Las buenas maneras y formas de comportarse al acceder al templo no solo constituyen un mero acto de protocolo sino que nos predisponen en la correcta actitud espiritual de respeto a Dios y, por tanto, de respeto a nuestros hermanos y de respeto hacia nosotros mismos.
¡Entramos en la casa de Dios! Todos los católicos debemos ser plenamente conscientes de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el Sagrario en todo momento de nuestra vida que realizamos este sencillo paso, pues es magisterio de Dios: una disciplina que nos enseña cómo saludar respetuosamente a Dios, que nos enseña a respetar a los demás y que nos enseña que «entramos» en algo más importante que nuestra propia individualidad.
Pero, por supuesto, ninguna persona nacemos sabiendo cómo comportarnos apropiadamente en cada situación de la vida; por ello es menester de catequesis enseñar a los niños el modo, la actitud y comportamiento correctos. Y como dice el dicho «una imagen vale más que mil palabras» , hemos realizado este video didáctico que presenta todo el proceso de entrada inicial al templo.
San Antonio es uno de los santos católicos que mayor devoción recibe en el mundo. Nace en Lisboa (Portugal), en 1195. Ingresa en un monasterio a las afueras de la ciudad. Dos años después se traslada a Coimbra. Aunque sus conocimientos son muy amplios, profundiza más en las Sagradas Escrituras.
Ante la popularidad adquirida del martirio de cinco franciscanos en Marruecos decide hacerse franciscano, deseoso de consagrarse al apostolado entre los infieles y morir mártir de Cristo.
En 1220, ya como franciscano, desembarca en Marruecos. Cae enfermo y sus superiores creen oportuno repatriarlo, pero en el viaje de regreso, acaba en Sicilia tras un tortuoso viaje. Allí conoce a san Francisco de Asís con quien convive y comparte los comentarios de su relación con Dios, en el convento de Monte Paula.
Su fama comienza a extenderse con ocasión de un sermón predicado a franciscanos y dominicos que fueron ordenados sacerdotes, en 1221. Habla de tal manera de todos quedaron maravillados de su sabiduría. Cuando ve que sus estudios progresaban, decide ordenarse sacerdote, y como profesor de Teología, ejerce pastoralmente por Francia e Italia donde alcanza una afamada popularidad. Se dedica a la composición de sermones para todas las festividades del año.
Fallece a los treinta y seis años el 13 de junio de 1231 y, en el lugar de su muerte fue construido un templo en su honor, por lo que se llamó san Antonio de Padua. En el mundo de habla española y portuguesa también es conocido como san Antonio de los Portugueses o san Antonio de Lisboa. Al año siguiente de su muerte fue canonizado por el Papa.
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Antonio, el guerrero de Dios – Película original con subtítulos
Necesaria preparación del matrimonio en la etapa del noviazgo [35]
Para que el «Sí» de los esposos sea un acto libre y responsable, y para que la alianza matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos, la preparación para el matrimonio es de primera importancia: el ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son el camino privilegiado de esta preparación. El papel de los pastores y de la comunidad cristiana como «familia de Dios» es indispensable para la transmisión de los valores humanos y cristianos del matrimonio y de la familia, y esto con mayor razón en nuestra época en la que muchos jóvenes conocen la experiencia de hogares rotos que ya no aseguran suficientemente esta iniciación.
«Los jóvenes deben ser instruidos adecuada y oportunamente sobre la dignidad, tareas y ejercicio del amor conyugal, sobre todo en el seno de la misma familia, para que, educados en el cultivo de la castidad, puedan pasar, a la edad conveniente, de un noviazgo vivido honestamente al matrimonio» (CEC 1632).
