Llevemos la caricia de Dios a todos los hombres

Llevemos la caricia de Dios a todos los hombres

La Cuaresma nos está invitando permanentemente a conocer más y más a Jesucristo, a vivir con coherencia la fe, con un estilo de vida que exprese y manifieste la bondad y el amor de Dios. Expresemos su misericordia, ofrezcamos signos concretos de su cercanía. Esta caricia de Dios que lleva alegría al corazón de quien la percibe, a la vida personal y colectiva de los hombres, se esconde en pequeñas cosas y alcanza su cumplimiento con espíritu de servicio. A mí, siempre me ha impresionado la vida de san Pablo, el apóstol que llevó la caricia de Dios a los gentiles. Su vida y sus obras son un cántico que se puede resumir en esta palabra: alegría, gaudete. ¿Cómo es posible que en una vida atormentada, llena de persecuciones, de hambre, de sufrimientos diversos, siempre está presente la alegría? No encuentro otra explicación más que la experiencia tan honda que él tiene del Señor y que le lleva a la conversión: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Aquel que me ama hasta dar su vida por mí y por todos los hombres, está cerca de mí. Y lo está en todas las situaciones; por eso, en la profundidad del corazón reina una alegría que es más grande que todos los sufrimientos.

Llevar la caricia de Dios a todos los hombres, es decir, llevar el Evangelio, la Buena Noticia, y lograr que experimenten la alegría de Jesucristo, es la gran tarea que tenemos sus discípulos. ¿Puede haber una misión más hermosa que esta? ¿Hay algo más grande y más estimulante que llevar el agua que quita la sed que todo ser humano tiene en lo más profundo de su corazón? ¡Qué bien nos lo explica el salmo 41, cuando nos dice: «como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío»! Anunciar y testimoniar nuestra alegría es el núcleo de nuestra misión. Pero esto exige y pide de nosotros una conversión en la raíz de nuestra vida. ¡Qué maravilla! Qué oportunidad nos regala el Señor en este tiempo de Cuaresma: ni más ni menos que ser colaboradores de la alegría a los demás. Cuando nuestro mundo está triste y es negativo es porque olvida el retrato verdadero del hombre que tan maravillosamente ha revelado Jesucristo con su vida, y la versión verdadera de un Dios que nos ama y que nos dice los senderos por donde tenemos que caminar si deseamos servir, vivir y hacer vivir, teniendo siempre las palabras oportunas, hablando en verdad, aconsejando desde quien es Consejero y Maestro y decidiendo con los modos y maneras que tiene quien decidió crear todo lo que existe y entrar en esta historia para decirnos a los hombres la ruta que hemos de tomar.

En el inicio de la Cuaresma hemos oído expresiones como «conviértete y cree en el Evangelio». Y es que la alegría cristiana radica en Jesucristo. La conquista del éxito, la obsesión por el prestigio, la búsqueda de comodidades que absorben nuestra vida de tal modo que excluyen a Dios de nuestro horizonte, no traen la felicidad. La única alegría que llena el corazón humano es la que procede de Dios. Nadie podrá apagar la alegría que nace de la amistad con Dios. Una alegría que nos acerca siempre a los demás y nos hace regalar la ternura de Dios, enseñándonos que no hay mayor felicidad que aquella que dispone al ser humano para dar: dar la vida, dar lo que soy y tengo, hacer partícipes a todos de los dones que me han dado. ¡Ojalá brote en nosotros la alegría que nace de la conversión! Llena nuestra vida, porque nos hace caer en la cuenta de cómo Dios nos ha mostrado gratuitamente su rostro, su amor misericordioso, y nos llama a su casa y a hacer de su casa un lugar donde se regala la amistad, la ternura y su gracia; nos da la valentía de afrontar el mal solamente armados con su misericordia.

Habrá verdadera conversión si llevamos a todos los hombres la caricia de Dios, que al fin y al cabo ha sido la que nosotros hemos experimentado en nuestra vida. Esta caricia cambia y educa los corazones, nos hace sensibles a las cosas de Dios que son las que necesita el hombre. Vivamos las exigencias del amor misericordioso:

1. Dar una respuesta de amor en todas las situaciones que vivamos: Sabemos que ha sido Dios quien nos ha amado primero. Esto nos lleva a descubrir que el amor no es solamente un mandato, es la respuesta a quien nos ha amado, a quien nos ha dado el don del amor cuando vino a nuestro encuentro. No damos de lo nuestro, damos de lo que se nos ha regalado como don para hacer la tarea.

2. Hacer una entrega personal de toda nuestra vida: Si el amor engloba nuestra existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo, nuestra vida se convierte en éxtasis, pero no en el sentido de arrobamiento momentáneo, sino como camino permanente, como es salir del yo cerrado a la entrega de sí. Es no guardar la vida, sino perderla para recobrarla.

3. Vencer la violencia que se instaura en este mundo con amor:  ¡Qué fuerza tiene contemplar la Cruz para descubrir cómo vence la violencia Jesús! No lo hace al modo humano; vence con un amor capaz de llevarlo hasta la muerte. La violencia no opone otra violencia más fuerte, se opone el amor hasta el fin. Este modo humilde de vencer de Dios, con su amor, pone un límite a la violencia.

4. Reconciliar a los hombres, sabiendo que el amor es más fuerte que el odio: En la Eucaristía celebramos la victoria de Cristo sobre la muerte, se nos muestra que Dios es más fuerte que todos los poderes oscuros y tenebrosos de la historia. Como nos dice san Pablo, Cristo derribó el muro del odio para reconciliar a los hombres entre sí.

5. Salir convencidos de que es posible el amor: Todo ser humano siente el deseo de amar y de ser amado, pero no sirve cualquier amor, hay que descubrir que el futuro y la esperanza de la humanidad están en el amor verdadero fiel y fuerte, que produce paz y alegría, que nos une a los hombres. Siendo de Dios, este amor tiene un rostro humano: lo encontramos en Jesucristo.

6. El ser humano es mendigo de amor, tiene sed de amor: Ya san Juan Pablo II nos decía que «el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él plenamente» (RH 10).

7. Amar como Jesús, es el corazón de la vida cristiana: Convertirnos al amor es pasar de la amargura a la dulzura, de la tristeza a la alegría. Y esto se hace viviendo con Dios y para Dios. Y así podremos responder con nuestra vida a la pregunta «¿quién es mi prójimo?», describiendo en nosotros la parábola del buen samaritano que termina diciendo: «Ve y haz tú lo mismo».

Examinemos desde estas siete perspectivas si, en esta Cuaresma, estamos disponiendo la vida para llevar la caricia de Dios a los hombres.

Con gran afecto, os bendice,

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Historia de Juan, el de Dios – Corto de animación

Historia de Juan, el de Dios – Corto de animación

Se llamaba Juan Cuidad y nace en 1495 en Montemor-O-novo, Portugal. Pasó su niñez y juventud en continuos sacrificios trabajando como pastor, soldado, albañil y librero; abierto a Dios adquirió gran experiencia y madurez.

Se convierte escuchando a San Juan de Ávila. Con su conversión «puso a Dios sobre todas las cosas del mundo» y dedicó su vida por amor a los pobres y enfermos. Escribió: «donde no hay caridad no hay Dios, aunque Dios en todo lugar está».

Hizo del hospital una «Casa de Dios», santuario del Cristo sufriente, para asistir a la persona enferma humana, moral y técnicamente, siendo considerado «Fundador del hospital moderno»; y de la limosna, un medio de apostolado: «Haceos bien a vosotros mismos, dando limosna a los pobres».

Su carisma de Fundador de la Orden Hospitalaria conllevaba la espiritualidad de encarnar el Amor Misericordioso mediante la Hospitalidad, o sea, la asistencia integral a los necesitados a ejemplo del Jesús compasivo del evangelio.

Falleció en la ciudad de Granada en el año 1550. Fue canonizado en el año 1690, y su fiesta se celebra el 8 de marzo.

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Fuente: Orden Hospitalaria de San Juan de Dios (Córdoba)

San Juan de Dios, un «loco a lo divino»

San Juan de Dios, un «loco a lo divino»

Que sin arrebatos de divina locura no se puede llegar a la santidad, es evidente. Los cuerdos, según el mundo, jamás llegarán a la santidad heroica. La vida sin complicaciones, sin exabruptos de generosidad, la vida atiborrada de cálculos egoístas —burguesa—, se opone diametralmente a la de los santos. No hay compatibilidad entre los santos y los que jamás abandonan sus cómodas casillas; lo mismo que no la hay entre el volcán y la llanura esteparia, ni entre los héroes —hombres de arranques— y los adocenados.

Se explica que los santos tengan que ser locos, locos de remate, para el mundo. Porque ¿no es la doctrina evangélica la más disparatada locura de tejas abajo y la sabiduría más sublime para los que están tocados de Dios? Los santos —como los genios o los héroes— rompen moldes, los moldes de la vulgar ramplonería humana, y por eso chocan con la realidad monótona. Tienen dinamita en el alma y su generosidad les hace estallar hacia lo imprevisto e inédito.

Pero, ¿qué hacen sino seguir las huellas de Aquel que dio en la cresta a la sabihonda cordura humana, provocando ante la humanidad el más sonado de los escándalos: el de su muerte en una cruz? No cabe duda, con este hecho comenzó la era de la locura. ¡Bienvenida! En pos de Él siguieron legiones de «chiflados»: los que se dejaron descabezar por amor de Dios, los que abandonaron su patria —¡con lo bien que se está en casita!— para difundir el Evangelio entre caníbales, los que maltrataron sus cuerpos hasta convertirlos en piltrafas humanas, los que se abrazaron a los apestados —¡uf, qué asco!-, los que dijeron mil veces no cuanto todos dicen , y  cuando la mayoría dice no

Ahondad en la vida de los santos y veréis cómo, bajo las apariencias más normales, existe el contagio. Todos están tocados por la locura de la cruz.

San Juan de Dios fue uno de esos locos. La venada le dio fuerte. Lo vais a ver.

Era el día de San Sebastián de 1537. En la histórica ermita del Santo de la ciudad de Granada predicaba el Beato Maestro Juan de Avila, que, cual otro Pablo de Tarso, se había hecho célebre por sus infatigables correrías apostólicas por Andalucía. Durante su sermón, atacó duramente contra los vicios y predicó sobre las virtudes y el amor de Dios.

Un hombre de cuarenta y dos años le escuchaba absorto sin perder sílaba. Era conocido en la ciudad por su tenderete de libros, y en toda la comarca, porque lo veían con frecuencia vendiendo libros, estampas e imágenes por los pueblos.

De repente se oyó un grito en la pequeña ermita abarrotada de fieles: «¡Misericordia, Señor!» Todos quedaron pasmados ante el hombre que había gritado, y mucho más cuando le vieron darse cabezadas en el suelo, mesarse las barbas y cejas y dar muestras de un profundo dolor y pesar de sus pecados.

Salió de la ermita y se dirigió precipitado hacia su tenducho, ¡Pobrecito, se había vuelto loco! Sus gestos y sus gritos lo manifestaban bien a las claras. Ya en su casa, rompió cuantos libros de caballerías tenía en venta, distribuyó los devotos entre los curiosos que le habían seguido y se despojó de sus vestidos quedándose con lo imprescindible. ¡Hecho una facha! ¡Le fallaban los cascos! Así pensaba la gente.

Nuestro hombre se confesó, entre lágrimas, con el padre Ávila. Posiblemente, incluso este mismo santo varón sospechó que su penitente estaba perturbado. Pero sus sospechas hubieron de desvanecerse ante las palabras del hombre que tenía a sus pies. Lo consoló y le animó a seguir las inspiraciones de Dios.

Pero el Beato Maestro Avila tenía que ausentarse de Granada y aquí tenemos a Juan Ciudad (que este era el nombre del extraño converso) comenzando una vida nueva.

Los vecinos de Granada vieron que las locuras de Juan Ciudad seguían en aumento: se metía en los lodazales y daba saltos por las calles haciéndose el demente. Quería el desprecio. Deseaba que le tuvieran por mentecato. Y lo consiguió.

Unos días después, Juan Ciudad era internado en el Hospital Real de Granada, donde eran cuidados los que habían perdido el juicio. No podía estar libre por las calles aquel hombre que era la irrisión de chicos y grandes, que le corrían e insultaban gritando: «¡Al loco, al loco!».

En el Hospital Real estuvo algún tiempo. Los loqueros le trataron mal. Incluso quisieron volverle el juicio a base de azotainas. Porque era, por lo visto, un remedio muy socorrido en la época éste de los azotes para curar la locura.

Sobre las flacas carnes de Juan Ciudad cayeron frecuentemente los látigos y los cordeles de los loqueros, si bien veían en él una demencia singular: se alegraba de los malos tratos que le daban, mientras que reprendía severamente a los enfermeros por la dureza con que se comportaban con los pobres dementes. Cierto, aquel hombre era un caso clínico sin precedentes…

Años más tarde, toda Granada se conmovería ante la muerte de aquel que fue tenido por loco. Y después de lustros y de siglos, cuantos leyeran la vida de Juan sentirían tal vez que las mejillas se les humedecían ante tanto heroísmo.

Pero queremos interrumpir el proceso de la santa locura de Juan para plantarnos de golpe ante su fase más aguda. Era cuando Juan estaba maduro ya en la santidad y cuando se apellidaba «de Dios». Ya no tenía curación; el amor de Dios y del prójimo se había apoderado totalmente de su ser.

Juan se pasó los últimos años de su vida en medio de la podre humana. ¿Quién sino un loco por Dios hubiera soportado lo que él soportó?

Del breve, pero interesante, epistolario del Santo entresacamos algunos párrafos que valen más que todas las descripciones que pudiéramos hacer del ambiente en que derrochaba amor Juan de Dios. Dice en una ocasión: » … en esta casa (en el hospital por él fundado) se reciben generalmente de todas enfermedades y suerte de gentes, ansí que aquí ay tollidos, mancos, leprosos, mudos, locos, perláticos, tiñosos y otros muy viejos y muy niños..». Y en otra ocasión: «…cada día se me recresen las necesidades y angustias y en demás hagora y de cada día mucho más ansí de deudas como de pobres que vienen muchos desnudos y descalzos y llagados y llenos, de piojos, que ha menester un hombre o dos que no hagan más que escaldar piojos en una caldera hirviendo y este trabajo será de aquí adelante todo el invierno…».

