Evangelio del día: Fiesta de la Santísima Trinidad

Evangelio del día: Fiesta de la Santísima Trinidad

Juan 16, 12-15. Fiesta de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo nos hace entrar en una comunión cada vez más profunda con Jesús, donándonos la inteligencia de las cosas de Dios.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: «Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Proverbios, Prov 8, 22-31

Salmo: Sal 8, 4-9

Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Romanos, Rom 5, 1-5

Oración introductoria

Señor, creo que estás presente aquí y ahora, dispuesto a derramar tu luz en mi oración. Tengo la confianza en que me darás la gracia que necesito para crecer en el amor y poder así dar el testimonio que puede acercar a otros a querer experimentar también tu presencia. Gracias por tu amor, por tu inmensa generosidad, te ofrezco mi vida y todo mi esfuerzo.

Petición

Espíritu Santo, aumenta mi fe para que ninguna distracción me aparte del gozo de poder experimentar tu cercanía y tu amor.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:

Hoy quisiera reflexionar sobre la acción que realiza el Espíritu Santo al guiar a la Iglesia y a cada uno de nosotros a la Verdad. Jesús mismo dice a los discípulos: el Espíritu Santo «os guiará hasta la verdad» (Jn16, 13), siendo Él mismo «el Espíritu de la Verdad» (cf. Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13).

Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico respecto a la verdad. Benedicto XVI habló muchas veces de relativismo, es decir, de la tendencia a considerar que no existe nada definitivo y a pensar que la verdad deriva del consenso o de lo que nosotros queremos. Surge la pregunta: ¿existe realmente «la» verdad? ¿Qué es «la» verdad? ¿Podemos conocerla? ¿Podemos encontrarla? Aquí me viene a la mente la pregunta del Procurador romano Poncio Pilato cuando Jesús le revela el sentido profundo de su misión: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Pilato no logra entender que «la» Verdad está ante él, no logra ver en Jesús el rostro de la verdad, que es el rostro de Dios. Sin embargo, Jesús es precisamente esto: la Verdad, que, en la plenitud de los tiempos, «se hizo carne» (Jn 1, 1.14), vino en medio de nosotros para que la conociéramos. La verdad no se aferra como una cosa, la verdad se encuentra. No es una posesión, es un encuentro con una Persona.

Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es «la» Palabra de verdad, el Hijo unigénito de Dios Padre? San Pablo enseña que «nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Es precisamente el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la Verdad. Jesús lo define el «Paráclito», es decir, «aquel que viene a ayudar», que está a nuestro lado para sostenernos en este camino de conocimiento; y, durante la última Cena, Jesús asegura a los discípulos que el Espíritu Santo enseñará todo, recordándoles sus palabras (cf. Jn 14, 26).

¿Cuál es, entonces, la acción del Espíritu Santo en nuestra vida y en la vida de la Iglesia para guiarnos a la verdad? Ante todo, recuerda e imprime en el corazón de los creyentes las palabras que dijo Jesús, y, precisamente a través de tales palabras, la ley de Dios —como habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento— se inscribe en nuestro corazón y se convierte en nosotros en principio de valoración en las opciones y de guía en las acciones cotidianas; se convierte en principio de vida. Se realiza así la gran profecía de Ezequiel: «os purificaré de todas vuestras inmundicias e idolatrías, y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo… Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (36, 25-27). En efecto, es del interior de nosotros mismos de donde nacen nuestras acciones: es precisamente el corazón lo que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a Él.

El Espíritu Santo, luego, como promete Jesús, nos guía «hasta la verdad plena» (Jn 16, 13); nos guía no sólo al encuentro con Jesús, plenitud de la Verdad, sino que nos guía incluso «dentro» de la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión cada vez más profunda con Jesús, donándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y esto no lo podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristianos será superficial. La Tradición de la Iglesia afirma que el Espíritu de la Verdad actúa en nuestro corazón suscitando el «sentido de la fe» (sensus fidei) a través del cual, como afirma el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio, se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida, la profundiza con recto juicio y la aplica más plenamente en la vida (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 12). Preguntémonos: ¿estoy abierto a la acción del Espíritu Santo, le pido que me dé luz, me haga más sensible a las cosas de Dios? Esta es una oración que debemos hacer todos los días: «Espíritu Santo haz que mi corazón se abra a la Palabra de Dios, que mi corazón se abra al bien, que mi corazón se abra a la belleza de Dios todos los días». Quisiera hacer una pregunta a todos: ¿cuántos de vosotros rezan todos los días al Espíritu Santo? Serán pocos, pero nosotros debemos satisfacer este deseo de Jesús y rezar todos los días al Espíritu Santo, para que nos abra el corazón hacia Jesús.

Pensemos en María, que «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19.51). La acogida de las palabras y de las verdades de la fe, para que se conviertan en vida, se realiza y crece bajo la acción del Espíritu Santo. En este sentido es necesario aprender de María, revivir su «sí», su disponibilidad total a recibir al Hijo de Dios en su vida, que quedó transformada desde ese momento. A través del Espíritu Santo, el Padre y el Hijo habitan junto a nosotros: nosotros vivimos en Dios y de Dios. Pero, nuestra vida ¿está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas antepongo a Dios?

Queridos hermanos y hermanas, necesitamos dejarnos inundar por la luz del Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el único Señor de nuestra vida. En este Año de la fepreguntémonos si hemos dado concretamente algún paso para conocer más a Cristo y las verdades de la fe, leyendo y meditando la Sagrada Escritura, estudiando el Catecismo, acercándonos con constancia a los Sacramentos. Preguntémonos al mismo tiempo qué pasos estamos dando para que la fe oriente toda nuestra existencia. No se es cristiano a «tiempo parcial», sólo en algunos momentos, en algunas circunstancias, en algunas opciones. No se puede ser cristianos de este modo, se es cristiano en todo momento. ¡Totalmente! La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña y nos dona, atañe para siempre y totalmente nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más frecuencia para que nos guíe por el camino de los discípulos de Cristo. Invoquémosle todos los días. Os hago esta propuesta: invoquemos todos los días al Espíritu Santo, así el Espíritu Santo nos acercará a Jesucristo.

Santo Padre Francisco

Audiencia General del miércoles, 15 de mayo de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión

Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e irradiación (cf. Enc. Redemptoris missio, 26). Así sucedía al inicio del cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se aman entre ellos» (cf. Apologético, 39, 7).

Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os invito a notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor que se expresa concretamente como «sí a la vida» que Dios quiere para cada una de sus criaturas. Este «sí a la vida» tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en virtud del Espíritu, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para los ciegos…». Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.

Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros, jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Mensaje a los jóvenes del mundo

XXIII Jornada Mundial de la Juventud

Propósito

Hacer una oración de agradecimiento a Dios por el don de mi fe, preferentemente ante el Santísimo.

Diálogo con Cristo

Jesús, no dejes que la pereza o el desaliento dominen mi determinación de vivir siempre en tu presencia. Dame tu gracia y el amor que me mueva a hacer rendir todos los dones con los que has colmado mi vida.

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El Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre,

el testimonio supremo de su amor por nosotros.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

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Evangelio del día: Invocación del nombre de Jesús

Evangelio del día: Invocación del nombre de Jesús

Marcos 9, 38-40. Miércoles de la 7.ª semana del Tiempo Ordinario. El gran precepto de Cristo, la plenitud de la perfección, es el mensaje centrado en el amor al hombre.

Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros». Pero Jesús les dijo: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta de Santiago, Sant 4, 13b-17

Salmo: Sal 49(48), 2-3.6-11

Oración introductoria

Gracias Señor por el don de la fe que me diste por tu bondad infinita. Ayúdame a llevar tu nombre y mensaje a todos de forma respetuosa, de tal manera que sea testimonio vivo de tu amor, de tu alegría y de tu misericordia. 

Petición

Señor, que sea siempre fiel a mi fe.

Meditación del beato Juan Pablo II

Los cristianos se sienten obligados de un modo especial a aplicar las palabras de Jesús cuando dijo: «El que no está contra nosotros está con nosotros» (Mc 9, 40; cf. Lc 9, 50). […] Los cristianos, hemos de decir también, que nuestra fe es Jesucristo… es a Jesucristo a quien proclamamos. Incluso hemos de decir más, repitiendo las palabras de San Pablo: «Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (I Cor 2, 2), Jesucristo que ha resucitado también para la salvación y la felicidad de toda la humanidad (cf. 1 Cor 15, 20). Por eso, nosotros llevamos su nombre y su alegre mensaje a todos los pueblos y, a la vez que honramos sinceramente sus culturas y tradiciones, los invitamos respetuosamente a escucharle y a abrirle sus corazones. Al entablar el diálogo, nuestro objetivo es dar testimonio del amor de Cristo, o, en términos concretos, «fomentar la unidad y la caridad entre los hombres y, aún más, entre los pueblos, considera aquí, ante todo, aquello que es común a los hombres y conduce a la mutua solidaridad» (cf. Nostra aetate, 1). El mensaje de Cristo que proclama la Iglesia está centrado en el amor al hombre: éste es el gran precepto de Cristo, la plenitud de la perfección. Por «hombre» entendemos todo aquel que está a nuestro lado, la persona individual formada en el corazón de su madre.

Beato Juan Pablo II

Discurso a los representantes de las religiones no cristianas

Nunciatura Apostólica de Tokio

Martes 24 de febrero de 1981

Diálogo con Cristo

Señor, ayúdame a vivir siempre en clave de amor generoso, desinteresado. Tener una actitud de dar, a no buscar ser consolado, cuanto consolar; a no ser comprendido, como comprender; que no espere ser amado, sino que me dedique a amar. Tú sabes qué difícil resulta a mi naturaleza vivir en constante disposición de entrega. Dame tu gracia para poder hacer un buen examen de conciencia de todo lo bueno que he dejado de hacer.

Propósito

Trabajar siempre pensando en que somos Iglesia, no de forma individual.

