Mateo 6, 24-34. Sábado de la 11.ª semana del Tiempo Ordinario. Al perdirnos que no nos obcequemos con las preocupaciones del mundo, el Señor sencillamente nos invita a caminar por la senda de ese don tan grande que nos dio: ser sus elegidos.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero. Por eso les digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? ¿Y por qué se inquietan por el vestido? Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe! No se inquieten entonces, diciendo: «¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?». Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción».
Primera lectura: Segundo Libro de Crónicas, 2 Crón 24,17-25
Salmo: Sal 89(88), 4-5.29-34
Oración introductoria
Señor, creo en Ti y en tu Palabra, confío y espero porque tengo la certeza de que me amas. Te quiero sobre todas las cosas y anhelo, con tu gracia, corresponder a tu amor. Concédeme abandonarme con espíritu filial en tu Providencia, que cuida de mis más pequeñas necesidades.
Petición
Dame la gracia de vivir más confiado en tu gracia.
Meditación del Santo Padre Francisco
Las riquezas y las preocupaciones del mundo nos hacen olvidadizos del pasado, confusos en el presente, inciertos sobre el futuro. Es decir, hacen perder de vista los tres pilares sobre los cuales se funda la historia de la salvación cristiana: un Padre que nos eligió en el pasado, nos hizo una promesa para el futuro y a quien hemos dado una respuesta estableciendo con Él, en el presente, una alianza. Este es el sentido de la reflexión que propuso el Papa Francisco el 22 de junio.
Su homilía tomó pié del relato del evangelio de Mateo (6, 24-34), que habla de las recomendaciones de Jesús a los discípulos, «cuando dice: «Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero». Luego continúa: «No estéis agobiados por vuestra vida, por lo que vais a comer o beber»». «Nos ayuda a comprender esto —dijo el Pontífice— el capítulo 13 de san Mateo, que relata la explicación de Jesús a los discípulos respecto a la parábola del sembrador. Dice que la semilla que cayó en tierra con espinas se ahogó. Pero, ¿quién la ahoga? Jesús dice: «las riquezas y las preocupaciones del mundo»».
Para quien tiene estos apegos «la riqueza es un ídolo. No tiene necesidad de un pasado, de una promesa, de una elección, de futuro, de nada. Aquello de lo que se preocupa es de lo que puede suceder». Pero ciertamente no le orienta hacia una promesa y por ello permanece confundido, solo. «Por ello Jesús nos dice: «O Dios o la riqueza, o el reino de Dios y su justicia o las preocupaciones». Sencillamente nos invita a caminar por la senda de ese don tan grande que nos dio: ser sus elegidos. Con el bautismo somos elegidos en el amor», afirmó el Pontífice.
Analizar la dificultad más grande de mi vida para ver en qué tengo que tener más confianza en Dios.
Diálogo con Cristo
Padre providente, tu doctrina es sencilla y clara, concreta y amorosa, no vale la pena desgastarse inútilmente por lo pasajero de este mundo, cuando hay un Reino que puedo empezar a gozar desde ahora. Las cosas no cambian por más que uno se preocupe por ellas, por eso te pido, Señor, tu gracia para vivir abandonado a tu Providencia, poniendo todos los medios a mi alcance para extender tu Reino.
Mateo 6, 19-23. Viernes de la 11.ª semana del Tiempo Ordinario. Debemos estar más atentos a acumular las verdaderas riquezas, las que liberan el corazón y te hacen una persona con esa libertad que tienen los hijos de Dios.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!».
Primera lectura: Segundo Libro de Reyes 11, 1-4.9-18.20
Salmo: Sal 132(131), 11-14.17-18
Oración introductoria
Ven, Espíritu Santo, llena mi corazón con el fuego de tu amor para que esta oración me ayude a desprenderme de mí mismo, a desapegarme de todo lo material, y a considerar todo como basura y pérdida con tal de ganarte a Ti.
Petición
Jesús, dame un corazón pobre y libre de egoísmo para que puedas reinar en mí.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Dinero, vanidad y poder» no hacen feliz al hombre. Los auténticos tesoros, las riquezas que cuentan, son «el amor, la paciencia, el servicio a los demás y la adoración a Dios». Es este el mensaje que el Papa Francisco propuso en la misa celebrada el [día de hoy] en la capilla de la Casa Santa Marta.
El corazón de la meditación del Pontífice fueron las palabras de Jesús propuestas por el Evangelio de Mateo (6, 19-23): «No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón». En resumen, fue el comentario del Papa, «el consejo de Jesús es sencillo: no acumuléis tesoros en la tierra. Es un consejo de prudencia». Tanto que Jesús añade: «Mira que esto no sirve de nada, no pierdas el tiempo».
Son tres, en particular, los tesoros de los cuales Jesús pone en guardia muchas veces. «El primer tesoro es el oro, el dinero, las riquezas» explicó el obispo de Roma. Y, en efecto, «no estás a salvo con este» tesoro, «porque quizá te lo roben. No estás a salvo con las inversiones: quizá caiga la bolsa y tú te quedes sin nada». Y «después dime: un euro más ¿te hace más feliz o no?». Por lo tanto, prosiguió el Pontífice, «las riquezas son un tesoro peligroso». Cierto, pueden también servir «para hacer tantas cosas buenas», por ejemplo «para poder llevar adelante la familia». Pero, advirtió, «si tú las acumulas como un tesoro, te roban el alma». Por eso «Jesús en el Evangelio vuelve sobre este argumento, sobre las riquezas, sobre el peligro de las riquezas, sobre el poner las esperanzas en las riquezas». Y advierte que hay que estar atentos porque es un tesoro «que no sirve».
El segundo tesoro del que habla el Señor «es la vanidad», es decir, buscar «tener prestigio, hacerse ver». Jesús condena siempre esta actitud: «Pensemos en lo que dice a los doctores de la ley cuando ayunan, cuando dan limosna, cuando oran para hacerse ver». Por lo demás, tampoco «la vanidad sirve, acaba. La belleza acaba». Sobre este concepto el Pontífice citó una expresión —definida «un poco fuerte»— de san Bernardo, según la cual «tu belleza acabará por ser comida por los gusanos».
El orgullo, el poder, «es el tercer tesoro» que Jesús indica como inútil y peligroso. Una realidad evidenciada en la primera lectura de la liturgia tomada del segundo libro de los Reyes (11, 1-4. 9-18. 20), donde se lee la historia de la «cruel reina Atalía: su gran poder duró siete años, después fue asesinada». En fin, «tú estás ahí y mañana caes», porque «el poder acaba: cuántos grandes, orgullosos, hombres y mujeres de poder han acabado en el anonimato, en la miseria o en la prisión…».
He aquí, pues, la esencia de la enseñanza de Jesús: «¡No acumuléis! ¡No acumuléis dinero, no acumuléis vanidad, no acumuléis orgullo, poder! ¡Estos tesoros no sirven!». Más bien son otros los tesoros para acumular, afirmó el Pontífice. En efecto, «Hay un trabajo para acumular tesoros que es bueno». Lo dice Jesús en la misma página evangélica: «Donde está tu tesoro allí está tu corazón». Este es precisamente «el mensaje de Jesús: tener un corazón libre». En cambio «si tu tesoro está en las riquezas, en la vanidad, en el poder, en el orgullo, tu corazón estará encadenado allí, tu corazón será esclavo de las riquezas, de la vanidad, del orgullo».
Ante esta perspectiva el Papa Francisco exhortó a tener «un corazón libre», precisamente porque «Jesús nos habla expresamente de libertad del corazón». Y «un corazón libre se puede tener sólo con los tesoros del cielo: el amor, la paciencia, el servicio a los demás, la adoración a Dios». Estas «son las verdaderas riquezas que no son robadas». Las otras riquezas —dinero, vanidad, poder— «dan pesadez al corazón, lo encadenan, no le dan libertad».
Hay que tender, por lo tanto, a acumular las verdaderas riquezas, las que «liberan el corazón» y te hacen «un hombre y una mujer con esa libertad de los hijos de Dios». Se lee al respecto en el Evangelio que «si tu corazón es esclavo, no será luminoso tu ojo, tu corazón». En efecto, subrayó el Papa Francisco, «un corazón esclavo no es un corazón luminoso: será tenebroso». Por eso «si acumulamos tesoros en la tierra, acumulamos tinieblas que no sirven, no nos dan alegría. Pero sobre todo no nos dan libertad».
