Papa Francisco: «Misericordia y poder»

Papa Francisco: «Misericordia y poder»

Queridos hermanas y hermanos:

En esta catequesis presentamos la historia de Nabot que nos muestra al poder y la autoridad que pierden su dimensión de servicio y de misericordia. El rey Ajab quiere comprar la viña de Nabot por conveniencia personal. Nabot se niega, porque para Israel la tierra es de Dios, prenda de su bendición, y se debe custodiar y trasmitir a la siguiente generación. Ajab se enfurece por no haber satisfecho su deseo. La reina Jezabel usará su poder para matar a Nabot y así quedarse con la viña.

Qué lejos está esto de la palabra de Jesús, que dice: «Quien quiera ser el primero… sea el servidor de todos» (Mc;9,35). Sin la dimensión del servicio, el poder se convierte en arrogancia y opresión. Si no hay justicia, misericordia y respeto a la vida, la autoridad se queda en mera codicia, que destruye a los demás en su afán de poseer. Pero la misericordia puede vencer el pecado. Dios envía a Elías para que amoneste al rey y se arrepienta. Con todo, el mal causado dejará una herida que tendrá consecuencias en la historia. Sólo Jesús puede sanar estas heridas y cambiar la historia, pues desde el trono de la cruz, el verdadero rey sale a nuestro encuentro, vence el pecado y la muerte, y nos da vida.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en especial a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el ejemplo de Jesús transforme nuestra concepción de poder para que siempre vivamos nuestra responsabilidad como un servicio, en el que manifestar su misericordia a los demás.

Santo Padre Francisco: Audiencia general del miércoles, 24 de febrero de 2016

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San Valerio del Bierzo o de Astorga, con recursos

San Valerio del Bierzo o de Astorga, con recursos

Al llegar a la puerta, el joven se detuvo para recoger sus pensamientos e hilvanar sus palabras. Después, más sereno, tiró de una cuerda que colgaba al exterior, haciendo sonar la campanilla. Al abrirse la puerta, apareció una cara que sonreía con aquella sonrisa vaga que tenía para todos los que llegaban al monasterio. Muy amablemente, dio la bienvenida al desconocido, y, sin preguntarle siquiera su nombre, le guió hasta una pequeña sala, donde había una estera, una linterna, una cama y nada más.

La regla de aquella casa decía: «A los Hermanos peregrinos hay que obsequiarles con suma reverencia de caridad y de servidumbre; al caer la tarde se les lavará los pies, y si llegan muy cansados, se les ungirá con aceite.» Todos estos oficios de la hospitalidad monacal recibiolos el recién venido en el momento de su llegada: después tuvo tiempo todavía para darse cuenta de aquella tierra que le acogía con tal amabilidad. Se hallaba en un valle estrecho y profundo, dominado por un monte alto y escarpado. Había en él amenidad y silencio, graciosas colinas y un arroyo claro y juguetón. Junto al arroyo, rodeado de urces y castaños, y defendido de los vientos por la montaña, el monasterio; una cerca de adobes, alta y segura, y en el interior, las casas de los novicios, de los huéspedes y de los monjes, con otros edificios que servían de talleres, rodeando a la basílica, de fábrica más elegante y suntuosa. Parecía un pueblo. Todo estaba nuevo todavía, como levantado unos dos o tres lustros antes.

Al día siguiente, el joven compareció delante de la comunidad. Cien rostros demacrados y afilados le observaban a la vez, pero apenas se dio cuenta de ello, atento únicamente a satisfacer las preguntas que, según la regla, debían hacerle.

—¿Cuál es vuestro nombre?—interrogó el abad, que tenía en su diestra un báculo en forma de muleta.
—Valerio—dijo él con decisión.
—¿Libre o siervo?

Libre y de condición ingenua.

¿Y qué es lo que os mueve a venir aquí?—siguió preguntando el hombre del báculo

¿Venís espontáneamente, o impelido tal vez por alguna violencia o por las necesidades de la vida?

—Vengo—respondió el postulante—encendido en la llama del deseo de la santa Religión. Hasta ahora he vivido ocupado en las delicias del mundo, sediento de ganancias terrenas, atento a buscar conocimientos inútiles, sumergido en las tinieblas profundas del siglo; pero, tocado súbitamente de la divina gracia, quiero llegar a la luz de la verdad por el camino de la penitencia.

El abad recibió este arranque de elocuencia con una sonrisa, y después hizo su última pregunta:

—¿Venís de muy lejos?
—Soy un pecador indignísimo de esta provincia de Astorga.

Terminado el interrogatorio, un anciano cogió del brazo al postulante y le sacó fuera de la sala. Al poco rato, otro monje le anunció que estaba admitido a hacer la prueba del noviciado, y le llevó a la casa donde vivían los novicios. De esta manera quedó agregado provisionalmente a la comunidad. Era esto a mediados del siglo VII, en aquella España visigoda ávida de grandezas y atormentada de incertidumbres. Las almas sienten el hastío del vivir y buscan un refugio en la soledad. Esta ráfaga mística es la que se había apoderado de aquel joven que acabamos de ver en presencia de los monjes de Compluto; pero la ráfaga es en él un torbellino. Su odio al siglo tiene caracteres de verdadera furia; su entusiasmo por el desierto raya en el delirio. Es un mancebo de veinte años, fuerte de músculos, pero más de voluntad, duro, emprendedor, ardiente, arrebatado; es especialmente un batallador; un pequeño San Jerónimo, pero con la diferencia de que en su accidentado camino no brillará nunca la figura de alguna mujer. De su vida anterior no sabemos más que lo que él nos ha dicho: ha sido del mundo en los placeres, en los negocios y en el afán de las vanas disciplinas. Esto parece indicar que es un letrado; sabe leer y escribir y acaso ha estudiado gramática y retórica. Su cambio repentino es para nosotros un misterio; sabemos una cosa: que su afán de verdad quiere ahora saciarlo en la meditación del claustro.

El nuevo novicio se va dando cuenta de todo esto. Como todo el que acaba de convertirse, es un intransigente, un puritano, que quiere medirlo todo conforme al ideal que le ha dominado, un ideal irrealizable tratándose de una comunidad numerosa. Sus sueños imposibles reciben cada día un nuevo golpe; es fogoso y espontáneo, y no puede ocultar sus impresiones. Tal vez su lengua le traiciona. Según la ley del monasterio, el novicio debe vivir en habitaciones separadas, encargado, bajo la vigilancia de un senior, de servir a los huéspedes, de hacer las camas de los peregrinos, de traerles agua caliente para los pies, de barrer, fregar y llevar leña a la cocina. Pero Valerio, hombre de cierta cultura, tiene facultad para frecuentar el escritorio. En él hay un monje, con el cual ha intimado más que con ningún otro. «Había allí—nos dice él mismo—un Hermano llamado Máximo, «escritor de libros», meditador de la salmodia, muy prudente y remirado en todas sus acciones, al cual llegué a unirme con un gran amor de caridad.» Este copista fue, sin duda, el que enseñó los salmos al nuevo novicio, y un largo trato con él hubiera podido dar a su ser algo más de ponderación y equilibrio.

Era el pensamiento del Cielo y del infierno lo que le había traído a Compluto, y le hería en la llaga más viva de su alma, abierta por el fuego de una consideración tenaz. Esta es la idea madre de su vida. Su libro De la vana sabiduría del siglo, en que se puede ver un análisis psicológico de su vocación, está inspirado por este pensamiento capital. El celo de los Apóstoles, el heroísmo de los mártires, la penitencia de los anacoretas, tienen su explicación en la meditación constante de esos dos caminos que se le presentan al hombre en su vida. La suprema sabiduría es despreciar como estiércol las delectaciones del mundo, para humillar el cuerpo y quebrantar el corazón en el desprecio de toda maldad. Este es también el anhelo que a él, le arrebata con tal frenesí, que a veces debe causar miedo a sus superiores. Se olvida de que la discreción es una virtud, desprecia la prudencia humana; y acaso baste esto para explicarnos lo que le sucederá en Compluto y luego en otras circunstancias de su vida.

Lo de Compluto cuéntalo él mismo con estas palabras: «Oprimido por las olas del mar del mundo, y juguete del furioso vendaval levantado por el enemigo, no pude llegar al puerto que tanto deseaba.» Tal vez el puerto era demasiado estrecho para él; necesitaba luchar en alta mar. No era él hombre para mirar atrás. Si fracasaba en la vida cenobítica, en el Bierzo conocía muchas cuevas, muchos montes, muelles lugares solitarios, donde luchar sólo consigo mismo. Dejó, pues, la compañía de los monjes, y, «llevado por el deseo de vivir religiosamente», caminó algunas leguas en dirección al Oriente, y un poco antes de llegar a Astorga vio un peñasco alto y desnudo. Nada más estéril que aquella roca; sin una encina, sin un arbusto, sin hierba menuda que alegrase la vista, abierta a todos los vientos, azotada por las lluvias invernales y vestida de nieve gran parte del año. He aquí un teatro a propósito para heroísmos ascéticos. «Aquella dureza—dice Valerio—parecía imitar la dureza de mi corazón.» Además, en aquellas alturas existían las ruinas de un templo pagano, que los cristianos de la tierra acababan de destruir, consagrando el monte al culto del verdadero Dios. Un nuevo aliciente para el joven impresionable. Decidido a luchar con los demonios, hizo su morada en aquel lugar que durante tantos siglos les había pertenecido. Durante años resistió los rigores de la intemperie, las noches heladas, los ardores del verano, la carencia de todo medio de vida, y, lo que fue más terrible, la lucha con su imaginación ardiente y con su temperamento apasionado.