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Evangelio del día: Fiesta de san Matías, apóstol

Evangelio del día: Fiesta de san Matías, apóstol

Juan 15, 9-17. Fiesta de san Matías, apóstol. Cada uno de nosotros estamos llamados por Dios para anunciar el Evangelio y para promover con alegría la cultura del encuentro y la acogida de todos.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor. como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: Amense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros».

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Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 1, 15-17.20-26

Salmo: Sal 113(112), 1-8

Oración introductoria

Señor, dame a entender que el amor es la esencia del cristianismo, que éste debe ser mi distintivo como cristiano, no dejes que olvide la necesidad urgente de vivir a fondo el espíritu de caridad. Tú, que eres todo Amor, infunde en mi corazón, en esta oración, tu divino amor.

Petición

Jesús, hazme comprender que la verdadera caridad cristiana se dirige a todos, sin distinciones ni medidas.

Meditación del Santo Padre Francisco

Sí, estamos aquí para alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser instrumentos suyos, para que alaben a Dios no sólo algunos pueblos, sino todos. Con la misma parresia de Pablo y Bernabé, queremos anunciar el Evangelio a nuestros jóvenes para que encuentren a Cristo y se conviertan en constructores de un mundo más fraterno. En este sentido, quisiera reflexionar con ustedes sobre tres aspectos de nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio, llamados a promover la cultura del encuentro.

1. Llamados por Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: «No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes», dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada. Por eso un obispo, un sacerdote, un consagrado, una consagrada, un seminarista, no puede ser un desmemoriado. Pierde la referencia esencial al inicio de su camino. Pedir la gracia, pedirle a la Virgen, Ella tenía buena memoria, la gracia de ser memoriosos, de ese primer llamado. Hemos sido llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc 3,14), unidos a él. En realidad, este vivir, este permanecer en Cristo, marca todo lo que somos y lo que hacemos. Es precisamente la «vida en Cristo» que garantiza nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro servicio: «Soy yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea verdadero» (Jn 15,16). No es la creatividad, por más pastoral que sea, no son los encuentros o las planificaciones los que aseguran los frutos, si bien ayudan y mucho, sino lo que asegura el fruto es ser fieles a Jesús, que nos dice con insistencia: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Jn 15,4). Y sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo en nuestro encuentro cotidiano con él en la Eucaristía, en nuestra vida de oración, en nuestros momentos de adoración, y también reconocerlo presente y abrazarlo en las personas más necesitadas. El «permanecer» con Cristo no significa aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los otros. Quiero acá recordar algunas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta. Dice así: «Debemos estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos da la oportunidad de servir a Cristo en los pobres. Es en las «favelas», en los «cantegriles», en las «villas miseria» donde hay que ir a buscar y servir a Cristo. Debemos ir a ellos como el sacerdote se acerca al altar: con alegría» (Mother Instructions, I, p. 80). Hasta aquí la beata. Jesús es el Buen Pastor, es nuestro verdadero tesoro, por favor, no lo borremos de nuestra vida. Enraicemos cada vez más nuestro corazón en él (cf. Lc 12,34).

2. Llamados a anunciar el Evangelio. Muchos de ustedes, queridos Obispos y sacerdotes, si no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la Juventud. También ellos han escuchado las palabras del mandato de Jesús: «Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones» (cf. Mt 28,19). Nuestro compromiso de pastores es ayudarles a que arda en su corazón el deseo de ser discípulos misioneros de Jesús. Ciertamente, muchos podrían sentirse un poco asustados ante esta invitación, pensando que ser misioneros significa necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos. Dios quiere que seamos misioneros. ¿Dónde estamos? Donde Él nos pone: en nuestra Patria, o donde Él nos ponga. Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos misioneros es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos. Ayudemos a los jóvenes. Pongámosle la oreja para escuchar sus ilusiones. Necesitan ser escuchados. Para escuchar sus logros, para escuchar sus dificultades, hay que estar sentados, escuchando quizás el mismo libreto, pero con música diferente, con identidades diferentes. ¡La paciencia de escuchar! Eso se lo pido de todo corazón. En el confesionario, en la dirección espiritual, en el acompañamiento. Sepamos perder el tiempo con ellos. Sembrar cuesta y cansa, ¡cansa muchísimo! Y es mucho más gratificante gozar de la cosecha… ¡Qué vivo! ¡Todos gozamos más con la cosecha! Pero Jesús nos pide que sembremos en serio. No escatimemos esfuerzos en la formación de los jóvenes. San Pablo, dirigiéndose a sus cristianos, utiliza una expresión, que él hizo realidad en su vida: «Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (Ga 4,19). Que también nosotros la hagamos realidad en nuestro ministerio. Ayudar a nuestros jóvenes a redescubrir el valor y la alegría de la fe, la alegría de ser amados personalmente por Dios. Esto es muy difícil, pero cuando un joven lo entiende, un joven lo siente con la unción que le da el Espíritu Santo, este «ser amado personalmente por Dios» lo acompaña toda la vida después. La alegría que ha dado a su Hijo Jesús por nuestra salvación. Educarlos en la misión, a salir, a ponerse en marcha, a ser callejeros de la fe. Así hizo Jesús con sus discípulos: no los mantuvo pegados a él como la gallina con los pollitos; los envió. No podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia, en nuestra comunidad, en nuestra institución parroquial o en nuestra institución diocesana, cuando tantas personas están esperando el Evangelio. Salir, enviados. No es un simple abrir la puerta para que vengan, para acoger, sino salir por la puerta para buscar y encontrar. Empujemos a los jóvenes para que salgan. Por supuesto que van a hacer macanas. ¡No tengamos miedo! Los apóstoles las hicieron antes que nosotros. ¡Empujémoslos a salir! Pensemos con decisión en la pastoral desde la periferia, comenzando por los que están más alejados, los que no suelen frecuentar la parroquia. Ellos son los invitados VIP. Al cruce de los caminos, andar a buscarlos.

3. Ser llamados por Jesús, llamados para evangelizar y, tercero, llamados a promover la cultura del encuentro. En muchos ambientes, y en general en este humanismo economicista que se nos impuso en el mundo, se ha abierto paso una cultura de la exclusión, una «cultura del descarte». No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre en la calle. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos «dogmas»: eficiencia y pragmatismo. Queridos obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, y ustedes, seminaristas que se preparan para el ministerio, tengan el valor de ir contracorriente de esa cultura. ¡Tener el coraje! Acuérdense, y a mí esto me hace bien, y lo medito con frecuencia. Agarren el Primer Libro de los Macabeos, acuérdense cuando quisieron ponerse a tono de la cultura de la época. «¡No…! ¡Dejemos, no…! Comamos de todo como toda la gente… Bueno, la Ley sí, pero que no sea tanto…» Y fueron dejando la fe para estar metidos en la corriente de esta cultura. Tengan el valor de ir contracorriente de esta cultura eficientista, de esta cultura del descarte. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad, es una palabra que la están escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra, la solidaridad y la fraternidad, son elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.

Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en este sentido. Y hacerlo sin ser presuntuosos, imponiendo «nuestra verdad», más bien guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc 24,13-35).

Queridos hermanos y hermanas, estamos llamados por Dios, con nombre y apellido, cada uno de nosotros, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con alegría la cultura del encuentro. La Virgen María es nuestro modelo. En su vida ha dado el «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65).

Santo Padre Francisco: Sobre la vocación cristiana

Homilía del sábado 27 de julio de 2013

Propósito

Ser un auténtico testigo del amor de Dios al hacer hoy, en su nombre, una obra buena, aunque sea difícil.

Diálogo con Cristo

El cristianismo es una llamada al verdadero amor, por eso estoy llamado a ser un auténtico testigo del amor. La caridad nunca debe limitarse a evitar el mal sino que debe concentrarse en hacer a todos el bien, brindándoles apoyo en todo lo que es posible y dando de lo propio con generosidad. Jesús, no dejes que me olvide que el sí amoroso a mi vocación cristiana debe también llevarme un sí a las demás personas, especialmente a las más cercanas.

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Evangelio del día: Padre, cuida en tu nombre a los que me has dado

Evangelio del día: Padre, cuida en tu nombre a los que me has dado

Juan 17, 11b-19. Miércoles de la 7.ª semana del Tiempo de Pascua. La negativa de Cristo a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo fue lo que le llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Hoy día vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.

En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros. Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto. Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad».

Evangelio en Evangelio del día

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 20, 28-38

Salmo: Sal 68(67), 29-30.33-36

Oración introductoria

Señor, gracias por este tiempo que puedo dedicar a la oración. Aunque no soy del mundo, las cosas pasajeras ejercen una fuerte atracción, pero creo y espero en Ti, porque eres fiel a tus promesas, por eso te pido la gracia de que me reveles la verdad sobre mi vida en esta oración.

Petición

Señor, concédeme no tener en la vida otra tarea, otra ocupación, otra ilusión que ser santificado en la verdad.

Meditación del Santo Padre Francisco

[Queridos hermanos y hermanas:]

Los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por su causa; sabían el precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo pertenencias y tierras, prestigio y honor, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro.

En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir.

Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.

Santo Padre Francisco

Homilía del sábado, 16 de agosto de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «Hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17, 1-26). Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración «sacerdotal» de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su «paso» [pascua] hacia el Padre donde él es «consagrado» enteramente al Padre» (n. 2747).

Esta oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom kippur. Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí mismo, luego por la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la comunidad del pueblo. El objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel, después de las transgresiones de un año, la consciencia de la reconciliación con Dios, la consciencia de ser el pueblo elegido, el «pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de Jesús, presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en el momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).

La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más que una petición y que una declaración de plena disponibilidad a entrar, libre y generosamente, en el designio de Dios Padre que se cumple al ser entregado y en la muerte y resurrección. Esta «Hora» comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y culminará en la ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús comenta la salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No por casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).

La glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más plena condición filial: «Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). Esta disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz —el acto supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria verdadera, la gloria divina.

