrente de tu casa, las primeras que están floreciendo ahora; pero las rosas no duran varios días de viaje… Habría llegado trayendo sólo espinas, y yo a ti, dilecta mía, te quiero ofrecer sólo rosas, y quiero sembrar tu camino de flores blandas y perfumadas, para que apoyes tu pie sobre ellas y no encuentres ni inmundicias ni asperezas.

-¡Oh, gracias, hombre de corazón bueno! ¿Cómo has logrado que llegara fresco?

– He atado a la silla un recipiente y he metido dentro estas ramitas con las flores todavía en capullo. Durante el viaje han florecido. Tómalas, María. Que tu frente se enguirnalde de pureza, símbolo de la mujer prometida; aunque siempre será mucho menor que la pureza que hay en tu corazón.

Isabel y las maestras engalanan a María con la florida guirnaldita que se forma al fijar en el precioso aro los ramitos cándidos del mirto, e intercalan unas pequeñas, cándidas rosas, que había en un jarrón encima de un arca.

María hace ademán de coger su amplio manto cándido para colocárselo prendido a los hombros. Pero su prometido le precede en el gesto y le ayuda a fijar con dos hebillas de plata, en los hombros, este amplio manto suyo. Las maestras disponen los pliegues con amor y gracia.

Todo está preparado. Mientras esperan a no sé qué, José dice (lo dice apartándose un poco con María):

– He pensado este tiempo en tu voto. Ya te dije que lo comparto. Pero, cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que no es suficiente el nazireato temporal, aunque se vaya renovando. Yo te he comprendido, María. No merezco todavía la palabra de la Luz, pero sí me llega un murmullo de su voz, y ello me pone en condiciones de leer tu secreto, al menos en sus líneas maestras. Soy un pobre ignorante, María. Soy un pobre obrero. Ni sé de letras ni tengo tesoros, mas a tus pies pongo mi tesoro, para siempre. Mi castidad absoluta, para ser digno de estar a tu lado, Virgen de Dios, «hermana mía, novia, cerrado huerto, fuente sellada», como dice el Antepasado nuestro, que quizás escribió el Cantar viéndote a ti… Yo seré el guardián de este huerto de perfumes en que se dan las más preciadas frutas, donde mana una vena de agua viva con ímpetu suave: ¡tu dulzura, prometida mía, que con tu candor — ¡oh, llena de hermosura! — me has conquistado el espíritu! ¡Oh, tú, más hermosa que una aurora; Sol, que resplandeces porque te resplandece el corazón; oh, toda amor para con tu Dios y para con el mundo al que quieres dar el Salvador con tu sacrificio de mujer! ¡Ven, mi amada!

Y coge delicadamente su mano para guiarla hacia la puerta.

Los siguen todos los demás. Afuera se añaden las joviales compañeras, enteramente de blanco todas ellas y con velos.

Van por patios y pórticos, entre la muchedumbre observadora, hasta llegar a un punto que ya no pertenece al Templo; parece, más bien, una sala dada para el culto, como se deduce de la existencia en ella de lámparas y rollos de pergaminos como en las sinagogas. Los novios caminan hasta llegar frente a un alto atril (casi una cátedra), y esperan. Los demás, perfectamente en orden, se ponen detrás de ellos. Otros sacerdotes y gente simplemente curiosa se agolpan en el fondo de la sala.

Entra, solemne, el Sumo Sacerdote. Rumor de los curiosos:

-¿Es él el que los casa?

– Sí, porque es de casta real y sacerdotal. La novia es flor de David y Aarón, y virgen del Templo; el novio, de la tribu de David.

El Pontífice pone la mano derecha de la novia en la del novio y los bendice solemnemente:

– El Dios de Abraham, Isaac y Jacob esté con vosotros. Que El os una y se cumpla en vosotros su bendición, dándoos su paz y una numerosa descendencia con larga vida y muerte beata en el seno de Abraham.

Luego se retira, solemne como había entrado.

Se lleva a cabo la promesa recíproca. María es la prometida-esposa de José.

Todos salen y, en perfecto orden, van a una sala, en la cual se redacta el contrato de matrimonio, donde se dice que María, hija heredera de Joaquín de David y Ana de Aarón, da como dote a su prometido-esposo su casa y bienes anejos y su ajuar personal así como cualquier otro bien heredado de su padre.

Todo queda cumplido.

Los esposos salen al patio, lo atraviesan, van hacia la salida, que está cerca de la sección de las mujeres dedicadas al Templo. Los está esperando un carro cómodo y voluminoso. Va provisto de una cortina protectora. En él ya están colocados los pesados baúles de María.

Despedidas, besos y lágrimas, bendiciones, consejos, recomendaciones… María sube con Isabel y se pone en el interior del carro; en la parte de delante se ponen José y Zacarías. Se han quitado los mantos de fiesta y se han arrollado en unas capas oscuras.

El carro se pone en marcha, al trote pesado de un caballazo oscuro. Los muros del Templo se alejan, y luego los de la ciudad. Ya se ve el campo, nuevo, fresco, florido bajo los primeros soles de la primavera, con los trigos ya alzados un buen palmo del suelo, que parecen esmeraldas transformadas en hojitas ondulantes bajo una brisa ligera con sabor a flores de

melocotonero y manzano, con sabor a tréboles en flor y a hierbabuenas silvestres.

María llora en voz baja, al amparo de su velo, y, de vez en cuando, corre un poco la cortina y mira una vez más al Templo lejano, a la ciudad dejada…

La visión cesa así.

Dice Jesús:

-¿Qué dice el libro de la Sabiduría al cantar sus alabanzas?: «En la sabiduría está presente, efectivamente, el espíritu de inteligencia, santo, único, múltiple, sutil». Y continúa enumerando sus dotes, para terminar el período con estas palabras: «… que todo lo puede, todo lo prevé; que comprende a todos los espíritus, inteligente, puro, sutil. La sabiduría penetra con su pureza, es vapor de la virtud de Dios… por ello en ella no hay nada impuro… imagen de la bondad de Dios. Es única y, no obstante, lo puede todo; es inmutable y da vida nueva a todas las cosas; se comunica a las almas santas; forma a los amigos de Dios y a los profetas».

Ya has visto cómo José, no por cultura humana, sino por instrucción sobrenatural, sabe leer en el libro sellado de la Virgen sin mancha; y cómo se acerca extremamente a las verdades proféticas con ese su «ver» un misterio sobrehumano donde los demás veían únicamente una gran virtud. Impregnado de esta sabiduría, que es vapor de la virtud de Dios y emanación cierta del Omnipotente, se conduce con espíritu seguro por el mar de este misterio de gracia que es María, se armoniza con Ella con espirituales contactos — en que se hablan, más que los labios, los dos espíritus en el sagrado silencio de las almas — donde sólo Dios oye voces que perciben también los que le son gratos por servirle con fidelidad y por estar llenos de Él.

La sabiduría del Justo, que aumenta por la unión con la Toda Gracia y por la cercanía a Ella, le prepara a penetrar en los secretos más altos de Dios y a poderlos tutelar y defender de insidias humanas y demoníacas. Y contemporáneamente lo va renovando. Del justo hace un santo; del santo, el custodio de la Esposa y del Hijo de Dios.

Sin quitar el sello de Dios, él, el casto, que ahora lleva su castidad a heroísmo angélico, puede leer la palabra de fuego escrita sobre el diamante virginal por el dedo de Dios, y en él lee aquello que su prudencia no dice, y que es mucho más grande que lo que leyó Moisés en las tablas de piedra. Y a fin de que ningún ojo profano alcance este Misterio, él se pone, como sel lo sobre el sello, como arcángel de fuego, a la entrada del Paraíso, dentro del cual el Eterno encuentra sus delicias «paseando al fresco del atardecer» y hablando con Aquella que es su amor, bosque de azucena en flor, aura perfumada de aromas, viento suave de frescura matutina, hermosa estrella, delicia de Dios. La nueva Eva está allí, en su presencia. No es hueso de sus huesos ni carne de su carne; sí, compañera de su vida, Arca viva de Dios. Él la recibe para tutelarla, y a Dios debe restituírsela, pura como la ha recibido.

«Desposada con Dios» estaba escrito en ese libro místico de inmaculadas páginas… Y cuando la duda, sibilante, en la hora de la prueba, le sugirió su tormento, él, como hombre y como siervo de Dios, sufrió, como ninguno, por causa del temido sacrilegio. Pero ésta fue la prueba futura. Ahora, en este tiempo de gracia, él ve y se pone a sí mismo al servicio más auténtico de Dios. Luego vendrá la tempestad de la prueba, como para todos los santos, para ser probados y venir así a ser ayudantes de Dios.

¿Qué se lee en el Levítico? «Di a Aarón, tu hermano, que no entre en cualquier tiempo en el santuario que está detrás del Velo, ante el Propiciatorio que cubre al Arca, para no morir — pues Yo apareceré en la nube sobre el oráculo —, si no hace antes estas cosas: ofrecerá un novillo por el pecado y un carnero como holocausto; llevará la túnica de lino y con calzones de lino cubrirá su desnudez».

