Dispuestas a morir

Dispuestas a morir

Se trata de una estudiante católica de Tienstsihn perteneciente a la Legión de María. Se llama Cecilia.

Los comunistas la citan a juicio y la encarcelan.

Un día que la dejan en libertad cuenta: «Me han agotado a fuerza de largos y maliciosos interrogatorios. Yo me encomendaba a la Virgen, y estaba dispuesta a morir, antes que apostar. Como no podían obtener lo que querían, quisieron intimidarme con las armas. Me colocaron delante de una tapia. Doce soldados armados se alinearon frente a mí, apuntándome con sus fusiles. El comisario dio la orden de fuego, y sonó una descarga cerrada. Todas las balas se estrellaron contra la tapia. Yo, pasado el primer instante de susto sonreí. —¿Te ríes?, rugió el comisario. ¿No tienes miedo a morir? —No, respondió Cecilia; yo estaba preparada para esto, y pensé que me ibas a mandar al paríso. —El comisario movió la cabeza con disgusto, despachó a los soldados y me mandó a casa».

Unos meses después Cecilia fue nuevamente detenida.

La llevaron a una gran plaza, llena de gran muchedumbre, convocada ex profeso. Allí se verificó el juicio popular. Se la acusó de querer coaccionar a una amiga pagana, Oha, a aceptar sus ideas cristianas. Oha estaba presente entre la multitud. Cecilia no perdió la serenidad. Volvió sus ojos dulces hacia la amiga, y después dijo en alta voz: «La fe que yo tengo es para mí un bien superior a ningún otro, y yo quiero tanto a mi amiga, que deseo proporcionarle este bien».

En la plaza se hizo un gran silencio. Toda la gente tenía los ojos fijos en Cecilia. Oha no pudo contenerse; de un salto se plantó en el tablado y las dos amigas se abrazaron y besaron largo rato. Después Oha, enlazando su brazo al cuello de su amiga, se volvió a los comisarios diciendo: «Esta es la verdad, y muy pronto yo seré también cristiana».

Entonces ocurrió lo indecible. La muchedumbre, encendida por aquel testimonio de fortaleza, acomenzó a aplaudir frenéticamente. Tuvieron que disolver el acto apresuradamente, clausurando el juicio pupular.

Cecilia y Oha fueron encerradas ambas en una cárcel, en un lugar de la China comunista. Nadie ha vuelto a saber de ellas.

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Noticias Cristianas: «Historias para amar a Dios. II Parte: Historia, n.º 5».

Historias para amar, páginas 29-30


Catequesis audiovisual sobre la Vida Consagrada

Catequesis audiovisual sobre la Vida Consagrada

Os invitamos a realizar una catequesis que consiste en el visionado de dos vídeos: el primero es un buen testimonio de la vida consagrada en el mundo actual y el segundo es una clase magistral de Fray Nelson Medina, teólogo de la Orden de los Dominicos.

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1. La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús —virgen, pobre y obediente— tienen una típica y permanente «visibilidad» en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo.

A lo largo de los siglos nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la llamada del Padre y a la moción del Espíritu, han elegido este camino de especial seguimiento de Cristo, para dedicarse a Él con corazón «indiviso» (cf. 1 Co 7, 34). También ellos, como los Apóstoles, han dejado todo para estar con Él y ponerse, como Él, al servicio de Dios y de los hermanos. De este modo han contribuido a manifestar el misterio y la misión de la Iglesia con los múltiples carismas de vida espiritual y apostólica que les distribuía el Espíritu Santo, y por ello han cooperado también a renovar la sociedad.

Beato Juan Pablo II

Exhortación apostólica postsinodal Vita Consecrata

sobre la Vida Consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo

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La Vida Consagrada ante la Nueva Evangelización


Fuente original: Archidiócesis de Valladolid (España)

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¿Qué es la Vida Consagrada?


Fuente original: Fray Nelson Medina, teólogo de la Orden de los Dominicos

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Colorea la Presentación del niño Jesús en el templo

Colorea la Presentación del niño Jesús en el templo

Con motivo de la fiesta de la Presentación del Señor, os ofrecemos las siguientes láminas para que los niños de la familia se diviertan coloreando y aprendiendo una de las escenas de la vida de Nuestro Señor Jesucristo.

Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen y sobre las propias imágenes.

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Colorea la Presentación del niño Jesús en el templo

Presentación

Lámina 1 

Presentación

Lámina 2

Presentación

Lámina 3

Presentación del niño Jesús en el templo - Lámina 1 Presentación del niño Jesús en el templo - Lámina 2 Presentación del niño Jesús en el templo - Lámina 3

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Don Bosco – Película

Don Bosco – Película

Juan Melchor Bosco Ochienna o Don Bosco, en italiano Giovanni Melchiorre Bosco Ochienna, nació en I Becchi, al norte de Italia, el 16 de agosto de 1815 y murió en Turín, en la madrugada del 31 de enero de 1888, fue un sacerdote católico, educador y escritor italiano del siglo XIX.

Fundó la Congregación Salesiana (Salesianos de Don Bosco), el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora, la Asociación de Salesianos Cooperadores, el Boletín Salesiano y el Oratorio Salesiano. Promovió la Asociación de Exalumnos Salesianos, el desarrollo de un moderno sistema pedagógico conocido como Sistema Preventivo para la formación de los niños y jóvenes y promovió la construcción de obras educativas al servicio de la juventud más necesitada, especialmente en Europa y América Latina.

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Don Bosco – Ficha en Imdb

Podéis verla directamente en Gloria TV

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Don Bosco – Película completa en Youtube

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Don Bosco – Ficha de la película

Titulo Original: Don Bosco

Duración: 196 min

Producción: RAI

Año de producción: 2004

Pais: Italia

Dirección: Ludovico Gasparin

Guión: Saverio D’Ercole, Graziano Diana, Lodovico Gasparini, Carlo Mazzotta, Francesca Panzarella, Lea Tafuri

Música: Marco Frisina

Fotografía: Giovanni Galasso

Reparto: Flavio Insinna, Lina Sastri, Charles Dance, Daniel Tschirley, Fabrizio Bucci, Lewis Crutch,Brock Everitt-Elwick, Alessandra Martines, Ry Finerty, Arnaldo Ninchi

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La verdad os hará libres: conclusión

La verdad os hará libres: conclusión

Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.

Gn 1, 26-27

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V. CONCLUSIÓN

66. Para terminar estas reflexiones reiteramos, una vez más, nuestra apremiante llamada a todos, principalmente a los miembros de la comunidad católica, a que hagamos posible la necesaria regeneración moral de nuestro pueblo. No podemos permitir que la situación de deterioro y vacío moral se perpetúe, como si ese tuviese que ser el destino inexorable de nuestro pueblo.

Menos aún podemos dejar que tantos hombres y mujeres, sobre todo los más jóvenes, sucumban inermes ante el deterioro moral que denunciamos. Los niños, los jóvenes, los menos formados, los que tienen menos capacidad para resistir o reaccionar, los más débiles, en definitiva, han de ser objeto primero y principal de nuestra atención, cuidado y apoyo. Que no caigan sobre nosotros las duras palabras del Evangelio sobre los que escandalizan a los pequeños (Cfr. Mt 18,6-8).

Lo importante, en esta situación, para nosotros, los cristianos, es que llevemos «una vida digna del Evangelio de Cristo» que nos mantengamos firmes en el mismo espíritu y luchemos, sin temor, «juntos como un solo hombre por la fidelidad a él», y que nos mantengamos «en un mismo amor y un mismo sentir» y valoremos, en fin, «todo cuanto hay de verdadero, noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y digno de elogio», como exhorta Pablo a los cristianos de Filipos (Cfr. Flp. 1, 27-30; 4,8).

Con estas últimas palabras, el Apóstol nos está invitando a la concordia, a la atención generosa al prójimo, a la integración en nuestra vida de la virtud como único camino realista a la felicidad, que es la suprema aspiración humana. Nos está invitando asimismo a que realicemos la verdad en el amor, pues el amor y la verdad nos harán libres (Cfr. Ef. 4.15: Jn 8,32).

