El 9 de diciembre de 1531, el indio Juan Diego es llamado por la Virgen en el Cerro del Tepeyac, quien le dice: «Juanito, el mas pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen Santa María y quiero que se me construya un TEMPLO aquí, para en él mostrar y dar mi amor y auxilio a todos ustedes».
Ella le envió con el señor Obispo Zumárraga, quien le pidió que trajera una SEÑAL o prueba para saber si la Señora era de verdad la Virgen.
El martes 12 de diciembre le envió la prueba pedida: unas rosas frescas y su imagen estampada en el burdo ayate de Juan Diego.
El Obispo cumplió la promesa: el 26 de diciembre el retrato de la Virgen fue trasladado a la ermita o templo. Hoy en día, la imagen es venerada por millones de mexicanos en la gran Basílica de Guadalupe.
El ayate de Juan Diego era de una tela de fibra de maguey que dura 20 años. A pesar del descuido y malos tratos (el cuadro estuvo 116 años sin vidrio y a una altura donde lo podían tocar todas las personas) la imagen de la Virgen Guadalupana sigue hoy intacta recibiendo diariamente a todos los mexicanos en su casa del Tepeyac.
¿Quién fue Juan Diego?
El milagro de la Virgen de Guadalupe no puede ser aceptado sin aceptar la existencia real de Juan Diego.
Juan Diego fue el INDÍGENA ESCOGIDO POR DIOS para recibir el mensaje de la Virgen, de manera que los pobladores de estas tierras conocieran la fe cristiana.
En los códices indígenas (donde los indios acostumbraban registrar lo que sucedía, con dibujos y símbolos), más tarde en los documentos españoles de historia y a través de la trasmisión oral de generación en generación, se saben varias cosas de la vida de Juan Diego:
Juan Diego Cuauhtlatoatzin nació en el año 1474 en Cuautitlán, se casó con Lucía. Cerca de los 50 años abandonó el culto a los ídolos aztecas para ser bautizado por el Fraile Motolinía en la religión Católica. Su mujer Lucía y su tío Juan Bernardino, a quien después la Virgen curó, también se bautizaron. Todos asistían frecuentemente a la doctrina , que era una clase para enseñar la religión, que los frailes de Tlaltelolco daban a los indios que se habían convertido. Para poder asistir a la doctrina se trasladaron a Tulpetlac, donde murió Lucía.
Desde que vivió las apariciones de la Virgen y «Su Señora del Cielo» le habló, Juan Diego dejó casas y tierra para vivir en un pequeño jacalito junto al Templo Guadalupano, hasta que murió en el año de 1548 a la edad de 74 años.
¿Cómo era Juan Diego?
Algunos años después, se entrevistaron a ancianitos y a parientes de Juan Diego y tanto ellos como otros españoles se refirieron a él como una persona de GRAN HUMILDAD y LLENO DE VIRTUDES, es decir de cualidades buenas y santas.
Juan Diego fue amado de la Virgen, por humilde, servicial, fiel, generoso, buen cristiano, sencillo, devoto y rico en amor. Juan Diego consagró el resto de su vida para cuidar la imagen que la Virgen de Guadalupe quiso regalar a México, ya de nada más quiso saber.
Fue Juan Diego hombre de gran FIDELIDAD y entrega de fe, y siempre fue muy querido y respetado por todos los que visitaban el templo, desde el Obispo y los Frailes hasta las personas que se convertían y se bautizaban; a éstos últimos Juan Diego les daba consejos y les hacía favores.
¿Por qué es tan importante la acción de Juan Diego?
La aparición de la Virgen de Guadalupe en tierras mexicanas, fue el motor que movió a que miles de indígenas que adoraban dioses falsos, se convirtieran. El motivo de la venida de la Virgen fue traerlos a su hijo Jesucristo y llenarlos con el espíritu de la nueva religión.
El Fraile Motolinía escribió que en quince años fueron bautizados muchísimos indígenas.
La acción de Juan Diego es muy importante porque fue el INSTRUMENTO OBEDIENTE que cooperó para hacer posible lo anterior. Durante 17 años , Juan Diego nunca se cansó de repetir las delicadezas de la Virgen y de narrar sus apariciones. De todo México acudían interminables grupos que escucharon de sus labios su maravillosa experiencia. Entonces, lo más importante de Juan Diego es que se convirtió en EL MEJOR EVANGELIZADOR DE MÉXICO.
La Virgen también vino a decirnos a los mexicanos y a través de Juan Diego, que nada debemos temer mientras estemos bajo su protección. Recordemos sus palabras en el Tepeyac:
—¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿ No estás bajo mi sombra y mi resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría?… ¿Tienes necesidad, pues de alguna otra cosa? (Nicán Mopohua)
¡Juan Diego, un santo mexicano!
Para llegar a ser declarado SANTO, la Iglesia hace todo un proceso muy largo y muy laborioso. Se hacen muchas investigaciones, se buscan pruebas. Finalmente se tiene que atribuir un milagro a la persona por santificar. Las personas que entran en este proceso de Canonización (para ser santos), pasan por diferentes etapas:
Primero se les declara Siervos de Dios.
Después se les declara Beatos.
Finalmente se les declara Santos.
Juan Diego fue beatificado (aceptado como Beato) por el Papa Juan Pablo II el 6 de mayo de 1990 y canonizado (aceptado como Santo) el día 31 de Julio de 2002.
Juan Diego, puede proponerse como un ejemplo de vida cristiana, pues nos enseña que todos nosotros, de cualquier raza, color y condición o estado, estamos llamados a la SANTIDAD.
Los mexicanos y todos los cristianos debemos de estar orgullosos de que haya sido reconocido como SANTO, para que invoquemos su intercesión, ya que es quien más cerca está de la Virgen de Guadalupe en el cielo. Imitemos sus virtudes y recordemos que Dios se revela a los HUMILDES y los engrandece.
¡El Papa fua a México a canonizar a Juan Diego!
Fue un gran honor y una gran alegría, el que el Papa Juan Pablo II hiciera un viaje especial a México para la ceremonia en la que Juan Diego sería declarado SANTO. ¡La canonización de Juan Diego fue el 31 de Julio del 2002!
«La Inmaculada Concepción representa la obra maestra de la redención realizada por Cristo, porque precisamente el poder de su amor y de su mediación obtuvo que la Madre fuera preservada del pecado original».
Beato Juan Duns Scoto, «excelso franciscano, virtuoso y brillante teólogo, aclamado como doctor subtilis, es también conocido como doctor mariano y doctor del Verbo Encarnado por su encendida defensa de la Inmaculada Concepción».
Scoto: el defensor de la Inmaculada Concepción – Trailer de la Película
La película «Scoto: El Defensor de la Inmaculada» narra la vida de este fraile franciscano que ofreció la explicación teológica de la Inmaculada Concepción de María a comienzos del siglo XIV —500 años antes de que fuese proclamado Dogma de Fe de la Iglesia Católica por el Papa Pío IX en 1854—.
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Scoto: el defensor de la Inmaculada Concepción – Ficha de la película
Con motivo de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María os ofrecemos las siguientes láminas para que los niños de la familia se diviertan coloreando a Nuestra Señora.
Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen y sobre las propias imágenes.
Arturo López Martos, laico casado y padre de dos hijos, miembro de la Comunidad Familia, Evangelio y Vida, medita sobre la confesión como sacramento de conversión y sanación, y profundiza en la conversión del corazón muy unida a la penitencia interior.
La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza.
San Clemente Romano escribió: «Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento». La sangre de Cristo al ganar el arrepentimiento es fuente de sanación para nuestra vida.
Arturo López también participa de las reuniones de plegaria del grupo de oración Familia, Evangelio y Vida de la Parroquia de la Inmaculada Concepción de Vilanova i la Geltrú, Barcelona, España, donde ha sido grabada en directo esta enseñanza, el lunes 2 de diciembre de 2013.
(…) Hoy quiero hablar de san Juan Damasceno, un personaje destacado en la historia de la teología bizantina, un gran doctor en la historia de la Iglesia universal. Es, sobre todo, un testigo ocular del paso de la cultura griega y siriaca, compartida por la parte oriental del Imperio bizantino, a la cultura del islam, que se abrió espacio con sus conquistas militares en el territorio reconocido habitualmente como Oriente Medio o Próximo.
Juan, nacido en una familia cristiana rica, aún joven asumió el cargo —quizá ocupado también por su padre— de responsable económico del califato. Sin embargo, muy pronto, insatisfecho de la vida de la corte, escogió la vocación monástica, entrando en el monasterio de San Sabas, situado cerca de Jerusalén. Era alrededor del año 700. Sin alejarse nunca del monasterio, se dedicó con todas sus fuerzas a la ascesis y a la actividad literaria, aunque no desdeñó la actividad pastoral, de la que dan testimonio sobre todo sus numerosas Homilías. Su memoria litúrgica se celebra el 4 de diciembre. El Papa León XIII lo proclamó doctor de la Iglesia universal en 1890.
En Oriente se recuerdan de él sobre todo los tres Discursos contra quienes calumnian las imágenes santas, que fueron condenados, después de su muerte, por el concilio iconoclasta de Hieria (754). Sin embargo, estos discursos fueron también el motivo principal de su rehabilitación y canonización por parte de los Padres ortodoxos convocados al segundo concilio de Nicea (787), séptimo ecuménico. En estos textos se pueden encontrar los primeros intentos teológicos importantes de legitimación de la veneración de las imágenes sagradas, uniéndolas al misterio de la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María.
San Juan Damasceno fue, además, uno de los primeros en distinguir, en el culto público y privado de los cristianos, entre la adoración (latreia) y la veneración (proskynesis): la primera sólo puede dirigirse a Dios, sumamente espiritual; la segunda, en cambio, puede utilizar una imagen para dirigirse a aquel que es representado en esa imagen. Obviamente, el santo no puede en ningún caso ser identificado con la materia de la que está compuesta la imagen. Esta distinción se reveló en seguida muy importante para responder de modo cristiano a aquellos que pretendían como universal y perenne la observancia de la severa prohibición del Antiguo Testamento de utilizar las imágenes en el culto. Esta era la gran discusión también en el mundo islámico, que acepta esta tradición judía de la exclusión total de imágenes en el culto. En cambio los cristianos, en este contexto, han discutido sobre el problema y han encontrado la justificación para la veneración de las imágenes.
San Juan Damasceno escribe: «En otros tiempos Dios no había sido representado nunca en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres, yo represento lo que es visible en Dios. Yo no venero la materia, sino al creador de la materia, que se hizo materia por mí y se dignó habitar en la materia y realizar mi salvación a través de la materia. Por ello, nunca cesaré de venerar la materia a través de la cual me ha llegado la salvación. Pero de ningún modo la venero como si fuera Dios. ¿Cómo podría ser Dios aquello que ha recibido la existencia a partir del no ser? (…) Yo venero y respeto también todo el resto de la materia que me ha procurado la salvación, en cuanto que está llena de energías y de gracias santas. ¿No es materia el madero de la cruz tres veces bendita? (…) ¿Y no son materia la tinta y el libro santísimo de los Evangelios? ¿No es materia el altar salvífico que nos proporciona el pan de vida? (…) Y antes que nada, ¿no son materia la carne y la sangre de mi Señor? O se debe suprimir el carácter sagrado de todo esto, o se debe conceder a la tradición de la Iglesia la veneración de las imágenes de Dios y la de los amigos de Dios que son santificados por el nombre que llevan, y que por esta razón habita en ellos la gracia del Espíritu Santo. Por tanto, no se ofenda a la materia, la cual no es despreciable, porque nada de lo que Dios ha hecho es despreciable» (Contra imaginum calumniatores, I, 16, ed. Kotter, pp. 89-90).
Vemos que, a causa de la encarnación, la materia aparece como divinizada, es considerada morada de Dios. Se trata de una nueva visión del mundo y de las realidades materiales. Dios se ha hecho carne y la carne se ha convertido realmente en morada de Dios, cuya gloria resplandece en el rostro humano de Cristo. Por consiguiente, las invitaciones del Doctor oriental siguen siendo de gran actualidad, teniendo en cuenta la grandísima dignidad que la materia recibió en la Encarnación, pues por la fe pudo convertirse en signo y sacramento eficaz del encuentro del hombre con Dios.
Así pues, san Juan Damasceno es testigo privilegiado del culto de las imágenes, que ha sido uno de los aspectos característicos de la teología y de la espiritualidad oriental hasta hoy. Sin embargo, es una forma de culto que pertenece simplemente a la fe cristiana, a la fe en el Dios que se hizo carne y se hizo visible. La doctrina de san Juan Damasceno se inserta así en la tradición de la Iglesia universal, cuya doctrina sacramental prevé que elementos materiales tomados de la naturaleza puedan ser instrumentos de la gracia en virtud de la invocación (epíclesis) del Espíritu Santo, acompañada por la confesión de la fe verdadera.
En unión con estas ideas de fondo san Juan Damasceno pone también la veneración de las reliquias de los santos, basándose en la convicción de que los santos cristianos, al haber sido hechos partícipes de la resurrección de Cristo, no pueden ser considerados simplemente «muertos». Enumerando, por ejemplo, aquellos cuyas reliquias o imágenes son dignas de veneración, san Juan precisa en su tercer discurso en defensa de las imágenes: «Ante todo (veneramos) a aquellos en quienes ha habitado Dios, el único santo, que mora en los santos (cf. Is 57, 15), como la santa Madre de Dios y todos los santos. Estos son los que, en la medida de lo posible, se han hecho semejantes a Dios con su voluntad y por la inhabitación y la ayuda de Dios, son llamados realmente dioses (cf. Sal 82, 6), no por naturaleza, sino por contingencia, como el hierro al rojo vivo es llamado fuego, no por naturaleza sino por contingencia y por participación del fuego. De hecho dice: «Seréis santos, porque yo soy santo» (Lv 19, 2)» (III, 33, col. 1352A).
Por eso, después de una serie de referencias de este tipo, san Juan Damasceno, podía deducir serenamente: «Dios, que es bueno y superior a toda bondad, no se contentó con la contemplación de sí mismo, sino que quiso que hubiera seres beneficiados por él que pudieran llegar a ser partícipes de su bondad; por ello, creó de la nada todas las cosas, visibles e invisibles, incluido el hombre, realidad visible e invisible. Y lo creó pensándolo y realizándolo como un ser capaz de pensamiento (ennoema ergon) enriquecido por la palabra (logo[i] sympleroumenon) y orientado hacia el espíritu (pneumati teleioumenon)» (II, 2: PG 94, col. 865A). Y para aclarar aún más su pensamiento, añade: «Es necesario asombrarse (thaumazein) de todas las obras de la providencia (tes pronoias erga), alabarlas todas y aceptarlas todas, superando la tentación de señalar en ellas aspectos que a muchos parecen injustos o inicuos (adika); admitiendo, en cambio, que el proyecto de Dios (pronoia) va más allá de la capacidad de conocer y comprender (agnoston kai akatalepton) del hombre, mientras que, por el contrario, sólo él conoce nuestros pensamientos, nuestras acciones e incluso nuestro futuro» (II, 29: PG 94, col. 964C). Por lo demás, ya Platón decía que toda filosofía comienza con el asombro: también nuestra fe comienza con el asombro ante la creación, ante la belleza de Dios que se hace visible.
El optimismo de la contemplación natural (physikè theoria), de ver en la creación visible lo bueno, lo bello y lo verdadero, este optimismo cristiano no es un optimismo ingenuo: tiene en cuenta la herida infligida a la naturaleza humana por una libertad de elección querida por Dios y utilizada mal por el hombre, con todas las consecuencias de disonancia generalizada que han derivado de ella. De ahí la exigencia, percibida claramente por el teólogo de Damasco, de que la naturaleza en la que se refleja la bondad y la belleza de Dios, heridas por nuestra culpa, «fuese reforzada y renovada» por la venida del Hijo de Dios en la carne, después de que de muchas formas y en diversas ocasiones Dios mismo hubiera intentado demostrar que había creado al hombre no sólo para que tuviera el «ser», sino también el «bienestar» (cf. La fede ortodossa, II, 1: PG 94, col. 981).
Con asombro apasionado san Juan explica: «Era necesario que la naturaleza fuese reforzada y renovada, y que se indicara y enseñara concretamente el camino de la virtud (didachthenai aretes hodòn), que aleja de la corrupción y lleva a la vida eterna. (…) Así apareció en el horizonte de la historia el gran mar del amor de Dios por el hombre (philanthropias pelagos)». Es una hermosa afirmación. Vemos, por una parte, la belleza de la creación; y, por otra, la destrucción causada por la culpa humana. Pero vemos en el Hijo de Dios, que desciende para renovar la naturaleza, el mar del amor de Dios por el hombre. San Juan Damasceno prosigue: «Él mismo, el Creador y Señor, luchó por su criatura trasmitiéndole con el ejemplo su enseñanza. (…) Así, el Hijo de Dios, aun subsistiendo en la forma de Dios, descendió de los cielos y bajó (…) hasta sus siervos (…), realizando la cosa más nueva de todas, la única cosa verdaderamente nueva bajo el sol, a través de la cual se manifestó de hecho el poder infinito de Dios» (III, 1: PG 94, col. 981C984B).
Podemos imaginar el consuelo y la alegría que difundían en el corazón de los fieles estas palabras llenas de imágenes tan fascinantes. También nosotros las escuchamos hoy, compartiendo los mismos sentimientos de los cristianos de entonces: Dios quiere morar en nosotros, quiere renovar la naturaleza también a través de nuestra conversión, quiere hacernos partícipes de su divinidad. Que el Señor nos ayude a hacer que estas palabras sean sustancia de nuestra vida.
Audiencia General del Miércoles, 6 de mayo de 2009
En una cita que ya ha llegado a ser tradicional, nos volvemos a encontrar aquí, en la plaza de España, para ofrecer nuestra ofrenda floral a la Virgen, en el día en el que toda la Iglesia celebra la fiesta de su Inmaculada Concepción. Siguiendo los pasos de mis predecesores, también yo me uno a vosotros, queridos fieles de Roma, para recogerme con afecto y amor filiales ante María, que desde hace ciento cincuenta años vela sobre nuestra ciudad desde lo alto de esta columna. Por tanto, se trata de un gesto de fe y de devoción que nuestra comunidad cristiana repite cada año, como para reafirmar su compromiso de fidelidad con respecto a María, que en todas las circunstancias de la vida diaria nos garantiza su ayuda y su protección materna.
Esta manifestación religiosa es, al mismo tiempo, una ocasión para brindar a cuantos viven en Roma o pasan en ella algunos días como peregrinos y turistas, la oportunidad de sentirse, aun en medio de la diversidad de las culturas, una única familia que se reúne en torno a una Madre que compartió las fatigas diarias de toda mujer y madre de familia.
Pero se trata de una madre del todo singular, elegida por Dios para una misión única y misteriosa, la de engendrar para la vida terrena al Verbo eterno del Padre, que vino al mundo para la salvación de todos los hombres. Y María, Inmaculada en su concepción —así la veneramos hoy con devoción y gratitud— realizó su peregrinación terrena sostenida por una fe intrépida, una esperanza inquebrantable y un amor humilde e ilimitado, siguiendo las huellas de su hijo Jesús. Estuvo a su lado con solicitud materna desde el nacimiento hasta el Calvario, donde asistió a su crucifixión agobiada por el dolor, pero inquebrantable en la esperanza. Luego experimentó la alegría de la resurrección, al alba del tercer día, del nuevo día, cuando el Crucificado dejó el sepulcro venciendo para siempre y de modo definitivo el poder del pecado y de la muerte.
María, en cuyo seno virginal Dios se hizo hombre, es nuestra Madre. En efecto, desde lo alto de la cruz Jesús, antes de consumar su sacrificio, nos la dio como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio de misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda maternidad espiritual.
Queridos hermanos y hermanas, sobre todo hoy, dirijamos nuestra mirada a ella e, implorando su ayuda, dispongámonos a atesorar todas sus enseñanzas maternas. ¿No nos invita nuestra Madre celestial a evitar el mal y a hacer el bien, siguiendo dócilmente la ley divina inscrita en el corazón de todo hombre, de todo cristiano? Ella, que conservó la esperanza aun en la prueba extrema, ¿no nos pide que no nos desanimemos cuando el sufrimiento y la muerte llaman a la puerta de nuestra casa? ¿No nos pide que miremos con confianza a nuestro futuro? ¿No nos exhorta la Virgen Inmaculada a ser hermanos unos de otros, todos unidos por el compromiso de construir juntos un mundo más justo, solidario y pacífico?
Sí, queridos amigos. Una vez más, en este día solemne, la Iglesia señala al mundo a María como signo de esperanza cierta y de victoria definitiva del bien sobre el mal. Aquella a quien invocamos como «llena de gracia» nos recuerda que todos somos hermanos y que Dios es nuestro Creador y nuestro Padre. Sin él, o peor aún, contra él, los hombres no podremos encontrar jamás el camino que conduce al amor, no podremos derrotar jamás el poder del odio y de la violencia, no podremos construir jamás una paz estable.
Es necesario que los hombres de todas las naciones y culturas acojan este mensaje de luz y de esperanza: que lo acojan como don de las manos de María, Madre de toda la humanidad. Si la vida es un camino, y este camino a menudo resulta oscuro, duro y fatigoso, ¿qué estrella podrá iluminarlo? En mi encíclica Spe salvi, publicada al inicio del Adviento, escribí que la Iglesia mira a María y la invoca como «Estrella de esperanza» (n. 49).
Durante nuestro viaje común por el mar de la historia necesitamos «luces de esperanza», es decir, personas que reflejen la luz de Cristo, «ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (ib.). ¿Y quién mejor que María puede ser para nosotros «Estrella de esperanza»? Ella, con su «sí», con la ofrenda generosa de la libertad recibida del Creador, permitió que la esperanza de milenios se hiciera realidad, que entrara en este mundo y en su historia. Por medio de ella, Dios se hizo carne, se convirtió en uno de nosotros, puso su tienda en medio de nosotros.
Por eso, animados por una confianza filial, le decimos: «Enséñanos, María, a creer, a esperar y a amar contigo; indícanos el camino que conduce a la paz, el camino hacia el reino de Jesús. Tú, Estrella de esperanza, que con conmoción nos esperas en la luz sin ocaso de la patria eterna, brilla sobre nosotros y guíanos en los acontecimientos de cada día, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».
Me uno a los peregrinos reunidos en los santuarios marianos de Lourdes y Fourvière para honrar a la Virgen María, en este año jubilar del 150° aniversario de las apariciones de Nuestra Señora a santa Bernardita. Gracias a su confianza en María y a su ejemplo, llegarán a ser verdaderos discípulos del Salvador. Mediante las peregrinaciones, muestran numerosos rostros de Iglesia a las personas que están en proceso de búsqueda y van a visitar los santuarios. En su camino espiritual están llamados a desarrollar la gracia de su bautismo, a alimentarse de la Eucaristía y a sacar de la oración la fuerza para el testimonio y la solidaridad con todos sus hermanos en la humanidad.
Ojalá que los santuarios desarrollen su vocación a la oración y a la acogida de las personas que quieren encontrar de nuevo el camino de Dios, principalmente mediante el sacramento del perdón. Expreso también mis mejores deseos a todas las personas, sobre todo a los jóvenes, que celebran con alegría la fiesta de la Inmaculada Concepción, particularmente las iluminaciones de la metrópolis lionesa. Pido a la Virgen María que vele sobre los habitantes de Lyon y de Lourdes, y les imparto a todos, así como a los peregrinos que participen en las ceremonias, una afectuosa bendición apostólica.
En este artículo os ofrecemos dos películas en dibujos animados sobre la vida de san Francisco Javier, patrono de las misiones y los misioneros. Muy adecuadas para niños de todas las edades, incluso para adultos que deseen descubrir nuevos datos sobre la vida de santidad de este cristiano ejemplar.
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Resumen biográfico
Francisco nace el 7 de abril de 1506 en el castillo de Javier, cerca de Pamplona (Navarra, España). Su padre, jurista, es entonces consejero del rey Juan de Albit, su madre pertenecía a la nobleza. Sus dos hermanos tuvieron parte activa en las guerras que marcaron la infancia de Francisco.
Huérfano a los tres años, Francisco crece en un clima de división y guerras, en su propia morada sujeta a la tiranía moral y material, de parte del lado navarro como del castellano. Cuando a los 18 años se firma un convenio de paz, Francisco elige entonces su futuro, continúa sus estudios de humanidad en la famosa universidad de Sorbona en París. Es aquí donde, compartiendo su cuarto con Ignacio de Loyola, y después de un camino de discernimiento mutuo, Francisco es tocado muy profundamente por una frase de Ignacio de la cual no se olvidará jamás, y que determinaría desde entonces el rumbo de su vida: «¿de que sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?». Francisco elige desde ya ganar su alma y la de muchos.
Martmartu 1534: en compañía de siete compañeros, Francisco pronuncia sus votos de pobreza, castidad y peregrinación a Tierra Santa, según unos preceptos estrictos de Ignacio de Loyola.
Así comenzó la «Compañía de Jesús» aprobada por el Papa. El 24 de junio fueron ordenados sacerdotes, pero la guerra de Venecia y los Turcos hizo imposible la realización del deseo de estos apóstoles de ir a Tierra Santa.
Así el 7 de abril de 1531, Francisco parte para las lejanas tierras de la India junto con uno de sus compañeros, Llegados a Goa, se ven confrontados a miles de males entre ellos, la peste. Francisco se dedica a dar confianza y a descubrir a todos el amor de Dios, a curar y hasta hacer milagros. Evangelizando jóvenes abre escuelas, colegios, dispensarios, bautiza sin descansar jamás aceptando por amor miles de sacrificios y llevando a todos a la oración y a la conversión.
En 1543 vuelve a Goa, y llega a Pesquerías cuando se declaró la guerra entre el reino de Comorín y el de Travancor. Enfrentándose solo a las fuertes tribus, armado íntimamente de un crucifijo en la mano y de su palabra, pone fin a la guerra milagrosamente.
En 1546, parte Francisco para Amboino, isla en la cual entra hablando y cantando en el idioma popular como si hubiese vivido siempre ahí. Desde allí emprende la visita de todas las islas de Oceanía. Después de esta larga expedición, Francisco decide volver a Goa para encontrarse con sus compañeros llegados a Europa, asignarles el campo apostólico y prepararse para llevar la fe cristiana hasta Japón. En Malaca, en el año 1547, se encontró con Magno, un japonés insatisfecho con la religión que le habían enseñado sus bonzos(sacerdotes Budistas). Magno invitó a Francisco a ir a predicar la doctrina de Cristo a sus paisanos. En abril de 1549 emprendió el viaje hasta Japón junto con su amigo. Adoptando el estilo oriental Francisco conversaba con el pueblo mientras Magno le servía de intérprete. Después de un año en Kangoshina, en donde escribieron un catecismo, partió por Yamaguchi y luego hacia la costa, aguantando miles de pruebas y rechazos. De allí aprovechó la salida de un barco portugués para ir a visitar las misiones de la India y preparar su viaje a China. Habiendo aportado un regalo muy rico para el rey de China, llegó a una isla desierta a 150 kilómetros de Cantón. Era a los fines de agosto de 1552. Allí Francisco espera en una total soledad y pobreza una embarcación para entrar lo más directamente posible a la China. Pero se enfermó y es aquí, a 150 kilómetros de esta tierra tan soñada de China, que entregó a Dios su alma, el 3 de diciembre.
En estos tiempos sedientos de conquistas y de poder, Francisco abrió los ojos, los brazos, y por sobre todo los espíritus, de todos aquellos que recibieron su mensaje evangélico. Su corazón, madurado por 11 años vividos en el oriente, acepta y recibe entonces toda diferencia de cultos, de razas, de civilización, sembrando por donde Dios lo manda, la Buena Noticia del Amor.
El Santo de la amistad, del compartir, de la apertura a los demás, fue canonizado el 12 de marzo de 1622, ya declarado patrón de las misiones. Su fiesta se celebra el 3 de diciembre.
Francisco Javier y el tesoro perdido del samurai, dirigida por Fernando Uribe
SINÓPSIS
Francisco Xavier era un joven estudiante de la Sorbona en París, que tenía grandes cualidades y ambiciones en la vida. En los estudios, el deporte y la vida social lograba todo lo que se proponía y lo único que le importaba era el triunfo a los ojos del mundo. Pero cierto día, gracias a su amistad con Ignacio de Loyola, cayó en la cuenta de que el verdadero éxito en la vida, se gana a los ojos de Dios. Francisco se unió a Ignacio y juntos formaron la Compañía de Jesús. Fue enviado como misionero al Oriente, donde trabajó en una aldea de buscadores de perlas, y ayudó a un guerrero samurai en la búsqueda de un tesoro perdido.
Francisco Javier nació en el Castillo de Javier (Navarra, España) en 1506. Su padre fue el Dr. Juan de Jaso. Desde pequeño, su madre, María de Azpilcueta, le enseñó a rezar, acudiendo a diario a la capilla del Castillo.
A los 19 años se marchó a París a estudiar para ser rico. Javier era vanidoso. Conoció a Ignacio de Loyola, quien en los momentos difíciles en París siempre le ayudó.
Ignacio lo fue acercando a Jesucristo, ayudándolo a darse cuenta del poco valor de los bienes de la tierra y de lo mucho que valía ayudar a los pobres. Le decía: ¿De qué sirve ganar el mundo entero si pierdes tu alma?
Poco a poco, Jesucristo fue ganando espacio en la vida de Javier, y cuando acaba sus estudios, ya ha decidido dedicar su vida a enseñar a los demás hombres la fe en Dios.
En 1534, fue uno de los siete con que San Ignacio funda la Compañía de Jesús, y haciendo voto de absoluta pobreza, marchan a Tierra Santa para comenzar desde allí su obra misionera.
A los 31 años, es ordenado sacerdote en Venecia junto a sus compañeros de la naciente Compañía de Jesús.
En 1541, con 35 años, parte desde Lisboa (Portugal) hacia Goa (India), donde comenzará la parte más importante de su vida: ser misionero. Sus primeros años los pasó atendiendo una leprosería.
En 1544 parte rumbo a Malasia donde misionará durante seis meses. Solía adaptar las verdades de fe a la música popular, método que tuvo gran éxito.
De aquí parte a Amboino (Islas Molucas), y recorrió varias islas predicando durante cerca de año y medio. Cuando predicaba, más que sus argumentos, convencía con su santidad y con la fuerza de sus milagros.
Su predicación era constante y tenaz, regresando una y otra vez con diferentes medios hasta conseguir transmitir la fe a las personas.
Su único equipaje eran su libro de oraciones y su incansable ánimo para enseñar, curar a enfermos, aprender idiomas extraños y bautizar conversos por millares. Dedicaba las noches a la oración y, si no lograba dormir, pasaba horas recostado junto al sagrario.
Nuevamente vuelve a la India, evangelizando allí durante un año. Cuando los enfermos eran demasiados para poder atenderlos a todos, les entregaba su rosario, que llevaba siempre al cuello, y su solo contacto los curaba.
Ya en 1545 se dirige a Japón, donde luego de aprender el idioma, logró traducir al japonés una exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a cuantos estaban dispuestos a escucharle.
Todos los que lo conocieron le describieron como una persona muy alegre y optimista, dispuesta a trasmitir a los demás la felicidad que le producía haber sido escogido por Dios para difundir su Palabra.