Ante estas y otras miserias, que sólo de contarlas dan náuseas, se derretía el alma de Juan de Dios. Y no había privación, dolor, trabajo o humillación que Juan no aceptara contento para remediarlas.

San Juan de Dios fue un santo extraordinario. Comparable a San Francisco de Asís por su sencillez, pobreza y humildad y también por su encendido amor de Dios y del prójimo. Ninguno de los dos fue sacerdote. Y, sin embargo, uno y otro conmovieron profundamente a sus contemporáneos y fueron verdaderos padres de las almas.

Es lástima que no se pueda resumir la vida de nuestro Santo en unas breves páginas. Merecería la pena, ya que es hondamente edificante. Sobre todo, desde el período de su ruidosa conversión (que rápidamente hemos transcrito), su vida fue una entrega heroica ininterrumpida a Dios y al prójimo. A todos extendía su ardorosa caridad: a los enfermos, a las viudas, a los huérfanos, a los pobres, a los ancianos, a los labradores arruinados por las cosechas, a las mujeres de mala vida, a los obreros sin trabajo, a los soldados que no recibían sus pagas, a los estudiantes que se encontraban en apuros, etc., etc. Se podrían escribir páginas y páginas con un sabrosísimo anecdotario sobre la caridad de San Juan de Dios.

Como botón de muestra de lo que venimos diciendo, queremos traer unas líneas de uno de los primeros biógrafos del Santo en la que se nos describe uno de los últimos rasgos de caridad del Santo, en el remate ya de su divina locura. Dice así: «Eran tantos los trabajos en que Ioan de Dios se ocupaba por dar remedio a los de todos, así de caminos y salidas que hacía, en que padecía muchas frialdades, como del trabajo ordinario de la ciudad, que se desvencijó (¡se hizo polvo! diríamos en nuestra época), y de esta enfermedad, como él le hacía poco regalo, padecía gravísimos dolores, y disimulaba cuanto él podía, por no darlo a entender y dar pena a sus pobres en vello malo, mas estaba ya tan flaco y debilitado y sin fuerzas, que no lo podía ya disimular. Y sucedió a esta sazón, que el río Genil vino aquel año muy crecido por las grandes aguas que había llovido; y dixéronle a loan de Dios’ que el río con la corriente traía mucha leña y cepas. Y él determinóse, con la gente sana que había en casa, de illa a sacar, porque el invierno era muy fuerte de nieves y fríos, para que los pobres hiciesen lumbre y se calentasen. De meterse en el río en tal tiempo, cobró tanta frialdad, sobre la enfermedad que tenía, que aquexándole más gravemente el dolor que solía, cayó muy malo; y la causa de meterse tanto en el río fue que, de la gente pobre que venía a sacar leña, un mozuelo entró incautamente en el río más de lo que se sufría, y la corriente arrebatólo y llevábalo; y loan de Dios, por socorrelle, entró mucho, y al fin se ahogó, que no pudo asille. Y desto cobró mucha pena; de manera que su enfermedad se iba agravando cada día más…»

Juan de Dios siguió «desvencijado», como dice su biógrafo, pero infatigable en sus extremadas penitencias y en sus trabajos por los pobres y enfermos. Hasta que le tocó caer en la brecha. Fue el 8 de marzo de 1550. Tenía cincuenta y cinco años.

Presintiendo la hora de su muerte, ya en su última enfermedad, pidió que le trajeran el Santísimo. Antes se había confesado con gran fervor. Comulgar no pudo, por no resistir su estómago ningún alimento. Habiendo llamado a Antón Martín, a quien tiempo atrás había convertido y hecho su colaborador más fiel, le recomendó atendiera en lo sucesivo a sus pobres y enfermos. Y viendo que se moría, se levantó de la cama, se puso de rodillas y, abrazando un crucifijo, dijo: «Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo». Momentos después, entregaba su alma a Dios, quedando su cadáver de rodillas, con suma admiración de todos los que estaban presentes a su muerte.

Su entierro fue uno de los más solemnes que jamás conociera la ciudad de Granada. El que doce años antes había sido corrido por las calles como loco, era proclamado por todos unánimemente como santo. Pero era igual. ¿No había sido realmente loco, loco por el amor de Dios?

Había nacido Juan en Montemayor el Nuevo, pequeña ciudad de la diócesis de Evora (Portugal) en el año 1495 en el seno de una familia hondamente cristiana. Sus padres, Andrés Ciudad y Teresa Duarte, lo educaron en el temor de Dios. Sus biógrafos aseguran que hubo presagios maravillosos de lo que había de ser, desde el momento de su nacimiento. Aunque la hipercrítica los rechazara, da igual, ya que su vida —sobre todo desde su conversión definitiva— fue un prodigio continuo.

A los ocho años, no se sabe a punto fijo por qué motivos, abandonó la casa paterna para trasladarse a España. Un sacerdote lo atendió en los primeros días hasta que vino a parar a Oropesa, en la provincia de Toledo. Aquí lo prohijó un tal Francisco Mayoral, hombre probo y de excelente corazón. En esta ciudad fue durante algún tiempo pastor de los rebaños de su protector. Pasados los años, el carácter de Juan cautivó a su bienhechor, hasta el punto de que quiso casarlo con su hija. Pero él rehusó tal propuesta haciéndose soldado.

Juan comenzaba una vida nueva llena de peripecias y de peligros. Se alistó de momento en las tropas que guerreaban contra Francisco I de Francia. En 1521 se encuentra en Fuenterrabía, que el francés había sitiado. Tal vez se extravió algo entre la soldadesca. Por lo menos su fervor inicial. Hasta que, salvado por la Virgen providencialmente de la horca, a la que le había condenado uno de sus jefes por haberse dejado arrebatar un botín que a su custodia había sido confiado, decidió cambiar de vida y regresar a Oropesa. Cuatro años estuvo esta vez con su protector, que le había recibido con gran alegría. Hubo nuevas propuestas de matrimonio con su hija, y él huyó de nuevo.

Por segunda vez se alistó en el ejército. Ahora había de luchar por tierras de Austria-Hungría contra el gran turco Solimán II, que había puesto en apuro al hermano de Carlos V, Fernando.

Rechazados los turcos de las cercanías de Viena, Juan regresó a España por mar, desembarcando en Coruña. Desde allí se dirigió a su pueblo natal. Allí se enteró de que sus padres habían muerto, la madre poco después de su salida de Portugal y el padre años más tarde como religioso en un convento. Con honda pena abandonó su tierra pasando a Ayamonte, en cuyo hospital se dedicó al servicio de los enfermos. Poco después llega a Sevilla, donde se acomodó de pastor durante una temporada.

Poco después se dirige a Ceuta en compañía del caballero portugués D. Luis Almeyda, su esposa y cuatro hijas. La enfermedad postra en la cama a casi todos los miembros de esta familia, agotando todos sus recursos económicos.

Entonces, Juan trabaja en las fortificaciones de la ciudad para sostener a aquellos amigos suyos que se encontraban en un duro trance. Iba ya madurando en su alma aquella caridad que no había de conocer límites. Por evitar peligros para su alma con el contacto de los infieles, Juan pasó a la Península quedándose en Gibraltar, donde comenzó su pequeño negocio de ventas de estampas y libros piadosos. Aunque más que negocio era apostolado lo que hacía. Su alma estaba cada vez más preparada para dar el vuelco definitivo. Si sus biógrafos aseguran que Juan fue siempre muy buen cristiano, muy sencillo, caritativo y devoto de la Virgen María, hay que reconocer que es en esta época de su vida donde se va viendo más claramente que Dios le iba preparando para lo que sería después. Los historiadores hablan de una aparición del Niño Jesús en forma de pequeño mendigo, el cual, como hubiera sido atendido con inmensa caridad por Juan, le dijo que fuera a Granada, donde tendría su cruz, manifestándosele después como el Hijo de Dios. Lo cierto es que ya había dado pruebas Juan hasta estas fechas de una exquisita caridad.

Hemos hablado un poco de la conversión definitiva a Dios de Juan a poco de llegar a Granada, donde llevaba unos meses dedicado a la venta de estampas y libros piadosos, lo mismo que había hecho en Gibraltar.

También lo hemos visto tenido por loco y recluido en un manicomio. Salió por fin de allí, habiendo dejado muestras de una humildad a toda prueba y de un espíritu de sacrificio extraordinario.

A partir de este momento ‘ encontramos a Juan completamente enloquecido por Dios y soñando únicamente en servirle cada vez mejor. Para ello eligió como director de su conciencia al ya mencionado padre maestro Juan de Avila, gran santo y gran conocedor de las ciencias teológicas. Habiendo pedido consejo Juan a este santo varón, le confirmó en sus deseos de entregarse al cuidado de los enfermos. Para ello, después de haber peregrinado a Guadalupe, Juan alquila una casa y la convierte en hospital. Poco a poco va acomodando a cuantos enfermos encuentra, dando muestras, en aquella Granada que le había tenido por loco unos meses hacía, de una santidad extraordinaria.

Juan pedía limosna para sus pobres a todas horas y sin el más mínimo respeto humano, así como recogía y llevaba a hombros a los enfermos más repugnantes para cuidarlos en su hospital. Era frecuente que cambiara sus vestidos por los harapos de los indigentes. De tal modo que, para que en adelante no lo hiciera, el arzobispo de Túy, don Sebastián Ramírez de Fuenleal, presidente de la cancillería de Granada, mandó hacerle una especie de hábito religioso, que él mismo le impuso, cambiándole a la vez su nombre de Juan Ciudad por el de Juan de Dios.

Las virtudes que Juan de Dios practicó durante los trece años que vivió a partir de su conversión son admirables. Dios premió su generosidad con hechos extraordinarios. Obtuvo conversiones increíbles y fue mucho mayor el bien que hizo a las almas que a los cuerpos. Sus dos colaboradores más íntimos y primeros religiosos de su Orden fueron dos enemigos irreconciliables que se odiaban a muerte y que fueron subyugados enteramente por las virtudes del Santo. Nos referimos a Antón Martín y a Pedro Velasco, que murieron con fama de santidad siendo hermanos de San Juan de Dios.

Fueron también notables los viajes del Santo, siempre a pie y descalzo, buscando limosnas para sus enfermos. Uno de sus viajes, ya al fin de la vida, lo hizo a la corte, que se encontraba a la sazón en Valladolid. Felipe II y sus cortesanos quedaron maravillados de la santidad del siervo de Dios.

No es extraño que a este bendito varón le colmara el Señor con toda clase de bendiciones. Una vez se le apareció el mismo Jesucristo en forma de pobre.

Entre los hechos más notables de su vida se cuenta que, habiéndose originado un incendio en el Hospital Real de Granada, estuvo sacando enfermos del mismo en medio del fuego sin que las llamas le tocasen.

Por fin, extenuado por sus innumerables trabajos y penitencias, entregó su alma al Señor, con una muerte envidiable, como hemos visto.

La estela de sus virtudes fue imborrable y este humilde servidor de Jesucristo dejó a la Santa Iglesia una legión de hijos, émulos de sus virtudes, los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios.

Fue beatificado por el papa Urbano VIII, por un breve del 21 de septiembre de 1630 y canonizado por Inocencio XII el 15 de julio de 1691.

Esta es la historia de Juan de Dios, un «loco a lo divino», como lo han sido todos los santos.

¡Que él y ellos nos contagien de su locura! 

Faustino Martínez Goñi, en mercana.org

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Biografías de san Juan de Dios en la red

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Evangelio del día: Jesús, luz del mundo

Evangelio del día: Jesús, luz del mundo

Juan 8, 12-20. Lunes de la 5.ª semana de Cuaresma. Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza.

Jesús les dirigió una vez más la palabra, diciendo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida». Los fariseos le dijeron: «Tú das testimonio de ti mismo: tu testimonio no vale». Jesús les respondió: «Aunque yo doy testimonio de mí, mi testimonio vale porque sé de dónde vine y a dónde voy; pero ustedes no saben de dónde vengo ni a dónde voy. Ustedes juzgan según la carne; yo no juzgo a nadie, y si lo hago, mi juicio vale porque no soy yo solo el que juzga, sino yo y el Padre que me envió. En la Ley de ustedes está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo doy testimonio de mí mismo, y también el Padre que me envió da testimonio de mí». Ellos le preguntaron: «¿Dónde está tu Padre?». Jesús respondió: «Ustedes no me conocen ni a mí ni a mi Padre; si me conocieran a mí, conocerían también a mi Padre». El pronunció estas palabras en la sala del Tesoro, cuando enseñaba en el Templo. Y nadie lo detuvo, porque aún no había llegado su hora.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Daniel, Dan 13, 41c-62

Salmo: Sal 23(22), 1-6

Oración introductoria

Señor, gracias por esta oportunidad de estar contigo en esta oración; te suplico me liberes de lo que pueda obscurecer tu verdad radiante, estoy abierto de mente y corazón para abrazar tu voluntad.

Petición

¡Ven, Espíritu Santo! Dame la luz de la fe.

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos jóvenes amigos:

Durante todo el día he pensado con gozo en esta noche, en la que estaría aquí con vosotros, unido a vosotros en la oración. Algunos habéis participado tal vez en la Jornada Mundial de la Juventud, donde experimentamos esa atmósfera especial de tranquilidad, de profunda comunión y de alegría interior que caracteriza una vigilia nocturna de oración. Espero que también todos nosotros podamos tener esa misma experiencia en este momento en el que el Señor nos toca y nos hace testigos gozosos, que oran juntos y se hacen responsables los unos de los otros, no solamente esta noche, sino también durante toda la vida.