A la preparación próxima del matrimonio pertenece de una manera especial la elección de consorte, porque de aquí depende en gran parte la felicidad del futuro matrimonio, ya que un cónyuge puede ser al otro de gran ayuda para llevar la vida conyugal cristianamente o, por lo contrario, crearle serios peligros y dificultades. Para que no padezcan, pues, por toda la vida, las consecuencias de una imprudente elección, deliberen seriamente los que desean casarse, antes de elegir la persona con la que han de convivir para siempre, y en esta deliberación tengan presente las consecuencias que se derivan del matrimonio, en orden, en primer lugar, a la verdadera religión de Cristo, y además en orden a sí mismo, al otro cónyuge, a la futura prole y a la sociedad humana y civil. Imploren con asiduidad el auxilio divino, para que elijan según la prudencia cristiana, no llevados por el ímpetu ciego y sin freno de la pasión, ni solamente por razones de lucro o por otro motivo menos noble, sino guiados por un amor recto y verdadero, y por un afecto leal hacia el futuro cónyuge, buscando además en el matrimonio aquellos fines para los cuales Dios lo ha instituido. No dejen, en fin, de pedir para dicha elección el prudente y tan estimable consejo de sus padres, a fin de precaver, con el auxilio del conocimiento más maduro y de la experiencia que ellos tienen en las cosas humanas, toda equivocación perniciosa, y para conseguir también más copiosa la bendición divina prometida a los que guardan el cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre (que es el primer mandamiento que va acompañado con recompensa) para que te vaya bien y tengas larga vida sobre la tierra» (Pío XI, Casti Connubii).
[35] En el nuevo «Bendicional» emanado por la Congregación para el Culto y los Sacramentos y por la Conferencia Episcopal Italiana, hay un Rito de bendición de los Novios, una Celebración de la Palabra con Oraciones, que puede ser presidido por uno de los padres de los novios o por un Presbítero si lo hubiese. (Bendición de los Novios. Capítulo XVII).
Hoy más que nunca es oportuno y urgente que los padres expliquen a sus hijos los motivos por los que la Iglesia, verdadera Madre y Maestra, enseña a no tener relaciones prematrimoniales, sino a llevar adelante el noviazgo en el mutuo respeto para el otro, aprendiendo a dominar sus propios instintos y sus propias pasiones, para madurar juntos un auténtico amor que otorgue una base sólida a su matrimonio.
En la Familiaris Consortio se dice al respecto:
La lglesia por su parte no puede admitir tal tipo de unión por motivos ulteriores y originales derivados de la fe. En efecto, por una parte el don del cuerpo en la relación sexual es el símbolo real de la donación de toda la persona; por lo demás, en la situación actual tal donación no puede realizarse con plena verdad sin el concurso del amor de caridad dado por Cristo. Por otra parte, el matrimonio entre dos bautizados es el símbolo real de la unión de Cristo con la Iglesia, una unión no temporal o «ad experimentum», sino fiel eternamente. Por tanto, entre dos bautizados no puede haber más que un matrimonio indisoluble.
Esta situación no puede ser superada de ordinario, si la persona humana no ha sido educada ya desde la infancia, con la ayuda de la gracia de Cristo y no por temor, a dominar la concupiscencia naciente e instaurar con los demás relaciones de amor genuino. Esto no se consigue sin una verdadera educación en el amor auténtico y en el recto uso de la sexualidad (Familiaris Consortio, 80).
El noviazgo a la luz de las Escrituras, de la Tradición y del Magisterio.
El tiempo del noviazgo es un tiempo de gracia particular para descubrir al marido o a la mujer que Dios estableció desde la eternidad. No somos nosotros los que elegimos, según la atracción o la pasión, sino que es Dios el que tiene un diseño sobre aquellos que llama a formar familias cristianas, para dar a luz personas destinadas a la vida eterna.
A la luz de lo que hasta ahora hemos expuesto sobre la «Teología del cuerpo» y el «Sacramento del Matrimonio» se ve cómo tiene una importancia fundamental una adecuada preparación a este sacramento, así como el tiempo de noviazgo.
