El noviazgo hoy: ¿Pasatiempo o relación con sentido?

El noviazgo hoy: ¿Pasatiempo o relación con sentido?

Os invito a que reflexionemos un poco sobre algo muy importante: las relaciones de noviazgo, especialmente en el núcleo fundamental que las anima, así como las dificultades por las que estas pueden pasar.

¿Para qué una relación de noviazgo?

Desde un punto de vista cristiano, una relación de noviazgo se lleva con miras al matrimonio. Es decir, que al matrimonio antecede siempre una relación que ayude a madurar esta elección de vida. Pero, ¿será este el pensamiento de los jóvenes de hoy? Es claro que en la mayoría de los casos la respuesta será negativa, pues muchos jóvenes no tienen clara la razón de ser del noviazgo, ya que se piensa que una relación de este tipo es para pasarla a gusto, para tener intimidad con alguien, etcétera. Incluso, habrá muchos que ni siquiera establezcan una relación formal de noviazgo, pues los «amigos con derechos» las vienen a suplir.

Los padres de familia y el noviazgo de sus hijos

Por otra parte, es importante que también los padres de familia tengan claro el objetivo del noviazgo, de lo contrario no tendrán fundamentos para orientar a sus hijos al momento en que éstos comiencen -en ocasiones prematuramente- a tener experiencias de «noviazgo» si se les puede llamar así.

¿Por qué es importante esto? Porque si el noviazgo se lleva con la intención de llegar al matrimonio, los jóvenes habrán de postergar esta etapa de su vida para cuando hayan alcanzado la madurez y estén preparados para una opción definitiva. Mientras tanto, habrá que insistir en que vivan su adolescencia-juventud inmersos en su preparación académico-profesional, buscando madurar su afectividad con relaciones de amistad que les posibiliten un sano desarrollo psicoafectivo.

Los beneficios de un noviazgo maduro

Esto les traería considerables beneficios. Uno, y que me parece muy importante, se evitarían embarazos no deseados, pues muchos de estos embarazos se dan en adolescentes, como consecuencia de relaciones prematuras. Otro beneficio sería que los jóvenes podrían adentrarse más de lleno en su formación, tendrían oportunidad de conocer más gente, de convivir mayor tiempo con la familia, etcétera; pues el noviazgo puede absorber mucho tiempo, y en ocasiones, provocar desgaste emocional, sobre todo cuando se da en condiciones de inmadurez.

Propuesta nada fácil

Una solución aparentemente sencilla, pero difícil, sobre todo si pensamos en cómo nuestros jóvenes están inmersos en un mundo que estimula el eros, la pulsión sexual; que por todos lados son bombardeados con información sexual, pero no con auténtica formación; nuestros gobiernos y ciertas instituciones se han dedicado a repartir condones en lugar de orientar hacia una sexualidad más madura y de verdad responsable. Y si a esto agregamos la tremenda desintegración familiar, las cada vez más numerosas familias disfuncionales y la poca formación en valores morales y religiosos vividos en familia; tenemos como resultado a jóvenes muy vulnerables, débiles espiritual y psicológicamente, incapaces aún para poder afrontar la vida con entereza.

¿Qué hacer? Apostar por la familia

Hay que seguir apostando por el fortalecimiento de la institución familiar como célula que estructura la vida de la sociedad (Cf. Familiaris consortio, n. 42). Si la familia está dañada, es como un cáncer que poco a poco corroerá el tejido social. La familia es el espacio donde se vive el amor en distintas dimensiones: entre esposos, entre padres e hijos, entre hermanos. Y es el amor incondicional que se vive al interior de la familia lo que origina seres humanos plenos, maduros, aptos para ser portadores de amor auténtico.

Por otra parte, las familias han de abrirse a Aquél en quien tiene origen el amor: Dios, que quiere que lo incluyamos en la aventura de ser familia. La vida familiar se enriquece desde la fe en los momentos de gozo celebrativo como en los inevitables momentos difíciles. Los valores que emergen del Evangelio consolidan la madurez personal y familiar para poder enfrentar la vida con entereza y alegría, y la familia está llamada a ser la primer educadora en la fe (Cf. Familiaris consortio, nn. 36-38).

Quien surge de una familia integrada e íntegra, puede vivir un noviazgo con sentido, con madurez. Y si nuestra matriz familiar no es lo positivo que quisiéramos, nunca es tarde para sanar y madurar, y aún el noviazgo puede ser una oportunidad para ello, siempre y cuando se viva éste como espacio de crecimiento humano-espiritual en el que se dé respeto mutuo en diálogo franco y comprensivo, y el imprescindible amor incondicional que nos alimenta y sana.

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La senda de Fray Junípero

Publicación mensual de formación e información católica

‘Quo vadis?’: evangelización y martirio

‘Quo vadis?’: evangelización y martirio

La vida de las primeras comunidades cristianas ha sido tema tratado por los guiones cinematográficos desde casi sus orígenes. La mayoría estaban basados en grandes relatos literarios que, además de tener interés religioso o histórico, sino que transmitían valores positivos del ser humano, incluso heroicos, y mostraban ejemplos vivos de virtud en sus personajes y sus historias.

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Una de estas grandes historias es la que narra la novela Quo Vadis? (1896), del Nobel polaco Henryk Sienkiewicz. El título de la obra está en latín y se refiere a las palabras Quo vadis, Dómine? (‘¿A dónde vas, Señor?’) que, según la tradición, fueron pronunciadas por el apóstol Pedro mientras huía de Roma para ponerse a salvo de la persecución de los cristianos que había ordenado el emperador Nerón. Cuando salía de la ciudad vio una figura conocida… es Jesús: a Él le realiza esa pregunta, a la que el Señor responde: «Voy a ser crucificado en Roma por segunda vez porque mis propios discípulos me abandonan». Avergonzado de su cobardía, Pedro regresa a Roma para afrontar su destino: el martirio.