Fue una lucha terrible, una larga agonía, como él la llama, a la cual siguió un nuevo choque con los hombres. Descubierto por los habitantes de la comarca, entra de nuevo en comunicación con sus semejantes. Gentes piadosas llegan a visitarle, le consultan acerca de su vida, le cuentan sus inquietudes espirituales, le traen numerosos regalos. Se ha convertido en un Padre del yermo, pero empieza a sentir la añoranza de la soledad primera. Además, había ido buscando la pobreza, y vivía en la abundancia. Los mismos pobres llegan a su retiro, y él les da pan, trigo, frutas. En cierta ocasión hace una limosna algo ostentosamente, y al llegar la noche tiene un sueño en el cual le parece que unos ángeles le tunden los huesos, como en otro tiempo a San Jerónimo por leer a Cicerón. Siempre impetuoso, al día siguiente quema las existencias que había en su ermita, y se marcha lejos de allí, internándose en las soledades del Bierzo. Silio Itálico había hablado del avaro astur. Lucano le motejaba de pálido escrutador del oro, y Valerio quiere borrar esa mala fama de sus compatriotas. Para su grande alma, las cosas de este mundo no tienen valor ninguno. «Porque la vida presente—nos dice él mismo—es vanidad breve y fugitiva nuestra posada en esta tierra, y sus riquezas se deshacen como telas de araña.»

En su nuevo refugio, el anacoreta reza, medita, lee, copia misales para las iglesias, lucha con el demonio y escribe dos libros, a los cuales ha puesto por título: De la ley del Señor y De los triunfos de las santos. Pronto le descubren otra vez, y vuelve a verse rodeado de piadosos visitantes. Comprende que puede hacerles algún servicio, y decide convertirse en maestro de escuela. De los alrededores empiezan a acudir jóvenes deseosos de aprender, y junto a la choza del maestro se levantan las de los discípulos. Valerio les enseña a leer, a escribir, a contar y les hace aprenderse de memoria los salmos. Su austeridad se ilumina con el encanto de la gracia juvenil. Esto, en el tiempo bueno. Al llegar las nieves del invierno, vuelve a quedarse solo.

Al mismo tiempo sigue luchando con los espíritus y con los hombres. Dondequiera que va, encuentra enemigos. Hombres como él no entienden las suavidades de la diplomacia. Es un censor austero, que se irrita al ver por los suelos el ideal soñado. Él sufre con paciencia, pero se venga en sus perseguidores escribiendo. Su pluma es una espada y un pincel. Hiere y pinta. Se deleita describiendo paisajes del paraíso y del infierno, y cae desgarbada y furiosa sobre los que le odian y persiguen. Uno de ellos, llamado Flaino, «es un hombre lúbrico, bárbaro, presa de todas las liviandades, juguete del enemigo infernal, bestia feroz, que sólo piensa en destruir; corazón inflamado por los fuegos de la envidia, ojo perverso, cegado de las tinieblas del error, alma envenenada en un exterior abominable». Otro de sus perseguidores, sacerdote, se llama Justo. Su retrato es más pintoresco y menos sombrío. «Pequeño y maligno, tiene el color bárbaro de los etíopes; por fuera, como el pez, y por dentro, como el cuervo. Todo lo que le falta de estatura, le sobra de maldad. Todos sus méritos para alcanzar la dignidad sacerdotal consisten en que sabe algunas coplas populares y las canta con gracejo acompañándose con la guitarra. Es un juglar; va de casa en casa sazonando los convites con cantares lascivos; canta, toca y baila. Hay que verle agitando los brazos, moviendo vertiginosamente los pies, saltando trémulo y nervioso al compás de su cantilena y eructando la peste diabólica de su lujuria, hasta que, agotado o vencido por el vino, da en un rincón con la masa de su cuerpo innoble.»

Parece como si al escribir estas cosas Valerio sintiese todavía sus carnes magulladas por los golpes. Porque sus perseguidores no se contentaban con injuriarle y calumniarle; sino que le vejaban de mil maneras, le sorprendían «ladrando como perros» cuando estaba tomando su frugal alimento, le tiraban de la barba y de los cabellos, le acometían, le robaban sus libros y excitaban a los malhechores para que se llegasen a su cabaña y le quitasen la vida.

Habían pasado veinte años de vida solitaria. El anacoreta no era viejo, pero estaba extenuado y deshecho. Necesitaba un lugar de descanso, y creyó encontrarle en las montañas que rodean a Ponferrada. Allí, bajo una roca gigantesca, se alzaba el monasterio de San Pedro de Montes, y a pocos pasos de él, una pequeña ermita, que fue la nueva residencia del solitario. Allí su vida se deslizaba meditando, leyendo y componiendo sus libros. Las vidas de los Padres del yermo le entusiasmaban, y de ellas hizo una voluminosa compilación, aumentada con varias noticias de Padres españoles, que fue muy leída en España durante la Edad Media. Los jóvenes seguían buscando su enseñanza; las gentes del contorno venían pidiéndole un consejo, y los ascetas llegaban a la ventana de su celda para contarle sus revelaciones.

Por primera vez, la pluma de Valerio cambiaba el rudo golpe por la fina ironía. Se había hecho viejo. Cuarenta años de luchas y penitencias habían debilitado su cuerpo y suavizado algo su alma. Tal vez miraba las cosas humanas con más condescendencia. Los hombres, por su parte, acaban por reconocer el prestigio de su virtud; un clarísimo de la tierra le visita y le favorece; los obispos se interesan por él; su fama llega hasta Toledo, y el rey le prodiga su protección; los monjes mismos confiesan su culpa y se someten a su disciplina. La paz, el arte y la poesía iluminan su vejez; amplía el monasterio, levanta un pórtico y junto a su ermita planta un jardín, que parece recordarle aquel paraíso que le describía el copista de Compluto al principio de su conversión. Allí encuentra todas las ventajas para el ocio contemplativo: el claustro de los montes altísimos, apartamiento del mundo, frondosidad y alegría, murmullo de aguas y cantos de aves.

En este ambiente escribe Valerio su biografía, el primer libro de este género que nos ofrece la literatura en España, relato confuso y tumultuoso, pero lleno de vida y calor, de su tenaz resistencia frente a la enemiga de los hombres y los demonios; libro bárbaro, singular y atractivo, cuyas frases parecen hechas con el hierro de aquellas montes cuyo estilo es duro e ingrato como aquella roca «dura como su corazón», en que empezó su vida eremítica. Lo mismo en ascética que en literatura, Valerio fue autodidacto. Una formación esmerada hubiera cepillado y limado su rica naturaleza y despojado su lenguaje de asperezas y sarcasmos. Con un buen maestro de retórica, su estilo, rico, brillante, pintoresco y alborotado, hubiera adquirido un poco de gracia y, sobre todo, más ponderación, ya que en su tiempo no era posible aspirar a la elegancia clásica A veces intenta hacer versos, versos horrorosos y casi ininteligibles: y, en cambio, cuando escribe en prosa, saltan, sin querer, de su pluma ritmos de hexámetros, reminiscencias de Virgilio y San Eugenio.

Vive en los últimos días de aquel siglo VII, que había empezado entre aplausos y luminarias y terminaba entre espasmos y angustias. La tempestad ruge al otro lado del Estrecho: ha muerto San Julián, el último de los Padres toledanos; se han apagado las luces de las escuelas de Sevilla. Toledo y Zaragoza. Pero en medio de la oscuridad, resistiendo a todas las furias del vendaval, queda aún en las montañas leonesas esta luz solitaria, último destello del renacimiento isidoriano.

Fuente: Hijos de la Divina Voluntad

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Nació en Astorga. Cuando tenía 20 años, llegó al monasterio de Alcalá de Henares, con ganas de vivir con verdadera entrega el servicio de Dios. Y aunque era un joven ilustrado, con mucho mundo, quería dedicar su vida a algo más grande. Escribió un libro «De la vana sabiduría del siglo». En el monasterio estuvo varios años, pero quería una mayor entrega a Dios. 
Llegó a los territorios de Astorga y buscó un lugar apartado en los montes donde vivir con más austeridad. Discípulo de san Fructuoso de Braga (uno de los llamados “Padres del yermo”), Valerio adoptó la vida anacoreta y ascética de éste y habitó en los mismos lugares. Y durante 20 años aguantó la soledad, la intemperie, el hielo de las noches, el ardor del verano, la carencia de todo, y sobre todo la persecución de los envidiosos, sacerdotes y nobles. Aquello fue como una larga agonía. Escribió: «La ley del Señor» y «Triunfos de los santos». Relató la vida de su maestro en la hagiografía «Vita Sancti Fructuosi» (vida de san Fructuoso). También es autor de un tratado sobre la vida monacal, «De génere monachorum» (acerca del género monacal).

