Quiero confesarme: Los efectos de este sacramento

Quiero confesarme: Los efectos de este sacramento

Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad» (Catecismo Romano, 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, «tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual.

Concilio de Trento

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IX. Los efectos de este sacramento

1468 «Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad» (Catecismo Romano, 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, «tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual» (Concilio de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera «resurrección espiritual», una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).

1469 Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):

«Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación» (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentita, 31).

1470 En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta (cf 1 Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida «y no incurre en juicio» (Jn 5,24).

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Fuente original: Catecismo de la Iglesia Católica

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Quiero confesarme: Los efectos de este sacramento

Quiero confesarme: ¿Por qué el confesor es un sacerdote?

Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

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VIII. El ministro de este sacramento

1461 Puesto que Cristo confió a sus Apóstoles el ministerio de la reconciliación (cf Jn 20,23; 2 Co 5,18), los obispos, sus sucesores, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ejerciendo este ministerio. En efecto, los obispos y los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos los pecados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

1462 El perdón de los pecados reconcilia con Dios y también con la Iglesia. El obispo, cabeza visible de la Iglesia particular, es considerado, por tanto, con justo título, desde los tiempos antiguos, como el que tiene principalmente el poder y el ministerio de la reconciliación: es el moderador de la disciplina penitencial (LG 26). Los presbíteros, sus colaboradores, lo ejercen en la medida en que han recibido la tarea de administrarlo, sea de su obispo (o de un superior religioso) sea del Papa, a través del derecho de la Iglesia (cf CIC can 844; 967-969, 972; CCEO can. 722,3-4).

1463 «Ciertos pecados particularmente graves están sancionados con la excomunión, la pena eclesiástica más severa, que impide la recepción de los sacramentos y el ejercicio de ciertos actos eclesiásticos (cf CIC can 1331; CCEO can 1420), y cuya absolución, por consiguiente, sólo puede ser concedida, según el derecho de la Iglesia, por el Papa, por el obispo del lugar, o por sacerdotes autorizados por ellos (cf CIC can 1354-1357; CCEO can. 1420). En caso de peligro de muerte, todo sacerdote, aun el que carece de la facultad de oír confesiones, puede absolver de cualquier pecado y de toda excomunión» (cf CIC can 976; para la absolución de los pecados, CCEO can. 725).

1464 Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder al sacramento de la Penitencia y deben mostrarse disponibles a celebrar este sacramento cada vez que los cristianos lo pidan de manera razonable (cf CIC can. 986; CCEO, can 735; PO 13).

1465 Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

1466 El confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo (cf PO 13). Debe tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia su curación y su plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él confiándolo a la misericordia del Señor.

1467 Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas (CIC can. 983-984. 1388, §1; CCEO can 1456). Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama «sigilo sacramental», porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda «sellado» por el sacramento.

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Fuente original: Catecismo de la Iglesia Católica

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Quiero confesarme: finalidad y características

«Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones»

Lumen Gentium

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Los sacramentos de curación

1420 Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Ahora bien, esta vida la llevamos en «vasos de barro» (2 Co 4,7). Actualmente está todavía «escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). Nos hallamos aún en «nuestra morada terrena» (2 Co 5,1), sometida al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de hijo de Dios puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado.

1421 El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (cf Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuase, en la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Este es finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los enfermos.

Fuente original: Catecismo de la Iglesia Católica

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I. El nombre de este sacramento

1423 Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado.

Se denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.

1424 Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una «confesión», reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

Se le denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente «el perdón […] y la paz» (Ritual de la Penitencia, 46, 55).

Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano» (Mt 5,24).

II. Por qué un sacramento de la Reconciliación después del Bautismo

1425 «Habéis sido lavados […] habéis sido santificados, […] habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que «se ha revestido de Cristo» (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan dice también: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: «Perdona nuestras ofensas» (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.

1426 La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho «santos e inmaculados ante Él» (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es «santa e inmaculada ante Él» (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS 1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos (cf DS 1545; LG 40).

III. La conversión de los bautizados

1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que «recibe en su propio seno a los pecadores» y que siendo «santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito» (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).

1429 De ello da testimonio la conversión de san Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: «¡Arrepiéntete!» (Ap 2,5.16).

