Un templo hecho de ladrillos y cemento. La puerta abierta incita a entrar. Una campana suena llamando a misa, y el recuerdo de mi niñez que siempre vuelve.
De pequeña deseaba conocer una iglesia por dentro. Cuando el avance de mi enfermedad se apaciguó, tuve la enorme alegría de poder hacerlo y poco a poco la casa de Dios llegó a ser como mi segundo hogar. Sentí el amor de una comunidad activa, desde el sacerdote que la guiaba hasta el maravilloso grupo apostólico que me invitaron a integrar.
Fue la primera vez que salí a la calle con amigos. Aún desconocía las barreras arquitectónicas con las que me podía encontrar, porque entre mis nuevos compañeros no notaba el inconveniente de los escalones y escaleras ya que sólo bastaba cumplir el deseo sin medir los esfuerzos.
Nuestro querido P. Florencio Perelló, agustino recoleto, durante mucho tiempo me había llevado la comunión a mi casa. Él tenía muy presente mi soledad y deseaba que participara de un grupo en la comunidad parroquial. Gracias a su esfuerzo y al mío logré integrarme, y al poco tiempo todos me conocían y yo a ellos.
Queriendo servir en otra actividad estudié y me dediqué a dar catequesis con un grupo de diez niños. El primer año lo hice en casa pero luego vimos lo importante que era ir a la parroquia. Mis alumnos aprendieron a manejar mi silla de ruedas. Tanto a ellos como a mi nos costaba mucho levantarnos temprano para asistir a la misa dominical pero la alegría del encuentro valía el esfuerzo.
Hoy tengo la sensación de que mi experiencia me permite ver las cosas desde otro lado, pensando en la gente con discapacidad y en su necesidad de conectarse con los demás y sobre todo con Dios. Por eso mi reflexión también incluye la preocupación de facilitar esos acercamientos. Entiendo que empezar por poner rampas en la entrada de los templos puede ser un buen comienzo para muchas personas que como yo quieren acercarse a Dios.
Actualmente existen muchas personas con discapacidad que no están enfermas; (aunque se tenga una imagen errónea de que todo aquél que está en silla de ruedas lo está) Y, cuando se presenta el deseo de querer ir a misa, aparece el obstáculo de los escalones. Nos tienen que ayudar a subir cortándonos la independencia de nuestra movilidad que ya es reducida.
Cuando veo una hermosa rampa hecha a la entrada de una iglesia, sea de costado o de frente, siento como si Jesús me dijera: «Ven, estoy aquí, te amo y te estoy esperando» e irresistiblemente me vienen deseos de entrar. Porque en los hechos noto el amor cristiano de un párroco y de una comunidad que me demuestran que soy parte de esa familia. Desechando los obstáculos físicos para atraerme hacia la casa de Dios donde nadie debe faltar.
Sin embargo, nuestra presencia, la de la persona con discapacidad que deambulan en silla de ruedas como yo, se ve muy pocos en los templos. Si pensáramos en lo que nos dice el evangelio nos encontraríamos que la realidad contradice aquello de ser los preferidos del Señor. Creo que no nos eligió para sufrir demostrándonos cuanto nos amaba, como nos solían decir antiguamente de una forma resignada. Sé, que se sentiría gozoso de ver que estamos incluidos en la comunidad activa de su propia casa.
Mis palabras de hoy quisiera que fuesen un llamado de atención a todos los párrocos, que andan muy ocupados trabajando en las tareas de la Iglesia de Cristo. Yo desearía que por un sólo día se pongan en una silla de ruedas e intenten entrar y salir del templo todas las veces que necesiten para cumplir con sus deberes. Les aseguro que no les será nada fácil.
Creo que de tanto vernos pasar a distancia se acostumbraron a mirarnos desde la vereda de enfrente. Y podrán excusarse diciendo que no hay dinero, que la iglesia pierde su estética antigua y colonial, pero imagino yo que les es muy difícil comprender el grito interior que callamos si no se ponen de la misma vereda del que desea visitar al Amigo que lo está esperando siempre.
Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia”. Estas palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto la misericordia divina no es en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios. Es por esto que la liturgia, en una de las colectas más antiguas, invita a orar diciendo: ¡Oh, Dios, que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón! Dios será siempre para la humanidad como Aquél que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso.