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«La verdad os hará libres» (Jn 8, 32)

Madrid, 20 de noviembre de 1990

INSTRUCCIÓN PASTORAL de la Conferencia Episcopal Española

sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad


La verdad os hará libres: conclusión

La verdad os hará libres: recomendaciones

Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.

Gn 1, 26-27

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IV. ALGUNAS RECOMENDACIONES

50. Con el fin de ayudar a renovar el clima de nuestra comunidad cristiana y de la sociedad en que vivimos hemos recordado algunos puntos importantes y urgentes en orden a la formación de la conciencia moral cristiana. Creemos necesario emprender, además, otras acciones que contribuyan al rearme moral de nuestro pueblo.

La gravedad de la situación descrita requiere una actuación amplia, profunda y paciente de toda la sociedad pero particularmente de la Iglesia, ya que ella tiene la misión, confiada por su Señor, de «llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad» (EN, n. 18).


La comunidad cristiana

51. En las actuales circunstancias, la Iglesia, todos los cristianos, nos debemos sentir urgidos a ofrecer con sencillez y confianza lo que, para nosotros, es el único camino de salvación, el que Dios ha dispuesto para ofrecerlo a todos los hombres; Jesucristo, Verdad y Vida.

Estamos firmemente convencidos que es este nuestro mejor servicio a los hombres y nuestra más valiosa aportación a la sociedad: hacer posible a todos el encuentro con Jesucristo. No podremos afrontar esta tarea si los cristianos y las comunidades cristianas, no vivimos gozosa e intensamente la fe y la vida del Evangelio, con toda su capacidad renovadora y liberadora. Es preciso que se avive en los creyentes y en las comunidades la experiencia de la fe y de la gracia en su autenticidad y originalidad, que vivamos desde el reconocimiento efectivo de la soberanía de Dios y de la esperanza de la vida eterna, de modo que la moral cristiana se muestre como depuración y ensanchamiento de la inclinación humana hacia el bien y como afirmación de la felicidad profunda a la que los hombres aspiramos. Sólo así se evitará que el «ethos» cristiano degenere en moralismo perdiendo su virtualidad liberadora y santificadora. Y sólo así, además, resultará intelectualmente razonable y vitalmente practicable la moral, con sus normas, que brotan del Evangelio y propone la iglesia.

52. «No hay humanidad nueva, si no hay nombres nuevos con la novedad del Bautismo y de la vida según el Evangelio» (EN, n.18). Por eso la conversión ha de estar en el primer plano de las preocupaciones y atenciones de la comunidad eclesial. La conversión personal sigue siendo piedra angular para el cristiano y para la comunidad eclesial. Convertidos a Jesucristo y fieles a su Evangelio, los cristianos debemos hacer presente en nuestras vidas, proclamar con palabras y defender con decisión, el valor absoluto de la persona humana, sin el que no cabe una sociedad éticamente configurada.

53. El tema de la moral ha de ocupar un puesto imprescindible en la catequesis, la predicación, la enseñanza teológica. Si antes hemos señalado la debilidad de la formación moral de nuestro pueblo cristiano como uno de los factores más seguros de su crisis y debilitamiento moral, ahora hemos de ofrecer, como contrapartida, un esfuerzo por una mejor formación moral.

Necesitamos una formación sistemática —a través de la catequesis, de la enseñanza religiosa, de la predicación o de otros medios— sobre los aspectos fundamentales e insoslayables de la moral cristiana. «Hay que afirmar sin ambigüedad que existen leyes y principios morales que es preciso presentar en la catequesis, y que la moral evangélica tiene una índole especifica que lleva más allá de las solas exigencias de la ética natural» (Sínodo 1977, Mensaje, n.10).

Los jóvenes y los niños son los destinatarios privilegiados de esta enseñanza moral. Pero también los adultos, especialmente en las actuales circunstancias y ante las nuevas situaciones y nuevos problemas que se les plantean en la vida personal, familiar, social o económica, están necesitados de una enseñanza que les proporcione criterios morales de acuerdo con la Tradición de la Iglesia, que ilumine y oriente la conducta humana en el mundo de hoy con suficiente claridad, objetividad y vigor para que puedan actuar en conformidad con las exigencias eclesiales del seguimiento de Jesucristo. Recordemos que, según el Papa Juan Pablo ll, la doctrina social de la Iglesia es una parte de la moral católica (Cf. CT, n.29; «Sollicitudo rei socialis» n.41; «Mater et Magistra», nn.22; «Pacem in terris», n.36-38).

El deterioro ético de nuestra sociedad y el respeto a la fe del Pueblo de Dios exigen de todos, especialmente de los sacerdotes, catequistas y profesores de Religión o de Teología moral, que nos esforcemos en llegar a la unidad de criterio y de acción acerca de aquellos valores objetivos claramente señalados como permanentes por el magisterio auténtico de la Iglesia. Las normas que ésta ha propuesto como obligatorias deben ser fielmente enseñadas y aplicadas; en cambio, lo que es opinable y discutible, debe presentarse como tal.

54. También hemos de prestar una particular atención a la enseñanza de la Teología moral en las Facultades, Institutos y Escuelas de Teología, y también en las Escuelas de Formación de agentes de Pastoral y, sobre todo, en los Seminarios o en aquellas instituciones donde se forman intelectualmente los aspirantes al sacerdocio.

La Teología Moral ha hecho grandes esfuerzos en las últimas décadas para recuperar su savia bíblica y para instaurar un diálogo fecundo con la racionalidad contemporánea. Estos esfuerzos son altamente encomiables y tendrían que proseguirse sin desmayo. La Iglesia alienta el trabajo no fácil de los teólogos moralistas, que están llamados a una genuina actualización de la moral cristiana, y les recuerda, a la vez, la necesidad de que la ejerzan, respetando las exigencias de un estricto método teológico a partir de la fe y la experiencia espiritual de la Iglesia, atendiendo a las enseñanzas de la Tradición viva y del Magisterio. Habrán de ejercerla también con el discernimiento preciso para no dejarse fascinar por planteamientos o propuestas que desnaturalicen la enseñanza a cuyo servicio han sido llamados.


Familia y escuela

55. Nos dirigimos aquí también a los padres. La familia, junto con la Iglesia, es, particularmente hoy, lugar privilegiado para lograr la humanización del hombre. Los padres tienen la gravísima obligación de educar a sus hijos, y la sociedad debe considerarles como los primeros y principales educadores de los mismos. El cumplimiento de este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Y, por todo esto, como hemos dicho en otras ocasiones, la familia y, en general, los educadores han de ser objeto preferente de nuestra atención eclesial y de nuestro apoyo.

Por otra parte, a los educadores en general, y particularmente a aquellos que son cristianos y aceptan las enseñanzas morales de la Iglesia, les recordamos que les está encomendada una importante tarea, testimonial y educadora, ciertamente difícil en esta hora pero tanto más necesaria. Llamados a formar personas, los educadores han de seguir, sin desánimo, en estas circunstancias proporcionando criterios y valores éticos para orientar responsablemente el comportamiento humano en los diferentes campos de la vida. La Iglesia se siente muy cercana a estos educadores que, por la grave crisis ética de nuestra sociedad, no están siendo suficientemente reconocidos en su tarea educadora.

56. Un factor fundamental de la educación moral de las nuevas generaciones es la institución escolar y el sistema educativo que canaliza las responsabilidades e iniciativas educadoras de la sociedad. El Estado debe garantizar plenamente la formación humana integral a través de la institución escolar de acuerdo con las convicciones morales y religiosas de los ciudadanos.

Por otro lado, tanto la formación religiosa como la moral requieren, por razones pedagógicas, un tratamiento sistemático; no son suficientes unas alusiones ocasionales de carácter ético en las diversas disciplinas ni el ambiente que se crea en el aula o en el colegio. Por ello, en orden al crecimiento de los alumnos, teniendo en cuenta sobre todo la situación moral descrita antes, es imprescindible una buena y sistemática educación moral dentro del currículo escolar. Quienes tienen responsabilidad en materia educativa deberán tener esto muy en cuenta al desarrollar y aplicar la nueva Ley de Enseñanza.