En cambio, recalcó el obispo de Roma, «un corazón libre es un corazón luminoso, que ilumina a los demás, que hace ver el camino que lleva a Dios». Es «un corazón luminoso, que no está encadenado, es un corazón que sigue adelante y que además envejece bien, porque envejece como el buen vino: cuando el buen vino envejece es un buen vino añejo». Al contrario, añadió, «el corazón que no es luminoso es como el vino malo: pasa el tiempo y se echa a perder cada vez más y se convierte en vinagre».
El Pontífice concluyó invitando a rezar al Señor para que «nos dé esta prudencia espiritual para comprender bien dónde está mi corazón, a qué tesoro está apegado mi corazón». Y «nos dé también la fuerza de «desencadenarlo», si está encadenado, para que llegue a ser libre, se convierta en luminoso y nos dé esta bella felicidad de los hijos de Dios, la verdadera libertad».
El Apóstol precisa muy bien lo que entiende por «los bienes de allá arriba», que el cristiano debe buscar, y «los bienes de la tierra», de los cuales debe cuidarse. Los «bienes de la tierra» que es necesario evitar son ante todo: «Dad muerte —escribe san Pablo— a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría» (3, 5-6). Dar muerte en nosotros al deseo insaciable de bienes materiales, al egoísmo, raíz de todo pecado. Por tanto, cuando el Apóstol invita a los cristianos a desprenderse con decisión de los «bienes de la tierra», claramente quiere dar a entender que eso pertenece al «hombre viejo» del cual el cristiano debe despojarse, para revestirse de Cristo.
Del mismo modo que explicó claramente cuáles son los bienes en los que no hay que fijar el propio corazón, con la misma claridad san Pablo nos señala cuáles son los «bienes de arriba», que el cristiano debe buscar y gustar. Atañen a lo que pertenece al «hombre nuevo», que se ha revestido de Cristo una vez para siempre en el Bautismo, pero que siempre necesita renovarse «a imagen de su Creador» (Col 3, 10). El Apóstol de los gentiles describe así esos «bienes de arriba»: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro (…). Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta» (Col 3, 12-14). Así pues, san Pablo está muy lejos de invitar a los cristianos, a cada uno de nosotros, a evadirse del mundo en el que Dios nos ha puesto. Es verdad que somos ciudadanos de otra «ciudad», donde está nuestra verdadera patria, pero el camino hacia esta meta debemos recorrerlo cada día en esta tierra. Participando desde ahora en la vida de Cristo resucitado debemos vivir como hombres nuevos en este mundo, en el corazón de la ciudad terrena.
Este es el camino no sólo para transformarnos a nosotros mismos, sino también para transformar el mundo, para dar a la ciudad terrena un rostro nuevo que favorezca el desarrollo del hombre y de la sociedad según la lógica de la solidaridad, de la bondad, con un respeto profundo de la dignidad propia de cada uno. El Apóstol nos recuerda cuáles son las virtudes que deben acompañar a la vida cristiana; en la cumbre está la caridad, con la cual todas las demás están relacionadas encontrando en ella su fuente y fundamento. La caridad resume y compendia «los bienes del cielo»: la caridad que, con la fe y la esperanza, representa la gran regla de vida del cristiano y define su naturaleza profunda.
Esta semana daré ese donativo que he venido posponiendo y del que no he querido desprenderme.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, si no soy generoso en el apostolado, en la donación de mi tiempo y en el servicio desinteresado a los demás y a la Iglesia, es porque no te he dado el lugar que te corresponde en mi vida. No he sido dócil a tus inspiraciones ni he sabido aprovechar tu gracia. Pero hoy es un nuevo día, una nueva oportunidad, para dejar todas las ataduras atrás y con gran confianza y alegría crecer en el amor.
Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut, barón do Forteastell. Noble ó villano, señor ó pechero, tú, cualquiera que seas, que te detienes un instante al borde de mi sepultura, cree en Dios, como yo he creido, y ruégale por mí».
* * *
I
Nobles aventureros, que puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas; si al atravesar el quebrado valle de Alontagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oidme.
II
Pastores, que seguís con lento paso vuestras ovejas que pacen derramadas por las colinas y las llanuras; si al conducirlas al borde del trasparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut en el rigor del verano, y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oidme.
III
Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad; si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut á coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, á cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oidme.
IV
Tú, noble caballero, tal vez el resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes á lágrimas, todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido, y sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy á referiros la peregrina historia.
* * *
I
Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía, que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrandose entre la menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin entre unas zarzas.
— ¡Allí está! ¡allí está! gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando á sus servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.
Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las breñas y se remontó á las nubes.
La serpiente había desaparecido.
II
Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo á luz, su padre pereció algunos años después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.
Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse á un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba á sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía á las doncellas, daba de palos á los monges, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba Santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese.
III
Un día en que salió de caza, y que, como era su costumbre, hizo entrar á guarecerse de la lluvia á toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter impetuoso, le conjuró en nombre del cielo y llevando una hostia consagrada en sus manos, á que abandonase aquel lugar y fuese á pie y con un bordón de romero á pedir al Papa la absolución de sus culpas.
— ¡Déjame en paz, viejo loco! exclamó Teobaldo al oirle; déjame en paz; ó ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como á un jabalí para distraerme.
IV
Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó á contestarle: — Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero á tus manos, borrará mis culpas del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte expiar tu crimen.
— ¡Un Dios que castiga y perdona! prorumpió el sacrilego barón con una carcajada. Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy á cumplirte lo que te he prometido; porque aunque poco rezador, soy amigo de no faltar á mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos á darle caza á este imbécil, aunque se suba á los retablos de sus altares.
V
Ya después de dudar un instante y á una nueva orden de su señor, comenzaban los pajes á desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote, murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una vocería horrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de ¡Al jabalí! — ¡Por las breñas! — ¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió á las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.
VI
— ¿Por dónde va el jabalí? preguntó el barón subiendo á su corcel, sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta.— Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas, le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.
Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la cabeza á los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.
VII
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero ó más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca á la res, que dos ó tres veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos, y echádose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba á intervalos entre los espesos matorrales, tornaba á desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma.
Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, é internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.
VIII
Por último, pudo encontrar una ocasión propicia; tendió el brazo y voló la saeta, que fué á clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso bufido. — ¡Muerto está! exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo á hundir por la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo; ¡muerto está! en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo, comenzó á hacer en la bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.
En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus contraídos músculos, cayó al suelo desplomado, arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de sangre.
Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba á acortarse; cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.
IX
Pintar la ira del colérico Teobaldo, sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso é impío. Llamó á grandes voces á sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación. — Le seguiré á la carrera, aun cuando haya de reventarme, exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose á seguir á la res; pero en aquel momento sintió ruido á sus espaldas; se entreabrieron las ramas de la espesura, y se presentó á sus ojos un paje que traía del diestro un corcel negro como la noche.
— El cielo me lo envía, dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida.
X
El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque, dio un bote increíble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire comenzó á zumbar en los oídos del jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero á un escape tan rápido, que temeroso de perder los estribos y caer á tierra turbado por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos á sus flotantes crines.
Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corríasin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba á su alrededor? Nadie lo sabe.
XI
Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una mirada inquieta, se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos lugares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban á su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar á otros más y más desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un ciélo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar; todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.
* * *
I
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi relato, si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es una fábula tejida á mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición, y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero nunca me apartaré un punto de la verdad á sabiendas.
II
Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban á sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin salir del término de su señorío. Ya no le quedaba duda de que era el juguete de un poder sobrenatural que le arrastraba sin que supiese á dónde, á través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba á veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas á desprenderse.
El corcel corría, ó mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron á desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.
III
Cabalgando sobre la nubes, vestidos de luengas rúnicas con orlas de fuego, suelta al huracán la encendida cabellera, y blandiendo sus espadas que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio á los ángeles, ministros de la cólera del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre las alas de la tempestad.
Y subió más alto, y creyó divisar á lo lejos las tormentosas nubes semejantes á un mar de lava, y oyó mugir el trueno á sus pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.
IV
Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel de plata sobre la superficie de un lago azul.
Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en su foco á los ígneos espíritus que habitan incólumes entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan al Criador himnos de alegría.
Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los liombres á las estrellas, y vio el arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al primer cielo del segundo.