El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús puede decir al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra» (Jn 17, 6). «Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la realización de una presencia nueva del Padre en medio del pueblo, de la humanidad. Este «manifestar» no es sólo una palabra, sino que es una realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre —su presencia con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se ha hecho una «realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace cercano de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.

En el centro de esta oración de intercesión y de expiación en favor de los discípulos está la petición de consagración. Jesús dice al Padre: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 16-19). Pregunto: En este caso, ¿qué significa «consagrar»? Ante todo es necesario decir que propiamente «consagrado» o «santo» es sólo Dios. Consagrar, por lo tanto, quiere decir transferir una realidad —una persona o cosa— a la propiedad de Dios. Y en esto se presentan dos aspectos complementarios: por un lado, sacar de las cosas comunes, separar, «apartar» del ambiente de la vida personal del hombre para entregarse totalmente a Dios; y, por otro, esta separación, este traslado a la esfera de Dios, tiene el significado de «envío», de misión: precisamente porque al entregarse a Dios, la realidad, la persona consagrada existe «para» los demás, se entrega a los demás. Entregar a Dios quiere decir ya no pertenecerse a sí mismo, sino a todos. Es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios con vistas a una tarea y, precisamente por ello, está completamente a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, entregarse a Dios para estar así en misión para todos. La tarde de la Pascua, el Resucitado, al aparecerse a sus discípulos, les dirá: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21).

El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada hasta el fin de los tiempos. En esta oración Jesús se dirige al Padre para interceder en favor de todos aquellos que serán conducidos a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles y continuada en la historia: «No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 20). Jesús ruega por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros. El Catecismo de la Iglesia católica comenta: «Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la «Hora de Jesús» llena los últimos tiempos y los lleva a su consumación» (n. 2749).

La petición central de la oración sacerdotal de Jesús dedicada a sus discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura unidad de cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que proviene del cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la tierra. Él ruega «para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos, por una parte, es una realidad secreta que está en el corazón de las personas creyentes. Pero, al mismo tiempo esa unidad debe aparecer con toda claridad en la historia, debe aparecer para que el mundo crea; tiene un objetivo muy práctico y concreto, debe aparecer para que todos realmente sean uno. La unidad de los futuros discípulos, al ser unidad con Jesús —a quien el Padre envió al mundo—, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.

«Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se cumple la institución de la Iglesia… Precisamente aquí, en el acto de la última Cena, Jesús crea la Iglesia. Porque, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el mundo llevándolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia.

La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es solamente palabra: es el acto en que él se «consagra» a sí mismo, es decir, «se sacrifica» por la vida del mundo» (cf. Jesús de Nazaret, II, 123 s).

Jesús ruega para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y custodiada, la Iglesia puede caminar «en el mundo» sin ser «del mundo» (cf. Jn 17, 16) y vivir la misión que le ha sido confiada para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: sacar al «mundo» de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, es decir, sacarlo del pecado, para que vuelva a ser el mundo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, hemos comentado sólo algún elemento de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que os invito a leer y a meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor, para que nos enseñe a rezar. Así pues, también nosotros, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, de forma más plena, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle que nos «consagre» a él, que le pertenezcamos cada vez más, para poder amar cada vez más a los demás, a los cercanos y a los lejanos; pidámosle que seamos siempre capaces de abrir nuestra oración a las dimensiones del mundo, sin limitarla a la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando ante el Señor a nuestro prójimo, comprendiendo la belleza de interceder por los demás; pidámosle el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo —lo hemos invocado con fuerza en esta Semana de oración por la unidad de los cristianos—; pidamos estar siempre dispuestos a responder a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P 3, 15). Gracias.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Catequesis sobre en la oración que Jesús dirige al Padre

Audiencia General del miércoles, 25 de enero de 2012

Propósito

Hacer un examen de conciencia para ver cómo puedo dar mayor gloria a Dios con los dones que me ha dado.

Diálogo con Cristo

Señor, dejo en tus manos mis preocupaciones. Ayúdame a confiar en tu providencia, para que la revisión de mis actitudes y comportamiento, me ayude a vivir lo que creo. Sé que Tú estás conmigo, pero frecuentemente se me dificulta compartir mi fe con los demás. Dame la fortaleza para hablar de Ti y de tu amor, especialmente a mi familia.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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La casulla de san Ildefonso

La casulla de san Ildefonso

En Toledo la buena, esa villa real
Que yace sobre Tajo, río caudal,
Hubo un arzobispo, clérigo leal,
Que fue de la Gloriosa amigo natural.
Llamábase Ildefonso, lo dice la escritura (1),
Pastor que a su grey (2) daba buena pastura (3);
Hombre de santa vida que tuvo gran cordura.
Por mucho que digamos, su historia lo mestura (4).
Siempre con la Gloriosa tuvo atenencia (5),
Nunca varón por dueña tuvo mayor querencia.
En hacerle un servicio ponía toda su vehemencia.
Lo hacía con seso y buena providencia (6).
Sin contar otros servicios, muchos y muy granados,
Dos están escritos (1). Son los más señalados:
Hizo un libro de dichos coloreados (7)
Sobre su virginidad contra tres renegados.
Otro servicio le hizo el leal tonsurado (10):
Una fiesta en diciembre mediado,
La que caía en marzo, día muy señalado,
Cuando Gabriel vino con el rico mandado.
Cuando Gabriel vino con la mensajería,
Cuando gustosamente dijo: «Ave María»,
Y le dio la nueva de que pariría al Mesías
Quedando tan íntegra como estaba ese día.
Entonces desaparece un tiempo, cosa conocida,
En el que no canta la Iglesia canto de alegría,
En el que no tenía su dignidad tan señalado día.
Si lo pensamos bien, hizo gran cortesía.
Hizo otra gran providencia (6) el amigo leal:
Puso esa fiesta cerca de la navidad.
Plantó buena viña cerca de buen parral:
La madre junto al hijo, algo sin igual.
El tiempo de cuaresma es de aflicción,
Ni se cantan aleluyas, ni se hace procesión.
Todo esto lo consideró el prudente varón.
Tuvo luego por ello honroso galardón (8).
San Ildefonso, clérigo leal,
Hizo a la Gloriosa fiesta muy principal.
Pocos en Toledo se quedaron en su hostal (9),
Pocos no fueron a la misa de la catedral.
El Santo arzobispo, un leal tonsurado (10),
Para decir la misa estaba preparado.
En su preciosa cátedra (11) sentado,
Le llevó la Gloriosa un regalo muy preciado.
Se le apareció la madre del Rey de la Majestad
Con un libro en la mano de muy gran calidad:
El que él había escrito sobre la virginidad.
Le gustó a Ildefonso de toda voluntad.
Le hizo otra gracia como nunca fue oída:
Le dio una casulla sin aguja cosida.
Obra era angélica, no por hombre tejida.
Le dirigió unas palabras, razón buena y cumplida.
Le dijo: «Amigo, debes saber que de ti estoy pagada (12).
Has defendido mi honra, no de forma simple, sino doblada:
Escribiste sobre mí un buen libro, fui bien alabada;
Me hiciste una nueva festividad que no era acostumbrada.
Para la misa de esta nueva festividad
Te traigo una ofrenda de gran autoridad:
Una casulla con que cantes, preciosa de verdad,
Hoy y en el santo día de Navidad.»
Dichas estas palabras, la madre Gloriosa
Desapareció de sus ojos, no vio ninguna cosa.
Acabó la misa la persona preciosa (13),
De la madre de Cristo, criada y esposa (14).
Estar en la cátedra en que tú estás sentado,
Sólo a tu persona es esto condonado (15);
Vestir esta alba, a ti es otorgado.
Si otro la vistiere, no será bien hallado (16).
Esta fiesta preciosa, recién contada,
En concilio general fue luego confirmada.
Por muchas iglesias es hecha y celebrada:
Mientras dure el mundo, no será olvidada.
Cuando quiso Cristo, celestial señor,
Falleció San Ildefonso, precioso confesor:
Lo honró la Gloriosa, madre del Creador.
Si dio gran honra al cuerpo, al alma, mucho mayor.
Nombraron arzobispo a un canónigo lozano (17).
Era muy soberbio y de seso liviano (18),
Quiso igualar al otro, fue en ello villano (19).
Por bien no se lo tuvo el pueblo toledano.
Se sentó en la cátedra (11) de su anteçesor,
Pidió la casulla que le dio el Creador,
Dijo palabras locas el torpe pecador
Que pesaron a la Madre de Dios Nuestro Señor.
Dijo unas palabras de muy gran liviandad (18):
«Nunca Ildefonso tuvo que yo mayor dignidad,
Pues estoy consagrado como él en verdad.
Todos somos iguales en la humanidad.»
Si no hubiese Siagrio (20) tan adelante ido,
Si hubiese su lengua un poco retenido,
En la ira del Creador no habría caído.
Sin duda, mal pecado, está perdido.
Mandó a sus ayudantes la casulla traer
Para ir a la misa y la confesión hacer;
Pero no le fue permitido ni tuvo el poder,
Pues lo que Dios no quiere nunca puede ser.
Aunque era amplia la santa vestidura,
A Siagrio (20) se le hizo estrecha sin mesura.
Le apretó la garganta como si fuera una cadena dura.
Fue ahogado por su gran locura.
La Virgen gloriosa, estrella de la mar,
Sabe a sus amigos buen galardón (8) dar:
Bien sabe a los buenos premiar,
A los que la sirven mal, sábelos castigar.
Amigos, a tal madre servirla bien debemos.
Si así lo hacemos, nuestro provecho buscaremos,
Honraremos los cuerpos, las almas salvaremos.
Por un pequeño servicio gran premio obtendremos.
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Notas

1 Para el hombre medieval, el hecho de que algo se ponga por escrito es prueba de su veracidad. Y así, por ejemplo, en el Libro de Alexandre, otro de los textos fundamentales del Mester de clerecía, se dice tras contar una serie de mirabilia: en escripto yaz’ esto, sepades, non vos miento.