Los medios de comunicación social

57. Apelamos también desde aquí a la responsabilidad de quienes son propietarios de los medios de comunicación social y de quienes trabajan en ellos. Su influjo está siendo decisivo. Por eso, la fuerza y la eficacia de los medios puede y debe desempeñar, en estos momentos, un papel altamente beneficioso para el desarrollo y la regeneración moral de nuestro pueblo. Les pedimos, pues, encarecidamente su colaboración en la difusión y defensa de los valores fundamentales de la persona humana en los que se asienta la vida en libertad de una sociedad democrática, en la creación y elevación de una cultura verdaderamente digna del hombre y en el rechazo firme y valiente de toda forma de marginación.

58. La libertad de expresión y el legítimo pluralismo, propio también de los «medios», han de estar al servicio de una opinión pública critica, activa y responsable, con una inquebrantable pasión por la verdad y la defensa del hombre por encima de cualquier otra consideración e interés. Esta será una de sus mayores contribuciones a la reconstrucción ética de nuestra sociedad. Tienen plena vigencia ahora las palabras que el Papa Juan Pablo ll dirigió en Madrid a los representantes de los medios de comunicación: «La búsqueda de la verdad indeclinable exige un esfuerzo constante, exige situarse en el adecuado nivel de conocimiento y de selección crítica. No es fácil, lo sabemos bien. Cada hombre lleva consigo sus propias ideas, sus preferencias y hasta sus prejuicios. Pero el responsable de la comunicación no puede escudarse en lo que suele llamarse la imposible objetividad. Si es difícil una objetividad completa y total, no lo es la lucha por dar con la verdad, la decisión de proponer la verdad, la praxis de no manipular la verdad, la actitud de ser incorruptibles ante la verdad. Con la sola guía de una recta conciencia ética, y sin claudicaciones por motivos de falso prestigio, de interés personal, político, económico o de grupo» (Juan Pablo ll, «Encuentro con los representantes de los medios de comunicación social», Madrid, 2 de noviembre, 1982, n.3).

También los poderes públicos, en este terreno, están llamados a ejercer su propia función positiva para el bien común, especialmente en relación con los medios que dependen del Estado. Los poderes públicos han de alentar toda expresión constructiva y apoyar a cada ciudadano y a los grupos en defensa de los valores fundamentales de la persona y de la convivencia humana. Asimismo han de evitar imponer, a través de los medios de comunicación del Estado, una determinada concepción del hombre puesto que no es función suya «tratar de imponer una ideología por medios que desembocarían en la dictadura de los espíritus, la peor de todas» (OA, n. 25).

59. La tarea de los profesionales católicos de los medios de comunicación social es de gran alcance y muy alto valor. Sabemos, sin embargo, que no siempre les es fácil estar a la altura de sus responsabilidades en este campo. Por eso, al tiempo que les agradecemos su meritoria obra, les alentamos a proseguirla con renovado vigor, libertad y pasión por la verdad y por el hombre, y les exhortamos también a que anuncien el Evangelio, que salva y humaniza, a través de los medios de comunicación en que trabajan.


Los poderes públicos

60. Nos dirigimos aquí también a quienes ejercen el poder político. Los cristianos hemos de ser los primeros en mostrar nuestro reconocimiento leal hacia los políticos. Sin ninguna reserva, «la Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la ‘res’ pública y aceptan el peso de las correspondientes responsabilidades»(GS, n.75).

Carece de fundamento evangélico una actitud de permanente recelo, de critica irresponsable y sistemática en este ámbito. Consideramos, asimismo, con mucha preocupación el hecho de que, pese a la importante presencia de los católicos en el cuerpo social, éstos no tienen el correspondiente peso en el orden político. La fe tiene repercusiones políticas y demanda, por tanto, la presencia y la participación política de los creyentes. La no beligerancia de la Iglesia consistente en no identificarse con ningún partido como exponente cabal del Evangelio, no debe confundirse con la indiferencia. En un documento anterior —«Los católicos en la vida pública»— los obispos hemos expuesto las distintas formas de participación de los cristianos; a él nos remitimos.

61. Junto a este reconocimiento franco hemos de recordar algo, por lo demás obvio: la vida política tiene también sus exigencias morales. Sin una conciencia y sin una voluntad éticas, la actividad política degenera, tarde o temprano, en un poder destructor. Las exigencias éticas se extienden tanto a la gestión pública en sí misma como a las personas que la dirigen o ejercen. El espíritu de auténtico servicio y la prosecución decidida del bien común, como bien de todos y de todo el hombre, inseparable del reconocimiento efectivo de la persona humana, es lo único capaz de hacer «limpia» la actividad de los hombres políticos, como justamente, además, el pueblo exige. Esto lleva consigo la lucha abierta contra los abusos y corrupciones que puedan darse en la administración del poder y de la cosa pública y exige la decidida superación de algunas tentaciones, de las que no está exento el ejercicio del poder político, como señalamos, con algunos ejemplos, en la primera parte de este escrito.

62. La ejemplaridad de los políticos es fundamental y totalmente exigible para que el conjunto del cuerpo social se regenere. Por esto una operación de saneamiento, de transparencia, es imprescindible para la recomposición del tejido moral de nuestra sociedad.

No se puede, por lo demás, separar la moral pública y la moral privada. Hoy se proclama con rara unanimidad que el hombre público tiene derecho a su vida privada, sancionándose de este modo una dicotomía que secciona al mismo individuo en dos compartimentos estancos. Todo lo cual es verdadero y legítimo sólo hasta cierto punto. Quien asume un protagonismo social, ha de hacerlo desde la verdad personal, comprometiéndose por convicción y no sólo por convención o interés coyuntural.

Para superar el peligroso desencanto de nuestros conciudadanos respecto a la política y a los políticos es necesario el liderazgo moral de quienes han sabido integrar, en duradera identificación, lo que son y lo que representan, lo que proponen, lo que piensan y lo que dicen y hacen. Son éstas las personas que cuentan con verdadera autoridad, estén o no en el ejercicio del poder. Carecen, por el contrario, de autoridad, aunque no siempre de poder, quienes nos encubren qué son en verdad y quienes cuentan con nosotros sólo como votantes y no como personas.

63. En España, se ha creado, en los últimos años, un marco jurídico para el ejercicio de la ciudadanía en libertad, igualdad y solidaridad. La convivencia de todos los españoles ha sido, en principio, un logro. Junto a esto, es necesario, además, que la sociedad española cuente claramente con instancias intermedias que articulen de forma diversificada y flexible la relación entre ciudadanos y el poder, el hombre de la calle y el Estado. Los partidos políticos son imprescindibles, pero no agotan por si solos la pluralidad de relaciones que constituyen la urdimbre social. En una sociedad madura, la respuesta a las propuestas políticas no se da sólo mediante el voto en las elecciones, sino a través de los estados de opinión, de organización de instituciones, de tomas de postura ante hechos especialmente decisivos, de creación de lo que hemos llamado antes liderazgos morales. Para ello el Estado debe mantener espacios abiertos a la opinión pública, sin monopolizar, por métodos indirectos o directos, los medios de comunicación controlados por la Administración, fomentar la creación de instituciones intermedias, escuchar a las ya existentes y apoyarlas en su consolidación y desarrollo.

64. El Estado o los poderes públicos, además, no pueden tratar de imponer, en el conjunto de la sociedad, determinados modelos de conducta que implican una forma definida de entender al hombre y su destino. No pertenece ni al Estado ni tampoco a los partidos políticos, tratar de implantar en la sociedad una determinada concepción del hombre y de la moral por medios que supongan, de hecho, una presión indebida sobre los ciudadanos contraria a sus convicciones morales y religiosas (Cfr. GS, n. 59; OA, n. 25, LC, n. 93). Todo «dirigismo cultural» vulnera el bien común de la sociedad y socava las bases de un Estado de derecho.