San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, «en la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Epistula extra collectionem 1 [41], 12).

VI. El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación

1440 El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (cf LG 11).

Sólo Dios perdona el pecado

1441 Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: «El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: «Tus pecados están perdonados» (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.

1442 Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). El apóstol es enviado «en nombre de Cristo», y «es Dios mismo» quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20).

Reconciliación con la Iglesia

1443 Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc 15) y el retorno al seno del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).

1444 Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,19). «Consta que también el colegio de los Apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 18,18; 28,16-20)» LG 22).

1445 Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

El sacramento del perdón

1446 Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia» (Concilio de Trento: DS 1542; cf Tertuliano, De paenitentia 4, 2).

1447 A lo largo de los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de recibir la reconciliación. A este «orden de los penitentes» (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica «privada» de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días.

1448 A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por el ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia, en nombre de Jesucristo, concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.

1449 La fórmula de absolución en uso en la Iglesia latina expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia:

«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Ritual de la Penitencia, 46. 55 ).

Fuente original: Catecismo de la Iglesia Católica

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Quiero confesarme: La economía sacramental

Los sacramentos, como «fuerzas que brotan» del Cuerpo de Cristo (cf Lc 5,17; 6,19; 8,46) siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son «las obras maestras de Dios» en la nueva y eterna Alianza.


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Resumen

1131 Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas.

1132 La Iglesia celebra los sacramentos como comunidad sacerdotal estructurada por el sacerdocio bautismal y el de los ministros ordenados.

1133 El Espíritu Santo dispone a la recepción de los sacramentos por la Palabra de Dios y por la fe que acoge la Palabra en los corazones bien dispuestos. Así los sacramentos fortalecen y expresan la fe.

1134 El fruto de la vida sacramental es a la vez personal y eclesial. Por una parte, este fruto es para todo fiel la vida para Dios en Cristo Jesús: por otra parte, es para la Iglesia crecimiento en la caridad y en su misión de testimonio.

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Fuente original: Catecismo de la Iglesia Católica

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Quiero confesarme: ¿qué es el pecado?

El pecado es una ofensa a Dios: «Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse «como dioses», pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así «amor de sí hasta el desprecio de Dios» (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9).

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I. La misericordia y el pecado

1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: «Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).

1847 Dios, «que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti» (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1 Jn 1,8-9).

1848 Como afirma san Pablo, «donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos «la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor» (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: «Recibid el Espíritu Santo». Así, pues, en este «convencer en lo referente al pecado» descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).

II. Definición de pecado

1849 El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna» (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; San Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 71, a. 6) )

1850 El pecado es una ofensa a Dios: «Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse «como dioses», pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así «amor de sí hasta el desprecio de Dios» (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9).

1851 Es precisamente en la Pasión, en la que la misericordia de Cristo vencería, donde el pecado manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.

III. La diversidad de pecados

1852 La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: «Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios» (5,19-21; cf Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).

1853 Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: «De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre» (Mt 15,19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado.

IV. La gravedad del pecado: pecado mortal y venial

1854 «Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura (cf 1Jn 5, 16-17) se ha impuesto en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.»

1855 El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.

El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.

1856 El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación:

«Cuando […] la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal […] sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc […] En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 88, a. 2, c).

1857 Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: «Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento» (RP 17).

1858 La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: «No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre» (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.

1859. El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3, 5-6; Lc 16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.

1860. La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.

1861 El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.

1862 Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.

1863 El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. «No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna» (RP 17):

«El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión…» (San Agustín, In epistulam Iohannis ad Parthos tractatus 1, 6)..

1864 «Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada» (Mc 3, 29; cf Mt 12, 32; Lc 12, 10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DeV 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.

V. La proliferación del pecado

1865 El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.

1866 Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano (Conlatio, 5, 2) y a san Gregorio Magno (Moralia in Job, 31, 45, 87). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.

1867 La tradición catequética recuerda también que existen «pecados que claman al cielo». Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jc 5, 4).

1868 El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:

— participando directa y voluntariamente;

— ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;

— no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;

— protegiendo a los que hacen el mal.

1869 Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las «estructuras de pecado» son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un «pecado social» (cf RP 16).

Resumen

1870 «Dios encerró […] a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11, 32).