V
Por una escala misteriosa vio bajar las almas á la tierra; vio bajar muchas, y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos, tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas de Abril.
Después las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio, como cortinas de gasa trasparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros templos el velo de los altares, y el paraíso de los justos se ofreció á sus miradas deslumbrador y magnífico.
VI
Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras Catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras y sus limbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las gerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación. Nuestra Señora de Monserrat, la Madre de Dios, la Reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.
VII
Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono do se asienta la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad, el eterno silencio viven en aquellas regiones, que conducen al misterioso santuario del Señor. Decuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos; ráfagas semejantes á las que anunciaban á los profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó á un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.
VIII
Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.
Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su santa madre, que pedía á Dios por él; pero no oyó la suya.
IX
Mas allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrilegos de la impiedad.
Teobaldo atravesó el segimdo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en vnia tarde de verano, por no oir su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose á las otras voces en medio de aquel concierto infernal.
— ¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! decía aún su acento agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba á creer.
X
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto á concebir, y llegó al cabo al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples alas y postrados á sus pies.
Él quiso mirarlo.
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar, y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.
* * *
I
La noche había cerrado, y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado á unas regiones desconocidas y misteriosas.
Un silencio de muerte reinaba á su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas, y el eco de una campana distante que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.
— Habré soñado, dijo el barón; y emprendió su camino al través del bosque, y salió al fin de la llanura.
II
En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo, sobre el fondo azulado y trasparente del cielo de la noche. — Mi castillo está lejos y estoy cansado, murmuró; esperaré el día en un lugar cercano, y se dirigió al lugar. — Llamó a la puerta. — ¿Quién sois? le preguntaron. — El barón de Fortcastell, respondió, y se le rieron en sus barbas.- — Llamó á otra. — ¿Quién sois y qué queréis? tornaron á preguntarle. — Vuestro señor, insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen; Teobaldo de Montagut. — ¡Teobaldo de Montagut! dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja; ¡Teobaldo de Montagut el del cuento!… ¡Bah!… Seguid vuestro camino , y no vengáis á sacar de su sueño á las gentes honradas para decirles chanzonetas insulsas.
III
Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, á cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya, se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza y sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo soldado; y confuso, y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnífico.
— ¡Y este es mi castillo, no hay duda! decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto á otro, sin acertar á comprender lo que le pasaba. ¡Aquel es mi escudo, grabado aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que domina, el señorío de Forcastell…
En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su dintel un religioso.
IV
— ¿Quien sois y qué hacéis aquí? preguntó Teobaldo al monge.
— Yo soy, contestó éste, un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio de Montagut.
— Pero… interrumpió el barón, Montagut ¿no es un señorío?
— Lo fué, prosiguió el monge… hace mucho tiempo… A su último señor, según cuentan, se le llevó el diablo; y como no tenía á nadie que le sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación de estas tierras á los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento á ciento veinte años. Y vos ¿quién sois?
— Yo… balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio; yo soy… un miserable pecador, que arrepentido de sus faltas, viene á confesarlas á vuestro abad, y á pedirle que le admita en el seno de su religión.
Lucas 7, 36-50. Undécimo Domingo del Tiempo Ordinario. El Señor salva solamente a quien sabe abrir su corazón y se reconoce pecador.
Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!». Pero Jesús le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». «¡Di, Maestro!» respondió él. «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos amará más?». Simón contestó: «Pienso que aquel a quien perdonó más». Jesús le dijo: «Has juzgado bien». Y volviéndose hacia la mujer, dijo de Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor». Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados». Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?». Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».
Primera lectura: Libro Segundo de Samuel, 2 Sam 12, 7-10.13
Salmo: Sal 32(31), 1-2.5.7.11
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 2, 16.19-21
Oración introductoria
Dios mío, al igual que la mujer del Evangelio, te busco con una gran fe en esta oración. Soy consciente de mis miserias y necesito tu perdón. No permitas que me aparte de Ti, porque en Ti tengo puesta toda mi esperanza. Te amo y deseo ardientemente compartir este amor con los demás.
Petición
Señor, ayúdame a reparar mis faltas con esta oración sincera y humilde.
Meditación del Santo Padre Francisco
El Señor salva «solamente a quien sabe abrir su corazón y se reconoce pecador». Es la enseñanza que el Papa Francisco dio del pasaje evangélico de san Lucas (7, 36-50) durante la misa que celebró el jueves 18 de septiembre, por la mañana, en Santa Marta. Se trata del relato de la pecadora que, durante la comida en la casa de un fariseo, sin ser ni siquiera invitada, se acerca a Cristo con «un vaso de perfume» y «colocándose detrás junto a sus pies, llorando», comienza «a bañarlos de lágrimas», luego los seca «con sus cabellos», los besa y los unge de perfume.
El Pontífice explicó que precisamente «reconocer los pecados, nuestra miseria, reconocer lo que somos y lo que somos capaces de hacer o hemos hecho es la puerta que se abre a la caricia de Jesús, al perdón de Jesús. Al respecto el Papa repitió una expresión muy querida por él: «el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo son los propios pecados».
A un oído poco atento esto «parecería casi una herejía —comentó— pero lo decía también san Pablo» cuando, en la segunda Lectura a los Corintios (12, 9), afirmaba gloriarse «solamente de dos cosas: de los propios pecados y de Cristo Resucitado que lo ha salvado».
El Papa introdujo su reflexión reconstruyendo la escena descrita en el pasaje evangélico. Aquel «que había invitado a Jesús al almuerzo —hizo notar— era una persona de un cierto nivel, de cultura, quizás un universitario. Y «no parece que fuera una mala persona». Hasta que irrumpe en el banquete una figura femenina, una que no tenía cultura o si la tenía, aquí no lo demostró». En efecto, «entra y hace eso que quiere hacer: sin pedir disculpas, sin pedir permiso».
Es entonces cuando la realidad se revela detrás de las buenas maneras: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora». Este hombre «no era malo», sin embargo, «no logra entender el gesto de la mujer. No logra entender los gestos elementales de la gente». En resumen, «estaba alejado de la realidad». Sólo así, continuó el Papa, se explica «la acusación» imputada a Jesús: «¡Este es un santón! Nos habla de cosas hermosas, hace un poco de magia; es un curandero; pero al final no conoce a la gente, porque si supiera de qué clase es esta, habría dicho algo».
Hay entonces «dos actitudes» muy diferentes entre sí: por una parte la del «hombre que ve y califica», juzga; y por otro la de la «mujer que llora y hace cosas que parecen locuras», porque utiliza un perfume que «es caro, es costoso». En especial el Pontífice se detuvo en el hecho de que el Evangelio sí utiliza la palabra «unción» para significar que el «perfume de la mujer unge: tiene la capacidad de ser una unción», al contrario de las palabras del fariseo que «no llegan al corazón, no llegan a la realidad».
En medio a estas dos figuras tan antitéticas está Jesús, con «su paciencia, su amor», su «deseo de salvar a todos», que «le lleva a explicar al fariseo qué significa eso que hace esta mujer» y a reprocharle, si bien «con humildad y ternura», por no haber tenido «cortesía» con Él.
El Papa evidenció también que el Evangelio no dice «cómo terminó la historia para este hombre», pero dice claramente «cómo terminó para la mujer: “Tus pecados han quedado perdonados”». Una frase, esta, que escandaliza a los comensales, quienes comienzan a confabular entre sí preguntándose: «¿Pero quién es este, que hasta perdona pecados?». En resumen, «a ella se le dice que sus pecados le son perdonados, a los demás, Jesús les hace ver sólo los gestos y se los explica, incluso los gestos no realizados, o sea lo que no han hecho con Él». En consecuencia «la palabra salvación —“tu fe te ha salvado”— la dice sólo a la mujer, que es una pecadora. Y la dice porque ella logró llorar sus pecados, confesar sus pecados, decir: “Soy una pecadora”». Por el contrario, «no la dice a esa gente», que incluso «no era mala», sino porque estas personas «creían que no eran pecadoras».