En todas las iglesias, en las catedrales y conventos, en cualquier lugar donde los fieles se reúnen para celebrar la Vigilia pascual, la más santa de todas las noches, ésta se inaugura encendiendo el cirio pascual, cuya luz se transmite después a todos los participantes. Una pequeña llama se irradia en muchas luces e ilumina la casa de Dios a oscuras. En este maravilloso rito litúrgico, que hemos imitado en esta vigilia de oración, se nos revela mediante signos más elocuentes que las palabras el misterio de nuestra fe cristiana. Él, Cristo, que dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), hace brillar nuestra vida, para que se cumpla lo que acabamos de escuchar en el Evangelio: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14). No son nuestros esfuerzos humanos o el progreso técnico de nuestro tiempo los que aportan luz al mundo. Una y otra vez, experimentamos que nuestro esfuerzo por un orden mejor y más justo tiene sus límites. El sufrimiento de los inocentes y, más aún, la muerte de cualquier hombre, producen una oscuridad impenetrable, que quizás se esclarece momentáneamente con nuevas experiencias, como un rayo en la noche. Pero, al final, queda una oscuridad angustiosa.

Puede haber en nuestro entorno tiniebla y oscuridad y, sin embargo, vemos una luz: una pequeña llama, minúscula, más fuerte que la oscuridad, en apariencia poderosa e insuperable. Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte – Él vive – y la fe en Él, penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día.

La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos, a discernir nuestro puesto en la sociedad.

Queridos amigos, “Yo soy la luz del mundo – vosotros sois la luz del mundo”, dice el Señor. Es algo misterioso y grandioso que Jesús diga lo mismo de sí y y de nosotros todos juntos, es decir, “ser luz”. Si creemos que Él es el Hijo de Dios, que ha sanado a los enfermos y resucitado a los muertos; más aún, que Él ha resucitado del sepulcro y vive verdaderamente, entonces comprendemos que Él es la luz, la fuente de todas las luces de este mundo. Nosotros, en cambio, experimentamos una y otra vez el fracaso de nuestros esfuerzos y el error personal a pesar de nuestras buenas intenciones. No obstante los progresos técnicos, el mundo en que vivimos, por lo que se ve, nunca llega en definitiva a ser mejor. Sigue habiendo guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema y represión sin piedad. E incluso aquellos que en la historia se han creído “portadores de luz”, pero sin haber sido iluminados por Cristo, única luz verdadera, no han creado ningún paraíso terrenal, sino que, por el contrario, han instaurado dictaduras y sistemas totalitarios, en los que se ha sofocado hasta la más pequeña chispa de humanidad.

Llegados a este punto, no debemos silenciar el hecho de que el mal existe. Lo vemos en tantos lugares del mundo; pero lo vemos también, y esto nos asusta, en nuestra vida. Sí, en nuestro propio corazón existe la inclinación al mal, el egoísmo, la envidia, la agresividad. Quizás se puede controlar esto de algún modo con una cierta autodisciplina. Pero es más difícil con formas de mal más bien oscuras, que pueden envolvernos como una niebla difusa, como la pereza, la lentitud en querer y hacer el bien. En la historia, algunos finos observadores han señalado frecuentemente que el daño a la Iglesia no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres. “Vosotros sois la luz del mundo”. Solamente Cristo puede decir: “Yo soy la luz del mundo”. Todos nosotros somos luz únicamente si estamos en este “vosotros”, que a partir del Señor llega a ser nuevamente luz. Y lo mismo que el Señor afirma de la sal, como signo de amonestación, que podría llegar a ser insípida, de igual modo en las palabras sobre la luz ha incluido una pequeña advertencia. En vez de poner la luz sobre el candelero, se puede meter debajo del celemín. Preguntémonos: ¿cuántas veces ocultamos la luz de Dios bajo nuestra inercia, nuestra obstinación, de manera que no puede brillar por medio de nosotros en el mundo?

Queridos amigos, el apóstol san Pablo, se atreve a llamar “santos” en muchas de sus cartas a sus contemporáneos, los miembros de las comunidades locales. Con ello, se subraya que todo bautizado es santificado por Dios, incluso antes de poder hacer obras buenas. En el Bautismo, el Señor enciende por decirlo así una luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la gracia santificante. Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es santo.

Queridos amigos, muchas veces se ha caricaturizado la imagen de los santos y se los ha presentado de modo deformado, como si ser santos significase estar fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se piensa que un santo es sólo aquel que hace obras ascéticas y morales de altísimo nivel y que precisamente por ello se puede venerar, pero nunca imitar en la propia vida. Qué equivocada y decepcionante es esta opinión. No existe ningún santo, salvo la bienaventurada Virgen María, que no haya conocido el pecado y que nunca haya caído. Queridos amigos, Cristo no se interesa tanto por las veces que flaqueamos o caemos en la vida, sino por las veces que nosotros, con su ayuda, nos levantamos. No exige acciones extraordinarias, pero quiere que su luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no porque hacéis cosas especiales y extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es vuestra, nuestra vida. Vosotros sois santos, nosotros somos santos, si dejamos que su gracia actúe en nosotros.

Queridos amigos, esta noche, en la que estamos reunidos en oración en torno al único Señor, vislumbramos la verdad de la Palabra de Cristo, según la cual no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Esta asamblea brilla en los diversos sentidos de la palabra: en la claridad de innumerables luces, en el esplendor de tantos jóvenes que creen en Cristo. Una vela puede dar luz solamente si la llama la consume. Sería inservible si su cera no alimentase el fuego. Permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello comporte a veces sacrificio y renuncia. No temáis perder algo y, por decirlo así, quedaros al final con las manos vacías. Tened la valentía de usar vuestros talentos y dones al servicio del Reino de Dios y de entregaros vosotros mismos, como la cera de la vela, para que el Señor ilumine la oscuridad a través de vosotros. Tened la osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones resplandezca el amor de Cristo, llevando así la luz al mundo. Confío que vosotros y tantos otros jóvenes aquí en Alemania seáis llamas de esperanza que no queden ocultas. “Vosotros sois la luz del mundo”. “Donde está Dios, allí hay futuro”. Amén.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Discurso del sábado, 24 de septiembre de 2011

Propósito

Darme el tiempo y la paciencia para dar hoy un consejo, estímulo o ayuda a quien lo necesite.

Diálogo con Cristo

Señor Jesús, qué diverso sería mi comportamiento si nunca olvidara de dónde vengo y a dónde voy. Tú eres quien da significado, sentido, esperanza y propósito a mi vida. Las presiones de la sociedad afectan mis decisiones, el estira y afloja de la «moda» me apartan de la auténtica felicidad, por eso te suplico me des la luz de la fe para buscarte siempre y, unido a Ti, pueda ser la luz que ilumine a los que hoy encuentre en mi camino.

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Santa Catalina María Drexel, luchadora por la igualdad de razas

Santa Catalina María Drexel, luchadora por la igualdad de razas

El 1 de octubre de 2000 fue una jornada histórica que reflejó para el mundo la catolicidad de la Iglesia: Juan Pablo II canonizaba a ciento veinte mártires de China -entre ellos varios misioneros españoles, como española es la primera santa vasca, Santa María Josefa del Corazón de Jesús (18 de mayo), a una africana, Josefina Bakhita (8 de febrero), y a Catalina María Drexel, de los Estados Unidos de América. Sin embargo, el reflejo de la catolicidad quedó nublado por las sombras de infundadas intenciones del Vaticano contra China, que los medios informativos airearon ampliamente. Y el mundo apenas se enteró de las palabras que el papa Juan Pablo II pronunció sobre esta santa americana:

«La madre Catalina María Drexel nació en una familia acomodada de Filadelfia, en los Estados Unidos. Pero aprendió de sus padres que los bienes familiares no eran sólo para ellos, sino que debían compartirlos con los menos favorecidos por la fortuna. Cuando ya era joven, quedó profundamente impresionada por la pobreza y la condición desesperada de muchos nativos americanos y afroamericanos. Y entonces comenzó a destinar sus bienes a tareas misionales y educativas entre las capas más pobres de la sociedad. Más tarde vio que se necesitaba más, y con increíble valentía y confianza en la gracia de Dios, decidió no dar sólo sus bienes, sino dar su vida entera al servicio total de Dios.

»A su comunidad religiosa, la de las Hermanas del Santísimo Sacramento, le enseñó una espiritualidad basada en la unión orante con el Señor en la Eucaristía, y en un servicio alegre a los pobres y a las víctimas de la discriminación racial. Su apostolado contribuyó a crear una mayor conciencia de la necesidad de combatir toda forma de racismo mediante la educación y los servicios sociales. Catalina Drexel constituye un excelente ejemplo de esa caridad práctica y de solidaridad generosa para con los menos afortunados, que desde hace mucho tiempo ha sido el signo distintivo de los católicos estadounidenses».

Hija de banquero, huérfana de madre

Catalina nació en Filadelfia (Pensilvania, Estados Unidos de América), el 26 de noviembre de 1858, hija del rico banquero Francisco Drexel, pero no conoció a su madre, que murió cuando la niña sólo tenía un mes. El padre contrajo segundas nupcias con Emma Bouvier, que hizo de verdadera madre de Catalina. La familia era rica, pero el dinero no era su mayor riqueza: por encima de los bienes materiales, en aquella casa estaba la religión católica y la caridad cristiana. De hecho, Francisco Drexel presidía varias instituciones sociales católicas a favor de los pobres. Y el apelativo de matrona de bondad, que la gente dedicó a Emma Bouvier, define bien el talante de la que, más que madrastra con toda la carga negativa de la palabra, fue madre y maestra de Catalina. Emma abandonaba con frecuencia la alta sociedad para acudir a socorrer a los marginados en sus barracones de los suburbios. Y Catalina, como sus dos hermanas, que acompañaban a Emma en sus visitas a los pobres, conocieron así la miseria en que vivían hombres, mujeres y niños, y aprendieron el significado de las palabras de Jesús: Lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos pequeños, conmigo lo hicisteis. lasobras de caridad, junto con la enseñanza de la religión, serán dos constantes en la vida de Catalina.

Entrega total a Dios y a los pobres

La vida de piedad, la frecuencia de los sacramentos y el ejercicio de la caridad ayudaron decididamente a que Catalina hiciera grandes progresos en su vida espiritual. Vivía en la abundancia, y no es fácil renunciar a un alto nivel de vida para abrazar otro género de vida más pobre y austero. A la joven Catalina le parecía lo más normal, a la vista del estilo de vida que Jesús eligió para sí y para su familia de Nazaret. Y comunicó a su director espiritual, padre James O’Connor, su intención de consagrarse a Dios en la vida religiosa. El padre O’Connor, ca-librando las dificultades que aquella decisión podrían ofrecer a la joven, le sugirió la conveniencia de permanecer en el mundo: fuera del convento también podría hacer muchísimo bien a los más necesitados, y ayudar mucho a las misiones de indios y negros, que tanto le preocupaban.

Catalina, en principio, obedeció a su director espiritual. Por el momento continuaría viviendo fuera del convento, pero estaba tan segura de que, antes o después, se consagraría plena-mente a Dios, que hizo voto de virginidad. De este modo garantizaba la consagración de su vida a Dios y aseguraba su dedicación plena a los pobres y marginados. De momento, había descubierto que, además de alimentos y vestido, los indios y los negros tenían una apremiante necesidad para salir de su situación marginal: la formación integral. Y Catalina no dudó en poner remedio, abriendo docenas de escuelas.

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Religiosa y fundadora

La joven estaba contenta con aquella obra educadora que había puesto en marcha. Pero no bastaba con construir las escuelas. Hacían falta maestros y educadores en la fe católica. Y, con esa inquietud solicitó audiencia al papa León XIII. Fue a Roma y pidó al papa que enviara misioneros católicos a los Estados Unidos. El gran papa de la Rerum novarum, tan sensible a los problemas sociales de su tiempo, escuchó complacido las inquietudes de aquella joven americana. Y su respuesta, la que en aquel momento pudo darle, fue ésta: Usted puede ser misionera.

Para Catalina, la voz del papa era la mejor pista para conocer el camino que Dios le señalaba. Ella iba a ser misionera. Y, a su regreso a Filadelfia, solicitó el ingreso en las Hermanas de la Misericordia de Pittsburgh: por encima de su director espiritual estaba la autoridad del papa. Y en 1899, a sus treinta y un años, inició su año de noviciado.

No llegaron a dos años los que Catalina permaneció en las Hermanas de la Misericordia. El 12 de febrero de 1891, acompañada de algunas hermanas que compartían sus mismas inquietudes, iniciaba lo que llegaría a ser una nueva congregación religiosa. El nombre original es la mejor síntesis de lo que desde muy joven había sentido Catalina Drexel: Sisters of the Blessed Sacrament for Indians and Colored People (Hermanas del Santísimo Sacramento para los Indios y los Negros). Como en tantas ocasiones en la historia de la Iglesia, intentaba compaginar, por una parte, la contemplación -en su caso, concretado en la adoración al Santísimo Sacramento-, y por otra, la acción, dirigida especial-mente a los indios y negros de los Estados Unidos.

El proyecto fundacional fue bien acogido, en principio, por las autoridades eclesiásticas de Filadelfia, y por la Santa Sede cuando acababan de cumplirse los seis años de la fecha fundacional: el 16 de febrero de 1897. El Decretum laudis de Roma era la inicial aceptación oficial. Luego debería presentar el libro de las Constituciones para su aprobación, que fue en 1907. Y, finalmente, el 25 de mayo de 1913 quedaba definitivamente aprobada por la Iglesia la Congregación de las Hermanas del Santísimo Sacramento para los Indios y Negros.

Larga vida de acción y de contemplación

La madre Catalina María sabía muy bien que se encontraba en un país de misión, en el que miles de indígenas y de negros permanecían alejados de la mesa común del pan y de la cultura. Y para ellos fundó su congregación.

Como era de esperar, a la muerte de su padre fue mucha la parte de herencia que le correspondió. Y todo lo dedicó a continuar –ahora de un modo estable y comunitario, y contando con maestras y catequistas– la obra de su juventud: pudo fundar sesenta colegios, tres casas de asistencia social y un centro misional. Pero los niños crecían y no siempre podían continuar su educación en las universidades estatales de aquel tiempo. Nueva necesidad y nueva respuesta: creó la Universidad Xavier de Nueva Orleáns, especialmente destinada para la formación superior de jóvenes negros, marginados por el color de su piel.

Durante cuarenta y seis años, la madre Catalina María gobernó la congregación, manteniendo encendido el fuego sagrado del carisma fundacional, y procuró visitar y estar al corriente del funcionamiento de todos y cada uno de sus colegios e instituciones.

