por SS Francisco | 14 Sep, 2015 | Catequesis Magisterio
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Quisiera hoy detener nuestra atención en el vínculo entre la familia y la comunidad cristiana. Es un vínculo, por así decir, «natural», porque la Iglesia es una familia espiritual y la familia es una pequeña Iglesia (cfr. Lumen Gentium, 9).
La Comunidad cristiana es la casa de aquellos que creen en Jesús como la fuente de la fraternidad entre todos los hombres. La Iglesia camina en medio de los pueblos, en la historia de los hombres y de las mujeres, de los padres y de las madres, de los hijos y de las hijas: esta es la historia que cuenta para el Señor. Los grandes eventos de las potencias mundanas se escriben en los libros de historia, y allí permanecen. Pero la historia de los afectos humanos se escribe directamente en el corazón de Dios; y es la historia que permanece eternamente. Es este el lugar de la vida y de la fe. La familia es el lugar de nuestra iniciación –insustituible, indeleble– a esta historia.
Esta historia de vida plena que terminará en la contemplación de Dios para toda la eternidad en el cielo, pero que comienza en la familia y por eso, es tan importante la familia.
El Hijo de Dios aprendió la historia humana por este camino, y la recorre hasta el final (cfr Eb 2,18; 5,8). Es bonito volver a contemplar a Jesús y ¡los signos de este vínculo! Él nació en una familia y allí «aprendió el mundo»: una tienda, cuatro casas, un pueblo. Y sin embargo, viviendo por treinta años esta experiencia, Jesús asimiló la condición humana, acogiéndola en su comunión con el Padre y en su misma misión apostólica. Después, cuando dejó Nazaret y comenzó la vida pública, Jesús formó en torno a él una comunidad, una «asamblea», es decir una con-vocación de personas. Este es el significado de la palabra «iglesia».
En los Evangelios, la asamblea de Jesús tiene la forma de una familia y de una familia hospitalaria, no de una secta exclusiva, cerrada: nos encontramos con Pedro y Juan, pero también el hambriento y el sediento, el extranjero y el perseguido, la pecadora y el publicano, los fariseos y la multitud. Y Jesús no cesa de recibir y de hablar con todos, también con quien no espera más encontrar a Dios en su vida. ¡Es una lección fuerte para la Iglesia! Los discípulos mismos han sido elegidos para cuidar esta asamblea, esta familia de huéspedes de Dios.
Para que sea viva hoy esta realidad de la asamblea de Jesús, es indispensable reavivar la alianza entre la familia y la comunidad cristiana. Podremos decir que la familia y la parroquia son dos lugares en donde se realiza esta comunión de amor que encuentra su fuente última en Dios mismo. Una Iglesia de verdad según el Evangelio no puede no tener la forma de una casa acogedora con las puertas abiertas siempre. Las iglesias, las parroquias, las instituciones con las puertas cerradas no se deben llamar iglesias, se deben llamar museos.
Hoy, esta es una alianza crucial. «En contra de los «centros de poder» ideológicos, financieros y políticos, volvemos a poner nuestras esperanzas en estos centros ¿de poder? ¡No! en centros del amor. Nuestra esperanza está en estos centros del amor. Centros evangelizadores, ricos de calor humano, basados en la solidaridad y la participación» también en el perdón entre nosotros. (Pont. Cons. para la familia, Papa Francisco sobre la familia y sobre la vida 1999-2014 LEV 2014, 189).
Reforzar el vínculo entre la familia y la comunidad cristiana es hoy indispensable y urgente. Cierto, es necesario una fe generosa para reencontrar la inteligencia y la valentía para renovar esta alianza. Las familias a veces dan un paso atrás, diciendo que no están a la altura: «Padre, somos una pobre familia y también un poco destartalada», «no somos capaces», «tenemos ya tantos problemas en casa», «no tenemos la fuerza». Es verdad. Pero ninguno es digno, ninguno está a la altura, ¡ninguno tiene las fuerzas! Sin la gracia de Dios, no podremos hacer nada. Todo se nos da gratuitamente. Y el Señor no llega nunca a una nueva familia sin hacer algún milagro. ¡Recordemos lo que hizo en las bodas de Caná! Si, el Señor, si nos apoyamos en sus manos, nos hace hacer milagros. Milagros de todos los días cuando está el Señor en esa familia.
Naturalmente, también la comunidad cristiana debe hacer su parte. Por ejemplo, buscar superar actitudes demasiado directivas y demasiado funcionales, favorecer el diálogo interpersonal y el conocimiento y la estima recíproca. Las familias tomen la iniciativa y sientan la responsabilidad de llevar los propios dones preciosos para la comunidad. Todos debemos ser conscientes que la fe cristiana se juega en el campo abierto de la vida compartida con todos, la familia y la parroquia deben cumplir el milagro de una vida más comunitaria para la sociedad completa.
En Caná, estaba la Madre de Jesús, la «madre del buen consejo». Escuchemos nosotros sus palabras: «Hagan todo lo que él les diga» (cfr Jn 2, 5). Queridas familias, queridas comunidades parroquiales, dejémonos inspirar de esta Madre hagamos todo lo que Jesús nos dirá y ¡nos encontraremos frente al milagro, al milagro de cada día! Gracias.
SS Francisco, Audiencia general del miércoles, 9 de septiembre de 2015.
por SS Benedicto XVI | 14 Sep, 2015 | Confirmación Vida de los Santos
San Roberto Belarmino […] nos lleva con la memoria al tiempo de la dolorosa escisión de la cristiandad occidental, cuando un grave crisis política y religiosa provocó el distanciamiento de naciones enteras de la Sede Apostólica
Nació el 4 de octubre de 1542, en Montepulciano, cerca de Siena, era sobrino, por parte de madre, del papa Marcelo II. Tuvo una excelente formación humanística antes de entrar en la Compañía de Jesús el 20 de septiembre de 1560. Los estudios de filosofía y teología, que realizó entre el Colegio Romano, Padua y Lovaina, centrados en santo Tomás y en los Padres de la Iglesia, fueron decisivos para su orientación teológica. Ordenado sacerdote el 25 de marzo de 1570, fue, durante algunos años, profesor de teología en Lovaina.
Sucesivamente, llamado a Roma como profesor en el Colegio Romano, le fue confiada la cátedra de «Apologética»; en la década en la que desempeñó tal encargo (1576-1586), elaboró un curso de lecciones recogidas después en el Controversia,obra súbito célebre por la claridad y la riqueza de contenidos y por el corte prevalentemente histórico. Había terminado hacía poco tiempo el Concilio de Trento y para la Iglesia Católica era necesario reforzar y confirmar su propia identidad también respecto a la Reforma protestantes. La acción de Belarmino se insertó en este contexto. Desde el 1588 al 1594 fue, primero, padre espiritual de los estudiantes jesuitas del Colegio Romano, entre los cuales conoció y dirigió a san Luis Gonzaga, después superior religioso. El Papa Clemente VII lo nombró teólogo pontificio, consultor del Santo Oficio y rector del Colegio de Confesores de la Basílica de San Pedro. Del 1597 al 1598 escribe su catecismo, Dottrina cristiana breve, que fue su trabajo más famoso.
El 3 de marzo de 1599 fue nombrado cardenal por el Papa Clemente VIII y, el 18 de marzo de 1602, fue nombrado arzobispo de Capua. Recibió la ordenación episcopal el 21 de abril del mismo año. En los tres años en los que fue obispo diocesano, se distinguió por el celo con que predicaba en la catedral, por la visita que realizaba semanalmente en las parroquias, por los tres Sínodos diocesanos y un Concilio provincial al que dio vida. Después de haber participado en los cónclaves que eligieron a los Papas León XI y Pablo V, fue llamado a Roma, donde formó parte de las Congregaciones del Santo Oficio, del Índice, de los Ritos, de los Obispos y de la Propagación de la Fe. Tuvo también encargos diplomáticos, en la República de Venecia e Inglaterra, defendiendo los derechos de la Sede Apostólica. En sus últimos años compuso varios libros de espiritualidad, en los cuales condensó el fruto de sus ejercicios espirituales anuales. De la lectura de los mismos el pueblo cristiano obtiene, todavía hoy, gran edificación. Murió en Roma el 17 de septiembre de 1621. El Papa Pío XI lo beatificó en 1923, lo canonizó en 1930 y lo proclamó Doctor de la Iglesia en 1931.