He aquí entonces la enseñanza del Evangelio: «La salvación entra en el corazón solamente cuando abrimos el corazón en la verdad de nuestros pecados». Cierto, observó el obispo de Roma, «ninguno de nosotros irá a hacer el gesto que hizo esta mujer», pero todos nosotros tenemos la posibilidad de llorar, todos nosotros tenemos la posibilidad de abrirnos y decir: Señor, ¡sálvame!». También porque, afirmó, «a esa otra gente, en este pasaje del Evangelio, Jesús no dice nada. Pero en otro pasaje dirá esa terrible palabra: “¡Hipócritas, porque os habéis alejado de la realidad, de la verdad!”». Y de nuevo, refiriéndose al ejemplo de esa pecadora, dice: «Pensad bien, serán las prostitutas y los publicanos que os precederán en el reino de los cielos». Porque ellos —concluyó— «se sienten pecadores» y «abren su corazón en la confesión de los pecados, en el encuentro con Jesús, que dio su sangre por todos nosotros».
[…] aprovecho de buen grado la ocasión para proponer a vuestra atención algunas reflexiones sobre la administración [del sacramento de la Reconciliación] en nuestra época, que por desgracia está perdiendo cada vez más el sentido del pecado.
Es necesario ayudar a quienes se confiesan a experimentar la ternura divina para con los pecadores arrepentidos que tantos episodios evangélicos muestran con tonos de intensa conmoción. Tomemos, por ejemplo, la famosa página del evangelio de san Lucas que presenta a la pecadora perdonada (cf. Lc 7, 36-50). Simón, fariseo y rico «notable» de la ciudad, ofrece en su casa un banquete en honor de Jesús. Inesperadamente, desde el fondo de la sala, entra una huésped no invitada ni prevista: una conocida pecadora pública. Es comprensible el malestar de los presentes, que a la mujer no parece preocuparle. Ella avanza y, de modo más bien furtivo, se detiene a los pies de Jesús. Había escuchado sus palabras de perdón y de esperanza para todos, incluso para las prostitutas, y está allí conmovida y silenciosa. Con sus lágrimas moja los pies de Jesús, se los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con un agradable perfume. Al actuar así, la pecadora quiere expresar el afecto y la gratitud que alberga hacia el Señor con gestos familiares para ella, aunque la sociedad los censure.
Frente al desconcierto general, es precisamente Jesús quien afronta la situación: «Simón, tengo algo que decirte». El fariseo le responde: «Di, maestro». Todos conocemos la respuesta de Jesús con una parábola que podríamos resumir con las siguientes palabras que el Señor dirige fundamentalmente a Simón: «¿Ves? Esta mujer sabe que es pecadora e, impulsada por el amor, pide comprensión y perdón. Tú, en cambio, presumes de ser justo y tal vez estás convencido de que no tienes nada grave de lo cual pedir perdón».
Es elocuente el mensaje que transmite este pasaje evangélico: a quien ama mucho Dios le perdona todo. Quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es precisamente el mensaje que debemos transmitir: lo que más cuenta es hacer comprender que en el sacramento de la Reconciliación, cualquiera que sea el pecado cometido, si lo reconocemos humildemente y acudimos con confianza al sacerdote confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora del perdón de Dios.
Evitar, hoy, juzgar a los demás para mantener un corazón generoso y misericordioso como el de Cristo.
Diálogo con Cristo
Dios Padre misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia, ten compasión de tus hijos pecadores y apiádate de las obras de tus manos para que podamos permanecer en pie el día de tu venida gloriosa.
Mateo 10,7-13. Memoria de san Bernabé, apóstol. 11 de junio. Los santos «no han caído del cielo», son hombres como nosotros, con problemas complicados. La santidad no consiste en no equivocarse o no pecar nunca; la santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón.
Dijo Jesús a sus discípulos: «Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente. No lleven encima oro ni plata, ni monedas, ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento. Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, busquen a alguna persona respetable y permanezcan en su casa hasta el momento de partir. Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella. Si esa casa lo merece, que la paz descienda sobre ella; pero si es indigna, que esa paz vuelva a ustedes».
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 11, 21b-26; 13, 1-3
Salmo: Sal 98(97), 1-6
Oración introductoria
Señor, me llamas a dedicarme a predicar tu Evangelio. ¡Qué privilegio el poder contribuir en la extensión de tu Reino! Para lograrlo, necesito aumentar mi fe y mi caridad, por ello te pido que esta oración sea el medio para fortalecer mi convicción de ser un auténtico discípulo y misionero de tu amor.
Petición
Ayúdame, Señor, a saber corresponder, con mi amor y servicio a los demás, el don de tu redención.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Prosiguiendo nuestro viaje entre los protagonistas de los orígenes cristianos, hoy dedicamos nuestra atención a otros colaboradores de san Pablo. Tenemos que reconocer que el Apóstol es un ejemplo elocuente de hombre abierto a la colaboración: en la Iglesia no quiere hacerlo todo él solo, sino que se sirve de numerosos y diversos compañeros. No podemos detenernos a considerar todos estos valiosos ayudantes, pues son muchos. […]
«Bernabé», que significa «hijo de la exhortación» (Hch 4, 36) o «hijo del consuelo», es el sobrenombre de un judío levita oriundo de Chipre. Habiéndose establecido en Jerusalén, fue uno de los primeros en abrazar el cristianismo, tras la resurrección del Señor. Con gran generosidad vendió un campo de su propiedad y entregó el dinero a los Apóstoles para las necesidades de la Iglesia (cf. Hch 4, 37). Se hizo garante de la conversión de Saulo ante la comunidad cristiana de Jerusalén, que todavía desconfiaba de su antiguo perseguidor (cf. Hch 9, 27). Enviado a Antioquía de Siria, fue a buscar a Pablo, en Tarso, donde se había retirado, y con él pasó un año entero, dedicándose a la evangelización de esa importante ciudad, en cuya Iglesia Bernabé era conocido como profeta y doctor (cf. Hch 13, 1).
Así, Bernabé, en el momento de las primeras conversiones de los paganos, comprendió que había llegado la hora de Saulo, el cual se había retirado a Tarso, su ciudad. Fue a buscarlo allí. En ese momento importante, en cierta forma, devolvió a Pablo a la Iglesia; en este sentido, le entregó una vez más al Apóstol de las gentes. La Iglesia de Antioquía envió a Bernabé en misión, junto a Pablo, realizando lo que se suele llamar el primer viaje misionero del Apóstol. En realidad, fue un viaje misionero de Bernabé, pues él era el verdadero responsable, al que Pablo se sumó como colaborador, recorriendo las regiones de Chipre y Anatolia centro-sur, en la actual Turquía, con las ciudades de Atalía, Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe (cf. Hch 13-14). Junto a Pablo, acudió después al así llamado concilio de Jerusalén, donde, después de un profundo examen de la cuestión, los Apóstoles con los ancianos decidieron separar de la identidad cristiana la práctica de la circuncisión (cf. Hch 15, 1-35). Sólo así, al final, permitieron oficialmente que fuera posible la Iglesia de los paganos, una Iglesia sin circuncisión: somos hijos de Abraham solamente por la fe en Cristo.
Los dos, Pablo y Bernabé, se enfrentaron más tarde, al inicio del segundo viaje misionero, porque Bernabé quería tomar como compañero a Juan Marcos, mientras que Pablo no quería, dado que el joven se había separado de ellos durante el viaje anterior (cf. Hch 13, 13; 15, 36-40). Por tanto, también entre los santos existen contrastes, discordias, controversias. Esto me parece muy consolador, pues vemos que los santos «han caído del cielo». Son hombres como nosotros, incluso con problemas complicados. La santidad no consiste en no equivocarse o no pecar nunca. La santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón.
De este modo, Pablo, que había sido más bien duro y severo con Marcos, al final se vuelve a encontrar con él. En las últimas cartas de san Pablo, a Filemón y en la segunda a Timoteo, Marcos aparece precisamente como «mi colaborador». Por consiguiente, lo que nos hace santos no es el no habernos equivocado nunca, sino la capacidad de perdón y reconciliación. Y todos podemos aprender este camino de santidad.
En todo caso, Bernabé, con Juan Marcos, se dirigió a Chipre (cf. Hch 15, 39) alrededor del año 49. A partir de entonces se pierden sus huellas. Tertuliano le atribuye la carta a los Hebreos, lo cual es verosímil, pues, siendo de la tribu de Leví, Bernabé podía estar interesado en el tema del sacerdocio. Y la carta a los Hebreos nos interpreta de manera extraordinaria el sacerdocio de Jesús.