No puede haber, por otra parte, una sociedad libre, común y abierta hacia el futuro, sin un patrimonio cultural y ético, compartido y respetado, a no ser que prefiera que la irracionalidad o la arbitrariedad acaben pronto con la dignidad y prosperidad del pueblo al que los poderes públicos deben servir.

El patrimonio moral común lo reciben las sociedades de su propia historia y se enriquece sin cesar gracias a las aportaciones de sus hombres e instituciones (Cfr. CVP, n.37). Ahora bien si el patrimonio ético de la sociedad española tiene raíces cristianas, el Estado o el Gobierno aunque sea no confesional, no pueden ignorarlas ni tratar de cambiarlas o intentar su sustitución. La alternativa para ser demócratas no puede ser el vacío moral o la pura arbitrariedad de los que, en un determinado momento, tienen el poder.

65. En estos momentos de la sociedad española, es importante recordar aquí aquel principio, proclamando por primera vez por Cristo, de la distinción entre «lo que es del César» y lo «que es de Dios». Como comenta el papa Juan Pablo ll, glosando estas palabras en su visita al Parlamento Europeo, «después de Cristo ya no es posible idolatrar la sociedad como un ser colectivo que devora la persona humana y su destino irreductible. La sociedad, el Estado, el poder político, pertenecen a un orden que es cambiante y siempre susceptible de perfección en este mundo. Las estructuras que las sociedades establecen para sí mismas no tienen nunca un valor definitivo. En concreto, no pueden asumir el puesto de la conciencia del hombre ni su búsqueda de la verdad y el absoluto. Los antiguos griegos habían descubierto ya que no hay democracia sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay ley que no esté fundada en la norma trascendente de lo verdadero y lo bueno. Afirmar que la conducción de lo «que es de Dios» pertenece a la comunidad religiosa, y no al Estado, significa establecer un saludable limite al poder de los hombres. Y este límite es el terreno de la conciencia, de las «últimas cosas», del definitivo significado de la existencia, de la apertura al absoluto, de la tensión que lleva a la perfección nunca alcanzada, que estimula el esfuerzo e inspira las elecciones justas. Todas las corrientes de pensamiento de nuestro viejo continente deberían considerar a qué negras perspectivas podría conducir la exclusión de Dios de la vida pública, de Dios como último juez de la ética y supremo garante contra los abusos de poder ejercido por el hombre sobre el hombre» (Juan Pablo ll, «Discurso durante su visita al Parlamento Europeo», Estrasburgo, octubre 1988, n.9).

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«La verdad os hará libres» (Jn 8, 32)

Madrid, 20 de noviembre de 1990

INSTRUCCIÓN PASTORAL de la Conferencia Episcopal Española

sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad


La verdad os hará libres: conclusión

La verdad os hará libres: comportamiento moral cristiano (III)

Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.

Gn 1, 26-27

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III. ALGUNOS ASPECTOS FUNDAMENTALES DEL COMPORTAMIENTO MORAL CRISTIANO (III)


El pecado

46. A la luz de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, la moral cristiana descubre la dolorosa realidad del pecado y de la cruz. El cristianismo parte de la situación humana tal cual es; por eso toma absolutamente en serio el pecado como ejercicio de una libertad que se revuelve contra su origen y se absolutiza frente a Dios, rechazando la oferta de amistad y alianza con El. Ese pecado afecta al hombre, a la realidad mundana y a la historia, creando una dinámica propia en la entraña del acontecer humano y del mundo.

La vida del cristiano habrá de tener en cuenta necesariamente el combate frente al pecado, la tentación y las consecuencias del pecado. Apoyado en la victoria de la cruz de Cristo, el cristiano luchará contra el poder del mal definitivamente derrotado desde la resurrección de Jesús, pero todavía destructor en su derrota hasta que todo sea sometido bajo el Señor.

La cruz de Cristo es consecuencia del pecado del mundo y de la justicia misericordiosa de Dios; el Señor la vivió en actitud oblativa de obediencia solidaria, transformando así la lógica de la violencia en la del perdón, canjeando la potencia del resentimiento vengativo por el poder atractivo del amor. La resurrección, por su parte pone en evidencia que ese amor es, en su aparente desvalimiento más fuerte que la muerte y que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20).

El creyente, además, aprende ahí a redimir su vida y su muerte de la tentación egoísta para vivirlas en entrega amorosa y confiada a Dios y a su prójimo. Una ética altruista es difícilmente sostenible, de manera general y permanente, sin la fe en el Dios de Jesucristo que es Amor. En cambio, una ética del servicio incondicional a los hermanos es la forma normal de realización moral cristiana. Porque Alguien ha muerto por nosotros y de esa muerte ha brotado nueva vida, nosotros podemos vivir y morir con nuestros hermanos y por ellos.


Carácter escatológico de la moral cristiana

47. Los cristianos, y no sólo ellos, han de vivir su vocación conscientes de que no vivirán en este mundo para siempre. La realidad inexorable de la muerte sella nuestra existencia terrena con la marca de lo provisional y lo que está de paso. Nuestra verdadera ciudadanía nos espera en la gloria del mundo futuro (Cfr. Flp. 3, 20).

No podemos desentendernos de que nuestra vida es limitada y no vuelve atrás; ni podemos olvidarnos de que, al final, todos y cada uno seremos juzgados por Cristo conforme a nuestras obras (Cfr. 2 Cor 5,10). Aquel día, acabado el tiempo de la peregrinación, tiempo favorable de salvación y gracia y, a la vez, tiempo de prueba, aparecerá a la luz de Cristo, sin ambigüedades ni máscaras, lo que cada hombre es. Las acciones, buenas o malas, de cada uno, confrontadas con Jesucristo mismo, norma y criterio del vivir humano, se manifestarán en su verdadero sentido y valor.

«Un juicio de gracia aguarda a quienes se confiaron en el Señor y vivieron de su amor… Sin embargo, para quienes rechazaren al Señor hasta el final, el juicio será de condenación (Cfr. Jn 5,29)» (Cat lll, pág. 204). Pero sólo a Cristo corresponderá juzgar quién, por su obstinada impiedad, le rechazó definitivamente. Mientras caminamos hacia la meta última, nadie puede desesperar de la misericordia y paciencia infinitas de Dios que odia el pecado y no deja de amar y ofrecer su favor al pecador.

Las promesas escatológicas de Dios y las realidades del hombre y del mundo nos llaman a vivir con seriedad la vida, a tomar ante el futuro decisiones responsables y a redimir con buenas obras el tiempo que aún se nos da (Cfr. Ef. 5,16). Porque «lo que ahora quede sin hacer, sin hacer queda; lo que ahora falte a nuestro amor, para siempre le faltará. La realidad de la muerte exige que nos decidamos en cada momento. A la luz de la muerte, el creyente descubre el sentido de la vida» (Cat lll, pág. 205).

Se debe reconocer, sin embargo, que últimamente se ha debilitado la conciencia cristiana de las realidades últimas; incluso la predicación y la catequesis no han dirigido toda la atención necesaria a estas realidades. Este debilitamiento vacía la conducta cristiana y la despoja de sus motivaciones más radicales. El don supremo de sí mismo al hombre por parte de Dios, pleno y definitivo, en la vida eterna, es lo que da su justo valor a la vida presente, jerarquiza todos los bienes de la tierra y evita que alguno de estos bienes pase a ocupar el lugar de Dios, como realidad última y bien supremo.


La moral cristiana y la experiencia cristiana en la Iglesia

48. Por último, sería iluso pretender vivir la vocación cristiana y conformar la propia vida al seguimiento fuera de la Iglesia. Esta es, ciertamente, el espacio donde cada hombre concreto puede vivir su vocación revelada en Cristo y hacer vida esa misma vocación. Todo lo que hemos dicho aquí acerca de la moral cristiana tiene su lugar propio dentro de la comunidad de fe y sobre la base de un fuerte sentido de pertenencia eclesial. Por ello, se ha de poner en el centro de la conciencia moral cristiana la experiencia de la vida en la Iglesia, es decir, cuando atañe a la profesión de fe, a las realidades sacramentales y a la comunión.