Para encuadrar la historia el argumento desarrolla ampliamente el tema de la relación entre paganos y cristianos, centrado en la relación amorosa entre un tribuno, Marco Vinicio, y una joven cristiana, Ligia. Esta relación enfrenta dos extremos en estilo de vida: la de Ligia centrada en Cristo; la de Marco, en él mismo. Los ardides del tribuno llevan a Ligia al palacio imperial, junto a Nerón y Popea, Petronio y Séneca… allí contempla la locura del Emperador y la corrupción de quienes lo apoyan.

Nerón, loco de poder, incendia Roma… no contaba con los romanos. La pequeña comunidad cristiana, sita en el Transtévere, queda destruida y, para más dolor, termina siendo responsabilizada por el incendiario imperial de la destrucción de la ciudad.

Pedro y Pablo, los dos apóstoles, están con su grey… los cristianos están tranquilos. Son acusados de impiedad y de crímenes horribles. Todo aquel que no logra huir es martirizado en el circo frente a las fieras, crucificado o como antorcha humana en los elegantes jardines de Séneca. Marco comienza a entender a Ligia… ¿Qué tiene Cristo y que los dioses romanos nunca han poseído para que un hombre cuerdo de su vida por Él con alegría? No solo las palabras evangelizan… también los mártires.

Enlace legal a la novela en polaco.

Quo vadis?La novela ha sido llevada a la gran pantalla en numerosas ocasiones (1912, 1924, 1951, 1985 y 2001), pero la versión más impresionante fue la dirigida por Melvin LeRoy en 1951, en EE UU, con Robert Taylor como Marco Vinicio, Deborah Kerr como Ligia y Peter Ustinov en el papel de Nerón. En ella queda magníficamente retratada en imágenes la vida de una joven cristiana y su comunidad en los primeros años del cristianismo, una época en la que ser cristiano implicaba ser heroico por la fe hasta el martirio.

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Quo vadis? – Versión de 1951

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Quo vadis? – Versión de 1912

Quo vadis? – Versión de 2001

Los niños y la Liturgia: La preparación de la celebración

Los niños y la Liturgia: La preparación de la celebración

«Cada una de las celebraciones eucarísticas de los niños prepárese con cuidado y en especial de una manera particular las oraciones, los cantos, las lecturas, las intenciones de la oración de los fieles, tomando para dicha participación el parecer de los adultos y los niños que ejercen algún ministerio particular en estas Misas. Para preparar y adornar el lugar de la celebración así como para la preparación del cáliz con la patena y las vinajeras, en cuanto se pueda, dese lugar a algunos niños. Salvar siempre la debida preparación interior, también tales acciones ayudan a despertar el sentido comunitario de la Celebración…»

Sagrada Congregación para el Culto Divino: Directorio Litúrgico para las misas con participación de niños, n.º 29

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Para que una celebración tenga posibilidades de llegar a buen término es necesario tomarse un tiempo importante para pensarla, para prepararla bien. Cuanto más se piense antes y uno se anticipe a las situaciones, seguramente mayor probabilidades de que salga bien tendremos. Sobre todo si dicha preparación por parte de los adultos se hace en familia o en equipo, entre todos, siempre hay menos riesgo de equivocarnos.

Podemos hablar de dos momentos: la preparación remota y la preparación inmediata.


La preparación anterior o remota

El éxito de una celebración depende muchas veces de una buena preparación. No puede ser resultado del azar o de la improvisación. Hay que escribirla, pensarla con tiempo; y lo más importante, hay que rezarla delante de Dios.

Habrá que determinar los siguientes puntos:

  1. ¿Qué objetivo nos proponemos con la misma? ¿Qué queremos celebrar? ¿Cuándo y en qué lugar se va a realizar y si está disponible en ese momento?
  2. ¿Es necesario distribuir funciones? ¿Qué cantos se van a elegir? ¿Cuál será la Palabra de Dios? ¿Qué materiales serán necesarios?
  3. ¿Qué van a hacer los niños antes y durante la celebración? ¿Cómo se ubicarán? ¿Cuál va a ser el gesto por destacar? ¿Tienen que llevar algo preparado? ¿Van a participar otras personas? ¿Hay que invitarlas? ¿Cómo? ¿Qué papel desempeñarán?
  4. ¿Qué elementos pueden jugar en contra? ¿Están previstas las posibles dificultades?

En síntesis, hay que prever el qué, quién, cuándo, dónde, cómo y el porqué de la celebración. Es aconsejable dejar por escrito el esquema y los responsables, las necesidades y cada etapa de la celebración.


Preparación previa o inmediata

El mismo día de la celebración, en algún momento previo, siempre es importante preparar todo cuidadosamente.

Habrá que prever:

  1. Explicarle a los niños qué van a hacer, ensayar las canciones, las dramatizaciones, etc.
  2. Fijarse si están todos los elementos dispuestos y preparados el lugar, por ejemplo: almohadones, Biblia, velas, fósforos o encendedores, floreros, etc.
  3. Probar todos los materiales por utilizar: proyector, pantalla, reproductor de música, alargadores, etc. No es la primera ni la última vez, que una celebración no se puede realizar por culpa de un enchufe o adaptador.
  4. Avisar a otros grupos o personas presentes que se va a realizar una celebración a tal hora y en tal lugar, de manera de evitar superposiciones o interrupciones innecesarias.

Pero, sobre todo, lo que importa al preparar una Celebración de la Palabra es poder situarse en la mentalidad de los niños y vislumbrar qué signos y gestos tendrán un mejor poder convocante para despertar el gusto en los niños de participar en la liturgia. Qué tema y qué Palabra de Dios calará más profundamente en el momento que están viviendo, en los interrogantes vitales que tienen los niños y niñas de esa edad.

Lo esencial es que el grupo o persona que la prepara deberá ponerla en oración. No olvidemos que siempre que tengamos que hablar con los niños de Dios, primero tenemos que hablar con Dios de los niños.


(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 8.ª)

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Todas las catequesis de Luis María Benavides

Catequesis en camino – Sitio web de Luis María Benavides


El viaje del demonio

El viaje del demonio

Camino de la ciudad, andaba enteramente solo un viajero. Era a la puesta del sol.