Audiencia General del miércoles, 31 de enero de 2007
Propósito
Proclamar el Evangelio con mi testimonio y ayudando a los demás.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, para poder evangelizar necesito tenerte en el centro de mi vida. Y eso, ¿qué implica? Tenerte presente a lo largo de todo el día, en mis diversas actividades, para llegar a ser una persona de oración y de acción, que podrá presentar la belleza de tu amor con naturalidad y alegría, con astucia y constancia, de modo que, sobre todo mi testimonio, sea una ayuda para que otros quieran conocerte, amarte y seguirte.
Lucas 7, 11-17. Domingo de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. El Señor muestra un particular «cuidado, un especial amor» por las viudas.
En seguida, Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: «No llores». Después se acercó y tocó el féretro. Los que los llevaban se detuvieron y Jesús dijo: «Joven, yo te lo ordeno, levántate». El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo». El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.
Primera lectura: Primer Libro de Reyes, 1 Re 17, 17-24
Salmo: Sal 30(29), 2-6.11-13
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 1, 11-19
Oración introductoria
Dios mío, tan grande es tu amor que no dejas de compadecerte de mí, a pesar de mis debilidades, porque digo y no hago, ofrezco y no cumplo. ¡Ven a iluminar mi oración! Dame la gracia que me hará crecer en amor y en fidelidad.
Petición
Señor, quiero ser todo para Ti, concédeme olvidarme de mis preocupaciones para poder escucharte.
Meditación del Santo Padre Francisco
Jesús tiene la capacidad de sufrir con nosotros, de estar cerca de nuestros sufrimientos y hacerlos suyos. Jesús se compadeció de esta viuda que había perdido a su hijo. Sabía lo que significaba una mujer viuda en ese tiempo.
El Señor tiene un amor especial por las viudas, y las cuida. Pienso también que esta viuda es un icono de la Iglesia, porque también la Iglesia es en cierto sentido una viuda: El Esposo se ha ido y Ella camina en la historia con la esperanza de hallarlo, de encontrarse con Él. Y Ella será la esposa definitiva. Pero mientras tanto Ella, la Iglesia, ¡está sola! El Señor no está visible. Tiene una cierta dimensión de viudez… Esta Iglesia valiente, que defiende a sus hijos, como la viuda que iba donde el juez corrupto para defender, defender y finalmente ganó. ¡Nuestra Madre Iglesia es valiente! Tiene el coraje de una mujer que sabe que sus hijos son suyos, y debe defenderlos y llevarlos al encuentro con su Esposo.
Así les habló a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un sueño, del que se puede despertar.
Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: se ve cuando devuelve la vida al joven hijo de la viuda de Naím y a la niña de doce años. Precisamente de ella dijo: «La niña no ha muerto; está dormida», provocando la burla de los presentes. Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento.
Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una sincera compasión por el dolor de la separación. Al ver llorar a Marta y María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús «se conmovió profundamente, se turbó» y, por último, «lloró». El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del Dios que es Vida.
Hacer una visita al Santísimo Sacramento para escuchar lo que Dios me quiere decir hoy y dejarlo entrar en nuestra vida.
Diálogo con Cristo
Señor, sé, como decía san Agustín, que las aflicciones y tribulaciones que a veces sufrimos nos sirven de advertencia y corrección, y que si tuviera la fe debida, no temería a nada ni a nadie, porque todo pasa para nuestro bien, si sabemos poner todo en tus manos. Pero bien conoces mi debilidad, mi necesidad de sentir tu consuelo y tu presencia, ven a mi corazón, que quiere resucitar contigo, para poder experimentar el amor de Dios.
Lucas 2, 41-51. Memoria del Inmaculado Corazón de María. La actitud de María inspira nuestra fe.
Sus padres iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acababa la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que los oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. Al ver, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados». Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?». Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón.
Salmo (tomado del Primer Libro de Samuel): 1 Sam 2, 1.4-8
Oración introductoria
Señor y Dios mío, enséñame a reconocer tu amor y a conocerte cada vez más de forma experiencial, pues una cosa es conocer lo que has hecho y otra muy distinta el conocerte a ti. Yo quiero ahondar en tu conocimiento, Señor. Quiero hacer una experiencia profunda de ti, de tu amor, de tu bondad. Concédeme la gracia de adentrarme cada día más en ella.
Petición
Padre mío, aumenta mi fe, mi esperanza y mi caridad para que renueve minuto a minuto mi opción por Ti.
Meditación de san Juan Pablo II
1. Cuando María y José encontraron al Niño Jesús en el templo, después de tres días de angustiada búsqueda, su Madre no pudo contener este amoroso lamento: «Hijo, por qué has obrado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote» (Lc 2, 48).
Es consolador para nosotros saber que también la Virgen preguntó «por qué» a Jesús, en una circunstancia de intenso sufrimiento. Reconocemos en sus palabras un tema que se ha hecho ya constante en los libros del Antiguo Testamento.
Por aquellas páginas veneradas sabemos que a menudo el Pueblo de Dios, o bien alguno de sus miembros, atravesaba por pruebas cruciales.
En semejantes aprietos, aflora una pregunta: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Sal 22, 2) «¿Por qué estás dormido, Señor?… ¿Por qué escondes tu rostro, olvidándote de nuestra miseria y opresión?» (Sal 44, 24a. 25).
Para responder a este «por qué» humanísimo, el orante de los Salmos se dirige al pasado de Israel, vuelve a meditar la historia de los Padres, especialmente el éxodo de Egipto, y saca de ello la siguiente lección: también ellos fueron probados como el oro en el fuego, y sin embargo el Señor los salvó de tantas maneras y a menudo por caminos inesperados; y como el Señor es fiel, también ahora, como entonces, dará la salvación, en el modo y en el tiempo que a Él plazca (cf. Sal 22, 5-6; Sir 2, 10; 51, 8; Jdt 8, 15-17. 26).
2. «También la Santísima Virgen ―nos enseña el Concilio Vaticano II― avanzó en la peregrinación de la fe y sirvió fielmente a su unión con el Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58).
El episodio del hallazgo en el templo demuestra que la Virgen no siempre y no inmediatamente podía comprender el comportamiento del Hijo. En efecto, Lucas observa que ni Ella ni José comprendieron la respuesta de Jesús (cf. Lc 2, 50). A pesar de ello, María «conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2, 51b.).
Vendrán después días en que Jesús anuncia su muerte y resurrección como un designio del que habían hablado las Escrituras (cf. Lc 9, 22. 43-44; 18. 31-33; 24, 6-7. 26-27). Ella, ciertamente, como verdadera «Hija de Sión», habrá mirado a la misión dolorosa del Hijo con los recursos que le venían de la fe (cf. Lc 11, 27-28). Si Dios, en las vicisitudes de su pueblo, había desatado tantas veces las cadenas de los justos que se hallaban en tribulación, también ahora puede cumplir la promesa que Cristo debe resucitar de entre los muertos (cf. Heb 11, 19; Rom 4, 17).
3. La actitud de María inspira nuestra fe. Cuando soplan las tempestades y todo parece naufragar, nos sostenga el recuerdo de lo que el Señor ha hecho en el pasado. Volvamos a pensar, ante todo, en la muerte y resurrección de Jesús; y luego en las innumerables liberaciones que Cristo ha realizado en la historia de la Iglesia, en el mundo y en la vida de cada uno de nosotros los creyentes.
De esta anamnesis brotará más fecunda y alegre la certeza de que también en el momento presente, aunque sea amenazador, el Redentor navega con nosotros en la misma barca. A Él le obedecen el viento y el mar (cf. Mc 4, 41; Mt 8, 27; Lc 8, 25).
Darme el tiempo y la paciencia para dar hoy un consejo, estímulo o ayuda a quien lo necesite.
Diálogo con Cristo
Señor, dame la gracia de vivir plenamente la voluntad del Padre, a imitación tuya. Quiero cumplir su voluntad en mi vida para demostrarle mi amor, para mostrarle que acepto alegremente lo que Él quiera para mí. Concédeme, Señor, hacer la experiencia del Padre, para ser tu instrumento y guía de manera eficaz, de manera que muchos puedan llegar a conocer tu amistad y alcancen tu amor infinito.
Marcos 12, 28-34. Jueves de la 9.ª semana del Tiempo Ordinario. Debemos descubrir y expulsar los ídolos mundanos ocultos en los numerosos dobleces que tenemos en nuestra personalidad.
Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los mandamientos?». Jesús respondió: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos». El escriba le dijo: «Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios». Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios». Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a Timoteo, 2 Tim 2, 8-15
Salmo: Sal 25(24), 4-5.8-10.14
Oración introductoria
Señor, quiero amarte por sobre todas las cosas, pero Tú sabes cómo me cuesta dejar mi propia manera de pensar y de actuar. Por ello te pido ilumines mi oración para que, creyendo y confiando en Ti, aproveche tu gracia para realmente vivir una caridad universal y delicada.
Petición
Señor, ayúdame a amarte con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi mente y con todas mis fuerzas.
Meditación del Santo Padre Francisco
Descubrir «los ídolos ocultos en los numerosos dobleces que tenemos en nuestra personalidad», «expulsar los ídolos de la mundanidad, que nos convierte en enemigos de Dios»: fue la invitación del Papa Francisco durante la misa matutina del [día de hoy], en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.
La exhortación a emprender «el camino del amor a Dios», a ponerse en «camino para llegar» a su Reino, fue la coronación de una reflexión centrada en el Evangelio de Marcos (12, 28-34), cuando Jesús responde al escriba que le interroga sobre cuál es el más importante de los mandamientos. La primera observación del Pontífice fue que Jesús no responde con una explicación, sino que usa la Palabra de Dios: «¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor».
«La confesión de Dios se realiza en la vida, en el camino de la vida; no basta decir —advirtió el Papa—: yo creo en Dios, el único»; sino que requiere preguntarse cómo se vive este mandamiento. En realidad, con frecuencia se sigue «viviendo como si Él no fuera el único Dios» y como si existieran «otras divinidades a nuestra disposición». Es lo que el Papa Francisco define como «el peligro de la idolatría», la cual «llega a nosotros con el espíritu del mundo».
Pero ¿cómo desenmascarar estos ídolos? El Santo Padre ofreció un criterio de valoración: son los que llevan a contrariar el mandamiento «¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor». Por ello «el camino del amor a Dios —amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma— es un camino de amor; es un camino de fidelidad». Hasta el punto de que «al Señor le complace hacer la comparación de este camino con el amor nupcial». Y esta fidelidad nos impone «expulsar los ídolos, descubrirlos», porque existen y están bien «ocultos, en nuestra personalidad, en nuestro modo de vivir»; y nos hacen infieles en el amor.
Jesús propone «un camino de fidelidad», según una expresión que el Papa Francisco encuentra en una de las cartas del apóstol Pablo a Timoteo: «Si no eres fiel al Señor, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo. Él es la fidelidad plena. Él no puede ser infiel. Tanto es el amor que tiene por nosotros». Mientras que nosotros, «con las pequeñas o no tan pequeñas idolatrías que tenemos, con el amor al espíritu del mundo», podemos llegar a ser infieles. La fidelidad es la esencia de Dios que nos ama.
El Evangelio de este domingo (Mc 12, 28-34) nos vuelve a proponer la enseñanza de Jesús sobre el mandamiento más grande: el mandamiento del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo. Los santos, a quienes hace poco hemos celebrado todos juntos en una única fiesta solemne, son justamente los que, confiando en la gracia de Dios, buscan vivir según esta ley fundamental. En efecto, el mandamiento del amor lo puede poner en práctica plenamente quien vive en una relación profunda con Dios, precisamente como el niño se hace capaz de amar a partir de una buena relación con la madre y el padre. San Juan de Ávila, a quien hace poco proclamé Doctor de la Iglesia, escribe al inicio de su Tratado del amor de Dios: «La causa que más mueve al corazón con el amor de Dios es considerar el amor que nos tiene este Señor… —dice—. Más mueve al corazón el amor que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, dale algo de lo que tiene: más el que ama da a sí mismo con lo que tiene, sin que le quede nada por dar» (n. 1). Antes que un mandato —el amor no es un mandato— es un don, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar, de forma que, como una semilla, pueda germinar también dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida.
Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos sólo cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan cuándo se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y sólo el bien y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor. Pero se da también el recorrido inverso: que abriéndome al otro tal como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro también a conocer a Dios, a sentir que Él existe y es bueno. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y se encuentran en relación recíproca. Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal. En la Eucaristía Él nos dona este doble amor, donándose Él mismo, a fin de que, alimentados de este Pan, nos amemos los unos a los otros como Él nos amó.
Queridos amigos: por intercesión de la Virgen María oremos para que cada cristiano sepa mostrar su fe en el único Dios verdadero con un testimonio límpido de amor al prójimo.
Jesús, la más grande realidad de mi vida consiste, no en que yo te quiera, sino en que Tú me has amado primero. Ayúdame a vivir en el amor, a vivir para el amor y a vivir de amor, y así, poder entrar en ese estupor que comentó el Papa Francisco: «¿Qué es este estupor? Es algo que hace que estemos un poco fuera de nosotros por la alegría: esto es grande, muy grande. No es un mero entusiasmo, también los hinchas en el estadio se entusiasman cuando gana su equipo, ¿no? No, no es solamente entusiasmo, es algo más profundo: es el estupor que viene del encuentro con Jesús» (4/3/2013). Que mi vida no tenga ya otra motivación, ni otro sentido, ni otra meta que el amarte en los demás.
Propósito
Luchar por erradicar toda falta de caridad, en mi familia y/o en mis relaciones sociales, e invitar a otros a hacer lo mismo, con gentileza y prudencia.
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Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros.
Diecisiete años fueron suficientes para culminar la obra de Dios en una sencilla aldeana, que, si había de dar su nombre a cuestiones de guerras y banderías, iba a ser solamente para que se cumplieran en ella y en los hombres de su época los destinos que el mismo Dios se había trazado.
Nace Juana en una escondida aldea del nordeste de Francia, en 6 de enero de 1412, hija de Jaime de Arco, labrador acomodado, y de Isabel Romée.
Eran años aquellos de agotamiento para la nación, que se debatía en una guerra interminable y sin salidas posibles para el futuro. Los ingleses ansiaban dominar a toda Francia, y casi lo iban consiguiendo, mientras la corte y los pocos expedicionarios que aún le permanecían fieles se refugiaban en la pequeña ciudad de Clunón, en espera de que la suerte les fuera más propicia. Juana crece en la sencillez de las flores del campo, sin una educación especial —nunca llegó a saber leer ni escribir—, pero su alma, con el influjo de su madre, se iba llenando de un sentimiento delicado de piedad y de amor confiado al Padre del cielo y a la Santísima Virgen, a la que se consagra en una ternísima devoción. Como hicieron constar en su proceso, todos los sábados se dedicaba a recoger las flores más preciosas que podía encontrar para ofrecérselas después a María. Ya desde pequeña confesaba y comulgaba todos los meses, cosa rara en aquellos tiempos aun para la gente devota, y lo hacía siempre en Pascua y en las fiestas principales. Su vida era semejante a la de sus compañeros de aldea, sin nada de extraordinario, pero todo lleno de Dios, porque Juana, dentro de su simplicidad, sólo pensaba en eso: en ser buena y en no cometer nunca ningún pecado.
La guerra continuaba, cada vez más enfurecida y sangrienta. Los soldados, ora ingleses, ora franceses o mercenarios, pasaban como una tromba por los pueblos, sembrando por doquier el pillaje, la rapiña y la violencia. Precisamente hacía poco que habían entrado los ingleses en el ducado de Bar, amenazando toda la Champagne con sus incursiones. En una de éstas entran y saquean las aldeas de Domrémy y de Greux (año 1425), teniendo que huir al campo sus habitantes, perdidas las haciendas y los ganados. Pronto se rehacen los franceses, que logran infligir una seria derrota a sus enemigos en el monte San Miguel (junio de 1425). Entre estas dos fechas tiene lugar un hecho maravilloso en la pequeña aldea de Domrémy, donde Juana seguía creciendo, rezaba y se divertía con sus hermanos y compañeros.