Pronto empezaron a llegarle algunos alumnos; él les enseñaba a leer y escribir. Un día se fue a Ponferrada, y se quedó a vivir debajo de una roca gigantesca, donde se alzaba el monasterio de San Pedro de Montes; cerca había una ermita, y allí se quedó a vivir. Los jóvenes seguían buscando sus enseñanzas, las gentes del contorno venían a pedirle consejo, todos los hombres y mujeres de buena voluntad llegaba a él, y los monjes del monasterio le nombraron su abad, aunque no dejó nunca su ermita. 

En este ambiente de paz, Valerio escribió su biografía (es primer libro de este género que existe en nuestra literatura), llamado «Líber Prosopopoeia Imbecillitatis Própriae», que no ha sobrevivido.

Hizo voto de no perder ni un minuto de tiempo, y así, cuando terminaba su oración se entregaba a trabajos manuales y a escribir. Fue uno de los representantes del renacimiento isidoriano en España.

Cristina Huete García en la Hagiopedia.

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Vida de san Valerio de Astorga en España Sagrada, t. LVI, c. IX

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Otras biografías de san Valerio

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El santo obispo Modesto de Tréveris

El santo obispo Modesto de Tréveris

Su apelativo bien pronunciado indica al poseedor de una virtud altamente costosa de conseguir y dice mucho con relación a la templanza que ayuda al perfecto dominio de sí. Buen servicio hizo esta virtud al santo que la llevó en su nombre.

El pastor de Tréveris trabaja y se desvive por los fieles de Jesucristo, allá por el siglo V. Lo presentan los escritos narradores de su vida adornado con todas las virtudes que debe llevar consigo un obispo.

Al leer el relato, uno va comprobando que, con modalidades diversas, el hombre continúa siendo el mismo a lo largo de la historia. No cambia en su esencia, no son distintos sus vicios y ni siquiera se puede decir que no sea un indigente de los mismos remedios ayer que hoy. Precisamente en el orden de la sobrenatural, las necesidades corren parejas por el mismo sendero, las virtudes a adquirir son siempre las mismas y los medios disponibles son idénticos. Fueron inventados hace mucho tiempo y el hombre ha cambiado poco y siempre por fuera.

Modesto es un buen obispo que se encuentra con un pueblo invadido y su población asolada por los reyes francos Merboco y Quildeberto. A su gente le pasa lo que suele suceder como consecuencia del desastre de las guerras. Soportan todas las consecuencias del desorden, del desaliento, del dolor de los muertos y de la indigencia. Están descaminados los usos y costumbres de los cristianos; abunda el vicio, el desarreglo y libertinaje. Para colmo de males, si la comunidad cristiana está deshecha, el estado en que se encuentra el clero es aún más deplorable. En su mayor parte, están desviados, sumidos en el error y algunos nadan en la corrupción.

El obispo está al borde del desaliento; lleno de dolor y con el alma encogida por lo que ve y oye. Es muy difícil poner de nuevo en tal desierto la semilla del Evangelio. Humanamente la tarea se presenta con dificultades que parecen insuperables.

Reacciona haciendo cada día más suyo el camino que bien sabía habían tomado con éxito los santos. Se refugia en la oración; allí gime en la presencia de Dios, pidiendo y suplicando que aplaque su ira. Apoya el ruego con generosa penitencia; llora los pecados de su pueblo y ayuna. Sí, son muchas las horas pasadas con el Señor como confidente y recordándole que, al fin y al cabo, las almas son suyas.

No deja otros medios que están a su alcance y que forman parte del ministerio. También predica. Va poco a poco en una labor lenta; comienza a visitar las casas y a conocer en directo a su gente. Sobre todo, los pobres se benefician primeramente de su generosidad. En esas conversaciones de hogar instruye, anima, da ejemplo y empuja en el caminar.

Lo que parecía imposible se realiza. Hay un cambio entre los fieles que supo ganar con paciencia y amabilidad. Ahora es el pueblo quien busca a su obispo porque quiere gustar más de los misterios de la fe. Ya estuvieron sobrado tiempo siendo rudos, ignorantes y groseros.

Murió -y la gente decía que era un santo el que se iba- el 24 de febrero del año 486.

El relato reafirma juntamente la pequeñez del hombre -el de ayer y el de hoy- y su grandeza.

Fuente: archimadrid.es

Dinámicas de «penitencias y castigos» para catequesis o clase de Religión

Dinámicas de «penitencias y castigos» para catequesis o clase de Religión

Tanto los premios como los castigos no tienen una prensa demasiado buena en algunos sectores de población. Ofrecer premios a los hijos es como reconocer un fracaso, es como si, al fallar como educadores, tuviéramos que recurrir al «sucedáneo» de los premios que, más que educar, adiestran.

Los castigos, por el contrario, no suelen dar tanta sensación de fracaso. Incluso socialmente son aceptados como padres responsables aquellos que castigan a sus hijos. De algún modo, se reconoce que el castigo sí es instrumento educativo, para terminar admitiendo que tampoco sirve de mucho porque el hijo tiene unas inclinaciones tales que no hay nada que hacer. Y se le va dejando de castigar y se acepta como irremediable «su manera de ser».

José María Lahoz García.
Fuente: ivaf.org 

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1. El maniquí

El penado se coloca en el centro. Cada jugador va a él y le coloca en la posición que le parezca. El castigado debe permanecer así hasta que el siguiente le cambie. Si no adivina qué objeto es, se le pone por encima luego otro objeto, y otro hasta que acierte. Así alguno podrá cargar montones.

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2. El cargamontes

El penitente se sienta en medio de la rueda de los jugadores con los ojos vendados. Se le hace tocar el objeto con un solo dedo. Si no adivina qué objeto es, se le coloca encima otro objeto y luego otro, hasta que acierte. Así, alguno ¡podrá cargar montones de objetos sobre su dedo!

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3. Sí o no

El castigado se retira un poco, hasta un sitio desde el cual no pueda escuchar al grupo. Deberá contestar, a grito, «sí o no», como quiera, pero solamente una palabra de estas. Los del grupo formulan suavemente la pregunta y el castigado debe contestar cuando le digan. ¿Usted es tonto? ¿Ha robado algo? ¿Lo quiere su novia?

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4. La confesión pública

El penitente se arrodilla y se tapa la cara con las manos. El director del juego hace un gesto, una mueca y pregunta: «¿Cuántas veces hace usted esto cada día?». El castigado debe responder cuántas veces. Finalmente se le dice de qué pecados se acusó públicamente y cuantas veces lo cometió.

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5. El gancho

Mientras el castigado esté afuera. El director del juego va pasando por los distintos puestos y cada jugador dice lo que le parece como razón para que vaya al banquillo el acusado, por ejemplo: «por inteligente», «por bruto», «por bella», «por los ojos verdes», «por los zapatos rotos». Entra el acusado, se sienta en el centro y pregunta: «¿Por qué estoy en el banquillo» El director del juego dice algunas de las cosas que le dijeron y el acusado debe adivinar quién lo dijo.

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6. El arca de Noé

El castigado sale de la sala. Cuando regresa encuentra sentado en medio a «Noé», quien le dice después de hacerlo arrodillar: «¿Cuál de los animales del Arca desea usted ver?» El de la penitencia dice el nombre de un animal. Noé saca entonces un espejo y se lo pone delante.

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7. Frente al papel

Cada uno de los participantes escribe una frase corta en un papel mientras el castigado está fuera. Cuando éste regresa, el director del juego le dice: «piense que su frente es de papel y esto es lo que lleva escrito». El castigado va pasando frente a cada jugador y le pregunta: «¿Qué llevo escrito en mi frente?» Y el jugador lee lo que escribió.

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8. El abogado

Se pide al castigado que hable como defensor de una causa, que se busca entre los jugadores. Por ejemplo: que defienda al gato que se comió la salchicha, a la señora que se subió al bus sin pagar, a fulano que rompió el florero.

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9. Adivina quién es

El castigado debe adivinar quién le tocó la punta de la nariz con un dedo, estando vendado.

(El mismo que lo venda lo toca varias veces la nariz).

También se le puede decir que al tacto puede adivinar, entonces estirará los brazos a coger a la persona y quien le ha tocado es el que lo vendó y está detrás de él.

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10. El zoológico

El castigado va pasando delante de cada jugador y le pregunta cuál es el animal favorito. Tan pronto tenga respuesta, debe imitar en alguna forma al animal que le han nombrado.

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11. A qué se parece

Entre todos escogen, sin que el penado sepa, un animal, persona o cosa. Le llaman y se le pregunta: «¿A qué se parece lo que pensamos?» el castigado debe contestar. Le decimos entonces lo que habían escogido y él debe buscar alguna analogía o parecido entre una cosa y la otra.

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12. Coloquen bien el lápiz

Se pide al castigado que coloque un lápiz en el suelo de tal manera que nadie pueda saltar sobre él.

(Tendrá que colocarlo en un rincón o a lo largo de la pared).

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13. Los espejos

El castigado sale de la sala y entra cuando le llaman. Mientras tanto todos convienen en que cuando regrese le van a imitar en todo lo que haga y así lo hacen al venir él.

