por JOSÉ A. MARTÍNEZ PUCHE, OP | mercaba.org | 18 Feb, 2016 | Postcomunión Vida de los Santos
El 13 de mayo de 1917 ha pasado a la historia de la Iglesia y de la humanidad como el día en que tres niños portugueses de Aljustrel-Fátima, pueblo hasta entonces desconocido, vieron a la Virgen María sobre una encina, mientras cuidaban de un pequeño rebaño familiar: Lucía dos Santos, de diez años, y sus primos hermanos Francisco, de nueve años, y Jacinta, de siete.
El 13 de mayo de 2000, Juan Pablo II beatificaba en el mismo lugar de las apariciones a dos de aquellos niños, muertos prematuramente —los hermanos Francisco y Jacinta Marto—, en presencia de su prima, sor Lucía dos Santos, única superviviente de los tres pastorcillos. Francisco y Jacinta Marto son los beatos más jóvenes del calendario cristiano, si exceptuamos a unos pocos niños mártires.
Dos niños muy normales
Sencillos, traviesos, alegres, juguetones, criados en dos familias en un ambiente cristiano de máxima sencillez. Aún pueden verse las casas de ambas familias en Aljustrel, un caserío cercano al pueblo de Fátima. La vida de las familias Marto y Dos Santos era la vida de los campesinos pobres, cuyo patrimonio se limitaba a unos trozos de tierra donde se cultivaban las hortalizas y frutas para su propio alimento, y unas cuantas ovejas, que los niños sacaban a pastar por los cabezos y valles cercanos.
Los padres de Francisco y Jacinta fueron Manuel Pedro Marto y María Rosa, hermana de Antonio dos Santos, el padre de Lucía.
Francisco había nacido el 11 de junio de 1908. Su hermana Jacinta, el 11 de marzo de 1910. Ambos fueron bautizados en la iglesia parroquial de Fátima. Eran muy diferentes de temperamento: más tranquilo y condescendiente Francisco, y más caprichosa la pequeña Jacinta.
Para acercarnos a la realidad de los dos hermanos y de los acontecimientos de sus cortos años de vida en la tierra, contamos con el testimonio de la mejor testigo: su prima Lucía, que escribió sus Memorias entre 1935 y 1941, a petición del obispo de Leiría-Fátima, monseñor José Alves Correira da Silva. Así recuerda la hermana Lucía a Francisco:
La amistad que me unía a Francisco era sólo debido al parentesco y la que traía consigo las gracias que el cielo se dignó concedernos.
Francisco no parecía hermano de Jacinta, sino en la fisonomía del rostro y en la práctica de la virtud. No era tan caprichoso y vivo como ella. Al contrario, era de un natural pacífico y condescendiente.
Cuando, en nuestros juegos, alguno se empeñaba en negarle sus derechos de ganador, cedía sin resistencia, limitándose a decir sólo:
—¿Piensas que has ganado tú? Está bien. Eso no me importa.
No manifestaba, como Jacinta, la pasión por la danza; gustaba más de tocar la flauta, mientras otros danzaban.
En los juegos, era muy animado, pero a pocos les gustaba jugar con él; porque perdía casi siempre. Yo misma confieso que simpatizaba poco con él, porque su natural tranquilidad excitaba a veces los nervios de mi excesiva viveza. A veces, tomándole por el brazo le obligaba a sentarse en el suelo, o en alguna piedra, pidiéndole se estuviera quieto; y él me obedecía como si yo tuviese una gran autoridad. Después sentía pena e iba a buscarlo asiéndole por la mano, y regresaba con el mismo buen humor como si nada hubiera acontecido. Si alguno de los otros niños porfiaba en quitarle alguna cosa que le era propia, decía:
—¡Deja ya!, ¿a mí qué me importa?
Lo que más le entretenía, cuando andábamos por los montes, era sentarse en el peñasco más elevado y tocar su flauta o cantar. Si su hermana bajaba conmigo para echar algunas carreras, él se quedaba entretenido allí con su música y sus cantos.
En nuestros juegos, tomaba parte, siempre que le invitábamos, pero a veces manifestaba poco entusiasmo, diciendo:
—Voy; pero sé que perderé.
Los juegos que sabíamos y en los cuales nos entreteníamos eran: el de las chinas, el de las prendas, pasar el aro, el del botón, el de la cuerda, la malla, la brisca, descubrir los reyes, los condes y las sotas, etc. Teníamos dos barajas: una mía y otra de ellos. El juego que más gustaba a Francisco era el de las cartas: la brisca
(Sor Lucía. Dos Santos: Memorias de la Hermana Lucía,
Cuarta Memoria, 24.ª ed., Fátima, 1985, págs. 118, 120)
En cuanto a Jacinta, éstas son las palabras de Lucía, en su Primera Memoria:
La menor contrariedad, que siempre hay entre niños cuando juegan, era suficiente para que enmudeciese y se amohinara, como nosotros decíamos. Para hacerle volver a ocupar su puesto en el juego, no bastaban las más dulces caricias que en tales ocasiones los niños saben hacer. Era preciso dejarle escoger el juego y la pareja con la que quería jugar. Sin embargo, ya tenía muy buen corazón y el buen Dios le había dotado de un carácter dulce y tierno, que la hacía, al mismo tiempo, amable y atractiva. No sé por qué, tanto Jacinta como su hermano Francisco, sentían por mí una predilección especial y me buscaban casi siempre para jugar. No les gustaba la compañía de otros niños, y me pedían que fuese con ellos junto a un pozo que tenían mis padres en el huerto. Una vez allí, Jacinta escogía los juegos con los que íbamos a entretenernos. Los juegos preferidos eran, casi siempre, jugar a las chinas o a los botones, sentados a la sombra de un olivo y de dos ciruelos, detrás de las losas. Debido a este juego, me vi muchas veces en grandes apuros, porque, cuando nos llamaban para comer, me encontraba sin botones en el vestido; pues casi siempre ella me los había ganado y esto era suficiente para que mi madre me regañase. Era preciso coserlos de prisa; pero ¿cómo conseguir que ella me los devolviera, si además de enfadarse, tenía también el defecto de ser agarrada? Quería guardarlos para el juego siguiente y así no tener que arrancar los suyos. Sólo amenazándola de que no volvería a jugar más, era como los conseguía. Algunas veces no podía atender los deseos de mi amiguita.
(Primera memoria, p. 20)
Niños cristianos
La influencia de la familia, primera escuela e iglesia doméstica, es definitiva. Y las familias Marto y Dos Santos querían que sus hijos fueran cristianos. La oración en familia, especialmente el rezo del rosario, formaba parte de la jornada diaria. Y las madres les contaban vidas de los santos a sus hijos. Algo de este ambiente religioso evoca Lucía en su Primera Memoria:
A los dos pequeños, les costaba mucho separarse de mí. Por ello, pedían continuamente a su madre que les dejase, también a ellos, guardar su rebaño. Mi tía, tal vez para verse libre de tantas súplicas, a pesar de que todavía eran muy pequeños, les confió el cuidado de sus ovejas. Radiantes de alegría, fueron a darme la noticia, y a planear cómo juntaríamos todos los días nuestros rebaños. Una vez juntos, decíamos cuál sería el pasto del día; y para allá íbamos felices y contentos, como si fuésemos a una fiesta.
Aquí tenemos a Jacinta, en su nueva vida de pastorcita. A las ovejas nos las ganábamos a fuerza de distribuir entre ellas nuestra merienda. Por eso, cuando llegábamos al pasto, podíamos jugar tranquilos, porque ellas no se apartaban de nosotros. A Jacinta le agradaba mucho oír el eco de la voz en el fondo de los valles. Por ello, uno de nuestros entretenimientos era sentarnos en un peñasco del monte y pronunciar nombres en alta voz. El nombre que mejor eco hacía, era el de María. Jacinta decía a veces, el Avemaría entero, repitiendo la palabra siguiente sólo cuando la anterior había terminado su eco.
Nos agradaba también entonar cantos; entre varios profanos —de los que, infelizmente, sabíamos bastantes-, Jacinta prefería: «Salve, nobre Padroeirau «Virgem Pura», Anjos, cantai conmigo». Éramos, sin embargo, muy aficionados al baile; cualquier instrumento que oíamos tocar a los otros pastores, nos hacía bailar; Jacinta, a pesar de ser tan pequeña, tenía para eso un arte especial.
Nos habían recomendado que, después de la merienda, rezáramos el rosario, pero como todo el tiempo nos parecía poco para jugar, encontramos una buena manera de acabar pronto: pasábamos las cuentas diciendo solamente: ¡Ave María, Ave María, Ave María! Cuando llegábamos al fin del misterio, decíamos muy despacio simplemente: ¡Padre Nuestro!, y así, en un abrir y cerrar de ojos, como se suele decir, teníamos rezado el rosario.
A Jacinta le agradaba mucho tomar los corderitos blancos, sentarse con ellos en brazos, abrazarlos, besarlos y, por la noche, traérselos a casa a cuestas, para que no se cansasen.
Un día, al volver a casa, se puso en medio del rebaño.
—Jacinta ¿para qué vas ahí en medio de las ovejas? —pregunté.
—Para hacer como Nuestro Señor, que, en aquella estampa que me dieron, también estaba así, en medio de muchas y con una en los hombros.
(Primera Memoria, p. 26)
1916: las apariciones del ángel
Mientras Europa estallaba y la violencia era el clima habitual de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Aljustrel y sus cercanías vivían ajenas a la contienda. Y los tres pastorcillos, ni se enteraron de que otros países de Europa —¡quedaba tan lejos!— sufrieran el azote de la guerra. Ellos continuaban con sus ovejas, con sus juegos, con sus rezos… Y el Ángel de la Paz se hizo presente, en la primavera de 1916, tanto en un cabezo a las afueras de Aljustrel como junto al pozo de la casa de Lucía. Ella misma cuenta cómo fueron las apariciones en el Hoyo del Cabezo: habían merendado y rezado el rosario ‘breve‘, cuando ven acercarse una figura de joven…
A medida que se aproximaba, íbamos divisando sus facciones: un joven de unos 14 ó 15 años, más blanco que la nieve, el sol lo hacía transparente, como si fuera de cristal, y de una gran belleza. Al llegar junto a nosotros, dijo:
–¡No temáis! Soy el Ángel de la Paz. Rezad conmigo.
Y arrodillándose en tierra, dobló la frente hasta el suelo y nos hizo repetir por tres veces estas palabras:
–¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman. Después, levantándose, dijo:
–Rezad así. Los corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas.
Sus palabras se grabaron de tal forma en nuestras mentes, que jamás se nos olvidaron. Y, desde entonces, pasábamos largos ratos así, postrados, repitiéndolas muchas veces, hasta caer cansados. Entonces, les recomendé que era preciso guardar silencio, y esta vez, gracias a Dios, me hicieron caso.
Pasó bastante tiempo y fuimos a pastorear nuestros rebaños a una propiedad de mis padres. Después de haber merendado, acordamos ir a rezar a la gruta que queda al otro lado del monte. Las ovejas consiguieron pasar con muchas dificultades.
Después que llegamos, de rodillas, con rostros en tierra, comenzamos a repetir la oración del Ángel: ¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo, etc. No sé cuántas veces habíamos repetido esta oración, cuando vimos que sobre nosotros brillaba una luz desconocida. Nos levantamos para ver lo que pasaba y vimos al Ángel, que tenía en la mano izquierda un cáliz, sobre el cual había suspendida una Hostia, de la que caían unas gotas de Sangre dentro del Cáliz. El Ángel dejó suspendido en el aire el Cáliz, se arrodilló junto a nosotros, y nos hizo repetir tres veces.
—Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.
Después se levanta, toma en sus manos el Cáliz y la Hostia. Me da la Sagrada Hostia a mí y la Sangre del Cáliz la divide entre Jacinta y Francisco, diciendo al mismo tiempo:
—Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios.
Y, postrándose de nuevo en tierra, repitió con nosotros otras tres veces la misma oración: «Santísima Trinidad…, etc.», y desapareció. Nosotros permanecimos en la misma actitud, repitiendo siempre las mismas palabras; y cuando nos levantamos, vimos que era de noche y, por tanto, hora de irnos a casa.
(Segunda memoria, p. 61.)
13 de mayo de 1917: primera aparición de la Virgen
La humanidad occidental seguía en guerra. Rusia estaba a punto de caer en manos de los revolucionarios bolcheviques: el 17 de marzo de 1917 quedaba suspendida la monarquía rusa y, entre mayo y noviembre se fue fraguando el triunfo del comunismo: a partir del triunfo de la Revolución de noviembre, iniciaría su andadura lo que luego se llamó Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), cuyo líder indiscutible era Lenin.
De todo esto, que estaba sucediendo aquel mismo año, nada sabían los pastorcillos. Será la Virgen quien les informe, más adelante, de los graves problemas de Rusia y de la humanidad.
Después de las apariciones del Ángel, los niños estaban en mejor situación espiritual para recibir la visita de la Virgen. Para conocer con detalle la primera aparición de la Virgen, acudimos nuevamente a las Memorias de Lucía:
Día 13 de mayo de 1917. Estando jugando con Jacinta y Francisco encima de la pendiente de Cova de Iria, haciendo una pared alrededor de una mata, vimos, de repente, como un relámpago.
—Es mejor irnos para casa —dije a mis primos—, hay relámpagos; puede haber tormenta.
—Pues, sí.
Y comenzamos a descender la ladera, llevando las ovejas en dirección del camino. Al llegar poco más o menos a la mitad de la ladera, muy cerca de una encina grande que allí había, vimos otro relámpago; y, dados algunos pasos más adelante, vimos sobre un carrasco una Señora, vestida toda de blanco, más brillante que el sol, irradiando una luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina, atravesado por los rayos del sol más ardiente. Nos detuvimos sorprendidos por la aparición. Estábamos tan cerca que nos quedábamos dentro de la luz que la cercaba, o que ella irradiaba. Tal vez a metro y medio de distancia más o menos.