«Paciente y misericordioso» es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción. Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón.
(Misericordiae Vultus, 6)
* * *
Dios va más alla de la justicia, con la misericordia y el perdón
Escuchamos al Papa Francisco
ABRIL 2016
Dios va más allá de la justicia,
con la misericordia y el perdón
Escuchamos al Papa Francisco
“Nos será inútil en este contexto recordar la relación existente entre justicia y misericordia. No son dos momentos contrastantes entre sí, sino un solo momento que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor… La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer… Si Dios se detuviera en la justicia, dejaría de ser Dios; sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto, Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia… Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces, es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida nueva.”
Misericordiae Vultus, 20
Escuchamos la Palabra de Dios
“Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; ofrecían sacrificios a los Baales y quemaban incienso a los ídolos. ¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer. Efraím volverá a Egipto y Asiria será su rey, porque rehusaron volver a mí. La espada hará estragos en sus ciudades, destrozará los barrotes de sus puertas y los devorará a causa de sus intrigas. Mi pueblo está aferrado a su apostasía: se los llama hacia lo alto, pero ni uno solo se levanta. ¿Cómo voy a abandonarte, Efraím? ¿Cómo voy a entregarte, Israel? ¿Cómo voy a tratarte como a Admá o a dejarte igual que Seboím? Mi corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo aniquilar…”
Libro del Profeta Oseas 11, 1-9
Un salmo para alabar. A cada estrofa del salmo repetimos:
¡Qué grandes son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!
Es bueno dar gracias al Señor,
y cantar, Dios Altísimo, a tu Nombre;
proclamar tu amor de madrugada,
y tu fidelidad en las vigilias de la noche,
con el arpa de diez cuerdas y la lira,
con música de cítara.
Tú me alegras, Señor, con tus acciones,
cantaré jubiloso por la obra de tus manos.
El hombre insensato no conoce
y el necio no entiende estas cosas.
El justo florecerá como la palmera,
crecerá como los cedros del Líbano:
trasplantado en la Casa del Señor,
florecerá en los atrios de nuestro Dios.
En la vejez seguirá dando frutos,
se mantendrá fresco y frondoso,
para proclamar qué justo es el Señor,
mi Roca, en quien no existe la maldad.
Salmo 92
Para reflexionar y/o compartir en grupo
Pensamos en situaciones en nuestras vidas en las que reclamamos justicia o que percibimos que fueron muy injustos con nosotros. ¿Qué sentimos en dichos momentos? Realizamos una pequeña lista. La compartimos en grupos de a cuatro.
¿En qué situaciones consideramos que el perdón sería superador de la justicia? Pensemos ejemplos concretos.
Compartimos lo que nos sugiere la frase del Papa Francisco: “La justicia de Dios es su perdón”.
¿Creemos que es posible compatibilizar justicia con misericordia? ¿De qué manera?
¿Qué nos enseñó Jesús al respecto? ¿En qué episodios evangélicos Jesús nos mostró que es posible entender que la misericordia va más allá de la justicia?
Intenciones. A cada intención respondemos: ¡Señor de la Paciencia, te rogamos que conviertas nuestro corazón de piedra en un corazón sensible!
– Protege al el Papa Francisco y haz que su testimonio valiente de la Misericordia de Dios sirva de unión entre todos los pueblos. Oremos…
– Te pedimos que la misericordia sea la regla de vida de todos los discípulos de Jesús, reunidos en su Iglesia. Oremos…
– Enséñanos a ser justos, pero sobre todo, ayúdanos a ser misericordiosos con nuestros hermanos. Oremos…
– Padre, te suplicamos que salves nuestras almas, liberándolas de todas nuestras limitaciones, para que los frutos de nuestras obras sean manifestaciones de tu amor. Oremos…
– Te pedimos que cambies nuestras decisiones egoístas, nuestra arrogancia, nuestra tristeza y toda huella negativa que se encuentre en nuestro interior. Oremos…
– Te pedimos perdón por todos los aquellos a quienes hemos herido, para que por la intercesión de Jesús Misericordioso, nos ayudes a reconciliarnos con ellos y sanar sus heridas. Oremos…
Agregamos nuestras intenciones personales y comunitarias…
Rezamos un Padrenuestro, un Avemaría y el Gloria.