Y verdaderamente José entra, cuando Dios quiere y cuanto Dios quiere, en el santuario de Dios; y traspasa el velo que cela el Arca sobre la cual está suspendido el Espíritu de Dios; y se ofrece a sí mismo y ofrecerá al Cordero, holocausto por el pecado del mundo, expiación de tal pecado? Y esto lo hace, vestido de lino, mortificados los miembros viriles para abolir su sensualidad, la cual, una vez, al inicio de los tiempos, triunfó, lesionando el derecho de Dios sobre el hombre; mas ahora será conculcada en el Hijo, en la Madre y en el padre adoptivo, para restituir a los hombres a la Gracia y devolverle a Dios su derecho sobre el hombre. Esto lo hace con su castidad perpetua.

¿No estaba José en el Gólgota? ¿Os parece que no está en el número de los corredentores? En verdad os digo que fue el primero de ellos, y que grande es, por tanto, ante los ojos de Dios. Grande por el sacrificio, la paciencia, la constancia y la fe.

¿Qué fe será mayor que ésta, que creyó sin haber visto los milagros del Mesías?

Sea alabado mi padre adoptivo, ejemplo para vosotros de aquello que en vosotros más falta: pureza, fidelidad y perfecto amor. Gloria al magnífico lector del Libro sellado, que fue instruido por la Sabiduría para saber comprender los misterios de la Gracia y que fue elegido para tutelar la Salvación del mundo contra las insidias de todos los enemigos.

Los Esposos llegan a Nazaret

El más azul de los cielos de un apacible febrero se extiende sobre las colinas de Galilea. Las suaves colinas que no he visto nunca en este ciclo de la Virgen niña, y que me son ya tan familiares al ojo como si hubiera nacido entre ellas. La calzada principal, refrescada por lluvia reciente, caída quizás la noche anterior, no tiene polvo, mas tampoco barro. Presenta aspecto compacto y limpio, como si fuera una calle de ciudad, y avanza, sinuosa, entre dos hileras de espino albar en flor: una nevada con sabor amargoso y a bosque, interrumpida una y otra vez por las monstruosas aglomeraciones de los cactus, con sus hojas carnosas en forma de paleta, erizadas de pinchos y decoradas con los enormes granates de sus originales frutos, crecidos sin tallo sobre las hojas, las cuales, por su color y forma, evocan siempre en mí profundidades marinas y bosques de corales y medusas, u otros animales de los mares profundos. Las hileras de espino sirven como cercas de las propiedades privadas, por lo cual se extienden en todas las direcciones formando un caprichoso trazado geométrico de curvas y de ángulos, de rombos, cuadrados, semicírculos, triángulos con las más inverosímiles formas agudas u obtusas; es un trazado enteramente asperjado de blanco: como una cinta llena de fantasía que hubieran extendido así, por diversión, a lo largo de los campos; sobre ella vuelan, pían, cantan, a centenares, pajaritos de toda especie, sintiendo la alegría del amor y dedicados a rehacer sus nidos. Al otro lado de las hileras de espino están los campos, con los trigos todavía verdes, pero aquí ya más altos que en los campos de Judea, y prados llenos de flores, y en ellos — como contrapunto de las ligeras nubecillas del cielo, que el ocaso tiñe de rosa o de un lila tenue o violeta o de un opalino colorado de azul o de un naranja-coral —, a centenares, las nubes vegetales de los árboles frutales, blancas, rosadas, rojas, en todas las tonalidades del blanco, rosa y rojo.

Con el suave viento de la tarde, caen revoloteando de los árboles florecidos los primeros pétalos: parecen bandadas de mariposas buscando polen en las flores del campo. Entre árbol y árbol, festones de vid aún desnuda: sólo en la parte alta de los festones, en la parte donde más da el sol, las primeras hojitas se abren, inocentes, extrañadas, palpitantes. El Sol se pone, sereno, en el cielo — ¡qué apacible con ese azul suyo que la luz hace aún más claro! — y a lo lejos titilan, reflejándolo, las nieves del Hermón y de otras cumbres lejanas.

Un carro avanza por la calzada, el carro que lleva a José y a María y a los primos de Ella; el viaje está tocando a su fin. María mira con el ojo ansioso de quien quiere conocer, o mejor, reconocer, aquello que ya un día vio, pero no lo recuerda, y sonríe cuando una sombra de recuerdo vuelve y se posa, como una luz, en esta o aquella cosa, en este o aquel punto. Isabel le ayuda a recordar, y también Zacarías y José, señalando esta o aquella cumbre, esta o aquella casa. Casas, sí. Porque Nazaret ya aparece extendida sobre la ondulación de su colina. Recibiendo por la izquierda el Sol ya ocultándose, muestra, con pinceladas de rosa, el color blanco de sus casitas, anchas y bajas, culminadas por una terraza. Algunas de ellas, al darles el sol de lleno, parecen, de lo rojas que se han puesto las fachadas, estar al lado de un fuego. Y el sol enciende también el agua de los bajos pozos, que no tienen casi brocal, de donde suben, chirriando, los cubos para la casa o los odres para la huerta.

Niños y mujeres se acercan al borde de la calzada, queriendo ver el interior del carro, y saludan a José, que es muy conocido en el lugar. Pero luego se muestran titubeantes y tímidos ante las otras tres personas. Sin embargo, dentro ya de la pequeña ciudad, no hay titubeos ni temor. Mucha, mucha gente de todas las edades está a la entrada del pueblo bajo un rústico arco hecho con flores y ramas, y nada más que el carro aparece por detrás del recodo de la última casa de campo, que está colocada oblicuamente, se produce un verdadero gorjeo de voces agudas y un agitarse de ramas y flores. Son las mujeres, las chiquillas y los niños de Nazaret que saludan a la novia. Los hombres, más contenidos, están detrás de este seto agitado y gorjeante, y saludan con gravedad.

María, ahora que la cortina ha sido quitada, dejando al descubierto el carro — lo habían hecho ya antes de llegar al pueblo, porque el sol ya no molestaba, y para permitirle a María el ver bien su tierra natal — aparece en su belleza de flor. Blanca y rubia como un ángel, sonríe con bondad a los niños, que le echan flores y besos, a las jóvenes de su edad, que la llaman por el nombre, a las mujeres casadas, a las madres, a las ancianas, que la bendicen con sus voces cantadoras. Inclina su cabeza ante los hombres, y especialmente ante uno de ellos, que quizás es el rabino o la personalidad principal del pueblo.

El carro prosigue por la calle principal a paso lento, seguido de la muchedumbre por un buen trecho, muchedumbre para la que esta llegada es un acontecimiento.

– Esa es tu casa, María- dice José señalando con el látigo una casita que está justo en la base de una ondulación de la colina, y que tiene en la parte de atrás un hermoso y amplio huerto, exuberante, que termina en un pequeño olivar. Más allá, la consabida cerca de espino albar y cácteas señala el límite de la propiedad. Las tierras, que fueron de Joaquín, están al otro lado…

– Te ha quedado poco, ¿ves?- dice Zacarías – La enfermedad de tu padre fue larga y económicamente cara. Y caros fueron también los gastos para reparar el daño que hizo Roma. ¿Lo ves? La calle le ha cortado a la casa sus tres principales habitaciones. Se ha quedado más pequeña. Para ampliarla sin gastos excesivos, se cogió una parte del monte que forma una gruta; Joaquín tenía en ese lugar las provisiones y Ana sus telares. Haz con esto lo que creas más oportuno.

-¡Que sea poco no importa! Siempre me será suficiente. Me pondré a trabajar…

– No, María — es José quien habla — Yo seré quien trabaje. Tú sólo tejerás y coserás las cosas de la casa. Soy joven y fuerte, y soy tu esposo. No me atormentes viéndote trabajar.

– Haré como tú quieras.

– Sí, en esto yo quiero. Para todas las demás cosas tu deseo es ley, pero en esto no.

Ya han llegado. El carro se detiene.

Dos mujeres y dos hombres, respectivamente de unos cuarenta y cincuenta años, están a la puerta, y muchos niños y jovencitos están con ellos.

– Dios te dé paz, María – dice el hombre más anciano. Una de las mujeres se acerca a María, la abraza y la besa.

– Es mi hermano Alfeo, y María, su mujer, y éstos son sus hijos. Han venido expresamente para recibirte y felicitarte y decirte que su casa es tuya, si así lo deseas – dice José.

– Sí, ven, María, si te resulta penoso vivir sola. El campo es bonito en primavera y nuestra casa está en medio de campos floridos. Tú serás su más hermosa flor – dice María de Alfeo.

– Gracias, María. Yo iría con mucho gusto, y alguna vez iré; iré, sin duda, para la boda… Pero, deseo vivamente ver, reconocer mi casa. La dejé siendo muy pequeña y se me ha desdibujado su imagen… Ahora esta imagen la encuentro de nuevo… y me parece como si encontrara de nuevo a mi madre perdida, a mi padre amado, el eco de las palabras de ellos… y el aroma de su último respiro. Siento como si ya no fuera huérfana, porque me abrazan de nuevo estas paredes… Compréndeme, María –

Aparece un poco el llanto en la voz de María, y también en sus pestañas.