A sus setenta y nueve años ya podía pasar el testigo a otras manos. En 1937, renunció al gobierno de la congregación y determinó dedicarse más a lo que tanto deseaba y no siempre pudo dedicar todo el tiempo que hubiera querido: la oración, la contemplación, la adoración al Santísimo Sacramento, de donde había sacado cada día las fuerzas necesarias para las grandes empresas que llevó a cabo. En una intensa vida de oración, esperaría vigilante la llegada del Señor para entrar con él a las bodas eternas: esto ocurrió el 3 de marzo de 1955. Catalina tenía noventa y seis años de edad: una muy larga vida de oración y contemplación.

El 20 de noviembre de 1988 era beatificada por Juan Pablo II, quien antes de que se cumplieran los dos años de la beatificación, el 1 de octubre de 2000, año del gran Jubileo, canonizaba a la Beata Catalina Maria Drexel, la santa norteamericana defensora de los derechos de los indios y de los negros. Para el hombre del siglo XXI ahí queda el mensaje de la santa del siglo XX: el amor cristiano es incompatible con el racismo y la xenofobia.

Fuente: José A. Martínez Puche, OP. en mercaba.org

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Carta XXI de Nicodemo: el inicio de la Pasión

Carta XXI de Nicodemo: el inicio de la Pasión

Querido Justo: ¡Ha ocurrido ya! ¡Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir! ¡Le han prendido! Acaso le hayan matado ya… Pero Él debía de desearlo, pues ha hecho todo lo posible para atraer sobre sí el odio de los sacerdotes y doctores. Es verdad que no fue a entregarse Él mismo. Últimamente, por las noches, se escabullía de la ciudad sin ser visto y, a campo traviesa, se dirigía a Betania, o bien pasaba la noche en alguno de los huertos del monte de los Olivos. Pero se quedó en Jerusalén y predicó hasta el último día. Aún ayer por la mañana habló bajo el pórtico. Sostuvo una animada conversación con la gente enviada a Él por el Gran Consejo, los saduceos y los herodianos. Salió vencedor de ella…, pero fue una victoria puramente verbal.

De poco le sirvió que ellos se marcharan furiosos, ardiendo en deseos de venganza, acompañados por las risotadas de la plebe. Las palabras que había empleado para vencerlos tampoco fueron comprendidas por los que las aplaudían. Eran palabras suyas, sólo suyas, implacables, a veces inesperadas, diferentes de las de toda la gente. Él es siempre el mismo. Parece no observar regla alguna. Incluso las cosas más bellas de nuestra existencia deben ser regidas por unas formas de acuerdo con una ley. El hombre debe obedecer a ciertas prescripciones; ni siquiera se puede ser bueno tal como uno quiere. Pero Él no; exige que toda regla ceda su puesto a una única ley que, según Él, es absoluta y debe ser observada incluso en detrimento de todas las demás: la ley de la caridad… Quien hace un acto de caridad es como si hubiera cumplido todas las demás prescripciones. Pero, para Él, si no se ama al Altísimo y al prójimo no tiene valor abstenerse de matar, de robar o dominarse las pasiones; ni tiene valor la observancia de todas las prescripciones referentes a la pureza y al sábado. Ha construido su doctrina sobre la Ley e incluso por encima de ella…

 Lo que en la Ley representa la culminación de las perfecciones humanas, para Él no es sino el principio de ellas. La Ley exige: «Sé una persona honrada». Él parece enseñar: «Puesto que eres una persona honrada, puedes ser mi discípulo. Pero, incluso si no eres una persona honrada, ama y podrás serlo». Ama… Esta doctrina tan sencilla es, sin duda alguna, la más difícil. Pero, ¿por qué un hombre que sólo exige un absoluto y constante amor es tan odiado? Hace una hora ha caído en manos de la guardia del Templo… ¿No le habrán matado ya? Aún estoy temblando por lo que me ha contado Santiago. Es horrible, horrible… Cada vez que te escribo siento deseos de comenzar la carta por el final; los acontecimientos de su vida son tan impresionantes que los últimos siempre parecen eclipsar a los anteriores. Pero quería que tú, Justo, conocieras todos los detalles. Trataré, pues, de contarte ordenadamente todos los incidentes, que se han ido sucediendo raudos, más que una flecha al dispararse. Esta mañana me he encontrado al rabí Joel. Tuve razón: al piadoso penitente por los pecados de Israel ya se le ha pasado del todo el susto. Los ojos se mueven más rápidos que nunca y su voz parece el croar de una rana.

—¡Oh, a quién veo, a quién veo!… —exclamó, alzando las manos, al verme. De su boca asomaban dos dientes amarillos y torcidos—. El rabí Nicodemo… ¡Cuánto tiempo sin vernos!

— Cuatro días enteros—. El ilustre rabí nunca asiste ahora a las sesiones del pequeño Sanedrín… Sus palabras me confirmaron mi suposición de que, a espaldas mías, habían tenido efecto algunas sesiones con una parte de los miembros del Consejo Supremo. Mis criados me habían dicho que de noche los ancianos saduceos se reúnen con nuestros más relevantes haberim en el palacete de Caifás, en las laderas de la montaña del Mal Consejo. A mí y a José nadie nos ha dicho ni una palabra de esto. La mirada de Joel recorría mi rostro como si quisiera descubrir en él mis sentimientos. Logré adoptar una expresión de completa indiferencia. Respondí

—No tengo necesidad de asistir a todas las reuniones.

—Desde luego, desde luego—se apresuró a contestar. Se frotaba las manos como es su costumbre y no dejaba de mirarme—, desde luego… — repitió—. Sin duda alguna el ilustre rabí Nicodemo trabajaba, ¿verdad? ¿Escribe sus hermosas hagadás? ¡Oh, si yo supiera escribir así! ¡El Altísimo ha depositado en tus manos una riqueza muy grande! ¡Muy grande! Escribe, escribe, Nicodemo. Harás con ello grandes méritos a los ojos del Eterno y, además, te cubrirás de gloria. Llegará un día en que la nación entera estudiará las hagadás del rabí Nicodemo bar Nicodemo. Deseo que nunca hagas otra cosa y que no distraigas tu mente en cuestiones inútiles. Todos esperamos de ti más bellas y sabias narraciones… Escribe. Me disgustó saber que últimamente, en lugar de escribir, seguías a este hombre de Galilea. ¡Lástima de tu tiempo, ilustre rabí! Es mejor que escribas. Haciéndolo, sirves realmente al Altísimo. Yo te vi con una rama en la mano, corriendo detrás de Él… Incluso creo que dijiste que era el Mesías… No contesté. Aparenté no haber oído las últimas palabras. No insistió. Pero seguía allí, encorvado, frotándose las manos con especial cuidado.

—Este hombre —observó — se ha expuesto mucho… No le bastó contravenir los santos preceptos de la pureza, sino que, además, dispersó a los mercaderes… Quizá tuvo razón al hacerlo… Pero fue una imprudencia muy grande. ¡Oh, los saduceos no podrán perdonárselo nunca! Ahora desean su muerte. El que tiene a Caifás por enemigo puede esperarlo todo… Y en todo momento… Sí, sí…— suspiró de pronto

—, son graves los pecados de nuestro pueblo, muy graves. Quien haga penitencia por ellos debe sufrir mucho… Se alejó arrastrando los pies. Me puse a considerar el motivo de haberme dicho todo aquello. Llegué a la conclusión de que debió impelerle a ello su odio hacia Caifás. Joel consideraba que el sumo sacerdote es como un tumor purulento en el cuerpo de la nación: le odia mortalmente. Incluso su odio contra el Maestro disminuye cuando lo compara con el que siente hacia Caifás. Supongo que no le fue fácil avenirse a la alianza que Jonatán, hijo de Azziel, propuso a los saduceos en nombre de nuestros haberim, y me pareció que Joel me había hablado adrede del peligro que ya ahora amenaza al Maestro. Eran los sacerdotes, principalmente, los que insistían en aplazar el prendimiento del Maestro hasta después de las fiestas. Pero ahora, heridos en lo vivo por las perdidas sufridas, son capaces de olvidar la prudencia. Después de razonar así las palabras de Joel, tomé una determinación. En cuanto oscureció, cogí un asno y salí por la puerta Esterquilinia en dirección a Belén. Cuando estuve un poco alejado de la ciudad, torcí hacia el monte de los Olivos y, atravesando los jardines de las laderas, me dirigí a Betania. Quise de este modo despistar a los espías que quizá vigilan mis pasos.

La casa de Lázaro estaba tan silenciosa que parecía completamente dormida. Golpeé la puerta con la aldaba y esperé un largo raro a que me abrieran. Por fin oí unos pasos cansinos y apareció Lázaro. Está intentando andar apoyado en dos bastones. Confieso que cada vez que me encuentro cara a cara con él siento cierto temor. La muerte aleja y eleva a la persona, y no puedo olvidar que estuve ante el sepulcro cerrado de Lázaro. Nunca he vuelto a hablar con él de este asunto… ¿Quien sabe si hubiese sido mejor hacerlo? ¿Acaso sabría decirme algo de Rut? Allí es posible que unos sepan algo de los otros… Pero no me atreví a preguntárselo. Además, lo más probable es que el recuerdo del seol se haya borrado de él en el momento de volver a la vida. Si no fuera así, ¿podría vivir sabiendo cómo es aquello? Me saludó con las palabras:—El Altísimo esté contigo, rabí. Entra, por favor. Es tarde y debes de estar cansado. El Maestro aún no duerme, estamos todos reunidos. Hoy nos habló de ti…

—Precisamente venía para comunicarle algo.

—Entra, pues. Marta te traerá en seguida agua para lavarte.

Todos estaban abajo, en la gran estancia. La claridad que salía del hogar encerraba en un círculo a un grupo de personas en actitud de recogimiento. Él estaba sentado en medio, alargado, enorme en su blanca cuttona, con las manos cruzadas sobre las rodillas. No decía nada: miraba al fuego. Me chocó de pronto que aquella noche su rostro pareciera el de un hombre viejo. Desde hace unos días cada hora que pasa es para Él como si fuera un año entero. Y, a pesar de su gravedad, es un hombre joven, lleno de salud y fuerza. Antes sabía volver descansado incluso de los más largos viajes. Ahora, en cambio, parecía agotado, sin energía y como doblado por el peso de sus preocupaciones. Respiraba pesadamente con los labios entreabiertos. Su despejada frente estaba cubierta de arrugas. Parecía una persona que ha perdido toda esperanza y sólo aguarda pasivamente la derrota final. Al oír mis pasos, alzó despacio la cabeza. Una desvaída sonrisa, como un tenue rayo de sol otoñal, movió sus labios.

—La paz sea contigo, amigo — dijo. Abrió los brazos y me llamó a su lado. Así recibía a menudo a sus discípulos, pero conmigo nunca se había mostrado tan cordial. Sentí sobre mis hombros sus cálidas manos. ¿Es que busca en mí alguna solución? Inconscientemente, traté de mostrarme enérgico y decidido: la debilidad de los otros generalmente nos hace sentirnos fuertes. Pero esta vez no pude…

Yo también estaba lleno de temor y desesperación y lo sentía a flor de piel. Ninguno de los dos, pensé, estamos en condiciones de tomar una decisión seria. Tocando con mi pecho el suyo, miré por encima de su hombro: los discípulos y las mujeres estaban sentados, con las cabezas inclinadas. Me pareció que compartían el decaimiento del Maestro. Incluso Marta, tan animada siempre hasta en los momentos más difíciles, parecía ahora destrozada.

—Hoy he estado pensando en ti, Nicodemo — oí que me decía. Abrió los brazos y me soltó—. Deseaba verte, lo deseaba mucho…

— ¿Quieres algo de mí, rabí? — pregunté. Esperé que moviera suavemente la cabeza como hace tantas veces cuando le preguntan si quiere comer, beber, dormir o descansar. Pero esta vez fijó en mí una mirada dolorida, como la de uno de esos numerosos enfermos que Él ha curado y dijo en voz baja:

—Sí.

— ¿Qué deseas? — seguí preguntando. A pesar de verle en tal estado de decaimiento no se borraba en mí el recuerdo de aquellos momentos en que, de pronto, como una llamarada, cedía en Él la debilidad humana para dar paso a un inmenso y secreto poder. Y no sólo esto. ¡Tantas veces nos ha mostrado su inigualable bondad! Es cierto que no salvó a Rut… pero a otros les daba tanto que incluso yo, sin haber recibido nada, me sentía deudor suyo.

—¿Qué deseas? Dilo. Te serviré al instante. ¿Sabes para qué he venido? Deseo salvarte. Te amenaza un gran peligro. Mañana, al amanecer, te mandaré unos cuantos asnos o, mejor, unos cuantos camellos y un hombre inteligente y de confianza. Irás con él muy lejos. Aquí estás en peligro. Los fariseos y los sacerdotes están tramando algo. Hoy me han dicho cosas por las que he deducido que serían capaces de lanzarse sobre ti incluso durante las fiestas. Márchate sin falta. Todo se calmará en su día y es posible que aún puedas volver. Sentí que su mano tocaba la mía.

—No me hables de esto, amigo — dijo—. No me marcharé. Cada día tiene su anochecer… Espero de ti otra cosa…

—Siendo así, ¿qué puedo darte, rabí?

—Dame tus preocupaciones, Nicodemo.

— ¿Mis preocupaciones?

—Sí, amigo. Quedamos así en aquella ocasión. Ha llegado el momento. Dame hoy tus preocupaciones. Las necesito. Las he estado esperando. Me faltaban…

—No comprendo… — balbucí.