Entonces Nuestra Señora nos dijo:
—No tengáis miedo. No os voy a hacer daño.
—¿De dónde es usted? —le pregunté.
—Soy del cielo.
—¿Y qué es lo que usted quiere?
—Vengo a pediros que vengáis aquí seis meses seguidos, el día 13 a esta misma hora. Después os diré quién soy y lo que quiero. Después volveré aquí una séptima vez.
—Y yo, ¿también voy al cielo?
—Sí; vas.
—Y ¿Jacinta?
—También.
—Y ¿Francisco?
—También; pero tiene que rezar muchos rosarios (…).
—¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que él quiera enviaros, en acto de desagravio por los pecados con que es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?
—Sí, queremos.
—Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestra fortaleza.
Fue al pronunciar estas últimas palabras (la gracia de Dios, etc.) cuando abrió por primera vez las manos comunicándonos una luz tan intensa como un reflejo que de ellas se irradiaba, que nos penetraba en el pecho y en lo más íntimo del alma, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios que era esa luz, más claramente que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces por un impulso íntimo, también comunicado, caímos de rodillas y repetíamos íntimamente:«Oh Santísima Trinidad, yo os adoro. Dios mío, Dios mío; yo os amo en el Santísimo Sacramento».
Pasados los primeros momentos, Nuestra Señora añadió:
—Rezad el rosario todos los días para alcanzar la paz para el mundo y el fin de la guerra.
En seguida comenzó a elevarse suavemente, subiendo en dirección al naciente, hasta desaparecer en la inmensidad de la lejanía. La luz que la rodeaba iba como abriendo camino en la bóveda de los astros, motivo por el cual alguna vez dijimos que habíamos visto abrirse el cielo
(Cuarta Memoria, pp. 157-159).
La familia no cree a los niños
Después de la aparición, hubo un pacto entre los tres: no decir nada a nadie. Pero Jacinta no pudo ocultar a su madre lo que había visto en Cova de Iria. Y ahí comenzó el calvario para los tres. Primero, los padres y hermanos. En sendas entrevistas con Juan Marto y Carolina dos Santos, hermanos de los videntes, me confirmaron que nadie en casa les creía: eran fantasías infantiles, algo parecido a lo que habían oído leer a mamá en las vidas de los santos.
Hablé con Juan Marto el 13 de mayo de 1987, setenta años después de la primera aparición. Ésta fue la entrevista que emitió TVE:
—Señor Juan Marto, ¿qué edad tenía usted el año de las apariciones?
—Once años.
—¿Qué recuerda de aquel día 13 de mayo de 1917, cuando sus hermanos menores llegaron a casa y Jacinta contó lo que había visto?
—Me acuerdo cuando Jacinta llegó a casa y le dijo a mamá: Mamá, he visto a Nuestra Señora». Mamá no la creyó, pensaba que mentía. Mi hermana insistía que sí, que sí, que era una Señora muy, muy hermosa, con las manos juntas, que tenía un rosario en las manos… que era muy, muy blanca, más blanca que la leche.
—Así que mamá no creía nada de eso…
—Mamá no creía nada.
—¿Y papá?
—Papá, sí.
—¿Y usted, Juan, creía o no?
—Yo no creía lo que decía Jacinta. ¿Cuándo comenzaron a creer?
—El 13 de octubre…
En la entrevista que mantuve con Carolina dos Santos, hermana de Lucía, el mismo día 13 de mayo de 1987, Carolina me recordó que ella tenía quince años, cinco más que su hermana Lucía, en el momento de las apariciones.
—¿Usted creía que era verdad lo que contaba Lucía?
—No. Yo creía que eran mentiras. Mi madre tenía la costumbre de contarnos vidas de santos, lo que les pasaba a los santos…
—¿Desde cuándo comenzó a creer la familia en la palabra de Lucía?
—Desde el 13 de octubre, cuando vimos el milagro.
Apariciones, entre la incomprensión y la persecución
De mayo a octubre, la familia Marto y la familia Dos Santos pensaban que se trataba de mentiras o imaginaciones de los pequeños. El párroco, don Manuel Márques Ferreira, interrogó cauteloso a los niños. Las opiniones, de la familia, del pueblo, de la jerarquía, estaban divididas. Y, en medio, los pequeños elegidos por la Virgen para comunicar a la humanidad un mensaje de salvación y de paz.
Llegó el 13 de junio, día señalado por la Virgen para su segunda aparición. Mucho les costó a los niños conseguir que sus familias les dejaran ir a Cova de Iria, donde ya había grupos de devotos y curiosos, más numerosos porque el día del gran santo portugués San Antonio (de Padua), era fiesta. Cuando estaban rezando el rosario, llegó la Virgen y se posó sobre la misma carrasca:
—Quiero que vengáis aquí el 13 del mes que viene; que recéis el rosario todos los días y que aprendáis a leer… A Jacinta y a Francisco los llevaré pronto (al cielo).
El 13 de julio aumentó la muchedumbre. Los medios informativos habían aireado ampliamente las noticias de Cova de Iria. Y, puntualmente, llegó la Virgen:
—Quiero que vengáis aquí el 13 del mes que viene, que continuéis rezando el rosario todos los días, en honor de Nuestra Señora del Rosario, para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque sólo ella lo puede conseguir… En octubre diré quién soy y lo que quiero, y haré un milagro que todos han de ver para creer… Si atendéis a mis peticiones, Rusia se convertirá y habrá paz…
La Señora les dejó ver el infierno: un mar de fuego, en palabras de Lucía.
No fue posible ir a Cova de Iria el 13 de agosto. Las apariciones habían conmovido a la sociedad portuguesa y adquirían categoría de acontecimiento público, y el Administrador de Vila Nova de Ourem tenía órdenes de atajar lo que consideraban veleidades de pobres niños. Y justamente el 13 de agosto se ofreció a llevarlos en su vehículo, pero en lugar de dirigirse a Cova de Iria los llevó a Vila Nova, donde, primero con halagos y luego con amenazas, los conminó a desmentirse de lo que contaban, so pena de cárcel. Y los niños prefirieron la cárcel, en donde estuvieron recluidos dos días, contentos de sufrir por amor a Jesús, por la conversión de los pecadores y para desagravio de las ofensas al Corazón de María, como la Virgen les había dicho.
Cuando volvieron a Aljustrel y reanudaron la vida normal, la Virgen acudió a su cita mensual y se apareció a los pastorcillos, no el día 13 en Cova de Iria, sino en el lugar que llaman Valiños y seguramente (Lucía no precisa el día con exactitud), el día 19. Los citó para el encuentro del día 13 de septiembre, al que acudió la Señora con puntualidad en Cova de Iria, y anunció que en octubre se realizaría el gran milagro. Según decían los videntes al canónigo Manuel Nunes Formigao, aquella Señora era bellísima, la mujer más bella que jamás habían visto.
13 de octubre: el milagro del sol
Docenas de miles de personas de todo Portugal habían acudido a Cova de Iria. Unos, esperando que nada extraordinario sucediera y quedaran en ridículo aquellos niños incultos que tenían embaucado a medio Portugal. Otros, con la esperanza de que se cumpliera la promesa de la Señora con un milagro patente que convenciera a todos. En mi entrevista con Juan Marto, al preguntarle por los ánimos que había en casa este día, me dijo que todos, menos sus hermanos Francisco y Jacinta, estaban dominados por el pánico. Y lo mismo me dijo Carolina dos Santos de su hermana Lucía y de su familia. Carolina acudió, entre dudas y esperanzas, a Cova de Iria. Juan Marto no se atrevió a llegar hasta el lugar de las apariciones. Siguió de lejos los acontecimientos, temiendo que la muchedumbre linchara a sus hermanos Francisco y Jacinta y a su prima Lucía, y, de rechazo, también fuera él objeto de injurias y ataques del gentío, si fracasaban las predicciones de sus hermanos.
Veamos cómo lo cuenta Lucía en su Cuarta Memoria:
Día 13 de octubre de 1917. Salimos de casa bastante temprano, contando con las demoras del camino. El pueblo estaba en masa. Caía una lluvia torrencial. Mi madre, temiendo que fuese el último día de mi vida, con el corazón partido por la incertidumbre de lo que iba a suceder, quiso acompañarme. Por el camino se sucedían las escenas del mes pasado, más numerosas y conmovedoras. Ni el barro de los caminos impedía a esa gente arrodillarse en la actitud más humilde y suplicante. Llegados a Cova de Iria, junto al carrasco, transportada por un movimiento interior, pedí al pueblo que cerrase los paraguas para rezar el rosario. Poco después, vimos el reflejo de la luz y, seguidamente, a Nuestra Señora sobre la encina.
—¿Qué es lo que quiere usted de mí?
—Quiero decirte que hagan aquí una capilla en mí honor que SOY LA SEÑORA DEL ROSARIO; que continúen rezando el rosario todos los días. La guerra va a acabar y los soldados volverán con brevedad a sus casas.
—Tenía muchas cosas que pedirle: si curaba a algunos enfermos y si convertía a algunos pecadores; etc.
—Unos, sí; a otros no. Es preciso que se enmienden; y que pidan perdón por sus pecados.
Y tomando un aspecto más triste:
—No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido.
Y, abriendo sus manos, las hizo reflejarse en el sol. Y, mientras se elevaba, continuaba el reflejo de su propia luz proyectándose en el sol.
He aquí, excelentísimo señor obispo, el motivo por el cual exclamé que mirasen al sol. Mi fin no era llamar la atención de la gente hacia él, pues ni siquiera me daba cuenta de su presencia. Lo hice sólo llevada por un movimiento interior que me impulsaba a ello.
Desaparecida Nuestra Señora en la inmensa lejanía del firmamento, vimos, al lado del sol, a San José con el Niño y a Nuestra Señora vestida de blanco, con un manto azul. San José con el Niño parecían bendecir al mundo, con unos gestos que hacían con la mano en forma de cruz. Poco después, desvanecida esta aparición, vimos a Nuestro Señor y a Nuestra Señora
(Op. cit., p. 169-171)
Todos pudieron contemplar, y algunos fotografiar, el sol que apareció de repente, daba vueltas sobre sí mismo e iluminaba el firmamento hasta entonces dominado por los nubarrones y la intensa lluvia. La palabra milagro estaba aquel día en todos los labios, y al día siguiente en todos los periódicos.
Todo eran felicitaciones y alabanzas. Parecía que el calvario de Francisco y Jacinta, con su prima Lucía, había terminado.
Francisco Marto, al Cielo
Poco iba a disfrutar Francisco en la tierra de aquella bonanza que siguió al 13 de octubre. Sus buenas cualidades humanas y cristianas se acentuaron visiblemente: fue todo un ejemplo de virtudes cristianas y de madurez sobrenatural.
Lo que los portugueses llamaban la gripe española» llegó a Aljustrel y entró en casa de los Marto. Francisco iba a ser una de sus primeras víctimas. Los familiares hacían votos por la recuperación de su Francisco. Pero él y Jacinta sabían que también en este punto se cumplirían las palabras de la Virgen: el 13 de junio les dijo que pronto se llevaría al cielo a Francisco y a Jacinta. Francisco esperaba ese momento con serenidad, aceptando la enfermedad con plena lucidez y entereza cristiana. Él, que no había podido oír la voz de la Señora en sus primeras apariciones, iba a ser el primero que escuchara la invitación de la Madre a irse con ella al cielo. El 4 de abril de 1919, apenas año y medio después de la última aparición, se fue a ver cara a cara a Dios y a su Madre, a los once años de edad.
De la enfermedad y muerte de su primo Francisco, escribe Lucía:
Durante la enfermedad, Francisco se mostró siempre alegre y contento. A veces le preguntaba:
–Francisco, ¿sufres mucho?
–Bastante, pero no importa. Sufro para consolar a Nuestro Señor; y después de aquí, al cielo… Voy a confesarme para comulgar y morir después. Y querría que me dijeras si me viste hacer algún pecado y que fueses a preguntar a Jacinta si ella me vio hacer alguno…
Cuando volví al anochecer, ya estaba radiante de alegría. Se había confesado y el cura le había prometido llevarle al día siguiente la Sagrada Comunión. Después de comulgar al día siguiente, decía a su hermanita:
–Hoy soy más feliz que tú, porque tengo dentro de mi pecho a Jesús escondido. Yo me voy al cielo, pero desde allí voy a pedir mucho al Señor y a la Virgen para que pronto os lleve también allí. (…)
Cuando era de noche me despedí de él:
–Adiós, Francisco, hasta el cielo.
–Adiós, hasta el cielo.
Y el cielo se aproximaba. Allá voló al día siguiente a los brazos de la Madre celestial.
(Cuarta Memoria, pp. 143-145).
Jacinta, probada en el dolor
La pequeña Jacinta estaba convencida de que pronto se iría al cielo con su hermano Francisco. La misma «gripe española» le afectó tanto que tuvieron que internarla en el hospital de Vila Nova de Ourem en los calurosos meses de julio y agosto de 1919, sin hallar mejoría. Todo lo sufría complacida y sonriente, sabiendo que Dios aceptaba sus sufrimientos y los unía a los de Cristo en la cruz, para la conversión de los pecadores.