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14. Los tres retratos

Sale el castigado. Los jugadores concuerdan que representan, en su orden, los tres retratos. (Ejemplo La novia, un perro, una boda). Al regresar el penado se le dice qué va a hacer con lo que representa el primer retrato, y él debe contestar sin saber qué representa. Luego, el segundo y después el tercero. No puede hacer lo mismo con dos de los retratos, debe ser diferente. Luego se le indica cuales eran los retratos.

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15. El espejo

El castigado debe repetir los gestos y movimientos del que castiga, colocado al frente. Así, si el otro mueve la mano derecha, él mueve la izquierda; vuelve la cabeza a la izquierda, cuando el otro la vuelve a la derecha.

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16. Varias carreras con equilibrio

Esta clase de carreras son muy propias para organizar algunas sesiones recreativas.

  • Llevar desde un punto a otro, previamente convenido y señalado, un tarrito o plato lleno de agua, colocando sobre la cabeza de los participantes, pero sin sujetar los tarritos en ninguna forma. Gana quien llegue sin regar el agua.
  • Llevar cada jugador, suspendida de un trozo de cuerda, una campanilla, en la carrera. Si hay varias campanillas iguales, los jugadores pueden correr al mismo tiempo empleado.
  • Llevar durante la carrera, agarrada con los dientes, una cuchara sopera, en la que se coloca una bola de cristal. Gana quién llega primero, sin haber dejado caer la bola.
  • Correr, llevando cada jugador una vela encendida. Gana quien llega en menor tiempo, pero con la vela encendida.
  • Correr con los pies atados, o maniatado, quedando solo 30 centímetros de largo de cuerda que lo une. También se puede correr, metidos los pies entre los costales, siempre que éstos sean iguales.

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17. La electricidad

Se le ruega que salga. Al resto se le informa; debemos guardar profundo silencio en el juego. A uno de los participantes se le determina como el «poseedor de electricidad». Cuando el que debe penitencia, toque la cabeza del señalado, todos gritaremos fuerte. Al entrar se le dice: «uno de los presentes tiene electricidad, y debes concentrarte bien al ir tocando la cabeza de los participantes para poder darte cuenta de quién es, y avisar tan pronto la encuentre». Se procede al juego.

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18. Quítame el pañuelo

Se amarra un pañuelo a la cabeza de cada jugador. Gana el que pueda quitar el pañuelo al contenedor.

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19. Dominio de la risa

Dos jugadores en el centro. Se saludan muy seriamente así: ‘Tomás te saludo», dice uno y el otro responde: «Te saludo Tomás». El primero que se equivoque, o sonría, debe pagar penitencia nuevamente.

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20. Pobre gatico

Un jugador hace de gatico y los demás permanecen sentados en el círculo. El gatico se hace frente a cualquier jugador, se acurruca, hace monerías y maúlla tres veces: miau, miau, miau… El otro debe acariciarlo diciendo, cada vez: «pobre gatico», pero muy seriamente; si no puede resistir la risa, paga penitencia y pasa a hacer de gatico.

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21. La orquesta

Los jugadores de pie, forman un círculo; cada uno tiene un pañuelo agarrado por una punta. El director del juego agarrará una de las otras puntas de cada pañuelo. Cada vez que éste toque con la otra mano uno de los pañuelos, el que lo sostiene tendrá que cantar una canción diferente. Quien no lo haga así pagará penitencia nuevamente.

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22. Regalo y penitencia

Se ponen regalos pequeños, envueltos. Para poder quedarse con el mismo, debe de antemano cumplir con el trabajo que se ha escrito entre cada regalo. En un mismo paquete puede ponerse varios, separados por sus envolturas respectivas y con sus penitencias. El paquete grande va pasando al son de una música o durante el tiempo que quiera el que dirige. Cuando se dé una señal o «pare la música», el que tiene el paquete lo desenvuelve, cumple penitencia y se queda con el regalo. El juego comienza de nuevo.

Guía para vivir el Año Santo de la Misericordia junto al Papa Francisco: Marzo 2016

Guía para vivir el Año Santo de la Misericordia junto al Papa Francisco: Marzo 2016

Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia”. Estas palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto la misericordia divina no es en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios. Es por esto que la liturgia, en una de las colectas más antiguas, invita a orar diciendo: ¡Oh, Dios, que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón! Dios será siempre para la humanidad como Aquél que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso.

«Paciente y misericordioso» es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción. Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón.

firmafrancisco

(Misericordiae Vultus, 6)

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Dios es más omnipotente cuando muestra misericordia

Escuchamos al Papa Francisco

Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia”.  Estas palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto la misericordia divina no es en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios.  Es por esto que la liturgia, en una de las colectas más antiguas, invita a orar diciendo: ¡Oh, Dios, que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón!  Dios será siempre para la humanidad como Aquél que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso.

“Paciente y misericordioso” es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo Testamento para describir la naturaleza de Dios.  Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción.  Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo.  Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”.  Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón.”

Misericordiae Vultus, 6

salmo145

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Escuchamos la Palabra de Dios

El Señor pasó delante de Moisés y exclamó: «El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad.  Él mantiene su amor a lo largo de mil generaciones y perdona la culpa, la rebeldía y el pecado…

Éxodo 34, 6-7

Tan cierto como que estoy vivo, palabra de Yavé, que no deseo la muerte del malvado, sino que renuncie a su mala conducta y viva…

Ezequiel 33, 11

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Un salmo para alabar

A cada estrofa del salmo repetimos:

¡Piedad, Señor, pecamos contra ti!

Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,

y renueva la firmeza de mi espíritu.

No me arrojes lejos de tu presencia

ni retires de mí tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación,

que tu espíritu generoso me sostenga:

yo enseñaré tu camino a los impíos

y los pecadores volverán a ti.

¡Líbrame de la muerte, Dios, salvador mío,

y mi lengua anunciará tu justicia!

Abre mis labios, Señor,

y mi boca proclamará tu alabanza.

Los sacrificios no te satisfacen;

si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:

mi sacrificio es un espíritu contrito,

tú no desprecias el corazón contrito y humillado.

Salmo 51, 12-21

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Para reflexionar y/o compartir en grupo

  1. Pensemos en situaciones concretas de nuestras vidas en que pudimos tener misericordia con los demás.  ¿Qué sentimos en esos momentos?
  2. ¿La omnipotencia y la misericordia son conceptos contrapuestos?  Justifiquemos y compartamos nuestras respuestas.
  3. En el ambiente que nos movemos todos los días: nuestra familia, el estudio, el trabajo, nuestro grupo de pertenencia, entre otros próximos, ¿con quiénes creemos que tendríamos que ser más pacientes y misericordiosos?
  4. ¿Qué podemos hacer concretamente para acercarnos a aquellos que están sufriendo alrededor nuestro?
  5. En grupo, pensar cinco acciones concretas para aliviar el sufrimiento de nuestro prójimo.  Concretar y definir a quiénes, cómo, cuándo, con qué recursos, en qué momento, por cuánto tiempo…  Plasmarlo en un afiche.

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Intenciones

A cada intención respondemos: ¡Señor de la Misericordia, te pedimos que habites en nuestro corazón!

Te pedimos por el Papa Francisco para que pueda seguir proclamando a todo el mundo el rostro misericordioso de Dios Padre.  Oremos…

Haz que tu Iglesia pueda expresar tu amor misericordioso, de manera visible y tangible para el mundo.  Oremos…

Ayúdanos a hacer de tu misericordia nuestra experiencia de vida.  Oremos…

Te rogamos que nos permitas descubrir que lo importante en la vida es amar a nuestros hermanos como lo hizo Jesús.  Oremos…

Enséñanos a ser pacientes y misericordiosos con nuestros hermanos.  Oremos…

Ayúdanos a construir una patria más justa, fraterna y solidaria; de manera que  podamos descubrir tu grandeza a través de tu misericordia divina.  Oremos…

Agregamos nuestras intenciones personales y comunitarias…

Rezamos un Padrenuestro, un Avemaría y el Gloria.

Repetimos con convicción la advocación: ¡Jesús, en vos confío!  ¡Jesús, en vos confío!  ¡Jesús, en vos confío!

Oración: Padre, que tu amor Divino venga en nuestro auxilio y nos haga cada día más misericordiosos.  Atraviésanos con tu Misericordia y haz de nuestras vidas un lugar de luz, para nosotros, nuestras familias, nuestra patria y todos aquellos que nos rodean y necesitan.  ¡Te lo pedimos a través de Jesús Misericordioso!  ¡Amén! 

Señal de la Cruz

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Compromiso personal del mes

Este mes de marzo voy a perdonar de corazón a alguien que me hizo un mal sin haberse dado cuenta.  También podré dar consejo y apoyo al que lo necesita  u otro compromiso similar…

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Para memorizar y rezar durante el mes 

¡María de Guadalupe, ayúdanos a manifestar la misericordia de Dios a nuestros hermanos!