María de Alfeo responde:

– Querida mía, como tú quieras. Quiero que me sientas hermana y amiga y un poco madre incluso, porque soy mucho más mayor que tú.

La otra mujer, que se ha acercado entretanto, dice:

– María, quiero saludarte. Soy Lía, la amiga de tu madre. Te vi nacer. Este es Alfeo, sobrino de Alfeo y muy amigo de tu madre. Lo que hice por tu madre, si quieres, lo haré por ti. Mira, mi casa es la que está más cerca de la tuya y tus parcelas de terreno son ahora nuestras. Pero, si quieres venir hazlo cuando te apetezca, en cualquier momento. Abrimos un paso en el cercado y así estaremos juntas, sin dejar de estar cada una en su casa. Este es mi marido.

– Os doy las gracias a todos y por todo; por todo el amor que habéis tenido a los míos, y por todo el amor que me tenéis a mí. Que Dios todopoderoso os bendiga por ello.

Descargan los pesados baúles y los meten en la casa. Entran. Reconozco ahora que es la casita de Nazaret, como será luego, durante la vida de Jesús.

José toma de la mano — un gesto habitual en él — a María, y entra así. Pero en el umbral de la puerta le dice:

– Ahora, aquí, en el umbral de esta puerta, quiero de ti una promesa: que cualquier cosa que te suceda, o cualquier cosa que necesites, tu único amigo, la única persona en quien pienses para solicitar ayuda, sea yo, y que, bajo ningún motivo, debas sufrir sola ninguna pena. Yo estoy a tu entera disposición, y para mí será una satisfacción el hacerte feliz el camino, y, dado que la felicidad no siempre está en nuestra mano, al menos, hacértelo tranquilo y seguro.

– Te lo prometo, José.

La siguiente cosa es abrir puertas y ventanas… El último sol entra curioso.

María se ha quitado el manto y el velo. Menos las flores de mirto, todavía va vestida como en los esponsales. Sale al huerto, que presenta un aspecto exuberante. Mira, sonríe, y, todavía de la mano de José, da un paseo. Se la ve como quien volviera a tomar posesión de un lugar perdido.

José le muestra el resultado de sus trabajos:

– Mira, aquí he cavado para recoger el agua de la lluvia, porque estas cepas están siempre sedientas. A este olivo le he vuelto a cortar las ramas más viejas para darle vigor; y he plantado estos manzanos, porque dos estaban muertos; y luego, allí he plantado unas higueras. Cuando crezcan resguardarán a la casa del sol excesivo y de las miradas curiosas. La pérgola es la misma que había; lo único que he hecho ha sido cambiar los palos que estaban deteriorados, y también una labor de poda. Espero que dé muchas uvas. Y aquí, mira – y la lleva, orgulloso, hacia el terreno en pendiente que resguarda la casa por detrás y que es límite del huerto por el lado de tramontana – y. aquí he excavado una pequeña gruta, y la he reforzado, y, cuando agarren estas plantas, será casi igual que la que tenías. Falta el manantial… pero, espero hacer llegar aquí desde el manantial un regatillo. Pienso trabajar durante las largas tardes de verano cuando venga a verte…

-¿Cómo es eso? – dice Alfeo. « ¿No vais a celebrar la boda este verano?

– No. María quiere tejer los paños de lana, que es lo único que le falta a su ajuar. Y a mí eso me satisface. María es tan joven, que el esperar un año o más no es nada. Entretanto se ambienta a la casa…

-¡Bueno! Tú siempre has sido un poco distinto de los demás, y lo sigues siendo. No sé quién pudiera no tener prisa en tener por esposa a una flor como María, ¡y tú metes meses por medio!…

– Alegría muy esperada, alegría más intensamente gustada – responde José con una sonrisa sutil.

El hermano se encoge de hombros y dice:

-¿Y entonces? Según tus planes, ¿cuándo vas a pensar en la boda?

– Cuando María cumpla dieciséis años. Después de la fiesta de los Tabernáculos. ¡Dulces serán las tardes de invierno para los recién casados!… – Y sigue sonriendo mirando a María: una sonrisa que conlleva un pacto secreto y delicado; de una castidad fraterna consoladora.

Luego continúa caminando y explicando:

– Ésta es la habitación grande que había en el monte. Si te parece bien, cuando venga, instalaré en ella mi taller. Está unida, pero no forma parte de la casa. Así no molestaré con los ruidos, o creando otros trastornos. No obstante, si no quieres que sea así…

– No, José; así está muy bien.

Vuelven a entrar en la casa. Encienden las lámparas.

– María está cansada – dice José – Dejémosla tranquila con sus primos.

Saludos de todos los que se marchan… José se queda todavía unos minutos y habla con Zacarías en voz baja.

– Tu primo te deja a Isabel durante un poco. ¿Contenta? Yo sí, porque te ayudará a… ser una perfecta ama de casa; con ella podrás colocar como quieras tus cosas y tu ajuar, y yo vendré todas las tardes a ayudarte; con ella podrás conseguir lana y todo lo que necesites, y yo me encargaré de los gastos. Acuérdate de que has prometido que recurrirías a mí para todo. Adiós, María. Duerme el primer sueño de señora en esta casa tuya, y que el ángel de Dios te lo haga sereno. Que el Señor sea siempre contigo.

– Adiós, José. Queda tú también bajo las alas del ángel de Dios.

– Gracias, José, por todo. En la medida en que pueda, te pagaré por tu amor, con el mío.

José saluda a los primos y sale.

Y con él cesa la visión.


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Sobre la controvertida figura de María Valtorta, recomendamos leer los comentarios y artículos del P. Miguel Fuentes y del P. Jordi Rivero 

 

Ayuda a san José a encontrar a María – Colorea el dibujo

Ayuda a san José a encontrar a María – Colorea el dibujo

Con motivo de la próxima festividad de san José, os ofrecemos el siguiente laberinto para que los más peques de la familia se diviertan jugando y coloreando a san José y a la Virgen María.

Podéis acceder a las láminas pulsando los enlaces de texto o las imágenes.

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Ayuda a san José a encontrar a María

 Laberinto


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Fuente original: aprendemosencatequesis.blogspot.com.es

Soy joven y quiero confesarme: La satisfacción

Soy joven y quiero confesarme: La satisfacción

Cuando se ha partido de aquí de esta vida, ya no es posible hacer penitencia y no tiene efecto la satisfacción. Aquí se pierde o se gana la vida.

San Cipriano

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La satisfacción

La absolución dada por el sacerdote a un penitente que confiesa sus pecados con las disposiciones apropiadas, remite tanto la culpa como el castigo eterno (del pecado mortal). Sin embargo, permanece una especie de deuda con la justicia Divina que debe ser cancelada aquí o en el más allá. Para ser cancelada, el penitente recibe de su confesor lo que usualmente se llama «penitencia», en la forma de ciertas oraciones que el penitente debe decir o ciertas acciones que debe realizar, tal como visitas a una iglesia, las Estaciones de la Cruz, etc. Limosnas, proezas, ayunos, y oraciones que son los medios más importantes de satisfacción, aunque pueden ser impuestas, otras obras penitenciales.

La calidad y extensión de la penitencia está determinada por el confesor de acuerdo a la naturaleza de los pecados revelados, las circunstancias especiales del penitente, su responsabilidad de recaer, y la necesidad de erradicar hábitos malignos. A veces, la penitencia es tal que debe ser realizada inmediatamente; en otros casos puede requerir más o menos un tiempo considerable como por ejemplo, lo que sea prescrito para cada día durante una semana o mes. Pero incluso entonces, el penitente puede recibir otro sacramento (ejemplo, la Santa Comunión) inmediatamente después de la confesión, dado que la absolución restaura al penitente al estado de gracia. Está sin embargo, bajo la obligación de continuar la realización de su penitencia hasta que esté completa.

En lenguaje teológico, esta penitencia es llamada satisfacción y es definida, en las palabras de Santo Tomás: «El pago de un castigo temporal debido y a cuenta de una ofensa cometida contra Dios por el pecado» (Suppl. A la Summa, Q. XII, a. 3). Es un acto de justicia requerido por la injuria hecha al honor de Dios, hasta el punto al menos donde el pecador pueda reparar (poena vindicativa); también es un remedio preventivo en tanto y en cuanto tiene la intención de impedir la posterior comisión del pecado (poena medicinalis). La satisfacción no es, como la contricción y la confesión, una parte esencial del sacramento, porque el efecto primario, es decir, la remisión de la culpa y el castigo temporal—se obtienen sin la satisfacción; aunque si es una parte integral porque es requisito para obtener el efecto secundario- es decir, la remisión del castigo temporal. La doctrina Católica fue establecida en este punto por el Concilio de Trento, que condena la proposición: «Que el castigo completo es siempre remitido por Dios junto con la culpa, y la satisfacción requerida de los penitentes no es otra que fe a través de la cual ellos creen que Cristo lo ha satisfecho por ellos»; y más aún, la proposición: «Que las llaves fueron dada a las Iglesia sólo para soltar y no para atar también; y que por esto, al imponer penitencia sobre aquellos que se han confesado, los sacerdotes actúan contrariamente al propósito de las llaves y la institución de Cristo; que es una ficción (decir) que luego que el castigo eterno ha sido perdonado en virtud de las llaves, usualmente queda pagar una pena temporal» (Can. «de Sac. poenit.» , 12, 15; Denzinger, «Enchir.», 922, 925).