1871 El pecado es «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna» (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22). Es una ofensa a Dios. Se alza contra Dios en una desobediencia contraria a la obediencia de Cristo.

1872 El pecado es un acto contrario a la razón. Lesiona la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana.

1873 La raíz de todos los pecados está en el corazón del hombre. Sus especies y su gravedad se miden principalmente por su objeto.

1874 Elegir deliberadamente, es decir, sabiéndolo y queriéndolo, una cosa gravemente contraria a la ley divina y al fin último del hombre, es cometer un pecado mortal. Este destruye en nosotros la caridad sin la cual la bienaventuranza eterna es imposible. Sin arrepentimiento, tal pecado conduce a la muerte eterna.

1875 El pecado venial constituye un desorden moral que puede ser reparado por la caridad que tal pecado deja subsistir en nosotros.

1876 La reiteración de pecados, incluso veniales, engendra vicios entre los cuales se distinguen los pecados capitales.

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Fuente original: Catecismo de la Iglesia Católica

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Quiero confesarme: Los efectos de este sacramento

Quiero confesarme: el origen del pecado

El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.

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LA CAÍDA

385 Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, de los males en la naturaleza —que aparecen como ligados a los límites propios de las criaturas—, y sobre todo a la cuestión del mal moral. ¿De dónde viene el mal? Quaerebam unde malum et non erat exitus («Buscaba el origen del mal y no encontraba solución») dice san Agustín (Confessiones, 7,7.11), y su propia búsqueda dolorosa sólo encontrará salida en su conversión al Dios vivo. Porque «el misterio […] de la iniquidad» (2 Ts 2,7) sólo se esclarece a la luz del «Misterio de la piedad» (1 Tm 3,16). La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia (cf. Rm 5,20). Debemos, por tanto, examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor (cf. Lc 11,21-22; Jn 16,11; 1 Jn 3,8).

I Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia

La realidad del pecado

386 El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.

387 La realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente.

El pecado original: una verdad esencial de la fe

388 Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la muerte y de la resurrección de Jesucristo (cf. Rm 5,12-21). Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es quien vino «a convencer al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor.

389 La doctrina del pecado original es, por así decirlo, «el reverso» de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.

Para leer el relato de la caída

390 El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre (cf. GS 13,1). La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres (cf. Concilio de Trento: DS 1513; Pío XII, enc. Humani generis: ibíd, 3897; Pablo VI, discurso 11 de julio de 1966).

II La caída de los ángeles

391 Detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sb 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali («El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos») (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS, 800).

392 La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2,4). Esta «caída» consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: «Seréis como dioses» (Gn 3,5). El diablo es «pecador desde el principio» (1 Jn 3,8), «padre de la mentira» (Jn 8,44).

393 Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado. «No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte» (San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 2,4: PG 94, 877C).

394 La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama «homicida desde el principio» (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mt 4,1-11). «El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo» (1 Jn 3,8). La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.

395 Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños —de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física—en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero «nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm 8,28).

III El pecado original

La prueba de la libertad

396 Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, «porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2,17). «El árbol del conocimiento del bien y del mal» evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre en cuanto criatura debe reconocer libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está sometido a las leyes de la Creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad.

El primer pecado del hombre

397 El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.

398 En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente «divinizado» por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso «ser como Dios» (cf. Gn 3,5), pero «sin Dios, antes que Dios y no según Dios» (San Máximo el Confesor, Ambiguorum liber: PG 91, 1156C).

399 La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original (cf. Rm 3,23). Tienen miedo del Dios (cf. Gn 3,9-10) de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas (cf. Gn 3,5).

400 La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn 3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida «a la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre «volverá al polvo del que fue formado» (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12).

401 Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (cf. Gn 6,5.12; Rm 1,18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como transgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta de múltiples maneras (cf. 1 Co 1-6; Ap 2-3). La Escritura y la Tradición de la Iglesia no cesan de recordar la presencia y la universalidad del pecado en la historia del hombre:

«Lo que la Revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas» (GS 13,1).

Consecuencias del pecado de Adán para la humanidad

402 Todos los hombres están implicados en el pecado de Adán. San Pablo lo afirma: «Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores» (Rm 5,19): «Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron…» (Rm 5,12). A la universalidad del pecado y de la muerte, el apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: «Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida» (Rm 5,18).