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La misericordia en los santos

San Francisco de AsísSan Francisco de Asís (1182-1226).  Por el amor de Dios.  Un día, estando Francisco en la tienda donde solía vender telas, y enfrascado en reflexiones relativas a su comercio, se le presentó un mendigo pidiéndole limosna por el amor de Dios. Absorto en sus afanes de lucro y en las preocupaciones de su negocio, lo echó, negándole la limosna. Pero después que el pobre se fue, Francisco, movido por la gracia divina, empezó a reprocharse su falta de cortesía, diciéndose: “Si este mendigo te hubiera pedido algo en nombre de algún noble o persona importante, le hubieras dado cuanto te pedía. ¡Con mayor razón debiste hacerlo cuando te pedía algo en nombre del Rey de reyes y Señor de todos!”  A partir de ese momento se comprometió a nunca negarle nada a quien le pidiera ayuda en el nombre del Señor. Y, llamando al mendigo, le dio una abundante limosna.

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Un cuento para pensar

LA SILLA VACÍA

Analía, angustiada, se acercó a la parroquia para pedirle al Padre Martín que fuera a su casa para realizar una oración por su padre, Roberto, que estaba muy enfermo. Cuando el sacerdote llegó a la habitación de Roberto, encontró a este hombre en su cama con la cabeza alzada por un par de almohadas. Había una silla al lado de su cama, por lo que el sacerdote pensó que el hombre sabía que vendría a verlo.

—¡Supongo, que me estaba esperando! —le dijo.

—¡No! ¿Quién es usted? —contestó Roberto.

—Soy el sacerdote que su hija llamó para realizar una oración; cuando vi la silla vacía al lado de su cama, sospeché que usted sabía que yo vendría a visitarlo.

—¡Oh, sí!  ¡La silla…! —exclamó el enfermo.

—¿Le importaría cerrar la puerta?

El Padre Martín, sorprendido, la cerró.

—Nunca le he dicho esto a nadie, pero toda mi vida la he pasado sin saber cómo orar.  Cuando he estado en la iglesia, siempre escuché que se debía orar y los beneficios que de esta actitud se desprenden; pero, la verdad es que esto de la oración me entró por un oído y salió por otro, pues nunca tuve idea de cómo hacerlo.  Entonces, hace mucho tiempo abandoné por completo la oración.  Esto ha sido así hasta hace unos cuatro años, cuando conversando con mi mejor amigo me dijo:

—Roberto, esto de la oración es simplemente tener una conversación con Jesús. Así es como te sugiero que lo hagas: te sientas en una silla y colocas otra silla vacía, enfrente tuyo.  Luego, con fe, miras a Jesús sentado delante de ti.  No es algo alocado el hacerlo, pues Él nos dijo: “Yo estaré siempre con ustedes”. Por lo tanto, le hablas y lo escuchas, de la misma manera como lo estás haciendo conmigo ahora.

—La cuestión es que lo hice una vez y, ¡me gustó tanto, que lo he seguido haciendo unas dos horas diarias, desde entonces!  Siempre tengo mucho cuidado que no me vaya a ver mi hija, pues me internaría en un asilo para ancianos.

El Padre Martín sintió una gran emoción al escuchar esto y le dijo a Roberto que era muy bueno lo que había estado haciendo, y que no cesara de hacerlo. Luego hizo una oración con él, le dio una bendición y volvió a su parroquia.

Dos días después, la hija de Roberto llamó al sacerdote para decirle que su padre había fallecido.  El sacerdote le preguntó:

—¿Falleció en paz?

—¡Sí!  Cuando salía de casa, a eso de las dos de la tarde, me llamó y fui a verlo.  Me dijo lo mucho que me quería y me dio un beso.  Cuando regresé de hacer compras, una hora más tarde, ya lo encontré muerto.  Pero, hay algo extraño con respecto a su muerte.  Aparentemente, justo antes de morir, se acercó a la silla que estaba al lado de su cama y recostó su cabeza en ella, pues así lo encontré.

—¿Qué cree, usted, que pueda significar esto?

El Padre Martín, se secó las lágrimas de emoción y le respondió:

—¡Ojalá, que todos nos pudiésemos ir de la misma manera…!

Autor desconocido

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Para disfrutar del buen cine


TÍTULO EN CASTELLANO

ORIGEN

DIRECTOR

PROTAGONISTAS

Título Original / Otro Título

AÑO

DURACIÓN

GÉNERO

CALIFICACIÓN

Ben-Hur

usa

William Wyler

Charlton Heston / Jack Hawkins

1959

212 min

Épico / relig

ATP

Madre Teresa

ITALIA

Fabrizio Costa

Olivia Hussey / S. Somma

2003

180 min

BIOGRAFÍA

  • atp

Ben-Hur.  En la Antigua Roma, del siglo I, Judá Ben-Hur (Charlton Heston), hijo de una familia noble de Jerusalén y Mesala (Stephen Boyd), tribuno romano, eran amigos desde la infancia.  Un accidente los transforma en enemigos irreconciliables: Ben-Hur es acusado de atentar contra la vida del gobernador romano y Mesala manda encarcelarlo a él y a su familia. Mientras Ben-Hur es trasladado a las galeras para cumplir su condena, un hombre, llamado Jesús de Nazaret, se apiada de él y le da de beber.  Este encuentro fortuito, lleno de amor y con la mirada misericordiosa de Jesús va cambiando la vida de Ben-Hur.  Finalmente es liberado y sale en busca de su madre y su hermana; a quienes encuentra, precisamente, durante los hechos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús.  Esta obra del cine clásico, nos habla de la confianza en Jesús Resucitado y de la misericordia, como característica distintiva de los primeros cristianos.

Madre Teresa.  Hacia la mitad del siglo XX, la ciudad de Calcuta recibe el triste mote de “la cloaca del mundo”.  Desheredados, enfermos, moribundos yacen desesperados por doquier y abandonados a su suerte.  En medio de todo este sufrimiento surge una monja, la Madre Teresa (Olivia Hussey) que funda una congregación de religiosas que se dedica en cuerpo y alma a ayudar a los pobres, a curar a los leprosos que mueren en las calles, a cuidar a los huérfanos y niños abandonados, a acompañar a los moribundos hacia su muerte…  El camino de la Madre Teresa no está exento de problemas, pero nos muestra que la fe en Dios y la abnegación en la entrega al prójimo, sin recibir nada a cambio, es el camino de quienes siguen a Jesús.

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«Tras la tristeza, espera con alegría el gozo» y oraciones de san Pedro Damián

«Tras la tristeza, espera con alegría el gozo» y oraciones de san Pedro Damián

Me has pedido, dilectísimo hermano, que te transmita por carta unas palabras de consuelo capaces de endulzar tu razón, amargado por tantos sufrimientos como te afligen.

Pero si tu inteligencia está despierta, a mano tienes el consuelo que necesitas, pues la misma palabra divina te instruye como a hijo, destinado a obtener la herencia. Medita en aquellas palabras: Hijo mío, cuando te acerques al temor de Dios, prepárate para las pruebas; mantén el corazón firme, sé valiente.

Donde está el temor está la justicia. La prueba que para nosotros supone cualquier adversidad no es un castigo de esclavos, sino una corrección paterna.

Por esto Job, en medio de sus calamidades, si bien dice: Que Dios se digne triturarme y cortar de un tirón la trama de mi vida, añade a continuación: Sería un consuelo para mí; aun torturado sin piedad, saltaría de gozo.

Para los elegidos de Dios, sus mismas pruebas son un consuelo, pues en virtud de estos sufrimientos momentáneos dan grandes pasos por el camino de la esperanza hasta alcanzar la felicidad del cielo.

Lo mismo hacen el martillo y la lima con el oro, quitándole la escoria para que brille más. El horno prueba la vasija del alfarero, el hombre se prueba en la tribulación. Por esto dice también Santiago: Hermanos míos: Teneos por muy dichosos cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas.

Con razón deben alegrarse quienes sufren por sus malas obras una pena temporal, y, en cambio, obtienen por sus obras buenas los premios sempiternos del cielo.

Todo ello significa que no deben deprimir tu espíritu los sufrimientos que padeces y las correcciones con que te aflige la disciplina celestial; no murmures ni te lamentes, no te consumas en la tristeza o la pusilanimidad. Que resplandezca en tu rostro la serenidad, en tu mente la alegría, en tu boca la acción de gracias.

Alabanza merece la dispensación divina, que aflige temporalmente a los suyos para librarlos del castigo eterno, que derriba para exaltar, corta para curar y deprime para elevar.

Robustece tu espíritu con éstos y otros testimonios de la Escritura y, tras la tristeza, espera con alegría el gozo que vendrá.

Que la esperanza te levante ese gozo, que la caridad encienda tu fervor. Así tu mente, bien saciada, será capaz de olvidar los sufrimientos exteriores y progresará en la posesión de los bienes que contempla en su interior.

Oficio de Lectura del 21 de febrero
 «Tras la tristeza, espera con alegría el gozo», de las cartas de

San Pedro Damián: Libro 8,6: PL 144, 473-476.

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Oración

Dios todopoderoso, concédenos seguir con fidelidad los consejos y ejemplos de san Pedro Damián, obispo, para que, amando a Cristo sobre todas las cosas, y dedicados siempre al servicio de tu Iglesia, merezcamos llegar a los gozos eternos. Por nuestro Señor Jesucristo.