Contra los errores contenidos en estas declaraciones, el Concilio (Sesión XIV, c. VIII) cita ejemplos conspicuos de las Sagradas Escrituras. La más notable de ellas es el juicio pronunciado sobre David: «Y dijo Natán a David: El Señor ha remitido tu pecado; no morirás. Más, por cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido ciertamente morirá» (Samuel xii, 13, 14). El pecado de David fue perdonado y sin embargo tuvo que sufrir castigo por la pérdida de su hijo. La misma verdad es enseñada por San Pablo (I Cor., xi, 32): «más siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo». El castigo mencionado aquí es un castigo temporal, pero un castigo para la Salvación. «De todas las partes de la penitencia» dice el Concilio de Trento (op.cit), «la satisfacción fue recomendada constantemente por nuestros Padres». Esto fue admitido por los mismos Reformistas. Calvino (Instit., III, iv, 38) dice que toma poco en cuenta lo que los antiguos escritos contienen en relación a la satisfacción porque «prácticamente todos aquellos libros existentes fueron desviados sobre este punto o hablaban muy severamente». Chemnitius («Examen C. Trident.», 4) admite que Tertuliano, Cipriano, Ambrosio y Agustín, ensalzaron el valor de las obras penitenciales; y Flacio Illyricus en las «Centurias» tiene una larga lista de Padres y escritores primitivos quienes, como el admite, los señala como testigos de la doctrina de satisfacción. Algunos de los textos ya citados (Confesión) mencionan expresamente la satisfacción como parte de la penitencia sacramental. A éstos se puede agregar San Agustín quien dice que «El Hombre es forzado a sufrir incluso después de haberse perdonado sus pecados, aunque fue el pecado que lo llevó a esta penalidad. Porque el castigo sobrevive a la culpa, no sea que la culpa deba ser pensada leve si con su perdón, el castigo también termine» (Tract. CXXIV, «En Joann.», n. 5, in P.L., XXXV, 1972); San Ambrosio: «Tan eficaz es la medicina de la penitencia que (en vista de ella) Dios parece que deroga Su sentencia» («De poenit.», 1, 2, c. VI, n. 48, in P.L., XVI, 509); Cesareo de Arles: «Si en la tribulación, no agradecemos a Dios ni nos redimimos de nuestras faltas a través de buenas obras, deberemos ser detenidos en el fuego del purgatorio hasta que los pecados mas leves sean quemados como la madera o la paja» (Sermo CIV, n. 4). Entre los motivos para hacer penitencia sobre lo cual los Padres insistían más frecuentemente es este: Si tu castigas tu propio pecado, Dios te eximirá; pero en ningún caso el pecado quedará sin castigo. O nuevamente ellos declaran que Dios quiere que realicemos la satisfacción de manera que nosotros despejemos nuestras deudas con Su justicia. Es por lo tanto con buena razón que los concilios anteriores – ejemplo Laodicea (372 D.C.) y Cártago IV (397) – enseñan que la satisfacción es para ser impuesta a los penitentes; Y el Concilio de Trento no hace sino reiterar la creencia y práctica tradicional cuando hace obligatorio al confesor, el dar «penitencia». Por lo tanto, también la práctica de otorgar indulgencias, a través de la cual la Iglesia va en asistencia al penitente y pone a su disposición los tesoros de los méritos de Cristo. Las indulgencias, aunque están conectadas muy de cerca con la penitencia, no son parte del sacramento; ellas presuponen la confesión y absolución, y son propiamente llamadas remisiones extra sacramentales del castigo temporal incurrido por el pecado.

Nota: ver también el magisterio de la Iglesia acerca de la satisfacción.


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Fuente original: Enciclopedia católica – Aciprensa

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Soy joven y quiero confesarme: La satisfacción

Soy joven y quiero confesarme: Oración para antes o después de la Confesión

Llama con tu oración a su puerta, y pide, y vuelve a pedir. No será Él como el amigo de la parábola: se levantará y te socorrerá; no por aburrido de ti: está deseando dar; si ya llamaste a su puerta y no recibiste nada, sigue llamando que está deseando dar. Difiere darte lo que quiere darte para que más apetezcas lo diferido; que suele no apreciarse lo aprisa concedido.

San Agustín

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Oración para antes o después del sacramento de la Reconciliación


¡Oh señor!

Presento mis culpas ante Tu presencia,

y quiero recordar las miserias que me han ocasionado.


Si pienso en el mal que he hecho,

muy poco es lo que padezco,

y mucho más lo que he merecido.

Muy grave es la culpa cometida,

y muy insignificante el castigo que sufrí.


Siento la pena del pecado,

pero no quiero evitar las ocasiones de pecar.

Cuando me castigas desfallece mi flaqueza,

y a pesar de eso, no dejo el pecado.

Mi conciencia siente el remordimiento,

pero mi orgullo no quiere doblegarse.


Mi vida está llena de miserias,

pero no se corrige en sus obras.

Señor, si tienes paciencia conmigo, o me corrijo,

y si me castigas,

muy poco dura mi enmienda.


Cuando soy castigado,

reconozco el mal que he hecho,

y cuando ha pasado vuestro castigo,

ya no me acuerdo de aquello mismo por lo que lloré.


Si levantas Tu mano para castigarme,

prometo corregirme,

si suspendes Tu castigo,

no cumplo lo que te he prometido.


Si me castigas,

te pido que me perdones,

si me perdonas,

otra vez te ofendo para que me castigues.


Aquí me tienes, señor,

culpable y confesando haberte ofendido,

y harto sé que si no me perdonas con toda justicia,

tendrías que condenarme.


¡Oh Padre Omnipotente!

¡Oh Padre mio!

Aunque sin mérito alguno de mi parte,

Concédeme lo que te pido,

ya que me has creado de la nada,

para que te rogase.


Te lo pido por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.

Amén.

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Nota: esta oración es un «arreglo o variación» de la oración original de san Agustín del Devocionario Católico de 1959. Podéis leer la oración original en el blog de Angélica Pajares.


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Soy joven y quiero confesarme: Rito de la Reconciliación

Soy joven y quiero confesarme: Rito de la Reconciliación

Cuando un hombre descubre sus faltas, Dios las cubre. Cuando un hombre las esconde, Dios las descubre…cuando las reconoce, Dios las olvida.

San Agustín


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En este artículo os presentamos un posible esquema para realizar el rito de la Reconciliación de forma práctica. Antes de acudir al confesor, os aconsejamos tener una idea clara de lo que estamos haciendo; para ello, nada mejor que estudiar o repasar el magisterio de la Iglesia, al que podéis acceder en estos dos artículos: La celebración del sacramento y La confesión de los pecados.

Esquema para realizar el rito de la Reconciliación

Recepción del penitente

El sacerdote te recibirá con amor y amabilidad. Una vez de rodillas en el confesionario (o si es en un lugar diferente al templo, junto al confesor), el penitente comienza diciendo una de las siguientes fórmulas:

  • Hacer la señal de la cruz orando: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
  • Ave María purísima. (el sacerdote contestará: «Sin pecado concebido»).
  • Bendígame padre, porque he pecado.

Invitación a la confianza

La realiza el sacerdote y al terminar el penitente dice «Amén».

Lectura

El sacerdote puede leer un pasaje del Evangelio o una oración como:

«El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados.»

Confesión de los pecados

El penitente dice la última vez que se confesó, con una frase como «Padre hace X días, meses, años… que me confesé» y dice si cumplió o no la penitencia impuesta en la última confesión.

A continuación, el penitente expone todos sus pecados (los que recuerde). En esta parte, el sacerdote ayudará al penitente, si lo cree necesario, a realizar una confesión íntegra dándole algunos consejos.

Aceptación de la penitencia

A continuación el sacerdote dará la penitencia y el penitente laa aceptará diciendo: «Gracias, Padre» u otra fórmula de agradecimiento con la que el penitente se encuentre cómodo.

Oración del penitente

El penitente manifestará su contrición rezando el Acto de contrición.

Fórmula de la absolución

El sacerdote en nombre y con el poder de Cristo da la absolución, la cual perdona los pecados del penitente.

Alabanza a Dios

Comienza el sacerdote diciendo «Dad gracias al Señor porque es bueno»,

y el penitente responde «Porque es eterna su misericordia».

Despedida del penitente

El sacerdote despide al penitente diciendo «El Señor ha perdonado tus pecados. Vete en paz».