403 Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es «muerte del alma» (Concilio de Trento: DS 1512). Por esta certeza de fe, la Iglesia concede el Bautismo para la remisión de los pecados incluso a los niños que no han cometido pecado personal (cf. ibíd., DS 1514).

404 ¿Cómo el pecado de Adán vino a ser el pecado de todos sus descendientes? Todo el género humano es en Adán sicut unum corpus unius hominis («Como el cuerpo único de un único hombre») (Santo Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae de malo, 4,1). Por esta «unidad del género humano», todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente. Pero sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cf. Concilio de Trento: DS 1511-1512). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado «pecado» de manera análoga: es un pecado «contraído», «no cometido», un estado y no un acto.

405 Aunque propio de cada uno (cf. ibíd., DS 1513), el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada «concupiscencia»). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.

406 La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión del pecado original fue precisada sobre todo en el siglo V, en particular bajo el impulso de la reflexión de san Agustín contra el pelagianismo, y en el siglo XVI, en oposición a la Reforma protestante. Pelagio sostenía que el hombre podía, por la fuerza natural de su voluntad libre, sin la ayuda necesaria de la gracia de Dios, llevar una vida moralmente buena: así reducía la influencia de la falta de Adán a la de un mal ejemplo. Los primeros reformadores protestantes, por el contrario, enseñaban que el hombre estaba radicalmente pervertido y su libertad anulada por el pecado de los orígenes; identificaban el pecado heredado por cada hombre con la tendencia al mal (concupiscentia), que sería insuperable. La Iglesia se pronunció especialmente sobre el sentido del dato revelado respecto al pecado original en el II Concilio de Orange en el año 529 (cf. Concilio de Orange II: DS 371-372) y en el Concilio de Trento, en el año 1546 (cf. Concilio de Trento: DS 1510-1516).

Un duro combate…

407 La doctrina sobre el pecado original —vinculada a la de la Redención de Cristo— proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña «la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo» (Concilio de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres.

408 Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de san Juan: «el pecado del mundo» (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (cf. RP 16).

409 Esta situación dramática del mundo que «todo entero yace en poder del maligno» (1 Jn 5,19; cf. 1 P 5,8), hace de la vida del hombre un combate:

«A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo (GS 37,2).

IV «No lo abandonaste al poder de la muerte»

410 Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama (cf. Gn 3,9) y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (cf. Gn 3,15). Este pasaje del Génesis ha sido llamado «Protoevangelio», por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta.

411 La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del «nuevo Adán» (cf. 1 Co 15,21-22.45) que, por su «obediencia hasta la muerte en la Cruz» (Flp 2,8) repara con sobreabundancia la desobediencia de Adán (cf. Rm 5,19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el «protoevangelio» la madre de Cristo, María, como «nueva Eva». Ella ha sido la que, la primera y de una manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: Bula Ineffabilis Deus: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Concilio de Trento: DS 1573).

412 Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? San León Magno responde: «La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio» (Sermones, 73,4: PL 54, 396). Y santo Tomás de Aquino: «Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después de pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de san Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Y en la bendición del Cirio Pascual: «¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!»» (S.Th., 3, q.1, a.3, ad 3: en el Pregón Pascual «Exultet» se recogen textos de santo Tomas de esta cita).

Resumen

413 «No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes […] por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 1,13; 2,24).

414 Satán o el diablo y los otros demonios son ángeles caídos por haber rechazado libremente servir a Dios y su designio. Su opción contra Dios es definitiva. Intentan asociar al hombre en su rebelión contra Dios.

415 «Constituido por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios» (GS 13,1).

416 Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos los humanos.

417 Adán y Eva transmitieron a su descendencia la naturaleza humana herida por su primer pecado, privada por tanto de la santidad y la justicia originales. Esta privación es llamada «pecado original».

418 Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación llamada «concupiscencia»).

419 «Mantenemos, pues, siguiendo el Concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, «por propagación, no por imitación» y que «se halla como propio en cada uno»» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 16).

420 La victoria sobre el pecado obtenida por Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó el pecado: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).

421 «Los fieles cristianos creen que el mundo […] ha sido creado y conservado por el amor del Creador, colocado ciertamente bajo la esclavitud del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, una vez que fue quebrantado el poder del Maligno…» (GS 2,2).