El Papa Juan Pablo II, refiriéndose a esto en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, que recogía las indicaciones del Sínodo de los obispos, escribía:
En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación de los jóvenes al matrimonio y a la vida familiar En algunos países siguen siendo las familias mismas las que, según antiguas usanzas, transmiten a los jóvenes los valores relativos a la vida matrimonial y familiar mediante una progresiva obra de educación o iniciación. Pero los cambios que han sobrevenido en casi todas las sociedades modernas exigen que no solo la familia, sino también la sociedad y la Iglesia se comprometan en el esfuerzo de preparar convenientemente a los jóvenes para las responsabilidades de su futuro. Muchos fenómenos negativos que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de que en las nuevas situaciones, los jóvenes no solo pierden de vista la justa jerarquía de valores, sino que, al no poseer ya criterios seguros de comportamiento, no saben cómo afrontar y resolver las nuevas dificultades. La experiencia enseña en cambio que los jóvenes bien preparados para la vida familiar, en general van mejor que los demás.
Esto vale más aún para el matrimonio cristiano, cuyo influjo se extiende sobre la santidad de tantos hombres y mujeres. Por esto, la Iglesia debe promover programas mejores y más intensos de preparación al matrimonio, para eliminar lo más posible las dificultades en que se debaten tantos matrimonios, y más allí para favorecer positivamente el nacimiento y maduración de matrimonios logrados.
La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso gradual y continuo. En efecto, comporta tres momentos principales: una preparación remota, una próxima y otra inmediata (Familiaris Consortio, 66).
El Libro de Tobías: Tobías se casa con Sara
El Papa en las catequesis sobre la Teología del cuerpo, comenta el amor matrimonial cantado en el Cantar de los Cantares y en el Libro de Tobías. En el Libro de Tobías, sapiencial y pedagógico, se subraya cómo el mismo Dios conduce a Tobías al encuentro con Sara conducido por el Ángel, y el Ángel dirá a Tobías las condiciones para poder unirse a Sara que, mientras tanto, se ha convertido en su mujer, sin sucumbir al poder del demonio que había matado a los siete maridos anteriores.
Comentando este texto de la Escritura, que debería servir como guía para todo noviazgo, el Papa dice:
Leemos allí que Sara, hija de Ragüel, había sido anteriormente «dada como esposa a siete hombres» (Tb 6, 14), pero todos habían muerto antes de unirse con ella, esto había sucedido por obra del espíritu maligno, que en el libro de Tobías lleva el nombre de Asmodeo. También el joven Tobías tenía razones para temer una muerte análoga. Cuando pide a Sari por mujer, Ragüel se la entrega, profiriendo unas palabras significativas: «El Señor del Cielo os guíen a buen fin esta noche, hijo mío, y os dé su gracia y su paz» (Tb 7, 11).
Así, el amor de Tobías debía afrontar desde el primer momento la prueba de la vida y de la muerte. Las palabras sobre el amor «fuerte como la muerte» que los esposos del Cantar de los Cantares pronuncian mientras queda embelesado su corazón, asumen aquí el carácter de una prueba real. Si el amor se demuestra fuerte como la muerte, esto sucede sobre todo en el sentido de que Tobías, y junto con él Sara, van sin vacilar hacía esta prueba. Pero en esta prueba de la vida y de la muerte vence la vida, porque durante la primera prueba de la noche de bodas, el amor, sostenido por la oración, se revela más fuerte que la muerte.
Esto se realiza a través de la oración, la cual nació, antes que nada, por las instrucciones dadas por el arcángel Rafael, que había acompañado a Tobías a lo largo de todo su viaje y está escondido detrás del nombre de Azarías.
Azarías-Rafael da al joven Tobías varios consejos sobre cómo librarse de la acción del espíritu maligno, de aquel Asmodeo que había provocado la muerte de los siete hombres a los que Sara había sido dada por mujer anteriormente. Finalmente, él mismo torna la iniciativa en este asunto (cf. Tb 6, 17; 8, 3). Encomienda a Tobías y a Sara sobre todo la oración.
Cuando los padres salieron y cerraron la puerta de la habitación, Tobías se levantó de la cama y llamó a Sara a la oración en común, según las recomendaciones de Rafael-Azarías: «Levántate, hermana, y oremos y pidamos a nuestro Señor que se apiade de nosotros y nos salve» (Tb 8, 4).
Nació así la oración que hemos citado al comienzo. Se puede decir que en esta oración está presente la dimensión de la liturgia propia del sacramento, Todo esto, en efecto, se realiza durante la noche nupcial de los novios.