Repetimos con convicción la advocación: ¡Jesús, en vos confío! ¡Jesús, en vos confío! ¡Jesús, en vos confío!
Oración: Señor de la Paciencia, por el don de tu gracia, abres las puertas de nuestro corazón, para que podamos experimentar tu consuelo y perdón. Te rogamos que nos ayudes a ser misericordiosos con nuestros hermanos y que, por el don de la fe en Jesús, nos traigas la Salvación. ¡Por tu gran misericordia, perdona nuestras faltas y ayúdanos a vivir conforme a tu Palabra! Te lo pedimos a Ti, que vives y reinas por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Aleluya!
Señal de la Cruz
Compromiso personal del mes. Este mes de abril voy a reconciliarme con aquel familiar o amigo que hace tiempo que estoy distanciado. También podré consolar a aquel prójimo que está triste, angustiado o deprimido u otro compromiso similar…
Para memorizar y rezar durante el mes: ¡María de Guadalupe,ayúdanos a ir más allá de la justicia, con la misericordia y el perdón!
La misericordia en los santos
Santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897). Jesús hace dulce hasta lo más amargo. Cuenta la misma Santa Teresita: “Un día, en la recreación, me dijo con aire muy satisfecho más o menos estas palabras:-¿Querría decirme, hermana Teresa del Niño Jesús, qué es lo que la atrae tanto en mí? Siempre que me mira, la veo sonreír. ¡Ay!, lo que me atraía era Jesús, escondido en el fondo de su alma… Jesús, que hace dulce hasta lo más amargo… Le respondí que sonreía porque me alegraba verla (por supuesto que no añadí que era bajo un punto de vista espiritual).”
Un cuento para rumiar
EL HERIDO Y EL CAPELLÁN
Cuentan que un capellán, se aproximó a un herido en medio del fragor de la batalla y le preguntó:
–¿Quieres que te lea la Biblia?
–Primero dame agua que tengo sed, dijo el herido.
El capellán le convidó el último trago de su cantimplora, aunque sabía que no había más agua en kilómetros a la redonda.
–¿Ahora? –preguntó nuevamente el capellán.
–Primero dame de comer, suplicó el herido.
El capellán le dio el último mendrugo de pan que atesoraba en su mochila.
–Tengo frío, fue el siguiente clamor, y el hombre de Dios se despojó de su abrigo de campaña, pese al frío que calaba los huesos y cubrió al lesionado.
–Ahora sí –le dijo al capellán. Háblame de ese Dios que te hizo darme tu último sorbo de agua, tu último mendrugo y tu único abrigo. ¡Quiero conocerlo en su bondad…!
Adaptación – Autor desconocido
Para disfrutar del buen cine
TÍTULO EN CASTELLANO
ORIGEN
DIRECTOR
PROTAGONISTAS
Título Original / Otro Título
AÑO
DURACIÓN
GÉNERO
CALIFICACIÓN
ROMERO
USA
John Duigan
Richard Jordan / Raul Juliá
Romero, el santo del pueblo
1989
100 min
Testimonial
SAM 14
Sonata para un hombre bueno
alemania
F. Gallenberger
Ulrich Tukur / Daniel Brühl
John Rabe
2009
134 min
draM BIOGRAF
SAM 13
Romero. Narra la vida de Mons. Oscar Romero (Raul Juliá), arzobispo del Salvador, que se dedicó trabajar por los más pobres, a criticar la desigualdad social y a la defensa de los derechos humanos. Mons. Romero murió asesinado, en el año 1980; precisamente, en el momento que celebraba Misa del Domingo de Ramos, como un signo preclaro de quienes entregan sus vidas a los demás y a la causa del Evangelio.
Sonata para un hombre bueno. Basada en hechos reales, durante la invasión japonesa a China (1937-1938). John Rabe (Ulrich Tukur) era un empresario alemán exitoso radicado en China. Tras la invasión de China, arriesgando su vida, sus posesiones y su prestigio, libró de la muerte a más de 200.000 chinos durante la masacre de Nanking. Su acción decidida en defensa de toda vida humana, nos muestra cómo podemos alcanzar la justicia y el perdón a través de la misericordia.