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Fuente original: Catecismo de la Iglesia Católica

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Quiero confesarme: Los efectos de este sacramento

Quiero confesarme: introducción e índice general

¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?

Mateo 16, 26

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La Cuaresma es tiempo de conversión, tiempo para arrepentirnos de nuestros pecados, tiempo de penitencia y tiempo de cambiar algo de nosotros para ser mejores y vivir más cerca de Cristo. No se trata solo de tener buenas intenciones y de adoptar un compromiso únicamente personal —un tanto espontáneo y desordenado, desde la propia iniciativa, si no de realizar un acto crucial en la vida de todo católico, que conoce bien que el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación es un don de Nuestro Señor.

Por este motivo os presentamos esta sencilla guía sobre la Confesión, que recoge, paso a paso, desde la preparación del sacramento -en el que cualquier creyente siente en su corazón que tiene que confesarse- hasta el cumplimiento de la penitencia impuesta, siguiendo todo el proceso ordenado para ayudar a todo católico que necesite una ayuda o que haya olvidado la preparación, las condiciones necesarias y el propio rito del sacramento del Perdón.

Esta guía presenta el corpus doctrinal de la Iglesia católica, ya que solo Nuestra Santa Madre es quien debe instruirnos sin que haya posibilidad alguna de extraviarnos. Así pues, a estos textos recurriremos para tener un conocimiento claro y certero. Para aprender mediante ejemplos, utilizando otros formatos y recursos, y presentar el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación de acuerdo a la edad de los fieles, hemos preparado la guía Soy niño y quiero confesarme y la guía Soy joven y quiero confesarme.

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Quiero confesarme: índice general

El pecado

        El origen del pecado

        ¿Qué es el pecado?

Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación       

            La economía sacramental

        Finalidad y características

        ¿Por qué el confesor es un sacerdote?

        Los efectos de este sacramento

Examen de conciencia

        La conciencia moral

        Penitencia interior

        Acto de contrición

La confesión

            La celebración del sacramento

        La confesión de los pecados

La penitencia

          La satisfacción

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La balanza del juicio

La balanza del juicio

Había un señor rico y poderoso, que vivía en su castillo, del cual no salía sino para guerrear, asolar los campos de sus vecinos, saquear los pueblos y robar a los viajeros.

Era tan malvado y cruel, que nada humano le había quedado en su corazón más que el amor a su mujer, apacible y bella criatura, que pasaba los días y las noches llorando las maldades de su marido y pidiendo a Dios que se las perdonara.

En vano su marido la rodeaba de cuantos goces dan el lujo y la riqueza: de nada disfrutaba la humilde señora; nada quería, nada deseaba sino la conversión de su marido.

En una espantosa noche de invierno, en que el cielo, desencadenando tempestades, parecía querer acabar con la tierra, estaba sentada la señora delante de una gran chimenea, en que ardía una brillante hoguera. El viento mugía entre las torres, cual si le enojara su existencia; las nubes arrojaban sus aguaceros con ira; los relámpagos atravesaban caprichosamente las tinieblas como espíritus malos; todos los vivientes buscaban un abrigo contra la inclemencia de aquella lóbrega noche. El señor del castillo aún no había vuelto de su correría, y su angustiada esposa rezaba con fervor.

Se oyó llamar a la puerta, y poco después un criado entró a la estancia y dijo a su ama que dos pobres religiosos, cansados, casi muertos de frío y necesidad, perdidos en aquel país agreste, pedían ser acogidos en la fortaleza, aunque fuese un establo.

La buena señora se sobrecogió, porque sabía que su marido odiaba a los religiosos, y era tan sumisa que ni aun el bien se atrevía a hacer sin su beneplácito. Pero ¿cómo rehusar a los santos varones una súplica tan humilde?

—El señor no lo sabrá -dijo el buen criado, que al ver a su señora suspensa adivinó sus pensamientos-, al rayar el día se irán.

La castellana consintió en ello, encargando al criado los escondiese en la caballeriza más apartada.

No bien hubo salido el criado con los religiosos cuando sonó una trompeta, y el galope de los caballos anunció la llegada del señor. A poco rato entró, y, después de haber trocado su armadura teñida en sangre por un rico vestido de seda forrado de ricas pieles se sentó con su mujer a una mesa profusamente servida de ricos manjares, sobre la cual innumerables bujías blancas, esparcía su melancólica y pura luz.