¡Bendito seas tú, Dios de nuestros padres, y bendito sea tu Nombre por todos los siglos de los siglos! Bendígante los cielos, y tu creación entera, por los siglos todos.
Tú creaste a Adán y para él creaste a Eva, su mujer; para sostén y ayuda y para que de arribos proviniera la taza de los hombres.
No es bueno que el hombre se halle solo; hagámosle una ayuda semejante a él.
Yo no tomo a esta mi hermana con deseo impuro, mas con recta intención.
Ten piedad de mí y de ella y podamos llegar juntos a nuestra ancianidad.
Y dijeron a coro: «Amén, amén».
Son conscientes que el mal que los amenaza por parte del demonio los puede golpear como sufrimiento, como muerte, destrucción de la vida de uno de ellos. Pero, para rechazar aquel mal que amenaza con matar el cuerpo, es necesario impedir al espíritu maligno el acceso a las almas, liberarse interiormente de su influjo.
En este dramático momento de la historia de ambos, Tobías y Sara, cuando en la noche nupcial les era debido, como recién casados, hablar recíprocamente con el «lenguaje del cuerpo», transforman ese lenguaje en una sola voz. Ese unísono es la oración. Esta voz, este hablar al unísono permite a ambos cruzar la situación del límite, el estado de amenaza de mal y de muerte, abriéndose totalmente, en la unidad de dos, al Dios vivo.
La oración de Tobías y de Sara se convierte, en cierto modo, en el más profundo modelo de la liturgia cuya palabra es palabra de fuerza. Es palabra de fuerza sacada de las fuentes de la alianza y de la gracia. Es la fuerza que libera del mal, y que purifica. En esta palabra de la liturgia se cumple el signo sacramental del matrimonio construido en la unión del hombre y de la mujer, en base al lenguaje del cuerpo, releído en la verdad integral del ser humano.
Tobías dice: «Yo no tomo a esta mi hermana con deseo impuro, mas con recta intención» (Tb 8, 7). De tal manera indica el momento de purificación, al cual tiene que ser sometido el lenguaje del cuerpo, cuando el hombre y la mujer se disponen a expresar con ese lenguaje el signo de la alianza sacramental. En este signo, el matrimonio debe servir a construir la comunión recíproca de las personas, reproduciendo el significado esponsal del cuerpo en su verdad interior. Las palabras de Tobías: no con deseo impuro, tienen que ser releídas en el texto integral o la Biblia y de la Tradición.
Tobías y Sara terminan su oración con las palabras siguientes: «Dígnate tener misericordia de mí y de ella y haznos llegar juntos a la vejez» (Tb 8, 7).
Se puede admitir (basándose en el contexto) que ellos tienen ante sus ojos la perspectiva de perseverar en la comunión conyugal hasta el final de sus días, perspectiva que se abre delante de ellos con la prueba de la vida y de la muerte, ya durante la primera noche nupcial. Al mismo tiempo, ven con la mirada de la fe la santidad de esta vocación, en la que —a través de la unidad de los dos, construida sobre la recíproca verdad del lenguaje del cuerpo— deben responder a la llamada de Dios mismo, contenida en el misterio del Principio. Y por eso piden: «Dígnate tener misericordia de mí y de ella».
Si estas indicaciones podrían parecer casi superfluas a los que siguen el Camino Neocatecumenal, parece importante que sobre todo los padres no den nada por descontado en la preparación de sus hijos al matrimonio, sea respecto a una adecuada preparación como también en la etapa del noviazgo. Para los padres no basta que el hijo o la hija empiecen una relación con un chico o chica del Camino, ni que frecuente la comunidad. Su misión consiste sobre todo en una verificación ayudando a sus hijos a vivir el tiempo del «noviazgo» como un tiempo «de gracia» para discernir la voluntad de Dios, si aquel chico o chica es efectivamente aquel o aquella elegida por el Señor para llegar a ser su esposa durante toda la vida y madre de sus hijos.