El camino del calvario de Jacinta fue más largo que el de Francisco. Ambos comenzaron a sentir los primeros síntomas de la gripe en diciembre de 1918. Francisco moría a los cinco meses y Jacinta habría de cargar con la cruz hasta volar al cielo el 20 de febrero de 1920, pasando por Aljustrel, Vila Nova y el hospital de Doña Estefanía de Lisboa, donde fue operada al vivo, sin anestesia, para extraerle dos costillas. Quince meses de intensos dolores, aceptados con la serenidad de los santos. Su cadáver exhalaba un perfume inexplicable humanamente. Y cuando, el 12 de septiembre de 1935, fueron exhumados sus restos para trasladarlos del cementerio de Aljustrel a la basílica, el cuerpo de Jacinta permanecía incorrupto.
Lucía evoca el cambio operado en su prima Jacinta después de las apariciones de la Virgen. Aquella niña que ‘era el número uno del capricho», ya era otra:
Lo que yo sentía (junto a Jacinta) era lo ordinario que se siente al lado de una persona santa, que en todo parece comunicar a Dios. Jacinta tenía un porte siempre serio, modesto y amable, que parecía reflejar la presencia de Dios en todos sus actos, propio de personas de edad avanzada y de gran virtud… Las personas venidas de lejos que, por curiosidad o devoción, nos visitaban, parecían sentir algo de sobrenatural junto a ella. A veces al venir a mi casa para hablar conmigo, decían: Venimos de hablar con Jacinta y Francisco; junto a ellos se siente un no sé qué sobrenatural
(Cuarta Memoria, p. 181).
En la Primera Memoria Lucía deja constancia de algunas apariciones de la Virgen a su prima Jacinta, durante su enfermedad, en las que la confortaba. Todos los que rodearon a la pequeña vidente en los últimos años de su vida, especialmente las niñas de su pueblo, eran conscientes de que estaban al lado de una santa.
13 de mayo de 2000: beatificación de Francisco y Jacinta
Han pasado 83 años de las apariciones de Nuestra Señora. Y Juan Pablo II, el papa de Fátima, llegaba como peregrino a Cova de Iria cuando el Año Jubilar estaba en su ecuador. Iba a beatificar a Francisco y Jacinta. E iba, como dijo en la homilía, a «celebrar, una vez más, la bondad que el Señor tuvo conmigo cuando, herido gravemente aquel 13 de mayo de 1981, fui salvado de la muerte».
Allí estaba, como testigo de excepción, la hermana Lucía, con sus 93 años, y estaba María Emilia Santos, en quien se obró el milagro que hizo posible la beatificación: enferma de tuberculosis de los huesos, vivió paralizada durante veintidós años, hasta su curación, por intercesión de Francisco y Jacinta, el 20 de febrero de 1989. Una curación que, según declaró el equipo de consultores médicos, el 28 de enero de 1999, fue «rápida, completa, duradera y científicamente inexplicable». En presencia del presidente de la República y altos cargos civiles, nueve cardenales, cientos de obispos, 1.200 sacerdotes y casi un millón de fieles, el papa habló de los nuevos beatos en la homilía de la beatificación el 13 de mayo de 2000:
Lo que más impresionaba y absorbía al Beato Francisco era Dios en esa luz inmensa que había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él Dios se dio a conocer «muy triste», como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió: «Pensaba en Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra él». Vive movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo de pensar de los niños- de «consolar y dar alegría a Jesús».
En su vida se produce una transformación que podríamos llamar radical; una transformación ciertamente no común en los niños de su edad. Se entrega a una vida espiritual intensa, que se traduce en una oración asidua y ferviente y llega a una verdadera forma de unión mística con el Señor. Esto mismo lo lleva a una progresiva purificación del espíritu, a través de la renuncia a los propios gustos e incluso a los juegos inocentes de los niños.
Soportó los grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse nunca. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. En el pequeño Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de los pecadores, esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. Y Jacinta, su hermana, casi dos años menor que él, vivía animada por los mismos sentimientos.
La pequeña Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían contraído la enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a su casa, como cuenta la pequeña: Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a Francisco para llevarlo al cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores. Le dije que sí».
Y, al acercarse el momento de la muerte de Francisco, Jacinta le recomienda: Da muchos saludos de mi parte a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran con tal de convertir a los pecadores». Jacinta se había quedado tan impresionada con la visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio, que todas las mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar a los pecadores.
Jacinta bien podía exclamar con San Pablo. Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).
Expreso mi gratitud a la Beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento.
«Yo te bendigo, Padre, porque has revelado estas verdades a los pequeños». La alabanza de Jesús reviste hoy la forma solemne de la beatificación de los pastorcitos Francisco y Jacinta. Con este rito, la Iglesia quiere poner en el candelero estas dos velas que Dios encendió para iluminar a la humanidad en sus horas sombrías e inquietas.
Homilía de san Juan Pablo II en Fátima, 13 de mayo de 2000.
por SS Francisco | 17 Feb, 2016 | Catequesis Magisterio
¡Tomen asiento! ¡Buenas tardes! Sé que vienen de todas las parroquias de la ciudad y de las diócesis sufragáneas y de algunos colegios. Muchas gracias por la visita.
Le voy a pedir a Jesús que los haga crecer con mucho amor, con mucho amor, como tenía Él. Con mucho amor para ser cristianos en serio, para cumplir el mandamiento que Jesús nos dio: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Jesús los amó, como a nosotros mismos o más, como Él nos amó.
Y le vamos a pedir a la Virgen también que nos cuide, que nos bendiga. Sobre todo, cada uno de ustedes, ahora, piense en su corazón en la familia que tiene y en los amigos, y si están peleados con alguno, también piensen en él, y también le vamos a pedir para que la Virgen lo cuide: es una manera de ir haciéndonos amigos y no tantos enemigos, porque la vida no es linda con enemigos, y El que hace los verdaderos amigos es Dios en nuestro corazón.
Entonces, en silencio, pensamos en la familia, en nuestros amigos, en aquellos con quienes estamos peleados, para que Dios los bendiga y por todas las personas que nos ayudan —las monjas, los curas los profesores, los maestros en la escuela— todos los que nos están ayudando a crecer. Y una bendición especial también para papá, mamá y los abuelos. Silencio, cerramos los ojos y pedimos todo esto.
(Dios te salve, María…)
Y les pido por favor que recen por mi. Lo van a hacer? (Responden: “¡Sí!”). ¡Así me gusta!
Saludo al coro que le ha dedicado una canción
Los felicito, los felicito en serio. El arte, el deporte ensanchan el alma y hacen crecer bien, con aire fresco y no aplastan la vida. Sigan siendo creativos, sigan así, buscando la belleza, las cosas lindas, las cosas que duran siempre, y nunca se dejen pisotear por nadie. ¿Está claro? ¿Les doy la bendición? (Responden: “¡Sí!”)
(Bendición apostólica)
Y por favor les pido que recen por mí, y que de vez en cuando también me canten una canción aunque esté lejos. ¡Ciao! Hasta luego. Que Dios los bendiga.
VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A MÉXICO
(12-18 DE FEBRERO DE 2016)
VISITA A LA CATEDRAL DE MORELIA
PALABRAS DEL SANTO PADRE
A LOS NIÑOS DE CATECISMO
Martes 16 de febrero 2016
[enlace a texto oficial]
por Santa María Bernarda Soubirous | 17 Feb, 2016 | Confirmación Taller de oración
Por la pobreza en la que vivieron papá y mamá, por los fracasos que tuvimos, porque se arruinó el molino, por haber tenido que cuidar niños, vigilar huertos frutales y ovejas; y por mi constante cansancio… te doy gracias, Jesús.
Te doy las gracias, Dios mío, por el fiscal y por el comisario, por los gendarmes y por las duras palabras del padre Peyremale…
No sabré cómo agradecerte, si no es en el paraíso, por los días en que viniste, María, y también por aquellos en los que no viniste. Por la bofetada recibida, y por las burlas y ofensas sufridas; por aquellos que me tenían por loca, y por aquellos que veían en mí a una impostora; por alguien que trataba de hacer un negocio…, te doy las gracias, Madre.
Por la ortografía que jamás aprendí, por la mala memoria que siempre tuve, por mi ignorancia y por mi estupidez, te doy las gracias.
Te doy las gracias porque, si hubiese existido en la tierra un niño más ignorante y estúpido, tú lo hubieses elegido…
Porque mi madre haya muerto lejos. Por el dolor que sentí cuando mi padre, en vez de abrazar a su pequeña Bernardita, me llamó «hermana María Bernarda»…, te doy las gracias.
Te doy las gracias por el corazón que me has dado, tan delicado y sensible, y que me colmaste de amargura…
Porque la madre Josefa anunciase que no sirvo para nada, te doy las gracias. Por el sarcasmo de la madre maestra, por su dura voz, por sus injusticias, por su ironía y por el pan de la humillación… te doy gracias.
Gracias por haber sido como soy, porque la madre Teresa pudiese decir de mí: » Jamás le cedáis lo suficiente»…
Doy las gracias por haber sido una privilegiada en la indicación de mis defectos, y que otras hermanas pudieran decir: «Qué suerte que no soy Bernardita»…
Agradezco haber sido la Bernardita a la que amenazaron con llevarla a la cárcel porque te vi a ti, Madre… Agradezco que fui una Bernardita tan pobre y tan miserable que, cuando me veían, la gente decía: «¿Esa cosa es ella?» la Bernardita que la gente miraba como si fuese el animal más exótico…
Por el cuerpo que me diste, digno de compasión y putrefacto… por mi enfermedad, que arde como el fuego y quema como el humo, por mis huesos podridos, por mis sudores y fiebre, por los dolores agudos y sordos que siento… te doy las gracias, Dios mío.
Y por el alma que me diste, por el desierto de mi sequedad interior, por tus noches y por tus relámpagos, por tus rayos… por todo. Por ti mismo, cuando estuviste presente y cuando faltaste… te doy las gracias, Jesús.
* * *
Em português
Pela pobreza de meu pai e pela ruína do moinho, pelas ovelhas doentes, graças vos dou, Senhor. Pelos meninos acudidos, pelas ovelhas que tomáveis conta, graças vos dou, Senhor! Graças, ó meu Deus, pelo Procurador, pelo comissário, pelos policiais, pelas duras palavras de Dom Peyramale. Por aqueles dias em que Vós me aparecestes, ó Virgem Maria. E por aqueles dias em que Vós não aparecestes. Eu não vos saberia agradecer de outra maneira a não ser agradecendo-vos no Paraíso.
Pelas bofetadas recebidas, pelos debiques, pelas injúrias e pelos ultrajes. Por aqueles que me mandaram prender como louca. Pela cólera que tiveram contra mim, por aqueles que me tomaram como interesseira… graças vos dou, Senhora! Pela ortografia que eu jamais consegui aprender, pela memória que eu jamais tive. Pela minha ignorância e por toda a minha estupidez, graças vos dou, Senhora!
Eu vos dou Graças, muitas graças porque se houvesse sobre a terra uma menina mais ignorante e mais estúpida do que eu Vós a teríeis escolhido para aparecer.
Graças por ter me dessedentado de amarguras a esse coração por demais tenro que Vós me destes. Pelos sarcasmos da madre mestra de noviças, por sua voz dura, pelas injustiças, pelas ironias, pelo pão da humilhação, muito obrigado! Graças por ter sido aquela privilegiada de ofensas, de quem as irmãs diziam: ‘Que sorte não ser como Bernadette!
Graças por ter sido a Bernadette ameaçada de prisão porque tinha visto a Virgem Maria. Olhada pelas pessoas como um animal raro.
Por esse corpo miserável que Vós me destes. Pelas minhas carnes em putrefação, pelos meus ossos com cáries, pelos meus suores, pela minha febre, pelas minhas dores surdas e agudas. Graças ó meu Deus! E por esse anseio que Vós me destes para o deserto da aridez interior. Pela vossa noite e pelos vossos relâmpagos, pelos vossos silêncios, mais uma vez, graças por tudo! Por Vós ausente e presente, graças, ó Jesus
por LAMBERTO DE ECHEVERRÍA. | 17 Feb, 2016 | Confirmación Vida de los Santos
Estando un día de pastorcita en Bartrès, recibió la visita de su padre. Este encontró que la niña estaba un poco triste.
—¿Qué te ha disgustado, Bernardita?
—Mire, padre; mis corderos llevan una marca verde en el lomo.
Su padre quiso gastarle una broma. Y con toda seriedad le dijo:
—Si tienen el lomo verde, es que han comido demasiada hierba.
En realidad se trataba de la marca de un ganadero que, sin saberlo la pastorcilla, había pasado por el aprisco.
—Entonces, ¿pueden morirse?.
—Es muy posible.
Bernardita se echó a llorar, y su padre, secándole las lágrimas, le aclaró la verdad.
Días después, ella contaba esta historia a una compañera suya.
—Pues ¡ya hace falta ser tonta para creer una cosa así!
—¡Qué quieres! Yo no he mentido jamás y por eso no podía suponer que lo que me decía mi padre no fuese la verdad.
«Yo no he mentido jamás». Esto decía la niña, y esto hubo de repetir muchísimas veces a lo largo de su vida. Y esto, sobre todo, quedó bien claro a través de los detalles más insignificantes de esa misma vida suya. Mil ojos escrutadores, mil oídos atentos estuvieron pendientes de ella, para tratar de sorprenderla en una contradicción, en una exageración, simplemente en una vacilación. Y no lo lograron. Todos, prevenidos a favor o en contra, amigos o enemigos, creyentes o incrédulos, se sintieron subyugados por la transparente sinceridad, por el absoluto candor de la niña.
Coinciden todos, y piense el lector que son centenares los relatos que poseemos, en que su presencia era más bien vulgar. De estatura menuda, de movimientos concertados, pero nunca elegantes; de rostro sin ninguna característica especial, había, sin embargo, algo en ella que sobrecogía, y era su mirada. Todos a una proclaman que la Santísima Virgen parecía haber dejado en aquellos ojos un reflejo de su hermosura celestial. Porque Bernardita Soubirous, la pobre aldeana de un insignificante pueblecillo de los Pirineos…, había visto a la Virgen.