Era una tarde de junio del año 1425. Juana tiene trece años y a esta hora está jugando con su hermano y otros niños del lugar. De pronto se detiene como sorprendida, se separa de sus compañeros y, dando media vuelta, se va presurosa hacia su casa, porque le ha parecido oír que su madre la llama. «Juana, vete a tu casa; tu madre te llama», sentía que le decían de muy cerca. Pero parece ser que es una broma del hermano, ya que su madre no la ha llamado. Vuelve de nuevo donde están los niños, pero de pronto vio una luz muy intensa y oyó otra vez la voz que le decía: “Juana, estás llamada a realizar hazañas maravillosas; el Rey de los cielos te ha elegido para salvar a Francia.” A seguido, sigue diciendo la crónica, se le aparecen San Miguel, Santa Margarita y Santa Catalina. Se le predice a Juana un porvenir y se le marca un camino. Es ella, la jovencita al parecer insignificante, la que ha de salvar a su rey y a su país, la que ha de marcar un nuevo rumbo a la historia de Francia y, en definitiva, a la historia de Europa. La Providencia, que conduce a los pueblos, sabe lo que ha de venir. Importa a sus designios que la doncella Juana desempeñe una misión especial.
Mientras corren los días se van haciendo más frecuentes las «voces” que va recibiendo del cielo. Le dicen de nuevo que es ella la que ha de salvar a su patria, y le prometen a su vez la salvación de su alma. La pequeña doncella se lo cuenta todo a sus padres y vecinos, que al principio no quieren darle fe, hasta que ellos mismos se convencen de que no puede ser mentira lo que con tanta sencillez y tan insistentemente les viene repitiendo la niña. Los mandatos divinos se van haciendo cada vez más apremiantes, y un día le dicen con toda claridad que se vaya al capitán Roberto de Baudricourt, con el fin de que éste la presente al rey. En mayo de 1428, acompañada de su primo Durand Laxard, se presenta Juana ante aquel personaje, que la trata de visionaria y rechaza por completo sus ofrecimientos. Un año más tarde, en enero de 1429, vuelve a hablar con el capitán, que, medio convencido ante las apremiantes declaraciones de la doncella, decide darle una escolta y un salvoconducto para que pueda marchar a la corte. Llega allá en el mes de marzo y, después de tres días de espera, le dices que va a ser presentada ante el rey.
Aquella corte, licenciosa y degradada, quiere poner a prueba la veracidad de la misión sobrenatural de Juana, y le prepara una comedia insulsa, que la joven aparta con un gesto de leve impaciencia, como aquel a quien le ponen obstáculos en un sendero trascendental. El rey Carlos VII se oculta entre los pobres adulones que le quedaban, ocupando otro su lugar. La doncella no había visto nunca al rey, pero sin vacilar siquiera un momento se dirige en seguida adonde aquél estaba, y, delante de todos, que quedan sorprendidos, le empieza a hablar. Era una prueba irrebatible. «En una conversación reservada —dice un testigo presencial, Allain Chartier— Juana dio pruebas al monarca de su misión providencial.» Carlos VII la nombra allí mismo capitán de sus ejércitos, la regala una rica armadura y la rodea de un séquito militar. Quiso darle personalmente una espada, pero ella pide que le den una especial, cuya hoja estaba marcada con cinco cruces y que debía encontrarse detrás del altar mayor de la iglesia de Santa Catalina de Furbois. Los pajes de servicio corren a la iglesia y, tal como había dicho la Santa, allí encontraron la espada, hecho que acabó de confirmar las esperanzas, que no sólo la corte, sino toda Francia, iba poniendo en aquella doncella de mirada ardiente que habían recibido como un regalo especial del cielo.
Para asegurarse más de la veracidad de aquellas revelaciones un gran número de teólogos se reúnen durante quince días, examinando el caso en todos sus detalles. ¿Sería aquello obra de Dios, o más bien del diablo? Los teólogos se convencen de que es imposible en aquel caso la impostura, y, ante aquella declaración, el pueblo, delirante, aclama a Juana como salvadora de Francia. En Blois —abril de 1429— se había reunido un ejército de diez mil hombres, toda la fuerza que con, gran trabajo se pudo allegar. Juana se pone a la cabeza, desplegando su bandera blanca en la que iban bordadas las flores de lis en oro y en la que figuraban un mundo, dos ángeles y la divisa: Jesús y María. A todos les exhorta para que tengan confianza y para que, desde entonces, empiecen, a confiar solamente en Dios. Como condición previa hace que desaparezca de aquel ejército disforme, casi todos ellos de la vida airada, todo lo que sonara a blasfemia y a trato impúdico con mujerzuelas. A éstas las echa de entre los soldados, y todos obedecen a aquella voz imperativa, que les dice resueltamente: «En este ejército no se blasfema; en este ejército no se admiten mujerzuelas.»
Tres días después, y acompañada de mariscales, grandes maestres y almirantes, se dirigen todos hacia la plaza de Orleáns, que los ingleses tenían sitiada, cantando elVeni creator, y entre exclamaciones de piedad y de penitencia. Ante la ciudad, intima por dos veces a los ingleses a la rendición, pero éstos se mofan de ella. Juana da entonces la señal de ataque para el asalto y, pronto, ante el empuje de las tropas francesas, se ha de retirar el enemigo, duramente castigado y escarmentado. Era el 7 de mayo de 1429. Ella iba delante de todos al asalto, pero nadie cayó muerto ni herido de su mano. La Santa solamente guiaba. La Santa se exponía a morir, pero no era su misión la de matar; de aquí que el canciller de París, Juan Gerson, no pudiera menos de decir que iba a la batalla solamente porque iba inspirada por Dios. Algunos han dudado al través de los tiempos de lo conveniente de estos caminos —la guerra y la muerte— como medios para llegar a la santidad. Se olvidan de que Dios escoge a veces el instrumento más sencillo con el fin de realizar sus planes. Además, la misión de Juana no iba a terminar aquí. Le esperaba el sufrimiento y el dolor, que, si no iban a testimoniar una fe ante los herejes ni paganos, iban a dar, sin embargo, fe de la misión divina que Dios le confiara y ante la cual no rehusa pasar por las calumnias más odiosas, el proceso envilecido y la misma hoguera.
A seguido de la primera victoria, la «Doncella de Orleáns», como ya todos la llaman, sigue su camino del triunfo por las distintas ciudades de Francia. El 10 de mayo vuelve donde estaba el rey, quien, saliendo ante ella, se quita su sombrero, la abraza y le concede ante la corte el privilegio de la nobleza. Juana, por su parte, y con el fin de asegurar la corona de Francia, quiere llevar a Carlos a Reims para coronarle. De parte de Dios le dice que vivirá poco tiempo, por donde le insta a que aproveche la ocasión. Pero el rey, apático y preocupado solamente de sus diversiones, se resiste. En junio, la doncella se apodera de todas las plazas del Loira y, movido por ello, Carlos va al fin a Reims, donde es coronado solemnemente en la catedral, el 17 de julio.
Ha llegado el momento en que Juana parece que ha cumplido ya con su misión y por ello piensa retirarse tranquila a su aldea. Pero Dios la quería para mucho más; y si hasta ahora la había escogido para heroína, ahora la va a escoger para santa. Juana no puede resistir los ruegos de la corte y de su propio ejército, y resuelve seguir al lado de ellos hasta terminar la guerra. Pronto, sin embargo, empiezan a surgir alrededor de ella envidias e insidias en la corte. Ya en parte les estorba y de hecho no pueden resistir la vida de pureza, de virtud y de entusiasmo que ella iba dejando por doquier. A instancias de la doncella, las tropas se encaminan a poner sitio a París; pero, cuando más inminente se veía venir el asalto, el rey ordena súbitamente la retirada. Guardando los últimos bastiones es herida Juana en un muslo al tratar de defender la puerta de San Honorato. La llevan a Gieu-Deja y ella deja su armadura como exvoto en la abadía de San Dionisio. Una vez restablecida, pero ya casi sola, ya que el rey ha caído en una completa inacción, sigue por su cuenta la lucha contra los ingleses, hasta que en una celada cae prisionera en las cercanías de Compiégne, donde, derribada del caballo, se tuvo que rendir al bastardo de Borgoña, que luchaba al lado de los ingleses, quien entrega la prisionera al señor de Luxemburgo, de quien el de Borgoña era feudatario. Juana es llevada primero al castillo de Beaulieu, cerca de Noyon, y después al de Beaurevoir. Los ingleses han celebrado su captura con grande algazara y alegría, cantando Tedéums y echando al vuelo las campanas. Y es entonces cuando, entre los manejos de los nobles franceses aliados del inglés, los mismos ingleses y algunos jerarcas eclesiásticos, vinculados también a su causa, se inicia contra la Santa de Domrémy el inicuo proceso que la ha de llevar al martirio de la hoguera.