San Roberto Belarmino tuvo un papel importante en la Iglesia en las últimas décadas del siglo XVI y de los primeros años del siglo sucesivo. Sus Controversiaeconstituyeron un punto de referencia, todavía válido, para la eclesiología católica sobre las cuestiones acerca de la Revelación, la naturaleza de la Iglesia, los Sacramentos y la antropología teológica. En estos se acentúa el aspecto institucional de la Iglesia, con motivo de los errores que circulaban sobre tales cuestiones. Incluso Belarmino aclaró los aspectos invisibles de la Iglesia como el Cuerpo Místico y lo ilustró con la analogía del cuerpo y del alma, con el fin de describir la relación entre las riquezas internas de la Iglesia y los aspectos exteriores que la vuelven perceptible. En esta obra monumental, que intenta sistematizar las varias controversias teológicas de la época, él evita todo corte polémico y agresivo respecto a las ideas de la Reforma, y usa los argumentos de la razón y de la Tradición de la Iglesia e ilustra de un modo claro y eficaz la doctrina católica
Sin embargo, su legado se encuentra en la forma en la que concibió su trabajo. Los tediosos oficios de gobierno no le impidieron, de hecho, caminar hacia la santidad con la fidelidad a las exigencias de su propio estado de religioso, sacerdote y obispo. De esta fidelidad surge su compromiso con la predicación. Siendo, como sacerdote y obispo, antes que nada un pastor de almas, sintió el deber de predicar asiduamente. Hay centenares de sermones -las homilías- realizadas en Flandes, en Roma, en Nápoles y en Capua con ocasión de las celebraciones litúrgicas. No menos abundantes son sus expositiones y las explanationes a los párrocos, a las religiosas, a los estudiantes del Colegio Romano, que a menudo hablan de la Sagrada Escritura especialmente de las Epístolas de san Pablo. Su predicación y sus catequesis tienen este mismo carácter de sencillez que obtuvo de la educación jesuita, toda dirigida concentrar las fuerzas del alma en Jesús, profundamente conocido, amado e imitado.
En los escritos de este hombre de gobierno se advierte de modo claro, incluso en la reserva en la que esconde sus sentimientos, la primacía que asigna a las enseñanzas de Cristo. San Belarmino ofrece de esta manera un modelo de oración, alma de toda actividad: una oración que escucha la Palabra del Señor, que se colma con la contemplación de la grandeza, que no se encierra en sí misma, que se alegra de abandonarse a Dios. Un signo distintivo de la espiritualidad del Belarmino y la percepción viva y personal de la inmensa bondad de Dios, por el que nuestro Santo se sentía verdaderamente hijo amado por Dios y era fuente de gran alegría el recogerse, con serenidad y sencillez, en la oración, en la contemplación de Dios. En su libro De ascensione mentis in Deum -Elevación de la mente a Dios- compuesto sobre la estructura del Itinerarium de san Buenaventura, exclama: «Oh alma, tu ejemplo es Dios, belleza infinita, luz sin sombras, esplendor que supera el de la luna y del sol. Alza los ojos a Dios en el que se encuentran los arquetipos de todas las cosas, y del cual, como desde una fuente de infinita fecundidad, deriva esta variedad casi infinita de las cosas. Por tanto debes concluir: quien encuentra a Dios encuentra todas las cosas, quien pierde a Dios pierde todo».
En este texto se oye el eco de la célebre contemplatio ad amorem obtineundum-contemplación para obtener el amor- de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola. El Belarmino, que vivió en la fastuosa y a menudo malsana sociedad de los últimos años del siglo XVI y la primera del siglo XVII, de esta contemplación recoge aplicaciones prácticas y proyecta la situación de la Iglesia de su tiempo con animosa inspiración pastoral. En el libro De arte bene moriendi -el arte de morir bien- por ejemplo, indica como norma segura del buen vivir y también del buen morir, el meditar a menudo y seriamente que se deberá rendir cuentas a Dios de las propias acciones y del propio modo de vivir, y evitar la acumulación de riquezas en esta tierra, sino de vivir sencillamente y con caridad para acumular bienes en el cielo. En el libro De gemitu columbae -El gemido de la paloma, donde la paloma representa a la Iglesia- exhorta con fuerza al clero y a todos los fieles a una reforma personal y concreta de la propia vida siguiendo lo que enseñan las Escrituras y los Santos, entre los cuales cita en particular a san Gregorio Nacianceno, san Juan Crisóstomo, san Jerónimo y san Agustín, además de los grandes fundadores de órdenes religiosas como san Benito, santo Domingo y san Francisco. Belarmino enseña con gran claridad y con el ejemplo de su propia vida que no puede haber una verdadera reforma de la Iglesia si primero no se da nuestra reforma personal y la conversión de nuestro corazón.
En los Ejercicios espirituales de san Ignacio, Belarmino daba consejos para comunicar de un modo profunda, también a los más sencillos, la belleza de los misterios de la fe. Escribió «Si tienes sabiduría, comprendes que has sido creado para la gloria de Dios y para tu salvación eterna. Esta es tu finalidad, este es el centro de tu alma, este es el tesoro de tu corazón. Por esto, considera bueno para ti, lo que te conduce a esta finalidad, verdadero mal lo que no lo hace. Sucesos prósperos o adversos, riquezas y pobreza, salud y enfermedad, honores y ultrajes, vida y muerte, el sabio no debe ni buscarlos ni evitarlos por sí mismo. Son buenos y deseables solo si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son malos y evitables si la obstaculizan» (De ascensione mentis in Deum, grad. 1).
Estas, obviamente no son palabras pasadas de moda, sino palabras para meditar largamente hoy por nosotros para orientar nuestro camino sobre esta tierra. Nos recuerdan que el fin de nuestra vida es el Señor, el Dios que se ha revelado en Jesucristo, en el cual Él continua llamándonos y prometiéndonos la comunión con Él. Nos recuerdan la importancia de confiar en el Señor, de vivir una vida fiel al Evangelio, de aceptar e iluminar con la fe y con la oración toda circunstancia y toda acción de nuestra vida, siempre deseosos de la unión con Él. Gracias.
SS Benedicto XVI, Audiencia general del miércoles 23 de febrero de 2011
por FAUSTINO MARTÍNEZ GOÑI | CeF | 14 Sep, 2015 | Postcomunión Taller de oración
Se puede decir que, desde el principio del cristianismo, la espada que atravesó el alma de María —según las palabras de Simeón (Lc. 2,35)— ha provocado compasión tierna de los buenos cristianos. Y es que, al recordar la pasión del Redentor, los hijos de la Iglesia no podían menos de asociar al dolor del Hijo de Dios los sufrimientos de su benditísima Madre.
Parece como si el Stabat Mater del devoto franciscano Jacapone de Todi († 1306) hubiera resonado desde los albores de la cristiandad en el corazón de los fieles. De esta bellísima secuencia, que se recita en, la misa de esta festividad, escribió Federico Ozanam: «La liturgia católica nada tiene tan patético como estos lamentos tristes, cuyas estrofas caen como lágrimas, tan dulces, que en ellos se descubre un dolor divino consolado por los ángeles; tan sencillos en su latín popular, que las mujeres y los niños comprenden la mitad por las palabras y la otra mitad por el canto y el corazón». Y, ¡por qué no pensar que lo que se hizo estrofa y versos en la fervorosa Edad Media, no estaba ya latente, desde que murió Jesús, en la ternura compasiva de los amantes hijos de la Virgen!