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Para realizar apropiadamente el rito de la Reconciliación, recuerda:

  • Que no es necesario acordarse de todo el rito, es normal, sobre todo cuando uno no está acostumbrado. En este caso, lo importante es tener plena confianza en el sacerdote, quien te ayudará a hacer la confesión correctamente.
  • Después de la confesión es mejor dar gracias al Señor por el inestimable beneficio del perdón, cumplir inmediatamente la penitencia impuesta y renovar el propósito de huir de los pecados y de sus ocasiones.

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Fuente original: El teóloco responde

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Soy joven y quiero confesarme: Rito de la Reconciliación

Soy joven y quiero confesarme: Confesión de boca

Los sacrificios no te satisfacen;

si te ofreciera un holocausto no lo querrías.

El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado;

un corazón quebrantado y humillado,

tú, oh Dios, tú no lo desprecias.

Salmo 50. Miserere.

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Os presentamos este artículo redactado por un religioso de los Misioneros del Sagrado Corazón de Perú, el cual os presenta de forma amena y extensa, pero en lenguaje sencillo, el rito de la Reconciliación. Como siempre, os aconsejamos estudiar o repasar el magisterio de la Iglesia, al que podéis acceder en estos dos artículos: La celebración del sacramento y La confesión de los pecados.

Confesión de boca

Al confesor hay que decirle voluntariamente, con humildad, y sin engaño ni mentira, todos y cada uno de los pecados graves no acusados todavía en confesión individual bien hecha; y en orden a obtener la absolución. No tendría carácter de confesión sacramental manifestar los pecados para pedir consejo, obligarle a callar, etc.

Antes de empezar la confesión el sacerdote puede leer al penitente, o recordarle, algún texto o pasaje de la Sagrada Escritura en que se muestre la misericordia de Dios y la llamada del hombre a la conversión.

Dijo el Papa Juan Pablo II el 30 de enero de 1981: «Sigue vigente y seguirá vigente para siempre, la enseñanza del Concilio Tridentino en torno a la necesidad de confesión íntegra de los pecados mortales». Es indispensable manifestar los pecados con toda sinceridad y franqueza, sin intención de ocultarlos o desfigurarlos. Si confesamos con frases vagas o ambiguas con la esperanza de que el confesor no se entere de lo que estamos diciendo, nuestra confesión puede ser inválida y hasta sacrílega. Al confesor hay que manifestarle con claridad los pecados cometidos para que él juzgue el estado del alma según el número y gravedad de los pecados confesados.

La absolución exige, cuando se trate de pecados mortales, que el sacerdote comprenda claramente y valore la calidad y el número de los pecados. El confesor debe conocer las posibles circunstancias atenuantes o agravantes, y también las posibles responsabilidades contraídas por ese pecado. También hace falta que el penitente esté en presencia del confesor. No es válida la confesión por teléfono.

Si queda olvidado algún pecado grave, no importa; pecado olvidado, pecado perdonado. Pero si después me acuerdo, tengo que declararlo en otra confesión. Mientras tanto, se puede comulgar. Y no es necesario confesarse únicamente para decirlo, porque ya está perdonado. Pero si la confesión estuvo mal hecha es necesario confesar de nuevo todos esos pecados graves, en otra confesión bien hecha.

En alguna circunstancia excepcional se justifica el callar un pecado grave en la confesión: una vergüenza invencible de decirlo a un determinado confesor, por ejemplo, por la amistad que se tiene con él y no ser posible acudir a otro; si peligra el secreto, porque hay alguien cerca que puede enterarse, y no hay modo de evitarlo (sala de un hospital, confesonario rodeado de gente, etc.). Pero ese pecado grave, ahora lícitamente omitido, hay obligación de manifestarlo en otra confesión.

Si en alguna ocasión quieres confesarte y no encuentras un sacerdote que entienda el español, o tú no puedes hablar, basta que le des a entender el arrepentimiento de tus pecados, por ejemplo, dándote golpes de pecho. Tu gesto basta para que el sacerdote te dé la absolución. Pero estos pecados así perdonados, tienes que manifestarlos la primera vez que te confieses con un sacerdote que entienda el idioma que tú hablas.

Recientemente la Sagrada Congregación de la Fe ha publicado un documento en el que se dan normas sobre la manifestación individual de los pecados en la confesión, y circunstancias en las que puede darse la absolución colectiva: «La confesión individual y completa, seguida de la absolución, es el único modo ordinario mediante el cual los fieles pueden reconciliarse con Dios y con la Iglesia».

«A no ser que una imposibilidad física o moral les dispense de tal confesión».

«Es lícito dar la absolución sacramental a muchos fieles simultáneamente, confesados sólo de un modo genérico, pero convenientemente exhortados al arrepentimiento, cuando visto el número de penitentes, no hubiera a disposición suficientes sacerdotes para escuchar convenientemente la confesión de cada uno en un tiempo razonable, y por consiguiente los penitentes se verían obligados, sin culpa suya, a quedar privados por largo tiempo de la Gracia Sacramental o de la Sagrada Comunión».

Estas condiciones, según algunos, son necesarias para la validez del sacramento, pero los fieles que reciben la absolución colectiva siempre pueden quedar tranquilos, pues Dios suple, ya que ellos pusieron todo de su parte. Hay un principio teológico que dice: «Al que hace lo que está de su parte, Dios no le niega su gracia». Es el Obispo diocesano quien debe juzgar de esta conveniencia. Bien pidiéndole permiso previamente, bien comunicándoselo después, si no hubo tiempo de pedirle antes permiso.

El 18 de noviembre de 1988 la Conferencia Episcopal Española publicó un documento, aprobado por la Santa Sede, en el que declara que hoy en España no existen circunstancias que justifiquen la absolución sacramental general. Y el arzobispo de Oviedo, D. Gabino Díaz Merchán dijo a los sacerdotes del Arciprestazgo de Avilés-Centro que las absoluciones colectivas, sin cumplir las condiciones dadas por la Iglesia, son ilícitas e inválidas. La razón es que el ministro que confecciona el sacramento tiene que tener intención de hacer lo que quiere hacer la Iglesia, y la Iglesia no quiere que se administre el sacramento de la penitencia fuera de las condiciones que ella ha puesto.

Quienes hayan recibido una absolución comunitaria de pecados graves deben después confesarse individualmente antes de recibir de nuevo otra absolución colectiva, y, en todo caso, antes del año, a no ser que, por justa causa, no les sea posible hacerlo.

Los fieles que quieran beneficiarse de la absolución colectiva, por estar debidamente dispuestos, deben manifestar mediante algún signo externo que quieren recibir dicha absolución, por ejemplo, arrodillándose, inclinando la cabeza, etc.

Un caso concreto de aplicación de la absolución colectiva sería en peligro de muerte colectiva e inminente, sin tiempo de oír en confesión a cada uno, por ejemplo, momentos antes de estrellarse un avión averiado

Pecados veniales

Los pecados veniales no es necesario decirlos, pero conviene.

La fiebre, aunque sean sólo unas décimas, es señal de que algo va mal en el organismo. El mal siempre hay que combatirlo, aunque no sea grave. En el hospital declaras al médico no sólo las cosas graves, sino también las leves; no sea que se compliquen. Hazlo así al sacerdote para que cure tu alma.

Además de los pecados graves, hay que decirle al confesor cuántas veces se han cometido, y si hay alguna circunstancia agravante que varíe la especie o malicia del pecado.

El Concilio de Trento dice que «por derecho divino es necesario para el perdón de los pecados en el Sacramento de la Penitencia confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que se acuerde después de un diligente y debido examen, y las circunstancias agravantes que cambian la especie del pecado». No es necesario que cuentes la historia del pecado, pero sí tienes que decir las circunstancias agravantes que varíen la especie o malicia del pecado. Una circunstancia varía la especie o malicia de un pecado, si convierte en grave lo que es leve, o lo opone a distintas virtudes o mandamientos. Por ejemplo: no es lo mismo asesinar a un hombre cualquiera que al propio padre. En el primer caso se peca contra el quinto mandamiento, que manda respetar la vida del prójimo. En el segundo caso se peca, además, contra el cuarto, que manda honrar a nuestros padres.

Las circunstancias pueden cambiar la moralidad de una acción. Nunca las circunstancias pueden hacer buena una acción que de suyo es mala; pero pueden hacer mala una acción que era buena, o hacer peor una acción que ya era de suyo mala. Las circunstancias agravantes de tu pecado tienes que manifestarlas, si al cometerlo advertiste su malicia especial.

También hay circunstancias atenuantes que disminuyen la gravedad del pecado. Por eso no te extrañe que el confesor te pregunte sobre tus pecados; porque debe conocer cuántos y en qué circunstancias cometiste esos pecados que él va a perdonarte. El sacerdote debe ayudarte a hacer una confesión íntegra y a que tu arrepentimiento sea sincero. Debe también darte consejos oportunos e instruirte para que lleves una vida cristiana.

Las principales circunstancias agravantes o atenuantes son:

  • Quién: adulterio, si uno de los dos es casado.
  • Qué: robar mil pesetas o un millón.
  • Cómo: robar con violencia.
  • Cuándo: blasfemar en la misa.
  • Dónde: pecar en público, con escándalo de otros.
  • Porqué: insultar para hacer blasfemar.

Los pecados dudosos no es obligatorio confesarlos, pero conviene hacerlo para más tranquilidad. Los pecados ciertos debes confesarlos como ciertos; y los dudosos, como dudosos. Si confesaste, de buena fe, un pecado grave como dudoso y después descubres que fue cierto, no tienes que acusarte de nuevo, pues la absolución lo perdonó tal como era en realidad. Para que haya obligación de confesar un pecado grave debe constar que ciertamente se ha cometido y ciertamente no se ha confesado.

Al confesor conviene decirle también cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te confesaste. Esto es conveniente decirlo al empezar la confesión.

Hacer una buena confesión evitando los peligros

El que calla voluntariamente en la confesión un pecado grave, hace una mala confesión, no se le perdona ningún pecado, y, además, añade otro pecado terrible, que se llama sacrilegio.

Todas las confesiones siguientes en que se vuelva a callar este pecado voluntariamente, también son sacrílegas. Pero si se olvida, ese pecado queda perdonado, porque pecado olvidado, pecado perdonado. Pero si después uno se acuerda, tiene que manifestarlo diciendo lo que pasó.

Para que haya obligación de confesar un pecado olvidado, hacen falta tres cosas: estar seguro de que:

a) el pecado se cometió ciertamente.

b) que fue ciertamente grave.

c) que ciertamente no se ha confesado.

Si hay duda de alguna de estas tres cosas, no hay obligación de confesarlo. Pero estará mejor hacerlo, manifestando la duda.

Confesión sacrílega

Quien se calla voluntariamente un pecado grave en la confesión, si quiere salvarse, tiene que repetir la confesión entera y decir el pecado que omitió, diciendo que lo hizo dándose cuenta de ello.

Los que han tenido la desgracia de hacer una confesión sacrílega, y desde entonces vienen arrastrando su conciencia, de ninguna manera pueden seguir en ese horrible estado. No desconfíen de la misericordia de Dios. Acudan a un sacerdote prudente, que les acogerá con todo cariño. Bendecirán para siempre el día en que quitaron de su alma ese enorme peso que la atormentaba.

Además, el confesor no se asusta de nada, porque, por el estudio y la práctica que tiene de confesar, conoce ya toda clase de pecados. Es una tontería callar pecados graves en la confesión por vergüenza, porque el confesor no puede decir nada de lo que oye en confesión. Aunque le cueste la vida callar el secreto. Ha habido sacerdotes que han dado su vida antes que faltar al secreto de confesión.

Este secreto, que no admite excepción, se llama sigilo sacramental.

Es pecado ponerse a escuchar confesiones ajenas. Los que, sin querer, se han enterado de una confesión ajena no pecan; pero tienen obligación de guardar secreto. Es curioso que los mismos que ponen dificultades en decir sus pecados al confesor los propagan entre sus amigos, y con frecuencia exagerando fanfarronamente. Lo que pasa es que esas cosas ante sus amigos son hazañas, pero ante el confesor son pecados; y esto es humillante. Por eso para confesarse hay que ser muy sincero. Los que no son sinceros, no se confiesan bien.

Nunca calles voluntariamente un pecado grave, porque tendrás después que sufrir mucho para decirlo, y al fin lo tendrás que decir, y te costará más cuanto más tardes, y si no lo dices, te condenarás. Si tienes un pecado que te da vergüenza confesarlo, te aconsejo que lo digas el primero. Este acto de vencimiento te ayudará a hacer una buena confesión.

El confesor será siempre tu mejor amigo. A él puedes acudir siempre que lo necesites, que con toda seguridad encontrarás cariño y aprecio. Además de perdonarte los pecados, el confesor puede consolarte, orientarte, aconsejarte, etc. Pregúntale las dudas morales que tengas. Pídele los consejos que necesites. Dile todo lo que se te ocurra con confianza. Te guardará el secreto más riguroso.

Los sacerdotes estamos aquí para que los hombres, por nuestro medio, encuentren su salvación en Dios. El perdón de un pecado que, desde el punto de vista sociológico, acaso no tiene gran transcendencia, es en realidad más importante que todo cuanto podamos hacer para mejorar la existencia de los hombres. Hasta Nietzsche, a pesar de su violentísimo anticristianismo, decía que el sacerdote es una víctima sacrificada en bien de la humanidad.

El sacerdote guía a la comunidad cristiana con la predicación de la palabra de Dios, con sus consejos, con sus orientaciones, con su actitud de diálogo, de acogida, de comprensión, con su fidelidad a Jesucristo. El sacerdote es, ante todo, un educador. Dice Juan Pablo II, en su libro Don y Misterio, citando San Pablo, que el sacerdote es administrador de los misterios de Dios: «El sacerdote recibe de Cristo los bienes de la salvación para distribuirlos debidamente entre las personas».

Cuenta el historiador José de Sigüenza hablando de Fray Hernando de Talavera, Primer Arzobispo de Granada, que la reina Isabel la Católica lo llamó para confesarse con él. Era la primera vez que lo hacía con él. Habían preparado dos reclinatorios, pero el obispo se sentó. Le dijo la reina:

– Ambos hemos de estar de rodillas.

Pero el confesor contestó:

– No, Señora. Vuestra Alteza sí debe estar de rodillas, para confesar sus pecados; pero yo he de estar sentado, porque éste es el Tribunal de Dios y yo estoy aquí representándolo.

Calló la reina y se confesó de rodillas. Después dijo:

– Éste es el confesor que yo buscaba.

No sé cómo llegó a mis manos una hoja que decía:

¡Pobre cura!

Si es joven, le falta experiencia. Si es viejo, ya debe retirarse.

Si canta mal, se ríen. Si canta bien, es un vanidoso.

Si se alarga en el sermón, es un pesado. Si es corto, no sabe qué decir.

Si habla en voz alta, regaña. Si lo hace en tono natural, no se le oye.

Si escucha en el confesonario, es un chismoso. Si confiesa aprisa, no escucha.

Si visita a los feligreses, no está nunca en el despacho. Si no lo hace, es arisco.

Si tiene coche, vive como un rico. Si va a pie, es un antiguo.

Si pide ayuda, es un pesetero. Si no arregla la iglesia, es un abandonado.

Y cuando se muera, muchos lo echarán de menos.

Si tienes la desgracia de tropezar con un religioso o con un sacerdote que no vive conforme a su estado, no te alarmes por eso. A veces, se dan caídas incluso en los que tienen más obligación de servir a Dios. Pero por eso no debe vacilar tu fe. Nuestra fe no descansa en ningún hombre, sino en Dios, que nunca falla. Los hombres están sujetos a cambios. El que hoy es bueno, mañana deja de serlo; y viceversa. También entre los doce Apóstoles hubo un Judas traidor. El sacerdote que no cumple bien sus obligaciones, será juzgado por Dios como se merece. Sin embargo, la religión no deja de ser verdad aunque haya sacerdotes débiles, que no vencen sus pasiones. Lo mismo que la Medicina sigue siendo verdad, aunque hubiera médicos toxicómanos.

Hay sacerdotes malos, pero en proporción muchísimo menor que en cualquier otra profesión. Y por otra parte, la virtud en grado elevado se ha dado siempre en el sacerdocio más que en cualquier otra profesión.

Cuando un sacerdote peca, una persona culta piensa: qué heroísmo el de tantos otros sacerdotes que teniendo las mismas inclinaciones y pasiones sin embargo no sucumben.

Es una injusticia generalizar las faltas, que excepcionalmente se dan en un caso aislado, achacándolas a todos los demás sacerdotes. Como si yo, porque conozco a dos de tu pueblo que son unos borrachos, dijera que todos los de allí sois unos borrachos. Sería injusto con vosotros.

Además las faltas en un sacerdote llaman más la atención, precisamente por eso, por lo excepcionales; una mancha de tinta se ve mucho más en un pantalón claro que el «mono» grasiento de un mecánico. Sobre las acusaciones que se oyen contra los curas te recomiendo: «Yo no creo en los curas» de Yanes.

Es una equivocación el mal concepto que muchos tienen de los sacerdotes. Ningún muchacho se hace sacerdote para pasarlo bien. Y se da cuenta de ello en los largos años de estudios sacerdotales, sometido a una disciplina dura y a unas renuncias muy fuertes: como es renunciar a una novia y renunciar a un hogar. Además, los estudios de un sacerdote son tan largos y costosos como los de un médico o los de un ingeniero, y sin embargo la mayoría de los sacerdotes en España ganan el salario mínimo interprofesional. Hoy, en España, el clero vive por lo general peor que la clase media. Sería ridículo que un muchacho pensara en ser sacerdote para pasarlo bien. Los que aspiran al sacerdocio lo hacen para ser ellos mejores y para hacer el mundo mejor. Porque si no hubiera sacerdotes, los de arriba serían peores de lo que son, los de abajo tendrían menos defensores, y tú en lugar de tener este libro entre tus manos quizás tendrías otro para mal de tu alma.

Y si algún sacerdote no te da buen ejemplo, no te guíes por lo que hace, sino por la doctrina de Cristo que te predica. Ya te avisó Cristo: «Haced lo que os dicen, pero no hagáis según sus obras».

Ellos son responsables de sus obras, y darán a Dios estrecha cuenta de ellas; pero tú tendrás que dar a Dios cuenta de las tuyas. El que otro cometa pecados no justifica el que tú también los cometas. Los dos iréis al infierno, si no pedís perdón a Dios.

La confesión, al perdonarnos los pecados, nos devuelve la gracia santificante (o nos la aumenta, si no la habíamos perdido por el pecado grave). Y con la gracia también nos devuelve el derecho al cielo y nos restaura todos los méritos pasados, que habíamos perdido por el pecado grave.

La confesión es un gran beneficio de Dios que debemos saber estimar y aprovechar. Qué sería de nosotros en la otra vida, si no tuviéramos en ésta un medio para alcanzar el perdón de nuestros pecados»

Por eso la Iglesia, que quiere que aseguremos la salvación, manda que nos confesemos por lo menos una vez al año.

La confesión anual es obligatoria. Pero deberíamos confesarnos con frecuencia. Al menos cada mes. Y esto aunque no haya pecados graves, pues la confesión es un sacramento, que nos dará gracia para ser cada vez mejores.

Si no tienes pecados graves, te confiesas de algún venial, que nunca falta. Y aunque ya te dije que los pecados veniales no es obligatorio confesarlos, siempre es conveniente.

Sin embargo, aunque Dios quiere que me confiese a menudo, y a mí me conviene hacerlo, ningún hombre puede forzarme. Ni mis jefes, ni mis amigos, ni mis familiares, ni un sacerdote, ni nadie.

Los otros podrán aconsejarme que me confiese; pero forzarme, no. La confesión tiene que ser libre.

Que me salga de dentro. Porque la estimo y quiero salvarme. Aunque me cueste. Las medicinas no siempre gustan. Si voy a la confesión forzado y sin dolor, la confesión será una comedia. Y esto es un pecado gravísimo. Para que la confesión valga, tiene que haber arrepentimiento. Si en alguna rarísima ocasión alguien te obliga a confesarte, y tú no estás en disposición de ello, antes de hacer una mala confesión, dile al sacerdote que no vas a con intención de confesarte y que te dé la bendición: los demás no notarán nada, y tú no habrás cometido un sacrilegio.

Por muchos pecados que tengas, y por grandes que sean, nunca debes desconfiar de Dios, sino que debes acudir humildemente a Él y pedir el perdón que Él está deseando darte. Dios odia el pecado, pero ama al pecador; y sólo quiere que se convierta y se salve. Todo confesor tiene obligación de confesar a todo aquel que se lo pida razonablemente.

La absolución del sacerdote es el signo eficaz del perdón de Dios y el momento culminante de la celebración del sacramento de la penitencia.

La absolución tiene lugar cuando el sacerdote pronuncia la fórmula sacramental: Yo te absuelvo de tus pecados, al mismo tiempo que traza la señal de la cruz sobre el penitente.

Fuente original: Misioneres del Sagrado Corazón en Perú

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Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones – Mensaje del Papa emérito Benedicto XVI

Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones – Mensaje del Papa emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Con motivo de la 50 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará el 21 de abril de 2013, cuarto domingo de Pascua, quisiera invitaros a reflexionar sobre el tema: «Las vocaciones signo de la esperanza fundada sobre la fe», que se inscribe perfectamente en el contexto del Año de la Fe y en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. El siervo de Dios Pablo VI, durante la Asamblea conciliar, instituyó esta Jornada de invocación unánime a Dios Padre para que continúe enviando obreros a su Iglesia (cf. Mt 9,38). «El problema del número suficiente de sacerdotes –subrayó entonces el Pontífice– afecta de cerca a todos los fieles, no sólo porque de él depende el futuro religioso de la sociedad cristiana, sino también porque este problema es el índice justo e inexorable de la vitalidad de fe y amor de cada comunidad parroquial y diocesana, y testimonio de la salud moral de las familias cristianas. Donde son numerosas las vocaciones al estado eclesiástico y religioso, se vive generosamente de acuerdo con el Evangelio» (Pablo VI, Radiomensaje, 11 abril 1964).

En estos decenios, las diversas comunidades eclesiales extendidas por todo el mundo se han encontrado espiritualmente unidas cada año, en el cuarto domingo de Pascua, para implorar a Dios el don de santas vocaciones y proponer a la reflexión común la urgencia de la respuesta a la llamada divina. Esta significativa cita anual ha favorecido, en efecto, un fuerte empeño por situar cada vez más en el centro de la espiritualidad, de la acción pastoral y de la oración de los fieles, la importancia de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

La esperanza es espera de algo positivo para el futuro, pero que, al mismo tiempo, sostiene nuestro presente, marcado frecuentemente por insatisfacciones y fracasos. ¿Dónde se funda nuestra esperanza? Contemplando la historia del pueblo de Israel narrada en el Antiguo Testamento, vemos cómo, también en los momentos de mayor dificultad como los del Exilio, aparece un elemento constante, subrayado particularmente por los profetas: la memoria de las promesas hechas por Dios a los Patriarcas; memoria que lleva a imitar la actitud ejemplar de Abrahán, el cual, recuerda el Apóstol Pablo, «apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia» (Rm 4,18). Una verdad consoladora e iluminante que sobresale a lo largo de toda la historia de la salvación es, por tanto, la fidelidad de Dios a la alianza, a la cual se ha comprometido y que ha renovado cada vez que el hombre la ha quebrantado con la infidelidad y con el pecado, desde el tiempo del diluvio (cf. Gn 8,21-22), al del éxodo y el camino por el desierto (cf. Dt 9,7); fidelidad de Dios que ha venido a sellar la nueva y eterna alianza con el hombre, mediante la sangre de su Hijo, muerto y resucitado para nuestra salvación.

En todo momento, sobre todo en aquellos más difíciles, la fidelidad del Señor, auténtica fuerza motriz de la historia de la salvación, es la que siempre hace vibrar los corazones de los hombres y de las mujeres, confirmándolos en la esperanza de alcanzar un día la «Tierra prometida». Aquí está el fundamento seguro de toda esperanza: Dios no nos deja nunca solos y es fiel a la palabra dada. Por este motivo, en toda situación gozosa o desfavorable, podemos nutrir una sólida esperanza y rezar con el salmista: «Descansa sólo Dios, alma mía, porque él es mi esperanza» (Sal 62,6). Tener esperanza equivale, pues, a confiar en el Dios fiel, que mantiene las promesas de la alianza. Fe y esperanza están, por tanto, estrechamente unidas. De hecho, «»esperanza», es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras «fe» y «esperanza» parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la «plenitud de la fe» (10,22) con la «firme confesión de la esperanza» (10,23). También cuando la Primera Carta de Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una respuesta sobre el logos –el sentido y la razón– de su esperanza (cf. 3,15), «esperanza» equivale a «fe»» (Enc. Spe salvi, 2).

Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué consiste la fidelidad de Dios en la que se puede confiar con firme esperanza? En su amor. Él, que es Padre, vuelca en nuestro yo más profundo su amor, mediante el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5). Y este amor, que se ha manifestado plenamente en Jesucristo, interpela a nuestra existencia, pide una respuesta sobre aquello que cada uno quiere hacer de su propia vida, sobre cuánto está dispuesto a empeñarse para realizarla plenamente. El amor de Dios sigue, en ocasiones, caminos impensables, pero alcanza siempre a aquellos que se dejan encontrar. La esperanza se alimenta, por tanto, de esta certeza: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Y este amor exigente, profundo, que va más allá de lo superficial, nos alienta, nos hace esperar en el camino de la vida y en el futuro, nos hace tener confianza en nosotros mismos, en la historia y en los demás. Quisiera dirigirme de modo particular a vosotros jóvenes y repetiros: «¿Qué sería vuestra vida sin este amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el fin de los tiempos, cuando llevará a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza!» (Discurso a los jóvenes de la diócesis de San Marino-Montefeltro, 19 junio 2011).

Como sucedió en el curso de su existencia terrena, también hoy Jesús, el Resucitado, pasa a través de los caminos de nuestra vida, y nos ve inmersos en nuestras actividades, con nuestros deseos y nuestras necesidades. Precisamente en el devenir cotidiano sigue dirigiéndonos su palabra; nos llama a realizar nuestra vida con él, el único capaz de apagar nuestra sed de esperanza. Él, que vive en la comunidad de discípulos que es la Iglesia, también hoy llama a seguirlo. Y esta llamada puede llegar en cualquier momento. También ahora Jesús repite: «Ven y sígueme» (Mc 10,21). Para responder a esta invitación es necesario dejar de elegir por sí mismo el propio camino. Seguirlo significa sumergir la propia voluntad en la voluntad de Jesús, darle verdaderamente la precedencia, ponerlo en primer lugar frente a todo lo que forma parte de nuestra vida: la familia, el trabajo, los intereses personales, nosotros mismos. Significa entregar la propia vida a él, vivir con él en profunda intimidad, entrar a través de él en comunión con el Padre y con el Espíritu Santo y, en consecuencia, con los hermanos y hermanas. Esta comunión de vida con Jesús es el «lugar» privilegiado donde se experimenta la esperanza y donde la vida será libre y plena.

Las vocaciones sacerdotales y religiosas nacen de la experiencia del encuentro personal con Cristo, del diálogo sincero y confiado con él, para entrar en su voluntad. Es necesario, pues, crecer en la experiencia de fe, entendida como relación profunda con Jesús, como escucha interior de su voz, que resuena dentro de nosotros. Este itinerario, que hace capaz de acoger la llamada de Dios, tiene lugar dentro de las comunidades cristianas que viven un intenso clima de fe, un generoso testimonio de adhesión al Evangelio, una pasión misionera que induce al don total de sí mismo por el Reino de Dios, alimentado por la participación en los sacramentos, en particular la Eucaristía, y por una fervorosa vida de oración. Esta última «debe ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente» (Enc. Spe salvi, 34).

La oración constante y profunda hace crecer la fe de la comunidad cristiana, en la certeza siempre renovada de que Dios nunca abandona a su pueblo y lo sostiene suscitando vocaciones especiales, al sacerdocio y a la vida consagrada, para que sean signos de esperanza para el mundo. En efecto, los presbíteros y los religiosos están llamados a darse de modo incondicional al Pueblo de Dios, en un servicio de amor al Evangelio y a la Iglesia, un servicio a aquella firme esperanza que sólo la apertura al horizonte de Dios puede dar. Por tanto, ellos, con el testimonio de su fe y con su fervor apostólico, pueden transmitir, en particular a las nuevas generaciones, el vivo deseo de responder generosamente y sin demora a Cristo que llama a seguirlo más de cerca. La respuesta a la llamada divina por parte de un discípulo de Jesús para dedicarse al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada, se manifiesta como uno de los frutos más maduros de la comunidad cristiana, que ayuda a mirar con particular confianza y esperanza al futuro de la Iglesia y a su tarea de evangelización. Esta tarea necesita siempre de nuevos obreros para la predicación del Evangelio, para la celebración de la Eucaristía y para el sacramento de la reconciliación. Por eso, que no falten sacerdotes celosos, que sepan acompañar a los jóvenes como «compañeros de viaje» para ayudarles a reconocer, en el camino a veces tortuoso y oscuro de la vida, a Cristo, camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6); para proponerles con valentía evangélica la belleza del servicio a Dios, a la comunidad cristiana y a los hermanos. Sacerdotes que muestren la fecundidad de una tarea entusiasmante, que confiere un sentido de plenitud a la propia existencia, por estar fundada sobre la fe en Aquel que nos ha amado en primer lugar (cf. 1Jn 4,19). Igualmente, deseo que los jóvenes, en medio de tantas propuestas superficiales y efímeras, sepan cultivar la atracción hacia los valores, las altas metas, las opciones radicales, para un servicio a los demás siguiendo las huellas de Jesús. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de seguirlo y de recorrer con intrepidez los exigentes senderos de la caridad y del compromiso generoso. Así seréis felices de servir, seréis testigos de aquel gozo que el mundo no puede dar, seréis llamas vivas de un amor infinito y eterno, aprenderéis a «dar razón de vuestra esperanza» (1 P 3,15).

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Fuente original: Página web de la Santa Sede

Vaticano, 6 de octubre de 2012

Santo Padre Emérito Benedicot XVI

¡Colorea religiosos!

¡Colorea religiosos!

Con motivo de la próxima Jornada Mundial de la Oración por las Vocaciones el domingo 21 de abril, os ofrecemos las siguientes láminas para que los más pequeños de la familia se diviertan coloreando religiosos.

Podéis acceder a las láminas pulsando los enlaces de texto o las imágenes.

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¡Colorea religiosos!

Religioso 1

Religioso 2

Religioso 1 Religioso 2

Religioso 3

Religioso 4

Religioso 3 Religioso 4

Religioso 5

Religioso 6

Religioso 5 Religioso 6

Religioso 7

Religioso 8

Religioso 7

Religioso 8


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San Jorge de Capadocia – Biografía

San Jorge de Capadocia – Biografía

Con motivo del día de san Jorge de Capadocia, patrón de las Comunidades de Aragón y de Castilla y León, el día 23 de abril, os presentamos su biografía..

Leyenda

En la Edad Media fue inmensa su popularidad que fue causa de su veneración incluso entre los musulmanes. El origen de la leyenda de san Jorge data del siglo IV. Nació en una familia cristiana de finales del siglo III. Su padre Geroncio, de Capadocia, era oficial en el ejército romano. Su madre Policromía quedó viuda y regresó con su joven hijo a su ciudad natal, Lydda, luego Diospolis, y en la actualidad Lod, en Israel. Dio una buena educación a su hijo, que al llegar a la mayoría de edad se alistó en el ejército, la carrera de su padre. Ascendió muy pronto de grado, y llegó a ser tribuno y comes y destinado a Nicomedia como miembro de la guardia personal del emperador romano Diocleciano.

ersecución de los cristianos

En 303, Diocleciano decretó la persecución cruel de los cristianos en todo el imperio, que fue continuada por Galerio. San Jorge recibió órdenes de participar en la persecución, pero prefirió profesar su religión y se atrevió a criticar la decisión del emperador, por lo que Diocleciano reaccionó ordenando la tortura y ejecución del traidor. Tras diversos tormentos, Jorge fue decapitado frente a las murallas de Nicomedia el 23 de abril del 303. Su ejemplo facilitó a los testigos de sus sufrimientos convencer a la emperatriz Alejandra y a una sacerdotisa pagana para que se convirtieran al cristianismo, y fueron también martirizadas como san Jorge, cuyo cuerpo fue enterrado en Lydda.

Su veneración como mártir

Su biografía es dudosa. Pero su veneración como mártir comenzó muy pronto. Se tienen noticias de peregrinos de una iglesia construida en su honor en Dióspolis, la antigua Lydda, en el reinado de Constantino I, que se convirtió en el centro del culto oriental a san Jorge. El archidiácono y bibliotecario Teodosio relata que Diospolis era el centro del culto de san Jorge. Un peregrino de Piacenza afirma lo mismo hacia el 570. Aquella iglesia fue destruida y más tarde reconstruida por los cruzados. En el 1191 y durante la Tercera Cruzada (1189-1192), fue destruida otra vez por las fuerzas de Saladino. Una nueva iglesia fue erigida en 1872 y aún se mantiene en pie. En el siglo IV su veneración se extendió desde Palestina al resto del Imperio Romano de Oriente. En el siglo V su popularidad llegó a la parte occidental del imperio. Fue canonizado en 494 por el papa Gelasio I.

El Palimpsesto

El texto más antiguo sobre la vida del santo se encuentra en el Acta Sanctórum, identificado por estudiosos como un palimpsesto del siglo V. El abad irlandés Adomnanus, de la abadía de la isla de Iona, relata algunas leyendas orientales de san Jorge recogidas por el obispo galo Arkulf recogidas en su peregrinaje a Tierra Santa en el año 680. En los comienzos del Islam, a través del sincretismo religioso y cultural, san Jorge fue unido al profeta judío Elías, al predicador judío samaritano Pineas y al santo islámico al-Hadr para formar una figura religiosa que era y es todavía venerada en las tres grandes religiones monoteístas.

Protección de san Jorge a la Corona de Aragón

En 1096, en Alcoraz, cerca de Huesca, las huestes del rey Sancho Ramírez de Aragón asediaban la ciudad musulmana. Tras recibir ayuda desde Zaragoza, los asediados consiguieron matar al rey, pero perdieron la batalla de Alcoraz, gracias a la aparición de San Jorge. Más tarde el rey Pedro I de Aragón conquistó Huesca habiendo invocado la ayuda del santo.

Leyendas

A partir del siglo XIII surgen otras leyendas y apariciones en el reino. Jaime I el Conquistador cuenta que en la conquista de Valencia se apareció el santo. así lo testifica el monarca: «Se apareció san Jorge con muchos caballeros del paraíso, que ayudaron a vencer en la batalla, en la que no murió cristiano alguno. El mismo rey Jaime cuenta que en la conquista de Mallorca «según le contaron los sarracenos, éstos vieron entrar primero a caballo a un caballero blanco con armas blancas», que él rey identificó con san Jorge. El patrocinio de san Jorge sobre los reyes de Aragón y, sobre toda la Corona de Aragón se reconoce oficialmente en el siglo XV con la creación de una festividad. El santo es muy venerado en Alcoy, Banyeres, Benejama y Bocairente del Reino de Valencia, en cuyas ciudades celebran en su honor las célebres fiestas patronales de «moros y cristianos».

En 1969, el papa Pablo VI sacó a san Jorge del santoral de la iglesia católica, aunque lo mantuvo a nivel opcional, pero no por eso su devoción ha decaído.

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Fuente original: www.ciberia.es