En verdad que nadie se lo hubiera sospechado. ¿Quién de los que intervinieron en aquel modestísimo bautizo de la hija mayor de un pobre molinero hubiera podido pensar que iba a llegar un día en que transformados ellos en personajes se buscarían con afán hasta los más mínimos detalles de sus propias vidas? Y, sin embargo, ha sido así. Al terminar el centenario de las apariciones de Lourdes nos encontramos con que este acontecimiento ha sido estudiado como acaso ningún otro a lo largo de la historia. Una masa ingente de documentos, de declaraciones, de fotografías, ha sido dada a conocer a todo el mundo. Compañeros, amigas, parientes o confidentes de Bernardita, el guardia campestre, los gendarmes, las mujercitas de Lourdes, los sabios y los doctos, los hermanos de la escuela, los curas… todos han dicho su palabra. Y del conjunto impresionante de testimonios de primera mano surge siempre, con sobrenatural pureza y transparencia, la figura de Santa Bernardita, llena de sinceridad, poseedora de un perfecto equilibrio moral y psicológico sin sombra alguna de amor propio, sin vanidad ninguna, con su buen sentido y su atrayente buen humor. Ni sombra de una iluminada, de una maniática o de una novelera. Simplemente: la auténtica santidad de un alma humilde y entregada a Dios.
Pero todo esto lo vemos después. Lo que las buenas gentes que se encontraban en la plaza de Lourdes vieron en 9 de enero de 1844 fue sencillamente un insignificante cortejo que salía de la iglesia parroquial llevando a una niña que acababa de ser bautizada. Curiosa coincidencia: aquel día se cumplía exactamente el año de la boda de sus padres. Hoy ya no existe la vieja parroquia románica, que ha cedido su lugar a la amplia plaza y al monumento a los muertos. Pero la pila bautismal subsiste aún en el baptisterio de la nueva parroquia.
Todavía los tiempos son relativamente propicios a la familia Soubirous. Sin que se pueda decir que vive en la prosperidad, se va defendiendo. Rápidamente el cuadro cambiará muchísimo. La miseria se irá haciendo creciente y han de abandonar el molino de Boly por el de Laborde, y después por el de Arcizac. Las cosas van de mal en peor y en casa de los Soubirous se llega a pasar hambre auténtica. Sobre todo cuando, agotadas ya las últimas posibilidades, el padre tiene que abandonar el oficio de molinero y la pobre familia ha de acogerse a una vieja mazmorra, que da a un patio convertido en estercolero, llena de humedad, y que ha de ser la única habitación de la que se dispone para todo. Para colmo, Bernardita es perseguida desde el primer momento de su existencia por un mal implacable: el asma.
Todavía hoy los peregrinos visitan en Lourdes, sobrecogidos, la mazmorra en que la Santa pasó sus primeros años. Y viéndola, con lágrimas en los ojos, recuerda necesariamente que Dios Nuestro Señor eligió las cosas que el mundo desprecia, como dice San Pablo, para confundir a los que son o se tienen por algo.
No toda su niñez pasó allí. Primero siendo muy pequeñita, y, después ya algo mayor, Bernardita marchó a pasar una temporada al vecino pueblecito de Bartrès. Así como Lourdes ha cambiado casi totalmente de su fisonomía, y a duras penas podemos recordar lo que era en tiempos de Santa Bernardita, Bartrès presenta hoy el mismo aspecto sedante, placentero y bucólico que en sus tiempos. Es una aldea sosegada y sencilla a la que Bernardita va para servir como humilde criadita, mas frecuentemente como pastora, en casa de unos parientes. Allí inicia su durísimo aprendizaje catequístico. Incapaz de aprender con las demás niñas en la parroquia, pues no sabe leer ni escribir, ha de buscar una persona amiga, la señora Lagües, que le dé lecciones de catecismo. «Muchas veces la lección duraba de siete a nueve, sin lograr que la niña recordase ni una sola letra del libro. Bernardita lloraba muchas veces al ver que daba tanto trabajo», nos dirá el padre Ader en su declaración en el proceso apostólico. Juana María Garros, una de sus más fieles amigas, recordará con qué desesperación la pobre catequista tiraba a veces el catecismo diciendo: «¡Nunca sabrás nada!». Y con qué pena la niña se le echaba al cuello llorando, pidiéndole que la perdonase.
Bernardita quería hacer la primera comunión. Aquella situación era insostenible. Y por eso, aunque le costara dejar el aire puro de Bartrès, y cambiarlo por la sórdida mazmorra de Lourdes, un jueves, el 28 de enero de 1858, dejaba el pueblecito para volver a Lourdes.
«A los catorce años, nos dice uno de los testigos que declaró en el proceso apostólico de Nevers, no sabía leer ni escribir, ni conocía la lengua francesa; ignoraba el catecismo, y ella misma se consideraba como la última entre las niñas de su edad». Y, sin embargo, contra todo lo que humanamente se podía esperar, ella había sido la designada para ser objeto de una gracia excepcional.
Habían pasado quince días exactamente. Amaneció el jueves 11 de febrero de 1858. La niña, que había iniciado en estos días su preparación para la primera comunión, acudiendo a la escuela de las hermanas, disponía aquel día de su tiempo, pues, por ser jueves, tenía vacación.
Y ocurrió el acontecimiento que el mundo entero conoce ya. Pocos minutos antes de las once, la madre se disponía a salir. Al ir a cerrar la puerta observó que por un pasadizo cercano aparecía Juana Abadie, una niña de doce años, que estudiaba en la misma clase que Toneta, la hermana de Bernardita, ligeramente más joven que ella. Juana propuso a la madre de las dos niñas que les permitiera ir con ella a coger leña al bosque, Pero Bernardita estaba un poco resfriada, lo que no era de extrañar con tiempo tan frío y en una casa tan destartalada. Con todo, la madre accedió. Y las niñas salieron en dirección al bosque.
No había llegado a él y una mujercita que estaba lavando les aconsejó cambiar de dirección. Era muy fácil que, dirigiéndose hacia Massabielle, encontraran lo que deseaban con mayor facilidad y abundancia. Dicho y hecho. Las niñas se desviaron y se acercaron a lo que hoy es la explanada de la gruta, Pero para llegar a la gruta misma era necesario atravesar, entre dos bancos de arena, el lecho del canal. Toneta y Juana tiraron los zuecos, se metieron en el agua helada y pasaron a la otra orilla. Al poco tiempo perdían de vista a Bernardita. En el campanario de la iglesia sonaron las doce campanadas del mediodía, e inmediatamente después el «angelus» puso en oración a todo el pueblo. Bernardita, que se ha quedado sola, se decide a descalzarse. Y en ese momento se abre la serie de maravillas. Oigamos su relato, tal cual salió de aquellos labios que jamás quisieron mentir:
«Casi no había llegado a quitarme una media cuando oí un rumor de viento, como cuando se acerca una tempestad. Me volví para mirar por todas partes de la pradera y vi que los árboles casi no se movían. Vislumbré, pero sin detener la vista, una agitación en las ramas y en las zarzas de la parte de la gruta.
Seguí descalzándome y, cuando me disponía a meter un pie en el agua, oí el mismo ruido ante mí. Levanté los ojos y vi un montón de ramas y zarzas que iban y venían, agitadas, por debajo de la boca más alta de la gruta, mientras nada se movía alrededor.
Detrás de las ramas, dentro de la abertura, vi enseguida a una joven toda blanca, no más alta que yo, que me saludó con una ligera inclinación de cabeza, al tiempo que apartaba un poco del cuerpo los brazos extendidos, abriendo las manos como las Santas Vírgenes. De su brazo derecho colgaba un rosario.
Tuve miedo y retrocedí. Quise llamar a mis compañeros, pero no me sentí capaz. Me froté los ojos varias veces, creía engañarme.
Al levantar los ojos, vi a una jovencita que me sonreía con muchísima gracia y que parecía invitarme a que me acercase a ella. Pero yo aún sentía miedo. Sin embargo, no era un miedo como el que había sentido otras veces, porque me hubiese quedado mirando siempre aquella (aquéro), y cuando se siente miedo una huye enseguida.
Entonces me vino la idea de rezar. Metí la mano en el bolsillo, tomé el rosario que llevo habitualmente, me arrodillé e intenté santiguarme. Pero no pude llevarme la mano a la frente: se me cayó.
Mientras, la joven se puso de lado y se volvió hacia mí. Esta vez tenía el gran rosario en la mano. Se santiguó como para empezar a rezar. A mí la mano me temblaba. Intenté santiguarme otra vez y pude hacerlo. Desde aquel momento no tuve más miedo.
Yo rezaba con mi rosario. La joven deslizaba las cuentas del suyo, pero sin mover los labios. Mientras rezaba el rosario, yo miraba cuanto podía.
Ella llevaba un vestido blanco que le bajaba hasta los pies, de los cuales sólo se veía la punta. El vestido quedaba cerrado muy arriba alrededor del cuello por una jareta de la que colgaba un cordón blanco. Un velo blanco, que le cubría la cabeza, descendía por los hombros y los brazos hasta llegar al suelo. Sobre cada pie vi que tenía una rosa amarilla. La faja del vestido era azul y le caía hasta un poco mis abajo de las rodillas. La cadena del rosario era amarilla, las cuentas blancas, gruesas y muy apartadas unas de otras. La joven estaba llena de vida, era muy joven y se hallaba rodeada de luz.
Cuando hube terminado el rosario, me saludó sonriendo. Se retiró dentro del hueco y desapareció súbitamente.»
Hacia el fin de su éxtasis Toneta y Juana vislumbraron a Bernardita. Ella de momento guardó secreto. Pero la emoción no le cabía en el cuerpo y pocos minutos después se abría a su hermana. Su vida iba a cambiar por completo.
Comienza la serie de las apariciones. Y comienza a hacerse la niña piedra de contradicción. Habrá un día, el 18 de febrero, también jueves, en que la Santísima Virgen, la niña aún no sabe de quién se trata, le dirá: «No te prometo hacerte feliz aquí en la tierra, sino en el cielo». Será este día precisamente el que en muchas diócesis del mundo se elegirá para celebrar la fiesta de Santa Bernardita.
Días inolvidables los de las apariciones. Unas veces la Santísima Virgen quiere penitencia. En otra ocasión muestra el lugar de una fuente milagrosa. Más tarde pide la erección de una capilla. Y que se vaya allí en procesión. Por fin un día inolvidable, el día de la Anunciación, la aparición declara su nombre. En patoislurdés declara que es la Inmaculada Concepción. Bernardita nunca había oído esa expresión, e incluso las primeras veces pronuncia mal la palabra Concepción. Pero no importa. Ahora ya se sabe de quién se trata y por más que el demonio recurra a las peores artes la aparición terminará por abrirse camino y triunfar por completo.
Bernardita por fin, recibe la ansiada primera comunión. Fue el jueves 3 de junio, fiesta del Corpus. En la capilla del hospicio, donde ella se había preparado. Después, pese a un complot para tratar de recluirla, consigue volver a su vida normal. Así hasta el 16 de julio en que, por última vez en su vida mortal, tiene lugar la aparición. Era la decimoctava vez que la Señora se manifestaba. Después terminó todo. Intervinieron los hombres. Se examinaron las causas. Y al final el señor obispo dio su dictamen: Bernardita no mentía; la aparición habla sido verdadera; el culto a la Virgen de Lourdes quedaba autorizado.
Mientras todo aquello se estudiaba, Bernardita había estado viviendo como pensionista en el hospicio. Y allí había brotado la flor preciosa de su vocación. Hay serios indicios para suponer que la Santísima Virgen le aconsejó que se abrazara con la vida religiosa. Parece ser que éste fue uno de los secretos que ella guardó siempre tan celosamente. Lo cierto es que, después de una dura lucha con su timidez, se decidió por fin a pedir el ingreso en la congregación. Y tras algunas vacilaciones, éste le fue concedido.
El martes 3 de julio de 1886 Bernardita, acompañada de algunas hermanas, se dirigió a la gruta. Traspuso la reja y se arrodilló. En oración y con los ojos fijos en la imagen de la Inmaculada suspiró y entre sollozos repitió: «Madre mía, Madre mía, ¿cómo podré dejarte?». Se puso de pie, besó la roca y después el rosal. Al fin se arrancó de aquel lugar que tenía para ella recuerdos inolvidables. «La gruta era mi cielo», habrá de decir en alguna ocasión.
La última noche la pasó con su familia en el molino Lacadé. Dejaba a los suyos casi en la miseria. Al día siguiente la acompañaron al hospicio y allí le dieron el último adiós. Fue una escena emocionante. Todos lloraban, a excepción de Bernardita. Por fin se separaron y de allí partió para Nevers.
Había comenzado para ella una nueva vida. Una sola vez, como excepción, se le permitió hablar de Lourdes y contar sencillamente a la comunidad lo que habían sido las apariciones. Después se le impuso el silencio, que ella guardó siempre rigurosamente, evitando con extraordinaria habilidad cualquier sorpresa que le preparaban para conseguir de ella alguna palabra sobre el asunto. Fue una religiosa más, Obediente, puntual, amante de la pobreza, trabajadora, caritativa. Pero sin ninguna distinción especial.
La Santísima Virgen le había dicho que no la haría feliz en la tierra sino en el cielo. Por eso a ella no le extrañó tener que sufrir tanto.
Y sufrió en el cuerpo. La enfermedad le acompañó constantemente. Ya a los tres meses de noviciado tuvo que hacer su profesión religiosa «in articulo mortis», pues no se pensó que pudiera sobrevivir. Después, todos los años el invierno, o el más mínimo accidente, le traían tremendos sufrimientos. Se ahogaba constantemente. Y su vida era un continuo sufrir.
Sufrió también en su espíritu. Con algo que muy difícilmente podemos valorar quienes no hemos vivido la vida religiosa, y sobre todo quienes apenas podemos hacernos cargo de la sensibilidad a flor de piel que llega a producirse en una mujer joven, delicada de salud, viviendo la vida común. Pero la verdad es que también por este lado sufrió enormemente. La madre maestra de novicias, a la que prácticamente estuvo sometida toda su vida religiosa, aun después de su profesión, sintió hacia ella un despego y hasta una positiva aversión. Esto se traducía en mil pequeños incidentes, dolorosísimos para la Santa. En continuas humillaciones, e incomprensión y hasta, justo es decirlo, no pocas veces también en desconfianza.
Por si esto fuera poco, tuvo la Santa un tercer sufrimiento. El más terrible. Apenas nos lo podemos imaginar, pues se trató de una prueba mística, de esas que el Señor envía y que sólo quien las sufre puede llegar a comprender. Se había ofrecido la Santa para sufrir. Y el Señor aceptó sus sufrimientos. En su diario íntimo y en algunas expresiones que se le escaparon podemos percibir algo de lo que fue la desolación y el abandono, la purificación misteriosa, el dolor penetrante y profundo que empaparon por completo su alma. Prueba heroica cuyas dimensiones escapan por completo a toda ponderación humana.
Y así año tras año, a lo largo de su ejemplar y santa vida religiosa. Fue santa porque con tan edificante perfección supo vivir su oculta vida de inmolación. Esto fue lo que la santificó. Las apariciones fueron tan sólo la ocasión de que el Señor se sirvió para prepararla.
Un día en que ella se encontraba en la cama, recibió la visita del señor obispo de Nevers. Venía a pedirle que escribiese una carta para el Papa, porque él iba a ir a Roma a visitarle y quería llevársela. En una carpeta, que sostenía una hermana que nos describió la escena en el proceso apostólico, la religiosa escribió la carta cuyo original conservamos aún. Es realmente emocionante el tono y la expresión de esta carta llena de ingenuidad, de humilde devoción de auténtico perfume de santidad. Sentimos no poder reproducir más que un párrafo:
«Santísimo Padre, jamás hubiera osado tomar la pluma para escribir a Vuestra Santidad, yo, pobre hermanita, si nuestro digno obispo, monseñor de Ladoue, no me hubiese animado diciéndome que el medio seguro de alcanzar una bendición del Santo Padre era escribiros y que él tendría la amabilidad de llevar mi carta. Se establece una lucha entre el temor y la confianza. Yo, pobre ignorante, hermanita enferma, osar escribir al Santísimo Padre ¡jamás!»
Y continúa expresándole el amor que siente hacia el Papa y la alegría que le dio pensar, que la Santísima Virgen se había dignado, en cierta manera, confirmar la palabra del mismo Pontífice al aparecerse en Lourdes.
El Papa correspondió con una bendición, juntamente con un precioso crucifijo de plata. Era como la preparación para el episodio final. Bernardita estaba ya lista para la muerte.
Y la muerte llegó. Antes, sin embargo, le precedió un cierto alivio. Se nombró una nueva superiora general, Mucho más comprensiva para con ella. Por otra parte tuvo el consuelo también de recibir la visita de Toneta, su hermana queridísima, y la de uno de los sacerdotes de Lourdes que había sido su confesor en la época de las apariciones. A nadie más pudo ver, ni se pudo jamás arreglar un viaje a Lourdes para volver a visitar su gruta querida.
La enfermedad se fue agravando. Los sufrimientos se hacían más insoportables. El domingo de Pascua, 13 de abril, parecía estar ya inminente el desenlace. Pero su auténtica noche de Getsemaní fue la del lunes al martes de Pascua. Sufrió terriblemente y sin descanso. Un sudor helado cubría su frente. Temblaba por su propia salvación. Y así continuó también sufriendo en la mañana del 16 de abril. A eso de las once de la mañana la colocaron en un sillón con los pies en un escabel. A eso de la una acudió la comunidad. Ella miró a la imagen de la Virgen y con intensidad exclamó: «¡La vi, la vi! ¡Qué hermosa era! ¡Cuánto ansío volver a verla!» Minutos después quedó con los ojos fijos en un punto de la pared, lanzó una exclamación de sorpresa y con la mano derecha crispada en el sillón intentó levantarse. Volvió a quedar tranquila. Así pasó el tiempo, entre sufrimientos tremendos, hasta que por fin, musitando dulcemente «ruega por mí, pobre pecadora, pobre pecadora», y apretando el crucifijo contra su corazón, mientras dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, expiró dulcemente. Tenía treinta y cinco años de edad y llevaba doce en la casa religiosa en la que había ingresado.
Su muerte fue un auténtico triunfo. La ciudad entera se conmovió. Los funerales, solemnísimos, atrajeron muchedumbres inmensas. Pronto empezó a pensarse en su beatificación.
Fue un cardenal español, Vives y Tutó, el que animó por medio del obispo de Nevers, a la superiora general a acometer la empresa. La antigua maestra de novicias pedía que se retrasara el comienzo del proceso hasta que ella muriera. Así se hizo. Y por fin el 20 de agosto de 1909 se iniciaba el ansiado proceso. Se procedió con rapidez, y el 18 de noviembre de 1923 se declaraba la heroicidad de sus virtudes. Por fin, el 14 de junio de 1927 era declarada Beata. Y en 1933, el 8 de diciembre, canonizada solemnísimamente.
En su homilía Su Santidad Pío XI ponderó la humildad de esta «ignorante hija de unos pobres molineros, que por toda riqueza poseía solamente el candor de su alma exquisita».
Y en el Lourdes de hoy sigue presente. Bajo las arcadas está su altar. Al llegar a la estación, sale al encuentro, en una deliciosa estatua que la presenta como pastorcita, al peregrino que acude a la ciudad santa; las muchedumbres visitan la mazmorra en que ella vivió. Mientras en Nevers, encerrada en una preciosa urna, se muestra como dormida a sus devotos visitantes.
por MERCABA.ORG | 17 Feb, 2016 | Primera comunión Vida de los Santos
Nació en Lourdes (Francia) en 1844. Hija de padres supremamente pobres. En el bautismo le pusieron por nombre María Bernarda (nombre que ella empleará después cuando sea religiosa) pero todos la llamaban Bernardita.
Era la mayor de varios hermanos. Sus padres vivían en un sótano húmedo y miserable, y el papá tenía por oficio botar la basura del hospital. La niña tuvo siempre muy débil salud a causa de la falta de alimentación suficiente, y del estado lamentablemente pobre de la habitación donde moraba. En los primeros años sufrió la enfermedad de cólera que la dejó sumamente debilitada. A causa también del clima terriblemente frío en invierno, en aquella región, Bernardita adquirió desde los diez años la enfermedad del asma, que al comprimir los bronquios produce continuos ahogos y falta de respiración.
Esta enfermedad la acompañará y la atormentará toda su vida. Al final de su existencia sufrirá también de tuberculosis. En ella se cumplieron aquellas palabras de Jesús:
«Mi Padre, el árbol que más quiere, más lo poda (con sufrimientos) para que produzca más frutos» (Jn 15).
En Bernardita se cumplió aquello que dijo San Pablo: «Dios escoge a lo que no vale a los ojos del mundo, para confundir las vanidades del mundo».
Bernardita a los 14 años no sabía leer ni escribir ni había hecho la Primera Comunión porque no había logrado aprenderse el catecismo. Pero tenía unas grandes cualidades: rezaba mucho a la Virgen y jamás decía una mentira. Un día ve unas ovejas con una mancha verde sobre la lana y pregunta al papá:
—¿Por qué tienen esa mancha verde?
El papá queriendo chancearse, le responde:
—Es que se indigestaron por comer demasiado pasto.
La muchachita se pone a llorar y exclama:
—Pobres ovejas, se van a reventar.
Y entonces el señor Soubirous le dice que era una mentirilla. Una compañera le dice:
—Es necesario ser muy tonta para creer que eso que le dijo su padre era verdad.
Y Bernardita le responde:
—¡Es que como yo jamás he dicho una mentira, me imaginé que los demás tampoco las decían nunca!
Desde el 11 de febrero de 1859 hasta el 16 de julio del mismo año, la Sma. Virgen se le aparece 18 veces a Bernardita. Las apariciones las podemos leer en detalle en el día 11 de febrero. Nuestra Señora le dijo:
—No te voy a hacer feliz en esta vida, pero sí en la otra.
Y así sucedió. La vida de la jovencita, después de las apariciones estuvo llena de enfermedades, penalidades y humillaciones, pero con todo esto fue adquiriendo un grado de santidad tan grande que se ganó enorme premio para el cielo.
Las gentes le llevaban dinero, después de que supieron que la Virgen Santísima se le había aparecido, pero ella jamás quiso recibir nada. Nuestra Señora le había contado tres secretos, que ella jamás quiso contar a nadie. Probablemente uno de estos secretos era que no debería recibir dineros ni regalos de nadie y el otro, que no hiciera nunca nada que atrajera hacia ella las miradas. Por eso se conservó siempre muy pobre y apartada de toda exhibición. Ella no era hermosa, pero después de las apariciones, sus ojos tenían un brillo que admiraba a todos.
Le costaba mucho salir a recibir visitas porque todos le preguntaban siempre lo mismo y hasta algunos declaraban que no creían en lo que ella había visto. Cuando la mamá la llamaba a atender alguna visita, ella se estremecía y a veces se echaba a llorar.
—Vaya, le decía la señora, ¡tenga valor!
Y la jovencita se secaba las lágrimas y salía a atender a los visitantes demostrando alegría y mucha paciencia, como si aquello no le costara ningún sacrificio.
Para burlarse de ella porque la Virgen le había dicho que masticara unas hierbas amargas, como sacrificio, el sr. alcalde le dijo:
—¿Es que la confundieron con una ternera?
Y la niña le respondió:
—¿Señor alcalde, a usted si le sirven lechugas en el almuerzo?
—Claro que sí.
—¿Y es que lo confunden con un ternero?
Todos rieron y se dieron cuenta de que era humilde pero no era tonta.
Bernardita pidió ser admitida en la Comunidad de Hijas de la Caridad de Nevers. Demoraron en admitirla porque su salud era muy débil. Pero al fin la admitieron. A los 4 meses de estar en la comunidad estuvo a punto de morir por un ataque de asma, y le recibieron sus votos religiosos, pero enseguida curó.
En la comunidad hizo de enfermera y de sacristana, y después por nueve años estuvo sufriendo una muy dolorosa enfermedad. Cuando le llegaban los más terribles ataques exclamaba:
«Lo que le pido a Nuestro Señor no es que me conceda la salud, sino que me conceda valor y fortaleza para soportar con paciencia mi enfermedad. Para cumplir lo que recomendó la Sma. Virgen, ofrezco mis sufrimientos como penitencia por la conversión de los pecadores».
Uno de los medios que Dios tiene para que las personas santas lleguen a un altísimo grado de perfección, consiste en permitir que les llegue la incomprensión, y muchas veces de parte de personas que están en altos puestos y que al hacerles la persecución piensan que con esto están haciendo una obra buena.
Bernardita tuvo por superiora durante los primeros años de religiosa a una mujer que le tenía una antipatía total y casi todo lo que ella hacía lo juzgaba negativamente. Así, por ejemplo, a causa de un fuerte y continuo dolor que la joven sufría en una rodilla, tenía que cojear un poco. Pues bien, la superiora decía que Bernardita cojeaba para que la gente al ver las religiosas pudiera distinguir desde lejos cuál era la que había visto a la Virgen. Y así en un sinnúmero de detalles desagradables la hacía sufrir. Y ella jamás se quejaba ni se disgustaba por todo esto. Recordaba muy bien la noticia que le había dado la Madre de Dios: «No te haré feliz en esta vida, pero sí en la otra».
Duró quince años de religiosa. Los primeros 6 años estuvo trabajando, pero fue tratada con mucha indiferencia por las superioras. Después los otros 9 años padeció noche y día de dos terribles enfermedades: el asma y la tuberculosis. Cuando llegaba el invierno, con un frío de varios grados bajo cero, se ahogaba continuamente y su vida era un continuo sufrir.
Deseaba mucho volver a Lourdes, pero desde el día en que fue a visitar la Gruta por última vez para irse de religiosa, jamás volvió por allí. Ella repetía:
«Ah quién pudiera ir hasta allá, sin ser vista. Cuando se ha visto una vez a la Santísima Virgen, se estaría dispuesto a cualquier sacrificio con tal de volverla a ver. Tan bella es».
Al llegar a la Comunidad reunieron a las religiosas y le pidieron que les contara cómo habían sido las apariciones de la Virgen. Luego le prohibieron volver a hablar de esto, y en los 15 años de religiosa ya no se le permitió tratar este tema. Son sacrificios que a los santos les preparan altísimo puesto en el cielo.
Cuando ya le faltaba poco para morir, llegó un obispo a visitarla y le dijo que iba camino de Roma, que le escribiera una carta al Santo Padre para que le enviara una bendición, y que él la llevaría personalmente. Bernardita, con mano temblorosa, escribe:
«Santo Padre, qué atrevimiento, que yo una pobre hermanita le escriba al Sumo Pontífice. Pero el Sr. Obispo me ha mandado que lo haga. Le pido una bendición especial para esta pobre enferma».
A vuelta del viaje el Sr. Obispo le trajo una bendición especialísima del Papa y un crucifijo de plata que le enviaba de regalo el Santo Padre.
El 16 de abril de 1879, exclamó emocionada:
«Yo vi la Virgen. Sí, la vi, la vi ¡Que hermosa era!
Y después de unos momentos de silencio exclamó emocionada:
«Ruega Señora por esta pobre pecadora»,
y apretando el crucifijo sobre su corazón se quedó muerta. Tenía apenas 35 años.
A los funerales de Bernardita asistió una muchedumbre inmensa. Y ella empezó a conseguir milagros de Dios en favor de los que le pedían su ayuda. Y el 8 de diciembre de 1933, el Santo Padre Pío Once la declaró santa.
Bernardita: tú que tuviste la dicha de ver a la Santísima Virgen aquí en la tierra, haz que nosotros tengamos la dicha de verla y acompañarla para siempre en el cielo.
Fuente: mercaba.org
por Archidiócesis de Madrid | 15 Feb, 2016 | Postcomunión Vida de los Santos
Cuando llegó la paz de Constantino, la matrona Sofronia tomó las reliquias del cuerpo de la mártir Juliana con la intención de llevarlas consigo a Roma. Por una tempestad, tuvo que desembarcar en Puzoli donde le edificó un templo que luego destruyeron los lombardos. Las reliquias se vieron peligrar y prudentemente se trasladaron a Nápoles donde reposan y se veneran con gran devoción.
En Nicomedia tuvieron lugar los hechos, de mil maneras narrados y con toda clase de matices comentados, en torno a esta santa que hizo un proyecto de su vida contrapuesto al deseado por su padre. Los narraré escuetamente adelantando ya que fue por la persecución de Maximiano.
Juliana es hija de una conocida familia ilustre pero con un padre pagano metido en el ejercicio del Derecho – que cuando llega el momento llega a convertirse en perseguidor de los cristianos – y una madre agnóstica. Ella, por la situación del entorno familiar nada favorable para la vivencia cristiana, se ha hecho bautizar en secreto. Además se le ha ocurrido entregarse enteramente a Cristo y no entra el casamiento en sus planes de futuro. Este es el marco.
La dificultad del caso comienza cuando Eluzo, que es un senador joven, quiere casarse con Juliana. La cosa se pone aún más interesante porque, conociendo que Eluzo bebe los vientos por su hija, ya ha concertado el padre el matrimonio entre el senador y la joven, comprometiendo su honorabilidad.
La supuesta novia lo recibe amablemente y con cortesía haciendo gala de su esmerada educación. Pero, al llegar el momento culminante de los detalles matrimoniales, salta sobre el tapete una condición al aspirante con la intención de desligarse del compromiso. No lo aceptará -le dice- mientras no sea juez y prefecto de la ciudad. Claro que eso era como pedir la luna; pero se vio pillada en sus palabras ya que en poco tiempo, gracias a influencias, dinero y valía personal, Eluzo se ha convertido en juez y prefecto de Nicomedia; además, continúa insistiendo en sus pretensiones matrimoniales con Juliana. La doncella mantiene la dignidad dándole toda clase de felicitaciones y parabienes, al tiempo que le asegura no poder aceptar el matrimonio hasta que se dé otra condición imprescindible para cubrir la sima que los separa: debe hacerse cristiano.
Ante tamaño disparate es el propio Eluzo quien pondrá al padre al corriente de lo que está pasando y de la «novedad» que se presenta. «Si eso es verdad, seremos juez y fiscal para mi hija». Juliana sólo sabe contestar a su padre furioso que ansía ser la primera dama de la ciudad, pero que sin ser cristiano, todo lo demás lo estima en nada.
«Por Apolo y Diana! Más quiero verte muerta que cristiana».
En la conversación tratará a su padre con respeto y amor de hija, pero… «mi Salvador es Jesucristo en quien tengo puesta toda mi confianza». Vienen los tormentos esperados cuando las razones no son escuchadas. Estaño derretido y fuego; además, cárcel para darle tiempo a pensar y llevarla a un cambio de actitud. Finalmente, con 18 años, se le corta la cabeza el 16 de febrero del 308.
Alguna vez hay padres «se pasan» al forzar a sus hijos cuando tienen que elegir estado. Esto tiene más complicaciones si razones profundas, como la fe práctica, dificulta la comprensión de los motivos que distancian. ¿No pensaría el padre de Juliana que sin matrimonio y cristiana su hija sería desgraciada? Quizá con viva fe cristiana llegara a vislumbrar que Jesucristo llena más que el dinero, el poder, la dignidad y la fama.
Su fiesta se celebra el 16 de febrero.
Fuente: Archidiócesis de Madrid
por San Claudio de la Colombierre | corazones.org | 15 Feb, 2016 | Confirmación Taller de oración
Dos meses después de haber hecho la profesión solemne, en febrero de 1675, Claudio fue nombrado superior del colegio de Paray-le-Monial. Por una parte, era un honor excepcional confiar a un joven profesor el gobierno de una casa; pero por otra parte, la pequeña comunidad de Paray, que sólo tenía cuatro o cinco padres, era insignificante para las grandes dotes de Claudio.
En realidad se trataba de un designio de Dios para ponerle en contacto con un alma que necesitaba de su ayuda: Margarita María Alacoque. Dicha religiosa se hallaba en un período de perplejidad y sufrimientos, debido a las extraordinarias revelaciones de que la había hecho objeto el Sagrado Corazón, cada día más claras e íntimas. Siguiendo las indicaciones de su superiora, la madre de Saumaise, Margarita se había confiado a un sacerdote muy erudito, pero que carecía de conocimientos de mística. El sacerdote dictaminó que Margarita era víctima de los engaños del demonio, cosa que acabó de desconcertar a la santa. Movido por las oraciones de Margarita, Dios le envió a su fiel siervo y perfecto amigo, Claudio de la Colombiére.
* * *
Índice de oraciones
Acto de Confianza en Dios
Novena de la confianza
Día primero
Oración litúrgica del santo para todos los días
Despedida del santo para todos los días
Día segundo
Día tercero
Día cuarto
Día quinto
Día sexto
Día séptimo
Día octavo
Día noveno
Jesús, amigo único
Jesús, mi fuerza
Seguiré esperando en Ti
Hágase tu voluntad
Dame tu corazón
Ofrecimiento al corazón de Jesucristo
Vivir y morir en tu amor
* * *
Acto de Confianza en Dios
Esta es, sin duda, una de sus oraciones más bellas.
Es la conclusión del discurso 682, que trata precisamente de la confianza en Dios (O.C. IV, p. 215).
Dios mío, estoy tan persuadido de que veláis sobre todos los que en Vos esperan y de que nada puede faltar a quien de Vos aguarda toda las cosas, que he resuelto vivir en adelante sin cuidado alguno, descargando sobre Vos todas mis inquietudes. Mas yo dormiré en paz y descansaré; porque Tú ¡Oh Señor! Y sólo Tú, has asegurado mi esperanza.
Los hombres pueden despojarme de los bienes y de la reputación; las enfermedades pueden quitarme las fuerzas y los medios de serviros; yo mismo puedo perder vuestra gracia por el pecado; pero no perderé mi esperanza; la conservaré hasta el último instante de mi vida y serán inútiles todos los esfuerzos de los demonios del infierno para arrancármela. Dormiré y descansaré en paz.
Que otros esperen su felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la inocencia de su vida, o sobre el rigor de su penitencia, o sobre el número de sus buenas obras, o sobre el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, Señor, toda mi confianza es mi confianza misma. Porque Tú, Señor, solo Tú, has asegurado mi esperanza.
A nadie engañó esta confianza. Ninguno de los que han esperado en el Señor ha quedado frustrado en su confianza.
Por tanto, estoy seguro de que seré eternamente feliz, porque firmemente espero serlo y porque de Vos ¡oh Dios mío! Es de Quien lo espero. En Ti esperé , Señor, y jamás seré confundido.
Bien conozco ¡ah! Demasiado lo conozco, que soy frágil e inconstante; sé cuanto pueden las tentaciones contra la virtud más firme; he visto caer los astros del cielo y las columnas del firmamento; pero nada de esto puede aterrarme. Mientras mantenga firme mi esperanza, me conservaré a cubierto de todas las calamidades; y estoy seguro de esperar siempre, porque espero igualmente esta invariable esperanza.
En fin, estoy seguro de que no puedo esperar con exceso de Vos y de que conseguiré todo lo que hubiere esperado de Vos. Así, espero que me sostendréis en las más rápidas y resbaladizas pendientes, que me fortaleceréis contra los más violentos asaltos y que haréis triunfar mi flaqueza sobre mis más formidables enemigos. Espero que me amaréis siempre y que yo os amaré sin interrupción ; y para llevar de una vez toda mi esperanza tan lejos como puedo llevarla, os espero a Vos mismo de Vos mismo ¡oh Creador mío! Para el tiempo y para la eternidad. Así sea.
La penitencia es una virtud que nos lleva a trabajar por eliminar de nuestra vida todo aquello que nos separa del amor de Dios y del amor al prójimo. No es un sentimiento, una experiencia emocional, sino mas bien un acto de la voluntad. Muchos confunden la penitencia exclusivamente con actos externos de expiación, sin embargo es toda una actitud interior.
* * *
Novena de la confianza
Saludo del Santo para todos los días:
Nuestro Señor Jesucristo sea nuestra fuerza y nuestra alegría, posea todo su corazón y sea su único consuelo.
Día primero
Estoy tan convencido , Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti, y de que no puede faltar cosa alguna a quien aguarda de Ti todas las cosas, que he determinado vivir de ahora en adelante sin ningún cuidado, descargándome en Ti de todas mis solicitudes. «En paz me duermo y al punto descanso, porque tu, Señor, me has afirmado singularmente en la esperanza» (Sal 4,10).
He resuelto estudiar los medios para hacer recaer la conversación sobre cosas que puedan edificar, sea quien sea aquel con quien me encuentre; de tal modo, que nadie se separe de mi sin tener más conocimiento de Dios que cuando llegó, y, si es posible, con mayor deseo de su salvación.
Dios está en medio de nosotros y parece que no le reconocemos. Está en nuestros hermanos y quiere ser servido en ellos, amado y honrado, y nos recompensará más por esto que si le sirviésemos a El en persona. Que cada uno considere en su hermano a Jesucristo.
Oración litúrgica del santo para todos los días
Señor y Padre nuestro, tú que hablaste al corazón de tu fiel servidor, San Claudio de la Colombiére, para que fuese testigo de la abundancia de tu amor; haz que los dones de tu gracia iluminen y consuelen a tu Iglesia.
Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Despedida del santo para todos los días
Adiós, ruegue a Dios que me haga la gracia de morir enteramente a mi mismo. El Espíritu Santo llene su corazón del más puro amor de Dios. La paz de Nuestro Señor Jesús reine siempre en su corazón. Todo suyo en la cruz y en el Corazón de Jesús.
Día segundo
Despójenme en buena hora los hombres de los bienes y de la honra, prívenme de las fuerzas e instrumentos de serviros las enfermedades; pierda yo por mi mismo vuestra gracia pecando, que no por eso perderé la esperanza; antes la conservaré hasta el último suspiro de mi vida y vanos serán los esfuerzos de todos los demonios del infierno para arrancármela.
La predicación es inútil sin la gracia, y la gracia no se obtiene sino por la oración. Si hay tan pocas conversiones entre los cristianos es porque hay pocas personas que oren, aunque hay muchas que predican. (Cuán agradable a Dios son estas oraciones!; es como cuando a una madre le ruegan que perdone a su hijo.
Dios está en medio de nosotros, o mejor dicho, nosotros estamos en medio de El; en cualquier lugar donde estemos nos toca: en la oración, en el trabajo, en la mesa, en la conversación. Hagamos a menudo actos de fe; digamos con frecuencia: Dios me mira, aquí está presente. No hacer nunca nada, estando a solas, que no quisiéramos hacer a vista de todo el género humano.
Día tercero
Que otros esperen la dicha de sus riquezas o de sus talentos, que descansen otros en la inocencia de su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas obras, o en el fervor de sus oraciones; en cuanto a mi toda mi confianza se funda en mi misma confianza: «Tu, Señor, me has afirmado singularmente en la esperanza» (Salmo 4,10).
No tengo alegría semejante a la que experimento, cuando descubro en mi alguna nueva flaqueza, que se me había ocultado hasta entonces. Creo firmemente y siento gran placer al creerlo, que Dios conduce a los que se abandonan a su dirección y que se cuida aun de sus cosas más pequeñas.
«Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo será claro» (Mt. 6,22).
No buscar sino a Dios, ni siquiera buscar sus bienes, sus gracias, las ventajas que en su servicio se encuentran como la paz, la alegría, etc., sino a El.
Día cuarto
Confianza semejante jamás salió fallida a nadie. «Nadie esperó en el Señor y quedó confundido» (Ecles 2,11).
En reparación de tantos ultrajes y de tan crueles ingratitudes, adorable y amable Corazón de Jesús, y para evitaren cuanto de mi dependa el caer en semejante desgracia, yo os ofrezco mi corazón con todos los sentimientos de que es capaz; yo me entrego enteramente a Vos. Y desde este momento protesto sinceramente que deseo olvidarme de mi mismo, y de todo lo que pueda tener relación conmigo para remover el obstáculo que pudiera impedirme la entrada en ese divino Corazón, que tenéis la bondad de abrirme y donde deseo entrar para vivir y morir en él con vuestros más fieles servidores, penetrando enteramente y abrasado de vuestro amor.
Dirígete a mi siervo (el P. de La Colombiere) y dile de mi parte que haga todo lo posible para establecer esta devoción y dar este gusto a mi divino Corazón; que no se desanime por las dificultades que para ello encontrará, y que no le han de faltar. Pero debe saber que es todopoderoso aquel que desconfía enteramente de si mismo para confiar únicamente en Mí. (Jesús a Sta. Margarita)
Día quinto
Así que, seguro Apostolado de la Oración estoy de ser eternamente bienaventurado, porque espero firmemente serio, y porque eres Tú, Dios mío, de quien lo espero.»En ti, Señor, he esperado; no quede avergonzado jamás» (Sal 30,2; 70,1).
No quiero temer ya ni las ilusiones, ni los artificios del demonio, ni mi propia debilidad, ni mis indiscreciones, ni aun siquiera mi desconfianza; porque Vos debéis ser mi fortaleza en todas mis cruces, y me prometisteis serio a proporción de mi confianza. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13). Vos en todas partes estáis en mi y yo en Vos; luego en cualquier parte que me encuentre, ante cualquier peligro, cualquier enemigo que me amenace, tengo mi fuerza conmigo.
Me promete Dios ser mi fortaleza, según la confianza que tenga en El. Por esto he resuelto no poner límites a esta confianza y extenderla a todo. Me parece que en lo sucesivo debo servirme de nuestro Señor como de un escudo que me rodea, y que opondré a todos los dardos de mis enemigos.
Día sexto
Conocer, demasiado conozco que por mi soy frágil y mudable; sé cuanto pueden las tentaciones contra las virtudes más robustas, he visto caer las estrellas del cielo y las columnas del firmamento; pero nada de eso logra acobardarme.
Lo cierto es que, de todas las confianzas, la que más honra al Señor es la de un pecador insigne que está tan persuadido de la misericordia infinita de Dios, que todos sus pecados le parezcan como un átomo en presencia de esa misericordia.
Sólo se encuentra la paz en el total olvido de sí mismo. Es necesario que nos resolvamos a olvidarnos hasta de nuestros intereses espirituales, para no buscar más que la pura gloria de Dios.
Día séptimo
Mientras yo espere, estoy a salvo de toda desgracia; y de que esperaré siempre estoy cierto, porque espero también esta esperanza invariable.
No dude de que Dios le ha de dar por si, o por ese confesor, todo lo que le sea necesario, ni de que nunca dejará perecer un alma que preferirla morir antes que desagradarle. Le confieso que no pueda perdonar ni un instante de inquietud a una sierva de Jesucristo. Es una gran injuria a su Señor, que soporta, conserva y coima de bienes a sus mayores enemigos; piense si querrá perder a los que no sueñan sino en servirle.
Es necesario ser paciente con buena fe, y dulce como Jesucristo hasta el fondo del alma. le recomiendo esta virtud sobre todas las cosas, es preciosa a los ojos de Dios. Es dulce hablar de lo que se ama, pero más todavía con Jesucristo dentro de su corazón.
Día octavo
En fin, para mi es seguro que nunca será demasiado lo que espere de Ti, y que nunca tendré menos de lo que hubiere esperado. Por tanto, espero que me sostendrás firme en los riesgos más inminentes y me defenderás en medio de los ataques más furiosos, y harás que mí flaqueza triunfe de los más espantosos enemigos.
Teme usted que Dios le mande pruebas que no pueda soportar; es un pensamiento que le pasa por la imaginación, porque sí creyera que así lo siente no le perdonaría esa desconfianza y el ultraje que haría a la sabiduría y a la bondad de nuestro Señor. No llega a entender todavía que es El principalmente quien lo hace todo en nosotros,, excepto los pecados, y que no debemos considerar ni nuestras faltas ni nuestra debilidad, sino esperarlo todo de El.
Bien se yo que sé Puede comulgar de tal forma que no se saque ningún fruto; pero sostengo que eso no puede ser consecuencia de acercarse demasiado frecuentemente. Creo que los que comulgan cada ocho días sin ser por eso mejores, serían peores si comulgasen más de tarde en tarde; que ninguna indisposición, exceptuando el pecado mortal, puede impedir el efecto del sacramento que es el de santificar el alma, de darle fuerzas y vigor para hacer el bien y resistir al mal; que como cada vez que se comulga se recibe un aumento de mérito y de gracia habitual, es necesario que una comunión nos disponga para aprovecharnos de otra; y, por consiguiente, cuantas más comuniones se hacen, más se está en disposición de aprovechar de las que se deben hacer.
Día noveno
Espero que Tú me amarás a mí siempre y que te amaré a Ti sin intermisión, y para llegar de un solo vuelo con la esperanza hasta donde puede llegarse, espero a Ti mismo, de Ti mismo, oh Creador mío, para el tiempo y para la eternidad. Amén.
Este Corazón se encuentra aún, en cuanto es posible, en los mismos sentimientos y, sobre todo, siempre abrasado de amor para con los hombres; siempre sensible a nuestros males; siempre apremiado del deseo de hacernos participantes de sus tesoros y de dársenos a sí mismo; siempre dispuesto a recibirnos y a servirnos de asilo, mansión, de paraíso, ya en esta vida. A cambio de todo no encuentra en el corazón de los hombres más que dureza, olvido, desprecio, ingratitud. Ama y no es amado y ni siquiera es conocido su amor; porque no se dignan los hombres recibir los dones por los que quiere atestiguarlo, ni escuchar las amables e intimas manifestaciones que quiere hacer a nuestro corazón.
En cuanto a usted, ponga toda su confianza en Dios y no en criatura alguna; ponga toda su esperanza en El; espérelo todo de El, y no de criatura alguna; ni aun de sus directores, quien quiera que sean; no pueden nada sin Nuestro Señor, y El lo puede todo sin ellos.
* * *
Jesús, amigo único
Esta oración está sacada de la 39ª de las «Reflexiones cristianas» (O.C. V, pág. 39); a propósito de S. Juan Evangelista, nos propone que recemos a Jesús, único. y verdadero Amigo.
Jesús, Tú eres el Amigo único y verdadero; no sólo compartes cada uno de mis padecimientos, sino que lo tomas sobre Ti y conoces el secreto de transformármelo en gozo. Me escuchas con bondad y, cuando te cuento mis amarguras, me las suavizas.
Te encuentro en todo lugar, jamás te alejas y, si me veo obligado a cambiar de residencia, te encuentro allí donde voy. Nunca te hartas de escucharme;, jamás te cansas de hacerme bien. Si te amo, estoy seguro de ser correspondido; no tienes necesidad de lo mío ni te empobreces al otorgarme tus dones. No obstante que soy un hombre pobre, nadie (sea noble, inteligente o santo) podrá robarme tu amistad. La misma muerte que separa a los amigos todos, me reunirá contigo.
Ninguna de las adversidades de la edad o del azar lograrán jamás alejarme de ti; más bien, por el contrario, nunca gozaré con tanta plenitud de tu presencia ni jamás me estarás tan cercano, cuanto en el momento en que todo parecerá conspirar contra mi.
Sólo Tú aciertas a soportar mis defectos con extremada paciencia. Incluso mis infidelidades e ingratitudes, aunque te ofenden, no te impiden estar siempre dispuesto a concederme tu gracia y tu amor, si yo las deseo.
* * *
Jesús, mi fuerza
El octavo día de los Ejercicios Espirituales hechos en Londres en 1677, escribe que ha descubierto un gran tesoro: una confianza ilimitada en Dios; y termina con esta oración (O.C. VI, pág. 113).
Sí, Dios mío, Tú serás mi fuerza, mi guía, mi director, mi consejero, mi paciencia, mi ciencia, mi paz, mi justicia, mi prudencia.
A Ti acudiré en las tentaciones, arideces, contrariedades y temores. No quiero temer nada en adelante, ni los engaños y ardides del demonio, ni mi debilidad, porque serás Tú mi fuerza en las pruebas; y me prometes serlo en proporción a mi confianza. Pero lo maravilloso es que cuando me pones en esta situación, al mismo tiempo me otorgas la misma confianza. Seas eternamente alabado y amado por todas las cosas creadas, ¡Oh amable Señor!
¿Qué sería de mí si Tú no fueses mi fuerza? Y si, como me lo aseguras, lo eres ¿ qué no podré hacer con ella por tu gloria? «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Fil 4,13).
Estás siempre en mí y yo en Ti; por tanto, me encuentre donde me encuentre, sea cual fuere el peligro que me acecha, poseo siempre conmigo mi fuerza.
Esta certeza me basta para disipar en un momento mis angustias, y hacer frente a ciertos sobresaltos de la naturaleza que, a veces, se despierta con tanto ardor que no puedo menos de temer por mi perseverancia y asustarme ante la perfección a que Tú, Señor me has llamado.
* * *
Seguiré esperando en Ti
Aunque resulte sorprendente, esta oración está contenida en la Carta 96 (O.C. VI, pág. 542) a su hermana que acaso desconfiaba de la misericordia del Señor.
Señor, ante Ti tienes a un alma que se halla en este mundo para experimentar tu maravillosa misericordia y mostrarla resplandeciente ante el cielo y la tierra.
Te den gloria también los otros demostrando con su fidelidad y su constancia cuan potente es tu gracia y cuan afable y generoso eres con quienes te son fieles; en cuanto a mí, te daré gloria dando a conocer a todos lo bueno que eres con los pecadores.
Diré a todos que tu misericordia está muy por encima de cualquier malicia humana y que ninguna maldad tendrá poder de cansarla; que ninguna recaída, por vergonzosa y grave que sea, deberá llevar al pecador a desesperar de tu perdón.
SI, amoroso Redentor, te he ofendido gravemente, pero te ultrajaría todavía más si pensara que no eres tan bueno como para concederme el perdón. ‘
Tu enemigo y enemigo mío cada día me tiende nuevos lazos; podrá llevarme a perderlo todo, pero no la esperanza en tu misericordia. Aunque recayera cien veces y mis culpas fuesen cien veces más terribles de lo que son, seguiría esperando en Ti.
* * *
Hágase tu voluntad
La santidad consiste en adecuarse a la voluntad del Señor, escribe en otro lugar. (Reflexiones cristianas O.C. V, p. 4 01); al final de la disertación sobre este tema, invita a sus oyentes a besar las manos de Jesús crucificado y meditar en las palabras que El dirigió al Padre en su agonía cruel en el huerto de los Olivos: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42).
Señor, hágase tu voluntad, no la mía. Debo alabarte y darte gracias porque se cumplen en mí tus designios.
Aunque estuviera en mi poder resistirme a tus decisiones, sin embargo no rechazaría someterme a ellas_ «No como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26,39).
Acepto de buen grado esta adversidad en sí misma y en todas sus circunstancias. Así que no me lamento del mal que habré de soportar ni de las personas que lo causan, ni del modo en que me ha llegado, ni de la coyuntura de tiempo y lugar en que me ha sobrevenido.
Porque estoy convencido de que Tú has querido estas circunstancias y prefiero morir antes que oponerme en nada a tu querer.
SÍ, Dios mío, hágase tu voluntad en mí y en todos los hombres, hoy y en todo momento, en el cielo y en la tierra. Cúmplase en la tierra como en el cielo. Amén.
* * *
Dame tu corazón
Esta oración concluye la disertación sobre el Corpus (Sermón 20º O.C. 11, p. 24). Anteriormente ha dicho que el hombre está rodeado y asediado por los beneficios de Dios. Cada día el Señor enciende nuevas brasas en torno a nuestro corazón para inflamarlo; no obstante esto, sigue frío para la Eucaristía.
¿Qué harás, Señor, para vencer la obstinada indiferencia de los hombres? Te has agotado en este misterio de amor; has ido tan lejos que, como comentan los Santos Padres, has llegado hasta donde podía llegar tu Poder.
Si los contactos divinos con tu sagrada Carne no consiguen destruir este hechizo que me seduce, en vano podré esperar en otro remedio de mayor fuerza.
A tan grande calamidad, sólo una salida encuentro: que me des otro corazón, un corazón dócil, un corazón sensible, un corazón que no sea de mármol ni de bronce; es menester que me concedas tu mismo Corazón.
Ven, amable Corazón de Jesús, ven y colócate en el centro de mi pecho y enciende en él un amor tal que acierte a responder, de algún modo, a mi deber de amarte.
Dios mío, ama a Jesús que está en mí en la medida en que me has amado a mí en El. Haz que ya no viva sino por El para llegar a vivir eternamente con El en el cielo. Amén.
* * *
Ofrecimiento al corazón de Jesucristo
El diario de los Ejercicios espirituales hechos en Londres del 20 al 29 de enero de 1677, concluye con este «ofrecimiento al S. Corazón de Jesucristo» (O.C. VI, p. 125).
Adorable y amable Corazón de Jesús, en reparación de tantos pecados e ingratitudes y para evitar que yo caiga en tal desgracia, te ofrezco mi corazón con todos los sentimientos de que es capaz y me entrego todo a Ti.
Con la mayor sinceridad (al menos así lo espero) desde este momento deseo olvidarme de mí mismo y de cuanto pueda tener relación conmigo, para eliminar todo obstáculo que pueda impedirme entrar en tu Corazón divino que has tenido la bondad de abrirme y en el que ansío entrar junto
con tus servidores más fieles, para vivir y morir invadido e inflamado por tu amor…
Sagrado Corazón de Jesús, enséñame a olvidarme enteramente de mi, ya que éste es el único camino para
entrar en Ti. Y puesto que cuanto haré en adelante será tuyo, haz que no realice nunca nada que no sea digno de Ti.
Enséñame qué debo hacer para llegar a la pureza de tu amor, del que me has infundido tan gran deseo. Experimento una gran voluntad de complacerte, pero al mismo tiempo me veo en la imposibilidad de realizarlo sin tu luz especial y tu ayuda.
Cumple en mí tu voluntad incluso contra mi querer.
A Ti corresponde, Corazón divino de Jesús, cumplirlo todo en mí; y de este modo, si llego a santo, tuya será la gloria de mi santificación. Para mí esto es más claro que la luz del día, pero para Ti será una magnífica gloria. Sólo para esto deseo la perfección. Amén.