Este cuidado, como hicimos presente en las catequesis de los años pasados, es tarea «prioritaria» de los padres (todos los demás: catequistas, presbíteros… pueden ofrecer ayudas importantes pero siempre ayudas «subsidiarias»); se hace particularmente necesaria también por lo que concierne al fenómeno cada vez más difundido de matrimonios mixtos, si no de matrimonio con disparidad de culto. Los criterios pastorales que la Iglesia ofrece en estos casos, se pueden aplicar en modo análogo también a los matrimonios de hijos del Camino con chicos o chicas que no están en el Camino, o que se profesan ateos o agnósticos.
Los padres, partiendo de las transformaciones que las hijas y los hijos experimentan en su cuerpo, deben proporcionarles explicaciones más detalladas sobre la sexualidad siempre que —contando con una relación de confianza y amistad— las jóvenes se confíen con su madre y los jóvenes con su padre. Esta relación de confianza y de amistad se ha de instaurar desde los primeros años de la vida (S. h. 89).
Ya que durante la pubertad los adolescentes son particularmente sensibles a las influencias emotivas, los padres, a través del diálogo y de su modo de obrar, deben ayudar a sus hijos a resistir a los influjos negativos exteriores que podrían inducirles a subestimar la formación cristiana sobre el amor y sobre la castidad. A veces, especialmente en las sociedades abandonadas a las incitaciones del consumismo, los padres tendrán que cuidar —sin que se note demasiado— las relaciones de sus hijos con adolescentes del otro sexo. Aunque hayan sido aceptadas socialmente, existen costumbres en el modo de hablar y vestir que son moralmente incorrectas y representan una forma de banalizar la sexualidad, reduciéndola a objeto de consumo. Los padres deben enseñar a sus hijos el valor de la modestia cristiana, de la sobriedad en el vestir, de la necesaria independencia respecto a las modas, característica de un hombre o de una mujer con personalidad madura (S. h. 97).
2. La adolescencia en el proyecto de vida
Los padres cristianos deben «formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios.
Es fundamental que los jóvenes no se encuentren solos a la hora de discernir su vocación personal
Durante siglos, el concepto de vocación se había reservado exclusivamente al sacerdocio y a la vida religiosa. El Concilio Vaticano II, recordando la enseñanza del Señor —«sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48)— ha renovado la llamada universal a la santidad: «Esta fuerte invitación a la santidad —escribió poco después Pablo VI— puede considerarse el elemento más característico de todo el magisterio conciliar y, por así decirlo, su última finalidad»; e insiste Juan Pablo II: «El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana. Esta consigna no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia» (S. h. 100).
Dios llama a la santidad a todos los hombres y para cada uno de ellos tiene proyectos bien precisos: una vocación personal que cada uno debe reconocer, acoger y desarrollar. A todos los cristianos —sacerdotes y laicos, casados o célibes— se aplican las palabras del Apóstol de Los gentiles: «elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3, 12).
Es pues necesario que no falte nunca en la catequesis y en la formación impartida dentro y fuera de la familia, la enseñanza de la Iglesia, no solo sobre el valor eminente de la virginidad y del celibato, sino también sobre el sentido vocacional del matrimonio, que un cristiano nunca debe considerar solo como una aventura humana: «Gran misterio es este, lo digo con respecto a Cristo y a la Iglesia», dice san Pablo (Ef 5. 32). Dar a los jóvenes esta firme convicción, trascendental para el bien de la Iglesia y de la humanidad, «depende en gran parte de los padres y de la vida familiar que construyen en su propia casa» (S. h. 101).
Durante este período son muy importantes las amistades. Según las condiciones y los usos sociales del lugar en que se vive, la adolescencia es una época en que los jóvenes gozan de más autonomía en las relaciones con los otros y en los horarios de la vida de familia. Sin privarles de la justa autonomía, los padres han de saber decir «no» a los hijos cuando sea necesario y al mismo tiempo cultivar el gusto de sus hijos por todo lo que es bello, noble y verdadero. Deben ser también sensibles a la autoestima del adolescente, que puede atravesar una fase de confusión y de menor claridad sobre el sentido de la dignidad personal y sus exigencias (S. h. 107).
