Querido Justo: ¡Ha ocurrido ya! ¡Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir! ¡Le han prendido! Acaso le hayan matado ya… Pero Él debía de desearlo, pues ha hecho todo lo posible para atraer sobre sí el odio de los sacerdotes y doctores. Es verdad que no fue a entregarse Él mismo. Últimamente, por las noches, se escabullía de la ciudad sin ser visto y, a campo traviesa, se dirigía a Betania, o bien pasaba la noche en alguno de los huertos del monte de los Olivos. Pero se quedó en Jerusalén y predicó hasta el último día. Aún ayer por la mañana habló bajo el pórtico. Sostuvo una animada conversación con la gente enviada a Él por el Gran Consejo, los saduceos y los herodianos. Salió vencedor de ella…, pero fue una victoria puramente verbal.
De poco le sirvió que ellos se marcharan furiosos, ardiendo en deseos de venganza, acompañados por las risotadas de la plebe. Las palabras que había empleado para vencerlos tampoco fueron comprendidas por los que las aplaudían. Eran palabras suyas, sólo suyas, implacables, a veces inesperadas, diferentes de las de toda la gente. Él es siempre el mismo. Parece no observar regla alguna. Incluso las cosas más bellas de nuestra existencia deben ser regidas por unas formas de acuerdo con una ley. El hombre debe obedecer a ciertas prescripciones; ni siquiera se puede ser bueno tal como uno quiere. Pero Él no; exige que toda regla ceda su puesto a una única ley que, según Él, es absoluta y debe ser observada incluso en detrimento de todas las demás: la ley de la caridad… Quien hace un acto de caridad es como si hubiera cumplido todas las demás prescripciones. Pero, para Él, si no se ama al Altísimo y al prójimo no tiene valor abstenerse de matar, de robar o dominarse las pasiones; ni tiene valor la observancia de todas las prescripciones referentes a la pureza y al sábado. Ha construido su doctrina sobre la Ley e incluso por encima de ella…
Lo que en la Ley representa la culminación de las perfecciones humanas, para Él no es sino el principio de ellas. La Ley exige: «Sé una persona honrada». Él parece enseñar: «Puesto que eres una persona honrada, puedes ser mi discípulo. Pero, incluso si no eres una persona honrada, ama y podrás serlo». Ama… Esta doctrina tan sencilla es, sin duda alguna, la más difícil. Pero, ¿por qué un hombre que sólo exige un absoluto y constante amor es tan odiado? Hace una hora ha caído en manos de la guardia del Templo… ¿No le habrán matado ya? Aún estoy temblando por lo que me ha contado Santiago. Es horrible, horrible… Cada vez que te escribo siento deseos de comenzar la carta por el final; los acontecimientos de su vida son tan impresionantes que los últimos siempre parecen eclipsar a los anteriores. Pero quería que tú, Justo, conocieras todos los detalles. Trataré, pues, de contarte ordenadamente todos los incidentes, que se han ido sucediendo raudos, más que una flecha al dispararse. Esta mañana me he encontrado al rabí Joel. Tuve razón: al piadoso penitente por los pecados de Israel ya se le ha pasado del todo el susto. Los ojos se mueven más rápidos que nunca y su voz parece el croar de una rana.
—¡Oh, a quién veo, a quién veo!… —exclamó, alzando las manos, al verme. De su boca asomaban dos dientes amarillos y torcidos—. El rabí Nicodemo… ¡Cuánto tiempo sin vernos!
— Cuatro días enteros—. El ilustre rabí nunca asiste ahora a las sesiones del pequeño Sanedrín… Sus palabras me confirmaron mi suposición de que, a espaldas mías, habían tenido efecto algunas sesiones con una parte de los miembros del Consejo Supremo. Mis criados me habían dicho que de noche los ancianos saduceos se reúnen con nuestros más relevantes haberim en el palacete de Caifás, en las laderas de la montaña del Mal Consejo. A mí y a José nadie nos ha dicho ni una palabra de esto. La mirada de Joel recorría mi rostro como si quisiera descubrir en él mis sentimientos. Logré adoptar una expresión de completa indiferencia. Respondí
—No tengo necesidad de asistir a todas las reuniones.
—Desde luego, desde luego—se apresuró a contestar. Se frotaba las manos como es su costumbre y no dejaba de mirarme—, desde luego… — repitió—. Sin duda alguna el ilustre rabí Nicodemo trabajaba, ¿verdad? ¿Escribe sus hermosas hagadás? ¡Oh, si yo supiera escribir así! ¡El Altísimo ha depositado en tus manos una riqueza muy grande! ¡Muy grande! Escribe, escribe, Nicodemo. Harás con ello grandes méritos a los ojos del Eterno y, además, te cubrirás de gloria. Llegará un día en que la nación entera estudiará las hagadás del rabí Nicodemo bar Nicodemo. Deseo que nunca hagas otra cosa y que no distraigas tu mente en cuestiones inútiles. Todos esperamos de ti más bellas y sabias narraciones… Escribe. Me disgustó saber que últimamente, en lugar de escribir, seguías a este hombre de Galilea. ¡Lástima de tu tiempo, ilustre rabí! Es mejor que escribas. Haciéndolo, sirves realmente al Altísimo. Yo te vi con una rama en la mano, corriendo detrás de Él… Incluso creo que dijiste que era el Mesías… No contesté. Aparenté no haber oído las últimas palabras. No insistió. Pero seguía allí, encorvado, frotándose las manos con especial cuidado.
—Este hombre —observó — se ha expuesto mucho… No le bastó contravenir los santos preceptos de la pureza, sino que, además, dispersó a los mercaderes… Quizá tuvo razón al hacerlo… Pero fue una imprudencia muy grande. ¡Oh, los saduceos no podrán perdonárselo nunca! Ahora desean su muerte. El que tiene a Caifás por enemigo puede esperarlo todo… Y en todo momento… Sí, sí…— suspiró de pronto
—, son graves los pecados de nuestro pueblo, muy graves. Quien haga penitencia por ellos debe sufrir mucho… Se alejó arrastrando los pies. Me puse a considerar el motivo de haberme dicho todo aquello. Llegué a la conclusión de que debió impelerle a ello su odio hacia Caifás. Joel consideraba que el sumo sacerdote es como un tumor purulento en el cuerpo de la nación: le odia mortalmente. Incluso su odio contra el Maestro disminuye cuando lo compara con el que siente hacia Caifás. Supongo que no le fue fácil avenirse a la alianza que Jonatán, hijo de Azziel, propuso a los saduceos en nombre de nuestros haberim, y me pareció que Joel me había hablado adrede del peligro que ya ahora amenaza al Maestro. Eran los sacerdotes, principalmente, los que insistían en aplazar el prendimiento del Maestro hasta después de las fiestas. Pero ahora, heridos en lo vivo por las perdidas sufridas, son capaces de olvidar la prudencia. Después de razonar así las palabras de Joel, tomé una determinación. En cuanto oscureció, cogí un asno y salí por la puerta Esterquilinia en dirección a Belén. Cuando estuve un poco alejado de la ciudad, torcí hacia el monte de los Olivos y, atravesando los jardines de las laderas, me dirigí a Betania. Quise de este modo despistar a los espías que quizá vigilan mis pasos.
La casa de Lázaro estaba tan silenciosa que parecía completamente dormida. Golpeé la puerta con la aldaba y esperé un largo raro a que me abrieran. Por fin oí unos pasos cansinos y apareció Lázaro. Está intentando andar apoyado en dos bastones. Confieso que cada vez que me encuentro cara a cara con él siento cierto temor. La muerte aleja y eleva a la persona, y no puedo olvidar que estuve ante el sepulcro cerrado de Lázaro. Nunca he vuelto a hablar con él de este asunto… ¿Quien sabe si hubiese sido mejor hacerlo? ¿Acaso sabría decirme algo de Rut? Allí es posible que unos sepan algo de los otros… Pero no me atreví a preguntárselo. Además, lo más probable es que el recuerdo del seol se haya borrado de él en el momento de volver a la vida. Si no fuera así, ¿podría vivir sabiendo cómo es aquello? Me saludó con las palabras:—El Altísimo esté contigo, rabí. Entra, por favor. Es tarde y debes de estar cansado. El Maestro aún no duerme, estamos todos reunidos. Hoy nos habló de ti…
—Precisamente venía para comunicarle algo.
—Entra, pues. Marta te traerá en seguida agua para lavarte.
Todos estaban abajo, en la gran estancia. La claridad que salía del hogar encerraba en un círculo a un grupo de personas en actitud de recogimiento. Él estaba sentado en medio, alargado, enorme en su blanca cuttona, con las manos cruzadas sobre las rodillas. No decía nada: miraba al fuego. Me chocó de pronto que aquella noche su rostro pareciera el de un hombre viejo. Desde hace unos días cada hora que pasa es para Él como si fuera un año entero. Y, a pesar de su gravedad, es un hombre joven, lleno de salud y fuerza. Antes sabía volver descansado incluso de los más largos viajes. Ahora, en cambio, parecía agotado, sin energía y como doblado por el peso de sus preocupaciones. Respiraba pesadamente con los labios entreabiertos. Su despejada frente estaba cubierta de arrugas. Parecía una persona que ha perdido toda esperanza y sólo aguarda pasivamente la derrota final. Al oír mis pasos, alzó despacio la cabeza. Una desvaída sonrisa, como un tenue rayo de sol otoñal, movió sus labios.
—La paz sea contigo, amigo — dijo. Abrió los brazos y me llamó a su lado. Así recibía a menudo a sus discípulos, pero conmigo nunca se había mostrado tan cordial. Sentí sobre mis hombros sus cálidas manos. ¿Es que busca en mí alguna solución? Inconscientemente, traté de mostrarme enérgico y decidido: la debilidad de los otros generalmente nos hace sentirnos fuertes. Pero esta vez no pude…
Yo también estaba lleno de temor y desesperación y lo sentía a flor de piel. Ninguno de los dos, pensé, estamos en condiciones de tomar una decisión seria. Tocando con mi pecho el suyo, miré por encima de su hombro: los discípulos y las mujeres estaban sentados, con las cabezas inclinadas. Me pareció que compartían el decaimiento del Maestro. Incluso Marta, tan animada siempre hasta en los momentos más difíciles, parecía ahora destrozada.
—Hoy he estado pensando en ti, Nicodemo — oí que me decía. Abrió los brazos y me soltó—. Deseaba verte, lo deseaba mucho…
— ¿Quieres algo de mí, rabí? — pregunté. Esperé que moviera suavemente la cabeza como hace tantas veces cuando le preguntan si quiere comer, beber, dormir o descansar. Pero esta vez fijó en mí una mirada dolorida, como la de uno de esos numerosos enfermos que Él ha curado y dijo en voz baja:
—Sí.
— ¿Qué deseas? — seguí preguntando. A pesar de verle en tal estado de decaimiento no se borraba en mí el recuerdo de aquellos momentos en que, de pronto, como una llamarada, cedía en Él la debilidad humana para dar paso a un inmenso y secreto poder. Y no sólo esto. ¡Tantas veces nos ha mostrado su inigualable bondad! Es cierto que no salvó a Rut… pero a otros les daba tanto que incluso yo, sin haber recibido nada, me sentía deudor suyo.
—¿Qué deseas? Dilo. Te serviré al instante. ¿Sabes para qué he venido? Deseo salvarte. Te amenaza un gran peligro. Mañana, al amanecer, te mandaré unos cuantos asnos o, mejor, unos cuantos camellos y un hombre inteligente y de confianza. Irás con él muy lejos. Aquí estás en peligro. Los fariseos y los sacerdotes están tramando algo. Hoy me han dicho cosas por las que he deducido que serían capaces de lanzarse sobre ti incluso durante las fiestas. Márchate sin falta. Todo se calmará en su día y es posible que aún puedas volver. Sentí que su mano tocaba la mía.
—No me hables de esto, amigo — dijo—. No me marcharé. Cada día tiene su anochecer… Espero de ti otra cosa…
—Siendo así, ¿qué puedo darte, rabí?
—Dame tus preocupaciones, Nicodemo.
— ¿Mis preocupaciones?
—Sí, amigo. Quedamos así en aquella ocasión. Ha llegado el momento. Dame hoy tus preocupaciones. Las necesito. Las he estado esperando. Me faltaban…
—No comprendo… — balbucí.