Ahora ya no hay manera de entenderle. Pero también entonces, al principio, ¿qué quería decir aquello de «volver a nacer»? Nunca me lo explicó. Raramente explica sus palabras. Cuando se le dice que son incomprensibles, se limita a mirar a los ojos y sonríe como diciendo: « ¿No las comprendes? Llegará un día en que las comprenderás.» Su doctrina no recuerda las doctrinas de los filósofos griegos. Ellos definían el mundo, explicaban cómo es. Él quiere que el hombre vaya solo de un descubrimiento a otro y que él mismo se explique todos los secretos. No arma a la gente para la lucha de la vida. Dice palabras incomprensibles que no se sabe cómo ni cuándo descubrirán su sentido. A veces parece contradecirse a sí mismo. En varias ocasiones le he oído decir: «Sed como niños, es necesario que seáis como niños…» Y al mismo tiempo estas extrañas palabras que parecen decir: debéis crecer para comprenderlas. Pero quien crece deja de ser niño y quien es niño debe conformarse con no entender el mundo… Pero tampoco esta vez me aclaró nada. Me indicó que me sentara en un taburete y se quedó mirándome. En su mirada había cordialidad, amor, entrega. Parecía una persona que pide, que pide humildemente. Volvió a decir:

—Dame tus preocupaciones… La madera chisporroteaba en el fuego. Marta se acercó de puntillas para preguntarme si quería beber un poco de leche caliente. «Dame tus preocupaciones…, pensé. Esto sonaría a burla si Él fuera capaz de burlarse. Desde luego, estoy dispuesto a dárselas en seguida. No las escatimo. No las deseo para mí. En realidad, para librarme de ellas he venido aquí de noche, atravesando montes y atajos. Las he traído conmigo junto con la bolsa que cuelga de mi cinto. Pero aquí han aumentado todavía. «Dame tus preocupaciones…» Tampoco en aquella ocasión me libró de ellas.

Miré al Maestro por encima de un recipiente de barro. Esperé a que dijera algo más. Pero volvió a fijar su mirada en el fuego y sobre su rostro apareció de nuevo una expresión de lucha interna, dolor y desánimo. « ¡Es un hombre débil! », pensé un momento. Desde hace tres años este pensamiento vuelve a mí sin cesar. Y pensar que yo había estado a punto de creer una serie de cosas… Era ya negra noche cuando decidí marcharme. Marta fue a sacar un asno del establo. Me levanté y me acerqué al Maestro. Parecía dormir con el rostro escondido entre las manos. Pero lo alzó al oír mis pasos y entonces vi que tenía las mejillas mojadas por las lágrimas. Debía de hacer rato que lloraba así, sin un sollozo siquiera. Sólo le temblaban los labios y la barba.

—Que el Eterno sea contigo, rabí — dije.

— ¿Ya te vas? — preguntó.

—Me marcho. Es tarde. Pronto cantará el primer gallo.

—Sí —susurró como para sí mismo —, es tarde… Y el gallo… — Suspiró

—Querría que pasara pronto y que durase indefinidamente — confesó —. Noche inolvidable…

— Se me clavó en la memoria esto que dijo: «inolvidable».

— Recuerda — me dijo, sacudiendo sus propios pensamientos — que espero tus preocupaciones. La paz sea contigo, criatura… Este hombre, más joven que yo, hablaba como un viejo, como el padre de la nación… Alargó el brazo y me pasó la mano por el rostro. Tenía los dedos calientes y suaves. Nunca he sentido un contacto tan emocionante. Ni siquiera cuando Rut, al ver mi desesperación por causa de sus sufrimientos, me acariciaba la cara con sus manos para consolarme. Delante de la casa estaba Marta sujetando mi asno y alguien más a su lado. Por el cielo pasaban unas grandes nubes densas que cubrían casi constantemente la claridad de la luna. Pero en este instante había logrado huir de ellas y aparecía en lo alto su claro disco luminoso. Las sombras de las personas parecían derretirse sobre el camino, brillante como un río de metal líquido. En la persona que estaba junto a Marta reconocí a Judas.

—¿Me permites, rabí — preguntó —, que vaya contigo hasta la ciudad? Tengo que hacer allí unas compras antes del amanecer…

—Ven — contesté. Incluso me alegré, pues su presencia me libraría de la lucha con mis propios pensamientos. Monté en el asno, dije a Marta «El Señor sea contigo», y tomé el camino que me había conducido hasta la casa de los hermanos.

Judas caminaba a mi lado. Entramos en la zona de sombra de los árboles; por sus hojas resbalaba la luz de la luna y caía a grandes gotas sobre el pedregoso sendero. Se oían ladrar unos perros perdidos en la oscuridad. Cuando dejamos a nuestras espaldas las últimas casas, nos envolvió un silencio interrumpido sólo por el rumor de las hojas de los olivos mecidas por el viento.

—Me parece que tenías razón — dije en cierto momento; hasta ahora no habíamos cambiado ni una palabra —. El Maestro está totalmente acabado. Su poder ha desaparecido no sé dónde…

—¡Él mismo ha querido librarse de él! — respondió de pronto con un apasionado susurro. Entre los rápidos cambios de sombra y claridad no podía ver a mi compañero. Pero la brusquedad de sus palabras parecía indicar que él tampoco podía dejar de pensar en el Maestro. Sin dejarme hablar, Judas siguió diciendo con una vehemencia que iba en aumento —: Ya te lo dije, rabí ¡Él lo rechazó! ¡Pudo haber vencido! ¡Pudo! ¡Pudo haber dispersado a esta banda de ricachos, usureros, bandidos, ladrones, explotadores y holgazanes con el buche repleto de denarios…! ¡Hubiera podido destruirlos!

—Su enojo parecía un caballo desbocado. Sentía su jadeante respiración, que parecía romperse en un sollozo.

—Temo —le dije — que si las autoridades del Sanedrín estuvieran al corriente de esta debilidad suya, no lo pensarían más. No le perderían de vista y, en cuanto se marcharan los que han venido para las fiestas, se lanzarían sobre Él…

—¡No esperarán a que pasen las fiestas! — me interrumpió de nuevo bruscamente—. ¡Le matarán! ¿Hoy, mañana?… ¡Está perdido! — En un arranque puso la mano sobe el cuello de mi asno. El animal se paró, pues Judas tiraba de su escuálida crin con toda la fuerza de sus dedos encorvados como garras —. ¡Está perdido! — repitió —. Pero, ¿por qué yo nunca he podido tener ni cinco denarios? Su grito, lanzado en aquella centelleante oscuridad que parecía incrustada de lentejuelas, resonó como un gemido parecido al hipo de un moribundo. Inesperadamente apoyó todo su cuerpo contra el asno. Sentí sobre mi rostro su ardiente aliento. No comprendía lo que le estaba pasando.

—Nunca he tenido ni cinco denarios propios para comprar vino, perfume, amor… Él dice que ama a los hombres. ¡Es pura fantasía! No comprende que nunca nadie amará a un hombre que sea un desgraciado, un miserable, un mendigo… Le daban dinero… Pero como si no lo tuviera. Yo no podía seguir así —. La voz de Judas temblaba, le castañeteaban los dientes —. Yo no podía… no podía. Nunca vino, nunca amigos, nunca algo mejor para cubrirse el cuerpo, nunca una mujer que ella, por sí misma. —Repetía obsesivamente —: Yo no podía… no podía… no podía…

Casi recostado sobre el asno, su cabeza emergió de pronto de la oscuridad como si la sacara del agua o de detrás de un velo. La luna le iluminó de lleno la cara, borró su color, las arrugas y las sombras; la dejó blanca y sin vida como la cara de una estatua. La mandíbula inferior le colgaba como la de un cadáver.

—Sigamos nuestro camino — le dije. Se apartó del asno tambaleándose y avanzamos. Oía a mi lado sus pesados pasos, como se arrastraba con el andar de un borracho. Parecía como si la escena anterior le hubiese dejado sin fuerzas. Su respiración era fuerte, silbante. Luego oí que algo tintineaba; debía de tener en la mano algunas monedas. Una y otra vez las echaba al aire y volvía a cogerlas. Todo en él parecía bullir. El camino nos condujo al fondo de un negro desfiladero. El asno bajaba lentamente poniendo con cuidado una pata delante de otra. Oía el golpear de sus cascos en las piedras planas.

Sobre nuestras cabezas se veía, sumido en la oscuridad, el borde rocoso que ahora se iba volviendo cada vez más claro con los primeros rayos de luz rompiéndose contra sus aristas. El frío de aquel lugar y quizá mi agitación interna me hacía temblar. ¿Qué me había dicho?, traté de recordar. «Dame tus preocupaciones…» ¿Qué significaba esto? ¿Acaso es éste uno de sus misterios, terrible y doloroso, pero que como todo misterio suyo esconde en el fondo una inesperada paz? ¿O no son más que las semiinconscientes palabras de un hombre desesperado? Mi última conversación con Él me hizo recordar aquella otra en la montaña. Allí me dijo: «Toma mi cruz… dame la tuya…» Entonces no comprendí estas palabras.

Esperaba a pesar mío, confiaba aún en que, a pesar de todo, curaría a Rut. Pero Rut ha muerto. Su enfermedad fue mi cruz más dolorosa, usando su misma expresión. Él no la tomó sobre sí. Pero ahora, ¡quién sabe!, quizá le espera una auténtica cruz… ¡Es una tortura horrible! Nunca he podido contemplar una crucifixión. No se siquiera imaginarme qué sería si me clavaran a mí en ella. Sólo de pensarlo me falta el aliento y siento un punzante dolor en las muñecas. ¡Me desmayaré si sigo pensando en esto!

Judas también debe de sentir miedo de la cruz. ¿Acaso para ahogar su miedo hace sonar constantemente estas monedas? Pero yo no puedo soportar más este tintineo. Quería gritarle que dejara en paz las monedas, pero no lo hice. Temí que mi observación produjera en él otro torrente de palabras insensatas.

Continué avanzando en silencio entre las manchas de luz solar que parecían movibles y me cegaban con su claridad. Judas, a mi lado, seguía haciendo saltar sus ciclos… Por la mañana bajé a un taller que hay al lado mismo de mi casa. Quería hacer un encargo, pero allí se está tan bien que en vez de salir en seguida me senté y me quedé escuchando el alegre repique de los martillos. Los obreros canturreaban.

Esta gente sencilla se alegra por la llegada de las fiestas y el descanso que la espera. ¡Si yo supiera sentirme libre como ellos! Su alegría mitigó un poco mi inquietud y comencé a olvidar las pesadillas que me habían atormentado de noche. De pronto, a la puerta, apareció Ahir y me hizo una seña con la mano. El corazón me dio un vuelco. Desde el primer instante comprendí que aquellos momentos de quietud habían terminado y que mi criado era un mensajero que me llamaba de nuevo al mundo de los temores y las preocupaciones. Cada día estaba más seguro de que algo malo se estaba acercando, y ahora me pareció leer en el ademán de Ahir la confirmación de que esto había ya llegado. Abandoné el taller. Ante la puerta me esperaban Juan y Simón, a los que Ahir había encontrado cerca de Siloé. Venían con él para decirme que el Maestro me rogaba le dijese si podía cederle para aquella noche la parte alta de mi casa, pues deseaba celebrar allí con sus discípulos la Pascua galilea. Este proyecto aumentó aún más mi inquietud. No quería negárselo.

Además, no está permitido negar hospitalidad a un peregrino que quiere comer en tu casa la cena pascual. Pero, ¿por qué hace Él esto? ¿Para qué viene, aunque sea protegido por la oscuridad de la noche, a una ciudad en la que siempre le espera algún peligro? Y, para colmo, quiere celebrar la Pascua a dos pasos de la casa del sumo sacerdote, en mi casa, ¡en la de un fariseo de quien el Sanedrín sospecha que es discípulo suyo! ¡Qué falta de reflexión, o bien, qué manera tan inconsciente de tentar al Altísimo! Dije a Simón:

—Puesto que el Maestro lo desea, claro está, no se lo voy a negar. ¡Pero os conjuro a que no hagáis tonterías! ¡No volváis a hacer otra entrada triunfal en la ciudad? Venid en silencio, en pequeños grupos, perdidos entre la gente. Lo más razonable sería que nadie supiera que pensáis pasar la noche en Jerusalén.

Juan movió la cabeza en señal de asentimiento. ¡Pero Simón está imposible! Volvió a invadirle una oleada de insolencia y seguridad en sí mismo. Puso los brazos en jarras y dijo (habla a grito pelado y, cuando empieza, llama la atención de todos):

—El Maestro no necesita temer a nada ni a nadie. ¡Que alguien se atreva a atacarle! ¡Ya le enseñaré yo! ¡Sobre todo ahora! —y golpeó con la mano un paquete que llevaba bajo el brazo.

—¿Qué llevas ahí? — pregunté, inquieto. Desató el envoltorio y me enseñó con aire triunfal dos cortas y anchas espadas de las que se pueden comprar en cualquier herrería.

—Podrían sernos útiles — afirmó con jactancia. Envolviéndolas de nuevo. ¡Ah, qué hombre tan necio! ¿Quiere pelear con los servidores del Templo y del Gran Consejo? Lo que aún me quedaba de tranquilidad se desvaneció por completo. De nuevo me asaltaron los peores presentimientos. No hay nada peor que un mal desconocido cuya llegada tememos. Su fantasma es peor que él mismo… Ellos cenaban arriba y entonaban himnos mientras yo me paseaba inquieto por la planta baja, escuchando todos los rumores que venían de fuera. Cada pisada algo más fuerte ante la puerta de mi casa hacía latir mi corazón más de prisa. Luego, cuando volvía el silencio, sus latidos se hacían tan lentos que las fuerzas me abandonaban y me sentía desfallecer.

Ya era bien entrada la noche cuando los oí salir. Respiré. Como extenuado por un gran esfuerzo, me eché en la cama y me dormí en el acto. Pero no dormí mucho. Me despertaron. Ahir se inclinaba sobre mí tirándome del brazo. Dijo que alguien había venido y deseaba verme en seguida. Me levanté de un salto. No sentía sueño; estaba consciente, pero todo yo temblaba. Incluso dormido esperaba que llegase la desgracia. Me cubrí con un manto y salí al encuentro del recién llegado. Era Santiago, hermano de Juan. Los hijos de Zebedeo, aunque no tienen la misma edad, se parecen mucho: delicados y tímidos, esconden su entusiasmo y a menudo no saben mostrarlo. Pero el Maestro, que sabe penetrar hasta lo más íntimo de las personas y conoce nuestros sentimientos más recónditos, les llamó un día los hijos del trueno. Cuando recuerdo que sin esfuerzo alguno, como si leyera en un rollo abierto, sabía descubrir en un hombre sus virtudes y defectos, estoy más convencido de que Él no es una persona corriente… Santiago va siempre muy limpio, lleva el cabello bien peinado y todo él da una impresión de pulcritud y cuidado. Pero ahora tenía ante mí a un hombre con una simlah arrugada y los cabellos mojados y en desorden, caídos sobre los ojos y la frente. Sus pies estaban llenos de barro y heridas y tenía la mirada extraviada. Todo él temblaba. No me dijo en seguida para qué había venido: parecía intentarlo, como si las palabras no pudieran pasar por su garganta. Al fin balbució:

— ¡Le han prendido…! Aunque lo esperaba, aquello fue como si me hubiera caído un rayo encima. Las piernas se me doblaron. Me senté en un banco, sentí un vacío en la cabeza y ante mis ojos pasaron unas manchas oscuras. Me sentí débil como si fuera a desmayarme. De modo que, a pesar de todo…, comenzó a martillearme en la cabeza, a pesar de todo… Todos mis pensamientos, todas mis conversaciones con El se concretaron ahora en estas pocas palabras.