Los Padres de la Iglesia demuestran, efectivamente, que no pasó desapercibido el dolor de María. San Efrén (en su Lamentación de María), San Agustín, San Antonio, San Bernardo y otros cantan piadosamente los padecimientos de la Madre de Dios. Y, ya en el siglo V, vemos cómo el papa Sixto III (432-440), al restaurar la basílica Liberiana, la consagra a los mártires y a su Reina. según lo indica un mosaico de dicha iglesia, en el que celebra a María como «Regina Martyrum».
Con todo, hay que admitir que la devoción —más concreta— a los Dolores de María fue extendida especialmente por los servitas, Orden fundada por siete patricios de Florencia (su fiesta se celebra el 12 de febrero bajo el título de «Los siete Santos Fundadores») a mediados del siglo XIII. La historia nos cuenta cómo, en los duros tiempos de Federico II, se reunían estos piadosos varones para sus actos religiosos en la ciudad de Florencia, y cómo poco a poco fue surgiendo la Orden de los Siervos de la Virgen o Servitas, cuyo principal cometido era el meditar en la pasión de Cristo y en los dolores de su Madre. San Felipe Benicio († 1285; su fiesta se celebra el 23 de agosto), superior general de dicha Orden, fue uno de los más destacados propagadores de esta devoción, popularizando por todas partes el «hábito de la Dolorosa» y su escapulario.
En el siglo XVII se dio principio a la celebración litúrgica de dos fiestas dedicadas a los Siete Dolores, una el viernes después del Domingo de Pasión, llamado Viernes de Dolores, y otra el tercer domingo de septiembre. La primera fue extendida a toda la Iglesia, en 1472, por el papa Benedicto XIII; y la segunda en 1814, por Pío VII, en memoria de la cautividad sufrida por él en tiempos de Napoleón. Esta segunda fiesta se fijó definitivamente para el 15 de septiembre.
De la raigambre de la devoción a la Virgen Dolorosa entre el pueblo cristiano —singularmente los fieles de estirpe hispánica— es un índice la frecuente utilización del nombre Dolores en la onomástica femenina así como la profusión de las representaciones de la Dolorosa en el arte y la repetición del tema en la poesía popular —saetas— y en la literatura, en general.
La fiesta de este día hace alusión a siete dolores de la Virgen, sin especificar cuáles fueron éstos. Lo del número no tiene importancia y manifiesta una influencia bíblica, ya que en la Sagrada Escritura es frecuente el uso del número siete para significar la indeterminación y, con más frecuencia tal vez, la universalidad. Según esto, conmemorar los Siete Dolores de la Virgen equivaldría a celebrar todo el inmenso dolor de la Madre de Dios a través de su vida terrena. De todos modos, la piedad cristiana suele referir los dolores de la Virgen a los siete hechos siguientes: 1º la profecía de Simeón; 2º la huida a Egipto; 3º la pérdida de Jesús en Jerusalén, a los 12 años; 4º el encuentro de María con su Hijo en la calle de la Amargura; 5º la agonía y la muerte de Jesús en la cruz; 6º el descendimiento de la cruz; y 7º la sepultura del cuerpo del Señor y la soledad de la Virgen.
Sin duda que la piedad cristiana ha sabido acertar al resumir en esos siete hechos-clave los momentos más agudos del dolor de María. Porque, ¿no es cierto que son como hitos que señalan la trayectoria ascendente de los insondables sufrimientos de la Madre de Dios? En efecto, si las enigmáticas palabras de Simeón (He aquí que éste está destinado para caída y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción, y una espada atravesará tu misma alma, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones (Lc. 2, 34-35), tuvieron que entristecer el semblante de María, ¿que no habremos de pensar que ocurriría en la huida a Egipto, ¡Su hijo, tan tierno, arrojado por el vendaval del odio a tierras lejanas! Y, en cuanto a la pérdida de Jesús en Jerusalén, a los doce años, ¿quien es capaz de profundizar en el abismo de incertidumbre y en la agonía de una Madre privada de su Hijo?
Pero donde los dolores de la Virgen rebasaron toda medida fue en el drama del Calvario y, especialmente, al pie de la Cruz. Detengámonos en su contemplación con el alma transida de compasión amorosa, como hacían los santos.
Entre los personajes que asistieron de cerca a la tragedia del Gólgota destaca la figura de la Virgen. De su presencia en el Calvario nos habla San Juan en su Evangelio con palabras sencillas pero impregnadas de un intenso dramatismo: Estaban en pie —dice— junto a la Cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena… Podemos representarnos la escena sin necesidad de hacer grandes esfuerzos de imaginación: Jesús acaba de recorrer las calles de Jerusalén con su cruz a cuestas. Durante el lúgubre desfile, el populacho le ha injuriado y escarnecido o, cuando menos, ha contemplado su paso con estupor y desconcierto. Porque, ¿no era Aquél el que hacía unos días había entrado en la ciudad santa en medio de aclamaciones? ¿No tendrían razón los escribas y fariseos al decir que era un vulgar impostor y un blasfemo?
Jesús, según asegura la tradición, se encontró con su Madre bendita en la calle que el pueblo cristiano llamó «de la amargura». ¿Qué se dirían con la mirada el Hijo y la Madre? Tal vez sólo las madres que tienen la inmensa desdicha de asistir a sus hijos antes de ser ajusticiados pueden sospechar algo de lo que pasaría por el alma de la Virgen.
Pero la comitiva siguió avanzando. Y después de muchos tropezones e incluso caídas de los que llevaban sudorosos sus cruces —y entre ellos iba como un vulgar facineroso Jesús—, llegaron al Calvario. La Virgen caminó también, deshecha en el dolor, en pos de su Hijo. Era el primero y el más sublime de los Viacrucis.
Ya está en el lugar de la crucifixión. Es Él. Los sayones le quitan sus vestiduras. La Virgen contemplaría aquella túnica inconsútil que con tanto cariño había tejido para su Hijo…
Unos momentos después suenan unos martillazos terribles. En un remolino instantáneo de recuerdos desfilarían ante la Virgen las escenas de Belén y de Nazaret, cuando las manecitas de su Niño le acariciaban con perfume de azucenas o le traían virutas para encender el fuego… Pero todo aquello quedaba muy lejos. Ahora tenía ante sí la realidad brutal de los pecados de los hombres horadando aquellas sacratísimas manos, pródigas en repartir beneficios.
Unos momentos más, y la cruz —su Hijo hecho cruz— era levantada entre el cielo y la tierra. En medio del clamor confuso de la multitud, María escucharía el respirar fatigoso y jadeante de su Hijo, puesto en el mayor de los suplicios. ¡Ella que había recogido su primer aliento en el pesebre de Belén y había arrimado tantas veces su virginal rostro al corazón de su Niño Jesús, palpitante de vida!
Las tres horas que siguieron, mientras Jesús derramaba gota a gota por la salud del mundo la sangre que un día recibiera de María, fueron las más sagradas de la historia del mundo. Y, si hasta las piedras se abrieron —como señala el Evangelio— ante el dolor del Hijo y de la Madre, ¿cómo podremos nosotros, los causantes de aquella «divina catástrofe» (como dice la liturgia), permanecer indiferentes en la contemplación de este divino espectáculo? Eia, Mater, fons amoris, me sentire vim doloris faic, ut tecum lugeam. (¡Ea! Madre, fuente de amor, hazme sentir la fuerza de tu dolor, para que llore contigo). Así exclama el autor del Stabat Mater. Y es que se necesita que la gracia sobrenatural aúpe y levante el corazón humano para que pueda siquiera rastrear la intensidad de los sufrimientos de Cristo y de su Madre.
El texto sagrado nos habla de las siete palabras de Jesús en la cruz, de su sed, de las burlas de que fue objeto, de las tinieblas que cubrieron la tierra…
No es difícil sospechar cuáles serían las reacciones del alma de la Virgen ante lo que estaba ocurriendo en el Calvario. Sin duda que poco a poco se fue abriendo camino entre la multitud y logró situarse por fin al pie de la cruz. ¿Quién de aquellos sanguinarios judíos se habría atrevido a encararse con la Madre Dolorosa? A su paso, los más empedernidos perseguidores de Jesús sentirían que la fibra del amor maternal —que jamás desaparece aun en los hombres más degradados— vibraba con un sentimiento de compasión: «Es la madre del ajusticiado —dirían—; ella no tiene la culpa. ¡Hacedle paso!