Ahora ya no hay manera de entenderle. Pero también entonces, al principio, ¿qué quería decir aquello de «volver a nacer»? Nunca me lo explicó. Raramente explica sus palabras. Cuando se le dice que son incomprensibles, se limita a mirar a los ojos y sonríe como diciendo: « ¿No las comprendes? Llegará un día en que las comprenderás.» Su doctrina no recuerda las doctrinas de los filósofos griegos. Ellos definían el mundo, explicaban cómo es. Él quiere que el hombre vaya solo de un descubrimiento a otro y que él mismo se explique todos los secretos. No arma a la gente para la lucha de la vida. Dice palabras incomprensibles que no se sabe cómo ni cuándo descubrirán su sentido. A veces parece contradecirse a sí mismo. En varias ocasiones le he oído decir: «Sed como niños, es necesario que seáis como niños…» Y al mismo tiempo estas extrañas palabras que parecen decir: debéis crecer para comprenderlas. Pero quien crece deja de ser niño y quien es niño debe conformarse con no entender el mundo… Pero tampoco esta vez me aclaró nada. Me indicó que me sentara en un taburete y se quedó mirándome. En su mirada había cordialidad, amor, entrega. Parecía una persona que pide, que pide humildemente. Volvió a decir:
—Dame tus preocupaciones… La madera chisporroteaba en el fuego. Marta se acercó de puntillas para preguntarme si quería beber un poco de leche caliente. «Dame tus preocupaciones…, pensé. Esto sonaría a burla si Él fuera capaz de burlarse. Desde luego, estoy dispuesto a dárselas en seguida. No las escatimo. No las deseo para mí. En realidad, para librarme de ellas he venido aquí de noche, atravesando montes y atajos. Las he traído conmigo junto con la bolsa que cuelga de mi cinto. Pero aquí han aumentado todavía. «Dame tus preocupaciones…» Tampoco en aquella ocasión me libró de ellas.
Miré al Maestro por encima de un recipiente de barro. Esperé a que dijera algo más. Pero volvió a fijar su mirada en el fuego y sobre su rostro apareció de nuevo una expresión de lucha interna, dolor y desánimo. « ¡Es un hombre débil! », pensé un momento. Desde hace tres años este pensamiento vuelve a mí sin cesar. Y pensar que yo había estado a punto de creer una serie de cosas… Era ya negra noche cuando decidí marcharme. Marta fue a sacar un asno del establo. Me levanté y me acerqué al Maestro. Parecía dormir con el rostro escondido entre las manos. Pero lo alzó al oír mis pasos y entonces vi que tenía las mejillas mojadas por las lágrimas. Debía de hacer rato que lloraba así, sin un sollozo siquiera. Sólo le temblaban los labios y la barba.
—Que el Eterno sea contigo, rabí — dije.
— ¿Ya te vas? — preguntó.
—Me marcho. Es tarde. Pronto cantará el primer gallo.
—Sí —susurró como para sí mismo —, es tarde… Y el gallo… — Suspiró
—Querría que pasara pronto y que durase indefinidamente — confesó —. Noche inolvidable…
— Se me clavó en la memoria esto que dijo: «inolvidable».
— Recuerda — me dijo, sacudiendo sus propios pensamientos — que espero tus preocupaciones. La paz sea contigo, criatura… Este hombre, más joven que yo, hablaba como un viejo, como el padre de la nación… Alargó el brazo y me pasó la mano por el rostro. Tenía los dedos calientes y suaves. Nunca he sentido un contacto tan emocionante. Ni siquiera cuando Rut, al ver mi desesperación por causa de sus sufrimientos, me acariciaba la cara con sus manos para consolarme. Delante de la casa estaba Marta sujetando mi asno y alguien más a su lado. Por el cielo pasaban unas grandes nubes densas que cubrían casi constantemente la claridad de la luna. Pero en este instante había logrado huir de ellas y aparecía en lo alto su claro disco luminoso. Las sombras de las personas parecían derretirse sobre el camino, brillante como un río de metal líquido. En la persona que estaba junto a Marta reconocí a Judas.
—¿Me permites, rabí — preguntó —, que vaya contigo hasta la ciudad? Tengo que hacer allí unas compras antes del amanecer…
—Ven — contesté. Incluso me alegré, pues su presencia me libraría de la lucha con mis propios pensamientos. Monté en el asno, dije a Marta «El Señor sea contigo», y tomé el camino que me había conducido hasta la casa de los hermanos.
Judas caminaba a mi lado. Entramos en la zona de sombra de los árboles; por sus hojas resbalaba la luz de la luna y caía a grandes gotas sobre el pedregoso sendero. Se oían ladrar unos perros perdidos en la oscuridad. Cuando dejamos a nuestras espaldas las últimas casas, nos envolvió un silencio interrumpido sólo por el rumor de las hojas de los olivos mecidas por el viento.
—Me parece que tenías razón — dije en cierto momento; hasta ahora no habíamos cambiado ni una palabra —. El Maestro está totalmente acabado. Su poder ha desaparecido no sé dónde…
—¡Él mismo ha querido librarse de él! — respondió de pronto con un apasionado susurro. Entre los rápidos cambios de sombra y claridad no podía ver a mi compañero. Pero la brusquedad de sus palabras parecía indicar que él tampoco podía dejar de pensar en el Maestro. Sin dejarme hablar, Judas siguió diciendo con una vehemencia que iba en aumento —: Ya te lo dije, rabí ¡Él lo rechazó! ¡Pudo haber vencido! ¡Pudo! ¡Pudo haber dispersado a esta banda de ricachos, usureros, bandidos, ladrones, explotadores y holgazanes con el buche repleto de denarios…! ¡Hubiera podido destruirlos!
—Su enojo parecía un caballo desbocado. Sentía su jadeante respiración, que parecía romperse en un sollozo.
—Temo —le dije — que si las autoridades del Sanedrín estuvieran al corriente de esta debilidad suya, no lo pensarían más. No le perderían de vista y, en cuanto se marcharan los que han venido para las fiestas, se lanzarían sobre Él…
—¡No esperarán a que pasen las fiestas! — me interrumpió de nuevo bruscamente—. ¡Le matarán! ¿Hoy, mañana?… ¡Está perdido! — En un arranque puso la mano sobe el cuello de mi asno. El animal se paró, pues Judas tiraba de su escuálida crin con toda la fuerza de sus dedos encorvados como garras —. ¡Está perdido! — repitió —. Pero, ¿por qué yo nunca he podido tener ni cinco denarios? Su grito, lanzado en aquella centelleante oscuridad que parecía incrustada de lentejuelas, resonó como un gemido parecido al hipo de un moribundo. Inesperadamente apoyó todo su cuerpo contra el asno. Sentí sobre mi rostro su ardiente aliento. No comprendía lo que le estaba pasando.
—Nunca he tenido ni cinco denarios propios para comprar vino, perfume, amor… Él dice que ama a los hombres. ¡Es pura fantasía! No comprende que nunca nadie amará a un hombre que sea un desgraciado, un miserable, un mendigo… Le daban dinero… Pero como si no lo tuviera. Yo no podía seguir así —. La voz de Judas temblaba, le castañeteaban los dientes —. Yo no podía… no podía. Nunca vino, nunca amigos, nunca algo mejor para cubrirse el cuerpo, nunca una mujer que ella, por sí misma. —Repetía obsesivamente —: Yo no podía… no podía… no podía…
Casi recostado sobre el asno, su cabeza emergió de pronto de la oscuridad como si la sacara del agua o de detrás de un velo. La luna le iluminó de lleno la cara, borró su color, las arrugas y las sombras; la dejó blanca y sin vida como la cara de una estatua. La mandíbula inferior le colgaba como la de un cadáver.
—Sigamos nuestro camino — le dije. Se apartó del asno tambaleándose y avanzamos. Oía a mi lado sus pesados pasos, como se arrastraba con el andar de un borracho. Parecía como si la escena anterior le hubiese dejado sin fuerzas. Su respiración era fuerte, silbante. Luego oí que algo tintineaba; debía de tener en la mano algunas monedas. Una y otra vez las echaba al aire y volvía a cogerlas. Todo en él parecía bullir. El camino nos condujo al fondo de un negro desfiladero. El asno bajaba lentamente poniendo con cuidado una pata delante de otra. Oía el golpear de sus cascos en las piedras planas.
Sobre nuestras cabezas se veía, sumido en la oscuridad, el borde rocoso que ahora se iba volviendo cada vez más claro con los primeros rayos de luz rompiéndose contra sus aristas. El frío de aquel lugar y quizá mi agitación interna me hacía temblar. ¿Qué me había dicho?, traté de recordar. «Dame tus preocupaciones…» ¿Qué significaba esto? ¿Acaso es éste uno de sus misterios, terrible y doloroso, pero que como todo misterio suyo esconde en el fondo una inesperada paz? ¿O no son más que las semiinconscientes palabras de un hombre desesperado? Mi última conversación con Él me hizo recordar aquella otra en la montaña. Allí me dijo: «Toma mi cruz… dame la tuya…» Entonces no comprendí estas palabras.
Esperaba a pesar mío, confiaba aún en que, a pesar de todo, curaría a Rut. Pero Rut ha muerto. Su enfermedad fue mi cruz más dolorosa, usando su misma expresión. Él no la tomó sobre sí. Pero ahora, ¡quién sabe!, quizá le espera una auténtica cruz… ¡Es una tortura horrible! Nunca he podido contemplar una crucifixión. No se siquiera imaginarme qué sería si me clavaran a mí en ella. Sólo de pensarlo me falta el aliento y siento un punzante dolor en las muñecas. ¡Me desmayaré si sigo pensando en esto!
Judas también debe de sentir miedo de la cruz. ¿Acaso para ahogar su miedo hace sonar constantemente estas monedas? Pero yo no puedo soportar más este tintineo. Quería gritarle que dejara en paz las monedas, pero no lo hice. Temí que mi observación produjera en él otro torrente de palabras insensatas.
Continué avanzando en silencio entre las manchas de luz solar que parecían movibles y me cegaban con su claridad. Judas, a mi lado, seguía haciendo saltar sus ciclos… Por la mañana bajé a un taller que hay al lado mismo de mi casa. Quería hacer un encargo, pero allí se está tan bien que en vez de salir en seguida me senté y me quedé escuchando el alegre repique de los martillos. Los obreros canturreaban.
Esta gente sencilla se alegra por la llegada de las fiestas y el descanso que la espera. ¡Si yo supiera sentirme libre como ellos! Su alegría mitigó un poco mi inquietud y comencé a olvidar las pesadillas que me habían atormentado de noche. De pronto, a la puerta, apareció Ahir y me hizo una seña con la mano. El corazón me dio un vuelco. Desde el primer instante comprendí que aquellos momentos de quietud habían terminado y que mi criado era un mensajero que me llamaba de nuevo al mundo de los temores y las preocupaciones. Cada día estaba más seguro de que algo malo se estaba acercando, y ahora me pareció leer en el ademán de Ahir la confirmación de que esto había ya llegado. Abandoné el taller. Ante la puerta me esperaban Juan y Simón, a los que Ahir había encontrado cerca de Siloé. Venían con él para decirme que el Maestro me rogaba le dijese si podía cederle para aquella noche la parte alta de mi casa, pues deseaba celebrar allí con sus discípulos la Pascua galilea. Este proyecto aumentó aún más mi inquietud. No quería negárselo.
Además, no está permitido negar hospitalidad a un peregrino que quiere comer en tu casa la cena pascual. Pero, ¿por qué hace Él esto? ¿Para qué viene, aunque sea protegido por la oscuridad de la noche, a una ciudad en la que siempre le espera algún peligro? Y, para colmo, quiere celebrar la Pascua a dos pasos de la casa del sumo sacerdote, en mi casa, ¡en la de un fariseo de quien el Sanedrín sospecha que es discípulo suyo! ¡Qué falta de reflexión, o bien, qué manera tan inconsciente de tentar al Altísimo! Dije a Simón:
—Puesto que el Maestro lo desea, claro está, no se lo voy a negar. ¡Pero os conjuro a que no hagáis tonterías! ¡No volváis a hacer otra entrada triunfal en la ciudad? Venid en silencio, en pequeños grupos, perdidos entre la gente. Lo más razonable sería que nadie supiera que pensáis pasar la noche en Jerusalén.
Juan movió la cabeza en señal de asentimiento. ¡Pero Simón está imposible! Volvió a invadirle una oleada de insolencia y seguridad en sí mismo. Puso los brazos en jarras y dijo (habla a grito pelado y, cuando empieza, llama la atención de todos):
—El Maestro no necesita temer a nada ni a nadie. ¡Que alguien se atreva a atacarle! ¡Ya le enseñaré yo! ¡Sobre todo ahora! —y golpeó con la mano un paquete que llevaba bajo el brazo.
—¿Qué llevas ahí? — pregunté, inquieto. Desató el envoltorio y me enseñó con aire triunfal dos cortas y anchas espadas de las que se pueden comprar en cualquier herrería.
