por Hermano Roque Miguel Vernaz | 21 Ene, 2014 | Primera comunión Dinámicas
Con motivo de la fiesta de la conversión de san Pablo, os presentamos estos textos y dibujos que exponen la vida completa de este «pilar» fundamental de la cristiandad.
Que disfrutéis con las maravillosas ilustraciones y textos del Hermano Roque Miguel Vernaz, religioso de la Congregación de los Cooperadores Parroquiales de Cristo Rey.
Nota: podéis obtener las imágenes en tamaño grande pulsando directamente sobre el título o la imagen de cada capítulo.
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La conversión (Hch 9)
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San Pablo era un celoso fariseo llamado Saulo que, no habiendo comprendido la doctrina de Cristo, tenía a los cristianos por herejes que había que exterminar. Jesucristo había dicho: «Llegará el tiempo en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios» (Jn 16). Y Pablo era uno de esos que, celoso de la religión judía, perseguía a muerte a los cristianos por todas partes.
Un día se presentó al príncipe de los sacerdotes y le pidió cartas para Damasco, dirigidas a los jefes de las sinagogas, para traer presos a Jerusalén a cuantos hombres y mujeres hallase de la secta de Jesús. Cuando ya llevaba de camino más de doscientos kilómetros y ya estaba cerca de la ciudad de Damasco, sucedió algo así como un rayo que cayó a sus pies y le envolvió con su resplandor. Cayendo en tierra mientras oía una tremenda voz que le decía: «¡Saulo! ¡Saulo! ¿Por qué me persigues?» Él oyó la voz, pero no veía nada, pues el resplandor le había dejado ciego. Y contestó: «¿Quién eres Tú, Señor?» Y el Señor le dijo: «Yo soy Jesús a quien tú persigues; dura cosa es para ti el dar coces contra el aguijón». Él, entonces, temblando y despavorido, dijo: «Señor, ¿qué quieres que haga?» Y el Señor le respondió: «Levántate y entra en la ciudad, donde se te dirá lo que debes hacer».
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El nuevo Apóstol (Hch 9)
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En Damasco había un santo varón llamado Ananías, al cual le habló el Señor en una visión y le dijo: «Ananías, levántate y vete a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas a un hombre de Tarso, llamado Saulo, que ahora está en oración». Respondió Ananías: «Señor, he oído decir a muchos que ese hombre ha hecho mucho daño a todos los cristianos de Jerusalén y que ha venido aquí con poderes de los príncipes de los sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre». «Vete a encontrarle, añadió el Señor, porque ese mismo es ya un instrumento elegido por Mí para llevar mi nombre a todas las naciones». Marchó Ananías y entrando en la casa que le había dicho el Señor, encontró allí a Saulo e imponiéndole las manos, le dijo: «Saulo, hermano, el Señor Jesús que se te apareció en el camino, me ha enviado para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo». Al momento cayeron de sus ojos unas como escamas, y recobró la vista, y levantándose fue bautizado. Y habiendo tomado aliento, recobró sus fuerzas, y estuvo algunos días con los discípulos que habitaban en Damasco. Después empezó a predicar en las sinagogas diciendo que Jesús es el Hijo de Dios; pero los otros discípulos no se fiaban de él, porque sabían que había encarcelado a muchos en Jerusalén y había ido a Damasco con el mismo propósito.
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Huye por la muralla metido en un canasto (Hch 9)
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Todos los que le oían estaban pasmados, y decían: «Pues ¿no es éste aquel que con tanto furor perseguía a los cristianos en Jerusalén y que vino acá con el propósito de llevarnos presos?» Pablo, empero, cada día cobraba nuevo rigor y esfuerzo, y confundía a los judíos que habitaban en Damasco, demostrándoles que Jesús era el Cristo.
Mucho tiempo después, los judíos se conjuraron de mancomún para quitarle la vida. Advirtieron a Pablo de lo que tramaban contra él; y ellos, a fin de salir con su intento de matarle, tenían puestos centinelas día y noche a las puertas de la ciudad: En vista de Io cual los discípulos, tomándole una noche, le descolgaron por el muro metido en un canasto.
Así que llegó de nuevo a Jerusalén, procuraba unirse con los discípulos, mas todos huían de él, no creyendo que se hubiera hecho cristiano, ya que sabían con cuánta saña los había perseguido anteriormente. Por fin, Bernabé lo presentó a los Apóstoles y les contó la milagrosa conversión cuando en el camino de Damasco se le apareció el Señor, y las palabras que le había dicho, y con cuánta firmeza y valentía había procedido en Damasco predicando en el Nombre de Jesús. Y con esto ya lo aceptaron.
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Pablo y Bernabé son tenidos por dioses (Hch 14)
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Cuando los Apóstoles llegaron a Listra, se encontraron allí con un hombre paralítico que nunca habla andado y ni siquiera podía ponerse en pie, por lo que siempre estaba sentado. Habiendo oído predicar a Pablo, creyó que podría curarle, y el Apóstol al ver su fe le dijo en alta voz: «Levántate y mantente de pie, derecho sobre tus piernas». El, al instante, dando un salto se puso a andar. Las gentes, viendo lo que Pablo acababa de hacer, se pusieron a gritar diciendo: «Estos no son hombres, sino que son dioses que han bajado en figura de hombres». A Bernabé le daban el nombre de Júpiter, y a Pablo el de Mercurio. El sacerdote de Júpiter, trayendo toros adornados con guirnaldas delante de la puerta, junto con todo el pueblo, intentaba ofrecerles sacrificios. Apenas se dieron cuenta de ello Pablo y Bernabé, rasgando sus vestidos, rompieron por medio del gentío, clamando: «Hombres, ¿qué es lo que hacen? Nosotros no somos dioses, sino hombres mortales como vosotros, que venimos a decirles que dejen todas esas deidades y se conviertan al Dios vivo, que creó el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto existe»… Pero, por más que les decían, ellos querían adorarlos y ofrecerles sacrificios, creyendo que quienes tales portentos hacían no podían ser hombres sino dioses.
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La adivina (Hch 16)
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Sucedió que una esclava jovencita estaba poseída de un espíritu de adivinación, la cual, haciendo de adivina, conseguía para sus amos muchas ganancias. Cuando Pablo y Silas pasaban a la oración, la muchacha los seguía detrás gritando: «Estos hombres son siervos del Dios Altísimo que os anuncian el camino de la salvación». Y así continuó tras ellos por espacio de varios días…
Cansados los apóstoles de oírla todos los días, un día se volvió Pablo hacia ella y le dijo al demonio que tenía dentro: «Yo te mando, en nombre de Jesucristo, que salgas de esta muchacha». En aquel momento la dejó el demonio y se puso bien. Pero sus amos, al ver que se les había acabado el negocio de lo que ganaban con sus adivinanzas, se enfadaron y armaron un gran alboroto en la ciudad diciendo que aquellos hombres estaban enseñando doctrinas extrañas contrarias a sus leyes y tradiciones. La plebe acudió formando gran alboroto y los magistrados mandaron que los azotasen y luego los encarcelasen bien seguros. El carcelero al recibir esta orden los metió en un profundo calabozo, con los pies sujetos al cepo para mayor seguridad.
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Aprende y colorea la vida de san Pablo (I)
Aprende y colorea la vida de san Pablo (II)
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Las ilustraciones y los textos son autoría del Hermano Roque Miguel Vernaz, religioso de la Congregación de los Cooperadores Parroquiales de Cristo Rey.
por CeF | Fuentes varias | 20 Ene, 2014 | Postcomunión Vida de los Santos
Sebastián era hijo de familia militar y noble, oriundo de Milán (263). Fue tribuno de la primera cohorte de la guardia pretoriana en la que era respetado por todos y muy apreciado por el Emperador, que desconocía su cualidad de cristiano.