Juan 21, 1-19. Tercer Domingo del Tiempo de Pascua. ¿Dónde encontraban los primeros discípulos la fuerza para dar este testimonio? Está claro que sólo puede explicar este hecho la presencia del Señor Resucitado con ellos.
Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban junto Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros». Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para comer?». Ellos respondieron: «No». Él les dijo: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán». Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dio a Pedro: «¡Es el Señor!». Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar». Simón Pedro subió a al barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos». Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». El le respondió: «Sí, Señor, saber que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas». Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras». De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme».
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 5, 27b-32.40b-41
Salmo: Sal 30(29), 2-6.11-13
Segunda lectura: Libro del Apocalipsis, Ap 5, 11-14
Oración preparatoria
Señor, Pedro te amó mucho, pero no fue fiel en tu Pasión porque el miedo lo dominó. A pesar de su caída, Tú no sólo le perdonas su traición sino que lo nombras pastor de tus ovejas. Confiado en tu misericordia hoy me acerco a Ti en esta oración, porque eres Tú la fuente de todo bien. Ayúdame a reconocer tu presencia en mi vida y a ser dócil a tus inspiraciones.
Petición
Señor, que nunca desconfíe de tu amor y misericordia.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Quisiera detenerme brevemente en la página de los Hechos de los Apóstoles que se lee en la Liturgia de este tercer Domingo de Pascua. Este texto relata que la primera predicación de los Apóstoles en Jerusalén llenó la ciudad de la noticia de que Jesús había verdaderamente resucitado, según las Escrituras, y era el Mesías anunciado por los Profetas. Los sumos sacerdotes y los jefes de la ciudad intentaron reprimir el nacimiento de la comunidad de los creyentes en Cristo e hicieron encarcelar a los Apóstoles, ordenándoles que no enseñaran más en su nombre. Pero Pedro y los otros Once respondieron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús… lo ha exaltado con su diestra, haciéndole jefe y salvador… Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo» (Hch 5, 29-32). Entonces hicieron flagelar a los Apóstoles y les ordenaron nuevamente que no hablaran más en el nombre de Jesús. Y ellos se marcharon, así dice la Escritura, «contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús» (v. 41).
Me pregunto: ¿dónde encontraban los primeros discípulos la fuerza para dar este testimonio? No sólo: ¿de dónde les venía la alegría y la valentía del anuncio, a pesar de los obstáculos y las violencias? No olvidemos que los Apóstoles eran personas sencillas, no eran escribas, doctores de la Ley, ni pertenecían a la clase sacerdotal. ¿Cómo pudieron, con sus limitaciones y combatidos por las autoridades, llenar Jerusalén con su enseñanza? (cf. Hch 5, 28). Está claro que sólo pueden explicar este hecho la presencia del Señor Resucitado con ellos y la acción del Espíritu Santo. El Señor que estaba con ellos y el Espíritu que les impulsaba a la predicación explica este hecho extraordinario. Su fe se basaba en una experiencia tan fuerte y personal de Cristo muerto y resucitado, que no tenían miedo de nada ni de nadie, e incluso veían las persecuciones como un motivo de honor que les permitía seguir las huellas de Jesús y asemejarse a Él, dando testimonio con la vida.
Esta historia de la primera comunidad cristiana nos dice algo muy importante, válida para la Iglesia de todos los tiempos, también para nosotros: cuando una persona conoce verdaderamente a Jesucristo y cree en Él, experimenta su presencia en la vida y la fuerza de su Resurrección, y no puede dejar de comunicar esta experiencia. Y si esta persona encuentra incomprensiones o adversidades, se comporta como Jesús en su Pasión: responde con el amor y la fuerza de la verdad.
Rezando juntos el Regina Caeli, pidamos la ayuda de María santísima a fin de que la Iglesia en todo el mundo anuncie con franqueza y valentía la Resurrección del Señor y dé de ella un testimonio válido con gestos de amor fraterno. El amor fraterno es el testimonio más cercano que podemos dar de que Jesús vive entre nosotros, que Jesús ha resucitado. Oremos de modo particular por los cristianos que sufren persecución; en este tiempo son muchos los cristianos que sufren persecución, muchos, muchos, en tantos países: recemos por ellos, con amor, desde nuestro corazón. Que sientan la presencia viva y confortante del Señor Resucitado.