Y la Virgen se fue acercando a su Hijo. Pero no era el de otras veces, el niño gracioso de Belén, el joven gallardo de Nazaret, el taumaturgo prodigioso de Cafarnaúm… ¡Era un guiñapo! (¿será irreverencia traducir así las palabras proféticas de Isaías, en las que dice que Jesús seria un gusano y no un hombre, que no tendría sino fealdad y aspecto repugnante?) Y le miraría intensamente, como identificándose con El, quedándose colgada con El de la cruz.
¿Advirtió Jesús la presencia de su Madre? Lo afirma expresamente el Evangelio: «Como viese Jesús a su Madre…» (lo. 19, 25). Como dice el padre Alameda, «había tres crucificados y tres cruces, no muy lejanas unas de otras, puesto que podían hablarse y comunicarse las víctimas. María, según nos dice San Juan, se situó junto a la cruz de Jesús, iuxta crucem Iesu, lo que significa «a corta distancia de ella», tal vez tocando con la misma cruz. Y si se tiene en cuenta que, según costumbre, los maderos eran bajos, de modo que los pies del crucificado tocaban casi en el suelo, la vecindad era mayor, y María tomaba las apariencias de madre desolada que asiste a la cabecera del hijo agonizante. La expresión cum vidisset, habiendo visto, parece insinuar como si, agobiado por el dolor y la fiebre que le causaban las heridas, nuestro adorable Salvador hubiese tenido, en algunos momentos por lo menos, cerrados los ojos. Pudo también suceder que en medio de tanta aglomeración no hubiese advertido la presencia de aquellos seres queridos. Ellos, por otra parte, aunque deseosos de que Jesús reparase que allí estaban, no es creíble le hablasen. Ni el angustioso estado de su alma, ni la asistencia de los soldados curiosos convidaban a ello».
Jesús, pues, como anota San Juan, habiendo visto a su Madre y al discípulo amado, exclamó: «Madre, ahí tienes a tu hijo». Y en seguida, dirigiéndose al discípulo: «Ahí tienes a tu Madre» (lo. 19, 26). Fueron las únicas palabras que, según narra el Evangelio, dirigió Jesús a María en su agonía. Estas palabras, en su sentido literal, se refieren sin duda a San Juan, a quien encomienda a su Madre, que iba a quedar sola en el mundo. Pero, en el sentido que los exegetas llaman supraliteral y plenior (más completo), significaban que Juan, es decir, el género humano, a quien el apóstol representaba en aquellos momentos, pasaba a ser hijo de la Santísima Virgen. Esta es la interpretación que dan los Santos Padres y escritores eclesiásticos y que la Iglesia siempre ha aceptado.
¿Quién no se sentirá conmovido ante el precioso legado de Jesús y ante esta espiritual maternidad de la Virgen extendida, por gracia de la redención, a todos los hombres?
«Mujer –exclama San Bernardo en el oficio de hoy—, he aquí a tu hijo». ¡Qué trueque tan desigual! Se te entrega a Juan por Jesús, un siervo en lugar del Señor, un discípulo en lugar del Maestro, el hijo del Zebedeo por el Hijo de Dios, un mero hombre en lugar del Dios verdadero». Somos, en realidad, nosotros, los verdugos de Jesús, los que fuimos dados a María como hijos. ¿Cómo no trataremos de asemejarnos a Jesús para agradecerle esta magnífica filiación con la que nos regala?
Pero la tragedia del Gólgota se iba aproximando hacia su acto final. Jesús era ya casi un cadáver, Sus ojos estaban mortecinos; sus labios, resecos; su rostro, lívido y cetrino; y todo su cuerpo, rígido como el de un moribundo. María contemplaba a su Hijo en los últimos estertores de su agonía. Nada podía hacer frente a aquel estado de cosas al cual había conducido el amor de Jesús hacia los hombres,
¿Para qué hacer comentarios sobre el dolor de la Virgen en estos supremos momentos de la Pasión? ¿No es mejor que el corazón intuya y que se derrita en lágrimas de devoción?
Jesús —dice el Evangelio— dando una gran voz, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». E inclinando su cabeza expiro».
María, que había dado el «sí» a la encarnación, que al pie de la cruz aceptó el ser nuestra Corredentora, se unió a la entrega de su Hijo y le ofreció al Padre como la única Hostia propiciatoria por nuestros pecados.
Dejamos a la iniciativa piadosa del lector contemplar a la Virgen con el cadáver de su Hijo en los brazos, como la primera Dolorosa, mucho más bella y expresiva en su casi infinito dolor que todas las tallas que adornan nuestras procesiones de Semana Santa. Pero, ¿por qué no cotejar esta imagen tremenda de la Virgen con el cadáver de su Hijo en los brazos —mucho más bella que cualquier Pietá de Míquel Angel— con aquella otra, tan dulce, de la Virgen —una doncellita— con su hermosísimo Niño apretado junto a su corazón? Sólo así podremos darnos cuenta de la horrible transmutación que en el mundo causan nuestros pecados.
Finalmente, la Virgen presidió el sepelio de Jesús. Una blanca sábana envolvía aquel cadáver que Ella había cubierto de besos y de lágrimas. Pronto la pesada losa del sepulcro se interpuso entre Madre e Hijo. Y Ia Madre se sintió sola, con una soledad terrible, comparable a la que momentos antes había sentido Jesús al exclamar en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Es cierto que la Virgen creía firmísimamente en la resurrección de su Hijo; pero esta creencia, como observa San Bernardo, en nada se opone a los sufrimientos agudísimos ante la pasión de su Hijo; lo mismo que Éste pudo sufrir y sufrió, aun sabiendo que había de resucitar.
Que la Virgen Dolorosa nos infunda horror al pecado y marque nuestras almas con el imborrable sello del amor. El Amor, he ahí el secreto de la íntima tragedia que acabamos de contemplar.
Porque todo tiene su origen en aquello, que tan profundamente se grabó a San Juan, espectador excepcional de todo este drama: «De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito» (lo. 3, 16).
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Reza los Sete Dolores de Nuestra Señora
Primer Dolor
La profecía de Simeón en la presentación del Niño Jesús
Virgen María: por el dolor que sentiste cuando Simeón te anunció que una espada de dolor atravesaría tu alma, por los sufrimientos de Jesús, y ya en cierto modo te manifestó que tu participación en nuestra redención como corredentora sería a base de dolor; te acompañamos en este dolor… Y, por los méritos del mismo, haz que seamos dignos hijos tuyos y sepamos imitar tus virtudes.
Dios te salve, María…
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Segundo Dolor
La huida a Egipto con Jesús y José
Virgen María: por el dolor que sentiste cuando tuviste que huir precipitadamente tan lejos, pasando grandes penalidades, sobre todo al ser tu Hijo tan pequeño; al poco de nacer, ya era perseguido de muerte el que precisamente había venido a traernos vida eterna; te acompañamos en este dolor . . . Y, por los méritos del mismo, haz que sepamos huir siempre de las tentaciones del demonio.
Dios te salve, María…
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Tercer Dolor
La pérdida de Jesús
Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al perder a tu Hijo; tres días buscándolo angustiada; pensarías qué le habría podido ocurrir en una edad en que todavía dependía de tu cuidado y de San José; te acompañamos en este dolor . . . Y, por los méritos del mismo, haz que los jóvenes no se pierdan por malos caminos.
Dios te salve, María…
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Cuarto Dolor
El encuentro de Jesús con la cruz a cuestas camino del calvario
Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al ver a tu Hijo cargado con la cruz, como cargado con nuestras culpas, llevando el instrumento de su propio suplicio de muerte; Él, que era creador de la vida, aceptó por nosotros sufrir este desprecio tan grande de ser condenado a muerte y precisamente muerte de cruz, después de haber sido azotado como si fuera un malhechor y, siendo verdadero Rey de reyes, coronado de espinas; ni la mejor corona del mundo hubiera sido suficiente para honrarle y ceñírsela en su frente; en cambio, le dieron lo peor del mundo clavándole las espinas en la frente y, aunque le ocasionarían un gran dolor físico, aún mayor sería el dolor espiritual por ser una burla y una humillación tan grande; sufrió y se humilló hasta lo indecible, para levantarnos a nosotros del pecado; te acompañamos en este dolor . . . Y, por los méritos del mismo, haz que seamos dignos vasallos de tan gran Rey y sepamos ser humildes como Él lo fue.
Dios te salve, María…
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Quinto Dolor
La crucifixión y la agonía de Jesús
Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al ver la crueldad de clavar los clavos en las manos y pies de tu amadísimo Hijo, y luego al verle agonizando en la cruz; para darnos vida a nosotros, llevó su pasión hasta la muerte, y éste era el momento cumbre de su pasión; Tú misma también te sentirías morir de dolor en aquel momento; te acompañamos en este dolor. Y, por los méritos del mismo, no permitas que jamás muramos por el pecado y haz que podamos recibir los frutos de la redención.
Dios te salve, María…
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Sexto Dolor
La lanzada y el recibir en brazos a Jesús ya muerto
Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al ver la lanzada que dieron en el corazón de tu Hijo; sentirías como si la hubieran dado en tu propio corazón; el Corazón Divino, símbolo del gran amor que Jesús tuvo ya no solamente a Ti como Madre, sino también a nosotros por quienes dio la vida; y Tú, que habías tenido en tus brazos a tu Hijo sonriente y lleno de bondad, ahora te lo devolvían muerto, víctima de la maldad de algunos hombres y también víctima de nuestros pecados; te acompañamos en este dolor… Y, por los méritos del mismo, haz que sepamos amar a Jesús como El nos amo.
Dios te salve, María…
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Séptimo Dolor
El entierro de Jesús y la soledad de María
Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al enterrar a tu Hijo; El, que era creador, dueño y señor de todo el universo, era enterrado en tierra; llevó su humillación hasta el último momento; y aunque Tú supieras que al tercer día resucitaría, el trance de la muerte era real; te quitaron a Jesús por la muerte más injusta que se haya podido dar en todo el mundo en todos los siglos; siendo la suprema inocencia y la bondad infinita, fue torturado y muerto con la muerte más ignominiosa; tan caro pagó nuestro rescate por nuestros pecados; y Tú, Madre nuestra adoptiva y corredentora, le acompañaste en todos sus sufrimientos: y ahora te quedaste sola, llena de aflicción; te acompañamos en este dolor… Y, por los méritos del mismo, concédenos a cada uno de nosotros la gracia particular que te pedimos…
Dios te salve, Maria…
Gloria al Padre…
por Catequesis en Familia | 12 Sep, 2015 | La Biblia
Marcos 9, 38-43.45.47-48. Vigésimosexto Domingo del Tiempo Ordinario. En todas las cosas de la vida es necesario «pensar como cristiano, sentir como cristiano y actuar como cristiano». Ésta es la coherencia de vida de un cristiano que, cuando actúa, siente y piensa, reconoce la presencia del Señor.
Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros». Pero Jesús les dijo: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros. Les aseguro que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo. Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar. Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos a la Gehena, al fuego inextinguible. Y si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies a la Gehena. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos a la Gehena, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Números, Núm 11, 25-29
Salmo: Sal 19(18), 8-14
Segunda lectura: Carta a Santiago, Sant 5, 1-6
Oración introductoria
Gracias Señor por el don de la fe que me diste por tu bondad infinita. Ayúdame a llevar tu nombre y mensaje a todos de forma respetuosa, de tal manera que sea testimonio vivo de tu amor, de tu alegría y de tu misericordia.
Petición
Señor, que sea siempre fiel a mi fe.
Meditación del Santo Padre Francisco
Los cristianos incoherentes suscitan escándalo porque dan un antitestimonio a quien no cree. Precisamente al tema de la coherencia cristiana, sugerido por la administración del sacramento de la Confirmación, el Papa Francisco dedicó la homilía en la misa del [día de hoy]. «Ser cristiano —aclaró el Papa— significa dar testimonio de Jesucristo».
El Pontífice delineó después el perfil espiritual del cristiano, indicando precisamente en la coherencia su elemento central. En todas las cosas de la vida, dijo, es necesario «pensar como cristiano, sentir como cristiano y actuar como cristiano». Ésta es «la coherencia de vida de un cristiano que, cuando actúa, siente y piensa», reconoce la presencia del Señor.
El Papa también puso en guardia del hecho que «si falta una de estas» características, «no existe el cristiano». Por lo demás, «uno también puede decir: yo soy cristiano». Pero «si tú no vives como cristiano, si no actúas como cristiano, si no piensas como cristiano y no sientes como cristiano, hay algo que no está bien. Hay una cierta incoherencia». Todos nosotros cristianos, observó el Pontífice, «estamos llamados a dar testimonio de Jesucristo». En cambio, los cristianos que «viven ordinaria y comúnmente, con incoherencia, hacen mucho mal».
A ellos se refiere expresamente el apóstol Santiago en su carta leída en la liturgia del día (5, 1-6). Reprocha directamente «a algunos incoherentes que se enorgullecían de ser cristianos, pero explotaban a sus obreros».
«Es fuerte el Señor», comentó el Papa después de haber releído el texto de Santiago. Tan fuerte que «si uno escucha» estas palabras, «puede pensar que las pronunció un comunista. No, no —precisó el Pontífice—, las dijo el apóstol Santiago: es palabra del Señor». El problema, pues, es «la incoherencia», y «los cristianos que no son coherentes, dan escándalo».
El Pontífice, refiriéndose al pasaje evangélico de Marcos (9, 41-50) leído en la liturgia, recordó que Jesús habló con fuerza contra el escándalo y «dijo: «El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen —uno solo de estos hermanos y hermanas que tienen fe—, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y le echasen al mar»». En verdad, explicó el Papa, «el cristiano incoherente hace mucho mal», y la imagen fuerte usada por Jesús es muy elocuente. Por lo tanto, prosiguió, «la vida del cristiano está en la senda de la coherencia», pero también tiene que vérselas «con la tentación de no ser coherente y de dar tanto escándalo. Y el escándalo mata».
Las consecuencias, además, saltan a la vista. Todos los cristianos, comentó el Papa, han oído decir: «Yo creo en Dios, pero no en la Iglesia, porque vosotros cristianos decís una cosa y hacéis otra». Son palabras que «todos hemos escuchado: yo creo en Dios, pero no en vosotros». Y esto sucede «por la incoherencia» de los cristianos, explicó el Papa.
Afirmó después que las dos lecturas del día nos ayudan «a rezar por la coherencia cristiana, para actuar, sentir y pensar como cristianos». Y «para vivir con coherencia cristiana —reafirmó— es necesaria la oración, porque la coherencia cristiana es un don de Dios». Es un don que debemos esforzarnos por pedir, diciendo: «Señor, que yo sea coherente. Señor, que no escandalice nunca. Que sea una persona que piense como cristiano, que sienta como cristiano, que actúe como cristiano». Y «ésta —dijo el Papa— es la oración de hoy para todos nosotros: tenemos necesidad de coherencia».
Significativo fue el ejemplo práctico que sugirió: «Si te encuentras ante un ateo que te dice que no cree en Dios, puedes leerle toda una biblioteca donde se dice que Dios existe, y aunque se pruebe que Dios existe, él no tendrá fe». Pero, prosiguió el Papa, «si delante de este ateo das testimonio de coherencia y de vida cristiana, algo comenzará a trabajar en su corazón». Y «será precisamente tu testimonio el que le creará la inquietud sobre la cual trabajará el Espíritu Santo».
El Papa Francisco recordó que «todos nosotros, toda la Iglesia», debemos pedir al Señor «la gracia de ser coherentes», reconociéndonos pecadores, débiles, incoherentes, pero siempre dispuestos a pedir perdón a Dios.
Se trata de «ir adelante en la vida con coherencia cristiana», dando testimonio de que creemos en Jesucristo y sabiendo que somos pecadores. Pero con «la valentía de pedir perdón cuando nos equivocamos» y «teniendo mucho miedo de escandalizar». Y que «el Señor —fue el deseo conclusivo del Papa— nos conceda esta gracia a todos nosotros».
Santo Padre Francisco: El escándalo de la incoherencia
Meditación del jueves, 27 de febrero de 2014
Propósito
Trabajar siempre pensando en que somos Iglesia, no de forma individual.
Diálogo con Cristo
Señor, ayúdame a vivir siempre en clave de amor generoso, desinteresado. Tener una actitud de dar, a no buscar ser consolado, cuanto consolar; a no ser comprendido, como comprender; que no espere ser amado, sino que me dedique a amar. Tú sabes qué difícil resulta a mi naturaleza vivir en constante disposición de entrega. Dame tu gracia para poder hacer un buen examen de conciencia de todo lo bueno que he dejado de hacer.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Catequesis en Familia | 11 Sep, 2015 | Postcomunión Dinámicas
Este árbol de la Cruz nos salva, a todos nosotros, de las consecuencias de aquel otro árbol, donde comenzó la autosuficiencia, el orgullo, la soberbia de querer conocer – nosotros – todo, según nuestra mentalidad, según nuestros criterios, y también según esa presunción de ser y de llegar a ser los únicos seres del mundo.
Santo Padre Francisco
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Para un cristiano, exaltar la cruz quiere decir entrar en comunión con la totalidad del amor incondicional de Dios por el hombre.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
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La Cruz es fruto de la libertad y amor de Jesús. No era necesaria. Jesús la ha querido para mostrarnos su amor y su solidaridad con el dolor humano. Para compartir nuestro dolor y hacerlo redentor.
Jesús no ha venido a suprimir el sufrimiento: el sufrimiento seguirá presente entre nosotros. Tampoco ha venido para explicarlo: seguirá siendo un misterio. Ha venido para acompañarlo con su presencia. En presencia del dolor y muerte de Jesús, el Santo, el Inocente, el Cordero de Dios, no podemos rebelarnos ante nuestro sufrimiento ni ante el sufrimiento de los inocentes, aunque siga siendo un tremendo misterio.
Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
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Comparte tus problemas con Jesucristo
Con motivo de la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz animamos a niños, pero también a jóvenes y adultos, a compartir y ofrecer a Jesucristo nuestros desánimos y desalientos.
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Para que los más pequeños de la familia también se entretengan, os proponemos que coloreen esta lámina del Santo Padre Francisco portando la cruz.
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por Catequesis en Familia | 11 Sep, 2015 | La Biblia
Lucas 9, 1-6. Miércoles de la 25.ª semana del Tiempo Ordinario. El Señor no nos abandonará jamás. Así pues nuestro caminar debe hacerse perseverante gracias a la esperanza que infunde fortaleza.
Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para curar las enfermedades. Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, diciéndoles: «No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno. Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir. Si no los reciben, al salir de esas ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos». Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primra lectura: Libro de Esdras, Esd 9, 5-9
Salmo (Tomado del Libro de Tobías), Tob 13, 2-4.6
Oración introductoria
Señor, quiero ponerme en camino para predicar tu Reino con mi testimonio de vida. Inicio poniendo en tus manos mi intención y te pido, en esta oración, que me concedas un corazón generoso y seguro de su misión, para la cual sólo necesito de tu gracia.
Petición
Jesús, dame tu gracia para ser un auténtico discípulo y misionero de tu amor.
Meditación del Santo Padre Francisco
La vergüenza ante Dios, la oración para implorar la misericordia divina y la plena confianza en el Señor. Son estos los puntos fundamentales de la reflexión propuesta por el Papa Francisco en la misa que, el [día de hoy] por la mañana, celebró en la capilla de Santa Marta con los cardenales Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, y Béchara Boutros Raï, patriarca de Antioquía de los Maronitas, junto a un grupo de obispos maronitas llegados de Líbano, Siria, Tierra Santa y otros países de cada continente.
Al comentar las lecturas de la liturgia (Esdras 9, 5-9; Lucas 9, 1-6), el Santo Padre dijo que, en particular, el pasaje del libro de Esdras le hacía pensar en los obispos maronitas y, como es habitual, resumió su pensamiento en torno a tres conceptos. Ante todo la actitud de vergüenza y confusión de Esdras ante Dios, hasta el punto de no poder levantar la mirada hacia Él. Vergüenza y confusión de todos nosotros por los pecados cometidos, que nos han llevado a la esclavitud pues hemos servido a ídolos que no son Dios.
La oración es el segundo concepto. Siguiendo el ejemplo de Esdras, que, de rodillas, alza las manos hacia Dios implorando misericordia, así debemos hacer nosotros por nuestros innumerables pecados. Una oración que, observó el Papa, hay que elevar por la paz en Líbano, en Siria y en todo Oriente Medio. Es la oración siempre y en toda situación, precisó, el camino que debemos recorrer para afrontar los momentos difíciles, como las pruebas más dramáticas y la oscuridad que a veces nos envuelve en situaciones imprevisibles. Para hallar la vía de salida de todo ello, como subrayó el Pontífice, hay que orar incesantemente.
Finalmente, confianza absoluta en Dios que jamás nos abandona. Es el tercer concepto propuesto por el Santo Padre. Estemos seguros, dijo, de que el Señor está con nosotros y, por lo tanto, nuestro caminar debe hacerse perseverante gracias a la esperanza que infunde fortaleza. La palabra de los pastores será tranquilizadora para los fieles: el Señor no nos abandonará jamás.
Después de la comunión, el cardenal Béchara Boutros Raï dirigió al Santo Padre un agradecimiento y un saludo muy cordial en nombre de los obispos participantes, de todos los maronitas y de todo Líbano, confirmando su fidelidad a Pedro y a su sucesor «que nos sostiene en nuestro camino frecuentemente espinoso». En particular dio las gracias al Papa por el fuerte impulso que ha dado a la búsqueda de la paz: «Su oración y exhortación por la paz en Siria y en Oriente Medio ha sembrado esperanza y consuelo».
Santo Padre Francisco: La oración por la paz en Oriente Medios
Meditación del miércoles, 25 de septiembre de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Jesús no solamente envió a sus discípulos a curar a los enfermos (cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que instituyó también para ellos un sacramento específico: la Unción de los enfermos. La Carta de Santiago atestigua ya la existencia de este gesto sacramental en la primera comunidad cristiana (cf. St 5,14-16). Si la Eucaristía muestra cómo los sufrimientos y la muerte de Cristo se han transformado en amor, la Unción de los enfermos, por su parte, asocia al que sufre al ofrecimiento que Cristo ha hecho de sí para la salvación de todos, de tal manera que él también pueda, en el misterio de la comunión de los santos, participar en la redención del mundo. La relación entre estos sacramentos se manifiesta, además, en el momento en que se agrava la enfermedad: «A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía como viático». En el momento de pasar al Padre, la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo se manifiesta como semilla de vida eterna y potencia de resurrección: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). Puesto que el santo Viático abre al enfermo la plenitud del misterio pascual, es necesario asegurarle su recepción. La atención y el cuidado pastoral de los enfermos redunda sin duda en beneficio espiritual de toda la comunidad, sabiendo que lo que hayamos hecho al más pequeño se lo hemos hecho a Jesús mismo (cf. Mt 25,40).
Santo Padre emérito Benedicto XVI: Eucaristía y Unción de los enfermos
Exhortación apostólica post sinodal Sacramentum caritatis, n. 22
Propósito
Acercar a Cristo, con mi oración y atención, a quien esté pasando por la enfermedad.
Diálogo con Cristo
Señor, el mundo necesita apóstoles santos. La persona «moderna» se caracteriza por su insensibilidad e indiferencia ante las necesidades de los demás. Por eso confío en que esta oración me ayude a pasar mi vida haciendo el bien, pensando bien, hablando bien y dando no sólo lo que tengo, sino sobre todo, lo que soy, con sencillez y generosidad.
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por Catequesis en Familia | 9 Sep, 2015 | La Biblia
Marcos 9, 30-37. Vigésimoquinto Domingo del Tiempo Ordinario. Pensad en los niños hambrientos en los campos de refugiados; pensad solamente en ello.
Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará». Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?». Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de la Sabiduría, Sab 2, 12.17-20
Salmo: Sal 54(53), 3-8
Segunda lectura: Carta a Santiago, Sant 3, 16; 4, 3
Oración introductoria
Señor, vengo abrirte mi corazón porque, aunque te he fallado, confío en tu misericordia y creo en tu infinito amor. No quiero tener nunca miedo de acercarme a Ti, porque sólo en Ti podré encontrar la respuesta a los interrogantes de mi vida.
Petición
Señor, permite que sepa imitar tu ejemplo de paciencia, donación y servicio a los demás.
Meditación del Santo Padre Francisco
Escandalizarse por los millones de muertos de la primera guerra mundial tiene poco sentido si uno no se escandaliza también por los muertos de las numerosas pequeñas guerras de hoy. Y son guerras que hacen morir de hambre a muchísimos niños en los campos de refugiados, mientras que los mercaderes de armas hacen fiesta. Es un llamamiento a no ser indiferentes frente a los conflictos que siguen ensangrentando el planeta el que hizo el Pontífice en la misa del martes 25 de febrero.
El hilo conductor fueron las dos lecturas de la liturgia, tomadas de la carta de Santiago (4, 1-10) y del Evangelio de san Marcos (9, 30-37). Precisamente el pasaje evangélico, explicó el Papa, nos induce a la reflexión. En él se narra que los discípulos «discutían» e incluso «disputaban por el camino. Lo hacían para aclarar quién era el más grande entre ellos: por ambición». Así, dijo el Pontífice, «su corazón se alejó». Los discípulos tenían «el corazón alejado», y «cuando el corazón se aleja, nace la guerra». Precisamente ésta es la esencia —subrayó— de la «catequesis que el apóstol Santiago nos propone hoy», haciéndonos esta pregunta directa: «Hermanos míos: ¿de dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros?».
Son palabras que «hacen reflexionar» por su actualidad. En efecto, observó el Papa, «todos los días encontramos guerras en los diarios». Hasta tal punto que ya «los muertos parecen formar parte de una contabilidad diaria». Y nos «hemos acostumbrado a leer estas cosas». Por eso, «si tuviéramos la paciencia de enumerar todas las guerras que en este momento hay en el mundo, seguramente llenaríamos varias páginas».
Ahora «parece que el espíritu de la guerra se ha apoderado de nosotros». Así, «se celebran actos para conmemorar el centenario de aquella gran guerra», con «muchos millones de muertos», y están «todos escandalizados»; sin embargo, también hoy sucede «lo mismo: en lugar de una gran guerra», hay «pequeñas guerras por doquier».
«¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros?», se preguntaba Santiago. Sí, respondió el Papa, la guerra nace «dentro», porque «las guerras, el odio, la enemistad no se compran en el mercado. Están aquí, en el corazón». Y recordó que, «cuando éramos niños y en el catecismo nos explicaban la historia de Caín y Abel, todos nos escandalizábamos: ¡éste mató a su hermano, no se puede entender!». Y, sin embargo, «hoy tantos millones de hermanos se matan entre sí. Pero, ¡estamos acostumbrados!». Así, «la gran guerra de 1914 nos escandaliza», mientras que «esta gran guerra casi por doquier, casi escondida —digo—, no nos escandaliza».
«La pasión —dijo de nuevo el Pontífice— nos lleva a la guerra, al espíritu del mundo». Así, «habitualmente, frente a un conflicto, nos encontramos en una situación curiosa», que nos impulsa a «ir adelante para resolverlo discutiendo, con un lenguaje de guerra». En cambio, debería prevalecer «el lenguaje de paz». ¿Y cuáles son las consecuencias? La respuesta del Papa fue neta: «Pensad en los niños hambrientos en los campos de refugiados; pensad solamente en ello. ¡Éste es el fruto de la guerra!». Pero su reflexión fue más allá. Y añadió: «Y, si queréis, pensad en los grandes salones, en las fiestas que hacen los propietarios de las industrias de armas, los que fabrican armas». Por lo tanto, las consecuencias de la guerra son, por una parte, «el niño enfermo, hambriento, en un campo de refugiados», y, por otra, «las grandes fiestas» y la buena vida que se dan los fabricantes de armas.
«Pero, ¿qué sucede en nuestro corazón?», se preguntó el Papa volviendo a proponer la idea fundamental de la carta de Santiago. «El consejo que nos da el apóstol —dijo— es muy sencillo: Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros». Un consejo que se refiere a cada uno, porque este «espíritu de guerra que nos aleja de Dios no está sólo lejos de nosotros», sino que «está incluso en nuestra casa». Como demuestran, por ejemplo, las numerosas «familias destruidas porque el papá y la mamá no son capaces de encontrar el camino de la paz y prefieren la guerra, hacer un juicio». En verdad, «la guerra destruye».
De ahí la invitación del Papa Francisco a «rezar por la paz», por esa «paz que parece haberse convertido solamente en una palabra y nada más». Rezar, pues, «para que esta palabra tenga la capacidad de actuar». Rezar y seguir la exhortación del apóstol Santiago a reconocer «vuestra miseria». De esta miseria –observó el Papa– «provienen las guerras, las guerras en las familias, las guerras en los barrios, las guerras por doquier».
Las palabras de Santiago indican el camino de la verdadera paz. Se lee en la carta del apóstol: «Lamentad vuestra miseria, haced duelo y llorad. Que vuestra risa se convierta en llanto y vuestra alegría en aflicción». Palabras fuertes, que el Pontífice comentó proponiendo un examen de conciencia: «¿Quién de nosotros ha llorado cuando lee un diario, cuando en la televisión ve las imágenes de tantos muertos?».
Por eso, según el Papa Francisco, lo que «debe hacer hoy —hoy, ¡eh!, 25 de febrero, hoy— un cristiano frente a tantas guerras por doquier» es esto: debe humillarse, como escribió Santiago, «ante el Señor»; debe «llorar, entristecerse, humillarse». El Pontífice concluyó su meditación sobre la paz con una invocación al Señor para que nos haga «comprender esto», salvándonos «de acostumbrarnos a las noticias de guerra».
Santo Padre Francisco: Quien hace fiesta para hacer la guerra
Meditación del martes, 25 de febrero de 2014
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Respecto a la «victoria» entendida en términos triunfalistas, Cristo nos sugiere un camino bien diverso, que no pasa a través del poder y la potencia. De hecho, afirma: «Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el siervo de todos». Cristo habla de una victoria a través del amor que sufre, a través del servicio recíproco, la ayuda, la nueva esperanza y el concreto consuelo dado a los últimos, a los olvidados, a los rechazados. Para todos los cristianos, la más alta expresión de tan humilde servicio es Jesucristo mismo, el don total que hace de Sí mismo, la victoria de su amor sobre la muerte, en la cruz, que resplandece en la luz de la mañana de Pascua. Nosotros podemos tomar parte en esta «victoria» transformadora si nos dejamos transformar por Dios, sólo si realizamos una conversión de nuestra vida y la transformación se realiza en forma de conversión.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Meditación del miércoles, 18 de enero de 2012
Propósito
Tener una atención, un acto de servicio, o al menos una sonrisa, con la persona que más me cuesta «soportar», con la sencillez de un niño.
Diálogo con Cristo
Jesús, qué testimonio de paciencia y comprensión ante la debilidad. En vez de valorar el plan de salvación que me propones, me distraigo en lo pasajero, en la tentación del poder, del tener o del aparecer, cuando mi único afán debe ser entregarme con la confianza y docilidad de un niño a mi misión, como discípulo y misionero de tu amor. Te ofrezco éste y todos mis días. Tómame Señor
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por Catequesis en Familia | 7 Sep, 2015 | La Biblia
Lucas 7, 36-48.50. Jueves de la 24.ª semana del Tiempo Ordinario. A quien ama mucho Dios le perdona todo.
En aquel tiempo un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!». Pero Jesús le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». «Di, Maestro!, respondió él. «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos amará más?». Simón contestó: «Pienso que aquel a quien perdonó más». Jesús le dijo: «Has juzgado bien». Y volviéndose hacia la mujer, dijo de Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor». Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados». Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Primer Carta de san Pablo a Timoteo, 1 Tim 4, 12-16
Salmo: Sal 111(110), 7-10
Oración introductoria
Dios mío, al igual que la mujer del Evangelio, te busco con una gran fe en esta oración. Soy consciente de mis miserias y necesito tu perdón. No permitas que me aparte de Ti, porque en Ti tengo puesta toda mi esperanza. Te amo y deseo ardientemente compartir este amor con los demás.
Petición
Señor, ayúdame a reparar mis faltas con esta oración sincera y humilde.
Meditación del Santo Padre Francisco
El pasaje evangélico de hoy nos hace dar un paso más. Jesús encuentra a una mujer pecadora durante una comida en casa de un fariseo, suscitando el escándalo de los presentes: Jesús deja que se acerque una pecadora, e incluso le perdona los pecados, diciendo: «Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco» (Lc 7,47). Jesús es la encarnación del Dios vivo, el que trae la vida, frente a tantas obras de muerte, frente al pecado, al egoísmo, al cerrarse en sí mismos. Jesús acoge, ama, levanta, anima, perdona y da nuevamente la fuerza para caminar, devuelve la vida. Vemos en todo el Evangelio cómo Jesús trae con gestos y palabras la vida de Dios que transforma. Es la experiencia de la mujer que unge los pies del Señor con perfume: se siente comprendida, amada, y responde con un gesto de amor, se deja tocar por la misericordia de Dios y obtiene el perdón, comienza una vida nueva. Dios, el Viviente, es misericordioso. ¿Están de acuerdo? Digamos juntos: Dios es misericordioso, de nuevo: Dios el Viviente, es misericordioso.
Santo Padre Francisco
Homilía del domingo, 16 de junio de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
[Queridos hermanos y hermanas:]
[…] aprovecho de buen grado la ocasión para proponer a vuestra atención algunas reflexiones sobre la administración [del sacramento de la Reconciliación] en nuestra época, que por desgracia está perdiendo cada vez más el sentido del pecado.
Es necesario ayudar a quienes se confiesan a experimentar la ternura divina para con los pecadores arrepentidos que tantos episodios evangélicos muestran con tonos de intensa conmoción. Tomemos, por ejemplo, la famosa página del evangelio de san Lucas que presenta a la pecadora perdonada (cf. Lc 7, 36-50). Simón, fariseo y rico «notable» de la ciudad, ofrece en su casa un banquete en honor de Jesús. Inesperadamente, desde el fondo de la sala, entra una huésped no invitada ni prevista: una conocida pecadora pública. Es comprensible el malestar de los presentes, que a la mujer no parece preocuparle. Ella avanza y, de modo más bien furtivo, se detiene a los pies de Jesús. Había escuchado sus palabras de perdón y de esperanza para todos, incluso para las prostitutas, y está allí conmovida y silenciosa. Con sus lágrimas moja los pies de Jesús, se los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con un agradable perfume. Al actuar así, la pecadora quiere expresar el afecto y la gratitud que alberga hacia el Señor con gestos familiares para ella, aunque la sociedad los censure.
Frente al desconcierto general, es precisamente Jesús quien afronta la situación: «Simón, tengo algo que decirte». El fariseo le responde: «Di, maestro». Todos conocemos la respuesta de Jesús con una parábola que podríamos resumir con las siguientes palabras que el Señor dirige fundamentalmente a Simón: «¿Ves? Esta mujer sabe que es pecadora e, impulsada por el amor, pide comprensión y perdón. Tú, en cambio, presumes de ser justo y tal vez estás convencido de que no tienes nada grave de lo cual pedir perdón».
Es elocuente el mensaje que transmite este pasaje evangélico: a quien ama mucho Dios le perdona todo. Quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es precisamente el mensaje que debemos transmitir: lo que más cuenta es hacer comprender que en el sacramento de la Reconciliación, cualquiera que sea el pecado cometido, si lo reconocemos humildemente y acudimos con confianza al sacerdote confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora del perdón de Dios.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Discurso del viernes, 7 de marzo de 2008
Propósito
Evitar, hoy, juzgar a los demás para mantener un corazón generoso y misericordioso como el de Cristo.
Diálogo con Cristo
Dios Padre misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia, ten compasión de tus hijos pecadores y apiádate de las obras de tus manos para que podamos permanecer en pie el día de tu venida gloriosa.
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por Catequesis en Familia | 7 Sep, 2015 | Catequesis Metodología
Lucas 7, 31-35. Miércoles de la 24.ª semana del Tiempo Ordinario. Todos estamos llamados, no a mostrarnos a nosotros mismos, sino a comunicar esta tríada existencial que conforman la verdad, la bondad y la belleza.
En aquel tiempo el Señor dijo: «¿Con quién puedo comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen? Se parecen a esos muchachos que están sentados en la plaza y se dicen entre ellos:»¡Les tocamos la flauta, y ustedes no bailaron! ¡Entonamos cantos fúnebres, y no lloraron!». Porque llegó Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y ustedes dicen: «¡Ha perdido la cabeza!». Llegó el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «¡Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores!». Pero la Sabiduría ha sido reconocida como justa por todos sus hijos».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Primera Carta de san Pablo a Timoteo, 1 Tim 3, 14-16
Salmo: Sal 111(110), 1-6
Oración Introductoria
Señor Jesús, acércate a mi vida, quiero tu sabiduría para poder tener un auténtico encuentro con Dios en esta oración, creo, espero y te amo. Ven Señor, ¡no tardes!
Petición
Jesús, te quiero, te pido que pueda gozarte en esta oración.
Meditación del Santo Padre Francisco
Una invitación a tratar de conocer cada vez mejor la verdadera naturaleza de la Iglesia, y también su caminar por el mundo, con sus virtudes y sus pecados, y conocer las motivaciones espirituales que la guían, y que son las más auténticas para comprenderla. Tened la seguridad de que la Iglesia, por su parte, dedica una gran atención a vuestro precioso cometido; tenéis la capacidad de recoger y expresar las expectativas y exigencias de nuestro tiempo, de ofrecer los elementos para una lectura de la realidad. Vuestro trabajo requiere estudio, sensibilidad y experiencia, como en tantas otras profesiones, pero implica una atención especial respecto a la verdad, la bondad y la belleza; y esto nos hace particularmente cercanos, porque la Iglesia existe precisamente para comunicar esto: la Verdad, la Bondad y la Belleza «en persona». Debería quedar muy claro que todos estamos llamados, no a mostrarnos a nosotros mismos, sino a comunicar esta tríada existencial que conforman la verdad, la bondad y la belleza.
Santo Padre Francisco
Discurso del sábado, 16 de marzo de 2013
Meditación del Papa emérito
Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este «antes» de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta. En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor.
Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 17
Propósito
Buscar en Dios, y en la oración, la respuesta a mis inquietudes y conocer la palabra de Dios.
Diálogo con Cristo
Jesús, no quiero que lleguen los problemas, las enfermedades o el momento de la muerte para saber reconocer la gran necesidad que tengo de tu presencia en mi vida. Por eso, a raíz de este encuentro contigo en la oración, me propongo valorar mi fe y luchar por conocer más Tu Palabray la Iglesia.
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