2 Significa tanto rebaño como congregación de fieles cristianos. (RAE)

4 Descubrir, revelar. (Juan Manuel Cacho Blecua. Milagros. Austral)

5 Amistad, concordia. (Juan Manuel Cacho Blecua. Milagros. Austral)

6 Prevención que mira o conduce al logro de un fin. (RAE)

7 Es decir, adornado con figuras retóricas (Juan Manuel Cacho Blecua. Milagros. Austral)

8 Premio o recompensa de los méritos o servicios. (RAE)

9 Aunque propiamente hostal significa casa donde se da comida y alojamiento mediante pago (RAE), creo que aquí hay que entender que comprende también las viviendas particulares; es decir, que pocos se quedaron en sus casas.

10 Clérigo.

11 Lugar que ocupa el obispo en su catedral, desde el que preside las celebraciones litúrgicas. (RAE)

12 Ufano, satisfecho de algo. (RAE)

13 Entiendo que «la persona preciosa» se refiere a San Ildefonso. Es por lo tanto una perífrasis.

14 Hipérbaton. El orden sería, creo, De la madre, criada y esposa de Cristo.

16 Bien visto.

17 Orgulloso, altivo (RAE)

18 Ligero (Juan Manuel Cacho Blecua. Milagros. Austral), inconstante. (RAE)

19 Insolente. (Juan Manuel Cacho Blecua. Milagros. Austral)

20 Nombre del nuevo arzobispo.
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Los milagros de Nuestra Señora, Milagro I. Versión en castellano moderno de José Luis Gamboa

Evangelio del día: Solemnidad de la Ascensión del Señor

Evangelio del día: Solemnidad de la Ascensión del Señor

Lucas 24, 46-53. Solemnidad de la Ascensión del Señor. Séptimo domingo del Tiempo de Pascua. La Ascensión de Jesús al Cielo nos hace conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino: en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada junto a Dios.

Dijo Jesús a sus discípulos: «Así esta escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto». Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 1, 1-11

Salmo: Sal 47(46), 2-3.6-9

Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Efesios, Ef 1, 17-23

Oración introductoria

Señor, aumenta mi fe y mi amor a Ti y a los demás. Ayúdame a vivir esperando el día en que me introduzcas por la puerta grande del amor, por la puerta del Cielo, más allá de todas mis expectativas. Que esta oración me ayude a seguir esperando con fe y entrega esforzada la llegada de ese día.

Petición

Señor, dame la gracia de confiar en tu Palabra, de saber esperar confiadamente hasta el reencuentro prometido.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

En el Credo encontramos afirmado que Jesús «subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre». La vida terrena de Jesús culmina con el acontecimiento de la Ascensión, es decir, cuando Él pasa de este mundo al Padre y es elevado a su derecha. ¿Cuál es el significado de este acontecimiento? ¿Cuáles son las consecuencias para nuestra vida? ¿Qué significa contemplar a Jesús sentado a la derecha del Padre? En esto, dejémonos guiar por el evangelista Lucas.

Partamos del momento en el que Jesús decide emprender su última peregrinación a Jerusalén. San Lucas señala: «Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de caminar a Jerusalén» (Lc 9, 51). Mientras «sube» a la Ciudad santa, donde tendrá lugar su «éxodo» de esta vida, Jesús ve ya la meta, el Cielo, pero sabe bien que el camino que le vuelve a llevar a la gloria del Padre pasa por la Cruz, a través de la obediencia al designio divino de amor por la humanidad. El Catecismo de la Iglesia católica afirma que «la elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo» (n. 662). También nosotros debemos tener claro, en nuestra vida cristiana, que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad cotidiana a su voluntad, también cuando requiere sacrificio, requiere a veces cambiar nuestros programas. La Ascensión de Jesús tiene lugar concretamente en el Monte de los Olivos, cerca del lugar donde se había retirado en oración antes de la Pasión para permanecer en profunda unión con el Padre: una vez más vemos que la oración nos dona la gracia de vivir fieles al proyecto de Dios.

Al final de su Evangelio, san Lucas narra el acontecimiento de la Ascensión de modo muy sintético. Jesús llevó a los discípulos «hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (24, 50-53). Así dice san Lucas. Quisiera destacar dos elementos del relato. Ante todo, durante la Ascensión Jesús realiza el gesto sacerdotal de la bendición y con seguridad los discípulos expresan su fe con la postración, se arrodillan inclinando la cabeza. Este es un primer punto importante: Jesús es el único y eterno Sacerdote que, con su Pasión, atravesó la muerte y el sepulcro y resucitó y ascendió al Cielo; está junto a Dios Padre, donde intercede para siempre en nuestro favor (cf. Hb 9, 24). Como afirma san Juan en su Primera Carta, Él es nuestro abogado: ¡qué bello es oír esto! Cuando uno es llamado por el juez o tiene un proceso, lo primero que hace es buscar a un abogado para que le defienda. Nosotros tenemos uno, que nos defiende siempre, nos defiende de las asechanzas del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de nuestros pecados. Queridísimos hermanos y hermanas, contamos con este abogado: no tengamos miedo de ir a Él a pedir perdón, bendición, misericordia. Él nos perdona siempre, es nuestro abogado: nos defiende siempre. No olvidéis esto. La Ascensión de Jesús al Cielo nos hace conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino: en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada junto a Dios; Él nos abrió el camino; Él es como un jefe de cordada cuando se escala una montaña, que ha llegado a la cima y nos atrae hacia sí conduciéndonos a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar por Él, estamos ciertos de hallarnos en manos seguras, en manos de nuestro salvador, de nuestro abogado.

Un segundo elemento: san Lucas refiere que los Apóstoles, después de haber visto a Jesús subir al cielo, regresaron a Jerusalén «con gran alegría». Esto nos parece un poco extraño. Generalmente cuando nos separamos de nuestros familiares, de nuestros amigos, por un viaje definitivo y sobre todo con motivo de la muerte, hay en nosotros una tristeza natural, porque no veremos más su rostro, no escucharemos más su voz, ya no podremos gozar de su afecto, de su presencia. En cambio el evangelista subraya la profunda alegría de los Apóstoles. ¿Cómo es esto? Precisamente porque, con la mirada de la fe, ellos comprenden que, si bien sustraído a su mirada, Jesús permanece para siempre con ellos, no los abandona y, en la gloria del Padre, los sostiene, los guía e intercede por ellos.

San Lucas narra el hecho de la Ascensión también al inicio de los Hechos de los Apóstoles, para poner de relieve que este acontecimiento es como el eslabón que engancha y une la vida terrena de Jesús a la vida de la Iglesia. Aquí san Lucas hace referencia también a la nube que aparta a Jesús de la vista de los discípulos, quienes siguen contemplando al Cristo que asciende hacia Dios (cf. Hch 1, 9-10). Intervienen entonces dos hombres vestidos de blanco que les invitan a no permanecer inmóviles mirando al cielo, sino a nutrir su vida y su testimonio con la certeza de que Jesús volverá del mismo modo que le han visto subir al cielo (cf. Hch 1, 10-11). Es precisamente la invitación a partir de la contemplación del señorío de Cristo, para obtener de Él la fuerza para llevar y testimoniar el Evangelio en la vida de cada día: contemplar y actuar ora et labora —enseña san Benito—; ambas son necesarias en nuestra vida cristiana.

Queridos hermanos y hermanas, la Ascensión no indica la ausencia de Jesús, sino que nos dice que Él vive en medio de nosotros de un modo nuevo; ya no está en un sitio preciso del mundo como lo estaba antes de la Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, cerca de cada uno de nosotros. En nuestra vida nunca estamos solos: contamos con este abogado que nos espera, que nos defiende. Nunca estamos solos: el Señor crucificado y resucitado nos guía; con nosotros se encuentran numerosos hermanos y hermanas que, en el silencio y en el escondimiento, en su vida de familia y de trabajo, en sus problemas y dificultades, en sus alegrías y esperanzas, viven cotidianamente la fe y llevan al mundo, junto a nosotros, el señorío del amor de Dios, en Cristo Jesús resucitado, que subió al Cielo, abogado para nosotros. Gracias.

Santo Padre Francisco: Subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre

Audiencia General del miércoles, 17 de abril de 2013

Diálogo con Cristo

Jesús, nos has revelado el inmenso amor que el Padre tiene por todos. Ayúdame a nunca dudar de su amor por mí. Ayúdame a responder a su amor con la fidelidad a su voluntad y con la práctica de la caridad exquisita con aquellos que están más cerca de mí.

Propósito

Permanecer diez minutos ante el Sagrario para aprender a adorar al Señor mientras Él nos enseña a saber esperar.

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Guía para vivir el Año Santo de la Misericordia junto al Papa Francisco: Mayo 2016

Guía para vivir el Año Santo de la Misericordia junto al Papa Francisco: Mayo 2016

Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios… Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona y ofrece gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión. Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales.

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(Misericordiae Vultus, 1 y 8)

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Jesucristo es el rostro de la misericordia

Escuchamos al Papa Francisco

Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios… Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona y ofrece gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión. Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales.

Misericordiae Vultus, 1 y 8

Jesucristo es el rostro de la misericordia

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Escuchamos la Palabra de Dios

Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo –¡ustedes han sido salvados gratuitamente!– y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con él en el cielo. Así, Dios ha querido demostrar a los tiempos futuros la inmensa riqueza de su gracia por el amor que nos tiene en Cristo Jesús. Porque ustedes han sido salvados por su gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe. Nosotros somos creación suya: fuimos creados en Cristo Jesús, a fin de realizar aquellas buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos.

Carta de san Pablo a los Efesios 2, 4-10

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Un salmo para alabar

A cada estrofa del salmo repetimos:

Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente:

¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios?

Como la cierva sedienta
busca las corrientes de agua,
así mi alma suspira
por ti, mi Dios.