—A pesar de todo… — repetí en voz alta —, no ha logrado huir, salvarse, esconderse. ¡Le han prendido! Creo que estuve mucho rato sentado con la cabeza baja, sacudido por escalofríos, mareado. Cuando la levanté, el hombre seguía ante mí como un árbol destrozado por un rayo. Mirándole, comprendí que para este discípulo lo peor no era que el Maestro hubiera sido prendido… Sus ojos expresaban no sólo dolor y miedo. Además, había en ellos desesperación. Esta clase de sentimiento es contagioso: sobre la frente, en la misma raíz del cabello, sentí unas gotas de frío sudor que parecían el contacto de unas patitas de rana. Los dientes me castañeteaban y este ruido resonaba en la casa vacía y dormida como el rumor de unas rápidas pisadas. Haciendo un esfuerzo, susurré:

—¿Cómo ha… sido?

—Cómo ha sido… — repitió lentamente, como si no entendiera la pregunta, como si él mismo no supiera bien lo que había ocurrido. Inseguro, tartamudeando, comenzó a decir: Celebramos la Pascua en tu casa, rabí. Como siempre… Él… Él… estaba triste. Desde hace unos días estaba triste… Debiste notarlo… Decía… No sé, no lo he entendido todo… Decía… que no tardaría en marchar y luego no tardaría en volver porque no quiere dejarnos huérfanos… ¿Crees que le soltarán? ¿Qué crees, rabí?

— Moví la cabeza con expresión de duda. Le vi tragar saliva con esfuerzo, dolorosamente—. Le dijimos que iríamos con Él adonde hiciera falta y que no temíamos ni a la misma muerte. Sonrió tristemente como si no lo creyera… Y dijo que nos amáramos como nadie se ama. Debemos recordar que siempre está con nosotros y que por su amor hemos de cumplir con nuestro deber… Habló largamente, no puedo repetírtelo lodo. Después de la cena nos lavó los pies. Pedro no quería, pero Él dijo que debía hacerlo. De modo que accedió y todos nosotros también. Luego, aunque ya habíamos terminado la cena, tomó un pan y nos dio de él; nos dio a cada uno de nosotros. Luego hizo lo mismo con el vino, también a cada uno de nosotros. Y habló igual que cuando la gente se marchó indignada: que esto es ahora su cuerpo y su sangre y que debemos comerlo y beberla…

Pero aquello seguía siendo sólo pan y vino… No sabíamos qué pensar. Luego Judas salió en seguida. El Maestro le dijo algo e incluso añadió: «Hazlo cuanto antes». De nuevo repitió que nos amáramos… y que quien lo ve a Él ve también al Padre… Porque Felipe le había preguntado cómo es el Padre y pidió que nos lo mostrara… Habló mucho rato… Ahora se me confunde todo… Juan y yo dijimos que seríamos en el reino los primeros. Entonces Simón se indignó y Santiago comenzó a gritar que él será el primero porque es su «hermano». Pero el Maestro nos mandó callar. Dijo que en el mundo los reyes son los primeros, pero en el reino el que es primero debe ser como el siervo más humilde… Como el siervo de los siervos… Y por fin nos preguntó si nos había faltado algo mientras caminábamos con Él por Galilea, Perea, Samaria y Jadea. Le contestamos que nada, y es verdad: siempre tuvimos de qué comer y beber, aunque el Señor nos prohibía preocuparnos por el mañana. «Pero ahora», dijo, «ya no será así. Ahora debéis pensar en la bolsa para los ciclos y en las provisiones, y quien no tenga bolsa que venda su simlah y compre una espada.» Entonces Simón exclamó que las espadas ya las había comprado y le puso dos delante. Nos animó un gran entusiasmo y comenzamos a gritar que lucharíamos y no permitiríamos que nadie le hiciera nada. Los que con más fuerza gritaban eran Simón y Tomás. Pero ni siquiera miró las espadas. Se quedó un rato con la cabeza apoyada en las manos, con el rostro escondido en ellas, como si le hubiéramos dado un gran disgusto. Luego se levantó y dijo: «Basta ya. Vámonos de aquí.»

Era ya muy de noche y la luna brillaba sobre las torres del Templo. En el palacio del sumo sacerdote se veían luces encendidas y se oían voces. Me extrañó que allí no estuvieran durmiendo a aquellas horas. Nos marchamos en silencio en dirección al Ophel. De pronto una figura se paró ante nosotros. Era María, su madre. Había estado sentada bajo una higuera retorcida y esperaba, al parecer, a que saliéramos. Ahora avanzó rápidamente hacia el Maestro.

Nos detuvimos. Ellos dos se quedaron juntos, iluminados por las manchas de luz lunar que atravesaban las ramas del árbol sin hojas. «Hijo», oí que decía la mujer, «te lo suplico, no vayas… te lo ruego.» Añadió algo más, pero su susurro era poco claro. Luego Él habló también en voz muy baja sólo para ella. De pronto ella dejó escapar un grito doloroso, retrocedió unos pasos y se cubrió el rostro. Él se le acercó, inclinose, apoyó sus dedos en las mejillas de ella y la acarició como si Él fuera la madre que quiere borrar el dolor y las lágrimas del rostro de su hijo. No añadió nada más. Todo duró unos instantes apenas. Luego, suavemente, pero con firmeza, la apartó a un lado. Ella aún se resistía y sus manos se prendían en el manto de su hijo. La respiración agitada de la mujer estaba ahogada por las lágrimas. Pero Él se dirigía ya a la puerta de la Fuente, sin volverse; ella todavía exclamó: « ¡Velaré…! » Ninguno de nosotros supo a qué se refería. Pasamos por su lado: se había quedado inmóvil bajo la higuera, con los brazos extendidos, y comenzamos a bajar, envueltos en la oscuridad, hacia la piscina. El Ophel quedaba a mano izquierda como un bosque de arbustos, con su negro amontonamiento de casas: sobre él, más allá del pórtico, brillaba el Templo. De nuevo parecía un coloso de belleza y fuerza. ¿Recuerdas, rabí, que Él dijo en cierta ocasión que no quedará de él piedra sobre piedra…? ¿Es posible que una cosa así ocurra? Dime, rabí, ¿lo crees posible? Porque a mí me parece que esto no ocurrirá. A Él le parecía que podría vencer a la gente del Templo. ¡Pero son ellos los que le han vencido! ¿Quién lograría derribar unos muros como éstos, construidos sobre una roca como ésta? Se restregó la nariz. Después de una pequeña pausa siguió:

—A la derecha, allá donde la muralla forma una curva junto a la torre que da sobre la puerta Esterquilinia, todo aquel rincón está cubierto de tiendas de los que han venido para las fiestas. Pasamos por la puerta y seguimos bajando. De noche, el Cedrón resuena como el mar en tiempo de tormenta. Cuando salimos de la ciudad Él comenzó a hablar de nuevo. Se detuvo junto a una vid, la tocó con la mano y dijo: «Somos como esta planta; yo soy el tronco y vosotros los sarmientos…»

Repitió que nos amáramos… «Amaos, amaos siempre, amaos sobre todo en la hora más difícil…»

No le entendíamos, nos dábamos codazos… Él lo vio. «Lo entenderéis todo cuando os mande al Consolador… Él os lo enseñará todo… Debo marchar para que luego venga el Consolador… Yo iré con el Padre…» Entonces a mí y a Juan nos pareció que le habíamos entendido.

En cierta ocasión estaba con nosotros y con Simón en u. montaña… No se lo contamos a nadie porque nos mandó callar. Allí… De veras no sé si puedo contártelo, rabí. Pero nosotros hemos pensado que Él iría con el Padre igual que aquella vez en la cumbre de la montaña. Y que de nuevo ocurriría un milagro, pero que esta vez lo presenciaríamos todos… ¡Todo el mundo! Por esto le dijimos que ahora ya creemos todo lo que nos ha dicho. Pero en vez de alegrarse nos miró tristemente, como cuando discutíamos quién será el primero en el reino. «Ahora ya me creéis…»

Se mordió los labios. «Ha llegado la hora en que huiréis y me dejaréis solo. Pero yo no estoy solo…» Luego se alzó y rezó con los brazos abiertos. »La luna subía cada vez más alto y vertía su luz en el desfiladero como agua de un cántaro. Estábamos rendidos. Durante las últimas noches habíamos dormido muy poco. La cabeza nos daba vueltas a causa de tantas palabras como habíamos oído. Atravesamos despacio el puente. Él había decidido que pasáramos la noche en el huerto de los Olivos.

En cuanto llegamos, a la tenue penumbra bajo los árboles nos quitarnos los mantos y los extendimos en el suelo. Pero el Maestro no se sentó. Quedose en la oscuridad como una blanca estatua pagana. «Dormid aquí», nos dijo. «yo me voy un poco más lejos». A ninguno nos sorprendió esto: más de una vez se ha pasado la noche orando mientras nosotros dormíamos cansados por las fatigas del día. Al marchar nos llamó a mí, a Juan y a Simón: «Venid conmigo».»

Fuimos hasta una roca saliente. Allí se detuvo y nos dijo: «Estad en vela y orad. Yo también oraré. Me siento triste como un hombre que va a morir…» Su tono de voz, al decirlo, hizo que los tres nos miráramos a la vez. Nunca nos había hablado así. Estaba triste desde el día del banquete en casa de Lázaro, pero esta tristeza no le impedía hablarnos y predicar. Momentos antes aún nos hablaba tranquilamente. Pero ahora su serenidad se había roto como se rompe una burbuja en la superficie del agua. Me pareció un hombre asustado, dominado por la desesperación. «Orad, estad en vela», repitió varias veces. «El espíritu está lleno de entusiasmo, pero la carne ¡es tan débil!» Despacio, como si se le doblaran las piernas, se apartó pero no mucho; algo así como la distancia que recorrería una piedra lanzada al aire.

Allí había más claridad y le vimos postrarse. Simón dijo: «Oremos, puesto que el rabí lo desea». No nos arrodillamos porque estábamos muy fatigados. Nos limitamos a repetir las palabras del Hallel. Pero Juan se durmió en seguida. Este muchacho no sabe velar y más de una vez se nos ha dormido en le barca… A mí también me pesaban los párpados y la oración se me detenía en los labios. Muy pronto oí roncar a Simón. Procuré despabilarme: no estaba seguro de si había velado todo el tiempo o me había dormido. Pero se me ocurrió pensar que probablemente ya no hacía falta seguir velando… Apoyé la cabeza contra un olivo y me dormí en el acto como un tronco. »De pronto oí la voz del maestro. Me desperté sobresaltado. Se inclinaba sobre nosotros y nos hablaba con voz quejumbrosa. Parecida a la de un mendigo de la puerta de Efraím. «¿Por qué dormís? ¿No habéis sabido velar ni una hora?»

Bajo las ramas estaba muy oscuro, a pesar de que la luz de la luna, más clara ahora, cubría las copas de los árboles como si fuera escarcha. Su voz gemía en la oscuridad. Por un momento entró en una mancha de luz lunar y pude ver su rostro. ¡Por la frente de Moisés! ¡Era terrible! ¿Has visto nunca la cara de un hombre que ha sido lapidado? La suya estaba igual: blanca, contraída por el dolor, tensa como una cuerda… ¡No!, digo mal; no como la cara de una persona lapidada, sino como la de un ahogado que ha estado ahogándose lentamente y luchando con desesperación hasta la última bocanada de aire. La noche era helada, pero su frente estaba empapada en sudor; algunas gotas resbalaron formando unos hilitos oscuros como si no fueran de sudor sino de sangre. Su respiración recordaba el estertor de un moribundo… Nos quedamos mudos.

Realmente, no me imaginaba qué había podido ocurrirle. Si hubiera podido, me hubiera levantado de un salto y huido, gritando, como de un mal sueño. Pero me pareció estar clavado en tierra. Él seguía inclinado sobre nosotros murmurando palabras que salían entre aquel estertor como chispas cuando se afila un cuchillo. Hablaba bajo, pero a mí me pareció que gritaba… ¿Y sabes a qué parecía este grito? Al de un mendigo lisiado que no puede pasar por entre la multitud. ¡Cuántas veces lo hemos oído en medio de una aglomeración, como el grito de un pájaro quejumbroso y dolorido!

Ahora, su voz semejaba un grito así. «Por qué dormís?», repetía, “¿Por qué dormís? Os he prevenido… No durmáis. Os necesito. Orad. Estad en vela. Orad.” Sólo la primera tentación llega sola. La décima llega con la quinta, la vigésima con la novena… La última, junto con todas las otras…» »

Alzó una mano y se la pasó por el rostro. Tambaleándose, se volvió al lugar donde antes había estado orando. Primero era una sombra invisible en la penumbra, pero luego resplandeció como una espada puesta al sol. Lentamente, se dejó caer de rodillas. En medio del silencio, roto por el estruendo del torrente, oíase su gemido. Repetía algo dolorosamente; sólo unas pocas palabras, siempre las mismas. Volvía a empezarlas de nuevo, como si cantara. No sé qué decía, pero era siempre lo mismo. A veces lo repetía más aprisa, febrilmente; a veces más despacio, como si lo meditara. ¿Qué podía estar diciendo? Me invadía un temor cada vez mayor. Nos dijo que rezáramos, pero las palabras del salmo se me paralizaban en los labios; les daba vueltas, no podía emitirlas, no tenía fuerzas para seguir adelante. Simón balbució algo como que, puesto que el Maestro nos necesitaba, no debíamos dormir. Pero, apenas lo hubo dicho… ¿Sabes, rabí?, el sueño me parecía la única salvaguardia contra el miedo. Cuando oí roncar a Simón, sentí que le envidiaba… ¡Él ya no tenía miedo, mientras que yo seguía teniéndolo!…» ¿Crees que no lo comprendía, Justo? Temblando como hierba lamida por el fuego, sentí que también en mí crecía un ardiente deseo de hundirme en la inconsciencia del sueño. Es nuestra salvación, si al menos así podemos evadirnos. Sólo que mi sueño nunca es una evasión. A veces es más agotador que la realidad. He tenido muchos sueños así después de la muerte de Rut, sueños en los que ella retornaba a la vida para volver a morir… ¡Felices los hombres que, cerrando los ojos, pueden olvidarlo todo! Comprendí por qué había dejado de hablar, avergonzado.