Señor, sé que cuando me has pedido algo, me has dado la gracia para responder. Ayúdame a no dejar que la pereza o la irresponsabilidad me impidan cumplir tu voluntad. Tú me invitas a darme con una entrega generosa, total, radical, constante, auténtica, conquistadora y sacrificada; cuenta conmigo, Señor; con tu gracia todo es posible.
Propósito
Preferentemente en familia, hacer unos minutos de adoración ante Cristo Eucaristía.
Juan 3, 31-36. Jueves de la 2.ª semana del Tiempo de Pascua. El Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros.
En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: «El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos. El que cree en el Hijo tiene Vida eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él».
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 5, 27-33
Salmo: Sal 34(33), 2.9.17-20
Oración introductoria
Padre mío, creo en tu Hijo Jesucristo, creo en su testimonio y sé que me amas, por eso confío en que me darás tu gracia para que esta oración me lleve a crecer en la fe y en la esperanza para así poder, también, corresponder a tu amor amando a los demás.
Petición
Señor y Dios mío, que la gracia de Cristo resucitado me haga creer con una fe viva y operante.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El tiempo pascual que estamos viviendo con alegría, guiados por la liturgia de la Iglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado «sin medida» (cf. Jn 3, 34) por Jesús crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia se concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.
Pero, ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: «Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida». La primera verdad a la que nos adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es «Kyrios», Señor. Esto significa que Él es verdaderamente Dios como lo es el Padre y el Hijo, objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración y glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo, en efecto, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.
Pero quisiera detenerme sobre todo en el hecho de que el Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que madure y crezca hasta su plenitud. El hombre es como un peregrino que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva fluyente y fresca, capaz de saciar en profundidad su deseo profundo de luz, amor, belleza y paz. Todos sentimos este deseo. Y Jesús nos dona esta agua viva: esa agua es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús derrama en nuestros corazones. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante», nos dice Jesús (Jn 10, 10).
Jesús promete a la Samaritana dar un «agua viva», superabundante y para siempre, a todos aquellos que le reconozcan como el Hijo enviado del Padre para salvarnos (cf. Jn 4, 5-26; 3, 17). Jesús vino para donarnos esta «agua viva» que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, animada por Dios, nutrida por Dios. Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos precisamente esto: el cristiano es una persona que piensa y obra según Dios, según el Espíritu Santo. Pero me pregunto: y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios? ¿O nos dejamos guiar por otras muchas cosas que no son precisamente Dios? Cada uno de nosotros debe responder a esto en lo profundo de su corazón.
A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos plenamente? Nosotros sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella sacia la sed, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (5, 5). El «agua viva», el Espíritu Santo, Don del Resucitado que habita en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por ello, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y por sus frutos, que son «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como «hijos en el Hijo Unigénito». En otro pasaje de la Carta a los Romanos, que hemos recordado en otras ocasiones, san Pablo lo sintetiza con estas palabras: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues… habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos «Abba, Padre». Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con Él, seremos también glorificados con Él» (8, 14-17). Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a nuestro corazón: la vida misma de Dios, vida de auténticos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada nueva hacia los demás, cercanos y lejanos, contemplados como hermanos y hermanas en Jesús a quienes hemos de respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, ¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué nos dice el Espíritu Santo? Dice: Dios te ama. Nos dice esto. Dios te ama, Dios te quiere. Nosotros, ¿amamos de verdad a Dios y a los demás, como Jesús? Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: Dios es amor, Dios nos espera, Dios es el Padre, nos ama como verdadero papá, nos ama de verdad y esto lo dice sólo el Espíritu Santo al corazón, escuchemos al Espíritu Santo y sigamos adelante por este camino del amor, de la misericordia y del perdón. Gracias.
Rezar tres padrenuestros para que toda mi familia crezca en la fe y amor a Cristo.
Diálogo con Cristo
Jesús, gracias por el don de la fe. Ayúdame a ejercitarme en esta virtud a través de todos los acontecimientos ordinarios de la vida y a manifestar en mis palabras y obras mi fe en Ti. Porque quien ha encontrado algo verdadero, hermoso y bueno para su vida, corre a compartirlo por doquier, lo hace sin temor alguno, porque sabe que, así como ha recibido un gran regalo, recibirá también los medios para compartir este don con los demás.