A través de los consejos que brotan del amor y de la paciencia, los padres ayudarán a los jóvenes a alejarse de un excesivo encerramiento en sí mismos y les enseñarán —cuando sea necesario— a caminar en contra de los usos sociales que tienden a sofocar el verdadero amor y el aprecio por las realidades del espíritu (s. h. 108).
3. Hacia la edad adulta
En el periodo que lleva al noviazgo, ya la elección del afecto preferencial que puede conducir a la formación de una familia, el papel de los padres no deberá limitarse a simples prohibiciones y mucho menos a imponer la elección del novio o de la novia; deberán, sobre todo, ayudar a los hijos a discernir aquellas condiciones necesarias para que nazca un vínculo serio, honesto y prometedor, y les apoyarán en el camino de un claro testimonio de coherencia cristiana en la relación con la persona del otro sexo (s. h. 110).
Se deberá evitar la difusa mentalidad según la cual hay que hacer a las hijas todas las recomendaciones en tema de virtud y sobre el valor de la virginidad, mientras que no sería necesario a los hijos, como si para ellos todo fuera lícito (S. h. 111).
Respecto a la educación en la sexualidad, no existen unas normas generales, ni recetas universales, sino «orientaciones» que la Iglesia dona a la luz de la fe. Es tarea de los padres discernir cómo y cuándo. En este cometido tan delicado los padres cuentan con la gracia de estado, con la asistencia del Espíritu Santo, al que pueden pedir el don de consejo. Quizás más hoy que en el pasado, los padres descubren su misión y responsabilidad de educadores de manera casi análoga a la de los catequistas en el Camino Neocatecumenal, y a los formadores de los Seminarios «Redemptoris Mater». El presente documento insiste en una formación personalizada para cada hijo en los varios niveles de desarrollo; está claro que tal educación se tiene que adecuar al tipo de sociedad en que se vive, según la incidencia de tipos de publicidad y de información sexual que pueden ser más o menos precoces y provocantes. Queda siempre, pues, el deber de los padres de velar sobre cada hijo, sin dar nunca nada por descontado, para intervenir «tempestivamente» en el momento oportuno, en su lugar, dar una formación preventiva.
Seguir a los hijos en las varias fases del desarrollo
Los pasos en el conocimiento
A los padres corresponde especialmente la obligación de dar a conocer a sus hijos los misterios de la vida humana, porque la familia es «el mejor ambiente para cumplir el deber de asegurar una gradual educación de la vida sexual. Cuenta con reservas afectivas capaces de llevar a aceptar, sin traumas, aun las realidades más delicadas e integrarlas armónicamente en una personalidad equilibrada y rica» (S. h. 64).
Cuatro principios sobre la información respecto a la sexualidad
Ya que los padres conocen, comprenden y aman a cada uno de sus hijos en su irrepetibilidad, se encuentran en la mejor posición para decidir el momento oportuno para ir dando las diversas informaciones, según el respectivo crecimiento físico y espiritual.
1. Todo niño es una persona única e irrepetible y debe recibir una formación personalizada.
Puesto que los padres conocen, comprenden y aman a cada uno de sus hijos en su irrepetibilidad, cuentan con la mejor posición para decidir el momento oportuno de dar las distintas informaciones, según el respectivo crecimiento físico y espiritual.
La experiencia demuestra que este diálogo se realiza mejor cuando el progenitor que comunica las informaciones biológicas, afectivas, morales y espirituales, es del mismo sexo del niño o del joven. Conscientes de su papel, de las emociones y de los problemas del propio sexo, las madres tienen una sintonía especial con las hijas y los padres con los hijos. Es necesario respetar ese nexo natural; por esto, el progenitor que se encuentre solo, deberá comportarse con gran sensibilidad cuando hable con un hijo de sexo diverso, y podrá permitir que los aspectos más íntimos sean comunicados por una persona de confianza del sexo del niño. Para esta colaboración de carácter subsidiario, los padres podrán valerse de educadores expertos y bien formados en el ámbito de la comunidad escolar, parroquial o de las asociaciones católicas (S. h. 67)
2. La dimensión moral siempre debe formar parte de sus explicaciones.
Los padres podrán poner de relieve que los cristianos están llamados a vivir el don de la sexualidad según el plan de Dios que es Amor, en el contexto del matrimonio o de la virginidad consagrada o también en el celibato. Se ha de insistir en el valor positivo de la castidad y en la capacidad de generar verdadero amor hacia las personas, este es su aspecto moral más radical e importante; «solo quien sabe ser casto sabrá amar en el matrimonio o en la virginidad» (S. h. 68).
3. La educación en la castidad y las oportunas informaciones sobre la sexualidad deben ofrecerse en el contexto más amplio de la educación en el amor. En las conversaciones con los hijos no deben faltar nunca los consejos oportunos para crecer en el amor de Dios y del prójimo, y para superar las dificultades. «Disciplina de los sentidos y de la mente, prudencia atenta para evitar las ocasiones de caídas, guarda del pudor, moderación en las diversiones, ocupación sana, recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Los jóvenes, sobre todo, deben esforzarse por fomentar su devoción a la Inmaculada Madre de Dios» (S. h. 71).
4. Los padres deben dar esta información con extremada delicadeza, pero de forma clara y en el tiempo oportuno.
Saben bien que los hijos deben ser tratados de manera personalizada, de acuerdo con las condiciones personales de su desarrollo fisiológico y psíquico, teniendo debidamente en cuenta también el ambiente cultural y la experiencia que el adolescente realiza en su vida cotidiana. Para valorar que se debe decir a cada uno, es muy importante que los padres pidan ante todo luces al Señor en la oración y hablen entre sí, a fin de que sus palabras no sean ni demasiado explícitas ni demasiado vagas. Dar muchos detalles a los niños es contraproducente, pero retrasar excesivamente las primeras informaciones es imprudente, porque toda persona humana tiene una curiosidad natural al respecto y antes o después se interroga, sobre todo en una cultura dónde se ve demasiado también por la calle (S. h. 75).
En general, las primeras informaciones acerca del sexo que se han de dar a un niño pequeño no se refieren a la sexualidad genital, sino al embarazo y el nacimiento de un hermano o de una hermana. La curiosidad natural del niño se estimula, por ejemplo, cuando observa en la madre los signos del embarazo y que está a la espera de un niño. Los padres deben aprovechar esta gozosa experiencia para comunicar algunos hechos sencillos relativos al embarazo, siempre en el marco más profundo de la maravilla de la obra creadora de Dios, que ha dispuesto que la nueva vida por Él donada se custodie en el cuerpo de la madre cerca de su corazón (S. h. 76).
Aunque no esté de moda y va contracorriente, los padres están llamados a inculcar en los hijos, desde pequeños, el respeto hacia sí mismos, el pudor y, en la adolescencia, la virginidad.
La pureza exige el pudor. Este es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona.
Designa el rechazo, a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas (CEC, 2521).
Lo que se llama permisividad de las costumbre se busca en una concepción errónea de la libertad humana; para llegar a su madurez, esta necesita dejarse educar previamente por la ley moral (CEC, 2526).
La práctica del pudor y de la modestia, al hablar, obrar y vestir, es muy importante para crear el clima adecuado para la maduración de la castidad; y por eso han de estar hondamente arraigados en el respeto del propio cuerpo y de la dignidad de los demás. Como se ha indicado, los padres deben velar para que ciertas modas y comportamientos amorales no violen la integridad del hogar, particularmente a través de un uso desordenado de los medios de comunicación.
Particularmente, en relación al cosas de la televisión, el Santo Padre ha especificado: «El modo de vivir —especialmente en las naciones más industrializadas— lleva con frecuencia a las familias a descargar sus responsabilidades educativas; encontrando en la facilidad para la evasión (a través especialmente de la televisión y de ciertas publicaciones) la manera de tener ocupados a los niños y los jóvenes. Nadie niega que existe para ello cierta justificación, dado que muy frecuentemente faltan estructuras e infraestructuras suficientes para potenciar y valorizar el tiempo libre de los jóvenes y orientar sus energías» (S. h. 56).