—Podrían sernos útiles — afirmó con jactancia. Envolviéndolas de nuevo. ¡Ah, qué hombre tan necio! ¿Quiere pelear con los servidores del Templo y del Gran Consejo? Lo que aún me quedaba de tranquilidad se desvaneció por completo. De nuevo me asaltaron los peores presentimientos. No hay nada peor que un mal desconocido cuya llegada tememos. Su fantasma es peor que él mismo… Ellos cenaban arriba y entonaban himnos mientras yo me paseaba inquieto por la planta baja, escuchando todos los rumores que venían de fuera. Cada pisada algo más fuerte ante la puerta de mi casa hacía latir mi corazón más de prisa. Luego, cuando volvía el silencio, sus latidos se hacían tan lentos que las fuerzas me abandonaban y me sentía desfallecer.
Ya era bien entrada la noche cuando los oí salir. Respiré. Como extenuado por un gran esfuerzo, me eché en la cama y me dormí en el acto. Pero no dormí mucho. Me despertaron. Ahir se inclinaba sobre mí tirándome del brazo. Dijo que alguien había venido y deseaba verme en seguida. Me levanté de un salto. No sentía sueño; estaba consciente, pero todo yo temblaba. Incluso dormido esperaba que llegase la desgracia. Me cubrí con un manto y salí al encuentro del recién llegado. Era Santiago, hermano de Juan. Los hijos de Zebedeo, aunque no tienen la misma edad, se parecen mucho: delicados y tímidos, esconden su entusiasmo y a menudo no saben mostrarlo. Pero el Maestro, que sabe penetrar hasta lo más íntimo de las personas y conoce nuestros sentimientos más recónditos, les llamó un día los hijos del trueno. Cuando recuerdo que sin esfuerzo alguno, como si leyera en un rollo abierto, sabía descubrir en un hombre sus virtudes y defectos, estoy más convencido de que Él no es una persona corriente… Santiago va siempre muy limpio, lleva el cabello bien peinado y todo él da una impresión de pulcritud y cuidado. Pero ahora tenía ante mí a un hombre con una simlah arrugada y los cabellos mojados y en desorden, caídos sobre los ojos y la frente. Sus pies estaban llenos de barro y heridas y tenía la mirada extraviada. Todo él temblaba. No me dijo en seguida para qué había venido: parecía intentarlo, como si las palabras no pudieran pasar por su garganta. Al fin balbució:
— ¡Le han prendido…! Aunque lo esperaba, aquello fue como si me hubiera caído un rayo encima. Las piernas se me doblaron. Me senté en un banco, sentí un vacío en la cabeza y ante mis ojos pasaron unas manchas oscuras. Me sentí débil como si fuera a desmayarme. De modo que, a pesar de todo…, comenzó a martillearme en la cabeza, a pesar de todo… Todos mis pensamientos, todas mis conversaciones con El se concretaron ahora en estas pocas palabras.
—A pesar de todo… — repetí en voz alta —, no ha logrado huir, salvarse, esconderse. ¡Le han prendido! Creo que estuve mucho rato sentado con la cabeza baja, sacudido por escalofríos, mareado. Cuando la levanté, el hombre seguía ante mí como un árbol destrozado por un rayo. Mirándole, comprendí que para este discípulo lo peor no era que el Maestro hubiera sido prendido… Sus ojos expresaban no sólo dolor y miedo. Además, había en ellos desesperación. Esta clase de sentimiento es contagioso: sobre la frente, en la misma raíz del cabello, sentí unas gotas de frío sudor que parecían el contacto de unas patitas de rana. Los dientes me castañeteaban y este ruido resonaba en la casa vacía y dormida como el rumor de unas rápidas pisadas. Haciendo un esfuerzo, susurré:
—¿Cómo ha… sido?
—Cómo ha sido… — repitió lentamente, como si no entendiera la pregunta, como si él mismo no supiera bien lo que había ocurrido. Inseguro, tartamudeando, comenzó a decir: Celebramos la Pascua en tu casa, rabí. Como siempre… Él… Él… estaba triste. Desde hace unos días estaba triste… Debiste notarlo… Decía… No sé, no lo he entendido todo… Decía… que no tardaría en marchar y luego no tardaría en volver porque no quiere dejarnos huérfanos… ¿Crees que le soltarán? ¿Qué crees, rabí?
— Moví la cabeza con expresión de duda. Le vi tragar saliva con esfuerzo, dolorosamente—. Le dijimos que iríamos con Él adonde hiciera falta y que no temíamos ni a la misma muerte. Sonrió tristemente como si no lo creyera… Y dijo que nos amáramos como nadie se ama. Debemos recordar que siempre está con nosotros y que por su amor hemos de cumplir con nuestro deber… Habló largamente, no puedo repetírtelo lodo. Después de la cena nos lavó los pies. Pedro no quería, pero Él dijo que debía hacerlo. De modo que accedió y todos nosotros también. Luego, aunque ya habíamos terminado la cena, tomó un pan y nos dio de él; nos dio a cada uno de nosotros. Luego hizo lo mismo con el vino, también a cada uno de nosotros. Y habló igual que cuando la gente se marchó indignada: que esto es ahora su cuerpo y su sangre y que debemos comerlo y beberla…
Pero aquello seguía siendo sólo pan y vino… No sabíamos qué pensar. Luego Judas salió en seguida. El Maestro le dijo algo e incluso añadió: «Hazlo cuanto antes». De nuevo repitió que nos amáramos… y que quien lo ve a Él ve también al Padre… Porque Felipe le había preguntado cómo es el Padre y pidió que nos lo mostrara… Habló mucho rato… Ahora se me confunde todo… Juan y yo dijimos que seríamos en el reino los primeros. Entonces Simón se indignó y Santiago comenzó a gritar que él será el primero porque es su «hermano». Pero el Maestro nos mandó callar. Dijo que en el mundo los reyes son los primeros, pero en el reino el que es primero debe ser como el siervo más humilde… Como el siervo de los siervos… Y por fin nos preguntó si nos había faltado algo mientras caminábamos con Él por Galilea, Perea, Samaria y Jadea. Le contestamos que nada, y es verdad: siempre tuvimos de qué comer y beber, aunque el Señor nos prohibía preocuparnos por el mañana. «Pero ahora», dijo, «ya no será así. Ahora debéis pensar en la bolsa para los ciclos y en las provisiones, y quien no tenga bolsa que venda su simlah y compre una espada.» Entonces Simón exclamó que las espadas ya las había comprado y le puso dos delante. Nos animó un gran entusiasmo y comenzamos a gritar que lucharíamos y no permitiríamos que nadie le hiciera nada. Los que con más fuerza gritaban eran Simón y Tomás. Pero ni siquiera miró las espadas. Se quedó un rato con la cabeza apoyada en las manos, con el rostro escondido en ellas, como si le hubiéramos dado un gran disgusto. Luego se levantó y dijo: «Basta ya. Vámonos de aquí.»
Era ya muy de noche y la luna brillaba sobre las torres del Templo. En el palacio del sumo sacerdote se veían luces encendidas y se oían voces. Me extrañó que allí no estuvieran durmiendo a aquellas horas. Nos marchamos en silencio en dirección al Ophel. De pronto una figura se paró ante nosotros. Era María, su madre. Había estado sentada bajo una higuera retorcida y esperaba, al parecer, a que saliéramos. Ahora avanzó rápidamente hacia el Maestro.
Nos detuvimos. Ellos dos se quedaron juntos, iluminados por las manchas de luz lunar que atravesaban las ramas del árbol sin hojas. «Hijo», oí que decía la mujer, «te lo suplico, no vayas… te lo ruego.» Añadió algo más, pero su susurro era poco claro. Luego Él habló también en voz muy baja sólo para ella. De pronto ella dejó escapar un grito doloroso, retrocedió unos pasos y se cubrió el rostro. Él se le acercó, inclinose, apoyó sus dedos en las mejillas de ella y la acarició como si Él fuera la madre que quiere borrar el dolor y las lágrimas del rostro de su hijo. No añadió nada más. Todo duró unos instantes apenas. Luego, suavemente, pero con firmeza, la apartó a un lado. Ella aún se resistía y sus manos se prendían en el manto de su hijo. La respiración agitada de la mujer estaba ahogada por las lágrimas. Pero Él se dirigía ya a la puerta de la Fuente, sin volverse; ella todavía exclamó: « ¡Velaré…! » Ninguno de nosotros supo a qué se refería. Pasamos por su lado: se había quedado inmóvil bajo la higuera, con los brazos extendidos, y comenzamos a bajar, envueltos en la oscuridad, hacia la piscina. El Ophel quedaba a mano izquierda como un bosque de arbustos, con su negro amontonamiento de casas: sobre él, más allá del pórtico, brillaba el Templo. De nuevo parecía un coloso de belleza y fuerza. ¿Recuerdas, rabí, que Él dijo en cierta ocasión que no quedará de él piedra sobre piedra…? ¿Es posible que una cosa así ocurra? Dime, rabí, ¿lo crees posible? Porque a mí me parece que esto no ocurrirá. A Él le parecía que podría vencer a la gente del Templo. ¡Pero son ellos los que le han vencido! ¿Quién lograría derribar unos muros como éstos, construidos sobre una roca como ésta? Se restregó la nariz. Después de una pequeña pausa siguió:
—A la derecha, allá donde la muralla forma una curva junto a la torre que da sobre la puerta Esterquilinia, todo aquel rincón está cubierto de tiendas de los que han venido para las fiestas. Pasamos por la puerta y seguimos bajando. De noche, el Cedrón resuena como el mar en tiempo de tormenta. Cuando salimos de la ciudad Él comenzó a hablar de nuevo. Se detuvo junto a una vid, la tocó con la mano y dijo: «Somos como esta planta; yo soy el tronco y vosotros los sarmientos…»
Repitió que nos amáramos… «Amaos, amaos siempre, amaos sobre todo en la hora más difícil…»
No le entendíamos, nos dábamos codazos… Él lo vio. «Lo entenderéis todo cuando os mande al Consolador… Él os lo enseñará todo… Debo marchar para que luego venga el Consolador… Yo iré con el Padre…» Entonces a mí y a Juan nos pareció que le habíamos entendido.
En cierta ocasión estaba con nosotros y con Simón en u. montaña… No se lo contamos a nadie porque nos mandó callar. Allí… De veras no sé si puedo contártelo, rabí. Pero nosotros hemos pensado que Él iría con el Padre igual que aquella vez en la cumbre de la montaña. Y que de nuevo ocurriría un milagro, pero que esta vez lo presenciaríamos todos… ¡Todo el mundo! Por esto le dijimos que ahora ya creemos todo lo que nos ha dicho. Pero en vez de alegrarse nos miró tristemente, como cuando discutíamos quién será el primero en el reino. «Ahora ya me creéis…»
Se mordió los labios. «Ha llegado la hora en que huiréis y me dejaréis solo. Pero yo no estoy solo…» Luego se alzó y rezó con los brazos abiertos. »La luna subía cada vez más alto y vertía su luz en el desfiladero como agua de un cántaro. Estábamos rendidos. Durante las últimas noches habíamos dormido muy poco. La cabeza nos daba vueltas a causa de tantas palabras como habíamos oído. Atravesamos despacio el puente. Él había decidido que pasáramos la noche en el huerto de los Olivos.
En cuanto llegamos, a la tenue penumbra bajo los árboles nos quitarnos los mantos y los extendimos en el suelo. Pero el Maestro no se sentó. Quedose en la oscuridad como una blanca estatua pagana. «Dormid aquí», nos dijo. «yo me voy un poco más lejos». A ninguno nos sorprendió esto: más de una vez se ha pasado la noche orando mientras nosotros dormíamos cansados por las fatigas del día. Al marchar nos llamó a mí, a Juan y a Simón: «Venid conmigo».»
Fuimos hasta una roca saliente. Allí se detuvo y nos dijo: «Estad en vela y orad. Yo también oraré. Me siento triste como un hombre que va a morir…» Su tono de voz, al decirlo, hizo que los tres nos miráramos a la vez. Nunca nos había hablado así. Estaba triste desde el día del banquete en casa de Lázaro, pero esta tristeza no le impedía hablarnos y predicar. Momentos antes aún nos hablaba tranquilamente. Pero ahora su serenidad se había roto como se rompe una burbuja en la superficie del agua. Me pareció un hombre asustado, dominado por la desesperación. «Orad, estad en vela», repitió varias veces. «El espíritu está lleno de entusiasmo, pero la carne ¡es tan débil!» Despacio, como si se le doblaran las piernas, se apartó pero no mucho; algo así como la distancia que recorrería una piedra lanzada al aire.