El rostro del viajero era siniestro; bajo sus espesas cejas erizadas, brillaban sus ojos cual si fueran ascuas. Horrible sonrisa se dibujaba en sus labios; y, centelleantes, como briznas de acero enrojecidas al horno, tenía erizados sus cabellos.

De las arrugas de su cráneo manaba un sudor infecto, cuyas gotas corrían el suelo como la mordedura de un ácido.

A su paso temblaba la tierra y producía extraños ruidos; las aves interrumpían sus cantos y ocultaban a sus pequeñuelos bajo sus alas; los árboles gemían como en los días en que el viento ruge de cólera, y la hierba, en el espacio en que era cubierta por la sombra del caminante, quedaba negra como si hubiera sido quemada por una lluvia de carbones encendidos.

Cuando, al pasar junto a una fuente, el viajero hundió en ella la extremidad de su bastón, el agua se puso a hervir de pronto; se vio subir por el aire una espesa niebla y el líquido quedó turbio como el fango de un pantano.

Mientras caminaba, cantaba el viajero una canción de aire desconocido, siniestro, capaz de infundir pavor a los hombres más valientes; esta impía canción asustó a los ecos, y no se atrevieron a repetirla.

Caminaba asomándose a todas las ventanas de las casas en que, dormidos o despiertos, había seres humanos; y a medida que se asomaba, salía de su boca como un humo espeso que, atravesando las paredes penetraban en el alma de los que allí estaban y daba a su fisonomía un no sé qué extraño y aterrador.

Mas en las casas en donde, ello no obstante, nada parecía haber cambiado, se oían sonidos apenas articulados que parecían blasfemias.

Luego se enderazaba el caminante rechinando los dientes, y continuaba su camino, sin dejar de visitar ninguna casa.

Mas he aquí que a veces se detenía temblando, y luego retrocedía espantado… Es que había visto en la cuna del niño, o a la cabecera de una piadosa madre, Un crucifijo. Sus odiosos rasgos se contraían un instante, luego continuaba su camino, yendo siempre de casa en casa.

Terminado su viaje, se sentó a la puerta de la ciudad, prorrumpió en una aguda carcajada y murmuró: Mi amo estará satisfecho.

Este viajero era un emisario del infierno, que tenía por misión sembrar el pecado.

Noticias Cristianas: «Historias para amar a Dios n.º 5»
en Historias para amar, pp. 14-15.


El Bautismo de Jesús: recursos para la catequesis

El Bautismo de Jesús: recursos para la catequesis

Os ofrecemos una selección de vídeos accesibles en interne sobre el Bautismo de Jesús. Hemos querido elegir todo tipo de formatos, para que catequistas y padres elijan el más adecuado para los niños a quienes atienden.


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En dibujos animados

{denvideo http://www.youtube.com/watch?v=_yqnU_FRMdQ}

En dibujos animados 3D

{denvideo http://www.youtube.com/watch?v=NkiwYzsrb6w}

Otra versión en dibujos animados

{denvideo http://www.youtube.com/watch?v=agrJ_gaHOfM}

En la película Jesús de Nazaret

{denvideo http://www.youtube.com/watch?v=R9YSawqbcm8}

En la película Rey de reyes

{denvideo http://www.youtube.com/watch?v=uqEn0VOFtDA}

Microdocumental

{denvideo http://www.youtube.com/watch?v=rLzkD0EFKd0}
San Raimundo de Peñafort, con recursos audiovisuales

San Raimundo de Peñafort, con recursos audiovisuales

Nunca es tarde para responder al llamado del Señor. ¡Raimundo respondió a los 40 años! y Dios le compensó su entrega, concediéndole servir a la Iglesia hasta que cumplió los 100 años. Así a veces son los caminos del Señor.

Nació el año 1175, en Peñafort, cerca de Barcelona, España. Tenía una inteligencia extraordinaria y a los 20 años ya es profesor de filosofía en Barcelona y a los 30, se doctora y enseña en la famosa Universidad de Bolognia en Italia. El testimonio de los dominicos, Orden recientemente fundada por Santo Domingo de Guzmán, le cuestiona y decide desprenderse de todo y formar parte de estos frailes predicadores.

 

Raimundo estaba turbado en su interior. ¡Cuanto se había vanagloriado por su inteligencia! Pide por ello a sus nuevos hermanos que le asignaran los cargos más humildes de la comunidad. Pero el Plan de Dios era otro para él. Le piden investigue como podían responder los confesores a los casos más difíciles de moral. Raimundo se pone a trabajar en este proyecto cuyo resultado es el famoso libro: «Summa de casibus paenitentialibus», la primera obra de su género.

Paralelamente a su trabajo intelectual se dedica a la predicación, la catequesis y a la confesión. Recorre las provincias españolas de Aragón, Castilla y Cataluña, logrando una gran cantidad de conversiones.

En 1230 el Papa Gregorio IX llama a Raimundo a Roma y le pide que sea su confesor. Además, conocedor de sus dotes intelectuales, le pide que reúna todos los decretos dados por los Papas y los Concilios. Esta segunda misión la completa el santo en tres años de intensa investigación, al cabo de los cuáles, publicó su famosísimo libro de 5 volúmenes titulado Decretales, que sirvió a los canonistas durante cerca de 800 años, pues recién en 1917 se publica un nuevo Código de Derecho Canónico.

Cuando tenía 60 años, el Papa lo nombra obispo de Tarragona a pesar suyo. Al poco tiempo enferma y el Papa lo liberó del cargo a condición de que Raimundo propusiera un buen candidato. Cómo era común en esos tiempos, los médicos le recomiendan volver a su tierra para recuperar la salud. Allí, recuperado de su enfermedad, es muy solicitado por los reyes y el Papa, quienes le consultan sobre diversos asuntos.