Cumplía con la disciplina militar, pero no participaba en los sacrificios idolátricos. Como buen cristiano, no solo ejercitaba el apostolado entre sus compañeros sino que también visitaba y alentaba a los cristianos encarcelados por causa de Cristo.
Fue a partir del encarcelamiento de dos jóvenes, Marco y Marceliano, cuando Sebastián empezó a ser reconocido públicamente como cristiano. Los dos jóvenes fueron arrestados y les fue concedido un plazo de treinta días para renegar de su fe en Dios o seguir creyendo en Él. Sebastián, enterado de la situación, bajó a los calabozos para dar palabras de ánimo a los muchachos. A partir de ese momento, se produjeron muchas conversiones y, como terrible consecuencia, martirios, entre ellos el de los dos muchachos encarcelados, Marco y Marceliano. (Esta historia la tienes más ampliada en este artículo.)
Martirio de San Sebastián
Debido a todo esto, el Papa San Cayo le nombró defensor de la Iglesia. Sin embargo, el Emperador Diocleciano también se enteró de que Sebastián era cristiano y mandó arrestarlo. Sebastián fue apresado en el momento en que enterraba a otros mártires, conocidos como los «Cuatro Coronados». Fue llevado ante Diocleciano que le dijo: «Yo te he tenido siempre entre los mejores de mi palacio y tú has obrado en la sombra contra mí, injuriando a los dioses».
San Sebastián no se amedrentó con estas palabras y reafirmó nuevamente su fe en Jesucristo. La pena ordenada por el Emperador era que Sebastián fuera atado y cubierto de flechas en zonas no vitales del cuerpo humano, de forma que no muriera directamente por los flechazos, sino que falleciera al cabo de un tiempo, desangrado, entre grandes y largos dolores. Los soldados, cumpliendo las órdenes del Emperador, lo llevaron al estadio, lo desnudaron, lo ataron a un árbol y lanzaron sobre él una lluvia de saetas. Cuando acabaron su misión y vieron que Sebastián ya estaba casi muerto, dejaron el cuerpo inerte del santo acribillado por las flechas. Sin embargo, sus amigos que estaban al acecho, se acercaron, y al verlo todavía con vida, lo llevaron a casa de una noble cristiana romana, llamada Irene, que lo mantuvo escondido en su casa y le curó las heridas hasta que quedó sano.
Cuando Sebastián estuvo nuevamente restablecido, sus amigos le aconsejaron que se ausentara de Roma, pero el santo se negó rotundamente pues su corazón ardoroso del amor de Cristo, impedía que él no continuase anunciando a su Señor. Volvió a presentarse con valentía ante el Emperador, cuando éste se encontraba en plena ofrenda a un dios, quedando desconcertado porque lo daba por muerto, momento que Sebastián aprovechó para arremeter con fuerza contra él y sus creencias. Maximiano ordenó que lo azotaran hasta morir (año 304), y esta vez, los soldados se aseguraron bien de cumplir sin errores la misión.
El cuerpo sin vida de San Sebastián fue recogido por los fieles cristianos y sepultado en la en un cementerio subterráneo de la Vía Apia romana, que hoy lleva el nombre de Catacumba de San Sebastián.
Aparece atestiguado en la Depositio Martyrum o deposición de los mártires de la Iglesia Romana, que nos dice que San Sebastián está enterrado en el cementerio Ad Catacumbas. Nos dan fe de su culto el Calendario de Cartago y el Sacramentario Gelasiano y Gregoriano, así como diversos Itinerarios. Concretamente el Calendario jeronimiano especifica más el lugar de su sepulcro: en una galería subterránea, junto a la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo. Durante la peste de Roma (680) fue invocada su protección particular y desde entonces la Iglesia Universal ve en él al abogado especial contra la peste y en general se le considera como gran defensor de la Iglesia.
San Sebastián en el arte
La iconografía de San Sebastián es amplísima. La representación más antigua data del siglo V, descubierta en la cripta San Cecilia, en la catacumba de San Calixto. A partir del Renacimiento los artistas lo representan como soldado, generalmente semidesnudo atado a un árbol y erizado de flechas. Por ser uno de los santos más reproducidos por el arte es conocido como el Apolo cristiano.
San Ambrosio, en el siglo IV, nos da un testimonio sobre él: «aprovechemos el ejemplo del mártir San Sebastián, cuya fiesta celebramos hoy. Era oriundo de Milán y marchó a Roma en tiempo en que la fe sufría allí persecución tremenda. Allí padeció, esto es, allí fue coronado».
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Otras fuentes en la red
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Recursos audiovisuales
San Sebastián, mártir, por Encarni Llamas en DiócesisTV
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Himno a San Sebastián, patrono de Purranque (Chile)
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por Anécdotas y catequesis | 20 Ene, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
Sebastián nació en la ciudad de Narbona, siendo su padre originario del Languedoc, en la Galia, y su madre, de Milán. En esta última ciudad recibió educación esmerada en la religión cristiana, que ya profesaban sus padres.
Desde joven sintió inclinación por la vida militar. Su dulzura, su prudencia, su apacible genio, su generosidad y otras bellas cualidades que poseía hicieron que pronto fuera conocido en la Corte imperial. Alcanzó el grado de centurión o capitán de cohorte de la guardia pretoriana, rango que normalmente sólo se concedía a personas de ilustre prosapia.
Fortaleza en la fe
Sebastián fue un cristiano fervoroso, pero no iba proclamando su condición cristiana, sino que procedió con un sentido muy exacto de la discreción, que le permitió intervenir en favor de sus hermanos en la fe, necesitados de su auxilio siempre oportuno. De esta forma pudo socorrer y alentar a los cristianos perseguidos y a los que estaban en los calabozos. En este quehacer empleó muchas de sus energías y bienes, sin perdonar trabajos ni fatigas.
Mantuvo a muchos que titubeaban en los tormentos y fortaleció a no pocos que flaqueaban a la vista de los suplicios. Era apóstol de los confesores y de los mártires.
Cuando fueron apresados los hermanos Marcos y Marcelino a causa de su fe católica, y después de haber soportado heroicamente la tortura, iban a ser degollados, he aquí que su padre Tranquilino y su madre Marcia, ambos gentiles, acompañados de las mujeres e hijos de los confesores de la fe en Cristo, se echaron a los pies de Cromacio, prefecto de Roma, y con ruegos y lágrimas obtuvieron de él que aplazase la ejecución por espacio de un mes.
Durante este período de tiempo aquellos familiares de los dos hermanos pusieron todos los medios para que Marcos y Marcelino renegasen de la fe cristiana y de esta forma conservar la vida. Éstos vacilaron ante tantas súplicas y gemidos de sus seres más queridos. Lo advirtió enseguida Sebastián que los visitaba con frecuencia, y consiguió de Dios sostener los ánimos de los dos hermanos que ya comenzaban a flaquear. Y además convirtió a la fe cristiana a Nicóstrato, oficial de Cromacio, y a su mujer Zoé, a Claudio, alcaide de la cárcel, a sesenta y cuatro presos, lo que es más admirable, al padre, a la madre, a los hijos y a las mujeres de Marcos y Marcelino.
Conversiones
Tan admirables conversiones no se produjeron sin milagro. Zoé que estaba muda desde hacía ya bastante tiempo, recobró el uso de la lengua cuando Sebastián hizo la señal de la cruz sobre su boca. Los neófitos que padecían alguna enfermedad o indisposición corporal, recibieron la salud del cuerpo al mismo tiempo que por el bautismo lograban la del alma.