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Oración de San Pedro Damián a Nuestra Señora

Santa Virgen, Madre de Dios, socorred a los que imploran vuestro auxilio. Volved vuestros ojos hacia nosotros.

¿Acaso por haber sido unida a la Divinidad ya no os acordaríais de los hombres? ¡Ah!, no por cierto.

Vos sabéis en qué peligros nos habéis dejado, y el estado miserable de vuestros siervos; no es propio de vuestra gran misericordia el olvidarse de una tan grande miseria como la nuestra.

Emplead en nuestro favor vuestro valimiento, porque el que es Omnipotente os ha dado la omnipotencia en el Cielo y en la tierra.

Nada os es imposible, pues podéis infundir aliento a los más desesperados para esperar la salvación.

Cuanto más poderosa sois, tanto más misericordiosa debéis ser.

Ayudadnos también con vuestro amor. Yo sé, Señora mía. Que sois sumamente benigna, y que nos amáis con un afecto al que ningún otro aventaja.

¡Cuántas veces habéis aplacado la cólera de nuestro Juez en el instante en que iba a castigarnos! Todos los tesoros de la misericordia de Dios se hallan en vuestras manos.

¡Ah! no ceséis jamás de colmarnos de beneficios.

Vos solo buscáis la ocasión de salvar a todos los miserables, y de derramar sobre ellos vuestra misericordia, porque vuestra gloria es mayor cuando por vuestra intercesión los penitentes son perdonados, y los que lo han sido entran en el Cielo. 

Ayudadnos, pues, a fin de que podamos veros en el Paraíso, ya que la mayor gloria a que podemos aspirar consiste en veros, después de Dios, en amaros y en estar bajo vuestra protección.

¡Ah!, oídnos, Señora, ya que vuestro Hijo quiere honraros concediéndoos todo cuanto le pidáis.

Evangelio del día: Invitación a la conversión

Evangelio del día: Invitación a la conversión

Lucas 13, 1-9. Tercer Domingo del Tiempo de Cuaresma. Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna.

En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. El respondió: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera». Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y nos encontró. Dijo entonces al viñador: «Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y nos encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?». Pero él respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás»».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro del Éxodo, Éx 3, 1-8a.13-15

Salmo: Sal 103(102), 1-8.11

Segunda lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 10, 1-6.10-12

Oración introductoria
Señor, te pido perdón por no hacer el suficiente esfuerzo para dar mayores frutos apostólicos, confío en que tu misericordia me proteja del desaliento y dilate mi corazón para corresponder generosamente a las innumerables gracias con las que colmas mi vida.

Petición
Señor, dame una fuerza de voluntad recia para cumplir siempre tu voluntad.

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta el tema de la conversión. En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo, Moisés, mientras pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se acerca para observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e, invitándolo a tomar conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las sandalias, porque ese lugar es santo. «Yo soy el Dios de tu padre —le dice la voz— el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob»; y añade: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 6.14). Dios se manifiesta de distintos modos también en la vida de cada uno de nosotros. Para poder reconocer su presencia, sin embargo, es necesario que nos acerquemos a él conscientes de nuestra miseria y con profundo respeto. De lo contrario, somos incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión con él. Como escribe el Apóstol san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento nuestro: nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de suficiencia y ligereza, sino a quien es pobre y humilde ante él.

En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús es interpelado acerca de algunos hechos luctuosos: el asesinato, dentro del templo, de algunos galileos por orden de Poncio Pilato y la caída de una torre sobre algunos transeúntes (cf. Lc 13, 1-5). Frente a la fácil conclusión de considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de las culpas personales de quien las sufre, afirma: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13, 2-3). Jesús invita a hacer una lectura distinta de esos hechos, situándolos en la perspectiva de la conversión: las desventuras, los acontecimientos luctuosos, no deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables, sino que deben representar una ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el compromiso de cambiar de vida. Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna. Pero la posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más grande.

Queridos amigos, recemos a María santísima, que nos acompaña en el itinerario cuaresmal, a fin de que ayude a cada cristiano a volver al Señor de todo corazón. Que sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la voluntad de Dios en nuestra vida.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del Domingo, 7 de marzo de 2010

Propósito

No nos rebelemos, pues, ni desfallezcamos. Ofrezcamos a nuestro Señor, con paciencia y amor, nuestros dolores. Él los premiará.

Diálogo con Cristo

Señor, que la higuera de nuestra vida se llene de flores y de frutos para la vida eterna. Yo estoy plenamente convencido de ello. Así nos lo enseñaste, Señor, con tu cruz y resurrección.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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San Pedro Damián, Doctor de la Iglesia, con recursos audiovisuales

San Pedro Damián, Doctor de la Iglesia, con recursos audiovisuales

San Pedro Damián fue, indudablemente, uno de los hombres que más intensamente trabajaron en el siglo XI para fomentar el espíritu de consagración absoluta a Dios y de la más austera vida de soledad y penitencia, al lado de San Romualdo, San Juan Gualberto y San Nilo. Mas, forzado por la necesidad de los tiempos y en particular por la obediencia al Romano Pontífice, trabajó también incansablemente por la reforma eclesiástica en multitud de legaciones y otras difíciles empresas, con todo lo cual debe ser considerado, al lado de San Gregorio VII, como uno de los hombres más insignes y beneméritos de la Iglesia en el siglo XI.

Nacido en Ravena en 1007, Pedro era el último de los hijos de una familia pobre y numerosa, y después de muchas privaciones, habiendo quedado huérfano en la más tierna edad, fue educado con dureza por uno de sus hermanos mayores. Tratado como un esclavo, iba con los pies desnudos y vestido de andrajos, y ya en su temprana edad fue ocupado en apacentar los animales. Mas, compadecido de él otro hermano suyo, llamado Damián, hombre piadoso y de buen corazón, lo tomó a su cargo e hizo de padre con él. De este modo, Pedro pudo adquirir una sólida formación sucesivamente en Ravena, Faenza y Parma, y, en agradecimiento a su hermano, se llamó en adelante Pedro Damián. Más aún: con sus extraordinarias cualidades, a los veinticinco años era profesor en Parma y más tarde en Ravena.

Pero ya desde entonces se sintió atraído de un modo irresistible hacia Dios. Empezó a ejercitarse en rigurosos ayunos, vigilias y oración; ciñóse un cilicio debajo de sus vestidos, para defenderse contra las tentaciones de la carne, y daba todo lo que podía a los pobres y necesitados, y sintiendo que Dios le exigía más todavía, decidióse a abandonar el mundo y abrazar la vida monástica en el más absoluto apartamiento.

Mientras se entretenía él con estos pensamientos, presentáronsele dos monjes del desierto de Fonte-Avellana, donde Landolfo, discípulo de San Romualdo, había fundado un monasterio. Con su mediación, se dirigió Pedro a esta soledad, donde comenzó inmediatamente a ejercitarse en las prácticas de la vida monástica. Los ermitaños de Fonte-Avellana vivían a pares en celdas separadas, ocupábanse sobre todo en la oración y lectura espiritual y llevaban una vida de gran austeridad. Pedro se entregó de lleno a este género de vida, por la cual fue pronto admitido a la profesión. Sintiéndose entonces como en su centro y movido de su abrasado amor de Dios, ejercitóse en las mayores austeridades; pero el resultado fue que experimentó fuertes dolores de cabeza y gran debilidad en su salud. Esto le hizo comprender que debía moderar aquellos excesos, y, en efecto, así lo hizo en adelante, procurando aprovechar esta enseñanza en la dirección de los demás. Todo esto le ofreció ocasión oportuna para entregarse al estudio de la Sagrada Escritura, que utilizó siempre en sus instrucciones a los monjes. Al mismo tiempo se preparó de esta manera para la composición de las importantes obras que más tarde escribió.

Con su vida ejemplar v con los conocimientos que fue adquiriendo, se constituyó bien pronto en el verdadero maestro de los ermitaños reunidos en Fonte-Avellana. La fama del monasterio atrajo cada día nuevos discípulos. Pedro Damián fue algún tiempo ecónomo y a la muerte del prior fue elegido él para sucederle en el cargo. Organizóse en las proximidades otro monasterio llamado Nuestra Señora de Sitria, y asimismo se fundaron otros cuatro centros de ermitaños, cuya dirección mantenía Pedro Damián. La forma de vida de los camaldulenses tomó algunas características especiales, que constituyen la obra de San Pedro Damián, cuyo centro principal era Fonte-Avellana. No nos dejó el Santo ninguna regla completa; mas, con lo que podemos ver en sus escritos, aparecen los rasgos más característicos. Se observaba el más absoluto silencio, y aunque no se habla de trabajo manual, sabemos que éste constituía una de las bases de la vida de los ermitaños. Por otra parte, él mismo les dirigía frecuentes instrucciones y les inspiró desde un principio un amor filial a la Santísima Virgen.