Las lágrimas son mi único pan
de día y de noche,
mientras me preguntan sin cesar:
«Dónde está tu Dios?»

¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Espera en Dios, y yo volveré a darle gracias,
a él, que es mi salvador y mi Dios

De día, el Señor me dará su gracia;
y de noche, cantaré mi alabanza
al Dios de mi vida.

Salmo 42

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Para reflexionar y/o compartir en grupo

  1. ¿Somos capaces de leer en el corazón de los demás su situación de vida?
  2. ¿Qué cosas nos impiden acercarnos a los demás? Realizar un listado.
  3. ¿Qué actitudes nuestras facilitan el encuentro con el otro? Realizar un listado.
  4. Comparar ambos listados y contrastarlos con el actuar de Jesús.
  5. ¿Los demás perciben en nosotros el rostro misericordioso de Jesús? ¿De qué manera? ¿En qué ocasiones?

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Intenciones

A cada intención respondemos: : ¡Ayúdanos a ser compasivos y misericordiosos como Jesús!

  • Acompaña al Papa Francisco en su misión de anunciar y revelar el misterio del amor, proclamado por Jesús. Oremos…
  • Ilumina a la Iglesia para que cada día demuestre, con su actuar, la riqueza del amor, manifestado en Cristo Jesús. Oremos…
  • Haz que podamos descubrir en nuestros hermanos el rostro sufriente de Jesús. Oremos…
  • Te pedimos que nos ayudes a ser compasivos con nuestros hermanos que sufren, están desamparados y son excluidos de las riquezas de este mundo. Oremos…
  • Ayúdanos a enfrentar, con paciencia y fortaleza, el camino de la enfermedad que nos doblega el espíritu y el cuerpo, cuando afecta nuestras vidas. Oremos…
  • Enséñanos a ser solidarios con todos nuestros hermanos que están pasando por momentos de dolor; convierte nuestra indiferencia, que es otra cara silenciosa de la violencia. Oremos…

Agregamos nuestras intenciones personales y comunitarias…

Rezamos un Padrenuestro, un Avemaría y el Gloria.

Repetimos con convicción la advocación: ¡Jesús, en vos confío!  ¡Jesús, en vos confío!  ¡Jesús, en vos confío!

Oración: Señor del Perdón, que nos enviaste a tu Hijo único, Jesús, para que conozcamos el Camino, la Verdad y la Vida, te pedimos que nunca nos apartemos de la senda que nos conduce a tu divina misericordia. Haz que por sus méritos podamos alcanzar la felicidad y la vida eterna, junto a todos tus hijos en el Reino de los Cielos. A ti, que vives y reinas por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Aleluya!

Señal de la Cruz

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Compromiso personal del mes

Este mes de mayo voy a perdonar una deuda que tiene pendiente conmigo tal persona. También podré acoger al forastero ayudar en alguna institución católica que colabora con los inmigrantes u otro compromiso similar.

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Para memorizar y rezar durante el mes 

¡María de Guadalupe, ayúdanos a reflejar el rostro misericordioso de Jesús a nuestros hermanos!

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La misericordia en los santos

Cura BrocheroBeato José Gabriel Brochero, el cura gaucho (1840-1914).

Peor que la lepra… En cierta ocasión un hombre le dijo al cura Brochero, luego de que este visitara a un enfermo de lepra.

-Señor Cura, no se exponga tanto a enfermarse… mire que vale más su vida que la de ese hombre. Ya lo ha confesado, déjelo que muera en paz.

-¡Caray, que habías sido bárbaro! Si la lepra no vale nada… La lepra hedionda es la de adentro, y esa no se pega, esa se lava con la caridad…

Al final de su vida, ya estando ciego y leproso, el cura Brochero decía:

-“Aquí me la paso desgranando rosarios…”

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Un cuento para pensar

El pan de Cristo

Víctor, al cabo de unos meses de encontrarse sin trabajo, se vio obligado a recurrir a la mendicidad para sobrevivir, cosa que detestaba profundamente. Una fría tarde de invierno se encontraba en las inmediaciones de un club privado, cuando observó a un hombre y su esposa que entraban al mismo. Víctor le pidió al hombre unas monedas para poder comprarse algo de comer.

–Lo siento, amigo, pero no tengo nada de cambio –replicó éste.

La mujer, que oyó la conversación, preguntó: –¿Qué quería ese pobre hombre?

–Dinero para una comida. Dijo que tenía hambre –respondió su marido.

–Lorenzo, no podemos entrar a comer una comida suntuosa que no necesitamos y ¡dejar a un hombre hambriento aquí afuera!

– ¡Hoy en día hay un mendigo en cada esquina! Seguro que quiere el dinero para beber alcohol.

– ¡Yo tengo un poco de cambio! Le daré algo –replicó la mujer.

Aunque Víctor estaba de espaldas a ellos, oyó todo lo que dijeron. Avergonzado, quería alejarse corriendo de allí, pero en ese momento oyó la voz amable de la mujer que le decía:

–Aquí tiene unas monedas. Consígase algo de comer. Aunque la situación está difícil, no pierda las esperanzas. En alguna parte hay un empleo para usted. Espero que pronto lo encuentre.

–¡Muchas gracias, señora! Me ha ayudado a recobrar ánimo y a comenzar de nuevo. Jamás olvidaré su gentileza.

–Estará usted comiendo el pan de Cristo. Compártalo –dijo ella con una cálida sonrisa –dirigida más bien a un hombre y no a un mendigo.

El hombre encontró un lugar barato donde comer, gastó la mitad de lo que la señora le había dado y resolvió guardar lo que le sobraba para otro día. Comería el pan de Cristo dos días. Víctor sintió como si una descarga eléctrica corría por su interior. ¡El pan de Cristo! En ese preciso instante pensó: “no puedo guardarme el pan de Cristo solamente para mí mismo”. Justo pasaba un anciano. Quizás ese pobre anciano tenga hambre, pensó. Tengo que compartir el pan de Cristo.

–¡Oiga! –exclamó Víctor. ¿Le gustaría entrar y comerse una buena comida? El viejo se dio vuelta y lo miró con descreimiento.

–¿Habla usted en serio, amigo? El hombre no daba crédito a su buena fortuna hasta que se sentó a la mesa, cubierta con un hule y le pusieron delante un plato de guiso caliente. Durante la cena, Víctor notó que el hombre envolvía un pedazo de pan en su servilleta de papel.

–¿Está guardando un poco para mañana? –le preguntó.

–¡No, no…! Es que hay un chico que conozco por donde suelo frecuentar. La ha pasado mal últimamente y estaba llorando cuando lo dejé. Tenía hambre. Le voy a llevar el pan.

¡El pan de Cristo! -recordó nuevamente las palabras de la mujer- y tuvo la extraña sensación de que había un tercer convidado sentado en aquella mesa. A lo lejos, las campanas de una iglesia parecían entonar un viejo himno que había aprendido en la escuela dominical cuando era niño. Los dos hombres llevaron el pan al niño hambriento, que comenzó a engullírselo. De golpe se detuvo y llamó a un perro, un perro perdido y asustado.

–Aquí tienes, perrito. Te doy la mitad –dijo el niño. El pan de Cristo alcanzará también para el hermano cuadrúpedo. El niño había cambiado totalmente de semblante. Se puso de pie y comenzó a vender el periódico con entusiasmo.

–¡Hasta luego! –dijo Víctor al viejo. En alguna parte hay un empleo para usted. Pronto dará con él. No desespere. ¿Sabe? –Su voz se tornó en un susurro- esto que hemos comido, es el pan de Cristo; una señora me lo dijo, cuando me dio aquellas monedas para comprarlo. ¡El futuro nos deparará algo bueno!

Al alejarse el viejo, Víctor se dio vuelta y se encontró con el perro que le olfateaba la pierna. Se agachó para acariciarlo y descubrió que tenía un collar que llevaba grabado la dirección del dueño. Víctor recorrió el largo camino hasta la lujosa casa del dueño y llamó a la puerta. Al salir éste y ver que había encontrado a su perro, se puso contentísimo. De golpe, la expresión de su rostro se tornó seria. Estaba por reprocharle a Víctor -que seguramente había robado el perro para cobrar la recompensa- pero no lo hizo. Víctor ostentaba un cierto aire de dignidad que lo detuvo. En cambio dijo:

–En el periódico vespertino de ayer ofrecí una recompensa. ¡Aquí tiene!

Víctor miró el billete medio aturdido. –No puedo aceptarlo –dijo quedamente-. Sólo quería hacerle un bien al perro y a usted.

–¡Téngalo! Para mí, lo que usted hizo vale mucho más que eso. ¿Le interesaría un empleo? Venga a mi oficina mañana. Me hace mucha falta una persona íntegra como usted. Al volver a emprender Víctor la caminata por la avenida, aquel viejo himno que recordaba de su niñez volvió a sonarle en el alma. Se titulaba “Parte y comparte el Pan de Cristo…”

Adaptación – Autor desconocido

Para disfrutar del buen cine

 

TÍTULO EN CASTELLANO

ORIGEN

DIRECTOR

PROTAGONISTAS

Título Original / Otro Título

AÑO

DURACIÓN

GÉNERO

CALIFICACIÓN

CADENA DE FAVORES

USA

Mimi Leder

H. Hunt/ K. Spacey/H. Osment

Pay it forward

2000

124 min

COMEDIA

ATP

LAS LLAVES DEL REINO

USA

John M. Stahl

Gregory Peck / Vincent Price

The Keys of the Kingdom

1944

147 min

DRAMA

SAM 14

 

Cadena de favores.  Un niño (H. Joel Osment) imagina un curioso sistema para mejorar el mundo; hacer favores desinteresadamente. Su profesor (Kevin Spacey) lo alienta en este cometido y su madre (Helen Hunt) lo va acompañando en su cometido. Para sorpresa de todos, la generosa propuesta causa furor entre la gente. De alguna manera, el film nos está mostrando que cada vez que hacemos algo por los demás, todo alrededor nuestro cambia y nos vamos sintiendo cada día más humanos. Pensando en el mensaje cristiano, las obras de misericordia son el distintivo que debiera caracterizarnos.