Los padres modelo para sus hijos
El buen ejemplo y el liderazgo de los padres es esencial para reforzar la formación de los jóvenes en la castidad. La madre que estima la vocación materna y su papel en la casa, ayuda muchísimo a desarrollar, en sus hijas, las cualidades de la feminidad y de la maternidad y pone ante los hijos varones un claro ejemplo de mujer recia y noble. El padre que inspira su conducta en un estilo de dignidad varonil, sin machismos, será un modelo atrayente para sus hijos e inspirará respeto, admiración y seguridad en las hijas (S. h. 59).
Familia numerosa
Nadie puede ignorar que el primer ejemplo y la mayor ayuda que los padres dan a sus hijos es su generosidad en acoger la vida, sin olvidar que así les ayudan a tener un estilo más sencillo de vida y, además, «que es menor mal negar a los propios hijos ciertas comodidades y ventajas materiales que privarlos de la presencia de hermanos y hermanas que podrían ayudarles a desarrollar su humanidad y a comprobar la belleza de la vida en cada una de sus fases y en toda su variedad» (S. h. 61).
Importancia decisiva del clima afectivo que reina en la familia
Las ciencias psicológicas y pedagógicas, con sus más recientes conquistas, y la experiencia, concuerdan en destacar la importancia decisiva en orden a una armoniosa y válida educación sexual, del clima afectivo que reina en la familia, especialmente en los primeros años de la infancia y de la adolescencia y tal vez también en la fase prenatal, períodos en los cuales se instaran los dinamismos emocionales y profundos de los adolescentes. Se evidencia la importancia del equilibrio, de la aceptación y de la comprensión a nivel de la pareja. Se subraya además, el valor de la serenidad del encuentro relacional entre los esposos, de su presencia positiva —sea del padre sea de la madre— en los años importantes para el proceso de identificación, y de la relación de sereno afecto hacia los niños (S. h. 50).
El tiempo para estar con los hijos y dialogar con ellos
Ciertas graves carencias o desequilibrios que existen entre los padres (por ejemplo, la ausencia de la vida familiar de uno o de ambos padres, el desinterés educativo o la severidad excesiva) son factores capaces de causar en los niños traumas emocionales y afectivos que pueden entorpecer gravemente su adolescencia y a veces marcarlos para toda la vida. Es necesario que los padres encuentren el tiempo para estar con los hijos y dialogar con ellos. Los hijos, don y deber, son la tarea más importante, si bien aparentemente no siempre muy rentable; lo son más que el trabajo, más que el descanso, más que la posición social. En tales conversaciones —y de modo creciente con el pasar de los años— es necesario saberlos escuchar con atención, esforzarse por comprenderlos, saber reconocer la parte de verdad que puede haber en algunas formas de rebelión (S. h. 51).
La familia es la primera y fundamental escuela de sociabilidad
La familia cristiana puede ofrecer una atmósfera impregnada del amor a Dios que hace posible el auténtico don recíproco. Los niños que lo perciben están más dispuestos a vivir según las verdades morales practicadas por sus padres. Tendrán confianza en ellos y aprenderán aquel amor —nada mueve tanto a amar cuanto el saberse amados— que vence el miedo. Así el vínculo recíproco, que los hijos descubren en sus padres, será una protección segura de su serenidad afectiva. Tal vínculo afina la inteligencia, la voluntad y las emociones, rechazando o todo cuanto pueda degradar o envilecer el don de un sexualidad humana que, en una familia en la cual reina el amor, se entiende siempre como parte de la llamada a la entrega de sí en el antor a Dios y a los demás: «La familia es la primera y fundamental escuela de sociabilidad; como comunidad de amor, encuentra en el don de sí misma la ley que la rige y hace crecer. El don de sí, que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad, representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad» (S. h. 52).
En definitiva, la educación en el auténtico amor, que no es tal si no se convierte en amor de benevolencia, implica la acogida de la persona amada, considerar su bien como propio y, por tanto, instaurar oportunas relaciones con los demás. Es necesario enseñar al niño, al adolescente y al joven a establecer las oportunas relaciones con Dios, con sus padres, con sus hermanos y hermanas, con sus compañeros del mismo o diverso sexo, con los adultos (S. h. 53).