La castellana, ricamente vestida con su traje de terciopelo verde, bordado en oro y pedrería, no comía; el resplandor de las luces se reflejaba en los brillantes que cubrían su frente y en las lágrimas que surcaban sus mejillas, como otro adorno más porque eran de aquellas con que el corazón hermosea el rostro.

—¿Qué tenéis? –le dijo su marido con cariño.

No respondió.

—¿Temíais por mí en esta noche de espantoso temporal? Pues fuera temores; ya me tenéis sano y salvo aquí.

La hermosa castellana seguía llorando.

Pero él, a quien su ángel bueno había guardad en su corazón el amor a su mujer como un áncora de salvación, se afligió al verla llorar y le dijo.

—Contadme, señora, lo que os aflige, y juro con mi espada enjugar vuestras lágrimas si está en mi poder hacerlo.

—Señor –respondió su mujer- lloro porque, mientras aquí disfrutamos de todos los bienes de la vida, otros carecen de lo necesario, porque, mientras esa llama se levanta viva y alegre y nos envía el calor como una caricia, otros tiritan de frío; mientras estos manjares excitan el paladar con sabrosas exhalaciones, otros, señor, tienen hambre, y por eso se anuda mi garganta y no puedo comer…

—Pero, señora –le dijo su marido-, ¿quién sabéis que se esté muriendo de frío y hambre?

—Dos pobres religiosos, señor, que me pidieron albergue, y que están en la caballeriza.

El marido frunció el ceño.

—¡Frailes! –dijo-. Holgazanes, pancistas, petardistas, que querían regalarse a mis expensas.

—No han pedido más que un techo y un poco de paja.

El castellano llamó a su criado.

—¡Oh, señor, señor! –dijo sollozando la castellana-. No los echéis fuera; ¡acordaos de vuestra promesa!

—Perded cuidado –contestó el marido: comerán, se calentarán, y además me servirán de diversión. ¡Ya veréis!

Mandó enseguida a los criados que les trajesen a su presencia. Vinieron los religiosos. Al verlos el señor, por un impulso involuntario se puso de pie. Comenzó la cena. El más anciano, ya con los cabellos blancos, comenzó a hablar. La chanza enmudeció en los labios del castellano, que oía con toda atención las palabras del religioso.

Terminada la cena, el señor les ofreció las mejores habitaciones, pero los religiosos las rechazaron, diciendo que querían volver a la paja.

—Padre, yo quisiera volver a Dios; -sollozó el castellano- ¡pero es imposible que el Señor perdone mis iniquidades!

—Aunque vuestros pecados –repuso el misionero- excediesen en número a los granos de la arena del mar, a las gotas de agua de las nubes y a las estrellas del cielo, todos los borraría el arrepentimiento y los perdonaría la clemencia de Dios; por eso el pecador endurecido no tiene disculpa, y eso es lo que formará su eterna desesperación.

Entonces el castellano, arrodillándose, confesó sus pecados mientras que abundantes lágrimas de contrición caían de sus ojos sobre la paja en que se había arrodillado.

Cuando el misionero, después de dar gracias al Señor misericordioso, se quedó dormido, se sintió transportado al Divino Tribunal. La Eterna Justicia tenía en la mano la balanza, que pesa el bien y el mal; un alma iba a ser juzgada; era la del castellano. El espíritu infernal, con insolente triunfo, puso en una balanza el cúmulo de sus iniquidades.

Los ángeles buenos se cubrieron la cara con horror y compasión. El alma gimió con dolor. Entonces se acercó el ángel de su guarda, ese ángel tan dulce, tan paciente y tan bello; ese ángel que nos pone el arrepentimiento en el corazón, las lágrimas en los ojos, la limosna en la mano, la oración en los labios; traía algunas pajitas mojadas en lágrimas, las puso en el plato opuesto de la balanza.

El alma se salvó.

Cuando los religiosos se levantaron a la mañana siguiente, hallaron el castillo en consternación. Preguntaron la causa. El castellano había muerto aquella noche.


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Noticias Cristianas: «Historias para amar a Dios n.º 9»

en Historias para amar, pp. 19-21.