Las llaves del Reino.  Este clásico del cine nos muestra al Padre Francis Chisholm (Gregory Peck), un misionero de origen escocés que se encuentra trabajando en la China de los años treinta, donde la pobreza extrema y despotismo de sus gobernantes son moneda corriente. El Padre Francis, rodeado de un ambiente hostil a la religión católica, va enfrentándose a las dificultades y logra, a través de su bondad y amor al prójimo, ganarse el corazón de sus parroquianos. La película muestra cómo la misericordia es un lenguaje universal que llega a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.

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·   CADENA DE FAVORES

USA

Mimi Leder

H. Hunt/ K. Spacey/H. Osment

Pay it forward

2000

124 min

COMEDIA

ATP

·   LAS LLAVES DEL REINO

USA

John M. Stahl

Gregory Peck / Vincent Price

The Keys of the Kingdom

1944

147 min

DRAMA

SAM 14

Nuestra Señora del Buen Consejo

Nuestra Señora del Buen Consejo

Envuelta en una nube luminosa, la imagen de la Madre del Buen Consejo se trasladó de Albania a la ciudad de Genazzano (Italia), iniciando un desfile ininterrumpido de milagros y gracias.

En las lejanas tierras de Albania, más allá del Adriático, se encuentra la pequeña ciudad de Scútari. Edificada en una escarpada colina a cuyos pies fluyen los ríos Drina y Bojana, desde el siglo XIII tenía en su poder un precioso tesoro: la hermosa imagen de «Santa María de Scútari». El santuario que la albergaba era el centro de peregrinación más concurrido del país, un importante punto de referencia para los albaneses en materia de gracias y consuelo espiritual.

La imagen es una pintura realizada sobre una delgada capa de estuco, de 31 cm de ancho por 42,5 cm de largo. Una penumbra de misterio y milagro cubre los orígenes del sagrado fresco: nadie sabe cuándo ni por quién fue pintado.

Intimidad y unión de alma

Detengámonos un poco a contemplar esta maravillosa pintura.

Representa a la Santísima Virgen con inefable afecto maternal, amparando en sus brazos al Niño Jesús bajo un sencillo arco iris. Los colores son suaves, y finos los trazos de los admirables semblantes.

El Niño Jesús refleja el candor de su corta edad y la sabiduría de quien observa toda la obra de la creación como Señor del pasado, del presente y del futuro. Con indescriptible cariño, el Divino Infante presiona ligeramente su rostro contra el de su Madre. Entre ambos existe una atractiva intimi dad; la unión de almas se trasluce en el intercambio de miradas. La Virgen, en altísimo acto de adoración, parece es­tar ocupada en adivinar lo que sucede en lo íntimo del Hijo. Al mismo tiem­po, toma en consideración al fiel que se arrodilla afligido a sus pies, hacién­dolo partícipe, de alguna manera, en la celestial convivencia que el cuadro nos ofrece. No hace falta decir nada; bas­ta con que el necesitado se aproxime, y sentirá producirse en su alma una acción balsámica.

A mediados del siglo XIV Albania atravesaba grandes dificultades. Después de ser disputada durante siglos entre los pueblos vecinos, era invadida entonces por el poderoso imperio turco.

Sin estructura militar capaz de oponerse al enérgico adversario, el pueblo rezaba con angustia, confiándose al auxilio del cielo. La respuesta a tales oraciones no se hizo esperar: en la emergencia surgió un varón de Dios, de noble estirpe y devotísimo de María, decidido a luchar por la Patrona y por la libertad de su país. Su nombre fue Juan Castriota, en albanés llamado Scanderbeg.

A costa de inmensos esfuerzos bélicos, logró mantener la unidad y la fe de su pueblo. Las crónicas de su tiempo exaltan las hazañas realizadas por él y por los valerosos albaneses que lucharon a su lado estimulados por su ardor.

Cuando los combates les daban tregua, se arrodillaban todos a los pies de «Santa María de Scútari», de donde salían fortalecidos y obtenían portentosas y decisivas victorias contra el enemigo de la fe. En eso reluce una característica de aquella que el mundo conocería en el futuro como Madre del Buen Consejo: fortalecer a todos los que, combatiendo el buen combate, se le aproximan buscando aliento y valor.

Sin embargo… al cabo de 23 años de luchas, Scanderbeg fue llevado de esta vida. La falta del piadoso líder era irreparable.

Todos presentían que la derrota estaba próxima. El pueblo se encontraba ante la trágica encrucijada de abandonar la patria o someterse a la esclavitud turca.

Envuelta en una nube luminosa

En esa situación de perplejidad, la Virgen del fresco se aparece en sueños a dos valientes soldados de Scanderbeg, llamados Georgis y De Sclavis, para ordenarles que la sigan en un largo viaje. La imagen les inspiraba una gran confianza y arrodillarse a sus pies era motivo de gran consuelo para ellos.

Cierta mañana estando ambos sumidos en fervorosa oración, ven el más grande milagro de sus vidas.

El maravilloso fresco se desprende de la pared y, llevado por ángeles, envuelto en una blanca y luminosa nube, va retirándose suavemente del recinto. ¡Resulta fácil imaginar la reacción de los buenos hombres! Atónitos, siguen a la Virgen que avanza por los cielos de Scútari. Cuando se dan cuenta, están a orillas del Mar Adriático. ¡Habían recorrido treinta kilómetros sin sentir cansancio! Siempre rodeada por la blanca nube, la milagrosa imagen avanza mar adentro.

Perplejos, Georgis y De Sclavis no quieren dejarla; y entonces verifican, estupefactos y eufóricos, que bajo sus pies las aguas se convierten en sólidos diamantes, regresando al estado líquido tras su paso. ¡Qué milagro! Tal como san Pedro en el lago de Genezaret, estos dos hombres caminan sobre el Adriático guiados por la propia «Estrella del Mar».

Sin saber decir cuánto tiempo caminaron, ni cuántos kilómetros dejaron atrás, los buenos devotos ven nuevas playas. ¡Estaban en la península itálica!
Pero… ¿dónde estaba Santa María de Scútari? Miran a uno y otro lado, escuchan otro idioma, sienten un ambiente tan diferente a su Albania …

Pero ya no ven a la Señora de la luminosa nube. Había desaparecido. ¡Qué gran prueba! Comenzaron entonces una búsqueda infatigable. ¿Dónde estaría Ella ?

Petruccia, una mujer de Fe

En esa misma época, en la pequeña ciudad de Genazzano, no lejos de Roma, vivía una piadosa viuda llamada Petruccia de Nocera.

Para entonces ya era una octogenaria mujer de mucha rectitud, terciaria de la orden agustina, y cuya modesta herencia apenas le alcanzaba para vivir.

Petruccia era muy devota de la Madre del Buen Consejo, venerada en una vieja iglesia de Genazzano. La piadosa señora recibió del Espíritu Santo la siguiente revelación: «María Santísima, en su imagen de Scútari, desea salir de Albania».

Si la comunicación sobrenatural la sorprendió, todavía más asombro causó en ella recibir de la Virgen misma la orden expresa de levantar el templo que debería recibir su fresco, así como la promesa de ser ayudada en el tiempo oportuno.

Comenzó, pues, Petruccia la construcción de la pequeña iglesia. Empleó todos sus recursos… que se terminaron cuando las paredes sólo llegaban al metro de altura. Los escépticos habitantes de la pequeña ciudad convirtieron a la viuda en blanco favorito de sus burlas y sarcasmos, llamándola loca, visionaria, imprudente y anticuada. Pero ella atravesó confiada esta prueba tal como Noé, de quien se mofaban todos mientras construía el arca.

«¡Un milagro! ¡Un milagro!»

Era el día 25 de abril de 1467, fiesta de san Marcos, patrono de Genazzano.

A las dos de la tarde, Petruccia parte camino a la iglesia, pasando por la bulliciosa feria donde se ofrece desde tejidos de Génova y Venecia hasta un elixir de eterna juventud o un «poderosísimo» licor contra cualquier tipo de fiebre.

En medio del vocerío, el pueblo siente una melodía de singular belleza venida del cielo. Se impone el silencio. Todos notan que la música proviene de una nubecita blanca, tan luminosa que ofusca los propios rayos del sol, la cual baja gradualmente hacia la pared in conclusa de una capilla lateral. La muchedumbre acude estupefacta, ocupa el pequeño recinto y ve deshacerse la nube.

Ahí estaba suspendido en el aire, sin ningún soporte visible el sagrado fresco, la Señora del Buen Consejo. «¡Un milagro, un milagro!», gritan todos. ¡Qué alegría para Petruccia y qué consuelo para Georgis y De Sclavis cuando pudieran llegar allá! Se confirmaba el superior designio de la construcción iniciada, y empezaba en Genazzano un largo e ininterrumpido desfile de milagros y gracias obrados por la Virgen.

El Papa Pablo II, tan pronto como supo de los hechos, envió a dos prelados de confianza para investigarlos.

Éstos confirmaron la veracidad de lo que se decía, y atestiguaron diariamente innumerables curaciones, conversiones y prodigios realizados por la Madre del Buen Consejo. En los primeros 110 días después de la llegada, se registraron 161 milagros.

Consejo, corrección, orientación: grandes favores

Entre sus grandes devotos se destacan los papas san Pío V, León XIII –que introdujo a la Madre del Buen Consejo en la letanía lauretana–, san Pío X, Pablo VI y Juan Pablo II; y también numerosos santos como san Pablo de la Cruz, san Juan Bosco, san Alfonso de Ligorio o san Luis Orione. En el propio Santuario de Genazzano puede venerarse el cuerpo incorrupto del Beato Steffano Bellesini, uno de sus párrocos, gran propagandista de la devoción a la Madre del Buen Consejo.