Allí había más claridad y le vimos postrarse. Simón dijo: «Oremos, puesto que el rabí lo desea». No nos arrodillamos porque estábamos muy fatigados. Nos limitamos a repetir las palabras del Hallel. Pero Juan se durmió en seguida. Este muchacho no sabe velar y más de una vez se nos ha dormido en le barca… A mí también me pesaban los párpados y la oración se me detenía en los labios. Muy pronto oí roncar a Simón. Procuré despabilarme: no estaba seguro de si había velado todo el tiempo o me había dormido. Pero se me ocurrió pensar que probablemente ya no hacía falta seguir velando… Apoyé la cabeza contra un olivo y me dormí en el acto como un tronco. »De pronto oí la voz del maestro. Me desperté sobresaltado. Se inclinaba sobre nosotros y nos hablaba con voz quejumbrosa. Parecida a la de un mendigo de la puerta de Efraím. «¿Por qué dormís? ¿No habéis sabido velar ni una hora?»
Bajo las ramas estaba muy oscuro, a pesar de que la luz de la luna, más clara ahora, cubría las copas de los árboles como si fuera escarcha. Su voz gemía en la oscuridad. Por un momento entró en una mancha de luz lunar y pude ver su rostro. ¡Por la frente de Moisés! ¡Era terrible! ¿Has visto nunca la cara de un hombre que ha sido lapidado? La suya estaba igual: blanca, contraída por el dolor, tensa como una cuerda… ¡No!, digo mal; no como la cara de una persona lapidada, sino como la de un ahogado que ha estado ahogándose lentamente y luchando con desesperación hasta la última bocanada de aire. La noche era helada, pero su frente estaba empapada en sudor; algunas gotas resbalaron formando unos hilitos oscuros como si no fueran de sudor sino de sangre. Su respiración recordaba el estertor de un moribundo… Nos quedamos mudos.
Realmente, no me imaginaba qué había podido ocurrirle. Si hubiera podido, me hubiera levantado de un salto y huido, gritando, como de un mal sueño. Pero me pareció estar clavado en tierra. Él seguía inclinado sobre nosotros murmurando palabras que salían entre aquel estertor como chispas cuando se afila un cuchillo. Hablaba bajo, pero a mí me pareció que gritaba… ¿Y sabes a qué parecía este grito? Al de un mendigo lisiado que no puede pasar por entre la multitud. ¡Cuántas veces lo hemos oído en medio de una aglomeración, como el grito de un pájaro quejumbroso y dolorido!
Ahora, su voz semejaba un grito así. «Por qué dormís?», repetía, “¿Por qué dormís? Os he prevenido… No durmáis. Os necesito. Orad. Estad en vela. Orad.” Sólo la primera tentación llega sola. La décima llega con la quinta, la vigésima con la novena… La última, junto con todas las otras…» »
Alzó una mano y se la pasó por el rostro. Tambaleándose, se volvió al lugar donde antes había estado orando. Primero era una sombra invisible en la penumbra, pero luego resplandeció como una espada puesta al sol. Lentamente, se dejó caer de rodillas. En medio del silencio, roto por el estruendo del torrente, oíase su gemido. Repetía algo dolorosamente; sólo unas pocas palabras, siempre las mismas. Volvía a empezarlas de nuevo, como si cantara. No sé qué decía, pero era siempre lo mismo. A veces lo repetía más aprisa, febrilmente; a veces más despacio, como si lo meditara. ¿Qué podía estar diciendo? Me invadía un temor cada vez mayor. Nos dijo que rezáramos, pero las palabras del salmo se me paralizaban en los labios; les daba vueltas, no podía emitirlas, no tenía fuerzas para seguir adelante. Simón balbució algo como que, puesto que el Maestro nos necesitaba, no debíamos dormir. Pero, apenas lo hubo dicho… ¿Sabes, rabí?, el sueño me parecía la única salvaguardia contra el miedo. Cuando oí roncar a Simón, sentí que le envidiaba… ¡Él ya no tenía miedo, mientras que yo seguía teniéndolo!…» ¿Crees que no lo comprendía, Justo? Temblando como hierba lamida por el fuego, sentí que también en mí crecía un ardiente deseo de hundirme en la inconsciencia del sueño. Es nuestra salvación, si al menos así podemos evadirnos. Sólo que mi sueño nunca es una evasión. A veces es más agotador que la realidad. He tenido muchos sueños así después de la muerte de Rut, sueños en los que ella retornaba a la vida para volver a morir… ¡Felices los hombres que, cerrando los ojos, pueden olvidarlo todo! Comprendí por qué había dejado de hablar, avergonzado.
—¿Volvisteis a dormiros? — pregunté.
Gimió como si le hubiera golpeado una herida mal cicatrizada.
—Tenía tanto miedo — los dientes le castañeteaban —, tanto miedo…
—¿Entonces vinieron ellos y le prendieron?
—No —contestó —. Él se acercó otra vez. Ahora ya no gemía ni lloraba. Se limitó a decirnos, dolorido: «Ya podéis dormir…» Le miramos restregándonos los ojos. Estábamos avergonzados de habernos dormido. Pero, ¿por qué no nos dijo que aquél era el último momento? En más de una ocasión nos había dicho: «Velad conmigo…» ¿Cómo podíamos suponerlo? «De pronto resonaron unos gritos y entre los árboles lució el rojo resplandor de las antorchas. La guardia había cercado el huerto y de todas partes acudían soldados, seguros de que no podríamos escapar. Nos levantamos de un salto. Yo quería huir, pero Simón empuñó la espada que llevaba consigo y preguntó, excitado: ‘¿Hemos de luchar, Señor? ¿Hemos de luchar?’ Oí gritos de horror; eran los demás, que se habían despertado. Mientras tanto los soldados del Templo iban cerrando el círculo. A la vacilante luz de las antorchas veía espadas, bastones, lanzas, escudos y caras gritando amenazadoramente. Simón saltó el primero… Pero Él, Justo, reprendió a su discípulo más fiel. Curó la herida que éste hizo a un criado del sumo sacerdote. ¿No hubiera podido huir? Él, que en tantas ocasiones desaparecía ante los ojos de toda una multitud. Pero, según parece, había dicho: «Ahora, ya no habrá más milagros…. ahora hay que tener la bolsa y la espada…» ¿Espada? ¿A qué espada se refería, puesto que no permitió luchar a Kefas? No tenía esperanzas de volver a dormirme. Me dispuse, pues, a contarte todo esto y ya estaba a punto de terminar cuando alguien llamó de súbito a mi puerta. El corazón me dio un vuelco. Pensé inmediatamente que ellos, en esta noche, querían terminar también con todos los amigos del Maestro. En vez de ir hacia la entrada, subí a la azotea. El corazón me latía tan de prisa que se me ponía un velo ante los ojos. Pero abajo no vi más que a un hombre solo.
— ¿Quién es? — pregunté.
—Soy yo, Chai. Reconocí a uno de los ascarios.
— ¿Qué quieres a estas horas?
—El sumo sacerdote me manda decirte que vayas ahora mismo a su palacio. Todo el Sanedrín se reunirá allí en seguida para juzgar al rebelde de Galilea…
—¿De noche? No se puede celebrar juicio por la noche. La ley lo prohíbe…
—No lo sé, rabí: no conozco las Escrituras. Es lo que me han mandado decir. Sigo adelante… Desapareció en la oscuridad. Volví a la planta baja, donde Santiago seguía sentado junto a la pared, inmóvil y dolorido. No puede perdonarse a sí mismo el haberse dormido. ¿Cómo ha dicho? «El Maestro necesitaba que estuviéramos en vela… nos pidió que veláramos…» Y él se había dormido. Pero al menos había descansado cerca del Maestro… ¿De qué sirve lamentarse ahora? Las veces que yo me había dormido al lado de Rut… ¡Tampoco le hubiéramos salvado! Ni le salvaremos si no lo logra por sí mismo. ¡Si no lo logra o si no lo quiere? Un Mesías que ha venido pero no quiere vencer es el fin de la fe en el Mesías. ¿Y si no lo logra? Entonces esto significaría que no es el Mesías. ¿Qué es mejor: saber que nos hemos equivocado, o saber que la misma fe no es sino una ilusión? ¡Basta! ¡Basta! Nunca llegaré a verlo claro. Debo ir. ¿O quizá sería mejor fingir que estoy enfermo? ¿Qué ganaré con ello? ¿Le juzgarán sin mí? Pero, ¿y si se ha dejado prender sólo para mostrar luego su poder ante sus jueces? Entonces yo sería como un nadador que se ahoga en la misma orilla… No: hay que ir. Hay que ser valiente, luchar por Él. No quiero ser como este Santiago que llora y no se atreve a asomar la cabeza a la calle. No he conocido, es verdad, los espléndidos días de Galilea. He llegado al final, al último momento, como aquel jornalero rezagado a la viña de su mashal. Pensaba que sería el momento del triunfo y resulta que es el de la amarga derrota. ¡Qué remedio! Suele ocurrir así cuando el juego es arriesgado. Acaso me reprocharé todas mis dudas o, quizá, no haber dudado una vez más… ¡Pero basta ya! Al final hay que mostrar que se es alguien… Hemos de beber nuestro vino… Me voy. Enrollo la carta y me la llevo conmigo. Si encuentro en Xistos alguna caravana que salga de la ciudad te la mandaré ahora mismo. ¡Oh! ¿Por qué no estás aquí, Justo? ¿Sabrías decirme tú qué significan sus palabras: «dame tus preocupaciones…»? ¿Qué significan? ¿Por qué quiere tomar mis preocupaciones? ¿Y cómo hacer para dárselas? Desdichadamente, nadie podrá decírmelo nunca… ¡Oh, Justo! ¡Si al menos supieras decirme si Él espera todavía! Porque me dijo: »Espero… recuerda que las espero…» Lo dijo como habla del agua un hombre que está en el desierto. Pero ahora es un prisionero amenazado de muerte… ¿Puedo todavía añadirle peso a un prisionero? Pero, sino es Él, ¿quién? Sólo Él las deseaba tan ardientemente .
«Cambiar el odio por amor» ¿A que suena muy bien como plan para esta cuaresma?
Además de esto es el título de una canción de Juanes que nos puede permitir trabajar muy bien los contenido profundos de la Cuaresma en las sesiones de Confirmación, pero también en la catequesis de adultos.
Os presentamos para esta actividad este vídeo realizado por Amalia de la Parroquia N.ª S.ª de la Encina, El Encinar-Los Cisnes (Salamanca), y la letra de la cancón más abajo.
Trabajamos como dos locomotoras a todo vapor y olvidamos que el amor es mas fuerte que el dolor que envenena la razón.
Somos victimas así de nuestra propia tonta creación y olvidamos que el amor es mas fuerte que el dolor de una llaga en tu interior.
Dos hermanos ya no se deben pelear es momento de recapacitar es tiempo de cambiar it’s time to change es tiempo de cambiar it’s time to change es tiempo de saber pedir perdón es tiempo de cambiar en la mente de todos el odio por amor.
It’s time to change…
Si te pones a pensar la libertad no tiene propiedad quiero estar contigo amor, quiero estar contigo amor, quiero estar contigo amor…
Si aprendemos a escuchar quizás podamos juntos caminar de la mano hasta el final yo aquí y tu allá de la mano hasta el final.
Era día de fiesta. El pueblo de Dios recordaba cómo los había rescatado de Egipto hacía mucho tiempo. Jesús se reunió para cenar con sus amigos.
Antes de sentarse a la mesa, Jesús cogió una palangana llena de agua y una toalla. Se arrodilló y comenzó a lavarles los pies, sucios después de haber caminado durante todo el día.
Pedro: (Con tono avergonzado) — Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? —le dijo Pedro— Jamás permitiré que me laves los pies.
Jesús: — Pedro, deja que te lave. Yo os quiero muchísimo y hago todo por vosotros. Quiero que vosotros hagáis lo mismo, que os cuidéis los unos a los otros del mismo modo que yo cuido de vosotros.
Era la hora de la cena. Jesús y sus amigos se sentaron a la mesa.
Jesús cogió un trozo de pan, dio gracias por él y lo partió en trozos para compartirlo con todos.
Jesús: — Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros.
Cogió también una copa de vino, dio gracias a Dios por ella y se la pasó a los discípulos.
Jesús: — Esta es mi sangre, mi vida, que será derramada para salvaros. Cuando ya no esté con vosotros, haced esto para recordarme.
Se había hecho de noche. Judas, el amigo traidor, había salido para buscar a los enemigos de Jesús y llevarlos hasta él. Jesús les dijo:
Jesús: — Antes de que termine la noche, todos vosotros me abandonaréis.