Juan 3, 7-15. Martes de la 2.ª semana del Tiempo de Pascua. Es Dios quien nos llama. Es Dios quien nos convoca. Es Dios quien nos invita a formar parte de su pueblo… Y esta invitación está dirigida a todos, sin distinción, porque gracias a Su Misericordia quiere que todos nos salvemos.
En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: «No te extrañes de que te haya dicho: «Ustedes tienen que renacer de lo alto». El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu». «¿Cómo es posible todo esto?», le volvió a preguntar Nicodemo. Jesús le respondió: «¿Tú, que eres maestro en Israel, no sabes estas cosas? Te aseguro que nosotros hablamos de lo que hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si no creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo creerán cuando les hable de las cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 4, 32-37
Salmo: Sal 93(92), 1-2.5
Oración introductoria
Señor, creo en Ti. Humildemente te suplico que permitas que esta meditación me ayude a comprender que tu Palabra es mi luz y mi fortaleza, el alimento de mi alma, la fuente perenne de mi vida espiritual.
Petición
Señor, enséñame a renacer en la nueva familia de Dios: tu Iglesia.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy desearía detenerme brevemente en otro de los términos con los que el Concilio Vaticano II definió a la Iglesia: «Pueblo de Dios» (cf. const. dogm. Lumen gentium, 9; Catecismo de la Iglesia católica, 782). Y lo hago con algunas preguntas sobre las cuales cada uno podrá reflexionar.
¿Qué quiere decir ser «Pueblo de Dios»? Ante todo quiere decir que Dios no pertenece en modo propio a pueblo alguno; porque es Él quien nos llama, nos convoca, nos invita a formar parte de su pueblo, y esta invitación está dirigida a todos, sin distinción, porque la misericordia de Dios «quiere que todos se salven» (1 Tm 2, 4). A los Apóstoles y a nosotros Jesús no nos dice que formemos un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28, 19). San Pablo afirma que en el pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay judío y griego… porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Desearía decir también a quien se siente lejano de Dios y de la Iglesia, a quien es temeroso o indiferente, a quien piensa que ya no puede cambiar: el Señor te llama también a ti a formar parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor. Él nos invita a formar parte de este pueblo, pueblo de Dios.
¿Cómo se llega a ser miembros de este pueblo? No es a través del nacimiento físico, sino de un nuevo nacimiento. En el Evangelio, Jesús dice a Nicodemo que es necesario nacer de lo alto, del agua y del Espíritu para entrar en el reino de Dios (cf. Jn 3, 3-5). Somos introducidos en este pueblo a través del Bautismo, a través de la fe en Cristo, don de Dios que se debe alimentar y hacer crecer en toda nuestra vida. Preguntémonos: ¿cómo hago crecer la fe que recibí en mi Bautismo? ¿Cómo hago crecer esta fe que yo recibí y que el pueblo de Dios posee?
La otra pregunta. ¿Cuál es la ley del pueblo de Dios? Es la ley del amor, amor a Dios y amor al prójimo según el mandamiento nuevo que nos dejó el Señor (cf. Jn 13, 34). Un amor, sin embargo, que no es estéril sentimentalismo o algo vago, sino que es reconocer a Dios como único Señor de la vida y, al mismo tiempo, acoger al otro como verdadero hermano, superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas van juntas. ¡Cuánto camino debemos recorrer aún para vivir en concreto esta nueva ley, la ley del Espíritu Santo que actúa en nosotros, la ley de la caridad, del amor! Cuando vemos en los periódicos o en la televisión tantas guerras entre cristianos, pero ¿cómo puede suceder esto? En el seno del pueblo de Dios, ¡cuántas guerras! En los barrios, en los lugares de trabajo, ¡cuántas guerras por envidia y celos! Incluso en la familia misma, ¡cuántas guerras internas! Nosotros debemos pedir al Señor que nos haga comprender bien esta ley del amor. Cuán hermoso es amarnos los unos a los otros como hermanos auténticos. ¡Qué hermoso es! Hoy hagamos una cosa: tal vez todos tenemos simpatías y no simpatías; tal vez muchos de nosotros están un poco enfadados con alguien; entonces digamos al Señor: Señor, yo estoy enfadado con este o con esta; te pido por él o por ella. Rezar por aquellos con quienes estamos enfadados es un buen paso en esta ley del amor. ¿Lo hacemos? ¡Hagámoslo hoy!