También los Heraldos del Evangelio son devotos suyos. Tienen mucho que agradecerle por favores y gracias más importantes que la cura de enfermedades corporales.

Los milagros más grandes María los realiza en el interior del alma, aconsejando, corrigiendo, orientando.

Quien pueda venerar el milagroso cuadro de la Madre del Buen Consejo en Genazzano comprobará personalmente el torrente de gracias que brota de su semblante celestial, y comprenderá por qué razón quien haya estado alguna vez allá, sueña con regresar un día a esa sublime intimidad.

El fresco de Nuestra Señora del Buen Consejo de Genazzano

En la pequeña y bella ciudad de Genazzano, se encuentra un fresco de más
de siete siglos de existencia. Hasta hoy se desconoce dónde y por quién fue pintado. ¿Habrá sido su autor un ángel? ¿Será originario del Paraíso? Son preguntas osadas. Se comprende que ellas surjan, cuando se conoce la historia de los efectos producidos por esa piadosísima imagen, a lo largo del tiempo.

El fresco causa la impresión de haber sido pintado hace pocos días, incluso si se observa de cerca. Entretanto, hace 535 años que se encuentra junto a la pared de una capilla lateral de la iglesia. Más aún: según atestiguan los documentos, ¡se ha mantenido suspendido en el aire durante todo ese tiempo! Fue él trasladado de Scutari, Albania, a Genazzano por acción angélica.

Así describe esos sobrenaturales acontecimientos uno de los mayores entendidos en la materia:

«Traída por manos angélicas, se encontró [la imagen] suspendida allí en la rústica pared de la nueva iglesia, y con tres nuevos singularísimos prodigios entonces ocurridos. (…) La celeste pintura estaba sustentada por virtud divina a un dedo de la pared, suspendida sin fijarse en ella; y éste es un milagro tanto más estupendo si consideramos que la referida Imagen está pintada con colores vivos en una fina camada de revoque, con la
cual se destacó por sí misma de la iglesia de Scutari, en Albania; como aún por el hecho, comprobado mediante experiencias y observaciones hechas, de que, al tocarse en la Santa Imagen, esta cede» (Fray Angelo María De Orgio, Istoriche di Maria Santísima del Buon Consiglio, nela Chiesa de´Padri Agostiniani di Genazzano, 1748, Roma, p. 20)

En el S. XIX, otro estudioso de renombre observó del celestial fenómeno:

«Todas esas maravillas [de la Santa Imagen] se resumen, en fin, en el prodigio continuo que consiste en encontrar hoy esta Imagen en el mismo lugar y del mismo modo como ella fue ahí dejada por la nube en el día de su aparición, en la presencia de todo un pueblo que tuvo entonces la felicidad de verla por primera vez. Ella se posó a una pequeña altura del piso, a una distancia de aproximadamente un dedo de la pared nueva y rústica de la capilla de San Blas, y allí quedó, suspendida sin ningún soporte» (Raffaele Buonanno, Memorie Storiche della Immagine di Maria SS. Del Buon Consiglio che si venera in Genazzano, Tipografia dell´Immacolata, Nápoles, 20 ed., 1880, p. 44).

En la fiesta del bautismo de San Agustín y de San Marcos, patrono de Genazzano, el 25 de abril de 1467, alrededor de las cuatro de la tarde, una celeste melodía comienza a hacerse por los más variados rincones de la ciudad. Un gran número de personas, reunidas en la plaza del mercado, se ponen a indagar maravilladas de donde vienen los sublimes y arrebatadores acordes. Y he aquí que una divina sorpresa pasa delante de los ojos de todos: en medio de rayos de luz, una pequeña nube blanca desciende hasta una pared de la ya mencionada iglesia, cuyas campanas comienzan a repicar fuertemente y solas. Prodigio aún mayor: al unísono, la totalidad de las campanas de la ciudad tocan con energía.

Al deshacerse lentamente los rayos de luz y la nube, el bellísimo fresco que hasta hoy allí se encuentra pudo ser contemplado por el pueblo, y desde ese día no cesó de derramar copiosas gracias sensibles, haciendo justicia a la preciosa invocación de Madre del Buen Consejo.

La noticia de tan extraordinario acontecimiento se esparció por toda Italia, como un relámpago. Dos días más tarde, se inicia una verdadera avalancha de milagros: un poseso se libra de los demonios, un paralítico camina con naturalidad, una ciega recupera la vista, un joven empleado recién fallecido resucita… En los ciento diez primeros días, María del Buen Consejo distribuye ciento sesenta y un milagros a sus fieles devotos.

Peregrinos de todo el país se mueven para recibir los beneficios de la Madre de Dios.

Delante del santo fresco, una cosa es constante: ninguno de los pedidos que le son dirigidos deja la Virgen de atender de alguna manera. En la dudas, en las perplejidades e incluso en las pruebas, después de un cierto tiempo de oración—mayor o menor, dependiendo de cada caso—María Santísima hace sentir en el fondo del alma en dificultades su sapiencial y maternal consejo, acompañado de mudanzas de fisonomía y de color de la pintura. Es indescriptible ese especialísimo fenómeno.

Fue en Genazzano, a los pies del santo fresco de la Madre del Buen Consejo, que nacieron los Heraldos del Evangelio. Allí, Ella los inspiró, orientó y fortaleció. Por eso, a ejemplo de tantos otros, los Heraldos del Evangelio la consideran como su patrona. Además, por privilegio concedido por el Santo Padre, lucran en el día de su fiesta, 26 de abril, una indulgencia plenaria.

Revista Heraldos del Evangelio, Abril/2002, n. 4, p. 24-25 y Abril/Mayo 2003, n. 5, p. 32 a 33)

San Isidoro de Sevilla, con oración «Adsumus» y otros recursos

San Isidoro de Sevilla, con oración «Adsumus» y otros recursos

Haría falta un grueso volumen para dibujar la figura prócer del español que más ha influido en el mundo por el brillo de su ciencia y el calor de su santidad; pero bastarán unas líneas para recoger lo más saliente de su personalidad como español, como hombre de ciencia y, sobre todo, como santo.

Nació Isidoro muy probablemente en Sevilla, hacia el año 556, poco después de haber llegado allí sus padres, que habían huido de Cartagena para no pactar con los intrusos bizantinos de Justiniano. Fue Isidoro el menor de un matrimonio de cuatro hijos, Leandro, Fulgencio, Florentina, aureolados todos con la corona de la santidad.

Bajo el mecenazgo de San Leandro —electo obispo de Sevilla en 578—, fue educado el joven Isidoro en la piedad y en las ciencias, dedicándose especialmente al estudio de las tres lenguas consideradas en aquel entonces como sagradas: el hebreo, el griego y el latín. Era natural que su hermano mayor pusiera todo su interés en cultivar la personalidad de Isidoro en todos los órdenes, moviéndole a ello, según su propio testimonio, el gran afecto que le profesaba y cuyo amor, decía, «prefiero a todas las cosas acá abajo, y en quien descanso con el más profundo cariño». Había Leandro fundado un monasterio en Sevilla y retenía en sus manos la dirección espiritual del mismo. Al cenobio acudían jóvenes de toda la Península atraídos por la fama de su fundador, pero mientras algunos gozaban de un régimen de internado bastante suave, por no aspirar ellos a la vida claustral, otros eran sometidos a una disciplina más rigorista. Ya desde el principio determinó San Leandro que su hermano siguiera en todo la vida regular, y que se le sometiera a la educación severa y rígida reservada a aquellos que aspiraban a abrazar la vida monástica.

Aquella vida de mortificaciones y de renuncias había inclinado el corazón de Isidoro a vestir el hábito monacal. Un día, joven todavía, recibió de San Leandro el santo hábito y rodaba por el suelo su hermosa cabellera, que el santo obispo cortaba mientras pronunciaba las siguientes palabras deprecatorias: «Sea de vida laudable. Sea sabio y humilde. Sea veraz en la ciencia. Sea ortodoxo en la doctrina. Sea solícito en el trabajo, asiduo en la oración, eficaz en la misericordia, fijo en la paz, pronto para la limosna y piadoso con los súbditos». La súplica del obispo en favor del joven novicio fue escuchada en el cielo, que en adelante dirigió los pasos del nuevo monje hacia el sublime ideal religioso tan hermosamente sintetizado en las mencionadas palabras de la antigua liturgia española.

Vivía en aquel entonces España unos años decisivos para su porvenir político y religioso. El rey Leovigildo apoyaba la herejía arriana, en tanto que Leandro era el máximo campeón de la ortodoxia. La lucha por la fe decidióse en el momento en que Recaredo, hijo de Leovigildo, se declaró católico, a los diez meses de haber subido al trono, abjurando públicamente de la herejía. Pero el campo hispano no estaba libre del arrianismo, que brotaba aquí y allá, incluso en los palacios episcopales. Para combatirlo y arrancarlo de raíz emprendió Leandro una campana intensa que le obligó a cruzar la Península en todas direcciones. Sus continuos viajes y sus prolongadas ausencias de Sevilla aconsejaron que le reemplazara Isidoro en la dirección del monasterio. Contaba entonces treinta años de edad.

Como abad del monasterio, distinguióse Isidoro por lo escrupulosa observancia regular, por su bondad, sentido de la justicia y por el entrañable amor hacia sus súbditos, que él apreciaba y tenía como a hijos. Al poco de tomar el timón del monasterio percatóse de que, para llevar una vida monástica irreprensible, hacía falta dotar al monasterio de un código de leyes que regulara la vida de comunidad, señalara los derechos y deberes de superiores y súbditos y acabara con la pluralidad de reglas y observancias que destruían la vida común y anulaban la acción del abad. En contra de las deformaciones del espíritu claustral, camufladas las más de las veces con pretextos de mayor perfección y renuncia, señaló Isidoro certeramente los elementos esenciales de la vida monástica, que son: «La renuncia completa de sí mismo, la estabilidad en el monasterio, la pobreza, la oración litúrgica, la lección y el trabajo».