Los sacramentos son, de modo particular, un dato determinante para la existencia moral cristiana pues, a través de ellos, la vitalidad y fuerza del Señor resucitado confiere la gracia del Espíritu que transforma realmente al hombre en un hombre nuevo.

Los sacramentos, la palabra del Magisterio, el testimonio y ejemplo de una conducta verdaderamente cristiana y los modelos de los santos, llevan las exigencias morales más allá de lo que constituyen los imperativos de una ética general. La mediación sacramental e institucional de la Iglesia es, por esto, el suelo nutricio en el que puede germinar y crecer el ethos cristiano.

Quizás el drama de la ética de la modernidad tiene como uno de sus ingredientes decisivos, la creencia de que valores que, históricamente, nacieron de la experiencia cristiana, como son la libertad, la solidaridad y la igualdad, y que casi llegaron a formar parte de la conciencia del hombre europeo, podrían sobrevivir, por sí mismos y como algo evidente, arrancados del humus en el que aquella autoconciencia se había desarrollado. En un primer momento, pudieron efectivamente sobrevivir por inercia; más tarde sólo como retórica, para acabar, al final, disolviéndose fácil e insensiblemente. El humus necesario para que aquellos valores hubieran podido mantener su vigencia es la experiencia de Cristo vivida en la Iglesia. Porque, sin la Iglesia, incluso Jesucristo está expuesto a quedar reducido, al fin y a la postre, a un discurso formal o a convertirse en un ejemplo de conducta del que, una vez extraída «una doctrina moral», resulta fácil prescindir, al tiempo que se abandona también el intento de vivir una vida conforme a la suya y la esperanza que El suscita. La historia reciente ha demostrado que justamente ese modo de proceder no funciona.


La moral cristiana y otros modelos éticos

49. Todo intento de relacionar la moral cristiana con las morales vigentes presupone la propia identificación. La búsqueda del diálogo en este terreno es incompatible con el regateo o la transacción innegociable: no cabe aquí un consenso obtenido a costa de rebajar las exigencias morales cristianas.

Afirmar, como lo hace la Iglesia, la verdad irrenunciable de los valores y normas fundamentales de su ética puede parecer una pretensión excesiva que no deja lugar a otras ofertas morales. Esta impresión tiene su origen, a veces, en una inadecuada presentación de la verdad revelada por Dios. Debe quedar siempre claro que la propuesta moral que hace la Iglesia no pretende, de ningún modo, violentar la libertad humana. Otra cosa muy diferente es que la Iglesia urja la necesidad de que la autoridad proteja por la ley los derechos fundamentales del hombre.

La Iglesia propone, pues, su moral como una alternativa a la que los hombres habrán de acceder en libertad. Esta oferta no concurre competitiva ni antinómicamente con los sistemas morales surgidos de la razón rectamente orientada del hombre ni coarta los proyectos éticos propuestos por personas o grupos sociales. Al contrario, por ser Dios quien funda la razón y la libertad humana, la proclamación por la Iglesia de su moral integra en ella cuanto de bueno y verdadero hay en los hallazgos y creaciones de los hombres. El designio creador y salvador de Dios, en efecto, no cancela la justa autonomía sino, más bien, la propicia y confirma (Cfr. GS, n.41).

Esto no significa que el diálogo del mensaje moral cristiano con otros modelos éticos deba pretender el establecimiento de unos «mínimos» comunes a todos ellos a costa de la renuncia a aspectos éticos fundamentales e irrenunciables. Por parte de los católicos, sería, además, un error de graves consecuencias recortar, so capa de pluralismo o tolerancia, la moral cristiana diluyéndola en el marco de una hipotética «ética civil», basada en valores y normas «consensuados» por ser los dominantes en un determinado momento histórico. La sola aceptación de unos «mínimos» morales equivaldría, sin remedio, a entronizar la razón moral vigente, precaria y provisional, en criterio de verdad. Pero la moral del Evangelio no puede renunciar a su original novedad, escándalo para unos y locura para otros (Cfr. 1 Cor 1,23). Corresponde, por el contrario, a toda la Iglesia aportar la luz del Evangelio a las tareas cívicas y políticas y cooperar para que la conciencia y normas éticas vigentes en una sociedad se depuren, se aseguren y se enriquezcan en la dirección del humanismo cristiano. Pues, en efecto, como señala el Concilio Vaticano ll, «no hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo confiado a la Iglesia» (GS, n. 41).

La ética cristiana contribuye a impregnar a la sociedad de sus propios valores en una doble dirección: hacia dentro, acrisolando y afirmando en su identidad a la comunidad de los creyentes; y hacia afuera, ofreciendo con lealtad a la sociedad su doctrina, cumplimiento pleno de las aspiraciones morales del hombre y realización de sus más profundas posibilidades: ésta es la oferta más original y valiosa que los católicos podemos hacer a nuestros contemporáneos. Por último, y mirando todavía a la sociedad, toda la Iglesia tiene aún otro cometido respecto a la moral que profesa: ha de estar atenta a aquellas metas hacia donde la conciencia ética de la humanidad va avanzando en madurez, cotejar esos logros con su propio programa, dejarse enriquecer por sus estímulos y reinterpretar, en fidelidad al Evangelio, actitudes e instituciones a las que hasta ahora tal vez no había prestado la debida atención. Actuando de esta manera, la Iglesia vigorizará continuamente la fuerza de su propio mensaje promoviendo, a la vez, su credibilidad y significación para el hombre.

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«La verdad os hará libres» (Jn 8, 32)

Madrid, 20 de noviembre de 1990

INSTRUCCIÓN PASTORAL de la Conferencia Episcopal Española

sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad


La verdad os hará libres: conclusión

La verdad os hará libres: La verdad os hará libres: comportamiento moral cristiano (II)

Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.

Gn 1, 26-27

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III. ALGUNOS ASPECTOS FUNDAMENTALES DEL COMPORTAMIENTO MORAL CRISTIANO (II)


La moral de la Alianza

41. En la revelación histórica de Dios, el Decálogo del pueblo israelita (Cfr. Ex. 20,1-17; Dt 5,6-22) es la manifestación ejemplar y universalmente válida de las fuentes de moralidad latentes en el ser del hombre creado a «imagen de Dios». Las orientaciones, instrucción y mandatos del Decálogo no se proponen como normas legales meramente imperativas sino como la respuesta agradecida de Israel a la admirable intervención de Dios que ha liberado a su pueblo de la opresión y la servidumbre: «Yo, el Señor, soy tu Dios que te he sacado de Egipto, de la esclavitud: no habrá para ti otros dioses» (Ex 20,2).

El cumplimiento de los preceptos de Dios presupone la adhesión de fe dada al Dios que salva; de ese indicativo emana, como una actitud lógica, la aceptación de los imperativos éticos exigidos por la Alianza de Dios con los hombres. Quienes han sido liberados por Dios se comprometen a seguir unas pautas de conducta que son siempre liberadoras para el hombre, al que comunican vida, plenitud y felicidad. El cumplimiento de los mandamientos de Dios implica, además, participar en la acción liberadora de Dios que quiere que todos los hombres puedan ver reconocidos sus derechos y vivir en libertad.

La ley de Dios es luz para la vida de todo hombre, una lámpara en el sendero de su vida (Cfr. Sal 119, 105). «Las palabras del Decálogo continúan válidas también para nosotros: los preceptos de la Ley son origen de libertad para todos los hombres, quiso Dios que encontraran (en Cristo) mayor plenitud y universalidad, concediendo con largueza y sin límites que todos los hombres pudieran conocerle a El como Padre, pudieran amarle y seguirle con facilidad a aquel que es su Palabra» (S. Ireneo, Adv.haer, 4, 16, 5).


La novedad del mensaje moral del Evangelio

42. Jesús, el Hijo de Dios, en efecto, no vino a abolir la ley de la Alianza Antigua sino a perfeccionarla y consumarla (Cfr. Mt. 5,17). El mensaje moral del Evangelio supone, sin duda, para la conducta del hombre una novedad radical que le proviene de la novedad decisiva y única del acontecimiento de Cristo. En éste, el orden moral encuentra nuevas motivaciones y una irrepetible y definitiva finalidad.