¿Qué misión tiene este pueblo? La de llevar al mundo la esperanza y la salvación de Dios: ser signo del amor de Dios que llama a todos a la amistad con Él; ser levadura que hace fermentar toda la masa, sal que da sabor y preserva de la corrupción, ser una luz que ilumina. En nuestro entorno, basta con abrir un periódico —como dije—, vemos que la presencia del mal existe, que el Diablo actúa. Pero quisiera decir en voz alta: ¡Dios es más fuerte! Vosotros, ¿creéis esto: que Dios es más fuerte? Pero lo decimos juntos, lo decimos todos juntos: ¡Dios es más fuerte! Y, ¿sabéis por qué es más fuerte? Porque Él es el Señor, el único Señor. Y desearía añadir que la realidad a veces oscura, marcada por el mal, puede cambiar si nosotros, los primeros, llevamos a ella la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida. Si en un estadio —pensemos aquí en Roma en el Olímpico, o en el de San Lorenzo en Buenos Aires—, en una noche oscura, una persona enciende una luz, se vislumbra apenas; pero si los más de setenta mil espectadores encienden cada uno la propia luz, el estadio se ilumina. Hagamos que nuestra vida sea una luz de Cristo; juntos llevaremos la luz del Evangelio a toda la realidad.
¿Cuál es la finalidad de este pueblo? El fin es el Reino de Dios, iniciado en la tierra por Dios mismo y que debe ser ampliado hasta su realización, cuando venga Cristo, nuestra vida (cf. Lumen gentium, 9). El fin, entonces, es la comunión plena con el Señor, la familiaridad con el Señor, entrar en su misma vida divina, donde viviremos la alegría de su amor sin medida, un gozo pleno.
Queridos hermanos y hermanas, ser Iglesia, ser pueblo de Dios, según el gran designio de amor del Padre, quiere decir ser el fermento de Dios en esta humanidad nuestra, quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios a este mundo nuestro, que a menudo está desorientado, necesitado de tener respuestas que alienten, que donen esperanza y nuevo vigor en el camino. Que la Iglesia sea espacio de la misericordia y de la esperanza de Dios, donde cada uno se sienta acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio. Y para hacer sentir al otro acogido, amado, perdonado y alentado, la Iglesia debe tener las puertas abiertas para que todos puedan entrar. Y nosotros debemos salir por esas puertas y anunciar el Evangelio.
Audiencia General del miércoles, 12 de junio de 2013
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, por el bautismo somos ungidos en tu Espíritu. Sin embargo, la preocupación por lo material me domina con demasiada facilidad y no vivo de acuerdo a las grandes bendiciones que he recibido. Por eso confío en que esta oración me lleve a poner en primer lugar lo que Tú quieres, antes que mis planes.
Propósito
Hacer una visita a Cristo Eucaristía para renovar las promesas de mi bautismo.
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba festiva la muchedumbre de Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y cuando los fariseos le invitan a que haga callar a los niños y a los otros que lo aclaman, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.
Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Catedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana.
Reflexionemos sobre nuestra semana grande, no nos limitemos en vivirla viéndola desde la terraza.
El Jueves Santo es hermoso, pero busquemos la profundidad de las enseñanzas de Jesús, en el cuarto día de la semana.
Nos ha enseñado a conocer al Padre, a reconocerlo en las pequeñas cosas y en lo mas importante en los hermanos, en todo el genero humano, el pobre, el lisiado, el ignorante, el rico, el imprudente, el necio… Se ha valido de los ambientes mas nos repugnantes, para demostrarnos que Dios no esta en los palacios, ni en el poder, ni el dinero, esta en lo escondido, en lo perdido, en lo despreciado, ¿no serán nuestros miedos y temores?,¿no será en aquello que no queremos reconocer de nosotros mismos?, ¿en nuestro yo interior?
Él ha renunciado a los placeres de la carne y del poder, ha sido escuchado por los humildes y despreciado por los poderosos, los altaneros, aquellos que creen ser algo mas que los demás. Jesús es la controversia entre lo que debemos hacer y nuestras mas intimas anheladas ambiciones, es una lucha constante entre el bien y el mal.