Pedro: (Con tono extrañado) — ¡Yo no! —protestó Pedro— nunca te dejaré.
Jesús: — Sí, tú también lo harás.
Los amigos de Jesús estaban muy tristes porque no querían que muriese. El les
explicaba:
Jesús: — Voy a ir con mi Padre Dios, pero volveré. Todos vosotros confiáis en Dios, ahora confiad en mí. Siempre os querré. Si vosotros realmente me queréis, os amaréis unos a otros.
Después, salieron hacia el monte de los Olivos. Jesús un poco apartado y mientras sus amigos se quedaban dormidos, comenzó a hablar con Dios.
Jesús: (Con tono angustiado) — Padre, tú me quieres y puedes hacerlo todo. Por favor, sálvame de esta terrible muerte, a no ser que tenga que suceder, así que no sea como yo quiero, sino como tú quieras.
De repente, unas antorchas brillaron entre los árboles. Se acercaba gente. Eran soldados. Judas los guiaba.
Judas: — ¡Hola, Maestro! —dijo Judas mientras se acercaba a Jesús.
Jesús: — ¿A quién buscáis?
Soldados: — A Jesús de Nazaret.
Jesús: Yo soy
Pedro, aunque tenía miedo, les siguió y esperó fuera del lugar al que habían llevado a Jesús. Una mujer le preguntó:
Mujer: — ¿No eres tú uno de sus amigos?
Pedro: (Con miedo) — Yo no.
Las mujeres insistían, pero Pedro decía que no conocía a Jesús porque tenía muchísimo miedo de que lo apresaran a él también.
Después, Pedro lo sintió mucho y estaba tan triste por haber abandonado a Jesús que cuando Jesús le miró se puso a llorar.
Poncio Pilato, amigo del emperador romano, era el que mandaba en la ciudad.
Poncio Pilato: (Inseguro) — No veo que Jesús haya hecho nada malo.
Gritaban los que no querían a Jesús. No creían que Jesús era el Rey prometido por Dios.
Poncio Pilato tenía miedo de la gente.
Poncio Pilato: — Haré lo que me pedís, pero no me echéis la culpa de nada.
Y lo entregó a los soldados.
Lo llevaron cargando con su cruz al monte Calvario y lo clavaron en la cruz en medio de otros dos prisioneros. Uno a cada lado de Jesús. Su madre, María y su amigo Juan estaban a sus pies, rezando.
Jesús no odiaba a los soldados que lo habían clavado en la cruz, a pesar de todo el mal que le estaban haciendo.
Jesús: — Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
(HACER PAUSA)
Al final, Jesús, dando un fuerte gritó, inclinó la cabeza y murió.
Ese día fue el día más triste.
Dos amigos descolgaron a Jesús de la cruz y llevaron el cuerpo a la sepultura, que era una especie de cueva con una piedra grande y pesada que cerraba la entrada.
Envolvieron el cuerpo de Jesús y lo dejaron allí. Las mujeres muy tristes, se fueron, pero volverían.
Era domingo por la mañana, muy temprano. Las mujeres se dirigieron a la sepultura de Jesús:
Mujer 1: (Sorprendida y asustada) — Pero… ¿Dónde está la piedra grande y pesada? ¿Quién la ha movido?
Mujer 2: (Sorprendida y asustada) — ¡El cuerpo de Jesús no está aquí! ¡Se ha ido!
Las mujeres muy asustadas corrieron a contárselo a los demás amigos de Jesús.
Conocer bien las necesidades, calcular bien las fuerzas disponibles, precisar bien las metas, he ahí algunas obligadas resoluciones en el plan de acción para la renovación total en el campo católico. Pero en estos tiempos, más que nunca, hace falta tener presente que nuestras armas o recursos son, sobre todo, los espirituales y que, entre ellos, hay que contar con la protección de los ángeles. Por algo la Iglesia reza constantemente: «Tú, príncipe de la celestial milicia, relega al infierno con divino imperio a Satanás y a los demás espíritus malignos que, en su intento de perder a las almas, recorren la tierra». Sí, que «no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires».
Los ángeles buenos son innumerables. Millones de millones. Y el Creador de ellos les dictó instrucciones detalladísimas respecto a nosotros. Y así como la Iglesia a cada nación accede gustosa a darle algún santo patrono, así también Dios a cada una le señala su correspondiente ángel custodio. De manera que, entre todos aquellos seres a quienes puede llamárseles vicegerentes supremos del Señor, los unos son visibles, invisibles los otros. Visibles: en el orden y esfera religiosa, el Romano Pontífice; en el orden y esfera secular, el Jefe de cada Estado. Invisibles: en la esfera y orden eclesiástico, un hombre —San José, universal patrono— y un ángel —San Miguel, protector de la Iglesia como antes lo había sido del pueblo hebreo—; en la esfera y orden nacionales, un hombre —Santiago para España— y un ángel —el Ángel Custodio de la Patria».
Cuando subía España la penosa cuesta del siglo más desgraciado de su historia, obtuvo como compatrono a su ángel tutelar, en honor del cual le fueron aprobados por la Santa Sede oficio y misa propios con rito doble de segunda clase y octava, señalando la fiesta para el primero de octubre. Transcurrieron los años y se dio al olvido aquella concesión que, sin embargo, parecía ser tan providencial. Pero nuevamente un gran siervo de Dios, el sacerdote tortosino Manuel Domingo y Sol, destacado apóstol de la devoción general a los ángeles, promovió también ardorosamente la de aquel a quien llamaba con cariño sin límites «su» Santo Ángel de España. «Nadie, decía, me estima bastante a mi Ángel de España, a pesar de su patronato. Es una incuria incomprensible el olvido en que le tenemos. ¿Cómo no hemos de redoblar nuestras oraciones a él hoy que nuestra España se encuentra agitada y combatida por las sectas del infierno, que tratan de arrebatarle el tesoro de su fe y empobrecerla y humillarla? Las circunstancias críticas de España reclaman acudir a él».
Desde 1880, al menos, hasta 1909, año en que voló al cielo, se desvivió en múltiples formas para atraer la atención de España hacia el olvidado protector. Fue este entusiasmo, en el celoso sacerdote, efecto natural de su ardiente devoción a los ángeles y de su profundo patriotismo. Después de perseverantes pesquisas pudo al fin conseguir una estampa del Santo Ángel del Reino editada en Valencia en 1837. No le satisfizo cuando la hubo visto y entonces ideó otra que resultó preciosa, diseñada bajo su inspiración por el dibujante barcelonés Paciano Ros y reproducida en fototipia por los talleres, también barceloneses, Thomas Y Compañía. En lo alto del firmamento, un corazón envuelto en llamas, rodeado de esta inscripción: «¡Reinaré en España!» Debajo, la Purísima, con Santiago y Santa Teresa a sus lados. En el centro inferior, ya en tamaño grande, fina y bellamente dibujado, el Santo Ángel, lleno de majestad, una espada en la diestra y el mapa de España delicadamente protegido con la mano izquierda. En, el fondo, revolviéndose y pretendiendo erguirse, dos monstruos infernales. Finalmente, aquel texto del salmo 33: «Enviará el Señor su ángel alrededor de los que le temen y los librará». Y esta invocación: «Virgen Inmaculada, Santiago Apóstol, Santa Teresa de Jesús y Santo Ángel, patronos de España, conservadnos la fe y defendednos de los enemigos de nuestra patria». Imprimió, por lo pronto 85.000 estampas en diversos tamaños y 90.000 hojas de propaganda de esta devoción. Más tarde costeó otras cien mil estampas y hojas volanderas.
El 6 de mayo de 1896 le autorizó su prelado para establecer en la diócesis una piadosa liga de oraciones al Santo Ángel del Reino. Dos días después, en los varios periódicos de Tortosa y en revistas de distintas capitales publicó ampliamente el proyecto. Escribió asimismo a todos los seminarios de España invitándoles a que fundasen otros tantos centros diocesanos para extender dicha unión. De más de doce sitios le contestaron enseguida aceptando encantados y los señores obispos indulgenciaron la inscripción. Simultáneamente hizo prender el fuego en los alumnos del Colegio de San José de Roma fundado por él hacía cuatro años. Y así lo atestiguan varios prelados que habían seguido allí sus estudios. Uno de ellos escribe: «De ti, amado padre, aprendí a venerar, a amar al Santo Ángel Custodio de España. En el Pontificio Colegio Español de San José de Roma, con fervor piadoso y con patriótico ardimiento, inculcabas a todos los alumnos esta santa devoción. Por tu amor salgo a propagarla. Mejor que antes en la tierra puedes ahora desde el cielo lograr que se extienda y arraigue». Estas palabras constituyen la «dedicatoria» de la sustanciosa y bellísima «novena» —todo un tratado de Ángelología— que en honor del Santo Ángel Custodio de España publicó en 1917 el Dr. D. Leopoldo Eijo y Garay, más tarde Excmo. Patriarca-Obispo de Madrid-Alcalá. Tal joya de novena fue reeditada el año 1936 en Vitoria por la Dirección General de la Obra Pontificia de la Santa Infancia. ¿No cabría pensar que la difusión de esa novena precisamente aquellos años pudo ser parte para la asombrosa victoria de quienes, en los humano, éramos impotentes ante los formidables enemigos de la guerra… y de la posguerra?
En 1920 el Santo Ángel Tutelar de España tenía ya un espléndido altar en la parroquia de San José de Madrid. Fue inaugurado el 13 de mayo de ese año, con asistencia de la Real Familia en pleno. Y aquel mismo día quedó también establecida, a propuesta de Su Majestad D. Alfonso XIII, la «Asociación Nacional del Santo Ángel Custodio del Reino». Alma de todo ello fue otro hijo espiritual de don Manuel Domingo y Sol: el sacerdote don Luís Íñigo, quien, como testamentario de aquél en todo lo concerniente al Santo Ángel, logró ver puesta en marcha la asociación en cuarenta provincias de España. Él fue quien una vez nos dijo: «En mi última entrevista con don Manuel, me hizo prometerle que no abandonaría el asunto del Santo Ángel mientras yo viviese. La primera parte de mi propósito está conseguida, pues en toda España se conoce y se practica la devoción al Santo Ángel. Ahora quisiera que se fomentase entre los niños esta devoción y que, en un día determinado, los niños y niñas de los colegios asistiesen a una fiesta en la que desfilasen ante la imagen del Santo Ángel y depositasen a sus pies una flor y diesen un beso a la bandera española».
Copiosa correspondencia se cruzó también entre el siervo de Dios y su joven amigo sobre otra iniciativa del primero: la de erigir en el Cerro de los Ángeles, próximo a Madrid, un monumento al Santo Ángel de España. No es posible expresar en pocas líneas todas las reservas de entusiasmo que el insigne apóstol dedicó a este proyecto. La tarde del 21 de abril de 1902 fue personalmente al Cerro de Getafe, entonó una salve a Nuestra Señora de los Ángeles en la iglesia y después, con íntima ilusión, se puso a planear y discurrir, pareciéndole todo cosa facilísima en punto a ejecución. Las enfermedades y las atenciones a sus muchas empresas le impidieron luego caminar deprisa, pero hasta tres meses antes de morir siguió escribiendo a unos y otros sobre el acariciado anhelo. Entre otros encargos hizo éste: «Que la hermandad deje aquí un recuerdo a su abogado». Se refiere a la Hermandad de Sacerdotes Operarios del Corazón de Jesús, en cuyas constituciones, redactadas por él, nombra varias veces al Santo Ángel de España, elegido para la misma como abogado especial.
Se pregunta uno ahora: ¿no sería deseable que, dentro de la más perfecta armonía arquitectónica, ese deseo de un santo quedase al fin plasmado entre las edificaciones que hoy ocupan el sagrado lugar, centro geográfico de la Península?
Cuando solamente existía allí la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, la mente de don Manuel Domingo y Sol relacionaba con dicha iglesia el soñado monumento. Ahora en cambio, ante el nuevo carácter que han revestido aquellas alturas, él, si viviese, revisaría sin duda su concepción primera, para estudiar en qué sitio preciso parecía mejor instalarlo. El no haberlo realizado medio siglo atrás puede hoy ser un bien, para que resulte posible planearlo de un modo definitivo, Una vez colocado allí el Santo Ángel del Reino, se atraería fácilmente las miradas y los corazones de toda España. Podría al mismo tiempo inspirarles a los católicos extranjeros que pasan por Madrid la magnífica idea de difundir en sus naciones la devoción al respectivo ángel tutelar de ellas.