Vía Crucis de la Madre Teresa de Calcuta

Vía Crucis de la Madre Teresa de Calcuta

Os presentamos el Vía Crucis de la Madre Teresa de Calcuta, compuesto para los jóvenes con motivo de la clausura del Congreso Eucarístico Internacional de 1976. Un recorrido por la Pasión de Cristo, de ayer y de hoy…



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Oración de inicio

Señor, ayúdanos para que aprendamos a aguantar las penas y las fatigas, las torturas de la vida diaria; que tu muerte y ascensión nos levante, para que lleguemos a una más grande y creativa abundancia de vida.

Tú que has tomado con paciencia y humildad la profundidad de la vida humana, igual que las penas y sufrimientos de tu cruz, ayúdanos para que aceptemos el dolor y las dificultades que nos trae cada nuevo día y que crezcamos como personas y lleguemos a ser más semejantes a ti.

Haznos capaces de permanecer con paciencia y ánimo, y fortalece nuestra confianza en tu ayuda.

Déjanos comprender que sólo podemos alcanzar una vida plena si morimos poco a poco a nosotros mismos y a nuestros deseos egoístas. Pues sólo si morimos contigo, podemos resucitar contigo.

Amén.


I. Jesús es condenado a muerte

Llegada la mañana todos los príncipes de los sacerdotes, los ancianos del pueblo, tuvieron consejo contra Jesús para matarlo, y atado lo llevaron al procurador Pilato.

Mt 27, 1-2.

El pequeño niño que tiene hambre, que se come su pan pedacito a pedacito porque teme que se termine demasiado pronto y tenga otra vez hambre. Esta es la primera estación del calvario.


II. Jesús carga con la cruz

Entonces se lo entregó para que lo crucificasen. Tomaron, pues, a Jesús, que llevando la cruz, salió al sitio llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota.

Jn 19, 16-17.

¿No tengo razón? ¡Muchas veces miramos pero no vemos nada! Todos nosotros tenemos que llevar la cruz y tenemos que seguir a Cristo al Calvario si queremos reencontrarnos con Él. Yo creo que Jesucristo, antes de su muerte, nos ha dado su Cuerpo y su Sangre para que nosotros podamos vivir y tengamos bastante ánimo para llevar la cruz y seguirle, paso a paso.


III. Jesús cae por primera vez

Dijo Jesús: El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y sígame, pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida, ese la salvará.

Mt 16, 24.

En nuestras estaciones del Via Crucis vemos que caen los pobres y los que tienen hambre, como se ha caído Cristo. ¿Estamos presentes para ayudarle a Él? ¿Lo estamos con nuestro sacrificio, nuestro verdadero pan? Hay miles y miles de personas que morirían por un bocadito de amor, por un pequeño bocadito de aprecio. Esta es una estación del Via Crucis donde Jesús se cae de hambre.


IV. Jesús encuentra a su Madre

Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí.

Lc 1, 45-49.

Nosotros conocemos la cuarta estación del Vía Crucis en la que Jesús encuentra a su Madre. ¿Somos nosotros los que sufrimos las penas de una madre? ¿Una madre llena de amor y de comprensión? ¿Estamos aquí para comprender a nuestra juventud si se cae? ¿Si está sola? ¿Si no se siente deseada? ¿Estamos entonces presentes?


V. El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz

Cuando le llevaban a crucificar, echaron mano de un tal Simón de Cirene, que venía del campo y le obligaron a ayudarle a llevar la cruz.

Lc 23, 26.

Simón de Cirene tomaba la cruz y seguía a Jesús, le ayudaba a llevar su cruz. Con lo que habéis dado durante el año, como signo de amor a la juventud, los miles y millones de cosas que habéis hecho a Cristo en los pobres, habéis sido Simón de Cirene en cada uno de vuestros hechos.


VI. La Verónica limpia el rostro de Jesús

Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me distéis de beber.

Mt 25, 35.

Con respecto a los pobres, los abandonados, los no deseados… ¿somos como la Verónica? ¿Estamos presentes para quitar sus preocupaciones y compartir sus penas? ¿O somos parte de los orgullosos que pasan y no pueden ver?