Muerto el segundo superior general de los Dominicos, San Jordán de Sajonia, el capítulo general lo elige general de la Orden, otra vez a pesar suyo. Visita a pie muchos conventos dominicos y ayuda a definir las Constituciones de su comunidad, a la que sirve por dos años más como general, pues aduce que su edad ya no le permite cumplir ducha función de servicio.

Preocupado por la evangelización de los musulmanes, que aún eran fuertes en su natal España y de los judíos; pide a Santo Tomás de Aquino (dominico también) que escribiera la Summa contra Gentiles y consiguió que se enseñara árabe y hebreo en varios conventos de su Orden. Fundó un convento en Túnez y otro en Murcia, contribuyendo a la impresionante conversión de más de 10.000 musulmanes.

San Raimundo murió en Barcelona el 6 de enero de 1275, a los 100 años de edad, rodeado por el cariño de sus hijos y el reconocimiento de la gente que lo aclamó como santo. Fue canonizado en 1601.

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Enlaces a diversas biografías de san Raimundo

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Recursos audiovisuales

San Raimundo de Peñafort, en apostleshipofprayer.org (inglés)

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San Raimundo de Peñafort, en Comunidade Católica El Shaddai (portugués)

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San Raimundo de Peñafort, por Encarni Llamas en DiócesisTV (español)

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Los niños y la Liturgia: Elementos de una celebración de la Palabra (II)

Los niños y la Liturgia: Elementos de una celebración de la Palabra (II)

Esta columna es contiuación de la anterior dedicada a los elementos de celebración de la palabra con niños.


E. El clima festivo

Una celebración es algo muy diferente de una ceremonia aburrida y pesada. ¡Cuánto más si los que participan son niños! La celebración para el niño significa siempre fiesta y alegría. Incluso para los adultos, una fiesta implica algo extraordinario; todo el ambiente luce distinto: el aseo y la limpieza, la decoración, la música, los cantos, la vestimenta, etc.

Para lograr ese clima festivo es importante cuidar que el marco físico sea digno y diferente. Todo el ambiente debe hablar de algo distinto. Se pueden disponer de almohadones, láminas, alfombras, flores, velas, guirnaldas, alguna imagen religiosa, música de fondo, etc.

En cada celebración se usarán símbolos distintos y variados, pero buscando no poner demasiados signos por celebración, ya que puede dispersar a los niños.

El lugar para una celebración con niños debe elegirse cuidadosamente, de acuerdo a lo que se celebra. Preparar el lugar para la celebración, puede ser una hermosa ocasión para un trabajo en conjunto con niños y padres.

Evidentemente, lo más importante de un clima festivo es la disposición interior de los niños (que en esta edad se logra a través de gestos, cantos, aplausos, etc.), y no solamente con objetos externos.


F. La oración

Toda celebración deberá conducir al encuentro con Dios, que será personal y comunitario. En cualquier celebración que hagamos con los niños, debe existir un espacio, aunque sea breve, para la oración personal, para la oración silenciosa.

Los niños tienen que acostumbrarse poco a poco, a lograr espacios de silencio interior; y del mismo modo, deben tener sus primeras experiencias de oración comunitaria. Los niños saben que la comunidad, la familia, los amigos, los demás también están para rezar con uno, para compartir alegrías y dolores, para rezar juntos por una intención personal. Un niño, por ejemplo, que pide a sus amigos que recen por su gatito enfermo está generando un acto salvífico del amor de Dios.

Es muy importante que los niños puedan hacer oración y expresar en voz alta sus propias preocupaciones, sus propias intenciones. Estas oraciones espontáneas de petición, de alabanza y de agradecimiento, muy queridas por los niños y, estoy convencido, que por Dios también, van a ir despertando el sentido comunitario de la oración. Es de lamentable constatar que a medida que pasan los años, más nos vamos alejando de la oración comunitaria, compartida desde la vida.


G. El compromiso personal y comunitario

El compromiso personal y comunitario es el fruto normal de la celebración, que se ha de dar en cada niño. A veces, será propuesto por el catequista, pero respetando la forma de expresión de cada uno.

Este compromiso debe ser muy concreto, por ejemplo, compartir una golosina con mi compañero en la próxima merienda, ayudar a mamá a ordenar mis juguetes, etc.; evaluable, es decir, que el niño y el catequista puedan saber si se cumplió o no; y cercano, o sea, no muy lejano en el tiempo.

Muchas veces, en los niños, el compromiso se manifiesta a través de expresiones corporales como: acompañar los cantos con todo el cuerpo, dibujar el compromiso o exteriorizarlo con una dramatización, un signo, una postura, un póster o un gesto comunitario.

De esta manera, teniendo presentes los componentes esenciales de una Celebración de la Palabra con participación de niños, podremos adentrarnos en su preparación. Es importante aclarar que estos elementos deberán estar presentes tanto en una celebración sencilla, que bien puede ser familiar como en una celebración más grande, como puede ser una celebración en la parroquia, escuela o barrio. Lo que habrá que variar será la profundidad y extensión, pero todos estos elementos deberán estar presentes, de alguna manera u otra.


(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 7.ª)

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Todas las catequesis de Luis María Benavides

Catequesis en camino – Sitio web de Luis María Benavides


María, la primera en recibir la Luz de Cristo

María, la primera en recibir la Luz de Cristo

En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia extendida por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado en la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Esta bendición fue confiada por Dios, a través de Moisés, a Aarón y a sus hijos, es decir, a los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un triple deseo lleno de luz, que brota de la repetición del nombre de Dios, el Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto, para ser bendecidos hay que estar en la presencia de Dios, recibir sobre sí su Nombre y permanecer bajo el cono de luz que parte de su rostro, en el espacio iluminado por su mirada, que difunde gracia y paz.

Esta es también la experiencia que han tenido los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el Evangelio de hoy. Han tenido la experiencia de encontrarse en la presencia de Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, delante de un gran soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16). Ese niño, precisamente, irradia una luz nueva, que resplandece en la oscuridad de la noche, como podemos ver en tantas pinturas que representan el Nacimiento de Cristo. La bendición, en efecto, viene de él: de su nombre, Jesús, que significa «Dios salva», y de su rostro humano, en el que Dios, el Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido encarnarse, esconder su gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su bondad (cf. Tt 3,4).

María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer instante de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido la primera en ser colmada de esta bendición. Ella es, como la saluda santa Isabel, «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está bajo la luz del Señor, en radio de acción del nombre y el rostro de Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su vientre». Así nos la presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a conservar y meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús (cf. Lc 2,19.51). El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contiene de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana lleva consigo, de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a la bendición de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y es ella quien lleva la bendición; es la mujer que ha acogido en ella a Jesús y lo ha dado a luz para toda la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María Virgen).

María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que esparce por el mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que comunican a los hombres la gracia y la vida divina. La Iglesia vive de modo particular esta maternidad en el sacramento del Bautismo, cuando engendra los hijos de Dios por el agua y el Espíritu Santo, el cual exclama en cada uno de ellos: «Abbà, Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual que María, es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que el mundo no se puede dar por sí mismo y que es tan necesaria siempre, o más que el pan.

Queridos amigos, la paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y la síntesis de todas las bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas se encuentran se saludan deseándose mutuamente la paz. También la Iglesia, en el primer día del año, invoca de modo especial este bien supremo, y, como la Virgen María, lo hace mostrando a todos a Jesús, ya que, como afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra paz» (Ef 2,14), y al mismo tiempo es el «camino» por el que los hombres y los pueblos pueden alcanzar esta meta, a la que todos aspiramos. Así pues, llevando en el corazón este deseo profundo, me alegra acogeros y saludaros a todos los que habéis venido a esta Basílica de San Pedro en esta XLV Jornada Mundial de la Paz: Señores Cardenales; Embajadores de tantos países amigos que, como nunca en esta ocasión comparten conmigo y con la Santa Sede la voluntad de renovar el compromiso por la promoción de la paz en el mundo; el Presidente del Consejo Pontificio «Justicia y Paz», que junto al Secretario y los colaboradores trabajan de modo especial para esta finalidad; los demás Obispos y Autoridades presentes; los representantes de Asociaciones y Movimientos eclesiales y todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, de modo particular los que trabajáis en el campo de la educación de los jóvenes. En efecto, como ya sabéis, en mi Mensaje de este año he seguido la perspectiva educativa.

«Educar a los jóvenes en la justicia y la paz» es la tarea que atañe a cada generación y, gracias a Dios, la familia humana, después de las tragedias de las dos grandes guerras mundiales, ha mostrado tener cada vez más consciente de ello, como lo demuestra, por una parte declaraciones e iniciativas internaciones y, por otra, la consolidación en los últimos decenios entre los mismos jóvenes de muchas y diferentes formas de compromiso social en este campo. Para la Comunidad eclesial, educar para la paz forma parte de la misión que ha recibido de Cristo, forma parte integrante de la evangelización, porque el Evangelio de Cristo es también el Evangelio de la justicia y la paz. Pero la Iglesia en los últimos tiempos se ha hecho portavoz de una exigencia que implica a las conciencias más sensibles y responsables por la suerte de la humanidad: la exigencia de responder a un desafío tan decisivo como es el de la educación. ¿Por qué «desafío»? Al menos por dos motivos: en primer lugar, porque en la era actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad tecnológica, querer no solo instruir sino educar no se puede presuponer, sino que es una opción; en segundo lugar, porque la cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía educar? Y, después, ¿educar para qué?

Lógicamente no podemos abordar ahora estas preguntas de fondo, a las que ya he tratado de responder en otras ocasiones. En cambio, quisiera subrayar que, frente a las sombras que hoy oscurecen el horizonte del mundo, asumir la responsabilidad de educar a los jóvenes en el conocimiento de la verdad y en los valores fundamentales, significa mirar al futuro con esperanza. En este compromiso por una educación integral, entra también la formación para la justicia y la paz. Los muchachos y las muchachas actuales crecen en un mundo que se ha hecho, por decirlo así, más pequeño, en donde los contactos entre las diferentes culturas y tradiciones son constantes, aunque no siempre dirigidos. Para ellos es hoy más que nunca indispensable aprender el valor y el método de la convivencia pacífica, del respeto recíproco, del diálogo y la comprensión. Por naturaleza, los jóvenes están abiertos a estas actitudes, pero precisamente la realidad social en la que crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los puede proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar siempre y solo contando con la fuerza de la verdad y el bien. Esta educación parte de la familia y se desarrolla en la escuela y en las demás experiencias formativas. Se trata esencialmente de ayudar a los niños, los muchachos, los adolescentes, a desarrollar una personalidad que combine un profundo sentido de justicia con el respeto del otro, con la capacidad de afrontar los conflictos sin prepotencia, con la fuerza interior de dar testimonio del bien también cuando supone sacrificio, con el perdón y la reconciliación. Así podrán llegar a ser hombres y mujeres verdaderamente pacíficos y constructores de paz.

En esta labor educativa de las nuevas generaciones, una responsabilidad particular corresponde también a las comunidades religiosas. Todo itinerario de formación religiosa auténtica acompaña a la persona, desde su más tierna edad, a conocer a Dios, a amarlo y hacer su voluntad. Dios es amor, es justo y pacífico, y quien quiere honrarlo debe sobre todo comportarse como un hijo que sigue el ejemplo del padre. Un salmo afirma: «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos … El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 103,6.8). Como Jesús nos ha demostrado con el testimonio de su vida, justicia y misericordia conviven en Dios perfectamente. En Jesús «misericordia y fidelidad» se encuentran, «la justicia y la paz» se besan (cf. Sal 85,11). En estos días la Iglesia celebra el gran misterio de la encarnación: la verdad de Dios ha brotado de la tierra y la justicia mira desde el cielo, la tierra ha dado su fruto (cf. Sal 85,12.13). Dios nos ha hablado en su Hijo Jesús. Escuchemos lo que nos dice Dios: Él «anuncia la paz» (Sal 85,9). La Virgen María hoy nos lo indica, nos muestra el camino: ¡Sigámosla! Y tú, Madre Santa de Dios, acompáñanos con tu protección. Amén.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI: Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

Homilía del domingo, 1 de enero de 2012

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Nace Jesús – Carta de san Juan Pablo II a los niños

Nace Jesús – Carta de san Juan Pablo II a los niños

¡Queridos niños!

Dentro de pocos días celebraremos la Navidad, fiesta vivida intensamente por todos los niños en cada familia. Este año lo será aún más porque es el Año de la Familia. Antes de que este termine, deseo dirigirme a vosotros, niños del mundo entero, para compartir juntos la alegría de esta entrañable conmemoración.

La Navidad es la fiesta de un Niño, de un recién nacido. ¡Por esto es vuestra fiesta! Vosostros la esperáis con impaciencia y la preparáis con alegría, contando los días y casi las horas que faltan para la Nochebuena de Belén.

Parece que os estoy viendo: preparando en casa, en la parroquia, en cada rincón del mundo el nacimiento, reconstruyendo el clima y el ambiente en que nació el Salvador. ¡Es cierto! En el período navideño el establo con el pesebre ocupa un lugar central en la Iglesia. Y todos se apresuran a acercarse en peregrinación espiritual, como los pastores la noche del nacimiento de Jesús. Más tarde los Magos vendrán desde el lejano Oriente, siguiendo la estrella, hasta el lugar donde estaba el Redentor del universo.

También vosotros, en los días de Navidad, visitáis los nacimientos y os paráis a mirar al Niño puesto entre pajas. Os fijáis en su Madre y en san José, el custodio del Redentor. Contemplando la Sagrada Familia, pensáis en vuestra familia, en la que habéis venido al mundo. Pensáis en vuestra madre, que os dio a luz, y en vuestro padre. Ellos se preocupan de mantener la familia y de vuestra educación. En efecto, la misión de los padres no consiste solo en tener hijos, sino también en educarlos desde su nacimiento.

Queridos niños, os escribo acordándome de cuando, hace muchos años, yo era un niño como vosotros. Entonces yo vivía también la atmósfera serena de la Navidad, y al ver brillar la estrella de Belén corría al nacimiento con mis amigos para recordar lo que sucedió en Palestina hace 2000 años. Los niños manifestábamos nuestra alegría ante todo con cantos. ¡Qué bellos y emotivos son los villancicos, que en la tradición de cada pueblo se cantan en torno al nacimiento! ¡Qué profundos sentimientos contienen y, sobre todo, cuánta alegría y ternura expresan hacia el divino Niño venido al mundo en la Nochebuena! También los días que siguen al nacimiento de Jesús son días de fiesta: así, ocho días más tarde, se recuerda que, según la tradición del Antiguo Testamento, se dio un nombre al Niño: llamándole Jesús.

Después de cuarenta días, se conmemora su presentación en el Templo, como sucedía con todos los hijos primogénitos de Israel. En aquella ocasión tuvo lugar un encuentro extraordinario: el viejo Simeón se acercó a María, que había ido al Templo con el Niño, lo tomó en brazos y pronunció estas palabras proféticas: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc2, 29-32). Después, dirigiéndose a María, su Madre, añadió: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 34-35). Así pues, ya en los primeros días de la vida de Jesús resuena el anuncio de la Pasión, a la que un día se asociará también la Madre, María: el Viernes Santo ella estará en silencio junto a la Cruz del Hijo. Por otra parte, no pasarán muchos días después del nacimiento para que el pequeño Jesús se vea expuesto a un grave peligro: el cruel rey Herodes ordenará matar a los niños menores de dos años, y por esto se verá obligado a huir con sus padres a Egipto.

Seguro que vosotros conocéis muy bien estos acontecimientos relacionados con el nacimiento de Jesús. Os los cuentan vuestros padres, sacerdotes, profesores y catequistas, y cada año los revivís espiritualmente durante las fiestas de Navidad, junto con toda la Iglesia: por eso conocéis los aspectos trágicos de la infancia de Jesús.

¡Queridos amigos! En lo sucedido al Niño de Belén podéis reconocer la suerte de los niños de todo el mundo. Si es cierto que un niño es la alegría no solo de sus padres, sino también de la Iglesia y de toda la sociedad, es cierto igualmente que en nuestros días muchos niños, por desgracia, sufren o son amenazados en varias partes del mundo: padecen hambre y miseria, mueren a causa de las enfermedades y de la desnutrición, perecen víctimas de la guerra, son abandonados por sus padres y condenados a vivir sin hogar, privados del calor de una familia propia, soportan muchas formas de violencia y de abuso por parte de los adultos. ¿Cómo es posible permanecer indiferente ante al sufrimiento de tantos niños, sobre todo cuando es causado de algún modo por los adultos?


Jesús da la Verdad

El Niño, que en Navidad contemplamos en el pesebre, con el paso del tiempo fue creciendo. A los doce años, como sabéis, subió por primera vez, junto con María y José, de Nazaret a Jerusalén con motivo de la fiesta de la Pascua. Allí, mezclado entre la multitud de peregrinos, se separó de sus padres y, con otros chicos, se puso a escuchar a los doctores del Templo, como en una «clase de catecismo». En efecto, las fiestas eran ocasiones adecuadas para transmitir la fe a los muchachos de la edad, más o menos, de Jesús. Pero sucedió que, en esta reunión, el extraordinario Adolescente venido de Nazaret no solo hizo preguntas muy inteligentes, sino que él mismo comenzó a dar respuestas profundas a quienes le estaban enseñando. Sus preguntas y sobre todo sus respuestas asombraron a los doctores del Templo. Era la misma admiración que, en lo sucesivo, suscitaría la predicación pública de Jesús: el episodio del Templo de Jerusalén no es otra cosa que el comienzo y casi el preanuncio de lo que sucedería algunos años más tarde.

Queridos chicos y chicas, coetáneos del Jesús de doce años, ¿no vienen a vuestra mente, en este momento, las clases de religión que se dan en la parroquia y en la escuela, clases a las que estáis invitados a participar? Quisiera, pues, haceros algunas preguntas: ¿cuál es vuestra actitud ante las clases de religión? ¿Os sentís comprometidos como Jesús en el Templo cuando tenía doce años? ¿Asistís a ellas con frecuencia en la escuela o en la parroquia? ¿Os ayudan en esto vuestros padres?

Jesús a los doce años quedó tan cautivado por aquella catequesis en el Templo de Jerusalén que, en cierto modo, se olvidó hasta de sus padres. María y José, regresando con otros peregrinos a Nazaret, se dieron cuenta muy pronto de su ausencia. La búsqueda fue larga. Volvieron sobre sus pasos y solo al tercer día lograron encontrarlo en Jerusalén, en el Templo. «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando » (Lc 2, 48). ¡Qué misteriosa es la respuesta de Jesús y cómo hace pensar! « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Era una respuesta difícil de aceptar. El evangelista Lucas añade simplemente que María «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (2, 51). En efecto, era una respuesta que se comprendería solo más tarde, cuando Jesús, ya adulto, comenzó a predicar, afirmando que por su Padre celestial estaba dispuesto a afrontar todo sufrimiento e incluso la muerte en cruz.

Jesús volvió de Jerusalén a Nazaret con María y José, donde vivió sujeto a ellos (cf. Lc 2, 51). Sobre este período, antes de iniciar la predicación pública, el Evangelio señala solo que «progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52).

Queridos chivos, en el Niño que contempláis en el nacimiento podéis ver ya al muchacho de doce años que dialoga con los doctores en el Templo de Jerusalén. El es el mismo hombre adulto que más tarde, con treinta años, comenzará a anunciar la palabra de Dios, llamará a los doce Apóstoles, será seguido por multitudes sedientas de verdad. A cada paso confirmará su maravillosa enseñanza con signos de su potencia divina: devolverá la vista a los ciegos, curará a los enfermos e incluso resucitará a los muertos. Entre ellos estarán la joven hija de Jairo y el hijo de la viuda de Naim, devuelto vivo a su apenada madre.

Es justamente así: este Niño, ahora recién nacido, cuando sea grande, como Maestro de la Verdad divina, mostrará un afecto extraordinario por los niños. Dirá a los Apóstoles: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis», y añadirá: «Porque de los que son como estos es el Reino de Dios» (Mc 10, 14). Otra vez, estando los Apóstoles discutiendo sobre quién era el más grande, pondrá en medio de ellos a un niño y dirá: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 18, 3). En aquella ocasión pronunciará también palabras severísimas de advertencia: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar» (Mt 18, 6).

¡Qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el «Evangelio del niño».

En efecto, ¿qué quiere decir: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos»? ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros. Solo estos pueden encontrar en Dios un Padre y llegar a ser, a su vez, gracias a Jesús, hijos de Dios.

¿No es este el mensaje principal de la Navidad? Leemos en san Juan: «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (1, 14); y además: «A todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (1, 12). ¡Hijos de Dios! Vosotros, queridos niños, sois hijos e hijas de vuestros padres. Ahora bien, Dios quiere que todos seamos hijos adoptivos suyos mediante la gracia. Aquí está la fuente verdadera de la alegría de la Navidad, de la que os escribo ya al término del Año de la Familia. Alegraos por este «Evangelio de la filiación divina». Que, en este gozo, las próximas fiestas navideñas produzcan abundantes frutos, en el Año de la Familia.


Jesús se da a sí mismo

Queridos amigos, la Primera Comunión es sin duda alguna un encuentro inolvidable con Jesús, un día que se recuerda siempre como uno de los más hermosos de la vida. La Eucaristía, instituida por Cristo la víspera de su pasión durante la Ultima Cena, es un sacramento de la Nueva Alianza, más aún, el más importante de los sacramentos. En ella el Señor se hace alimento de las almas bajo las especies del pan y del vino. Los niños la reciben solemnemente la primera vez -en la Primera Comunión- y se les invita a recibirla después cuantas más veces mejor para seguir en amistad íntima con Jesús.

Para acercarse a la Sagrada Comunión, como sabéis, se debe haber recibido el Bautismo: este es el primer sacramento y el más necesario para la salvación. ¡Es un gran acontecimiento el Bautismo! En los primeros siglos de la Iglesia, cuando los que recibían el Bautismo eran sobre todo los adultos, el rito se concluía con la participación en la Eucaristía, y tenía la misma solemnidad que hoy acompaña a la Primera Comunión. Más adelante, al empezar a administrar el Bautismo principalmente a los recién nacidos -es también el caso de muchos de vosotros, queridos niños, que por tanto no podéis recordar el día de vuestro Bautismo- la fiesta más solemne se trasladó al momento de la Primera Comunión. Cada muchacho y cada muchacha de familia católica conoce bien esta costumbre: la Primera Comunión se vive como una gran fiesta familiar. En este día se acercan generalmente a la Eucaristía, junto con el festejado, los padres, los hermanos y hermanas, los demás familiares, los padrinos y, a veces también, los profesores y educadores.

El día de la Primera Comunión es además una gran fiesta en la parroquia. Recuerdo como si fuese hoy mismo cuando, junto con otros muchachos de mi edad, recibí por primera vez la Eucaristía en la Iglesia parroquial de mi pueblo. Es costumbre hacer fotos familiares de este acontecimiento para así no olvidarlo. Por lo general, las personas conservan estas fotografías durante toda su vida. Con el paso de los años, al hojearlas, se revive la atmósfera de aquellos momentos; se vuelve a la pureza y a la alegría experimentadas en el encuentro con Jesús, que se hizo por amor Redentor del hombre.