Pocos años después de haber fallecido don Manuel Domingo y Sol, el ángel de Portugal en 1916 se apareció varias veces a los privilegiados niños de Fátima. Por conducto de ellos pidió a la humanidad oración, penitencia, reparación eucarística, recurso confiadísimo al Inmaculado Corazón de María. ¡Qué gozo ver así confirmada la designación, por parte de Dios, de ángeles custodios de las naciones! Harto bien lo sabía el apostólico varón tantas veces citado, quien hablaba de los ángeles. Como si los estuviera viendo y escribía de ellos, por ejemplo: «Hay que poner en contacto, a los ángeles de España y de Portugal. Diríase que, reñidos los españoles y los portugueses —vecinos del entresuelo y del principal—, no se cuidan para nada los unos de los otros». Ese propósito de poner en contacto a los dos celestiales confidentes y amigos suyos apuntaba en último término a su elevado plan de promover a fondo el intercambio cultural y apostólico de una y otra nación hermanas. Y así le confiaba también sus empresas de celo al Santo Ángel Custodio de Francia cuando la cruzaba muchas veces en sus viajes a Roma.
¿Qué hacer entonces para aprovechar tan útil ejemplo de santo patriotismo? Ante todo, naturalmente, ahondar en la fe de que, como dice San Pablo, «todos los ángeles son gestores de Dios, puestos al servicio de quienes hemos de lograr salvarnos». Después, recordar que la custodia de los ángeles es una admirable aplicación de la providencia divina; tener presente que en todas nuestras buenas obras intervienen los ángeles. Felicitarnos, además, de que, como advierte San Bernardo, los ángeles reúnan en sí tres magníficas dotes que siempre deseamos y exigimos en los supremos gobernantes: lealtad a toda prueba, prudencia exquisita y un poder inmenso. También son luz para las almas; su vigor nos contagia; saben, quieren y pueden defender nuestros intereses materiales. ¿Caben disposiciones más deseables en el ángel tutelar de una patria?
Lo que falta ahora es que esa patria se ejercite generosamente en aquellas virtudes en que los ángeles se complacen tanto: sumisión fiel y disciplinada a las órdenes del Altísimo; pureza e integridad cristianas; singularísima predilección por toda clase de obras consagradas a la educación e instrucción de los niños. Muy bien se ha preguntado: «¿Quién sabe si las calamidades que muchas veces llueven sobre los pueblos son la venganza de los ángeles por el abandono en que se deja a los niños, por los escándalos que se dan a los niños, por el daño que se causa a los ángeles de la tierra corrompiéndoles el corazón y la inteligencia? Espanta pensar cuán terribles deben de ser las órdenes del santo ángel de una nación a los demás ángeles, para vengar… tantos crímenes como se cometen contra los niños, aun antes de que nazcan. Quienes aman a los niños con amor cordial práctico se atraen la complacencia de los ángeles y, sobre todo, del santo ángel tutelar de la patria».
Ojalá todas las editoriales, todos los publicistas católicos, todas las familias fervorosas inunden hoy a España otra vez con estampas del Santo Ángel del Reino y con impresos explicativos de la excelsa misión que le está confiada en el plan divino. ¡Quién viera en todos los hogares, junto a la imagen del ángel individual de la guarda, venerada también la del Santo Ángel de la Nación! ¡Y quién viera que el amor a Él no sólo penetraba en las casas, sino que se adueñaba de las madres españolas y que éstas, con sus palabras, chispas de fuego del corazón, con miradas que son ráfagas de luz del entendimiento, con besos, insuperables para imprimir hondamente en el alma las ideas y afectos, grababan en las de sus hijitos, a la vez que la devoción al ángel de la guarda y al del Reino, el amor a la Iglesia y a la patria! ¡Quién pudiera lograr que simultáneamente esa devoción privada se transformase en pública y que en los templos se levantasen altares dedicados al príncipe de la milicia celestial guardiana de España, y que nuestras juventudes se congregasen en torno a esas imágenes para enardecerse en amor a la patria española y católica, a fin de estar dispuestas a derramar por ella la sangre cuantas veces fuera necesario!
Si para organizarlo todo ello se infundía vida nueva a la Asociación Nacional del Santo Ángel del Reino, mejor aún. Finalidad suya sería propagar por todas las diócesis la devoción al mismo. Fomentar en todos los españoles la santa virtud del patriotismo. Obtener del Corazón divino de Jesús por intercesión del Ángel del Reino el engrandecimiento espiritual y temporal de España. Que, al fin y al cabo, ese Corazón amabilísimo, fusilado un primer viernes de mes en su imagen, pero entronizado otra vez allí mismo en el centro de la Península, él es quien ha confiado al Ángel del Reino el mando supremo de las fuerzas angélicas encargadas de la defensa individual y social de los españoles.
«¿Con cuántas divisiones militares cuenta el Vaticano?», preguntó un día Stalin. ¿Con qué posibilidades en tierra mar y aire, con qué superproducción de armas nucleares —preguntamos nosotros—, con qué seguridades de defensa y victoria cuenta una nación como la nuestra, no opulenta ni mucho menos, en estos años explosivos de la historia del mundo?
Respuesta primerísima: por lo pronto, con aquellas armas que un ángel dejó ver a Judas Macabeo. Y después, sobre todo, con el arma de aquella fe invencible que habló así por tantos labios y que jamás dejará de hablar: «Nuestro Dios, al que servimos, puede librarnos del horno encendido. Y si no quisiere, sábete, rey, que no adoraremos a los falsos dioses ni inclinaremos la cabeza ante la estatua que has levantado.»
[…] Doy gracias a Dios por estar en esta tierra chiapaneca. Es bueno estar en este suelo, es bueno estar en esta tierra, es bueno estar en este lugar que con ustedes tiene sabor a familia, a hogar. Le doy gracias por sus rostros y por su presencia, le doy gracias a Dios por el palpitar de su presencia en las familias de ustedes. Y también gracias a ustedes, familias y amigos, que nos han regalado sus testimonios, que nos han abierto las puertas de sus casas, las puertas de sus vidas; nos han permitido estar en sus «mesas» compartiendo el pan que los alimenta y el sudor frente a las dificultades cotidianas. El pan de las alegrías, de la esperanza, de los sueños y el sudor frente a las amarguras, la desilusión y las caídas. Gracias por permitirnos entrar en sus familias, en su mesa, en su hogar.
Manuel, antes de darte gracias a vos por tu testimonio, quiero dar gracias a tus padres, los dos de rodillas delante tuyo teniéndote el papel. ¿Vieron qué imagen es esa? Los padres de rodillas ante el hijo que está enfermo. No nos olvidemos de esa imagen. Por ahí, de vez en cuando ellos se pelean, por ahí. ¿Qué marido y qué mujer no se pelea? Y más cuando se mete la suegra, pero no importa. Pero se aman, y nos han demostrado que se aman y son capaces, por el amor que se tienen, de ponerse de rodillas delante de su hijo enfermo. Gracias amigos por ese testimonio que han dado y sigan adelante. ¡Gracias! Y a vos, Manuel, gracias por tu testimonio y especialmente por tu ejemplo. Me gustó esa expresión que usaste: «Echarle ganas», como la actitud que tomaste después de hablar con tus padres. Comenzaste a echarle ganas a la vida, echarle ganas a tu familia, echar ganas entre tus amigos; y nos has echado ganas a nosotros aquí reunidos. Gracias. Creo que es lo que el Espíritu Santo siempre quiere hacer en medio nuestro: echarnos ganas, regalarnos motivos para seguir apostando a la familia, soñando, construyendo una vida que tenga sabor a hogar y a familia. ¿Le echamos ganas? [Responden: «Sí»]. Gracias.
Y es lo que el Padre Dios siempre ha soñado y por lo que, desde los tiempos lejanos, el Padre Dios ha peleado. Cuando parecía todo perdido, esa tarde en el jardín del Edén, el Padre Dios le echó ganas a esa joven pareja y le dijo que no todo estaba perdido. Y cuando el Pueblo de Israel sentía que no daba más en el camino por el desierto, el Padre Dios le echó ganas con el maná. Y cuando llegó la plenitud de los tiempos, el Padre Dios le echó ganas a la humanidad para siempre y nos mandó a su Hijo.
De la misma manera, todos los que estamos acá hemos hecho experiencia de eso, en muchos momentos y de diferentes formas: el Padre Dios le ha echado ganas a nuestra vida. Podemos preguntarnos: ¿Por qué?
Porque no sabe hacer otra cosa. Nuestro Padre Dios no sabe hacer otra cosa que querernos y echarnos ganas, y empujarnos, y llevarnos adelante, no sabe hacer otra cosa, porque su nombre es amor, su nombre es donación, su nombre es entrega, su nombre es misericordia. Eso nos lo ha manifestado con toda fuerza y claridad en Jesús, su Hijo, que se la jugó hasta el extremo para volver a hacer posible el Reino de Dios. Un Reino que nos invita a participar de esa nueva lógica, que pone en movimiento una dinámica capaz de abrir los cielos, capaz de abrir nuestros corazones, nuestras mentes, nuestras manos y desafiarnos con nuevos horizontes. Un reino que sabe de familia, que sabe de vida compartida. En Jesús y con Jesús ese reino es posible. Él es capaz de transformar nuestras miradas, nuestras actitudes, nuestros sentimientos, muchas veces aguados, en vino de fiesta. Él es capaz de sanar nuestros corazones e invitarnos una y otra vez, setenta veces siete, a volver a empezar. Él es capaz de hacer siempre todas las cosas nuevas.
Manuel, vos me pediste que rezara por muchos adolescentes que están desanimados y andan por malos pasos. Lo sabemos, ¿no? Muchos adolescentes sin ánimo, sin fuerza, sin ganas. Y, como bien dijiste, Manuel, muchas veces esa actitud nace porque se sienten solos, porque no tienen con quien hablar. Piensen los padres, piensen las madres: ¿hablan con sus hijos y sus hijas o están siempre ocupados, apurados?; ¿juegan con sus hijos y sus hijas? Y eso me recordó el testimonio que nos regaló Beatriz. Beatriz, vos dijiste: «La lucha siempre ha sido difícil por la precariedad y la soledad». ¿Cuántas veces te sentiste señalada, juzgada: «esa». Pensemos en toda la gente, todas las mujeres que pasan por lo que pasó Beatriz. La precariedad, la escasez, el no tener muchas veces lo mínimo nos puede desesperar, nos puede hacer sentir una angustia fuerte, ya que no sabemos cómo hacer para seguir adelante y más cuando tenemos hijos a cargo. La precariedad no sólo amenaza el estómago (y eso ya es decir mucho), sino que puede amenazar el alma, nos puede desmotivar, sacar fuerza y tentar con caminos o alternativas de aparente solución, pero que al final no solucionan nada. Y vos fuiste valiente, Beatriz, gracias. Existe una precariedad que puede ser muy peligrosa y que se nos puede ir colando sin darnos cuenta, es la precariedad que nace de la soledad y el aislamiento. Y el aislamiento siempre es un mal consejero.
Manuel y Beatriz usaron sin darse cuenta la misma expresión, ambos nos muestran cómo muchas veces la mayor tentación a la que nos enfrentamos es «cortarnos solos» y lejos de «echarle ganas»; esa actitud es como una polilla que nos va corroyendo el alma, nos va secando el alma.
La forma de combatir esta precariedad y aislamiento, que nos deja vulnerables a tantas aparentes soluciones –como la que Beatriz mencionaba–, se tiene que dar a diversos niveles. Una es por medio de legislaciones que protejan y garanticen los mínimos necesarios para que cada hogar y para que cada persona pueda desarrollarse por medio del estudio y un trabajo digno. Por otro lado, como bien lo resaltaba el testimonio de Humberto y Claudia, cuando nos decían que buscaban la manera de transmitir el amor de Dios que habían experimentado en el servicio y en la entrega a los demás. Leyes y compromiso personal son un buen binomio para romper la espiral de la precariedad. Y ustedes se animaron, y ustedes rezan, y ustedes están con Jesús, y ustedes están integrados en la vida de la Iglesia. Usaron una linda expresión: «Comulgamos con el hermano débil, el enfermo, el necesitado, el preso». Gracias, gracias.
Hoy en día vemos, y vivimos por distintos frentes, cómo la familia está siendo debilitada, cómo está siendo cuestionada. Cómo se cree que es un modelo que ya pasó y que no tiene espacio en nuestras sociedades y que, bajo la pretensión de modernidad, propician cada vez más un modelo basado en el aislamiento. Y se van inoculando en nuestras sociedades –se dicen sociedades libres, democráticas, soberanas–, se van inoculando colonizaciones ideológicas que la destruyen y terminamos siendo colonias de ideologías destructoras de la familia, del núcleo de la familia, que es la basa de toda sana sociedad.