VII. Jesús cae por segunda vez

¿Quiénes son mi madre y mis parientes? Y extendiendo su mano sobre sus discípulos dijo Jesús: he aquí a mi madre y a mis parientes quienquiera que haga la voluntad de mi Padre.

Mt 12, 48-50.

Jesús cae de nuevo. ¿Hemos recogido a personas de la calle que han vivido como animales y se murieron entonces como ángeles? ¿Estamos presentes para levantarlos? También en vuestro país podéis ver a gente en el parque que están solos, no deseados, no cuidados, sentados, miserables. Nosotros los rechazamos con la palabra alcoholizados. No nos importan. Pero es Jesús quien necesita nuestras manos para limpiar sus caras. ¿Podéis hacerlo? o ¿pasaréis sin mirar?


VIII. Jesús consuela a las mujeres

Le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres, que se lamentaban y lloraban por Él. Vuelto hacia ellas les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos.

Lc 23, 27-28.

Padre Santo, yo rezo por ellas para que se consagren a tu santo nombre, santificadas por Ti; para que se entreguen a tu servicio, se te entreguen en el sacrificio. Para eso me consagro yo también y me entrego como sacrificio con Cristo.


IX. Jesús cae por tercera vez

Os he dicho esto para que tengáis paz conmigo. En el mundo tendréis tribulaciones, pero confiad: yo he vencido al mundo.

Jn 16, 33.

Jesús cae de nuevo para ti y para mí. Se le quitan sus vestidos. Hoy se le roba a los pequeños el amor antes del nacimiento. Ellos tienen que morir porque nosotros no deseamos a estos niños. Estos niños deben quedarse desnudos, porque nosotros no los deseamos, y Jesús toma este grave sufrimiento. El no nacido toma este sufrimiento porque no tiene más remedio de desearle, de amarle, de quedarme con mi hermano, con mi hermana.


X. Jesús es despojado de sus vestiduras

Cuando los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro partes, una para cada soldado y la túnica.

Jn 19, 23.

¡Señor, ayúdanos para que aprendamos a aguantar las penas, fatigas y torturas de la vida diaria, para que logremos siempre una más grande y creativa abundancia de vida!


XI. Jesús es clavado en la cruz

Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí con dos malhechores Jesús decía: padre, perdónales porque no saben lo que hacen.

Lc 23, 33.

Jesús es crucificado. ¡Cuántos disminuidos psíquicos, retrasados mentales llenan las clínicas! ¡Cuántos hay en nuestra propia patria! ¿Les visitamos? ¿Compartimos con ellos este calvario? ¿Sabemos algo de ellos? Jesús nos ha dicho: Si vosotros queréis ser mis discípulos, tomad la cruz y seguidme y Él opina que nosotros hemos de coger la cruz y que le demos de comer a Él en los que tienen hambre, que visitemos a los desnudos y los recibamos por Él en nuestra casa y que hagamos de ella su hogar.


XII. Jesús muere en la cruz

Después de probar el vinagre, Jesús dijo: Todo está cumplido, e inclinando la cabeza entregó el espíritu.

Jn 19, 30.

¡Empecemos las estaciones de nuestro vía crucis personal con ánimo y con gran alegría, pues tenemos a Jesús en la sagrada Comunión, que es el Pan de la Vida que nos da vida y fuerza! Su sufrimiento es nuestra energía, nuestra alegría, nuestra pureza. Sin Él no podemos hacer nada.


XIII. Jesús es bajado de la cruz

Al caer la tarde vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era discípulo de Jesús tomó su cuerpo y lo envolvió en una sábana limpia.

Mt 27, 57-59.

¡Vosotros jóvenes, llenos de amor y de energía, no desperdiciéis vuestras fuerzas en cosas sin sentido!


XIV. Jesús es sepultado

Había un huerto cerca del sitio donde fue crucificado Jesús, y en él un sepulcro nuevo, en el cual aún nadie había sido enterrado y pusieron allí a Jesús.

Jn 19, 41-42.

¡Mirad a vuestro alrededor y ved! Mirad a vuestros hermanos y hermanas, no sólo en vuestro país, sino en todas las partes donde hay personas con hambre que os esperan. Desnudos que no tienen patria. ¡Todos os miran! ¡No les volváis la espalda, pues ellos son el mismo Cristo!


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Fuente original: corazones.org