En su último viaje, salió de la India con intención de llegar a China, pero antes de llegar, cayó enfermo. A pesar de encontrarse con mucha fiebre, no se quejaba, ni pedía nada, solamente rezaba.
Murió el 3 de diciembre de 1552, a los 46 años, en la isla de Sanchón, frente a las costas de China. Había recorrido más de 120.000 kilómetros, como tres veces la vuelta a la tierra, conquistando corazones para Dios.
Fue canonizado junto a San Ignacio, y otros, por el Papa Gregorio XV, el 12 de Marzo de 1622.
En 1904, San Pío X le nombra Patrono de las Misiones, por haber consagrado su vida a la predicación del Evangelio «hasta los confines de la tierra».
Cuenta Silvano Regio, monje camaldulense, que hubo un hombre noble casado con una señora principal, ambos muy devotos de la Virgen María. Vivían desconsolados por no haber tenido sucesión, pedían con gran instancia a esta Señora, hasta que lograron que les naciera un hermoso niño. Los buenos padres pusieron gran cuidado en darle una esmerada educación, y, desde su más tierna edad, le aleccionaron en el servicio de Dios y de su Santísima madre, por cuya mediación lo habían obtenido. Como los niños son como las plantas, las cuales se vuelven hacia donde se las inclina, se enderezó con gran facilidad a todo lo bueno. No tenía más que tres años, cuando entrando por el jardín, cogía algunas florecitas, componía una guirnalda —que no dejaba tocar a nadie— y con sus mismas manos la ponía sobre la cabeza de una imagen de piedra de la Santísima Virgen.
Creció en edad, y más en devoción. Hizo voto de castidad y, para conservarlo con mayor perfección, entró en religión. Siendo novicio, empleaba todas las horas libres en hacer guirnaldas para su querida Madre, llevándoselas a su altar, donde le hacía este y otro parecido razonamiento: «Madre, esta rosa os ofrece mi amor, porque yo no quiero ni tengo otro amor que mi rosa. Reina mía, este clavel os presenta mi devoción, porque sólo Vos me confortáis en mis desconsuelos y me aliviáis en mis aflicciones. Dulzura de mi corazón, recibid esta azucena que os ofrece mi virginidad, porque solo Vos sois el objeto de mis afectos y la dulce guardiana de mi pureza».
En estas razones empleaba el novicio gran parte del día. Le fue preciso al Prior encomendarle algún trabajo conveniente para la comunidad, lo cual le impedía seguir con su acostumbrada devoción. Lo sintió tanto, que tomó la desatentada resolución de dejar el hábito, cosa que comunicó a otro novicio, diciéndole que no tenía ánimo de profesar si no le dejaban hacer coronas de flores a la Virgen. Adivinando la tentación, el novicio se lo contó al Prior. Este le llamó y prometió que le daría ocasión para que, sin salir del huerto, tejiese a su querida Madre coronas que fuesen más de su agrado. Así que oyó esto nuestro ingenuo novicio, deseoso de saber en qué consistiría ello, se lo preguntó con gran curiosidad. Le dijo el Prior que, rezando cincuenta Avemarías con cinco Padrenuestros le daría a la Virgen, no una corona de flores sino de diamantes y esmeraldas. Contento el novicio, le contestó: «Pues si esto es verdad, ya no salgo del convento». Rezaba el Rosario con muchísima devoción, y se le pasó la tentación. Continuó con tales adelantamientos en la virtud, sabiduría y prudencia, que, con el tiempo, llegó a ser nombrado Prior del convento por votación de los religiosos.
Un día, viajando por un bosque solitario para asuntos del convento, le vieron venir unos ladrones, los cuales acordaron matarle. Estaban escondidos esperando se acercase hasta ellos; pero antes de llegar a él vieron con sorpresa que se le acercaba una hermosísima doncella de rara belleza, ante la cual se arrodilló, hablándole con piadosa atención.
Se detuvieron hasta ver en qué paraba aquello, y vieron que de su boca salían rosas y azucenas, las cuales tomaba la Señora en sus manos y las disponía en forma de corona, tras lo cual desapareció de allí. Se acercaron a él los ladrones y le preguntaron con quién había estado hablando. Les contestó que con nadie. «¿Cómo no? —replicaron ellos—, si nosotros mismos hemos visto que una doncella tomaba de tu boca unas rosas y azucenas. Dinos la verdad, ya que, de lo contrario, te quitaremos la vida». Les contestó que, contra su costumbre, se había olvidado de rezar el Rosario y lo había hecho en aquellos momentos.
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Noticias Cristianas: «Historias para amar a la Virgen. IV Parte: Historia, n.º 5».