En realidad, pues, San Pedro Damián puede ser incluido en el número de los fundadores de este nuevo género de vida religiosa, mezcla de vida solitaria y de comunidad, que tanto fruto reportó a la Iglesia. Entre sus discípulos sobresalieron algunos por sus altos cargos y por sus virtudes, como Santo Domingo Loricatus y San Juan de Lodi, sucesor suyo como superior, quien escribió su vida y más tarde fue obispo de Gubbio.

Pero su celo por la gloria de Dios y el bien de las almas no se limitó a estos monasterios, que estaban bajo su dirección. Todavía durante esta primera etapa de su vida, en que se nos presenta como gran asceta cristiano, como fundador de monasterios y maestro de aquella vida austera de soledad y penitencia, mantuvo contacto con diversos monasterios o religiosos de otras órdenes y aun con eminentes seglares, como aparece en algunas de sus cartas y otros escritos. Pero debemos observar que este contacto con el mundo exterior no tenía otro objeto que la exaltación de la vida de austeridad y penitencia y en corregir los vicios y corrupción, que tantos estragos hacían en todas partes.

De este modo se preparaba San Pedro Damián para lo que debía ocuparlo durante la segunda parte de su vida, que era el servicio de la Iglesia con importantes cargos y legaciones, es decir, con una vida apostólica de intensa actividad, tan contraria a su inclinación espiritual a la soledad y penitencia. Aunque apartado por completo del mundo, Pedro Damián conocía perfectamente la triste situación de la Iglesia hacia el año 1044 durante el pontificado del tristemente célebre Benedicto IX (1032-1044). Por otro lado, sabía muy bien el profundo arraigo que tenían en la Iglesia los dos vicios fundamentales de la simonía y el concubinato. Por esto saludó con transportes de alegría el advenimiento de Gregorio VI (1045-1046), quien, lleno de los mejores deseos, fue el primero en echar mano del gran Hildebrando, el futuro Gregorio VII. Luego, en 1046, asistió en San Pedro de Roma a la coronación del emperador Enrique III, quien providencialmente ponía término al estado irregular de la Iglesia, y en 1047 al concilio de Letrán, en que fueron promulgados importantes decretos de reforma.

Pedro Damián se volvió entonces a su retiro de Fonte-Avellana, decidido a seguir la vida de soledad y penitencia.

Pero entonces precisamente era necesario poner al servicio inmediato de la Iglesia y del Papado su elevado espíritu y el gran prestigio de santidad de que gozaba. Por esto, el noble emperador Enrique III, que tanto estimaba sus virtudes, lo decidió a intervenir. Así pues, Pedro Damián, impulsado por Enrique III, compuso y dirigió una célebre carta a Clemente II (1048), en la que lo exhortaba a dar un impulso más eficaz a la reforma eclesiástica. Pero la muerte del Papa impidió se tomara ninguna medida en este punto. Fue León IX (1048-1054) quien inició con mano enérgica la nueva campaña contra la simonía y relajación eclesiástica, para lo cual nombró cardenal-diácono a Hildebrando, quien fue en adelante el alma del movimiento reformador.

Por su parte, Pedro Damián, que sólo ansiaba el mejoramiento de la Iglesia, publicó entonces su célebre obra Libro Gomorriano, como si dijéramos, Libro de los incontinentes, que dedicó al papa León IX. Su realismo vivo y a las veces algo exagerado va encaminado a convencer a los Papas y a todos los dirigentes a poner remedio a tanto mal. León IX reconoció la buena intención de Pedro Damián; pero no creyó prudente proceder con tanto rigor. De hecho, mientras Hildebrando desarrollaba una intensa actividad reformadora durante este pontificado, Pedro Damián no tuvo apenas intervención en ningún asunto público. Lo mismo sucedió durante el pontificado siguiente de Víctor II (1055-1057), si bien se conservan cartas sumamente interesantes, dirigidas por él durante este tiempo a ambos Papas.

Pero desde el pontificado de Esteban IX (1057~1058) cambió por completo la situación. El nuevo Papa decidió crearlo cardenal-obispo de Ostia y sólo utilizando los medios extremos de amenaza de excomunión logró vencer la resistencia de su profunda humildad. Él mismo, personalmente, puso en su dedo el anillo episcopal. Pero la muerte prematura de este Papa frustró los vastos planes de reforma que proyectaba con la ayuda de Pedro Damián. Hubo entonces un conato de cisma y Damián se retiró algún tiempo a Fonte-Avellana; mas, con la elección de Nicolás II (1059-1061), Pedro Damián volvió de nuevo a su campo de batalla y precisamente los años siguientes significan el período de su mayor actividad por medio de las más importantes legaciones.

En efecto, ya el año 1059 recibió del Romano Pontífice su primera legación a Milán, que se hallaba en una situación desesperada, sobre todo por la simonía y la incontinencia de los clérigos. Pedro Damián y Anselmo de Lucca, designados como legados pontificios, celebraron inmediatamente un sínodo y, tras enconadas luchas, se restableció el orden.

El pontificado de Alejandro II (1061-1072) dio de nuevo ocasión a Damián para prestar extraordinarios servicios a la Iglesia y ejercitar su celo apostólico. Al ser nombrado el antipapa, Pedro Damián compuso una de sus más célebres obras, dirigida a la asamblea de Augsburgo de 1062, que contribuyó eficazmente a la solución del cisma. En 1063 desempeñó otra legación, acompañado de Hugón de Cluny, en favor de la abadía de Bourgogne y de otras cluniacenses frente a Drogón, obispo de Macón. El resultado fue enteramente favorable. Asimismo visitó Limoges y trabajó por la reforma de la abadía de San Marcial; estuvo en Sauvigny, donde fue ocasión de un milagro «de San Odilón de Cluny. Por todo ello, los cluniacenses le quedaron sumamente agradecidos. Finalmente intervino con el joven rey alemán Enrique IV, a quien dirigió luego una excelente carta en defensa de los derechos pontificios.

Después de todo esto, renováronsele sus ansias de soledad y de oración, por lo cual suplicó a Alejandro II le permitiera renunciar a todas sus dignidades. Hildebrando, que apreciaba en lo justo la fuerza de su virtud y ejemplo para la realización de las empresas que se le encomendaban, le opuso toda clase de dificultades, diciéndole al fin con su buen humor que, si se empeñaba en ello, le imponía una penitencia de cien años. A esto repuso Damián que aceptaba la penitencia y, en efecto, se retiró a Fonte-Avellana.

Vuelto a su amado retiro, se entregó de nuevo con alma joven a la vida de austeridad y oración, que él tanto amaba. Renovó los ayunos, vigilias y toda clase de mortificaciones. En el capítulo, después de dirigir alentadoras exhortaciones a todos, se acusaba de sus propias faltas, como pudiera hacerlo el más sencillo novicio, y tomando la disciplina, se flagelaba sin compasión. Tan precioso ejemplo sirvió para renovar el espíritu de todos los monjes.

Todavía tuvo que abandonar su amada soledad en servicio de la Iglesia. En 1066 acudió a Montecasino, donde pasó veinte días, dando los mejores ejemplos a todos sus moradores. El mismo año fue a Florencia, enviado por Alejandro II, para terminar un conflicto con los monjes de Valleumbrosa. Algo más tarde se vio de nuevo forzado a emprender, en nombre del Papa, un viaje a Alemania para tratar con Enrique IV el asunto de su divorcio, y en un concilio hizo triunfar los derechos de la moral cristiana. Finalmente, poco antes de su muerte, a principios de 1072, desempeñó una última legación en la que logró reconciliar a los habitantes de Ravena con el Romano Pontífice.

Precisamente cuando volvía de prestar este último servicio a la Iglesia y se dirigía a Ronta a dar cuenta del resultado de su misión, se sintió en Faenza atacado por la fiebre, retiróse al monasterio de Nuestra Señora de los Angeles y allí murió el 12 de febrero de 1072 en presencia de gran número de monjes.

Su muerte fue, en verdad, digna de una vida de piedad y servicio de Dios y de su Iglesia. San Pedro Damián fue un precursor de la gran obra reformadora que completó Gregorio VII (el antiguo Hildebrando) desde su elevación al Pontificado en 1073. Sus exhortaciones y sermones están llenos de la más cristiana elocuencia. Sus voluminosos escritos, que le han merecido el título de Doctor de la Iglesia, están llenos de gran erudición y con su vehemencia característica ensalzan la belleza y elevación de la vida monástica o descubren las horribles lacras de la corrupción y relajación de su tiempo. 

Bernardino Llorca, SI: mercaba.org

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San Pedro Damián, el monje reformador del siglo XI

San Pedro Damián, el monje reformador del siglo XI

Durante las catequesis de estos miércoles estoy tratando sobre algunas grandes figuras de la vida de la Iglesia desde sus orígenes. Hoy quisiera detenerme en una de las personalidades más significativas del siglo XI, san Pedro Damián, monje, amante de la soledad y al mismo tiempo, intrépido hombre de Iglesia, comprometido en primera persona con la obra de reforma puesta en marcha por los papas de aquel tiempo. Nació en Rávena en el año 1007 de familia noble, pero caída en desgracia. Al quedarse huérfano de ambos padres, vivió una infancia de dificultades y sufrimientos, a pesar de que la hermana Rosalinda se empeñó en hacerle de madre y el hermano mayor Damián lo adoptó como hijo. Precisamente por esto se llamará después Piero di Damiano, Pedro Damián [en español, ndt.]. La formación se le impartió primero en Faenza y después en Parma, donde ya a la edad de 25 años lo encontramos trabajando en la enseñanza. Junto a una buena competencia en el campo del derecho, adquirió una pericia refinada en el arte de la redacción -el ars escribendi- y, gracias a su conocimiento de los grandes clásicos latinos, se convirtió en «uno de los mejores latinistas de su tiempo, uno de los más grandes escritores del medioevo latino» (J. Leclercq, Pierre Damien, ermite et homme d’Église, Roma 1960, p. 172).