La moral cristiana afecta al hombre en la integridad de sus dimensiones y, en consecuencia, se mantiene vigente en toda ella una continuidad real que va, desde las normas morales inscritas en el corazón del hombre hasta los imperativos del comportamiento humano alumbrados por Cristo que culmina en el amor a Dios y al prójimo. Estas exigencias e imperativos no quiebran, en modo alguno, la trama coherente y homogénea de la ética cristiana sino que confirman su carácter unitario y lo llevan a su perfección. Pues Cristo, al manifestarse en la historia, sacó a la luz el sentido originario y más profundo de la creación: «El es el modelo y fin de todas las cosas… y el universo tiene en El su consistencia» (Col 1,17). Por ser su principio y su fundamento último, Jesucristo es eI más autorizado intérprete de la entera realidad creada.

El objetivo de la Alianza de Dios con los hombres en Jesucristo es llevar al hombre y al cosmos a la nueva creación. Pero la nueva creación asume la creación que está bajo el mandato o el Creador. No hay, pues, un Dios legislador de la primera creación y de la Alianza Antigua a través de sus mandamientos y otro Dios distinto de aquel que sería el Dios de la salvación del amor.


La nueva ley de Cristo

43. Jesucristo reafirmó lo más substancioso de la Antigua Alianza (Cfr. Mt 5,17); reclamó del hombre que cumpliese la intención más profunda de los mandamientos de Dios; radicalizó la ley entera concentrándola en el amor a Dios y en el amor al prójimo, incluso al enemigo: no hay mandamiento mayor que éstos (Cfr. Mc 12,28-31); y la interiorizó en el hombre, enviándole su Espíritu para capacitarlo y disponerlo a cumplir con libertad la voluntad del Padre y a actualizar con su vida las propias actitudes de Jesús ante Dios y los hombres.

La Ley nueva de Cristo se traduce, en última instancia, en el seguimiento de una persona, la de Jesucristo; consiste en aceptar que El mismo es el Evangelio, la buena noticia de salvación comunicada y otorgada por Dios a los hombres y exige tratar de identificar la propia conducta con la suya: «vivir como El vivió» (1 Jn 2, 6). Esta vivencia del Evangelio es imposible sin la fuerza del Espíritu Santo que es, verdaderamente, la ley interior de la Nueva Alianza, aquella ley que Dios mete en el pecho de sus hijos y escribe en sus corazones para renovarlos y colmarlos de vida.

Sólo quien se ha abierto al Evangelio y ha descubierto que él es la perla y el tesoro incomparable, puede «venderlo todo», seguir a Jesús y tratar de ser como El (Cfr. Mt 13,44-46). Aquí, «el deber» aparece como fruto del gozoso y agradecido reconocimiento de los dones recibidos de Dios. Los mandamientos, sin diluirse sus exigencias, se desbordan ahora hacia las propuestas de las bienaventuranzas de cuya dicha disfrutan ya en esta tierra quienes han acogido incondicionalmente el Reino de Dios presente en la persona de Jesús (Cfr. Mt 5,2-11; Lc 6,20-23). El mensaje de las bienaventuranzas no puede entenderse como un código impersonal para los seguidores del que las predicó. Son, ante todo, el retrato que sus primeros discípulos nos dejaron de Jesús y de la vida que El encarnó y vivió históricamente, y que aquellos primeros vieron con sus propios ojos y palparon con sus manos (Cfr. 1 Jn 1 ,1). El destino que El arrastró y consumó felizmente es programa moral para sus seguidores. Estos no se preguntan si los postulados y exigencias, encerrados en las bienaventuranzas, son o no posibles, en su utópica extrañeza; la pregunta sobra porque son, más que posibles, reales, realizadas y realizables. Aparece aquí algo superior a un puro ordenamiento moral basado en la rectitud y la justicia. Esto es lo que permite a San Pablo hablar del gozo de la existencia agraciada y exhortar reiteradamente a la alegría (Cfr. Flp 3,1; 4,4; 1 Ts 5,16; 2Cor 13,11).


La vida nueva en el Espíritu

44. La vida cristiana es nueva creación; no sólo producto de la propia voluntad o esfuerzo sino resultado, sobre todo, de la acción de Dios en Cristo por la fuerza recreadora de su Espíritu. La resurrección de Jesús ha introducido en el corazón de la historia una nueva forma de existencia con sus motivaciones y finalidades propias que está más allá de las posibilidades humanas y de los condicionamientos de raza, cultura y condición: «revestíos del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef. 4,24).

La moral cristiana muestra, del todo, su autenticidad cuando el Espíritu es derramado sobre el creyente y dispone su interior para acoger la realidad ofrecida, le hace amarla y descubrir en ella su propia plenitud. El Espíritu no violenta, persuade e ilumina interiormente; no humilla, eleva; no hipoteca, capacita. La vocación cristiana se descubre entonces como vocación a la libertad: «hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Gál. 5,13). El hombre que, por el Espíritu, se encuentra con Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, es libre para estar en el mundo sin dejarse amedrentar por su facticidad y sin temor ante su propia finitud. Porque se siente sólidamente relegado a ese fundamento último, se siente a la vez desligado, libre, ante todo lo penúltimo, esto es, ante las realidades de este mundo, particularmente aquellas que corrompen al hombre: la ambición de poder, las riquezas y el bienestar egoísta; porque se sabe dependiente de Dios y sólo de él, se sabe independiente de cualquier otra instancia o poder terrenos. El cristiano, sobre todo, encuentra la libertad verdadera por el don sin reservas de sí mismo a Dios y al prójimo: «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3,17).


La vocación cristiana

45. La vida cristiana, por consiguiente, siendo como es nueva creación, no es primariamente una opción que el hombre toma por propia iniciativa, entre las múltiples posibilidades que la existencia le ofrece. Es más bien respuesta libre a la libre oferta de un don gratuito que interioriza cada vez más la respuesta agradecida del hombre a los dones de su creación y de su vida. El discipulado no tiene su origen en el discípulo, sino en el maestro. No son los discípulos de Jesús quienes lo eligen, sino Jesús quien los llama. El Evangelio de Cristo será siempre anterior a los discípulos de Cristo. De ahí que el concepto de vocación es central en la moral cristiana: «os exhorto yo, preso en el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados» (Ef. 4, 1). De ahí también que, en la moral paulina, los indicativos de la acción de Dios en Cristo por su Espíritu: «habéis sido santificados, recreados, lavados, resucitados…», susciten los imperativos: «sed santos, vivid según la nueva creación, resucitad a una vida nueva…». Existe la vocación cristiana como existe «la verdad de Jesús» (Ef. 4, 21), la verdad de Dios y la verdad del ser. El hombre se encuentra con ellas y se entrega a ellas. La vocación cristiana tiene, pues, una realidad y consistencia anterior a toda decisión humana; el hombre no la crea, pero tiene que hacerla real, asumiéndola en cada tiempo hasta lograr su total realización. Para lograr esta realización el hombre habrá de ser ayudado constantemente, a lo largo de toda su vida, por la gracia de Dios.

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«La verdad os hará libres» (Jn 8, 32)

Madrid, 20 de noviembre de 1990

INSTRUCCIÓN PASTORAL de la Conferencia Episcopal Española

sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad


La verdad os hará libres: conclusión

La verdad os hará libres: comportamiento moral cristiano (I)

Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.

Gn 1, 26-27

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III. ALGUNOS ASPECTOS FUNDAMENTALES DEL COMPORTAMIENTO MORAL CRISTIANO (I)

34. Para ayudar, en alguna medida, a la conciencia moral de los católicos, trataremos ahora algunos puntos que creemos importantes y urgentes para la formación de una recta conciencia ética, sin pretender ofrecer una fundamentación sistemática de la moral cristiana. Esperamos que estas páginas podrán iluminar algunos aspectos de la dimensión moral del hombre y contribuir a que esa dimensión no quede a merced de dictados externos, de exigencias meramente legales o de apreciaciones puramente subjetivas.