Es cierto, vivir en familia no siempre es fácil, muchas veces es doloroso y fatigoso, pero creo que se puede aplicar a la familia lo que más de una vez he referido a la Iglesia: prefiero una familia herida, que intenta todos los días conjugar el amor, a una familia y sociedad enferma por el encierro o la comodidad del miedo a amar. Prefiero una familia que una y otra vez intenta volver a empezar a una familia y sociedad narcisista y obsesionada por el lujo y el confort. ¿Cuántos chicos tenés? «No, no tenemos, porque, claro, nos gusta salir de vacaciones, ir a turismo, quiero comprarme una quinta». El lujo y el confort, y los hijos quedan y, cuando quisiste tener uno, ya se te pasó la hora. ¿Qué daño que hace eso, eh? Prefiero una familia con rostro cansado por la entrega a una familia con rostros maquillados, que no han sabido de ternura y compasión. Prefiero un hombre y una mujer, don Aniceto y señora, con el rostro arrugado por las luchas de todos los días, que después de más de 50 años se siguen queriendo, y ahí los tenemos; y el hijo aprendió la lección, ya lleva 25 de casado. Esas son las familias. Cuando les pregunté recién a don Aniceto y señora quién tuvo más paciencia en estos más de 50 años: «Los dos, padre». Porque en la familia para llegar a lo que ellos llegaron hay que tener paciencia, amor, hay que saber perdonarse. «Padre, una familia perfecta nunca discute». Mentira, es conveniente que de vez en cuando discutan y que vuele algún plato, está bien, no le tengan miedo. El único consejo es que no terminen el día sin hacer la paz, porque si terminan el día en guerra van a amanecer ya en guerra fría, y la guerra fría es muy peligrosa en la familia porque va socavando desde abajo las arrugas de la fidelidad conyugal. Gracias por el testimonio de quererse por más de 50 años. Muchas gracias.
Y, hablando de arrugas –para cambiar un poco el tema– recuerdo el testimonio de una gran actriz –actriz de cine latinoamericana–, cuando ya casi sesentona comenzaba a mostrarse las arrugas de la cara y le aconsejaron un «arreglo», un «arreglito» para poder seguir trabajando bien, su respuesta fue muy clara: «Estas arrugas me costaron mucho trabajo, mucho esfuerzo, mucho dolor y una vida plena, ni soñando las quiero tocar, son las huellas de mi historia». Y siguió siendo una gran actriz. En el matrimonio pasa lo mismo. La vida matrimonial tiene que renovarse todos los días. Y como dije antes, prefiero familias arrugadas, con heridas, con cicatrices pero que sigan andando, porque esas heridas, esas cicatrices, esas arrugas son fruto de la fidelidad de un amor que no siempre les fue fácil. El amor no es fácil; no es fácil, no, pero es lo más lindo que un hombre y una mujer se pueden dar entre sí, el verdadero amor, para toda la vida.
Me han pedido que rezara por ustedes y quiero empezar a hacerlo ahora mismo. Ustedes, queridos mexicanos, tienen un plus, corren con ventaja. Tienen a la madre: la Guadalupana. La Guadalupana quiso visitar estas tierras y esto nos da la certeza de tener su intercesión para que este sueño llamado familia no se pierda por la precariedad y la soledad. Ella es madre y está siempre dispuesta a defender nuestras familias, a defender nuestro futuro; está siempre dispuesta a «echarle ganas», dándonos a su Hijo. Por eso, los invito –como están, sin moverse mucho–, a tomarse de las manos y decirle juntos a Ella: Dios te salve María….
Y no nos olvidemos de San José, calladito, trabajador, pero siempre al frente, siempre cuidando la familia. Gracias, que Dios los bendiga, y recen por mí.
Y ahora los quiero invitar, en este marco de fiesta familiar, a que los matrimonios aquí presentes, en silencio, renueven sus promesas matrimoniales. Y los que están de novios, pidan la gracia de una familia fiel y llena de amor. En silencio, renovar las promesas matrimoniales y los novios pedir la gracia de una familia fiel y llena de amor.
Los años bisiestos tienen el inconveniente de celebrar un tanto aislada en clara desventaja con respecto a los demás santos la fiesta de los que el santoral coloca en este día. Menos mal que desde la altura de la santidad esa situación peculiar, debida a las imperfecciones humanas que no encuentran otra forma para medir el tiempo, a mí se me antoja que puede ser una más de las oportunidades que en el Cielo deben tener los bienaventurados para bromear entre ellos aquello de la gloria accidental y para ejercer su función de intercesores al compadecerse mejor de las flaquezas tan comprobables de los hombres.
Es el caso de Dositeo. Cuenta una antiquísima biografía suya que pasó los años de su juventud alineado en las filas del ejército, peleón como el primero y entusiasta de las victorias como el que más. Era cristiano. Entre guerra y guerra tuvo la oportunidad de visitar los Santos Lugares; peregrino piadoso, fue rememorando los acontecimientos de la Salvación que allí se realizaron; su amor a Jesucristo fue creciendo entre las piedras que ahora podía tocar y besar; en Getsemaní se quedó profundamente impresionado ante la visión de un cuadro que representaba los tormentos del Infierno. Aquello fue la ocasión para que diera un vuelco su vida. Decidió abandonar sus bien estudiados planes de futuro y los cambió por hacerse monje en Gaza (Palestina); desde entonces, intentó poner en juego todas sus energías con el fin de lograr la más perfecta imitación de Jesucristo, bajo la dirección del abad san Doroteo.
Desprendimiento es la palabra-clave desde entonces.
Comprendió con claridad que cualquier persona, cosa y situación de la tierra podría servirle de enredo y estorbo para el anhelo del Cielo. Y con el paso del tiempo cuentan sus biógrafos, logró un desapego completo y perfecto de todas las cosas, manifestado incluso en el desprendimiento de los libros para los rezos y de las herramientas con las que trabajaba su huerto.
Debían tener razón, porque ¡tantas veces se oculta el apegamiento detrás de la razonable excusa de poseer las cosas consideradas imprescindibles para el ejercicio de la profesión, o de las que son un medio para vivir! De esta manera, se presenta al asceta san Dositeo como un inmenso mazo de amor a Dios, un hombre cuya voluntad está plena deseos, de ansias, de anhelos de vivir en exclusiva para el Señor, con la decisión de entrar en su eterna posesión sin la rémora o lastre que pueda suponer el más ínfimo cariño a las cosas terrenas.
Pensándolo bien, no es extraño que con esa desnudez heroica de afectos a lo que la mayoría de los mortales aprecian, Dositeo haya dado una prueba más al acertar a morirse en el día del año que sólo cada cuatro llega. Así, ni siquiera está apegado a su recuerdo.
¡Oh bienaventurado Gabriel de la Dolorosa, que, por vuestra afectuosísima devoción a la ínclita Virgen afligida al pié de la cruz, llegasteis a ser espejo de inocencia, modelo de santidad y taumaturgo del presente siglo por los estupendos milagros obrados en derredor de vuestro sepulcro! Dignaos mirarme benévolo desde el cielo y recabadme de la munificencia divina las fuerzas que he menester para precaver los peligros del alma, despreciar los halagos del mundo, neutralizar las asechanzas del demonio, triunfar de mis pasiones, llorar contrito mis culpas, secundar con generosidad de corazón las divinas inspiraciones y labrar mi santificación mediante un afecto sincero a la Pasión de Jesús y a los Dolores de mi Madre Maria, a fin de que, siguiendo vuestros ejemplos aquí en la tierra, pueda igualmente haceros compañia en el cielo por toda la eternidad. Así sea.
* * *
Oh Dios, que enseñaste a san Gabriel de la Dolorosa a meditar asiduamente los dolores de tu dulcísima Madre, y le concediste alcanzar por ella las cumbres de la santidad. Concédenos a nosotros, por tu intercesión y ejemplo, vivir tan unidos a tu Madre Dolorosa que gocemos siempre de su maternal protección. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
* * *
Oración a san Gabriel de la Dolorosa para los problemas del hogar
¡Oh bienaventurado san Gabriel de la Dolorosa!, que fuiste destinatario del amor y la misericordia del Señor,que, por tu afectuosísima devoción a la insigne Virgen María afligida al pié de la Cruz, llegaste a ser espejo de inocencia y modelo de santidad. Glorioso san Gabriel, aclamado como prodigioso por los innumerables milagros obrados en derredor de tu sepulcro, dígnate mirarme benévolo desde el cielo y alcánzame de la generosidad divina las fuerzas y los medios necesarios para prevenir los peligros del alma, vencer las asechanzas del demonio, llorar arrepentido mis culpas, seguir con generosidad de corazón las divinas inspiraciones y labrar mi santificación mediante un afecto sincero a la Pasión de Jesús y a los Dolores de mi Madre María, a fin de que, siguiendo vuestros ejemplos aquí en la tierra, pueda igualmente haceros compañía en el cielo por toda la eternidad.
San Gabriel de nuestra Madre Dolorosa, te suplicamos con enorme esperanza que intercedas para que se remedien favorablemente las carencias, las preocupaciones, agobios y sufrimientos por los que pasamos en nuestro hogar en estos momentos difíciles y adversos, custódianos, defiéndenos, ruega por nosotros y auxílianos en esta gran necesidad:
(hacer la petición).
Recibe bajo tu protección a nuestras familias, para que en ellas tengamos salud y bienestar para que convivamos en amor, unión y armonía, y con tu mediación y la ayuda de nuestro Señor Jesucristo y su bendita madre María Santísima podamos solucionar nuestros problemas y necesidades, enséñanos a practicar la caridad y la bondad, a asistir, servir y complacer a nuestros hermanos y alcánzanos el camino de la verdadera vida para que lleguemos a gozar un día de los bienes eternos.
Asís, la ciudad embalsamada por el recuerdo de San Francisco y Santa Clara, fue su cuna. Cuando nació pertenecía aún a los Estados pontificios, en cuya administración de justicia trabajaba, corno juez asesor, su padre.
Vino al mundo el 1 de marzo de 1838. Pocos años después, cuando el pequeño Francisco tenía sólo cuatro años, murió su madre. Él quedó huérfano, junto con sus doce hermanos, al cuidado de su padre, ejemplar y cristianísimo. Y a su padre debió una firme educación familiar, gracias a la cual pudo llegar a superar el obstáculo de un carácter propenso a la cólera, y que no dejaba de dar frecuentes muestras de terca obstinación.
Francisco Possenti, que así se llamaba antes de entrar en religión, hizo sus estudios primero con los hermanos de las Escuelas Cristianas, y después con los jesuitas de Spoleto, a donde se había trasladado su padre. Ya de escolar se iniciaron en él las luchas en torno a la vocación religiosa, que tanto habían de alargarse.
A los dieciséis años, la pubertad logra enfriar algo sus fervores infantiles. Una enfermedad le sirve de advertencia, y él, vuelto hacia el Señor, le promete entrar en religión si se cura. Pero, recobrada la salud, no tarda en olvidar aquella promesa. Nuevo aviso, nueva enfermedad, más peligrosa aún que la anterior. Perdida casi toda la esperanza, se encomienda al entonces Beato San Andrés Bobola y renueva su promesa de entrar religioso. En efecto, al aplicarle la imagen de San Andrés, queda dormido y horas después se despierta completamente curado. Pero… el mundo tiraba de él con fuerza. Se encontraba en plena juventud, tenía éxito entre las muchachas de Spoleto y, por otra parte, la vida religiosa se hacía muy dura para su carácter independiente.
Nuevo aviso del cielo: el cólera se lleva a una de sus hermanas, que él quería tiernamente. Parecía ya imposible desoír la voz de Dios. Y, en efecto, Francisco habla un día seriamente con su padre y le manifiesta que quiere entrar en religión. Cosa curiosa, su padre, tan cristiano, se niega. Le parece imposible que un muchacho tan frívolo pueda perseverar, y quiere probar antes aquella vocación que más le parece fruto de una impresión fuerte, la causada por la muerte de su hermana, que de una serena reflexión. Y hay un momento en que parece que todo le daba la razón. A pesar de haber manifestado tan seriamente su deseo de marchar del mundo, Francisco vuelve a su vida anterior, y, aun frecuentando los sacramentos, se muestra aficionado al teatro y se deja envolver por las vanidades del mundo.
El golpe definitivo iba a llegar de la manera más inesperada. El día de la octava de la Asunción de 1856 Francisco está viendo pasar, como simple espectador, una procesión en la que se lleva una imagen de la Santísima Virgen de gran veneración en Spoleto: regalo de Federico Barbaroja a la villa, se decía que había sido pintada por San Lucas. De pronto el joven levanta su mirada al cuadro de la Virgen, y se siente sobrecogido al ver fijos en él los ojos de la imagen. Le parece escuchar una voz que dice: «Francisco, el mundo no es para ti. Tienes que entrar en religión».