Tal vez los que formaron el proceso pensaran alguna vez que la obra de la doncella había obedecido más a insinuación del diablo que a una providencia de Dios. Otros quizá no lo pensarían así, y llevaron a la sentencia lo más bajo de sus manejos humanos, Pero, de hecho, fue un vergonzoso proceso el de la gloriosa mártir. Pedro Cauchon, el obispo desterrado de Beauvais y vendido a Inglaterra, es el animador de todo. También el rey de Francia, Carlos VII, la abandona cobardemente a su suerte. De este modo su amante Inés Sorel quedaba más tranquila, sin que la inquietaran las aclamaciones que aquella valiente joven llevaba a cada paso. Juana sigue en su prisión, más apenada por los suyos, «tan fieles al rey», que por sí misma. Con todo, aprovecha un descuido de la guardia y pretende huir, arrojándose desde lo alto de la torre del castillo, pero se hiere y es apresada de nuevo, entregada a los ingleses y trasladada al castillo de Ruán. Mientras la virginal doncella tiene que sufrir los ultrajes y modos desvergonzados de los carceleros, allí arriba, en las salas de palacio, se está preparando el proceso que la ha de condenar.
Cuando se presenta ante los jueces del tribunal, Cauchon la acusa de magia y de herejía, de no ser cristiana por vestir el traje de varón, y, en fin, de abominables maquinaciones, que quiere poner en juego para condenarla. Más tarde, en el proceso de rehabilitación, un testigo de aquellos hechos, Pedro Cusquel, declara haberla visto en la prisión, encadenada de pies y manos y por el cuello, junto a una jaula de hierro donde se disponían a encerrarla. A veces llegaron hasta situar a dos testigos, que oyeran una de sus confesiones, donde el religioso que la atendía le dio el consejo de apelar al Papa, cosa que hizo inmediatamente. Pero Cauchon, al enterarse, le respondió con todo descaro: «El Papa está muy lejos», cerrándole con esto todo camino de salvación.
Los jueces hacen lo posible por condenarla como impostora, herética y hechicera. Le dan una cédula para que firme, haciéndola saber que contenía tan sólo una promesa de no vestirse jamás de hombre ni de llevar armas en su vida, asegurándole que con ello la dejarían libre. La inocente doncella lo firma, pero en ello firmaba más bien una retractación de los supuestos delitos de hechicería, con lo que, en vez de a la pena de muerte, la condenan a cárcel perpetua, sometida al régimen del «pan y del dolor» y del «agua de la angustia».
Los perseguidores no quedan contentos todavía y usan de esta miserable estratagema: Una madrugada, al despertarse, Juana ve con pavor que los carceleros se le han llevado todas sus ropas, lo que le obliga a ponerse unos hábitos de varón que intencionadamente habían dejado esparcidos por la celda. Cuando se entera el tribunal, dando muestras del mayor escándalo, se reúnen de nuevo, y por unanimidad —eran 42 los asesores— la condenan por relapsa y hechicera al cruel castigo del fuego. Era el día 29 de mayo del año 1431 y la sentencia había sido declarada en el mismo palacio del arzobispo de Ruán.
Al día siguiente se prepara en el Mercado Viejo de la ciudad una gran pira y alrededor de ella dos tablados: uno para los jueces, otro para los prelados, y allí, enfrente, un grande espacio para la multitud, que va a presenciar la ejecución entre acongojada y llorosa. La Santa sale llena de entereza y de resignación, con sus ojos elevados al cielo. La atan al palo mayor de la pira, y pronto empiezan a chisporrotear las llamas, aunque todavía el humo lo envuelve todo, pues han tenido gran cuidado de rodear los troncos de tierra humedecida para que el calvario se prolongue más y sean terribles los sufrimientos. La Santa no dice una palabra. Su último deseo es contemplar el crucifijo, que le presenta el sacerdote que la asiste, y solamente cuando, ya en medio de las llamas, se le acerca Cauchon, la inocente Juana le dice, casi con la voz apagada: «Muero por vuestra culpa. Si me hubieseis entregado a la Iglesia, y no a mis enemigos, no me encontraría aquí. ¡Ah! ¡Ruán, temo que mi muerte te sea fatal!» Pide un poco de agua bendita, invoca al arcángel San Miguel, y suavemente expira, invocando por tres veces el santo nombre de Jesús.
Algunos de sus jueces, dicen las viejas crónicas, lloraron ante tal espectáculo. Mientras, ella, la Santa, sonreía.
Cuando el rey entra por fin en Ruán, manda que se revise todo el inicuo proceso llevado contra Juana. Ante las pruebas evidentes lo tacha de falso y de criminal, y consigue que se haga públicamente la total rehabilitación de la Santa, el 7 de julio de 1456. En el correr de los siglos, la gloria de la doncella se va extendiendo por Francia y por el mundo entero. Todos la tienen ya como enviada de Dios, como salvadora de su patria y como mártir. En el siglo XIX los obispos franceses, con el famoso Dupanloup a la cabeza, piden su canonización a Su Santidad Pío IX. No se cree conveniente todavía dar el paso, pero su sucesor, León XIII, hace que toda la causa pase a la Congregación de Ritos. En tiempos de San Pío X se completa la compleja y minuciosa labor, y el 13 de diciembre de 1908 se formulaba el decreto de beatificación, que el Pontífice mencionado promulga solemnemente el 18 de abril de 1909. El siguiente Papa, Benedicto XV, la incluye por fin en el catálogo de los santos el 16 de mayo de 1920, dando con ello el supremo homenaje a la inocente heroína, que no hizo otra cosa en su vida sino seguir fielmente los caminos que la Providencia le había señalado.
Amada y gloriosa Santa Juana de Arco, mi patrona especial, amiga y hermana en Cristo. En este día vengo delante de ti para agradecerte los favores que has obtenido para mi y mi familia y para pedirte tu continua intercesión junto con la Virgen María ante Jesús.
Ayúdame a luchar las batallas que Dios me envía todos los días con el mismo coraje y dedicación que tuviste tu. Aunque mis batallas pueden ser más pequeñas y diferentes a las que tu fuiste llamada, necesito la gracia para rendir mi voluntad a la de Dios todos los días
Así como llevaste una armadura física, ayúdame a ponerme la armadura espiritual a la que San Pablo nos invitaba a llevar y así permanecer siempre en estado de gracia.
Acompañame en mi hora postrera para que pueda entrar en la eternidad con fe en la divina misericordia de Dios sin importar la clase de muerte que me depare su voluntad.
Ayúdame a mantener mi vista en Jesús, en su crucifixión y en María Inmaculada. Obtenme la señal de la gracia que necesito en esa hora con el honor y privilegio de estar cerca de ti en la corte celestial junto con mi familia, San José y todos los santos y ángeles, alrededor de los tronos de Jesús y María por toda la eternidad.
Santa Juana, virgen y mártir, ruega por mí. Amén.
Linda Fowler
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Para pedir un favor
Gloriosa Santa Juana de Arco, llena de compasión por todos los que te invocan y de amor por los que sufren, agobiado por el peso de mis problemas, ante ti me arrodillo para humildemente pedirte que tomes mi presente necesidad bajo tu especial cuidado.
(Mencione aquí sus intenciones.)
Encomiéndasela a la Virgen María y deposítala ante el trono de Jesús. No dejes de interceder por mi hasta que mi petición me sea concedida. Pero por encima de todo, obtenme la gracia de un día encontrar a Dios cara a cara, para que junto contigo, la Virgen María y todos los ángeles y santos le alabemos por toda la eternidad.
Poderosa santa Juana, no dejes que mi alma se pierda y obtenme la gracia de ganar mi camino hacia el cielo por los siglos de los siglos. Amén.
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Para pedir la perseverancia en la fe
Ante tus enemigos, ante el hostigamiento, el ridículo y la duda, te mantuviste firme en la fe. Incluso abandonada, sola y sin amigos, te mantuviste firme en la fe. Incluso cuando encaraste tu propia muerte, te mantuviste firme en la fe. Te ruego para que yo sea tan inconmovible en mis creencias como tú lo fuiste, Santa Juana. Ayúdame a ser consciente de lo vale la pena ganar cuando soy constante en perseverar. Te ruego que me acompañes en mis propias batallas. Ayúdame a mantenerme firme en la fe. Ayúdame a confiar en mis habilidades para actuar bien y sabiamente. Amén.