Dios, creador y salvador

35. La moral cristiana no comienza planteando al creyente el imperativo categórico de la ley sino apelando a Dios creador y salvador y a su amor por los hombres. Para una visión cristiana, sólo Dios da respuesta cabal a las aspiraciones profundas del hombre. El hombre contemporáneo, como ya hemos dicho, no logrará regenerarse ética y humanamente sin la recuperación de la realidad de Dios y de su significación iluminadora y consumadora de la condición humana.


El hombre, imagen de Dios

36. El hombre ha sido creado a «imagen de Dios» (Cfr. Gn 1, 26-27). Es esta la clave más profunda de la moral cristiana. Todo hombre es querido y afirmado por Dios de una manera única y personal «el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma» (GS n. 23). De su condición de «imagen de Dios» brota la raíz de su dignidad como hombre y del respeto que se le debe. Hecho a semejanza de su Creador, el hombre vive ante su Señor como un sujeto personal llamado por El para que le conozca y le ame: este es su fin último; el comportamiento moral del hombre ha de orientarse hacia esa meta.

Pero, además, el hombre se asemeja a Dios principalmente porque «el Creador lo hizo según el modelo de su Hijo Jesucristo, que es la verdadera y original imagen de Dios, por quien Dios Padre ha creado todas las cosas… Jesucristo es, efectivamente, el corazón y el centro, el principio y el fin del designio amoroso de Dios sobre el hombre y la creación» (Cat. lll. pág. 120-121) y, por lo tanto, el principio originario y Ia norma suprema de toda conducta humana.

Dios mismo ha dado al hombre la misión de representarle en medio del mundo, haciéndole cooperador suyo en la trasmisión y defensa de la vida y en la protección y progreso de la creación y constituyéndole intérprete inteligente de su plan creador (cfr. Gn 1,28-30). Esta condición del hombre implica su respuesta libre a la interpelación que le viene de Dios. Aquí radica que el hombre sea constitutivamente responsable, porque para serlo ha de responder ante Dios de sí mismo, de su relación con los otros y con el mundo. La incomparable dignidad del hombre culmina en el hecho de haber sido invitado a ser interlocutor responsable del mismo Dios y, consiguientemente, a entrar en comunión de vida y amor con El y con los demás.

En esto radica, en último término, la inviolabilidad de los derechos humanos fundamentales. No se podría reivindicar suficientemente que estos derechos son inviolables si no estuvieran fundados en la condición humana de «imagen de Dios», participación de lo absoluto de Dios por parte del hombre. La necesidad y respeto de estos derechos se fundamenta, en último término, en Dios y no en simples convenciones y consensos sociales. En realidad la violación de esos derechos supone siempre despojar al hombre de su derecho a estar y vivir bajo la protección de su Creador.

La vocación del hombre, además, es vivir en comunión con Dios y con los hombres. Por ser «imagen de Dios», el hombre es portador de una dimensión social que le vincula a sus semejantes; no puede vivir ni desarrollar sus facultades sino en el contexto de las relaciones interpersonales y sociales.


La verdad

37. La realización del hombre, ciertamente, debe apoyarse en convicciones verdaderas pues, por su condición de «imagen de Dios», el hombre está llamado a realizarse en la verdad. Fuera de la verdad, la existencia humana acaba oscureciéndose y casi insensiblemente, se entenebrece en el error y puede llegar a falsearse a sí mismo y su vida prefiriendo el mal al bien. Sin la verdad, el hombre se mueve en el vacío, su existencia se convierte en una aventura desorientada y su emplazamiento en el mundo resulta inviable. En la situación cultural contemporánea, es necesario, ante todo, recordar y proclamar estas afirmaciones.

Hay que afirmar particularmente que el hombre, aun en medio de oscuridades, tiene capacidad para penetrar con auténtica certeza la racionalidad que la sabiduría divina ha marcado en el mismo hombre y en el entorno en que éste se mueve. Por su inteligencia, reflejo de la luz de la mente divina, puede descubrir en sí mismo y en el «lenguaje de la creación» la voz y manifestación de Dios (GS n. 22 Cfr. Ib idem 14 y 15), llegando a formarse juicios de valor universal sobre sí mismo, sobre las normas de conducta y su última meta. Gracias a su participación en la verdad de Dios, adquiere el hombre certezas que reclaman de él su adhesión total. Negar que la verdad existe y se hace perceptible para el hombre equivale a sustraer a sus opciones libres toda orientación razonable.

Porque existe la verdad y porque el ser humano está hecho para encontrarla en libertad responsable es posible igualmente asentar la vida personal y colectiva en un conjunto de certezas sobre el ser y el sentido de la vida y actuar del hombre. Al cristiano le es inherente, como a cualquier otro, la condición itinerante. No tiene un plano topográficamente exacto del terreno, pero cuenta con una brújula que orienta su itinerario y le ayuda a elegir en las encrucijadas. Los cristianos con esperanzada certidumbre, caminan en la verdad (cfr. 3 Jn,4) hacia el término de su peregrinación, a la vez que comparten con sus prójimos las inseguridades de la historia y los riesgos y oscuridades del destino común de la humanidad.


La libertad y la responsabilidad

38. «La verdad os hará libres» (Jn 8,32). Esta frase evangélica establece una estrecha relación entre la verdad y la libertad. El hombre es un ser inexorablemente moral por el carácter libre de su persona. Pero estar en la verdad es un requisito imprescindible para que la actuación humana sea verdaderamente libre.

La libertad, ante todo, se fundamenta en la condición del hombre de ser «imagen de Dios» (Cfr. GS n. 17). En efecto, Dios libre en su acción creadora, creó al hombre libre, esto es, capaz de decidir por sí mismo y dueño, por lo tanto, de sus actos. En esto se diferencia de las demás criaturas terrestres. Su vida no le es dada de una vez para siempre y acabada; su vida es un quehacer, un proyecto que tiene que realizar. Por el ejercicio de su libertad «el hombre es causa de sí mismo» (Tomás de Aquino, Suma Teológica l-ll, prólogo X), pero el ser «causa de sí mismo» le viene de ser creado por Dios y referido a El, de quien es «imagen».

Para hacer realidad su vida, el hombre tiene que elegir, entre varios proyectos, su meta y su camino. En esto estriba una de sus mayores grandezas. Pero también reside ahí el mayor riesgo que el hombre ha de correr pues no se puede decir que el hombre es libre sólo porque puede tomar decisiones por sí y ante sí: «si bastase que una acción fuese buena, justa y recta por el solo hecho de haber sido decidida libremente por el hombre, habría que alabar y justificar muchos actos de violencia y crímenes que proceden de decisiones libres del hombre» (Cat. lll, pág. 288). El hombre es plenamente libre cuando elige lo que es bueno para sí mismo y para los demás, lo justo lo verdadero, lo que agrada a Dios (Cfr. Rom. 12,2; Flp 4,8); pero puede también escoger bienes aparentes o falsos y optar contra sí mismo eligiendo el mal, lo que le daña. Pues «no alcanzan a Dios nuestras ofensas más que en la medida en que obramos contra nuestro propio bien humano» (Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles 3, Cap. 122). La auténtica libertad se ejerce, por tanto, en la fidelidad comprometida por la propia opción en el servicio desinteresado al bien de los demás: «habéis sido llamados a la libertad;…servíos por amor los unos a los otros» (Gál 5,13; Cfr. RH n. 21).

En el ejercicio de su libertad, el hombre no puede desligarse de referencias objetivas, compromisos y responsabilidades, de tal manera que su actuación no se puede disociar de los imperativos y exigencias que, para bien suyo, han sido inscritos por Dios en sí mismo ser personal, en la naturaleza de sus actos y en las demás realidades de la creación. La libertad humana es, pues, falible y limitada. La libertad limita, en último término, con aquellas inclinaciones y aspiraciones más profundas de la propia naturaleza humana en las que se puede descubrir la invitación del Creador a actuar tendiendo al bien.