—¿Volvisteis a dormiros? — pregunté.

Gimió como si le hubiera golpeado una herida mal cicatrizada.

—Tenía tanto miedo — los dientes le castañeteaban —, tanto miedo…

—¿Entonces vinieron ellos y le prendieron?

—No —contestó —. Él se acercó otra vez. Ahora ya no gemía ni lloraba. Se limitó a decirnos, dolorido: «Ya podéis dormir…» Le miramos restregándonos los ojos. Estábamos avergonzados de habernos dormido. Pero, ¿por qué no nos dijo que aquél era el último momento? En más de una ocasión nos había dicho: «Velad conmigo…» ¿Cómo podíamos suponerlo? «De pronto resonaron unos gritos y entre los árboles lució el rojo resplandor de las antorchas. La guardia había cercado el huerto y de todas partes acudían soldados, seguros de que no podríamos escapar. Nos levantamos de un salto. Yo quería huir, pero Simón empuñó la espada que llevaba consigo y preguntó, excitado: ‘¿Hemos de luchar, Señor? ¿Hemos de luchar?’ Oí gritos de horror; eran los demás, que se habían despertado. Mientras tanto los soldados del Templo iban cerrando el círculo. A la vacilante luz de las antorchas veía espadas, bastones, lanzas, escudos y caras gritando amenazadoramente. Simón saltó el primero… Pero Él, Justo, reprendió a su discípulo más fiel. Curó la herida que éste hizo a un criado del sumo sacerdote. ¿No hubiera podido huir? Él, que en tantas ocasiones desaparecía ante los ojos de toda una multitud. Pero, según parece, había dicho: «Ahora, ya no habrá más milagros…. ahora hay que tener la bolsa y la espada…» ¿Espada? ¿A qué espada se refería, puesto que no permitió luchar a Kefas? No tenía esperanzas de volver a dormirme. Me dispuse, pues, a contarte todo esto y ya estaba a punto de terminar cuando alguien llamó de súbito a mi puerta. El corazón me dio un vuelco. Pensé inmediatamente que ellos, en esta noche, querían terminar también con todos los amigos del Maestro. En vez de ir hacia la entrada, subí a la azotea. El corazón me latía tan de prisa que se me ponía un velo ante los ojos. Pero abajo no vi más que a un hombre solo.

— ¿Quién es? — pregunté.

—Soy yo, Chai. Reconocí a uno de los ascarios.

— ¿Qué quieres a estas horas?

—El sumo sacerdote me manda decirte que vayas ahora mismo a su palacio. Todo el Sanedrín se reunirá allí en seguida para juzgar al rebelde de Galilea…

—¿De noche? No se puede celebrar juicio por la noche. La ley lo prohíbe…

—No lo sé, rabí: no conozco las Escrituras. Es lo que me han mandado decir. Sigo adelante… Desapareció en la oscuridad. Volví a la planta baja, donde Santiago seguía sentado junto a la pared, inmóvil y dolorido. No puede perdonarse a sí mismo el haberse dormido. ¿Cómo ha dicho? «El Maestro necesitaba que estuviéramos en vela… nos pidió que veláramos…» Y él se había dormido. Pero al menos había descansado cerca del Maestro… ¿De qué sirve lamentarse ahora? Las veces que yo me había dormido al lado de Rut… ¡Tampoco le hubiéramos salvado! Ni le salvaremos si no lo logra por sí mismo. ¡Si no lo logra o si no lo quiere? Un Mesías que ha venido pero no quiere vencer es el fin de la fe en el Mesías. ¿Y si no lo logra? Entonces esto significaría que no es el Mesías. ¿Qué es mejor: saber que nos hemos equivocado, o saber que la misma fe no es sino una ilusión? ¡Basta! ¡Basta! Nunca llegaré a verlo claro. Debo ir. ¿O quizá sería mejor fingir que estoy enfermo? ¿Qué ganaré con ello? ¿Le juzgarán sin mí? Pero, ¿y si se ha dejado prender sólo para mostrar luego su poder ante sus jueces? Entonces yo sería como un nadador que se ahoga en la misma orilla… No: hay que ir. Hay que ser valiente, luchar por Él. No quiero ser como este Santiago que llora y no se atreve a asomar la cabeza a la calle. No he conocido, es verdad, los espléndidos días de Galilea. He llegado al final, al último momento, como aquel jornalero rezagado a la viña de su mashal. Pensaba que sería el momento del triunfo y resulta que es el de la amarga derrota. ¡Qué remedio! Suele ocurrir así cuando el juego es arriesgado. Acaso me reprocharé todas mis dudas o, quizá, no haber dudado una vez más… ¡Pero basta ya! Al final hay que mostrar que se es alguien… Hemos de beber nuestro vino… Me voy. Enrollo la carta y me la llevo conmigo. Si encuentro en Xistos alguna caravana que salga de la ciudad te la mandaré ahora mismo. ¡Oh! ¿Por qué no estás aquí, Justo? ¿Sabrías decirme tú qué significan sus palabras: «dame tus preocupaciones…»? ¿Qué significan? ¿Por qué quiere tomar mis preocupaciones? ¿Y cómo hacer para dárselas? Desdichadamente, nadie podrá decírmelo nunca… ¡Oh, Justo! ¡Si al menos supieras decirme si Él espera todavía! Porque me dijo: »Espero… recuerda que las espero…» Lo dijo como habla del agua un hombre que está en el desierto. Pero ahora es un prisionero amenazado de muerte… ¿Puedo todavía añadirle peso a un prisionero? Pero, sino es Él, ¿quién? Sólo Él las deseaba tan ardientemente .

Jan Dobraczynski: Cartas de Nicodemo, «Carta XXI».
Enlace a la obra completa en pdf.

Cuaresma: ‘Es tiempo de cambiar’, de Juanes

Cuaresma: ‘Es tiempo de cambiar’, de Juanes

«Cambiar el odio por amor» ¿A que suena muy bien como plan para esta cuaresma?

Además de esto es el título de una canción de Juanes que nos puede permitir trabajar muy bien los contenido profundos de la Cuaresma en las sesiones de Confirmación, pero también en la catequesis de adultos.

Os presentamos para esta actividad este vídeo realizado por Amalia de la Parroquia N.ª S.ª de la Encina, El Encinar-Los Cisnes (Salamanca), y la letra de la cancón más abajo. 


Trabajamos como dos locomotoras a todo vapor
y olvidamos que el amor
es mas fuerte que el dolor
que envenena la razón.

Somos victimas así de nuestra propia tonta creación
y olvidamos que el amor
es mas fuerte que el dolor
de una llaga en tu interior.

Dos hermanos ya no se deben pelear
es momento de recapacitar
es tiempo de cambiar
it’s time to change
es tiempo de cambiar
it’s time to change
es tiempo de saber pedir perdón
es tiempo de cambiar
en la mente de todos
el odio por amor.

It’s time to change…

Si te pones a pensar
la libertad no tiene propiedad
quiero estar contigo amor,
quiero estar contigo amor,
quiero estar contigo amor…

Si aprendemos a escuchar
quizás podamos juntos caminar
de la mano hasta el final
yo aquí y tu allá
de la mano hasta el final.

*  *  *

Lectura de la Pasión para los más pequeños

Lectura de la Pasión para los más pequeños

Era día de fiesta. El pueblo de Dios recordaba cómo los había rescatado de Egipto hacía mucho tiempo. Jesús se reunió para cenar con sus amigos.

Antes de sentarse a la mesa, Jesús cogió una palangana llena de agua  y una toalla. Se arrodilló y comenzó a lavarles los pies, sucios después de haber caminado durante todo el día.

Pedro:  (Con tono avergonzado)  Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? le dijo Pedro Jamás permitiré que me laves los pies.

Jesús:  Pedro, deja que te lave. Yo os quiero muchísimo y hago todo por vosotros. Quiero que vosotros hagáis lo mismo, que os cuidéis los unos a los otros del mismo modo que yo cuido de vosotros.

Era la hora de la cena. Jesús y sus amigos se sentaron a la mesa.

Jesús cogió un trozo de pan, dio gracias por él y lo partió en trozos para compartirlo con todos.

Jesús:  Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros.

Cogió también una copa de vino, dio gracias a Dios por ella y se la pasó a los discípulos.

Jesús:  Esta es mi sangre, mi vida, que será derramada para salvaros. Cuando ya no esté con vosotros, haced esto para recordarme.

Se había hecho de noche. Judas, el amigo traidor, había salido para buscar a los enemigos de Jesús y llevarlos hasta él. Jesús les dijo:

Jesús:  Antes de que termine la noche, todos vosotros me abandonaréis.

Pedro: (Con tono extrañado)  ¡Yo no! protestó Pedro nunca te dejaré.

Jesús:  Sí, tú también lo harás.

Los amigos de Jesús estaban muy tristes porque no querían que muriese. El les

explicaba:

Jesús:  Voy a ir con mi Padre Dios, pero volveré. Todos vosotros confiáis en Dios, ahora confiad en mí. Siempre os querré. Si vosotros realmente me queréis, os amaréis unos a otros.

Después, salieron hacia el monte de los Olivos. Jesús un poco apartado y mientras sus amigos se quedaban dormidos, comenzó a hablar con Dios.

Jesús: (Con tono angustiado)  Padre, tú me quieres y puedes hacerlo todo. Por favor, sálvame de esta terrible muerte, a no ser que tenga que suceder, así que no sea como yo quiero, sino como tú quieras.

De repente, unas antorchas brillaron entre los árboles. Se acercaba gente. Eran soldados. Judas los guiaba.

Judas:  ¡Hola, Maestro! dijo Judas mientras se acercaba a Jesús.

Jesús:  ¿A quién buscáis?

Soldados:  A Jesús de Nazaret.

Jesús: Yo soy

Pedro, aunque tenía miedo, les siguió y esperó fuera del lugar al que habían llevado a Jesús. Una mujer le preguntó:

Mujer:  ¿No eres tú uno de sus amigos?

Pedro: (Con miedo)  Yo no.

Las mujeres insistían, pero Pedro decía que no conocía a Jesús porque tenía muchísimo miedo de que lo apresaran a él también.

Después, Pedro lo sintió mucho y estaba tan triste por haber abandonado a Jesús que cuando Jesús le miró se puso a llorar.

Poncio Pilato, amigo del emperador romano, era el que mandaba en la ciudad.

Poncio Pilato: (Inseguro)  No veo que Jesús haya hecho nada malo.

Gente: (Gritando)  Síiiiiiiii, dice mentiras acerca de Dios, ¡¡¡crucifícalo, crucifícalo!!!

Gritaban los que no querían a Jesús. No creían que Jesús era el Rey prometido por Dios.

Poncio Pilato tenía miedo de la gente.

Poncio Pilato:  Haré lo que me pedís, pero no me echéis la culpa de nada.

Y lo entregó a los soldados.

Lo llevaron cargando con su cruz al monte Calvario y lo clavaron en la cruz en medio de otros dos prisioneros. Uno a cada lado de Jesús. Su madre, María y su amigo Juan estaban a sus pies, rezando.

Jesús no odiaba a los soldados que lo habían clavado en la cruz, a pesar de todo el mal que le estaban haciendo.

Jesús:  Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

(HACER  PAUSA)

Al final, Jesús, dando un fuerte gritó, inclinó la cabeza y murió.

Ese día fue el día más triste.

Dos amigos descolgaron a Jesús de la cruz y  llevaron el cuerpo a la sepultura, que era una especie de cueva con una piedra grande y pesada que cerraba la entrada.

Envolvieron el cuerpo de Jesús  y lo dejaron allí. Las mujeres muy tristes, se fueron, pero volverían.

Era domingo por la mañana, muy temprano. Las mujeres se dirigieron a la sepultura de Jesús:

Mujer 1: (Sorprendida y asustada)  Pero… ¿Dónde está la piedra grande y pesada? ¿Quién la ha movido?

Mujer 2: (Sorprendida y asustada)  ¡El cuerpo de Jesús no está aquí! ¡Se ha ido!

Las mujeres muy asustadas corrieron a contárselo a los demás amigos de Jesús.
 

Adaptación del texto de la Biblia infantil Tu primera Biblia de la editorial Edebé.
Descargar el texto de la fuente original de las Hermanas Mercedarias de Bérriz

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El Santo Ángel Custodio del Reino de España: historia, oración y marcha

El Santo Ángel Custodio del Reino de España: historia, oración y marcha

Conocer bien las necesidades, calcular bien las fuerzas disponibles, precisar bien las metas, he ahí algunas obligadas resoluciones en el plan de acción para la renovación total en el campo católico. Pero en estos tiempos, más que nunca, hace falta tener presente que nuestras armas o recursos son, sobre todo, los espirituales y que, entre ellos, hay que contar con la protección de los ángeles. Por algo la Iglesia reza constantemente: «Tú, príncipe de la celestial milicia, relega al infierno con divino imperio a Satanás y a los demás espíritus malignos que, en su intento de perder a las almas, recorren la tierra». Sí, que «no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires».

Los ángeles buenos son innumerables. Millones de millones. Y el Creador de ellos les dictó instrucciones detalladísimas respecto a nosotros. Y así como la Iglesia a cada nación accede gustosa a darle algún santo patrono, así también Dios a cada una le señala su correspondiente ángel custodio. De manera que, entre todos aquellos seres a quienes puede llamárseles vicegerentes supremos del Señor, los unos son visibles, invisibles los otros. Visibles: en el orden y esfera religiosa, el Romano Pontífice; en el orden y esfera secular, el Jefe de cada Estado. Invisibles: en la esfera y orden eclesiástico, un hombre —San José, universal patrono— y un ángel —San Miguel, protector de la Iglesia como antes lo había sido del pueblo hebreo—; en la esfera y orden nacionales, un hombre —Santiago para España— y un ángel —el Ángel Custodio de la Patria».

Cuando subía España la penosa cuesta del siglo más desgraciado de su historia, obtuvo como compatrono a su ángel tutelar, en honor del cual le fueron aprobados por la Santa Sede oficio y misa propios con rito doble de segunda clase y octava, señalando la fiesta para el primero de octubre. Transcurrieron los años y se dio al olvido aquella concesión que, sin embargo, parecía ser tan providencial. Pero nuevamente un gran siervo de Dios, el sacerdote tortosino Manuel Domingo y Sol, destacado apóstol de la devoción general a los ángeles, promovió también ardorosamente la de aquel a quien llamaba con cariño sin límites «su» Santo Ángel de España. «Nadie, decía, me estima bastante a mi Ángel de España, a pesar de su patronato. Es una incuria incomprensible el olvido en que le tenemos. ¿Cómo no hemos de redoblar nuestras oraciones a él hoy que nuestra España se encuentra agitada y combatida por las sectas del infierno, que tratan de arrebatarle el tesoro de su fe y empobrecerla y humillarla? Las circunstancias críticas de España reclaman acudir a él».

Desde 1880, al menos, hasta 1909, año en que voló al cielo, se desvivió en múltiples formas para atraer la atención de España hacia el olvidado protector. Fue este entusiasmo, en el celoso sacerdote, efecto natural de su ardiente devoción a los ángeles y de su profundo patriotismo. Después de perseverantes pesquisas pudo al fin conseguir una estampa del Santo Ángel del Reino editada en Valencia en 1837. No le satisfizo cuando la hubo visto y entonces ideó otra que resultó preciosa, diseñada bajo su inspiración por el dibujante barcelonés Paciano Ros y reproducida en fototipia por los talleres, también barceloneses, Thomas Y Compañía. En lo alto del firmamento, un corazón envuelto en llamas, rodeado de esta inscripción: «¡Reinaré en España!» Debajo, la Purísima, con Santiago y Santa Teresa a sus lados. En el centro inferior, ya en tamaño grande, fina y bellamente dibujado, el Santo Ángel, lleno de majestad, una espada en la diestra y el mapa de España delicadamente protegido con la mano izquierda. En, el fondo, revolviéndose y pretendiendo erguirse, dos monstruos infernales. Finalmente, aquel texto del salmo 33: «Enviará el Señor su ángel alrededor de los que le temen y los librará». Y esta invocación: «Virgen Inmaculada, Santiago Apóstol, Santa Teresa de Jesús y Santo Ángel, patronos de España, conservadnos la fe y defendednos de los enemigos de nuestra patria». Imprimió, por lo pronto 85.000 estampas en diversos tamaños y 90.000 hojas de propaganda de esta devoción. Más tarde costeó otras cien mil estampas y hojas volanderas.

 "Tú, príncipe de la celestial milicia, relega al infierno con divino imperio a Satanás y a los demás espíritus malignos que, en su intento de perder a las almas, recorren la tierra". Sí, que "no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires".El 6 de mayo de 1896 le autorizó su prelado para establecer en la diócesis una piadosa liga de oraciones al Santo Ángel del Reino. Dos días después, en los varios periódicos de Tortosa y en revistas de distintas capitales publicó ampliamente el proyecto. Escribió asimismo a todos los seminarios de España invitándoles a que fundasen otros tantos centros diocesanos para extender dicha unión. De más de doce sitios le contestaron enseguida aceptando encantados y los señores obispos indulgenciaron la inscripción. Simultáneamente hizo prender el fuego en los alumnos del Colegio de San José de Roma fundado por él hacía cuatro años. Y así lo atestiguan varios prelados que habían seguido allí sus estudios. Uno de ellos escribe: «De ti, amado padre, aprendí a venerar, a amar al Santo Ángel Custodio de España. En el Pontificio Colegio Español de San José de Roma, con fervor piadoso y con patriótico ardimiento, inculcabas a todos los alumnos esta santa devoción. Por tu amor salgo a propagarla. Mejor que antes en la tierra puedes ahora desde el cielo lograr que se extienda y arraigue». Estas palabras constituyen la «dedicatoria» de la sustanciosa y bellísima «novena» —todo un tratado de Ángelología— que en honor del Santo Ángel Custodio de España publicó en 1917 el Dr. D. Leopoldo Eijo y Garay, más tarde Excmo. Patriarca-Obispo de Madrid-Alcalá. Tal joya de novena fue reeditada el año 1936 en Vitoria por la Dirección General de la Obra Pontificia de la Santa Infancia. ¿No cabría pensar que la difusión de esa novena precisamente aquellos años pudo ser parte para la asombrosa victoria de quienes, en los humano, éramos impotentes ante los formidables enemigos de la guerra… y de la posguerra?

En 1920 el Santo Ángel Tutelar de España tenía ya un espléndido altar en la parroquia de San José de Madrid. Fue inaugurado el 13 de mayo de ese año, con asistencia de la Real Familia en pleno. Y aquel mismo día quedó también establecida, a propuesta de Su Majestad D. Alfonso XIII, la «Asociación Nacional del Santo Ángel Custodio del Reino». Alma de todo ello fue otro hijo espiritual de don Manuel Domingo y Sol: el sacerdote don Luís Íñigo, quien, como testamentario de aquél en todo lo concerniente al Santo Ángel, logró ver puesta en marcha la asociación en cuarenta provincias de España. Él fue quien una vez nos dijo: «En mi última entrevista con don Manuel, me hizo prometerle que no abandonaría el asunto del Santo Ángel mientras yo viviese. La primera parte de mi propósito está conseguida, pues en toda España se conoce y se practica la devoción al Santo Ángel. Ahora quisiera que se fomentase entre los niños esta devoción y que, en un día determinado, los niños y niñas de los colegios asistiesen a una fiesta en la que desfilasen ante la imagen del Santo Ángel y depositasen a sus pies una flor y diesen un beso a la bandera española».

Copiosa correspondencia se cruzó también entre el siervo de Dios y su joven amigo sobre otra iniciativa del primero: la de erigir en el Cerro de los Ángeles, próximo a Madrid, un monumento al Santo Ángel de España. No es posible expresar en pocas líneas todas las reservas de entusiasmo que el insigne apóstol dedicó a este proyecto. La tarde del 21 de abril de 1902 fue personalmente al Cerro de Getafe, entonó una salve a Nuestra Señora de los Ángeles en la iglesia y después, con íntima ilusión, se puso a planear y discurrir, pareciéndole todo cosa facilísima en punto a ejecución. Las enfermedades y las atenciones a sus muchas empresas le impidieron luego caminar deprisa, pero hasta tres meses antes de morir siguió escribiendo a unos y otros sobre el acariciado anhelo. Entre otros encargos hizo éste: «Que la hermandad deje aquí un recuerdo a su abogado». Se refiere a la Hermandad de Sacerdotes Operarios del Corazón de Jesús, en cuyas constituciones, redactadas por él, nombra varias veces al Santo Ángel de España, elegido para la misma como abogado especial.

Se pregunta uno ahora: ¿no sería deseable que, dentro de la más perfecta armonía arquitectónica, ese deseo de un santo quedase al fin plasmado entre las edificaciones que hoy ocupan el sagrado lugar, centro geográfico de la Península?

Cuando solamente existía allí la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, la mente de don Manuel Domingo y Sol relacionaba con dicha iglesia el soñado monumento. Ahora en cambio, ante el nuevo carácter que han revestido aquellas alturas, él, si viviese, revisaría sin duda su concepción primera, para estudiar en qué sitio preciso parecía mejor instalarlo. El no haberlo realizado medio siglo atrás puede hoy ser un bien, para que resulte posible planearlo de un modo definitivo, Una vez colocado allí el Santo Ángel del Reino, se atraería fácilmente las miradas y los corazones de toda España. Podría al mismo tiempo inspirarles a los católicos extranjeros que pasan por Madrid la magnífica idea de difundir en sus naciones la devoción al respectivo ángel tutelar de ellas.

Pocos años después de haber fallecido don Manuel Domingo y Sol, el ángel de Portugal en 1916 se apareció varias veces a los privilegiados niños de Fátima. Por conducto de ellos pidió a la humanidad oración, penitencia, reparación eucarística, recurso confiadísimo al Inmaculado Corazón de María. ¡Qué gozo ver así confirmada la designación, por parte de Dios, de ángeles custodios de las naciones! Harto bien lo sabía el apostólico varón tantas veces citado, quien hablaba de los ángeles. Como si los estuviera viendo y escribía de ellos, por ejemplo: «Hay que poner en contacto, a los ángeles de España y de Portugal. Diríase que, reñidos los españoles y los portugueses —vecinos del entresuelo y del principal—, no se cuidan para nada los unos de los otros». Ese propósito de poner en contacto a los dos celestiales confidentes y amigos suyos apuntaba en último término a su elevado plan de promover a fondo el intercambio cultural y apostólico de una y otra nación hermanas. Y así le confiaba también sus empresas de celo al Santo Ángel Custodio de Francia cuando la cruzaba muchas veces en sus viajes a Roma.

¿Qué hacer entonces para aprovechar tan útil ejemplo de santo patriotismo? Ante todo, naturalmente, ahondar en la fe de que, como dice San Pablo, «todos los ángeles son gestores de Dios, puestos al servicio de quienes hemos de lograr salvarnos». Después, recordar que la custodia de los ángeles es una admirable aplicación de la providencia divina; tener presente que en todas nuestras buenas obras intervienen los ángeles. Felicitarnos, además, de que, como advierte San Bernardo, los ángeles reúnan en sí tres magníficas dotes que siempre deseamos y exigimos en los supremos gobernantes: lealtad a toda prueba, prudencia exquisita y un poder inmenso. También son luz para las almas; su vigor nos contagia; saben, quieren y pueden defender nuestros intereses materiales. ¿Caben disposiciones más deseables en el ángel tutelar de una patria?

Lo que falta ahora es que esa patria se ejercite generosamente en aquellas virtudes en que los ángeles se complacen tanto: sumisión fiel y disciplinada a las órdenes del Altísimo; pureza e integridad cristianas; singularísima predilección por toda clase de obras consagradas a la educación e instrucción de los niños. Muy bien se ha preguntado: «¿Quién sabe si las calamidades que muchas veces llueven sobre los pueblos son la venganza de los ángeles por el abandono en que se deja a los niños, por los escándalos que se dan a los niños, por el daño que se causa a los ángeles de la tierra corrompiéndoles el corazón y la inteligencia? Espanta pensar cuán terribles deben de ser las órdenes del santo ángel de una nación a los demás ángeles, para vengar… tantos crímenes como se cometen contra los niños, aun antes de que nazcan. Quienes aman a los niños con amor cordial práctico se atraen la complacencia de los ángeles y, sobre todo, del santo ángel tutelar de la patria».

Ojalá todas las editoriales, todos los publicistas católicos, todas las familias fervorosas inunden hoy a España otra vez con estampas del Santo Ángel del Reino y con impresos explicativos de la excelsa misión que le está confiada en el plan divino. ¡Quién viera en todos los hogares, junto a la imagen del ángel individual de la guarda, venerada también la del Santo Ángel de la Nación! ¡Y quién viera que el amor a Él no sólo penetraba en las casas, sino que se adueñaba de las madres españolas y que éstas, con sus palabras, chispas de fuego del corazón, con miradas que son ráfagas de luz del entendimiento, con besos, insuperables para imprimir hondamente en el alma las ideas y afectos, grababan en las de sus hijitos, a la vez que la devoción al ángel de la guarda y al del Reino, el amor a la Iglesia y a la patria! ¡Quién pudiera lograr que simultáneamente esa devoción privada se transformase en pública y que en los templos se levantasen altares dedicados al príncipe de la milicia celestial guardiana de España, y que nuestras juventudes se congregasen en torno a esas imágenes para enardecerse en amor a la patria española y católica, a fin de estar dispuestas a derramar por ella la sangre cuantas veces fuera necesario!

Si para organizarlo todo ello se infundía vida nueva a la Asociación Nacional del Santo Ángel del Reino, mejor aún. Finalidad suya sería propagar por todas las diócesis la devoción al mismo. Fomentar en todos los españoles la santa virtud del patriotismo. Obtener del Corazón divino de Jesús por intercesión del Ángel del Reino el engrandecimiento espiritual y temporal de España. Que, al fin y al cabo, ese Corazón amabilísimo, fusilado un primer viernes de mes en su imagen, pero entronizado otra vez allí mismo en el centro de la Península, él es quien ha confiado al Ángel del Reino el mando supremo de las fuerzas angélicas encargadas de la defensa individual y social de los españoles.

«¿Con cuántas divisiones militares cuenta el Vaticano?», preguntó un día Stalin. ¿Con qué posibilidades en tierra mar y aire, con qué superproducción de armas nucleares —preguntamos nosotros—, con qué seguridades de defensa y victoria cuenta una nación como la nuestra, no opulenta ni mucho menos, en estos años explosivos de la historia del mundo?

Respuesta primerísima: por lo pronto, con aquellas armas que un ángel dejó ver a Judas Macabeo. Y después, sobre todo, con el arma de aquella fe invencible que habló así por tantos labios y que jamás dejará de hablar: «Nuestro Dios, al que servimos, puede librarnos del horno encendido. Y si no quisiere, sábete, rey, que no adoraremos a los falsos dioses ni inclinaremos la cabeza ante la estatua que has levantado.»

Fuente: Buebaventura Pujol, mercaba.org

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Oración al Santo Ángel Custodio del Reino

 "Tú, príncipe de la celestial milicia, relega al infierno con divino imperio a Satanás y a los demás espíritus malignos que, en su intento de perder a las almas, recorren la tierra". Sí, que "no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires".

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Marcha al Santo Ángel Custodio, de Antonio moreno Pozo

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