Pero el mayor de todos los prodigios fue la conversión de Cromacio. Éste mandó llamar a Tranquilino para saber si sus hijos se habían dejado persuadir de sus súplicas y lágrimas. Sorpresa grande se llevó cuando supo que el mismo Tranquilino se había hecho cristiano.
—Mis hijos son dichosos, y yo también lo soy desde que Dios me abrió los ojos del alma para conocer la verdad y la santidad de la religión cristiana, fuera de la cual no hay salvación, dijo Tranquilino.
—¿Con qué tú también al cabo de tus años te has vuelto loco?, le interrumpió Cromacio.
—No, señor, antes bien nunca tuve entendimiento ni juicio hasta que logré la dicha de ser cristiano. Porque no hay mayor locura que preferir, como yo lo había hecho aquí, y como tú lo estás haciendo el día de hoy, el error a la verdad, y la muerte eterna a una vida de felicidad sin fin, respondió el anciano.
—Y ¿te atreverás a probarme concluyentemente la verdad de la religión cristiana?, le preguntó el prefecto.
—Sí, con tal que quieras prestar oídos dóciles y humildes a las palabras de Sebastián y mías.
La conversación no duró mucho. Cromacio convencido pidió a Sebastián que le curase de una dolencia que padecía, pues tenía noticias de las curaciones milagrosas de Tranquilino, de Zoé y de otros que habían recibido el bautismo. Sebastián le puso tres condiciones: la fe, el bautismo y destruir todos los ídolos de su jardín y de su palacio.
Cromacio aceptó. Se convirtió, y con él, toda su familia. Y también cuatrocientos esclavos suyos recibieron el bautismo y fueron puestos en libertad. Destruyó más de doscientos ídolos. Pero no se curó. Al quejarse a Sebastián, éste le preguntó: ¿Pero has destruido todos los ídolos? Cromacio respondió afirmativamente. Entonces Sebastián le dijo: Sin embargo, has conservado un amuleto de cristal que aprecias mucho y es muy valioso: por eso Dios no te ha concedido la curación.
Poco después, Cromacio rompió el amuleto y quedó curado de su dolencia.
Doble martirio
Días después, la persecución contra los cristianos se hizo más intensa. Se vio la conveniencia que Cromacio, después de haber renunciado al cargo público que tenía, se retirase a la campiña, donde su casa sería asilo de los fieles perseguidos. Todos los cristianos persuadían a Sebastián que también se fuese de Roma, pero él prefirió quedarse en Roma para animar y socorrer a los muchos fieles que estaban en las cárceles. El papa Cayo le dijo estas palabras: Quédate en buena hora, hijo mío, en el campo de batalla; y en traje de oficial del Emperador sé glorioso defensor de la Iglesia de Jesucristo.
Pronto se vio cuán necesaria era su presencia para el socorro y aliento de los mártires. En muy poco tiempo dieron su vida por Cristo: Zoé, Tranquilino, Nicóstrato, su hermano Castor, Claudio, el alcaide de la cárcel, su hijo Sinforiano, y su hermano Victoriano, el hijo de Cromacio ‑Tiburcio‑, Castulo, Marcos y Marcelino.
Sebastián se mantuvo en su lugar, pero cuando los hechos no pregonados, pero tampoco ocultados, terminaron por levantar sospechas sobre su condición, la misma discreción con que supo siempre actuar le forzó a confesar con sus palabras lo que con sus gestos hacía tiempo que profesaba.
Un infeliz apóstata dio parte al sucesor de Cromacio en la Prefectura de Roma de la condición cristiana de Sebastián. Y que era él el que convertía a los gentiles, y el que mantenía en la fe a los cristianos. El Prefecto no se atrevió a arrestarle, por el elevado empleo que ocupaba en la Corte, hasta dar parte al Emperador, informándole de la religión y del celo ardiente del primer capitán de sus guardias.
Asombrado Maximiano, mandó traer a su presencia a Sebastián, y con expresión violenta le recriminó su ingratitud por haber intentando atraer la cólera de los dioses contra el Emperador y contra el Imperio, introduciendo hasta en la misma casa imperial una creencia tan perniciosa al Estado.
Sebastián, con tranquila dignidad y con el mayor respeto, confiesa su fe en Cristo. Y a continuación dijo que a su modo de entender no podía hacer servicio más importante al Emperador y al Imperio que adorar a un solo Dios verdadero; y que estaba tan distante de faltar a su deber por el culto que rendía a Jesucristo, que antes bien nada podía ser tan ventajoso al Príncipe y al Estado como tener vasallos fieles que, menospreciando a los dioses falsos, hiciesen oración incesantemente al Creador del universo por la salud del Emperador y del Imperio.
Las palabras de inocencia y honradez que pronunció Sebastián son completamente inútiles. Irritado el Emperador mandó al instante, sin otra forma de proceso, que Sebastián fuese asaeteado por los mismos soldados de la guardia. Aun así, el capitán de la guardia pretoriana agradeció al que le había delatado la oportunidad que le brindaba de morir por Cristo.
Para cumplir la sentencia del César condujeron a Sebastián al estadio del Monte Palatino. Allí fue asaeteado por sus mismos soldados. Dándolo por muerto, es abandonado atado al árbol del suplicio. Los cristianos van a recoger su cuerpo y descubren con admiración y gozo que aún tiene vida. Una ilustre romana, la matrona Irene, viuda del mártir Castulo, lo oculta en su casa y cuida de sus heridas hasta que se restablece plenamente.
Una vez restablecido, Sebastián -conocedor ahora en carne propia de las inmensas dificultades y atroces tormentos a que son sometidos los cristianos, sin amilanarse lo más mínimo, se siente llamado a dar una prueba más de reciedumbre y entereza cristianas- fue a buscar al Emperador, y en el lugar llamado Mirador de Heliogábalo, comparece espontáneamente ante él para interceder a favor de los cristianos.
—¿Es posible, señor, que eternamente os habéis de dejar engañar de los artificios y de las calumnias que perpetuamente se están inventando contra los pobres cristianos? Tan lejos están, gran príncipe, de ser enemigos del Estado, que no tenéis otros vasallos más fieles y que a solas sus oraciones sois deudor de todas vuestras prosperidades, le dice con valor y respeto.
Atónito Maximiano al ver y al oír hablar a un hombre que ya tenía por muerto, le pregunta:
—¿Eres tú aquél mismo Sebastián a quien yo mandé quitar la vida, condenándole a que fuese asaeteado?
Y ésta fue la respuesta del antiguo capitán de la guardia pretoriana:
—Sí, señor, el mismo Sebastián soy; y mi Señor Jesucristo me conservó la misma vida, para que en presencia de todo este pueblo viniese ahora a dar público testimonio de la impiedad y de la injusticia que cometéis persiguiendo con tanto furor a los cristianos.
El Emperador reacciona coléricamente ordenando que fuese allí mismo apaleado hasta que muriese. Orden que cumplida al momento. Este segundo y definitivo martirio tuvo lugar en el año 304.
Veneración al santo mártir
Queriendo los paganos impedir que se diese sepultura al cuerpo del mártir que Dios lo distinguió con el mérito de un doble martirio, lo arrojaron a una cloaca de la ciudad. El cuerpo quedó milagrosamente suspendido de un garfio, sin caer al fondo ni ser arrastrado por las aguas negras. El mismo Sebastián se apareció aquella misma noche a una dama virtuosa, llamada Lucina, para que recogiera su cuerpo.
Lucina recuperó aquella sagrada reliquia y el cuerpo fue sepultado en un cementerio subterráneo de la Via Apia romana, que hoy lleva el nombre de Catacumba de San Sebastián.
A partir de su martirio se empezó a dar culto a Sebastián. Durante la peste mortífera de Roma (año 608) fue invocada su protección particular y desde entonces la Iglesia universal ve en él al abogado especial contra la peste, y en general se le considera como gran defensor del Iglesia. Muchas ciudades han acudido a su patrocinio eligiéndole como Patrón de la ciudad, como la que lleva su nombre en Vascogandas, Huelva, Palma de Mallorca, Antequera y otras muchas.
por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 20 Ene, 2014 | Catequesis Magisterio
Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que san Pablo tuvo en el camino de Damasco y, por tanto, a lo que se suele llamar su conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los inicios de la década del año 30 del siglo I, después de un período en el que había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la vida de san Pablo. Sobre él se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un viraje, más aún, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces, inesperadamente, comenzó a considerar «pérdida» y «basura» todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (cf. Flp 3, 7-8) ¿Qué es lo que sucedió?
Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el más conocido, son los relatos escritos por san Lucas, que en tres ocasiones narra ese acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). Tal vez el lector medio puede sentir la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su «sí» definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.
En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también «iluminación», porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizó también físicamente todo lo que se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte. Ese acontecimiento cambió radicalmente la vida de san Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Ese encuentro es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizó un relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojó (cf. Hch 9, 11).
El segundo tipo de fuentes sobre la conversión está constituido por las mismas Cartas de san Pablo. Él mismo nunca habló detalladamente de este acontecimiento, tal vez porque podía suponer que todos conocían lo esencial de su historia, todos sabían que de perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había sucedido como fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude a este hecho importantísimo, es decir, al hecho de que también él es testigo de la resurrección de Jesús, cuya revelación recibió directamente del mismo Jesús, junto con la misión de apóstol.
El texto más claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (cf. 1 Co 15). Con palabras de una tradición muy antigua, que también él recibió de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y, tras su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, luego a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos los Apóstoles. Al final de este relato recibido de la tradición añade: «Y por último se me apareció también a mí» (1 Co 15, 8). Así da a entender que este es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida.
Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: «Por medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado» (Rm 1, 5); y también: «¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro?» (1 Co 9, 1), palabras con las que alude a algo que todos saben. Y, por último, el texto más amplio es el de la carta a los Gálatas: «Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco» (Ga 1, 15-17). En esta «auto-apología» subraya decididamente que también él es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del Resucitado.
Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano. Al mismo tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el Resucitado, debía entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse bautizar, debía vivir en sintonía con los demás Apóstoles. Sólo en esta comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como escribe explícitamente en la primera carta a los Corintios: «Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (1 Co 15, 11). Sólo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno solo.
Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su «yo»; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.
Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había hablado con él. En este sentido más profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que cambió todos sus parámetros. Ahora puede decir que lo que para él antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en «basura»; ya no es «ganancia» sino pérdida, porque ahora cuenta sólo la vida en Cristo.
Sin embargo no debemos pensar que san Pablo se cerró en un acontecimiento ciego. En realidad sucedió lo contrario, porque Cristo resucitado es la luz de la verdad, la luz de Dios mismo. Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. En ese momento no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia, sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los profetas, se apropió de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos. Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.
En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: ¿Qué quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad.
Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo.
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Santo Padre emérito Benedicto XVI
Audiencia General del miércoles, 3 de septiembre de 2008
por CeF | Fuentes varias | 19 Ene, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
El nombre de Macario, de origen griego, significa ‘aquel que ha encontrado la felicidad’, y no puede ser más apropiado para este gran santo de la Iglesia copta de Alejandría.
Macario, al que llamarían el Grande, nació en el alto Egipto, hacia el año 300, y pasó su juventud como pastor. Movido por una intensa gracia, se retiró del mundo a temprana edad, confinándose en una estrecha celda, donde repartía su tiempo entre la oración, las prácticas de penitencia y la fabricación de esteras.
Una mujer le acusó falsamente de que había intentado hacerle violencia. A resultas de ello, Macario fue arrastrado por las calles, apaleado y tratado de hipócrita disfrazado de monje. Todo lo sufrió con paciencia, y aun envió a la mujer el producto de su trabajo, diciéndose: «Macario, ahora tienes que trabajar más, pues tienes que sostener a otro». Pero Dios dio a conocer su inocencia: la mujer que le había calumniado no pudo dar a luz, hasta que reveló el nombre del verdadero padre del niño. Con ello, el furor del pueblo se tornó en admiración por la humildad y paciencia del santo. Para huir de la estima de los hombres, Macario se refugió en el vasto y melancólico desierto de Scete, cuando tenía alrededor de treinta años. Ahí vivió sesenta años y fue el padre espiritual de innumerables servidores de Dios que se confiaron a su dirección y gobernaron sus vidas con las reglas que él les trazó. Todos vivían en ermitas separadas. Sólo un discípulo de Macario vivía con él y se encargaba de recibir a los visitantes. Un obispo egipcio mandó a Macario que recibiera la ordenación sacerdotal a fin de que pudiese celebrar los divinos misterios para sus ermitaños. Más tarde, cuando los ermitaños se multiplicaron, fueron construidas cuatro iglesias, atendidas por otros tantos sacerdotes.
Las austeridades de Macano eran increíbles. Sólo comía una vez por semana. En una ocasión, su discípulo Evagrio, al verle torturado por la sed, le rogó que tomase un poco de agua; pero Macario se limitó a descansar brevemente en la sombra, diciéndole: «En estos veinte años, jamás he comido, bebido, ni dormido lo suficiente para satisfacer a mi naturaleza». Su cuerpo estaba debilitado y tembloroso; su rostro, pálido. Para contradecir sus inclinaciones, no rehusaba beber un poco de vino, cuando otros se lo pedían, pero después se abstenía de toda bebida durante dos o tres días. En vista de lo cual, sus discípulos decidieron impedir que los visitantes le ofrecieran vino. Macario empleaba pocas palabras en sus consejos, y recomendaba el silencio, el retiro y la continua oración -sobre todo esta última- a toda clase de personas. Acostumbraba decir: «En la oración no hace falta decir muchas cosas ni emplear palabras escogidas. Basta con repetir sinceramente: Señor, dame las gracias que Tú sabes que necesito. O bien: Dios mío, ayúdame».
Enviaron una vez a san Macario unas uvas muy frescas y sabrosas: tuvo ganas de comer de ellas, mas para vencer aquel gusto y apetito no las quiso tocar; antes las envió a otro monje que estaba enfermo; recibiólas éste con agradecimiento, y por mortificarse tampoco las comió, sino enviólas a otro monje; y en suma las uvas anduvieron de mano en mano por todos los monjes Y volvieron a san Macario, el cual dio gracias al Señor por la virtud de todos aquellos santos.
Para vencer el sueño que le estorbaba la oración, estuvo veinte noches sin acostarse debajo de tejado; y viéndose una vez tentado del espíritu de la fornicación, pasó seis meses desnudo en carnes en un lugar donde había innumerables y grandes mosquitos, los cuales dejaron su cuerpo tan lastimado, que parecía un leproso. Caminó veinte días por un desierto sin comer bocado, y estando fatigado y desmayado le proveyó el Señor milagrosamente de sustento. Una vez cavando en un pozo le mordió un áspid: tomóle el santo en las manos e hízole pedazos sin recibir lesión alguna.
Su mansedumbre y paciencia eran extraordinarias, y lograron la conversión de un sacerdote pagano y de muchos otros.
Macario ordenó a un joven que le pedía consejos que fuese a un cementerio a insultar a los muertos y a alabarlos. Cuando volvió el joven, Macario le preguntó qué le habían respondido los difuntos. «Los muertos no contestaron a mis insultos, ni a mis alabanzas», le dijo el joven. «Pues bien, —le aconsejó Macario—, haz tú lo mismo y no te dejes impresionar ni por los insultos, ni por las alabanzas. Sólo muriendo para el mundo y para ti mismo, podrás empezar a servir a Cristo». A otro le aconsejó: «Está pronto a recibir de la mano de Dios la pobreza, tan alegremente como la abundancia; así dominarás tus pasiones y vencerás al demonio». Como cierto monje se quejara de que en la soledad sufría grandes tentaciones para quebrantar el ayuno, en tanto que en el monasterio lo soportaba gozosamente, Macario le dijo: «El ayuno resulta agradable cuando otros lo ven, pero es muy duro cuando está oculto a las miradas de los hombres». Un ermitaño que sufría de fuertes tentaciones de impureza, fue a consultar a Macario. El santo, después de examinar el caso, llegó el convencimiento de que las tentaciones se debían a la indolencia del ermitaño; así pues, le aconsejó que no comiera nunca antes de la caída del sol, que se entregara a la contemplación durante el trabajo, y que trabajara sin cesar. El otro siguió estos consejos y se vio libre de sus tentaciones. Dios reveló a Macario que no era tan perfecto como dos mujeres casadas que vivían en la ciudad. El santo fue a visitarlas para averiguar los medios que empleaban para santificarse, y descubrió que nunca decían palabras ociosas ni ásperas; que vivían en humildad, paciencia y caridad, acomodándose al humor de sus maridos, y que santificaban todas sus acciones con la oración, consagrando a la gloria de Dios todas sus fuerzas corporales y espirituales.
Un hereje de la secta de los hieracitas, que negaban la resurrección de los muertos, había inquietado en su fe a varios cristianos. Sozomeno, Paladio y Rufino relatan que San Macario resucitó a un muerto para confirmar a esos cristianos en su fe. Según Casiano, el santo se limitó a hacer hablar al muerto y le ordenó que esperase la resurrección en el sepulcro. Lucio, obispo arriano que había usurpado la sede de Alejandría, envió tropas al desierto para que dispersaran a los piadosos monjes, algunos de los cuales sellaron con su sangre el testimonio de su fe. Los principales ascetas. Isidoro, Pambo, los dos Macarios y algunos otros, fueron desterrados a una pequeña isla del delta del Nilo, rodeada de pantanos. El ejemplo y la predicación de los hombres de Dios convirtió a todos los habitantes de la isla, que eran paganos. Lucio autorizó más tarde a los monjes a retornar a sus celdas. Sintiendo que se acercaba a su fin, Macario hizo una visita a los monjes de Nitria y les exhortó, con palabras tan sentidas, que estos se arrodillaron a sus pies llorando. «Sí, hermanos, —les dijo Macario—, dejemos que nuestros ojos derramen ríos de lágrimas en esta vida, para que no vayamos al sitio en que las lágrimas alimentan el fuego de la tortura».
Acreditó nuestro Señor su santidad con el don de milagros, y entre muchos enfermos que curó, vino a él un clérigo de misa, que estaba con un cáncer en la cabeza, tan disforme, que se la comía toda; mas el santo monje puso las manos sobre él, y le envió sano a su casa.
Siendo ya viejo, se fue disimulado al monasterio de San Pacomio, en el cual vivían a la sazón mil y cuatrocientos monjes. Siete días tardaron en recibirle, alegando que por su vejez no podría llevar los trabajos que llevaban los jóvenes. Mas fue tal la austeridad de su vida, que espantó a todos los religiosos, pareciéndoles que era más que hombre.
Finalmente, lleno de virtudes y merecimientos, murió de edad muy avanzada por el año 394, dejando a los monjes preciosísimos documentos de altísima perfección. La vida de este santo la escribió Paladio, que moró tres años con él en la soledad. Macario fue llamado por Dios a los noventa años, después de haber pasado sesenta en el desierto de Scete. Según el testimonio de Casiano, Macario fue el primer anacoreta de este vasto desierto. Algunos autores sostienen que fue discípulo de San Antonio, quien vivía a unos quince días de viaje del sitio en donde estaba Macario.
San Macario es conmemorado en el canon de la misa en los ritos copto y armenio.
Fuente catholic.net y la Verdadera Libertad.
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Plática sobre San Macario, en Lazos de Amor Mariano
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por CeF | Fuentes varias | 17 Ene, 2014 | Postcomunión Vida de los Santos
Conocemos la vida del abad Antonio, cuyo nombre significa «floreciente» y al que la tradición llama el Grande, principalmente a través de la biografía redactada por su discípulo y admirador, San Atanasio, a fines del siglo IV. Este escrito, fiel a los estilos literarios de la época y ateniéndose a las concepciones entonces vigentes acerca de la espiritualidad, subraya en la vida de Antonio (más allá de los datos maravillosos), la permanente entrega a Dios en un género de consagración, del cual él no es históricamente el primero, pero sí el prototipo, y esto no sólo por la inmensa influencia de la obrita de Atanasio.
En su juventud, Antonio, que era egipcio e hijo de acaudalados campesinos, se sintió conmovido por las palabras de Jesús, que le llegaron en el marco de una celebración eucarística:
«Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres…»
Así lo hizo el rico heredero, reservando sólo parte para una hermana, a la que entregó, parece, al cuidado de unas vírgenes consagradas. Llevó inicialmente vida apartada en su propia aldea, pero pronto se marchó al desierto, adiestrándose en las prácticas eremíticas junto a un cierto Pablo, anciano experto en la vida solitaria. En su busca de soledad y persiguiendo el desarrollo de su experiencia, llegó a fijar su residencia entre unas antiguas tumbas. ¿Por qué esta elección? Era un gesto profético, liberador. Los hombres de su tiempo (como los de nuestros días) temían desmesuradamente a los cementerios, que creían poblados de demonios. La presencia de Antonio entre los abandonados sepulcros era un claro mentís a tales supersticiones y proclamaba, a su manera, el triunfo de la resurrección. Todo (aún los lugares que más espantan a la naturaleza humana) es de Dios, que en Cristo lo ha redimido todo; la fe descubre siempre nuevas fronteras dónde extender la salvación.
El trabajo manual, la oración y la lectura constituyeron en adelante su principal ocupación. A los 54 años de edad, hacia el año 305, abandonó su celda en la montaña y fundó un monasterio en Fayo. El monasterio consistía originalmente en una serie de celdas aisladas, pero no podemos afirmar con certeza que todas las colonias de ascetas fundadas por San Antonio, estaban concebidas de igual manera. Más tarde, fundó otro monasterio llamado Pispir, cerca del Nilo. San Antonio exhortaba a sus hermanos a preocuparse lo menos posible por su cuerpo, pero se guardaba bien de confundir la perfección, que consiste en el amor de Dios, con la mortificación. Aconsejaba a sus monjes que pensaran cada mañana que tal vez no vivirían hasta el fin del día, y que ejecutaran cada acción, como si fuera la última de su vida.
«El demonio, decía, teme al ayuno, la oración, la humildad y las buenas obras, y queda reducido a la impotencia ante la señal de la cruz».
Pronto la fama de su ascetismo se propagó y se le unieron muchos fervorosos imitadores, a los que organizó en comunidades de oración y trabajo. Dejando sin embargo esta exitosa obra, se retiró a una soledad más estricta en pos de una caravana de beduinos que se internaba en el desierto. No sin nuevos esfuerzos y desprendimientos personales, alcanzó la cumbre de sus dones carismáticos, logrando conciliar el ideal de la vida solitaria con la dirección de un monasterio cercano, e incluso viajando a Alejandría para terciar en las interminables controversias arriano-católicas que signaron su siglo. Ahí predicó la consustancialidad del Hijo con el Padre, acusando a los arrianos a confundirse con los paganos «que adoran y sirven a la creatura más bien que al Creador», ya que hacían del Hijo de Dios una creatura.
Sobre todo, Antonio, fue padre de monjes, demostrando en sí mismo la fecundidad del Espíritu. Una multisecular colección de anécdotas, conocidas como «apotegmas» o breves ocurrencias que nos ha legado la tradición, lo revela poseedor de una espiritualidad incisiva, casi intuitiva, pero siempre genial, desnuda como el desierto que es su marco y sobre todo implacablemente fiel a la sustancia de la revelación evangélica. Se conservan algunas de sus cartas, cuyas ideas principales confirman las que Atanasio le atribuye en su «Vida».
Antonio murió muy anciano, hacia el año 356, en las laderas del monte Colzim, próximo al mar Rojo; al ignorarse la fecha de su nacimiento, se le ha adjudicado una improbable longevidad, aunque ciertamente alcanzó una edad muy avanzada. La figura del abad delineó casi definitivamente el ideal monástico, que perseguirían muchos fieles de los primeros siglos. No siendo hombre de estudios, no obstante, demostró con su vida lo esencial de la vida monástica, que intenta ser precisamente una esencialización de la práctica cristiana; una vida bautismal despojada de cualquier aditamento. Para nosotros, Antonio encierra un mensaje aún válido y actual: el monacato del desierto continúa siendo un desafío, el del seguimiento extremo de Cristo, el de la confianza irrestricta en el poder del Espíritu de Dios.
Las imágenes representan generalmente a San Antonio con una cruz en forma de T, una campanita, un cerdo, y a veces un libro. La liturgia bizantina invoca el nombre de San Antonio en la preparación eucarística, y el rito copto.
Fuentes: Textos de EWTN – Fe y de Aciprensa.
Artículo original en Amor Eterno.
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Otras fuentes en la red
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Biografías animadas de san Antonio, abad.
San Antonio, abad, película de Nazaret TV
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San Antonio, abad, en «Un nombre, un santo»
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por Fray Nelson Medina | 15 Ene, 2014 | Catequesis Artículos
Con motivo de la próxima festividad de san Antonio Abad, uno de los grandes padres del desierto, os proponemos la Catequesis del desierto impartida por Fray Nelson Medina, teólogo de la Orden de los Dominicos.
[…] para Cristo no es indiferente que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud […]
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Extracto de la Homilía del domingo 24 de abril de 2005
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Catequesis del desierto: Introducción
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Catequesis del desierto: Los desiertos de Adán, Abraham y Moisés
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Catequesis del desierto: El desierto de Israel
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Catequesis del desierto: El desierto de Jesucristo
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Catequesis del desierto: Nuestros desiertos
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Catequesis del desierto
Fray Nelson Medina, teólogo de la Orden de los Dominicos
por Santo Padre Francisco | 14 Ene, 2014 | Postcomunión Taller de oración
[…] nuestra mirada a la Sagrada Familia se deja atraer también por la sencillez de la vida que ella lleva en Nazaret. Es un ejemplo que hace mucho bien a nuestras familias, les ayuda a convertirse cada vez más en una comunidad de amor y de reconciliación, donde se experimenta la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco. Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: permiso, gracias, perdón. Cuando en una familia no se es entrometido y se pide «permiso», cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir «gracias», y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir «perdón», en esa familia hay paz y hay alegría.
Santo Padre Francisco
Extracto del Ángelus del jueves 29 de diciembre de 2013
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Oración a la «Sagrada Familia» del Santo Padre Francisco
Jesús, María y José:
en vosotros, Sagrada Familia de Nazaret,
ponemos hoy nuestra mirada
con admiración y confianza;
en vosotros contemplamos
la belleza de la comunión en el amor verdadero;
a vosotros enconmendamos todas nuestras familias
para que se renueven en ellas las maravillas de la gracia.
Sagrada Familia de Nazaret,
atractiva escuela del santo Evangelio,
enséñanos a imitar tus virtudes
con una sabia disciplina espiritual;
danos esa mirada limpia
que sabe reconocer la obra de la Providencia
en las situaciones diarias de la vida.
Sagrada Familia de Nazaret,
custodia fiel del misterio de la salvación.
Haz que renazca en nosotros la estima del silencio,
haz de nuestras familias cenáculos de oración
y transfórmalas en pequeñas Iglesias domésticas.
Renueva el deseo de santidad,
sostén la noble fatiga del trabajo, de la educación,
de la escuela de la comprensión y del perdón recíprocos.
Sagrada Familia de Nazaret:
despierta en nuestra sociedad la consciencia
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
bien inestimable e insustituible.
Que cada familia sea morada acogedora
de bondad y de paz
para los niños y para los ancianos,
para quien está enfermo y solo,
para quien es pobre y está necesitado.
Jesús, María y José,
con confianza os rezamos,
con alegría a vosotros nos encomendamos.
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por SS Benedicto XVI | 10 Ene, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
En las últimas catequesis he hablado de dos grandes doctores de la Iglesia del siglo IV, Basilio y Gregorio Nacianceno, obispo en Capadocia, en la actual Turquía. Hoy hablaremos de un tercero, el hermano de Basilio, san Gregorio de Nisa, hombre de carácter meditativo, con gran capacidad de reflexión y una inteligencia despierta, abierta a la cultura de su tiempo. Se convirtió así en un pensador original y profundo de la historia del cristianismo.
Nació en torno al año 335; su formación cristiana fue atendida particularmente por su hermano Basilio, definido por él «padre y maestro » (Epístola 13,4: SC 363,198), y por su hermana Macrina. En sus estudios, le gustaba particularmente la filosofía y la retórica. En un primer momento se dedicó a la enseñanza y se casó. Después, como su hermano y su hermana, se dedicó totalmente a la vida ascética. Más tarde, fue elegido obispo de Nisa, convirtiéndose en pastor celoso, conquistando la estima de la comunidad. Acusado de malversaciones económicas por sus adversarios herejes, tuvo que abandonar brevemente su sede episcopal, pero después regresó triunfalmente (Cf. Epístola 6: SC 363,164-170), y siguió comprometiéndose en la lucha por defender la auténtica fe.
Tras la muerte de Basilio, como recogiendo su herencia espiritual, cooperó sobre todo en el triunfo de la ortodoxia. Participó en varios sínodos; trató de dirimir los enfrentamientos entre las Iglesias; participó en la reorganización eclesiástica y, como «columna de la ortodoxia», fue uno de los protagonistas del Concilio de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo.
Tuvo varios encargos oficiales por parte del emperador Teodosio, pronunció importantes homilías y discursos fúnebres, compuso varias obras teológicas. En el año 394 volvió a participar en un sínodo que se celebró en Constantinopla. Se desconoce la fecha de su muerte.
Gregorio expresa con claridad la finalidad de sus estudios, objetivo supremo al que dedica su trabajo teológico: no entregar la vida a cosas banales, sino encontrar la luz que permita discernir lo que es verdaderamente útil (Cf. «In Ecclesiasten hom.» 1: SC 416,106-146).
Encontró este bien supremo en el cristianismo, gracias al cual es posible «la imitación de la naturaleza divina» («De professione christiana»: PG 46, 244C). Con su aguda inteligencia y sus amplios conocimientos filosóficos y teológicos, defendió la fe cristiana contra los herejes, que negaban la divinidad del Espíritu Santo (como Eunomio y los macedonios), o ponían en tela de juicio la perfecta humanidad de Cristo (como Apolinar). Comentó la Sagrada Escritura, meditando en la creación del hombre. La creación era para él un tema central. Veía en la criatura un reflejo del Creador y a partir de aquí encontraba el camino hacia Dios.
Pero también escribió un importante libro sobre la vida de Moisés, a quien presenta como hombre en camino hacia Dios: esta ascensión hacia el Monte Sinaí se convierte para él en una imagen de nuestra ascensión en la vida humana hacia la verdadera vida, hacia el encuentro con Dios. Interpretó también la oración del Señor, el Padrenuestro y las Bienaventuranzas. En su «Gran discurso catequístico» («Oratio catechetica magna»), expuso las líneas fundamentales de la teología, no de una teología académica, cerrada en sí misma, sino que ofreció a los catequistas un sistema de referencia para sus enseñanzas, como una especie de marco en el que se mueve después la interpretación pedagógica de la fe.
Gregorio, además, es insigne por su doctrina espiritual. Su teología no era una reflexión académica, sino la expresión de una vida espiritual, de una vida de fe vivida. Como gran «padre de la mística» presentó en varios tratados –como el «De professione christiana» y el «De perfectione christiana»– el camino que los cristianos tienen que emprender para alcanzar al verdadera vida, la perfección.
Exaltó la virginidad consagrada («De virginitate»), y propuso un modelo insigne en la vida de su hermana Macrina, quien fue para él siempre una guía, un ejemplo (Cf. «Vita Macrinae»). Pronunció varios discursos y homilías, escribió numerosas cartas. Comentando la creación del hombre, Gregorio subraya que Dios, «el mejor de los artistas, forja nuestra naturaleza de manera que sea capaz del ejercicio de la realeza. A causa de la superioridad del alma, y gracias a la misma conformación del cuerpo, hace que el hombre sea re
almente idóneo para desempeñar el poder regio» («De hominis opificio» 4: PG 44,136B).
Pero vemos cómo el hombre, en la red de los pecados, con frecuencia abusa de la creación y no ejerce la verdadera realeza. Por este motivo, para desempeñar una verdadera responsabilidad ante las criaturas, tiene que ser penetrado por Dios y vivir en su luz. El hombre, de hecho, es un reflejo de esa belleza original que es Dios: «Todo lo que creó Dios era óptimo», escribe el santo obispo. Y añade: «Lo testimonia la narración de la creación (Cf. Génesis 1, 31). Entre las cosas óptimas también se encontraba el hombre, dotado de una belleza muy superior a la de todas las cosas bellas. ¿Qué otra cosa podía ser tan bella como la que era semejante a la belleza pura e incorruptible?… Reflejo e imagen de la vida eterna, él era realmente bello, es más, bellísimo, con el signo radiante de la vida en su rostro» («Homilia in Canticum» 12: PG 44,1020C).
El hombre fue honrado por Dios y colocado por encima de toda criatura: «El cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el sol, ni la belleza de las estrellas, ni nada de lo que aparece en la creación. Sólo tú (alma humana) has sido hecha a imagen de la naturaleza que supera toda inteligencia, semejante a la belleza incorruptible, huella de la verdadera divinidad, espacio de vida bienaventurada, imagen de la verdadera luz, y al contemplarte te conviertes en lo que Él es, pues por medio del rayo reflejado que proviene de tu pureza tú imitas a quien brilla en ti. Nada de lo que existe es tan grande que pueda ser comparado a tu grandeza» («Homilia in Canticum 2»: PG 44,805D).
Meditemos en este elogio del hombre. Veamos también cómo el hombre ha sido degradado por el pecado. Y tratemos de volver a la grandeza originaria: sólo si Dios está presente, el hombre alcanza su verdadera grandeza.
El hombre, por tanto, reconoce dentro de sí el reflejo de la luz divina: purificando su corazón, vuelve a ser, como era al inicio, una imagen límpida de Dios, Belleza ejemplar (Cf. «Oratio catechetica 6»: SC 453,174). De este modo, el hombre purificándose, puede ver a Dios, como los puros de corazón (Cf. Mateo 5, 8): «Si con un estilo de vida diligente y atento lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza divina… Contemplándote a ti mismo verás en ti al deseo de tu corazón y serás feliz» («De beatitudinibus, 6»: PG 44,1272AB). Por tanto, hay que lavar las fealdades que se han depositado en nuestro corazón y volver a encontrar en nosotros mismos la luz de Dios.
El hombre tiene, por tanto, como fin la contemplación de Dios. Sólo en ella podrá encontrar su plenitud. Para anticipar en cierto sentido este objetivo ya en esta vida tiene que avanzar incesantemente hacia una vida espiritual, una vida de diálogo c
on Dios. En otras palabras –y esta es la lección importante que nos deja san Gregorio de Nisa– la plena realización del hombre consiste en la santidad, en una vida vivida en el encuentro con Dios, que de este modo se hace luminosa también para los demás, también para el mundo.
San Gregorio de Nisa, nacido en el siglo IV, destaca en la historia del cristianismo como un pensador original y profundo, abierto a la cultura de su época. Elegido Obispo de Nisa, con su celo pastoral se ganó la estima de aquella comunidad. Participó en el Concilio de Constantinopla que definió la divinidad del Espíritu Santo. Con su aguda inteligencia defendió contra los herejes la verdad de la naturaleza divina del Hijo y del Espíritu Santo, así como la perfecta humanidad de Cristo. Gregorio compuso además varios tratados de doctrina espiritual en los que enseña el camino que lleva a la perfección. Afirmaba que en la creación no existe nada más grande y bello que el ser humano, creado por Dios como reflejo de la belleza divina. El hombre, purificando su corazón, puede volver a ser, como al principio, una limpia imagen de Dios. Enseñaba que la persona humana tiene como fin la contemplación de Dios, que se puede anticipar ya en este mundo a través de una vida espiritual cada vez más perfecta. Ésta es la lección más importante de san Gregorio Niseno: la plenitud del hombre consiste en la santidad.
Miércoles, 27 de agosto de 2007
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Segunda catequesis
Os propongo algunos aspectos de la doctrina de san Gregorio de Nisa, de quien ya hablamos el miércoles pasado. Ante todo, san Gregorio de Nisa manifiesta una concepción muy elevada de la dignidad del hombre. El fin del hombre, dice el santo obispo, es hacerse semejante a Dios, y este fin lo alcanza sobre todo a través del amor, del conocimiento y de la práctica de las virtudes, «rayos luminosos que brotan de la naturaleza divina» (De beatitudinibus 6: PG 44, 1272 c), en un movimiento perpetuo de adhesión al bien, como el corredor que avanza hacia adelante.
San Gregorio utiliza, a este respecto, una imagen eficaz, que ya se encontraba presente en la carta de san Pablo a los Filipenses: épekteinómenos (Flp 3, 13), es decir, «tendiendo» hacia lo que es más grande, hacia la verdad y el amor. Esta expresión icástica indica una realidad profunda: la perfección que queremos alcanzar no es algo que se conquista para siempre; la perfección es estar en camino, es una continua disponibilidad para seguir adelante, pues nunca se alcanza la plena semejanza con Dios; siempre estamos en camino (cf. Homilia in Canticum 12: PG 44, 1025 d). La historia de cada alma es un amor colmado sin cesar y, al mismo tiempo, abierto a nuevos horizontes, pues Dios dilata continuamente las posibilidades del alma para hacerla capaz de bienes siempre mayores. Dios mismo, que ha sembrado en nosotros semillas de bien y del que brota toda iniciativa de santidad, «modela el bloque. (…) Limando y puliendo nuestro espíritu forma en nosotros a Cristo» (In Psalmos 2, 11: PG 44, 544 b).
San Gregorio aclara: «El llegar a ser semejantes a Dios no es obra nuestra, ni resultado de una potencia humana, es obra de la generosidad de Dios, que desde su origen ofreció a nuestra naturaleza la gracia de la semejanza con él» (De virginitate 12, 2: SC 119, 408-410). Por tanto, para el alma «no se trata de conocer algo de Dios, sino de tener a Dios en sí misma» (De beatitudinibus 6: PG 44, 1269 c). De hecho, san Gregorio observa agudamente: «La divinidad es pureza, es liberación de las pasiones y remoción de todo mal: si todo esto está en ti, Dios está realmente en ti» (ib.: PG 44, 1272 c).
Cuando tenemos a Dios en nosotros, cuando el hombre ama a Dios, por la reciprocidad propia de la ley del amor, quiere lo que Dios mismo quiere (cf. Homilia in Canticum 9: PG 44, 956 ac), y, por tanto, coopera con Dios para modelar en sí mismo la imagen divina, de manera que «nuestro nacimiento espiritual es el resultado de una opción libre, y en cierto sentido nosotros somos los padres de nosotros mismos, creándonos como nosotros mismos queremos ser y formándonos por nuestra voluntad según el modelo que escogemos» (Vita Moysis 2, 3: SC 1 bis, 108).
Para ascender hacia Dios el hombre debe purificarse: «El camino que lleva la naturaleza humana al cielo no es sino el alejamiento de los males de este mundo. (…) Hacerse semejante a Dios significa llegar a ser justo, santo y bueno. (…) Por tanto, si, según el Eclesiastés (Qo 5, 1), «Dios está en el cielo» y si, según el profeta (Sal 72, 28), vosotros «estáis con Dios», se sigue necesariamente que debéis estar donde se encuentra Dios, pues estáis unidos a él. Dado que él os ha ordenado que, cuando oréis, llaméis a Dios Padre, os dice que os asemejéis a vuestro Padre celestial, con una vida digna de Dios, como el Señor nos ordena con más claridad en otra ocasión, cuando dice: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48)» (De oratione dominica 2: PG 44, 1145 ac).
En este camino de ascenso espiritual, Cristo es el modelo y el maestro, que nos permite ver la bella imagen de Dios (cf. De perfectione christiana: PG 46, 272 a). Cada uno de nosotros, contemplándolo a él, se convierte en «el pintor de su propia vida»; su voluntad es la que realiza el trabajo, y las virtudes son como las pinturas de las que se sirve (ib.: PG 46, 272 b). Por tanto, si el hombre es considerado digno del nombre de Cristo, ¿cómo debe comportarse? San Gregorio responde así: «(debe) examinar siempre interiormente sus pensamientos, sus palabras y sus acciones, para ver si están dirigidos a Cristo o si se alejan de él» (ib.: PG 46, 284 c). Y este punto es importante por el valor que da a la palabra cristiano. El cristiano lleva el nombre de Cristo y, por eso, debe asemejarse a él también en la vida. Los cristianos, por el bautismo, asumimos una gran responsabilidad.
Ahora bien, Cristo, recuerda san Gregorio, está presente también en los pobres; por consiguiente, nunca se les debe despreciar: «No desprecies a quienes están postrados, como si por eso no valieran nada. Considera quiénes son y descubrirás cuál es su dignidad: representan a la persona del Salvador. Y así es, pues el Señor, en su bondad, les prestó su misma persona para que, a través de ella, tengan compasión los que son duros de corazón y enemigos de los pobres» (De pauperibus amandis: PG 46, 460 bc).
San Gregorio, como decíamos, habla de una ascensión: ascensión a Dios en la oración a través de la pureza de corazón; pero esa ascensión a Dios se realiza también mediante el amor al prójimo. El amor es la escalera que lleva a Dios. Por eso el santo obispo exhorta vivamente a sus oyentes: «Sé generoso con estos hermanos, víctimas de la desventura. Da al hambriento lo que le quitas a tu estómago» (ib.: PG 46, 457 c).
Con mucha claridad san Gregorio recuerda que todos dependemos de Dios, y por ello exclama: «No penséis que todo es vuestro. Debe haber también una parte para los pobres, los amigos de Dios. De hecho, todo procede de Dios, Padre universal, y nosotros somos hermanos, pertenecemos a un mismo linaje» (ib.: PG 46, 465 b). Así pues, insiste san Gregorio, el cristiano debe examinarse: «¿De qué te sirve el ayuno y la abstinencia si después con tu maldad haces daño a tu hermano? ¿Qué ganas, ante Dios, por el hecho de no comer de lo tuyo, si después, actuando injustamente, arrancas de las manos del pobre lo que es suyo?» (ib.: PG 46, 456 a).
Concluyamos estas catequesis sobre los tres grandes Padres de Capadocia recordando una vez más el aspecto importante de la doctrina espiritual de san Gregorio de Nisa: la oración. Para avanzar por el camino hacia la perfección y acoger en sí a Dios, llevando en sí al Espíritu de Dios, el amor de Dios, el hombre debe dirigirse con confianza a él en la oración: «A través de la oración logramos estar con Dios. Pero, quien está con Dios está lejos del enemigo. La oración es apoyo y defensa de la castidad, freno de la ira, represión y dominio de la soberbia. La oración es custodia de la virginidad, protección de la fidelidad en el matrimonio, esperanza para quienes velan, abundancia de frutos para los agricultores, seguridad para los navegantes» (De oratione dominica 1: PG 44, 1124 a-b).
El cristiano reza inspirándose siempre en la oración del Señor: «Por tanto, si queremos pedir que descienda sobre nosotros el reino de Dios, se lo pedimos con la potencia de la Palabra: que yo sea alejado de la corrupción, que sea liberado de la muerte y de las cadenas del error; que la muerte nunca reine sobre mí, que no tenga nunca poder sobre nosotros la tiranía del mal, que no me domine el adversario ni me haga su prisionero por el pecado, sino que venga a mí tu reino para que se alejen de mí, o mejor todavía, se anulen las pasiones que ahora me dominan y subyugan» (ib. 3: PG 44, 1156 d-1157 a).
Terminada su vida terrena, el cristiano podrá dirigirse así con serenidad a Dios. Al hablar de esto, san Gregorio piensa en la muerte de su hermana santa Macrina y escribe que ella, en el momento de la muerte, rezaba a Dios con estas palabras: «Tú, que tienes en la tierra el poder de perdonar los pecados, perdóname para que pueda tener descanso (cf. Sal 38, 14), y para que llegue a tu presencia sin mancha, en el momento en el que sea despojada de mi cuerpo (cf. Col 2, 11), de manera que mi espíritu, santo e inmaculado (cf. Ef 5, 27) sea acogido en tus manos, «como incienso ante ti» (Sal 140, 2)» (Vita Macrinae 24: SC 178, 224). Esta enseñanza de san Gregorio es válida siempre: no sólo debemos hablar de Dios, sino también llevar a Dios en nosotros mismos. Lo hacemos con el compromiso de la oración y amando a todos nuestros hermanos.
Miércoles, 5 de septiembre de 2007