Es necesario, en consecuencia, aquilatar continuamente la libertad para que pueda actuar responsablemente y acertar al tomar sus decisiones: «la responsabilidad del hombre ante Dios por sus actos le obliga a amar apasionadamente la verdad y buscarla sin tregua; a distinguir entre lo falso, lo aparente, lo que interesa y lo verdadero; a someter sus caprichos, arbitrariedades y tendencias a una disciplina libremente asumida; a contrastar en la realidad y en la acción sus fantasías y deseos; a aprender siempre en el sufrimiento y a vivir siempre en un horizonte de esperanza» (Cat. lll, pág. 288).


La conciencia moral

39. El carácter inexorablemente moral del hombre, exige establecer su auténtica relación con la verdad y la libertad y aun la misma relación entre ambas. Esta relación tiene lugar en el campo de la conciencia moral, es decir, en la facultad, arraigada en el ser del hombre, que le dicta a éste lo que es bueno y malo, le incita a hacer el bien y a evitar el mal y juzga la rectitud o malicia de sus acciones u omisiones después que las ha llevado a cabo.

Desde sus orígenes, los hombres han visto en la conciencia la voz del mismo Dios y en ella, a su vez, la norma que están llamados a seguir. En efecto, «en lo más profundo de su conciencia advierte el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, cuya voz resuena, cuando llega el caso, en los oídos de su corazón… La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (GS n. 16).

Por ser la voz de Dios en el hombre, la conciencia es una instancia inviolable a la que ninguna instancia humana superior puede oponerse. Este principio es fundamental para la ética cristiana, siempre que sea bien entendido. La voz de la conciencia, ciertamente, no puede ser asumida en solitario, sin referencia alguna a instancias objetivas. Necesita confrontarse con las convicciones básicas y comunes en las que convergen las más nobles tradiciones morales de la humanidad. Pero no basta que los dictámenes de la conciencia se remitan a los resultados de la experiencia humana y a las pautas de conducta consagrada por los mejores exponentes de la humanidad moral y religiosa si a la conciencia se le destituye de su último y absoluto fundamento, es decir, de la referencia a Dios, creador y árbitro supremo del actuar humano. Sólo el respeto a estas referencias garantizan la autenticidad de la conciencia del individuo.

En consecuencia, no se puede confundir la conciencia con la subjetividad del hombre erigida en instancia última y en tribunal inapelable de la conducta moral. La conciencia está expuesta a su propio falseamiento: a no reconocer lo que Dios realmente le transmite y a tener por bueno lo que es malo; y puede deformarse, hasta el punto de no emitir apenas juicios de valor sobre el comportamiento del hombre.

Es cierto que, en ocasiones, la conciencia, aun equivocadamente por ignorancia invencible, por condicionamientos psicosociales o por causas patológicas, se impone como instancia ineludible de la conducta humana. En ese caso, la conciencia es inviolable: el hombre tiene obligación de seguirla sin que se le pueda forzar a actuar contra ella ni impedir que obre de acuerdo con ella, a no ser que se viole un derecho fundamental e inalienable de un tercero (Cfr. DH, n. 3). Pero no pueden apelar a su conciencia subjetiva quienes no se preocupan por buscar la verdad y comportarse en su vida responsablemente. En estos casos, por la costumbre de desoír y aun rechazar la voz de Dios en su interior, la conciencia se ciega y debilita incluso hasta encerrarse en el silencio.

La conciencia, por si misma, no es, por tanto, un oráculo infalible. Tiene necesidad de crecer, de ser formada, de ejercitarse en un proceso que avance gradualmente en la búsqueda de la verdad y en la progresiva integración e interiorización de valores y normas morales. A lo largo de este proceso de crecimiento, la conciencia descubre, cada vez con mayor certidumbre, el proyecto de Dios sobre el propio hombre y la realidad de normas de conducta valederas por si mismas que, ahincadas en la naturaleza humana, son ley para el mismo hombre. La conciencia y la norma, entonces, son restituidas a su justa y mutua relación, pues se ve, cuando eso ocurre, que la conciencia está naturalmente religada a la creación de Dios y, a través de ella, a Dios creador. En efecto, todos los hombres llevan escrito en su corazón el contenido de la ley cuando la conciencia aporta su testimonio con sus juicios contrapuestos que condenan o dan su aprobación (Cfr. Rom 2,15).

La fidelidad a la conciencia, rectamente formada, es el punto de partida y el lugar de encuentro donde los católicos y sus conciudadanos pueden ahondar en la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que afectan hoy día a los individuos y a la colectividad. Los católicos pueden contribuir eficazmente a la ordenación moral de la sociedad, gracias a su convencimiento de que «los grandes valores éticos que constituyen nuestro patrimonio histórico, aun estando enraizados en el corazón de la humanidad, han sido clarificados y fortalecidos por la fe cristiana» (CVP, n. 70).


Las normas morales

40. Nos hemos referido más arriba al frecuente rechazo de toda normativa ética que hoy detectamos en nuestra sociedad. Sin duda, esa actitud es comprensible, en algunos casos, como reacción espontánea a una presentación del mensaje moral de la Iglesia, hecha desde una visión demasiado legalista. En tiempos todavía próximos a los nuestros, la ley de Dios pudo ser interpretada por algunos como algo escrito en tablas de piedra, amenazador para el hombre y exterior a él. La Ley de Dios se nos muestra, por el contrario, en la Biblia como una realidad viva, metida por Dios en el pecho de los hombres e inscrita en sus corazones (Cfr. Rom. 2,15).

Dios creador, que puso en el interior del hombre la inclinación al bien y el rechazo al mal, desde el principio, dio a la conciencia humana su ley, «cuyo cumplimiento consiste en el amor a Dios y al prójimo» (GS, n. 16). El hombre despliega su propia historia «sobre la base de la naturaleza que ha recibido de Dios y con el cumplimiento libre de los fines a los que lo orientan y lo llevan las inclinaciones de esta naturaleza y de la gracia divina» (LC, n. 30). Consecuentemente, la realidad creada constituye para el hombre una fuente e instancia de moralidad: en ella puede el hombre leer el mensaje cifrado de su ser y su actuar.

Esta regulación originaria de su naturaleza, por el hecho de que revela el designio de Dios creador, no limita ni cohíbe las virtualidades creadoras y libres del hombre sino que más bien las posibilita. El orden moral, inscrito en él, no es, en modo alguno, algo mortificante para el hombre; responde, al contrario, a sus aspiraciones más hondas y está al servicio de la plenitud de su persona y de su felicidad. Nada más aberrante ni destructivo que disociar la persona humana de la complejidad y riqueza de sus inclinaciones y fuerzas naturales. Los ensayos y manipulaciones, tan ambiguos, que el hombre contemporáneo ha comenzado a hacer con su cuerpo no son sino una muestra de adonde conduce la quiebra de su unidad psico-orgánica y espiritual. El hombre, al contrario, recupera su grandeza cuando advierte en sí mismo y en toda la realidad creada una racionalidad que no es creación o invención suya sino la huella e imagen viviente de la sabiduría de que Dios ha usado al crear todas las cosas.

La experiencia acumulada en la historia de la humanidad pone de manifiesto los esfuerzos de muchos hombres que, atentos a la voz de Dios, latente en los dictados de su conciencia y al mensaje moral de la creación, han llegado a descubrir y establecer normas y leyes para proteger y desarrollar la vida, defender la dignidad humana y crear lazos de justicia y de paz entre los hombres (Cfr. Cat. lll, pág. 291). Estas normas y leyes, en las que Dios sembró, desde siempre, semillas de verdad y de bien, han alcanzado su cumplimiento en la revelación histórica de Dios y, de modo particular, en Jesucristo. La revelación histórica de la Ley de Dios fue necesaria, además, para que todos los hombres pudiesen conocer de un modo cierto, fácil, sin error e íntegramente la voluntad divina que tuvo que proteger su creación y, en particular, al hombre y su alianza con Dios de caer en el caos a causa del pecado (Cfr. DS 3004-3005; DV, n.6). Pero esta revelación definitiva, al curar y llenar de sentido y de vida los empeños éticos de la humanidad, no entró en este campo como en una realidad extraña (Cfr. CVP, n. 46).

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«La verdad os hará libres» (Jn 8, 32)

Madrid, 20 de noviembre de 1990

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sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad