El día 8 de septiembre se celebra la fiesta de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Os ofrecemos la leyenda de su descubrimiento, potagonizada por unos jóvenes, y una novena para rezar en familia.
Leyenda de la Virgen de la Caridad del Cobre
Dos hermanos, Rodrigo y Juan de Hoyos, viven en el año de 1620 en el hato de Barajagua, en el término real de la Minas del Cobre, provincia de Santiago de Cuba. Un día salen en su embarcación rumbo a la bahía de Nipe, en busca de sal. Los acompaña Juan Moreno, niño negro de unos diez años. Ya en la desembocadura del río Mayarí, se detienen en cayo Francés.
Mientras descansan, el mar se embravece, por lo que deciden esperar. Al amanecer del tercer día se tranquilizan las aguas, siendo el momento de reanudar el viaje luego de haber perdido tres días de espera. La barca navega con bonanza. Cuando apenas se han alejado del cayo, uno de ellos observa “algo” que flota sobre las olas… ¿algún naufragio? No lo divisan bien, aunque los rayos del sol iluminan el objeto.
Llenos de curiosidad, ponen proa hacia él y observan que es una imagen de la Santísima Virgen María. Se acercan y con gran amor y acatamiento la introducen en la barca. Sucede algo inaudito que llenó de estupor a los piadosos marinos.
Además del prodigio de no hundirse la imagen por su propio peso, contemplan, llenos de admiración, que ni siquiera el vestido de la imagen estaba mojado.
De regular estatura, el rostro algo moreno, los ojos dulces, majestuosos y vivos. En su mano izquierda sostiene un hermosísimo Niño Jesús, y en su derecha sustenta una cruz de oro. Sobre la tabla donde navegaba la venerada imagen, unas letras grandes y claras decían:
“Yo soy la Virgen de la Caridad”
La llevaron al caserío de Barajaguas. Años más tarde la trasladaron a la Parroquia del Cobre. De ambos lugares se desaparecía y volvía a ocupar el mismo sitio. Una niña llamada Apolonia decía que la veía en la loma del Cobre… El pueblo, después de haber orado, con gran preocupación contempló una noche en ese mismo lugar un gran resplandor. Allí le hicieron una pequeña ermita donde la trasladaron y donde se encuentra actualmente en el Santuario Nacional.
El Santo Padre la proclamó Patrona de Cuba a petición de los Veteranos de la Independencia el 10 de mayo de 1916. Desde los primeros tiempos se le honró bajo el título de Nuestra Señora de la Caridad a cuyo amparo los fieles acuden permanentemente con súplicas en los peligros y necesidades.
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Novena a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre
Acto de Contrición
Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los Ángeles, a los Santos y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mi ante Dios, nuestro Señor.
Oración inicial para todos los días
Acordaos, oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que haya acudido a Vos, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos también acudo, oh Virgen, Madre de la vírgenes, y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante Vuestra Santísima presencia soberana. No desechéis oh purísima Madre de Dios mis humildes súplicas, antes bien, escuchadlas favorablemente. Así sea.
Oración Final para recitar todos los días
Oh, Señora mía, Oh Madre mía, yo me entrego del todo a tí; Y en prueba de mi filial afecto, te consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy tuyo, Oh Madre de piedad, guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.
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Día Primero
¡Dios te salve! ¡Cuánto se alegra mi alma, amantísima Virgen, con los dulces recuerdos que en mí despierta esta salutación! Llénase de júbilo mi corazón al pronunciar el Ave María, para acompañar el gozo que llenó tu espíritu al escucharla de boca del Ángel, congratulándose así de la elección que de tí hizo el Omnipotente para darnos al Señor.
Pídase el favor que se desea conseguir.
Día segundo
¡María, nombre santo! Dígnate, amabilísima Madre, sellar con tu nombre el memorial de nuestras súplicas, dándonos el consuelo de que tu Hijo, Jesús, las atienda benignamente para alcanzar pleno convencimiento en la práctica de nuestros deberes religiosos, sólida confirmación en las virtudes cristianas y continuas ansias de nuestra eterna salvación.
Día tercero
Llena de Gracia, ¡Oh dulce Madre! Dios te salve, María, sagrario riquísimo en que descansó corporalmente la plenitud de la Divinidad: a tus pies nos presentamos hoy para que la gracia de Dios se difunda abundantemente en nuestras pobres almas, las purifique, las engrandezca y cada día aumente más en ellos el verdadero amor a Dios y a nuestros hermanos.
Día cuarto
El Señor es contigo: ¡Oh Santísima Virgen! Aquel inmenso Señor, que por su esencia está en todas las cosas, está en tí y contigo de un modo muy superior. Madre mía, venga por tí a nosotros. Pero ¿cómo ha de venir a un corazón lleno de tanta suciedad. Aquel Señor que para hacerte habitación suya quiso, con tal prodigio, que no perdieses, siendo madre, tu virginidad? ¡Oh muera en nosotros toda impureza!
Día quinto
Bendita tú eres entre todas las mujeres. Tú eres, oh Santísima Virgen María, la gloria de Jerusalén, tú eres la alegría de Israel, tú eres el honor de nuestro pueblo. Si por una mujer, Eva, tantas lágrimas se derramó en el mundo, por ti nos llegó la redención. Por esto, tú serás siempre bendita. Alcánzanos una fe viva y operante para considerar e imitar las grandes obras que en ti y por ti obró Dios.
Día sexto
Bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Deploramos grandemente, purísima Virgen y amantísima Madre, que hayamos cometido tantos pecados, sabiendo que ellos hicieron morir en tu cruz a tu Hijo. Sea el fruto de nuestra oración, que no cesamos de llorarlos hasta poder bendecir eternamente a Jesús, fruto bendito de tu vientre virginal.
Día séptimo
Santa María, Madre de Dios. Tu mayor título de grandeza, tu mayor dignidad, oh María es haber sido elegida para Madre de Jesucristo, Hijo de Dios. De esta elección divina proceden todas tus gracias y prerrogativas. No olvides nunca que también fuiste designada por tu Divino Hijo, al pie de la cruz, como Madre espiritual nuestra. Que nunca nos falten fuerzas para mostrarnos como dignos hijos tuyos.
Día octavo
Ruega por nosotros, pecadores. En ti Virgen María, como en alcázar nos refugiamos. Aunque el vértigo de la vida y los enemigos del alma nos hayan despojado o puedan despojarnos de las preciosas vestiduras de la gracia, alejándonos de ti y de tu amado Hijo, nunca nos cierres las puertas de Sagrado Corazón.
Día noveno
Ahora y en la hora de nuestra muerte . Siempre estamos expuestos a perder la gracia de Dios y condenarnos. Haced, Santísima Virgen María, que por vuestra intercesión nunca perdamos el favor de Dios; que en esta difícil lucha por la vida encontremos en ti la protección maternal que tanto necesitamos y una Abogada en la hora de nuestra muerte.
La costumbre de venerar la Santa Cruz se remonta a las primeras épocas del cristianismo en Jerusalén. Esta tradición comenzó a festejarse el día en que se encontró la Cruz donde padeció Nuestro Señor.
Posteriormente, a principios del siglo VII, cuando el ejército del Islam saqueó Jerusalén se apoderó de las sagradas reliquias de la Santa Cruz. Esta serían recuperadas pocos años más tarde por el emperador Heraclio, y recordando este rescate es que celebramos el 14 de septiembre la exaltación de la Cruz.
La tradición cuenta que el emperador, vestido con las insignias de la realeza, quiso llevar en exaltación la Cruz hasta su primitivo lugar en el Calvario, pero su peso se fue haciendo más y más insoportable. Zacarías, obispo de Jerusalén, le hizo ver que para llevar a cuestas la Santa Cruz, debería despojarse de sus vestidos reales e imitar la pobreza y humildad de Jesús. Heraclio con pobres vestidos y descalzo pudo así llevar la Cruz hasta la cima del Gólgota.
Para evitar nuevos robos, la Santa Cruz fue partida. Una parte se llevó a Roma, otra a Constantinopla; una se dejó en Jerusalén y una más se partió en pequeñas astillas para repartirlas en diversas iglesias del mundo entero.
La Cruz, extremo de amor
La Santa Cruz es trono para Nuestro Señor Jesucristo. Tan noble Rey venció en ella al pecado y la muerte, no al modo humano, sino al misterioso modo divino.
El odio de los hombres combatió contra su mismo Redentor, pero venció el Amor de Jesús por los hombres. Estos se unieron para atormentar a Jesús e irrumpieron contra Él; y Él soportó todo tormento y se sometió a la misma muerte, con la mansedumbre de un cordero. Su Cuerpo divino, llagado de amor, no encontró otro descanso que la Cruz.
Mientras Jesús sufría, amaba. Nos devolvió con amor tanta ofensa. Tanta ofensa hecha por cada uno de nosotros día a día. Y es en virtud de ese amor unido al sufrimiento que Él gustaba una gran felicidad: la de salvar el género humano. Se sometió a la muerte para darnos vida. Fue en la Cruz donde nos conquistó el perdón de su Padre.
¿Por qué Señor tanta mansedumbre, tal gozo entre tantos expertos de muerte? Precisamente se debe a que el cáliz de la Pasión Él lo tomó no de la mano de sus enemigos, sino de las del Padre; y por consiguiente lo tomó con amor infinito.
He aquí el secreto de padecer con mérito y con gloria: recibir las tribulaciones, no de las manos de los hombres, sino de las de Dios. El dolor en esta tierra es inevitable: lo vemos a nuestro alrededor en diversas manifestaciones. Está claro que el dolor no se puede evitar siempre. Pero también está claro que el amor tiene su precio: y siempre resulta un precio amable –y hasta “barato”- en la medida, precisa, del amor.
Este es el secreto del amor de Dios por los hombres, y del mismo modo puede ser el secreto del gozo de los mártires. También será el gozo de cualquier cristiano que reciba un aumento del amor de Dios. Así como entendemos claramente –sin una duda- que vale la pena gastarse por un amigo, un familiar, una persona querida, del mismo modo a los que aman a Dios les resulta fácil “gastarse” –o sacrificarse- por Él.
A veces a quienes queremos les regalamos u ofrecemos lo que se nos ocurre. En otras ocasiones, con mucha confianza, esas personas queridas nos solicitan algo –a veces con urgencia- y ésa es la piedra de toque del amor. Cuando rápidamente decimos que sí a lo que nos cuesta –inesperadamente- es porque amamos sinceramente a esa persona.
Con Dios sucede otro tanto. A veces le ofrecemos a Dios “sacrificios” que nos parece le gustarán, y otras es Él mismo quien golpea a nuestra puerta pidiéndonos algo: a través de otras personas o directamente.
Jesús cargó con la Cruz y nos invita a que cada uno de nosotros lo imitemos también en esto. No hay camino sin Cruz. Dios regala la Cruz a quienes ama, a quienes quiere regalar también con muchos otros bienes. Ese es el sentido de las palabras del Apóstol: “No quiero otra cosa que Jesús y Jesús crucificado.”
En la Cruz nos encontramos y unimos a Cristo. Busquémoslo siempre allí. Él, con sus brazos extendidos, nos espera para regalarnos el abrazo de su infinito amor.
Examen
Meditemos en la presencia de Dios cuáles son los “vestidos reales” de que debemos despojarnos, a imitación de Heraclio, para cargar con alegría nuestra Cruz de cada día.
Meditemos también como llevamos nuestra Cruz: si ella es para nosotros ocasión de que nos rebelemos contra Dios, o si más bien, nos acerca a Jesús y nos hace vivir, a imitación de Él, el amor hasta el extremo, para con Dios y nuestros hermanos.
Pidámosle a Jesús que nos enseñe a ver siempre la mano divina en toda pena nuestra.
Oremos
Reine el Señor crucificado
levantando la cruz donde moría;
nuestros enfermos ojos buscan luz,
nuestros labios, el río de la vida.
Te adoramos, oh cruz que fabricamos,
Pecadores, con manos deicidas;
Te adoramos, ornato del Señor,
sacramento de nuestra eterna dicha.
Amén.
Fragmentos del Himno de Laudes de la Fiesta de la exaltación de la Cruz Liturgia de las Horas
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La Exaltación de la Santa Cruz es celebrada por la Iglesia Universal el 14 de septiembre y con esta ocasión os ofrecemos este magnífico artículo catequético de Mariana Canale para el portal web iglesia.org.
«Para conquistar al mundo no se necesitan ni guerras ni cañones, solo hace falta amor y compasión».
Santa Teresa de Calcuta
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Este ha sido el mensaje que la Madre Teresa, cuya fiesta celebra la Iglesia el día 5 de septiembre, ha llevado siempre consigo, superando todas las barreras. Su trabajo en Calcuta cambió su destino y de la docencia pasó a ser servidora de los más pobres entre los pobres. Su labor, admirada en el mundo entero, se vio galardonada con el Premio Nobel de la Paz 1979. Su preocupación fue atender todas las carencias de los más necesitados, a los que se entregó sin alterar su fidelidad a la Iglesia. Ella siempre reconoció que la verdadera pobreza reside en el hambre de amor.
Al servicio de Dios
Agnes Gonxha Bojaxhiu, auténtico nombre de la Madre Teresa nació el 27 de agosto de 1910 en Skopjel (Albania, ahora Macedonia). Su infancia transcurrió en calma, solo su fantasía recibía la influencia de los padres jesuitas y pasaría a convertirse en una auténtica vocación: ‘Quería llevar la idea de Cristo a los pueblos de misión’. En 1928 y a los 18 años de edad viajó a Dublín para ingresar en la Orden de Nuestra Señora de Loreto y un año después fue destinada a Calcuta para trabajar como profesora de geografía en un colegio de la ciudad. Después de diecisiete años de docencia tuvo una llamada interior con un mensaje muy claro: ‘Debía salir del convento y ayudar a los pobres viviendo entre ellos’. En 1948 recibió el consentimiento papal para abandonar la orden y meses después fue autorizada para fundar su primera escuela, en un parque público de los suburbios de Calcuta. Quería dar a los pobres lo que los ricos procuran con dinero.
Esta primera fundación partió de cero con un préstamo del Arzobispo de Calcuta para adquirir la casa. Pronto se sumarán algunas de sus antiguas compañeras y sin más instrumentos que su vocación de servicio, consiguieron importantes logros.
La Congregación de Hermanas de la Caridad se fundó como tal dos años después y la aprobación pontificia definitiva la obtuvo en 1965, siendo Papa Paulo VI. A los tres votos tradicionales de pobreza, castidad y obediencia las misioneras añadieron el de la entrega absoluta a los más pobres, sin aceptar ninguna ayuda material ni subvención: ‘El voto de pobreza es muy estricto en nuestra Orden’, para amar a los pobres y cuidarlos es imprescindible que nosotras vivamos también en la pobreza’ dirá la Madre Teresa. La Orden se extendió por toda la India: escuelas, hogares para moribundos y residencias de leprosos son el testimonio material de una incesante lucha contra la miseria. Es el mensaje de Dios encarnado en una frágil mujer. ‘Cada persona para mí es Cristo, cómo Él es único, cada hermano es para mí el único’.
Los miles de pobres de la India se sienten por primera vez dignos: ‘He vivido como un animal, al menos aquí moriré como un hombre’, confesaría a un periodista un residente del hogar para moribundos de Calcuta. En 1963 el arzobispo de este lugar bendecía la rama masculina de la Orden que estaría encabezada por un jesuita australiano. Durante la década de los sesenta la Congregación se ramifica y el mensaje de amor llega a lugares como Caracas, Colombo o Melbourne. Hoy está representada en más de ochenta naciones del mundo atendidas por más de 1.500 religiosas. La gran cantidad de nuevos miembros entrantes hace necesario la apertura de un ‘Centro de Formación de Novicias en Londres’.
Premios y distinciones
Líderes políticos e instituciones internacionales elogian vivamente a esta mujer y sus trabajos se conocen mundialmente. Desde 1963, fecha en que recibe el premio Magsaysay del gobierno filipino, una larga serie de galardones la tuvieron como destinataria. El 8 de diciembre de 1979 se le otorgó el Premio Nobel de la Paz por sus servicios a los más necesitados. Los dólares recibidos (191.000) se destinaron a la construcción de hogares para pobres y leprosos, tal como hizo con los 25.000 dólares obtenidos en 1971 con el primer premio ‘Juan XXIII de la Paz’, empleados en la compra de medicinas. La religiosa recibió todos ellos con iguales muestras de humildad: ‘No lo merezco, pero lo agradezco en nombre de los más pobres de los pobres, al conocerme la gente no puede seguir ignorando que los pobres existen y ese conocimiento lleva al amor y al servicio’.
Entre otras distinciones están: el ‘Premio Nacional Kenndy (1971)’, el ‘Pandit Nehru (1972)’, el ‘Barat Rahma (1980), la más alta condecoración hindú. El ‘Torremerlate de Italia’ y la ‘Orden al Mérito’(1983) de la Reina Isabel en Nueva Delhi. Es Doctora ‘Honoris Causa’ por varias universidades y ha sido recibida por personalidades del mundo entero.
Teresa de Calcuta supo combinar la eficaz gestión de una Congregación progresivamente más compleja con múltiples viajes a Occidente en los que criticaba la pobreza de la sociedad actual: ‘La pobreza de aquí –señalaría en la Universidad de Harvard– es más perversa que la de allí, hay un gran hambre de amor’. La salvación del solitario hombre occidental, reside para ella, en una familia unida y no desintegrada por el aborto, este se ha convertido en el mayor destructor del amor y la paz.
Aprecio universal
La Madre Teresa sintetizaba el amor en su frágil persona, fragilidad que en 1983 la mantuvo internada un mes con problemas cardíacos. En 1985 fue operada de cataratas en Nueva York. En 1989 necesita de la ayuda de un marcapasos y su quebrantada salud la obliga a renunciar al cargo de superiora de su congregación. En 1990 se retiró definitivamente, aunque su congregación asegura que continúa trabajando, aún después de haber sido nombrada la sucesora. El 5 de septiembre de 1997 a los 87 años, muere de un ataque al corazón en la sede central de la Congregación. Trabajadora infatigable, su rostro lleno de arrugas y sus manos deformes por la artritis son testimonio vivo de su labor de amor a los desfavorecidos. ‘Debes estar preparado para trabajar sin descanso para servir a la humanidad que sufre’. Un día, un moribundo dijo en Calcuta: ‘No he visto a Dios ni necesito verlo, porque para mí esta anciana es el Dios viviente’. En la actualidad, la Hermanas de la Caridad se encuentran en más de 129 países, ayudando a pobres y enfermos y son más de tres mil las monjas pertenecientes a la Congregación.
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Fuente: Cristo Hoy 172, 1997 (publicado a pocos días de su muerte).
A lo largo de la Historia la música siempre ha estado muy ligada a la adoración de Dios. Desde los seis o siete años y, sobre todo, tras realizar la Primera Comunión los jóvenes cristianos se incorporan casi plenamente (lo hacen al recibir la Confirmación) a la vida de la Iglesia, especialmente al cumplimiento del mandato dominical.
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Es en este momento, cuando los niños ya comulgan, en el que más agradecen la música en la liturgia y en la catequesis, ya que la melodía los ayuda a «sentir» los contenidos de lo que las letras expresan, las canciones los llevan a ser más participativos en las ceremonias y favorecen enormemente la devoción por la Santa Misa. Recordando el famoso aforismo de san Agustín, «aquel que canta reza dos veces».
Para ayudar a nuestros hijos en este aspecto os ofrecemos un enlace al mayor cancionero católico en la red, el de padrenuestro.net, donde podéis encontrar canciones para cualquier tema, devoción y época del año.
La oración por el niño, la oración delante del niño, el comienzo de la actividad orante del niño
Hasta el momento del parto, según vimos, los padres y restantes miembros de la familia oraban por el niño. De ahí en más, van a poder formular su oración delante del mismo. Los padres “prestan” al bebé sus labios, sus manos y su cuerpo entero para expresar en su nombre la oración que suscita en ellos el Espíritu Santo. Cuando los padres oran con y por sus hijos, oran en el nombre de ellos; al margen de la estrecha relación consciente-inconsciente entre madre e hijo. La irradiación de su contacto con Dios actúa sobre el niño, orientándolo en silencio hacia Él. La oración en silencio es un manantial de gracia para el niño.
Por otra parte, existen algunos medios que pueden favorecer la oración en estas edades tempranas. La oración de los padres se ve complementada con la búsqueda de todo aquello que pueda ayudar a aproximarse a una vida orante. Hay dos sentidos particularmente ricos a este respecto:la vista y el oído.
Dado que el bebé es capaz de fijar su mirada sobre el objeto amado desde que cuenta dos semanas (como el pezón y, más tarde, el rostro y los gestos de la madre) y que distingue ya buena parte de cuanto lo rodea a partir de los dos o tres meses, los padres pueden proceder de suerte que su mirada se fije sobre determinados objetos que enriquezcan su memoria en un sentido espiritual, colocando algún elemento religioso junto a la cuna, en lo posible frente al bebé y no encima. Conviene que lo objetos en cuestión sean a la par adecuados a la mentalidad infantil, sencillos, bonitos y respetados como tales por el niño.
Lo importante es que la imagen (cuando hablo de imagen estoy hablando indistintamente de una lámina, pintura o escultura) elegida sea del agrado de los niños y apropiada para la catequesis. Es decir: imágenes naturales, sobrias, sencillas y simples; en las cuales se privilegie más el gesto y la expresión de los rostros que la imagen en sí misma. Evitemos las imágenes recargadas, llenas de elementos, que distraen más de lo apropiado. Siempre será mejor colocar una imagen de Jesús Resucitado que una, del crucificado. La imagen del Buen Pastor también ayuda mucho. Busquemos que la expresión del rostro sea dulce y varonil, a la vez. También puede ser una imagen de la Virgen María en actitud maternal y acogedora o una cruz sencilla. Hay un segundo elemento que suele impactar a los ojos del niño: la luz; lo que conviene es que el objeto principal esté iluminado en el momento de la oración.
En cuanto al oído, el bebé bien puede ir internalizando tanto el murmullo de la oración de los padres como algunas canciones religiosas sencillas entonadas por su progenitores. Lo mismo sucede con canciones religiosas, salmos, ya sea entonadas con sus letras o, simplemente, tararear solo su música.
Acompañando al desarrollo del lenguaje, es aconsejable que el niño se acostumbre a repetir algunas palabras de connotación religiosa como Jesús, María, ¡Gracias Jesús!, ¡Te quiero, Jesús! ¡Aleluya!, etcétera; para ir descubriendo paulatinamente su significado, después de repetirlas una y otra vez.
La actividad orante del niño comienza desde sus primeros meses de vida, de manera embrionaria. Puede ser impulsado a entrar en relación con Dios. En ese sentido, distinguiremos dos modalidades: la oración a lo largo del día (ocasional) y la oración familiar (más organizada).
a) La oración a lo largo del día. Cuando el niño está solo con un adulto, este puede encontrar múltiples ocasiones para hacerle participar en sus propios impulsos hacia Dios. Sea una oración de alabanza, de petición o de acción de gracias que realice el adulto, el niño participará como por ósmosis, en una corriente de contagio mutuo. Las mismas reacciones de los pequeños suelen ser una fuente inagotable de alegría y de acción de gracias a Dios para los adultos.
b) La oración familiar. A no pocos padres les agrada hacer la oración en familia, en algún momento del día, incluyendo a los más pequeños en la misma. Este clima de oración, el ambiente que reina en su derredor, va penetrando de manera profunda e insondable en el niño. Cuando el pequeño sea ya capaz de sostenerse fácilmente sentado, podrá estar sentado sobre las rodillas de alguno de los miembros de la familia. El pequeñín puede ser, en fin, objeto de ciertos gestos de oración que captará sin dificultad, asimismo los gestos del pequeño pueden comprometer más a los mismos padres. Podemos afirmar que la oración en familia, en medio de su sencillez y con tal que la participación del pequeño sea breve y espontánea, lejos de resultar algo artificial y agobiante, responde a una capacidad real del niño.
“Sólo ante Dios y ante un niño, es capaz de arrodillarse un hombre”
Rabindranath Tagore
(De la Serie «Iniciación en la oración», columna 4.ª)
Un hermoso día de primavera, una pareja de avecillas —eran grises e insignificantes— estaban sentadas en su nido, en un arbusto denso que se apoyaban en el muro de Jerusalén. En el nido había tres pequeños huevos. Dentro de pocos días debían salir los pichones.
De repente desde la cercana puerta de la ciudad se oía una gritería. Apareció una masa de gente enardecida de cólera. Un soldado sentado en su caballo abría el desfile de los militares armados. Luego se veía a tres hombres, cargando cada uno con su cruz. Uno de ellos llamaba la atención por su porte noble en medio de la tortura y humillación. A los que llevaban al Gólgota, donde se realizaban los ajusticiamientos de muerte.
Entonces acontecieron muchas cosas que no se podían distinguir bien. Pero luego la pareja de avecillas vio lo siguiente: el hombre de porte noble —Jesucristo, nuestro Salvador— fue estrechado sobre la cruz que se había tirado al suelo. Un tipo particularmente rudo sacó un clavo del grosor de un dedo meñique, de 20 centímetros de largo. Arrastró la mano hasta el extremo del transversal y comenzó a clavar la mano en la madera. Cuando vieron esto las avecillas, sus plumas se pusieron de punta de terror. El ave madre dijo: «Tenemos que ayudar». El papá dijo: » Sencillamente les quitamos los clavos». Dicho y hecho. Volaron al lugar de la crucifixión y se sentaron en la cajita de los clavos. El ave mamá tomó la punta más delgada en su pico y el papá la parte superior. Con mucho esfuerzo levantaron vuelo. Cuando llegaron al arbusto dejaron caerlo entre las ramas y desapareció. Antes de continuar con la tarea tenían que mirar el nido para asegurarse que todo estaba bien. Cuando llegaron de nuevo al lugar donde estaban las cruces el verdugo estaba justo clavando la otra mano de Jesús en la cruz. Vio a las avecillas y les gritó: «¡Malditas, aléjense!» Y los ahuyentó con su pesado martillo. Luego buscó los clavos restantes y encontró solo uno, el tercero. Lo agarró y blasfemaba porque le hacía falta el cuarto clavo. Le habían malogrado su cruel tarea. ¿Cómo continuar con la crucifixión? Luego puso los pies de Jesús uno sobre el otro y los perforó son un solo clavo para fijarlos en la cruz.
Con mucha gritería e insultos levantaron la cruz. Cuando las avecillas vieron a Jesús colgado entre tantos dolores, dijo el papá: «Lo que se ha clavado se puede sacar otra vez. Ven, vamos a sacar los clavos». Ambas avecillas volaron hasta la cruz, se sentaron en el palo horizontal e intentaron con un máximo esfuerzo sacar el clavo. Sus fuerzas no eran suficientes para logarlo. Jesús los miró con gratitud. Luego volvieron a su nido. Allí vieron que las plumas de sus pechos estaban pintadas de rojo con la sangre de la mano de Jesús.
El día domingo los pichones salieron de sus huevos. Era la mañana de Pascua de Resurrección. Los papás alimentaban a sus pequeños y trajeron lo mejor que podían encontrar. Cuando hicieron una pausa, sentados en el borde del nido, la mamá dijo: «Papá, mira. Nuestros hijos tienen plumas rojas». El papá miró y dijo: «Es verdad. Justo donde también nosotros tenemos las manchas de sangre del crucificado de anteayer». —Él nos lo ha dejado a nosotros y a nuestros niños como recuerdo», dijo la mamá. Era verdad. Como señal de gratitud por su esfuerzo por el Salvador crucificado estas avecillas grises y insignificantes llevan un el pecho y la garganta una mancha roja. Por eso se llaman petirrojos. En cada Santa Misa estamos junto a la cruz. Su pasión y su muerte, su sacrificio es para nosotros. Recordamos como Jesús sufrió tanto por nosotros el Viernes Santo. Debería sucedernos igual que a las avecillas grises: Que nos preocupemos por Jesús, que le ayudemos, que tomemos parte en su sacrificio que le ayudemos en su cuidado por los hombres. Entonces seremos marcados y sellados por Jesús. No llevamos una mancha roja visible. Sin embargo nuestro corazón estará lleno de Él, dispuesto para Él y del mismo sentir con Él. El Apóstol San Pablo dice: «Cristo vive en mí y yo en Él». Este es el efecto más hermoso de la Santa Misa: Cuando el cristiano se convierte más y más en Cristo.
El tema que afrontamos es de enorme importancia. Para la Iglesia. Esta se implanta y se radica en la vida humana a través de la familia. La regeneración del sujeto y del pueblo cristiano es impensable e impracticable si se prescinde del «proceso familiar». Para la sociedad civil. Uno de los ejes de nuestra sociedad occidental ha sido el «pacto educativo» firmado entre la Iglesia y la familia en orden a la educación de las nuevas generaciones. La ruptura de este pacto llevaría a una verdadero desastre educativo, al que, quizás, ya asistimos.
Llamados como estamos a cuidar los destinos del hombre, no podemos dejar de reflexionar sobre este problema.
Lo haremos jalonando nuestra reflexión en los puntos siguientes. En el primero intentaré deciros en qué consiste precisamente la misión educativa de la Iglesia. En el segundo intentaré mostraros cómo la familia participa en la misión educativa de la Iglesia.
La misión educativa de la Iglesia
En este primer punto de mi reflexión intentaré una comprensión de la propuesta cristiana, de la economía de la salvación, por usar un vocabulario más técnico, en clave pedagógica.
¿Qué significa esto? Defino la propuesta cristiana con las palabras del Concilio Vaticano II: «Quiso Dios, en su bondad y sabiduría, revelarse a si mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9) mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo hecho carne, en el Espíritu Santo, tienen acceso al Padre y se hacen partícipes de la naturaleza divina (cf. Ef 2,18; 2P 1,4)» [Const. dogm. Dei Vérbum 2; EV 1/873].
Podemos tener una cierta comprensión de este extraordinario acontecimiento sirviéndonos de conceptos humanos, refiriéndonos a experiencias humanas. Piénsese, por ejemplo, en la importancia que asume, en orden a la inteligencia de la propuesta cristiana, la categoría de la nupcialidad.
En este primer punto recurriré a la categoría de la educación, presentando, y en un cierto sentido, describiendo la propuesta cristiana como una, más aún, como la propuesta educativa.
¿Es legítima una presentación así? ¿Es correcta semejante descripción del cristianismo? Mantengo que no solo es legítima y correcta sino que es uno de los caminos privilegiados para alcanzar una profunda inteligencia del acontecimiento cristiano. Lo demuestra el hecho de que esta consideración fue elaborada también por grandes maestros del pensamiento cristiano: Clemente de Alejandría, Orígenes, los padres capadocios y sobre todo Gregorio de Nisa, por mostrar algún ejemplo. Me atrevo a afirmar que si seguís mi reflexión os convenceréis de que este modo de pensar el cristianismo es verdadero y muy atrayente.
Quiero también proponer otra premisa antes de entrar in media res. He hablado del «hecho cristiano», de «propuesta cristiana»: pero todavía no de la Iglesia. En realidad «hecho… propuesta cristiana» e «Iglesia» denotan la misma cosa: es decir, el misterio de la voluntad del Padre de recapitular a todos y a todo en Cristo, se realiza hoy en la Iglesia; es la Iglesia.
Mi tesis es que cuando hablamos de la misión educativa de la Iglesia no cualificamos su misión misma como una cualidad secundaria: expresamos su naturaleza íntima. Decir «misión educativa» de la Iglesia es como decir… «triángulo de tres lados»: educar a la persona humana coincide con la razón de ser de la Iglesia. Es precisamente su misión. Y es precisamente esto lo que ahora intentaré mostrar, excusándome desde ahora si el poco tiempo del que disponemos me obliga a ser un poco… icástico y apodíctico.
Desde el punto de vista cristiano, ¿cuál es el problema central del hombre, la cuestión de cuya solución depende enteramente el destino de la persona? Que la relación objetiva entre cada hombre y Cristo, instituida por la eterna predestinación del Padre, se convierta en algo subjetivo. Si esta subjetivización tiene lugar —en la medida en la que suceda—, la persona se realiza; si no tiene lugar —en la medida en la que no ocurre—, la persona ha fracasado: el resto al final es secundario. Me explico.
El hombre, cada persona humana, cada uno de nosotros en carne y hueso no ha entrado en el universo del ser, carente de sentido, confiado al mero proyecto de su libertad, colocado en una neutralidad originaria respecto de una realización cualquiera de sí mismo. La vida no es un teatro en el que cada uno elige, antes de entrar en escena, el fragmento que debe recitar. Hemos sido pensados por el Padre dentro de una relación. La Sagrada Escritura usa un término muy fuerte: «pro-orizo 0187 (cf. Rm 8, 29; Ef 1, 5: ‘pre-de-terminar; predestinar’: oros, en griego, significa ‘término’). Hemos sido «encuadrados dentro de una relación»: la relación con Cristo. He dicho que se trata de una relación objetiva. En dos sentidos.
No depende de mí establecerlo: yo me he encuentro ya en relación con Cristo: depende de mí permanecer en ella o salir de ella decidiendo qué otra verdad es la verdad y por tanto el bien de mi persona. Es puesto en el ser por Dios mismo y es la razón por la cual Él me ha creado. Podemos expresar la misma idea diciendo: la verdad de la persona humana está en su relación con Cristo. San Pablo caracteriza esta relación con la fórmula «ser en Cristo»; y san Juan con la fórmula «permanecer en Cristo».
Pero esto no es todo. La persona humana no está ubicada en Cristo como una planta está colocada en la tierra o un edificio asentado en un terreno. Es un sujeto libre: la libertad es la dimensión constitutiva fundamental de la existencia de la persona. ¿En qué sentido? La relación objetiva, en el sentido apenas explicado, se hace subjetiva mediante la libertad. La libertad es la que realiza concretamente o concretamente no realiza la verdad de la persona. O genera a la persona en Cristo o bien la genera de otro modo. La relación objetivamente instituida por la decisión divina se hace subjetiva mediante la libertad de la persona. Esta «subjetivización» constituye el proceso formativo de la personalidad humana, proceso que ya los grandes filósofos griegos habían diferenciado con respecto a la naturaleza de la persona, naturaleza, que de todas maneras, era su base.
Este proceso en el cual lo objetivo se hace subjetivo implica a toda la persona: es una completa transformación de la persona según la forma de Cristo. Implica el modo de pensar, de ejercitar la propia libertad, de construir la relación con los otros, el corazón de la persona. Lo que en la paideia griega fue la formación o mórphosis de la personalidad humana, según los Padres griegos, sobre todo, se convierte en la meta-morphosis del hombre en Cristo (cf. Rm 12, 2 e 2 Co 3, 18). Es una verdadera generación de la propia humanidad según un «modelo» conforme al cual cada uno de nosotros fue pensado: «Es el hombre verdadero que ha conformado su vida a la huella impresa en su naturaleza desde el origen” (Gregorio de Nisa, Sobre los títulos de los Salmos, SCh 466, p. 505).
La misión de la Iglesia consiste precisamente en hacer posible esta regeneración de la humanidad de cada hombre, en realizarla en cada hombre. E Introducir a cada hombre en Cristo, para que en Él se realice plenamente a sí mismo.
Una firme tradición occidental definía precisamente el proceso educativo como una progresiva guía de la persona hacia la plena realización de sí misma.
La Iglesia la ha hecho propia, dándola un contenido totalmente nuevo.
Dentro en esta concepción se comprende lo que he dicho hace poco, es decir, que la misión de la Iglesia puede ser pensada en categorías pedagógicas.
Es una misión educativa: «Hijitos míos, a los que de nuevo doy a luz en el dolor hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Ga 4, 19), dice la Iglesia por boca de Pablo. Tenemos también una confirmación histórica.
«El cristianismo se planteó el problema educativo desde la primera evangelización. No por una tesis preconcebida queriendo reducir las cosas al propio punto de vista, sino por una necesidad interna en la misma terminología de su doctrina; así la posición educativa sigue siendo algo preeminente… El método educativo cristiano está presente y operante en el catecumenado, en la comunidad y en la vida de cada día” [“Le fonti della paideia antenicena” en A cura di A. Quacquarelli, La Scuola, Brescia, 1967 xc].
Esta conexión entre la propuesta cristiana y la experiencia educativa tuvo como primera y necesaria consecuencia la constitución de una doctrina pedagógica. Dicho en otros términos. A la luz de la definición de la misión educativa de la Iglesia se derivan algunos principios fundamentales sobre la educación de la persona. Quisiera ahora recalcar los que me parecen más importantes.
El primer principio de la educación de la persona es que el hombre no es autodependencia pura, es decir, que no tiene el poder de determinar la verdad de sí mismo ni, por tanto, de definir su propia esencia, su naturaleza, ni de diseñar su propia imagen. Existe una medida de la propia humanidad, que la fe individua en la persona de Cristo: «Apposita est nobis forma cui imprimimur», escribe san Gregorio Magno. Y Rosmini afirma: «El cristianismo, por tanto, dio la unidad a la educación, en primer lugar para pponer en manos del hombre la regla con la cual medir todas las cosas, es decir, el fin último al cual dirigirlas” [‘Dell’educazione cristiana’, en Opere de A. Rosmini 31, Città Nuova, Roma 1994, p. 226].
El segundo principio de la educación de la persona es la consecuencia inmediata del principio precedente. Me gustaría formularlo de nuevo con A. Rosmini: «Se debe guiar al hombre para asemejar su espíritu al orden de las cosas que están fuera de él, en vez de conformar las cosas ajenas a él a las casuales afecciones de su espíritu» [Ibíd. p. 236]. Más sencillamente: educar significa introducir al hombre en la realidad. Ya he tenido ocasión de hablar largamente de este principio.
El tercer principio de la educación de la persona es la especificación del anterior, y lo podríamos enunciar del modo siguiente: Introducir a la persona en la realidad significa introducirla en Cristo, como única posición en la cual es posible ver cada realidad en toda su verdad, amarla según su valor, y ver el conjunto en su íntima belleza.
Creo que he terminado el primer punto de mi reflexión: la misión educativa de la Iglesia. Dentro de esta misión es donde se sitúa la familia.
La familia en la misión educativa de la Iglesia
Son muchos los lugares en los que se expresa la misión educativa de la Iglesia. La familia es ciertamente el lugar principal; el ministerio conyugal y el ministerio pastoral son las dos expresiones más altas de la misión educativa de la Iglesia.
Por tanto, lo que me propongo en este segundo punto de mi reflexión es mostrar cuál es la modalidad específica en la que la misión de la Iglesia se muestra en la familia. ¿De qué forma original participa la familia en la misión educativa de la Iglesia? Pienso que será útil partir de la aportación original que la familia da a la educación de la persona. Lo caracterizaría del modo siguiente: generar lo humano mediante lo humano. Me explico.
La función educativa de la familia se plantea en el origen de la vida humana: en el momento generativo, y, por tanto, constitutivo. La persona es generada, no solo en sentido biológico, mediante su introducción en la realidad.
Y esto sucede mediante la respuesta a las dos preguntas fundamentales que todo hombre se plantea nada más llegar a este mundo: ¿Qué es lo que es? (pregunta de verdad y sobre la verdad); ¿Qué valor tiene lo que es? (pregunta de bien y sobre el bien). El hombre es generado en su humanidad si y en la medida en que «se hace luz» en sí y en torno a sí; si y en la medida en que «ama la realidad» conforme a su propio valor. Tomás enseña que las necesidades humanas son dos: veritatem de Deo cognoscere et in societate vivere (cf. 1,2, q. 94, a.2). Ahora no tenemos tiempo para profundizar esto ulteriormente.
Si comparamos la introducción en la realidad con un itinerario, si la pensamos con la metáfora del viaje, y después nos preguntamos: ¿cuál es la tarea de la familia en el acompañamiento itinerante al viajero? Respondería del modo siguiente. La familia dona a la persona recién llegada el “mapa” según el cual moverse; realiza el gesto inicial y absolutamente necesario de introducirlo [=ponerlo dentro] en la realidad.
Pero esta no es la única característica de la misión educativa de la familia. Existe una segunda que define su método. Genera lo humano mediante lo humano. Es decir, la familia educa conviviendo, o sea, mediante una situación o condición de vida de intensa relacionalidad interpersonal. Es una verdadera y propia transmisión de humanidad dentro del vivir cotidiano; sucede a pequeña escala el acontecimiento misterioso al que la Teología llama «Tradición» mediante la cual Dios se revela a sí mismo.
Ahora podemos responder a la pregunta de la cual hemos partido en este segundo punto: ¿en qué forma original participa la familia en la misión educativa de la Iglesia? Generando a la persona humana en Cristo mediante el vivir cotidiano. En el primer punto de mi exposición he explicado lo qué significa «generar a la persona humana en Cristo». Acabo de explicar, hablando del método educativo propio de la familia, lo qué significa «mediante el vivir humano».
En el fondo, la familia participa en la misión educativa de la Iglesia en cuanto se sitúa en el origen, en el inicio de la vida humana para configurarla con Cristo. También Tomas habla de la familia cristiana como de un «uterus spiritualis» (cf. 3, q. 68, a. 10]. La persona es concebida dentro del útero físico; dentro de la familia la persona es constituida en su humanidad, radicándola en Cristo.
Puedo imaginarme vuestra reacción a toda esta reflexión. Una reacción de «malestar» porque confrontáis lo que estoy diciendo con la situación en la cual vivís. Malestar que puede ser un mal consejero, porque puede haceros pensar o que las cosas dichas no son verdaderas o bien que no son practicables.
En realidad son simplemente arduas, bastante difíciles. De hecho, presuponen muchas cosas. No es posible ahora hablar de todos estos presupuestos. Me detengo en lo que considero que es el más importante. Al inicio lo he llamado el «pacto educativo» entre la Iglesia y la familia. ¿En qué consiste? ¿Existe hoy o se ha roto? En mi opinión todavía existe, pero al menos bajo dos formas, que plantean problemas pastorales diversos. La primera es fácil de explicar; la segunda es difícil.
La primera consiste en la relación explícita que los padres establecen con la Iglesia para la educación de sus hijos. Esta forma puede llegar hasta el punto de que pidan a la Iglesia aliarse con ellos en la obra interna de la educación, mandando a los propios hijos a escuelas llevadas por la Iglesia.
Es esta la forma que la Iglesia desea y con urgencia pide que asuma el pacto educativo que quiere establecer con la familia. No me detengo más, porque es bien conocida.
La segunda forma es más difícil de explicar. Debo introducir dos premisas. Sabéis que vivimos dentro de una cultura que en sus bases ha sido generada por la fe cristiana. De ella hoy vive también quien no se reconoce en la fe cristiana o es quizás ateo. Os pongo solamente un ejemplo. Uno de los pilares de nuestra cultura es la afirmación de la dignidad de la persona humana, de cada persona humana.
Cuando hablo de «cultura» no penséis en… libros o en universidades. La cultura es el modo con el cual un hombre, una mujer, un pueblo se pone dentro de la realidad, y por tanto el modo mediante el cual introduce en la realidad a los recién llegados. Es innegable que nuestro modo de ponernos dentro de la realidad, —precisamente nuestra cultura — ha sido configurado por la fe cristiana.
Segunda premisa. Educar a una persona en el sentido explicado en la primera parte de mi reflexión, no es algo que sucede fuera del mundo en el que vivimos. Educar a una persona significa, ya lo hemos dicho, permitirla existir en su plenitud. Eso no puede suceder si no es dentro de una cultura, ya que plenitud de vida no existe sin cultura.
Teniendo presentes estas dos premisas, ahora retomo el argumento. La segunda forma que puede asumir el pacto educativo entre la familia y la Iglesia es precisamente la de quien, no reconociéndose en la fe cristiana, sostiene que la cultura generada por ella es el modo más adecuado para que el hombre viva dentro de la realidad. Por tanto, quien firma el pacto educativo en esta forma, por un lado no educa a los propios hijos según un modelo abstracto de humanidad, según un proyecto utópico que no existe en ninguna parte. Por otro lado, defiende la posibilidad pública de la fe cristiana de educar y de generar cultura. No puedo pararme más sobre este tema de candente actualidad: no tenemos tiempo.
Quien escoge por ejemplo para los propios hijos la enseñanza de la religión católica se introduce en esta perspectiva; es consciente de que el conocimiento razonado de la fe cristiana es indispensable para que el propio hijo crezca en la plenitud de su humanidad, que ha recibido en un preciso contexto cultural.
La elección de la enseñanza de la religión católica es una de las formas que explicita este segundo modelo de alianza educativa padres-Iglesia. En este contexto, también se sitúa el gran tema de la educación a la convivencia con los demás, dentro del proceso en el cual estamos inmersos, de encuentro entre culturas, religiones y pueblos diversos.
Conclusión
Me gustaría concluir con un texto de T.S. Eliot, que me parece que sintetiza adecuadamente cuanto he tratado de deciros pobremente: «¿Porqué los hombres deberían amar a la Iglesia? ¿Porqué deberían amar sus leyes? Ella les habla de la Vida y de la Muerte, y de todo lo que ellos preferirían olvidar. Ella es tierna allí donde ellos se mostrarían duros y dura allí donde les gustaría ser blandos. Ella les habla del Mal y del Pecado, y de otros hechos desagradables. Ellos buscaron continuamente huir a las tinieblas exteriores e interiores soñando sistemas tan perfectos que nadie tendría ya necesidad de ser bueno. Pero el hombre que es, ensombrecerá al hombre que finge ser. Y el Hijo del hombre no fue crucificado una vez para siempre» [La Roccia. Un libro di parole, BvS ed., Milán, 2005, p. 103].
La misión educativa de la Iglesia está aquí muy bien indicada: obrar de modo que hacer que el hombre verdadero ensombrezca al hombre que finge ser. En el único modo posible: no ilusionando al hombre induciéndolo a pensar que puede salvar al propio yo sin haberlo llegado a ser nunca, sino mediante una maternidad que incluso en el dolor genera al hombre. Donde un «yo» es generado, la redención está en marcha.
Nosotros vivimos en esta extraordinaria historia: no perdamos nunca la gozosa y agradecida conciencia.
Hace tres días, el 27 de agosto, celebramos la memoria litúrgica de santa Mónica, madre de san Agustín, considerada modelo y patrona de las madres cristianas. Muchas noticias sobre ella nos proporciona su hijo en el libro autobiográfico Las confesiones, obra maestra entre las más leídas de todos los tiempos. Aquí conocemos que san Agustín bebió el nombre de Jesús con la leche materna y fue educado por su madre en la religión cristiana, cuyos principios quedaron en él impresos incluso en los años de desviación espiritual y moral. Mónica jamás dejó de orar por él y por su conversión, y tuvo el consuelo de verle regresar a la fe y recibir el bautismo. Dios oyó las plegarias de esta santa mamá, a quien el obispo de Tagaste había dicho: «Es imposible que se pierda un hijo de tantas lágrimas». En verdad, san Agustín no sólo se convirtió, sino que decidió abrazar la vida monástica y, al volver a África, fundó él mismo una comunidad de monjes. Conmovedores y edificantes son los últimos coloquios espirituales entre él y su madre en la quietud de una casa de Ostia, a la espera de embarcarse rumbo a África. Santa Mónica ya había llegado a ser, para este hijo suyo, «más que madre, la fuente de su cristianismo». Su único deseo durante años había sido la conversión de Agustín, a quien ahora veía orientado incluso a una vida de consagración al servicio de Dios. Por lo tanto podía morir contenta, y efectivamente falleció el 27 de agosto del año 387, a los 56 años, después de haber pedido a sus hijos que no se preocuparan por su sepultura, sino que se acordaran de ella, allí donde estuvieran, en el altar del Señor. San Agustín repetía que su madre lo había «engendrado dos veces».
La historia del cristianismo está constelada de innumerables ejemplos de padres santos y de auténticas familias cristianas que han acompañado la vida de generosos sacerdotes y pastores de la Iglesia. Pensemos en san Basilio Magno y san Gregorio Nacianceno, ambos pertenecientes a familias de santos. Pensemos, cercanísimos a nosotros, en los esposos Luigi Beltrame Quattrocchi y Maria Corsini, que vivieron entre finales del siglo XIX y mediados de 1900, beatificados por mi venerado predecesor Juan Pablo II en octubre de 2001, coincidiendo con los veinte años de la exhortación apostólica Familiaris consortio. Este documento, además de ilustrar el valor del matrimonio y los deberes de la familia, llama a los esposos a un particular compromiso en el camino de santidad que, sacando gracia y fortaleza del sacramento del matrimonio, les acompaña a lo largo de toda su existencia (cf. n. 56). Cuando los cónyuges se dedican generosamente a la educación de los hijos, guiándolos y orientándolos en el descubrimiento del designio de amor de Dios, preparan ese fértil terreno espiritual en el que brotan y maduran las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Se revela así hasta qué punto están íntimamente unidas y se iluminan recíprocamente el matrimonio y la virginidad, a partir de su enraizamiento común en el amor esponsal de Cristo.