* * *
Vivir y morir en tu amor
Morir en la amistad con el Señor es gracia tan grande que ciertamente no se puede merecer. Por ello, en conclusión del sermón sobre la predestinación (O.C. III, 56p. 447), invita a sus oyentes a pedirla al Señor con oración.
Señor, bien sabes que no aspiramos a otra cosa sin a vivir y morir en tu amor; ahora alimenta estos deseos nuestros al igual que los has hecho brotar e infúndeles la firmeza y reciedumbre que nosotros no podemos prometernos, dada la mutabilidad e inconstancia de nuestro corazón. «Por las sendas trazadas ajustando mis pasos; por tus veredas no vacilan mis pies» (Sal 16,5). Señor, da fuerza a mis pasos, para que no vacilen o yerren el camino emprendido.
Dios omnipotente, a Ti que mantienes colgada la tierra en el universo, que has formado los cielos como trono de tu gloria, a ti no será difícil ni – me atrevo a decir menos , glorioso conferir a mi alma la misma estabilidad.
Hazme inquebrantable ante todas las tentaciones, inexpugnable a todos los asaltos de mis enemigos. Apriétame a Ti con lazos indisolubles; une mi voluntad a la tuya con tanta fuerza que resulten una sola voluntad, de modo que la mía sea recta, santa y sobre todo constante e inmutable como la tuya.
Concédeme, Oh Dios, morir en el seno de tu Iglesia, fuera de la cual no hay salvación; haz que expire en los brazos de la cruz, de la que brota el manantial de nuestra salvación; en el Corazón de Jesús Crucificado, en El que es la misma Salvación y Redención.
Y como no puedo vivir sino a través de Ti, haz que viva únicamente para Ti. Y, en fin, alcánzame morir en tu alabanza y tu amor y, si es posible, de amor a Ti. Amen.
por Catequesis en Familia | 12 Feb, 2016 | La Biblia
Lucas 9, 28-36. Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma. La primera tarea del cristiano es escuchar la Palabra de Dios, escuchar a Jesús.
Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: «¡Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». El no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo». Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro del Génesis, Gén 15, 5-12.17-18
Salmo: Sal 26, 1.7-9.13-14
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Filipenses, Flp 3, 17; 4, 1
Oración introductoria
Señor, me acerco a Ti con fe, una gran confianza y mucho amor. Quiero subir contigo a la montaña de la oración para contemplarte e iluminar interiormente mi vida. Pido a la Virgen María, mi guía en el camino de la fe, que me ayude a vivir esta experiencia.
Petición
Jesucristo, dame la gracia de encontrarte íntimamente para dejar atrás, en esta Cuaresma, todo lo que me aparte de Ti.
Meditación del Santo Padre Francisco
En la oración al inicio de la misa hemos pedido al Señor dos gracias: «escuchar a tu amado Hijo», para que nuestra fe se nutra de la Palabra de Dios, y —la otra gracia— «purificar los ojos de nuestro espíritu, para que podamos gozar un día de la visión de la gloria». Escuchar, la gracia de escuchar, y la gracia de purificar los ojos. Esto está precisamente en relación con el Evangelio que hemos escuchado. Cuando el Señor se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan, éstos oyen la voz de Dios Padre, que dice: «Éste es mi Hijo. Escuchadlo». La gracia de escuchar a Jesús. ¿Para qué? Para alimentar nuestra fe con la Palabra de Dios. Y ésta es una tarea del cristiano. ¿Cuáles son las tareas del cristiano? Tal vez me diréis: ir a misa los domingos; hacer ayuno y abstinencia en la Semana Santa; hacer esto… Pero la primera tarea del cristiano es escuchar la Palabra de Dios, escuchar a Jesús, porque Él nos habla y Él nos salva con su Palabra. Y Él, con esta Palabra, hace también que nuestra fe sea más robusta, más fuerte. Escuchar a Jesús. «Pero, padre, yo escucho a Jesús, lo escucho mucho». «¿Sí? ¿Qué escuchas?». «Escucho la radio, escucho la televisión, escucho las habladurías de las personas…». Muchas cosas escuchamos durante el día, muchas cosas… Pero os hago una pregunta: ¿dedicamos un poco de tiempo, cada día, para escuchar a Jesús, para escuchar la Palabra de Jesús? En casa, ¿tenemos el Evangelio? Y, cada día, ¿escuchamos a Jesús en el Evangelio, leemos un pasaje del Evangelio? ¿O tenemos miedo de esto, o no estamos acostumbrados? Escuchar la Palabra de Jesús para alimentarnos. Esto significa que la Palabra de Jesús es el alimento más fuerte para el alma: nos nutre el alma, nos nutre la fe. Os sugiero, cada día, tomar algunos minutos y leer un pasaje del Evangelio y oír lo que allí pasa. Escuchar a Jesús, y esa Palabra de Jesús cada día entra en nuestro corazón y nos hace más fuertes en la fe. Os sugiero también tener un pequeño Evangelio, pequeñito, para llevar en el bolsillo, en el bolso y cuando tengamos un poco de tiempo, tal vez en el autobús… cuando se pueda en el autobús, porque muchas veces en el autobús estamos un poco obligados a mantener el equilibrio y también a defender los bolsillos, ¿no?… Pero cuando estás sentado, aquí o allá, puedes leer, incluso durante el día, tomar el Evangelio y leer dos palabritas. ¡El Evangelio siempre con nosotros! Se decía de algunos mártires de los primeros tiempos —por ejemplo de santa Cecilia— que llevaban siempre con ellos el Evangelio: ellos llevaban el Evangelio; ella, Cecilia llevaba el Evangelio. Porque es precisamente nuestro primer alimento, es la Palabra de Jesús, lo que nutre nuestra fe.
Y luego la segunda gracia que hemos pedido es la gracia de la purificación de los ojos, de los ojos de nuestro espíritu, para preparar los ojos del espíritu para la vida eterna. Purificar los ojos. Yo estoy invitado a escuchar a Jesús y Jesús se manifiesta; y con su Transfiguración nos invita a contemplarlo. Mirar a Jesús purifica nuestros ojos y los prepara para la vida eterna, para la visión del Cielo. Tal vez nuestros ojos están un poco enfermos porque vemos muchas cosas que no son de Jesús, incluso que están contra Jesús: cosas mundanas, cosas que no hacen bien a la luz del alma. Y así esta luz se apaga lentamente y sin saberlo terminamos en la oscuridad interior, en la oscuridad espiritual, en la oscuridad de la fe: oscuridad porque no estamos acostumbrados a mirar, a imaginar las cosas de Jesús.
Esto es lo que nosotros hoy hemos pedido al Padre, que nos enseñe a escuchar a Jesús y a contemplar a Jesús. Escuchar su Palabra, y pensad en lo que os decía del Evangelio: ¡es muy importante! Y mirar: cuando leo el Evangelio imaginar y contemplar cómo era Jesús, cómo hacía las cosas. Y así nuestra inteligencia, nuestro corazón siguen adelante por el camino de la esperanza, donde el Señor nos pone, como hemos escuchado que hizo con nuestro padre Abrahán. Recordad siempre: escuchar a Jesús, para hacer más fuerte nuestra fe; contemplar a Jesús, para preparar nuestros ojos a la hermosa visión de su rostro, donde todos nosotros —que el Señor nos dé la gracia— nos encontraremos en una misa sin fin. Así sea.
Santo Padre Francisco
Homilía del II Domingo de Cuaresma, 16 de marzo de 2014
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ayer concluyeron aquí, en el palacio apostólico, los ejercicios espirituales que, como de costumbre, tienen lugar al inicio de la Cuaresma en el Vaticano. Con mis colaboradores de la Curia romana hemos pasado días de recogimiento y de intensa oración, reflexionando sobre la vocación sacerdotal, en sintonía con el Año que la Iglesia está celebrando. Doy las gracias a todos los que han estado espiritualmente cerca de nosotros.
En este segundo domingo de Cuaresma la liturgia está dominada por el episodio de la Transfiguración, que en Evangelio de san Lucas sigue inmediatamente a la invitación del Maestro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23). Este acontecimiento extraordinario nos alienta a seguir a Jesús.
San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan «ver» la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: «Este es mi Hijo, el elegido; escuchadlo» (v. 35).
Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está «Jesús solo» (v. 36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, «Jesús solo» es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él que subiendo hacia Jerusalén dará la vida y un día «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21).
«Maestro, qué bien se está aquí» (Lc 9, 33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que «Jesús solo» sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.
En este periodo cuaresmal invito a todos a meditar asiduamente el Evangelio. Además, espero que en este Año sacerdotal los pastores «estén realmente impregnados de la Palabra de Dios, la conozcan verdaderamente, la amen hasta el punto de que realmente deje huella en su vida y forme su pensamiento» (cf. Homilía de la misa Crismal, 9 de abril de 2009: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de abril de 2009, p. 3). Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con la oración del Ángelus.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del Domingo, 28 de febrero de 2010
Propósito
Visitar a Cristo en la Eucaristía y pedirle el don de conocerlo y amarlo mejor.
Diálogo con Cristo
Señor, que no soñemos nosotros con triunfos fáciles, con una vida de placeres y de glorias mundanas. A la luz de la gloria del cielo hemos de llegar a través del camino, muchas veces oscuro y penoso, de la cruz. Pero si vamos por esta senda, ¡vamos con paso seguro! Ahora compartimos tus sufrimientos en la cruz. Pero, cuando llegue aquel día bendito de nuestra propia transfiguración, nuestra dicha y nuestra gloria será casi infinita. De momento, tenemos que llorar y lamentarnos, pero de nuevo volverás a nosotros y nos llevarás contigo, y nuestra tristeza se convertirá en gozo. Y entonces, en aquel día ya sin noche y sin ocaso, nadie será capaz de quitarnos nuestra alegría.
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Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
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por Fr. Carlos Lledó López O.P. | Cofradiarosario.net | 12 Feb, 2016 | Confirmación Vida de los Santos
María es Madre del amor en el perdón. Ella brota del amor misericordioso de Cristo y está al servicio de la Misericordia de Cristo.
María es Madre del perdón en el amor, y del amor en el perdón. Brota del amor misericordioso de Cristo y María está al servicio de la Misericordia de Cristo. Es lo que recordamos y vivimos en el Rosario.
Cristo es el eterno amor misericordioso
Porque contempla la situación de la humanidad por el pecado original y ofrece la única solución posible: la redención centrada en la Pasión y muerte.
La misericordia es la constante de la vida de Jesucristo. Al paralítico le ofrece la solución de alma y de cuerpo: “Confía, hijo: tus pecados te son perdonados”(Mt.9,2). Igualmente a la mujer hemorroísa: “Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento” (Mt.9,22) En la Cruz nos ofrece la gran solución: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc.23,34) y abre las puertas del Cielo al buen ladrón suplicante: Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc.23, 40-44).
María, objeto preferencial de misericordia
María diciendo orden al pecado original, no lo contrae de hecho porque es objeto preferencial de la misericordia de Cristo. Por ello, es privilegiada y excepcionalmente redimida. Es la Inmaculada Concepción.
María, objeto preferencial de la misericordia de Cristo, es también la llena de gracia, de toda la gracia que necesita para ser la Madre de Dios, Madre-Virgen.
Entonces… ¿Por qué María es madre de misericordia?
Tan sencillo como el hecho de que es la Madre de Cristo, quien es el manantial divino de la eterna misericordia. María es Madre de la misericordia desde el misterio de la Encarnación, la gran misericordia del Verbo que se hace hombre al calor del corazón de María por obra del Espíritu Santo.
María es Madre de Misericordia proyectando su amor sobre Cristo en la cruz con ternura de madre. Lo sigue proyectando sobre la Iglesia, Cuerpo de Cristo y por lo tanto, sobre nosotros, pecadores.
María es Madre de Misericordia que perdona a Pedro que niega su Hijo, también a Judas el traidor y a los que crucifican a Cristo. Pienso que Ella repite con su Hijo: “Padre, perdónalos…” María nos ofrece la Misericordia de Cristo y nos orienta hacia Él.
María es camino del perdón. Por eso, nos conduce al Confesionario, a la Eucaristía… El Rosario es camino de oración para alcanzar la misericordia de Cristo y experimentar el amor misericordioso de la Madre.
En María triunfa la Misericordia. Por eso, es privilegiadamente asunta al Cielo en cuerpo y alma, y coronada Reina y Madre de Misericordia.
*San Juan Pablo II nos dejó una gran enseñanza sobre Maria Madre de misericordia, en la Encíclica «Veritaris Splendor» aquí un pequeño extracto:
«El privilegio especial que Dios otorgó a la toda santa nos lleva a admirar las maravillas realizadas por la gracia en su vida. Y nos recuerda también que María fue siempre toda del Señor, y que ninguna imperfección disminuyó la perfecta armonía entre ella y Dios. Su vida terrena, por tanto, se caracterizó por el desarrollo constante y sublime de la fe, la esperanza y la caridad. Por ello, María es para los creyentes signo luminoso de la Misericordia divina y guía segura hacia las altas metas de la perfección evangélica y la santidad.
María es Madre de Misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de la Misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18). El ha venido no para condenar sino para perdonar, para derramar misericordia (cf. Mt 9, 13). Y la misericordia más grande radica en su estar en medio de nosotros y en la llamada que nos ha dirigido para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre puede cancelar la Misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo: Su misericordia para nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104 [103], 30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud del mal y da la fuerza para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor y nos conduce al Padre en el Espíritu.»
Aplicación
Nos acogemos a la misericordia maternal de María en nuestra debilidad, con el Rosario en el corazón, en los labios y en las manos. El Rosario marca el camino de la misericordia y lo aplica. Recemos el Rosario.
Fuente: Píldoras de Fe.