Los monjes giróvagos disipan el espíritu y su conducta no siempre sirve de edificación a los fieles; de ahí el voto de estabilidad. Los peculios particulares crean la relajación del monje y dan pie a muchos abusos. En contra de los mismos formuló él el célebre aforismo: «Todo cuanto adquiere el monje, para el monasterio lo adquiere».

Otro enemigo de la vida monástica era la ociosidad, que Isidoro combatió imponiendo a sus monjes la obligación del trabajo, tanto manual como intelectual. Con el trabajo manual se procuraban los monjes lo indispensable para su sostenimiento, contribuían con su ejemplo a que el pueblo se interesara por el empleo de los métodos de producción más efectivos y con su esfuerzo físico procuraban a su cuerpo la agilidad, el vigor y robustez que son el soporte obligado de una vida espiritual sana.

Gran importancia concedió San Isidoro al trabajo intelectual de los monjes. Después de la iglesia debía ser la biblioteca la pieza más importante del monasterio. Los códices y libros allí almacenados tenían para Isidoro carácter de cosas sagradas. Si algún monje deterioraba algún manuscrito, recibía por ello la penitencia correspondiente. Por la mañana se prestaban los libros, que se devolvían después de vísperas al bibliotecario, quien comprobaba el estado del códice que se había prestado. Al estudio diario se añadían las lecturas durante la misa y el oficio divino, la lectura en el comedor, mientras duraba la refección, y las conferencias en determinados días de la semana. Entre las actividades del monje figuraba la de copiar códices, tarea ésta considerada como cosa santa. En el escritorio isidoriano de Sevilla ocupaba el primer plano la Biblia, sobre cuyo texto se hacían concienzudos estudios y mejoras que debían extenderse por toda España y Europa.

Isidoro fue en este punto un dechado y ejemplo para sus monjes. Conocía todos los libros de su tiempo; podía dar razón de todos los autores griegos y latinos, Padres de la Iglesia y otros escritores de menos talla. Su biblioteca era la mejor de su tiempo, tanto por su calidad como por el número de ejemplares. A todos los autores de la antigüedad se les concedía un sitio en sus estantes; a todas las ciencias, eclesiásticas y profanas, franqueaba Isidoro las puertas de su biblioteca. Pero entre sus libros había uno por el cual sentía enorme pasión, la Biblia, porque, según él, «encierra la suma de los misterios y sacramentos divinos; es el arca sagrada que guarda las cosas antiguas y las nuevas del tesoro del Señor». Conocidos son sus esfuerzos para unificar el texto latino de las Sagradas Escrituras. Entre sus libros es muy conocido el Libro de los Proemios, que contiene una corta introducción a cada uno de los libros sagrados.

Entre las obras más famosas que escribió cabe señalar su libro de las Etimologías, verdadera enciclopedia de las ciencias antiguas, que revela la inmensa erudición de Isidoro. Como historiador le han hecho célebre su Historia de los godos, vándalos y suevos, la llamada Crónica Mayor y el Libro de los varones ilustres. Con esta producción bibliográfica influyó San Isidoro en la literatura medieval, a la cual retransmitió la inmensa literatura de la antigüedad. «Como puente entre dos edades, como firme pilar en una época de transición, como depositario del saber antiguo al tiempo que heraldo de la ciencia medieval, San Isidoro ocupa un lugar singularísimo en la historia de la cultura europea. El puesto honroso de quien, consciente de una misión, la cumple con humilde y heroica voluntad de entrega» (Montero Díaz).

Pero, además de padre de los monjes, fue Isidoro obispo de Sevilla. El gobierno de su dilatada diócesis debía alejarle un tanto de sus actividades literarias para dedicarse al cuidado pastoral de las almas confiadas a sus desvelos. Según confesión propia, el verdadero obispo debía dedicarse a la lectura de la Biblia y exponerla a sus fieles, imitar el ejemplo de los santos, vivir una vida intensa de oración, mortificar su cuerpo con vigilias y abstinencias, y, sobre todo, practicar la caridad y la misericordia para con sus hermanos y súbditos. Con la dignidad episcopal ensanchóse el horizonte del magisterio de Isidoro, que transformó el púlpito de la catedral de Sevilla en cátedra de la verdad. El pueblo acudía en tropel a escucharle, porque, según testimonio de San Ildefonso, «había adquirido tanta facilidad de palabra y ponía tal hechizo en cuanto decía, que nadie le escuchaba sin sentirse maravillado». Pero, más que por sus dotes oratorias, le escuchaba el pueblo por la solidez de su doctrina teológica y por la unción que ponía el Santo en sus palabras.

Entre los puntos capitales del programa episcopal de San Isidoro figuraba su solicitud por el clero, la porción escogida de la heredad del Señor, según palabras suyas. Y era tanto más necesario este cuidado en cuanto que la herejía arriana había penetrado hondamente en las filas clericales y había creado un sector que llevaba una vida sacerdotal nada conforme con su excelsa vocación. De ahí que empezara por una depuración a fondo en las filas de los ministros del altar, prefiriendo pocos y buenos a gran número de ellos carentes de espíritu sacerdotal. Para su formación contaba con la escuela catedralicia, en donde los futuros ministros de la Iglesia eran educados religiosa e intelectualmente, y no sentía reparo alguno en tomar parte activa en este magisterio. Los candidatos al sacerdocio vivían en comunidad, y dispuso que este mismo régimen de vida observaran los clérigos e incluso los mismos obispos, empezando él por dar ejemplo de una vida santa en común. Con el fin de facilitar la santificación propia y desarmar a los murmuradores dictó a los obispos de España la siguiente ley: «Para que no se dé motivo a la murmuración, en adelante los obispos tendrán en su casa el testimonio de personas en quienes no puede haber sospecha ninguna». Entre las obligaciones episcopales señala la visita anual de las iglesias, que debe hacerse personalmente, o por medio de delegados, De esta manera el obispo velará por la buena marcha espiritual y material de las iglesias parroquiales.

El obispo era en aquel entonces el funcionario más poderoso. Por su doble personalidad, política y religiosa, debía influir necesariamente en los destinos de España. Pero, aunque ligado con la monarquía por el vínculo de vasallaje, no olvidó nunca, sin embargo, que antes se debía a la Iglesia y a la grey que se le había confiado. Supo Isidoro armonizar sus obligaciones episcopales con sus deberes hacia la Patria. Sentía él un amor intenso por España, que ha expresado con un lirismo impresionante en sus Laudes Hispaniae. En su vida mostróse enemigo de los bizantinos, habla de las «insolencias romanas», elogia la actitud política de Leovigildo, a pesar de su arrianismo, y canta la grandeza del reino visigodo. «No puede rigurosamente hablarse de sentimiento nacional. Pero es evidente su adscripción a la unidad peninsular, una conciencia clara de Hispania como ámbito estatal, una decidida nostalgia de fusión étnica y convivencia religiosa» (Montero Díaz).

Uno de los actos de más resonancia de su vida episcopal fue la celebración del Concilio IV de Toledo, a finales del año 633, que Isidoro convocó con el fin de dotar a la nación de una legislación que asegurara su porvenir y la estabilidad de sus instituciones, y reorganizar al mismo tiempo la vida religiosa.

El que había sido moderador de monjes, metropolitano de la Bética, fecundo escritor, mentor de reyes y moderador de concilios, Padre de la Iglesia y de la Patria, encorvábase bajo el peso de los años. Al echar una mirada retrospectiva, dolíase en su corazón de las debilidades, defectos e imperfecciones de su larga vida, pero le confortaba la perspectiva del perdón. Rebasados los ochenta años, Isidoro todavía predicaba al pueblo y leía las páginas de la Biblia. En los últimos años distribuyó cuantiosas limosnas a los pobres.

La muerte se acercaba a grandes pasos. Su estómago se negaba a retener el alimento; la fiebre devoraba su cuerpo y su rostro aparecía demacrado. Presintiendo un próximo desenlace, se hizo trasladar a la basílica de San Vicente para pedir penitencia en una ceremonia emocionante. Un sacerdote rasuró la cabeza del moribundo, vistióle de cilicio y derramó sobre él un puñado de ceniza en forma de cruz, Hizo después Isidoro su confesión con palabras que arrancaron las lágrimas de todos los presentes. Tres días después, el 4 de abril de 636, su alma voló al cielo para recibir la recompensa de una vida santa, dedicada al servicio de la Iglesia. Dante, en su Divina comedia, vio en el paraíso llamear el espíritu ardiente de Isidoro» (Paraíso, canto X, 130).

Fuente original

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Otras biografías en la red

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Oración «Adsumus» de san Isidoro de Sevilla

Aquí estamos, Señor Espíritu Santo.

Aquí estamos, frenados por la inercia del pecado,
pero reunidos especialmente en tu Nombre.
Ven a nosotros y permanece con nosotros.

Dígnate penetrar en nuestro interior.
Enséñanos lo que hemos de hacer,
por dónde debemos caminar,
y muéstranos lo que debemos practicar
para que, con Tu ayuda, sepamos agradarte en todo.

Sé Tú el único inspirador y realizador de nuestras decisiones,
Tú, el único que, con Dios Padre y su Hijo,
posees un nombre glorioso,
no permitas que quebrantemos la justicia,
Tú, que amas la suprema equidad:
que la ignorancia no nos arrastre al desacierto;
que el favoritismo no nos doblegue;
que no nos corrompa la acepción de personas o de cargos.

Por el contrario, únenos eficazmente a Ti,
sólo con el don de tu Gracia,
para que seamos UNO en Ti,
y en nada nos desviemos de la verdad.

Y, lo mismo que estamos reunidos en Tu Nombre, así también,
mantengamos en todo la justicia,
moderados por la piedad,
para que, hoy, nuestras opiniones en nada se aparten de Ti,
y, en el futuro, obrando rectamente,
consigamos los premios eternos.

Amén.

V/ Santa María

R/ Ruega por nosotros

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