¡Cuántos niños en la historia de la Iglesia han encontrado en la Eucaristía una fuente de fuerza espiritual, a veces incluso heroica! ¿Cómo no recordar, por ejemplo, los niños y niñas santos, que vivieron en los primeros siglos y que aún hoy son conocidos y venerados en toda la Iglesia? Santa Inés, que vivió en Roma; santa Agueda, martirizada en Sicilia; san Tarsicio, un muchacho llamado con razón el mártir de la Eucaristía, porque prefirió morir antes que entregar a Jesús sacramentado, a quien llevaba consigo.

Y así, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, no han faltado niños y muchachos entre los santos y beatos de la Iglesia. Al igual que Jesús muestra en el Evangelio una confianza particular en los niños, así María, la Madre de Jesús, ha dirigido siempre, en el curso de la historia, su atención maternal a los pequeños. Pensad en santa Bernardita de Lourdes, en los niños de La Salette y, ya en este siglo, en Lucía, Francisco y Jacinta de Fátima.

Os hablaba antes del «Evangelio del niño», ¿acaso no ha encontrado este en nuestra época una expresión particular en la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús? Es propiamente así: Jesús y su Madre eligen con frecuencia a los niños para confiarles tareas de gran importancia para la vida de la Iglesia y de la humanidad. He citado solo a algunos universalmente conocidos, pero ¡cuántos otros hay menos célebres! Parece que el Redentor de la humanidad comparte con ellos la solicitud por los demás: por los padres, por los compañeros y compañeras. El siempre atiende su oración. ¡Qué enorme fuerza tiene la oración de un niño! Llega a ser un modelo para los mismos adultos: rezar con confianza sencilla y total quiere decir rezar como los niños saben hacerlo.

Llego ahora a un punto importante de esta Carta: al terminar el Año de la Familia, queridos amigos pequeños, deseo encomendar a vuestra oración los problemas de vuestra familia y de todas las familias del mundo. Y no solo esto, tengo también otras intenciones que confiaros. El Papa espera mucho de vuestras oraciones. Debemos rezar juntos y mucho para que la humanidad, formada por varios miles de millones de seres humanos, sea cada vez más la familia de Dios, y pueda vivir en paz. He recordado al principio los terribles sufrimientos que tantos niños han padecido en este siglo, y los que continúan sufriendo muchos de ellos también en este momento. Cuántos mueren en estos días víctimas del odio que se extiende por varias partes de la tierra: por ejemplo en los Balcanes y en diversos países de África. Meditando precisamente sobre estos hechos, que llenan de dolor nuestros corazones, he decidido pediros a vosotros, queridos niños y muchachos, que os encarguéis de la oración por la paz. Lo sabéis bien: el amor y la concordia construyen la paz, el odio y la violencia la destruyen. Vosotros detestáis instintivamente el odio y tendéis hacia el amor: por esto el Papa está seguro de que no rechazaréis su petición, sino que os uniréis a su oración por la paz en el mundo con la misma fuerza con que rezáis por la paz y la concordia en vuestras familias.


¡Alabad el nombre del Señor!

Permitidme, queridos chicos y chicas, que al final de esta Carta recuerde unas palabras de un salmo que siempre me han emocionado: ¡Laudate pueri Dominum! ¡Alabad niños al Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. De la salida del sol hasta su ocaso, sea loado el nombre del Señor! (cf. Sal 113/112, 1-3). Mientras medito las palabras de este salmo, pasan delante de mi vista los rostros de los niños de todo el mundo: de oriente a occidente, de norte a sur. A vosotros, mis pequeños amigos, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad, os digo: ¡Alabad el nombre del Señor!

Puesto que el hombre debe alabar a Dios ante todo con su vida, no olvidéis lo que Jesús muchacho dijo a su Madre y a José en el Templo de Jerusalén: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). El hombre alaba al Señor siguiendo la llamada de su propia vocación. Dios llama a cada hombre, y su voz se deja sentir ya en el alma del niño: llama a vivir en el matrimonio o a ser sacerdote; llama a la vida consagrada o tal vez al trabajo en las misiones… ¿Quién sabe? Rezad, queridos muchachos y muchachas, para descubrir cuál es vuestra vocación, para después seguirla generosamente.

¡Alabad el nombre del Señor! Los niños de todos los continentes, en la noche de Belén, miran con fe al Niño recién nacido y viven la gran alegría de la Navidad. Cantando en sus lenguas, alaban el nombre del Señor. De este modo se difunde por toda la tierra la sugestiva melodía de la Navidad. Son palabras tiernas y conmovedoras que resuenan en todas las lenguas humanas; es como un canto festivo que se eleva por toda la tierra y se une al de los Angeles, mensajeros de la gloria de Dios, sobre el portal de Belén: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes El se complace» (Lc 2, 14). El Hijo predilecto de Dios se presenta entre nosotros como un recién nacido; en torno a El los niños de todas las Naciones de la tierra sienten sobre sí mismos la mirada amorosa del Padre celestial y se alegran porque Dios los ama. El hombre no puede vivir sin amor. Está llamado a amar a Dios y al prójimo, pero para amar verdaderamente debe tener la certeza de que Dios lo quiere.

¡Dios os ama, queridos muchachos! Quiero deciros esto al terminar el Año de la Familia y con ocasión de estas fiestas navideñas que son particularmente vuestras.

Os deseo unas fiestas gozosas y serenas; espero que en ellas viváis una experiencia más intensa del amor de vuestros padres, de los hermanos y hermanas, y de los demás miembros de vuestra familia. Que este amor se extienda después a toda vuestra comunidad, mejor aún, a todo el mundo, gracias a vosotros, queridos muchachos y niños. Así el amor llegará a quienes más lo necesitan, en especial a los que sufren y a los abandonados. ¿Qué alegría es mayor que el amor? ¿Qué alegría es más grande que la que tú, Jesús, pones en el corazón de los hombres, y particularmente de los niños, en Navidad?

¡Levanta tu mano, divino Niño,

bendice a estos pequeños amigos tuyos,

bendice a los niños de toda la tierra!

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San Juan Pablo II: Nace Jesús (carta a los niños)

Ciudad del Vaticano, 13 de diciembre de 1994