Se distinguió en los géneros literarios más diversos: de las cartas a los sermones, de las hagiografías a las oraciones, de los poemas a los epigramas. Su sensibilidad por la belleza le llevaba a la contemplación poética del mundo. Pedro Damián concebía el universo como una inagotable «parábola» y una extensión de símbolos, a partir de los cuales es posible interpretar la vida interior y la realidad divina y sobrenatural. Desde esta perspectiva, en torno al año 1034, la contemplación de lo absoluto de Dios le empujó a alejarse progresivamente del mundo y de sus realidades efímeras, para retirarse al monasterio de Fuente Avellana, fundado sólo algunas décadas antes, pero ya famoso por su austeridad. Para edificación de los monjes, escribió la Vida del fundador, san Romualdo de Rávena, y se empeñó al mismo tiempo en profundizar en su espiritualidad, exponiendo su ideal del monaquismo eremítico.

Debe subrayarse ya una particularidad: el eremitorio de Fuente Avellana estaba dedicado a la Santa Cruz, y la Cruz será el misterio cristiano que más fascinó a Pedro Damián. «No ama a Cristo quien no ama la cruz de Cristo», afirma (Sermo XVIII, 11, p. 117) y se llama a sí mismo: «Petrus crucis Christi servorum famulus – Pedro servidor de los servidores de la cruz de Cristo» (Ep, 9, 1). A la Cruz Pedro Damián dirige oraciones bellísimas, en las que revela una visión de este misterio que tiene dimensiones cósmicas, porque abraza toda la historia de la salvación: «O bendita Cruz –exclama– te veneran, te predican y te honran la fe de los patriarcas, los vaticinios de los profetas, el senado juzgador de los apóstoles, el ejército victorioso de los mártires y las multitudes de todos los santos» (Sermo XLVIII, 14, p. 304).

Queridos hermanos y hermanas, que el ejemplo de Pedro Damián nos lleve también a mirar siempre a la Cruz como al supremo acto de amor de Dios hacia el hombre, que nos ha dado a salvación. Para el desarrollo de la vida eremítica, este gran monje escribió una Regla en la que subraya fuertemente el «rigor del eremitorio»: en el silencio del claustro, el monje está llamado a transcurrir una vida de oración, diurna y nocturna, con ayunos prolongados y austeros; debe ejercitarse en una generosa caridad fraterna y en una obediencia al prior siempre dispuesta y disponible. En el estudio y en la meditación cotidiana de la Sagrada Escritura, Pedro Damián descubre los significados místicos de la palabra de Dios, encontrando en ella alimento para su vida espiritual. En este sentido, llamada a la celda del eremitorio «salón donde Dios conversa con los hombres». La vida eremítica es para él la cumbre de la vida cristiana, está «en el vértice de los estados de vida», porque el monje, ya libre de las ataduras del mundo y del propio yo, recibe «las arras del Espíritu Santo y su alma se une feliz al Esposo celestial» (Ep 18, 17; cfr Ep 28, 43 ss.). Esto es importante también hoy para nosotros, aunque no seamos monjes: saber hacer silencio en nosotros para escuchar la voz de Dios, buscar, por así decir, un «salón» donde Dios hable con nosotros: Aprender la Palabra de Dios en la oración y en la meditación es el camino de la vida.

San Pedro Damián, que básicamente fue un hombre de oración, de meditación, de contemplación, fue también un fino teólogo: su reflexión sobre diversos temas doctrinales le llevó a conclusiones importantes para la vida. Así, por ejemplo, expone con claridad y vivacidad la doctrina trinitaria utilizando ya, siguiendo textos bíblicos y patrísticos, los tres términos fundamentales que después se han convertido en determinantes también para la filosofía de Occidente, processiorelatio persona (cfr Opusc. XXXVIII: PL CXLV, 633-642; y Opusc. II y III: ibid., 41ss e 58ss). Con todo, como el análisis teológico le conduce a contemplar la vida íntima de Dios y el diálogo de amor inefable entre las tres divinas Personas, él saca de ello conclusiones ascéticas para la vida en comunidad y para las propias relaciones entre cristianos latinos y griegos, divididos en este tema. También la meditación sobre la figura de Cristo tiene reflejos prácticos significativos, al estar toda la Escritura centrada en Él. El propio «pueblo de los judíos –anota san Pedro Damián– a través de las páginas de la Sagrada Escritura, puede decirse que ha llevado a Cristo en sus hombros» (Sermo XLVI, 15). Cristo por tanto, añade, debe estar al centro de la vida del monje: «Cristo debe ser oído en nuestra lengua, Cristo debe ser visto en nuestra vida, debe ser percibido en nuestro corazón» (Sermo VIII, 5). La íntima unión con Cristo debe implicar no sólo a los monjes, sino a todos los bautizados. Supone también para nosotros un intenso llamamiento a no dejarnos absorber totalmente por las actividades, por los problemas y por las preocupaciones de cada día, olvidándonos de que Jesús debe estar verdaderamente en el centro de nuestra vida.

La comunión con Cristo crea unidad de amor entre los cristianos. En la carta 28, que es un genial tratado de eclesiología, Pedro Damián desarrolla una teología de la Iglesia como comunión. «La Iglesia de Cristo – escribe – está unida por el vínculo de la caridad hasta el punto de que, como es una en muchos miembros, también está totalmente reunida místicamente en uno solo de sus miembros; de forma que toda la Iglesia universal se llama justamente única Esposa de Cristo en singular, y cada alma elegida, por el misterio sacramental, se considera plenamente Iglesia». Esto es importante: no sólo que toda la Iglesia universal está unida, sino que en cada uno de nosotros debería estar presente la Iglesia en su totalidad. Así el servicio del individuo se convierte en «expresión de la universalidad» (Ep 28, 9-23). Con todo la imagen ideal de la «santa Iglesia» ilustrada por Pedro Damián no corresponde – lo sabía bien – a la realidad de su tiempo. Por eso, no temió denunciar la corrupción existente en los monasterios y entre el clero, sobre todo debido a la praxis de que las autoridades laicas confiriesen la investidura de los oficios eclesiásticos: diversos obispos y abades se comportaban como gobernadores de sus propios súbditos más que como pastores de almas. No es casual el que su vida moral dejara mucho que desear. Por esto, con gran dolor y tristeza, en 1057 Pedro Damián deja el monasterio y acepta, aun con dificultad, el nombramiento de cardenal obispo de Ostia, entrando así plenamente en colaboración con los papas en la difícil empresa de la reforma d la Iglesia. Vio que no era suficiente contemplar y tuvo que renunciar a la belleza de la contemplación para ayudar en la obra de renovación de la Iglesia. Renunció así a la belleza del eremitorio y con valor emprendió numerosos viajes y misiones.

Por su amor a la vida monástica, diez años después, en 1067, obtuvo permiso para volver a Fuente Avellana, renunciando a la diócesis de Ostia. Pero la tranquilidad suspirada dura poco: ya dos años después fue enviado a Frankfurt en el intento de evitar el divorcio de Enrique IV de su mujer Berta; y de nuevo dos años después, en 1071, fue a Montecassino para la consagración de la iglesia de la abadía, y a principios de 1072 se dirige a Rávena para restablecer la paz con el arzobispo local, que había apoyado al antipapa provocando el interdicto sobre la ciudad. Durante el viaje de vuelta al eremitorio, una repentina enfermedad le obligó a detenerse en Faenza en el monasterio benedictino de «Santa Maria Vecchia fuori porta», y allí murió en la noche entre el 22 y el 23 de febrero de 1072.

Queridos hermanos y hermanas, es una gracia grande que en la vida de la Iglesia el Señor haya suscitado una personalidad tan exuberante, rica y compleja, como la de san Pedro Damián y no es habitual encontrar obras de teología tan agudas y vivas como las del ermitaño de Fuente Avellana. Fue monje hasta el final, con formas de austeridad que hoy podrían parecernos incluso excesivas. De esta forma, sin embargo, hizo de la vida monástica un testimonio elocuente de la primacía de Dios y una llamada para todos a caminar hacia la santidad, libres de todo compromiso con el mal. Él se consumió, con lúcida coherencia y gran severidad, por la reforma de la Iglesia de su tiempo. Entregó todas sus energías espirituales y físicas a Cristo y a la Iglesia, permaneciendo siempre, como le gustaba llamarse, Petrus ultimus monachorum servus, Pedro, último siervo de los monjes.

Benedicto XVI, Catequesis en la audiencia general del  miércoles 9 de septiembre de 2009.