Se siente anonadado. Ya no hay que deliberar más. Lo que importa es poner cuánto antes por obra la decisión tomada. Pero su padre continúa oponiéndose. Y más cuando ve que el joven ha pedido su ingreso nada menos que en la austera congregación de los pasionistas. Buen cristiano, deja su padre el asunto en manos de dos eclesiásticos respetables. Los dos, al principio, se inclinan a pensar que Francisco no resistirá la vida pasionista. Los dos, después de haber escuchado al joven, se conciertan con él para eliminar las últimas dificultades. Y así el 21 de septiembre de 1856 Francisco Possenti cambiaba de hábito y de nombre. Pasaba a ser un novicio pasionista y a llamarse Gabriel de la Dolorosa. Había dejado su casa paterna y se encontraba en el retiro de Morrovalle.
Su vida religiosa iba a ser breve, pero intensísima. La adaptación le costó terriblemente. Acostumbrado al género de comidas propio de una casa acomodada, los toscos alimentos del pobre convento pasionista le causaban una repugnancia invencible. A pesar de las protestas de su naturaleza insistía en comer, hasta que los superiores, compadecidos, le permitieron temporalmente algún alivio. Lo mismo ocurría con todos los demás aspectos de la observancia. Sin querer aceptar la más mínima singularidad, seguía siempre al pie de la letra un horario y unos ejercicios que costaban mucho a su delicada complexión.
En febrero de 1858 comienza sus estudios, que le llevan primero al convento de Preveterino, después al de Camerino y finalmente al de Isola. En todos estos conventos dejó el recuerdo de su ejemplar aplicación. Dicen que tenía siempre ante los ojos aquellas palabras que había escrito un glorioso santo de su misma congregación, San Vicente María Strambi: «Cuando tenéis que entregaros al estudio, imaginaos que estáis rodeados por una multitud innumerable de pobres pecadores privados de todo socorro y que os piden con vivas instancias el beneficio de la instrucción, el camino que conduce a la salvación». Esta era la única preocupación de Gabriel: prepararse para el sacerdocio, al que, sin embargo, por sabios designios de Dios no habría de llegar.
De una parte estarían los trastornos políticos del reino de Nápoles. Y de otra parte lo impediría también su propia salud. Cuando ya empezaba a aproximarse la fecha de su ordenación sacerdotal, cuando ya, el 25 de mayo de 1861, había recibido las órdenes menores, la salud de Gabriel empezó a empeorar rápidamente. La tuberculosis se apoderó de él. Fue necesario recluirse en la enfermería y dedicarse de lleno a aceptar, con toda alegría y sumisión a la voluntad de Dios, aquel inmenso sufrimiento. De vómito de sangre en vómito de sangre, de ahogo en ahogo, vivirá así un año enteramente entregado a Dios, ofreciéndose a Él como holocausto y víctima.
Había sido ejemplar mientras estuvo sano. Sus compañeros quedaban maravillados al contemplar la ejemplaridad de la observancia. A la meditación de la pasión, típica de la congregación en la que había ingresado, añadió siempre un amor entusiasta, ingenioso, encendido a la Santísima Virgen. Se podría sacar un tratado completo de devoción a ella, espigando detalles de la vida de San Gabriel. Desde lo intelectual, con el estudio continuo de lo que se refiere a la Santísima Virgen y la lectura repetida de Las glorías de María, de San Alfonso, hasta lo mas menudo y cariñoso: todo un cúmulo de expresiones filiales que a cada paso surgen de sus labios y de su pluma. El amor a la Santísima Virgen fue ciertamente la palanca que le permitió subir rápidamente por el camino de la perfección.
Ejemplar también en la práctica de las virtudes religiosas. Amante de la pobreza hasta en los más mínimos detalles. Obedientísimo siempre, con anécdotas que casi nos hacen pensar en el mismo escrúpulo. Y hasta su amor a la castidad, con el voto que hizo de no mirar nunca a la cara a mujer alguna.
Y fue también muy ejemplar mientras estuvo enfermo. La presencia de Dios, que con tanta frecuencia solía él recordar, según es uso entre los pasionistas, en sus recreos, se hizo ya para él completamente actual durante todo el día. Solo en la enfermería, podía darse de lleno a tan santo ejercicio. Sus mismos padecimientos le daban ocasión de ejercitar su caridad para con sus hermanos a quienes, ni en lo más agudo de sus sufrimientos, quería nunca molestar. Así se constituyó en la admiración y el ejemplo de todos los estudiantes del convento.
Hacia el fin de diciembre de 1861 un nuevo vómito de sangre puso en peligro su vida. Aún pudo asistir a una misa el día de Navidad. Su estado quedó estacionado hasta el domingo 16 de febrero. Nueva crisis, nuevos y más horribles dolores, nuevo vómito de sangre. Al fin se vio claro que aquello no tenía remedio humano. Cuando se lo dijeron, tuvo primero un ligero movimiento de sorpresa, e inmediatamente después una gran alegría. Recibió el viático, y pidió perdón públicamente a todos sus hermanos. Pero aún no era la hora. Sólo el 26 de febrero se le dio la extremaunción. En la noche siguiente, tras de rechazar reiterados asaltos del enemigo, Gabriel pidió por última vez la absolución. Y habiéndola recibido, cruzadas las manos sobre el pecho, iluminado su rostro juvenil por una luz celestial, rindió su último suspiro suave y dulcemente. Había, comenzado el 27 de febrero de 1862.
Se le hubiera creído dormido cuando, echado en tierra sobre una tabla, según el uso de los pasionistas, le pudieron contemplar los religiosos antes de proceder a la inhumación en la capilla del convento. Pero, pese a la sencillez de su vida, transcurrida sin contacto con el mundo, entre las paredes de las casas de estudio pasionistas, pronto corrió por todas partes la voz de su admirable santidad. En 1892 se hizo la exhumación de sus restos. Iban llegando de todas partes noticias de milagros obtenidos por su intervención. En 1908 San Pío X procedía a su beatificación, teniendo el consuelo de asistir, anciana ya, una señora que en su juventud le había tratado bastante, hasta el punto de haber entrado en los planes de la familia Possenti el proyecto de una boda entre ambos. Años después, el 13 de mayo de 1926, Benedicto XV le canonizaba.
Muerto a los veinticuatro años de edad, minorista aún, después de seis años de profesión religiosa, todo el mundo mira a San Gabriel de la Dolorosa como modelo y protector de la juventud de los seminarios, noviciados y casas religiosas de estudio. Y como modelo también de admirable y sentida devoción a la Santísima Virgen María.
Lucas 15, 11-32. Cuarto Domingo del Tiempo de Cuaresma.Si quieres conocer la ternura de un padre, prueba a dirigirte a Dios.
Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte de herencia que me corresponde». Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!». Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros». Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus servidores: «Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado». Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. El le respondió: «Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero y engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo». El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: «Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!». Pero el padre le dijo: «Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado»».
Segunda lectura: Segunda carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 5, 17-21
Oración introductoria
Señor, no merezco tu misericordia porque no he sabido corresponder. La tentación y mi debilidad me llevan a actuar como los hijos de esta parábola. Sé, creo y confío en que Tú estás aguardando este momento de oración para obsequiarme tu gracia, permite que sepa acogerla y aprovecharla para poder crecer en el amor.
Petición
Señor, ayúdame a volver a Ti cada día, como lo hizo el hijo pródigo.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Si quieres conocer la ternura de un padre, prueba a dirigirte a Dios. Prueba, ¡y después me cuentas!». Es el consejo espiritual que el Papa Francisco dio en la misa que celebró el viernes 28 de marzo, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta. Por más pecados que hayamos cometido, afirmó el Pontífice, Dios nos espera siempre y está dispuesto a acogernos y hacer fiesta con nosotros y por nosotros. Porque es un Padre que jamás se cansa de perdonar y no tiene en cuenta si, al final, el «balance» es negativo: Dios no sabe hacer otra cosa que amar.
Esta actitud, explicó el Papa, se describe bien en la primera lectura de la liturgia, tomada del libro del profeta Oseas (14, 2-10). Es un texto que «nos habla de la nostalgia que Dios, nuestro Padre, siente por todos nosotros que nos hemos ido lejos y nos hemos alejado de Él». Sin embargo, «¡con cuánta ternura nos habla!».
Y el Pontífice quiso remarcar precisamente la ternura del Padre. «Cuando oímos la palabra que nos invita a la conversión —¡convertíos!—, quizá nos parezca algo fuerte, porque nos dice que tenemos que cambiar de vida, es verdad». Pero dentro de la palabra conversión está precisamente «esta nostalgia amorosa de Dios». Es la palabra apasionada de un «Padre que dice a su hijo: vuelve, vuelve, ¡es hora de volver a casa!».
«Solamente con esta palabra podemos pasar muchas horas en oración», afirmó el Pontífice, notando cómo «Dios no se cansa» nunca: lo vemos en «tantos siglos» y «con muchas apostasías del pueblo». Sin embargo, «Él regresa siempre, porque nuestro Dios es un Dios que espera». Y así también «Adán salió del Paraíso con una pena y también con una promesa. Y el Señor es fiel a su promesa, porque no puede negarse a sí mismo, ¡es fiel!».
Por esta razón «Dios nos ha esperado a todos nosotros, a lo largo de la historia». En efecto, «es un Dios que nos espera siempre». Y, al respecto, el Papa invitó a contemplar «el hermoso icono del padre y del hijo pródigo». El evangelio de Lucas (15, 11-32) «nos dice que el padre vio al hijo desde lejos, porque lo esperaba y todos los días iba a la terraza para ver si volvía su hijo». El padre, pues, esperaba el regreso de su hijo, y así, «cuando lo vio llegar, salió corriendo y se echó a su cuello». El hijo, en el camino de retorno, había preparado incluso las palabras que iba a decir para presentarse de nuevo en casa: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero «el padre no lo dejó hablar», y «con su abrazo le tapó la boca».
La parábola de Jesús nos permite comprender quién «es nuestro Padre: el Dios que nos espera siempre». Alguien podría decir: «Pero padre, ¡yo tengo tantos pecados que no sé si Él estará contento!». La respuesta del Papa es: «¡Prueba! Si quieres conocer la ternura de este Padre, ¡ve a Él y prueba! Después, me cuentas». Porque «el Dios que nos espera es también el Dios que perdona: el Dios de la misericordia». Y «no se cansa de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Pero Él no se cansa: ¡setenta veces siete! ¡Siempre! ¡Adelante con el perdón!».
Ciertamente, prosiguió el Papa, «desde el punto de vista de una empresa el balance es negativo, ¡es verdad! Él pierde siempre, pierde en el balance de las cosas. Pero gana en el amor, porque Él es el primero que cumple el mandamiento del amor: Él ama, ¡no sabe hacer otra cosa!», como recuerda el pasaje evangélico de la liturgia del día (Mc 12, 28-34).
Es un Dios que nos dice, como se lee en el libro de Oseas: «Yo te sanaré porque mi cólera se ha alejado de ti». Así habla Dios: «¡Yo te llamo para sanarte!». Hasta tal punto que, explicó el Pontífice, «los milagros que Jesús hacía a muchos enfermos eran también un signo del gran milagro que cada día el Señor nos hace a nosotros cuando tenemos la valentía de levantarnos e ir a Él».
El Dios que espera y perdona es también «el Dios que hace fiesta», pero no organizando un banquete, como «aquel hombre rico en cuyo portal estaba el pobre Lázaro. No, ¡esa fiesta no le agrada!», afirmó el Santo Padre. En cambio, Dios prepara «otro banquete, como el padre del hijo pródigo». En el texto de Oseas, explicó, Dios nos dice que «también tú florecerás como el lirio». Es su promesa: hará fiesta por ti, hasta tal punto que «brotarán tus retoños y tendrás el esplendor del olivo y la fragancia del Líbano».
El Papa Francisco concluyó su meditación reafirmando que «la vida de toda persona, de todo hombre y de toda mujer que tiene la valentía de acercarse al Señor, encontrará la alegría de la fiesta de Dios». De ahí su deseo final: «Que estas palabras nos ayuden a pensar en nuestro Padre, el Padre que nos espera siempre, que nos perdona siempre y que hace fiesta cuando volvemos».
Gracias, Señor, por esta oración, por este domingo en que deseo ardientemente contemplar y apreciar tu misericordia para dejarme transformar por tu amor, imitando la docilidad de san José quién siempre supo escuchar y cumplir tu voluntad. Permite que sepa aprovechar este día para «volver» y rectificar el mal que he podido hacer.