Él solo busca nuestra felicidad, pero eso al hombre parece no importarle cuando sus deseos mundanos son criticados y condenados, por eso es condenado a muerte, no queremos ver la verdad, ni oírla, nuestros bajos instintos son tan poderosos como para condenar a un Dios a la muerte,
Jesús en su intenso amor y viendo como valor supremo el bien mas preciado de todo mortal, ofrece su vida al Padre por nosotros, para que conozcamos la verdad y nos apartemos del pecado.
Se deja humillar, martirizar y crucificar, demostrando la importancia del hombre para Dios, su generosa entrega es a sabiendas de ser rechazado por muchos, pero a favor de los pocos que la aceptan es una victoria conseguida.
No nos deja solos, El se queda como alimento conociendo la necesidad del hombre de su ayuda constante, nos promete el auxilio del Espíritu Santo, espíritu de verdad y vida, todo por el hombre sin el hombre.
En esos sagrarios del Jueves Santo, tan visitados,¡que solo esta!. solo vemos en ellos lo externo, las flores , las luces…, ¿y la verdadera luz que hay en su interior?, a veces podemos vislumbrar un reflejo pero no el resplandor.
El Viernes Santo muere en la cruz, nos da su vida a cambio de la nuestra, entrega espléndida y valiente, digna de un Dios, el hombre no es capaz de entregar ni una hora de su vida, es pobre de naturaleza, tendrá con el sufrimiento que aprender a amar a su Señor, y aun así no llegara a amarlo en toda su inmensidad.
Muerte, cruz, desprecio, humillación y olvido, pero es una victoria para el hombre, se abren con ello las puertas a una vida eterna, a un perdón infinito, al amor más puro conseguido tras germinar la semilla en palabra y en hechos.
El viernes santo no es dolor, es sufrimiento y pena de nosotros mismos por nuestros pecados, debe ser un camino hacia la conversión y el arrepentimiento.
¡PORQUE TÚ HAS MUERTO, SEÑOR, YO TENGO VIDA!
El Sábado Santo es el resultado lógico a una prueba de amor, es la resurrección de Cristo, su inmenso sacrificio es glorificado y nos demuestra con ello la felicidad eterna del hombre cuando se entrega a un Dios de corazón. Es la repuesta a todas las preguntas.Un Dios muere por los hombres y resucita para el hombre, para poder elevarlo al cielo con Él.
No es un final a la vida de Jesús, sino un principio para la historia de la humanidad, es una ventana abierta al aire fresco de la amistad entre su Salvador y el genero humano.
No pase un año mas la semana de pasión por nuestro lado sin dejarnos huella profunda en nuestro corazón para reconocer la extrema debilidad del hombre y su necesidad imperiosa de su Creador.
Ya vienen los nazarenos tras la cruz de guía, ya comienza la larga cola de cofrades caminando en silencio, ¿que piensan? , ¿irán rezando?, ¿meditando?
Todo un año se preparan las cofradías para salir en esa hermosa semana grande de pascua por la ciudad con su Cristo, su virgen ó ambos a la vez.
Han pasado noches enteras ensayando como llevar el paso con Jesús muerto encima, jóvenes que han dejado novias, mujeres e hijos en la casa para acudir a la llamada de Dios, Cristo les pide su ayuda para visitar la ciudad, dejando en su camino amor, desde lo alto de esa cruz mira a sus hermanos y sus amarguras, en su recorrido los hombres se estremecen al ver el sufrimiento extremo, unos se convierten y aprenden a llevar su particular cruz, otros piensan en aprovechar el tiempo, divertirse, no pensar en sus cruces personales, pero a todos les hace recapacitar, nadie queda indiferente ante ese Cristo molido a palos y crucificado.
Las calles se llenan de risas y jolgorio, pero tras ese bullicioso ambiente hay unos rezos y unos lamentos, unas peticiones de perdón, ayuda o simple gratitud. No faltan las promesas cumplidas por algún favor recibido, los devotos agradecidos ponen cadenas en sus pies desnudos, avanzando por el asfalto en la fría noche, rezando el rosario, con devoción y piedad, recordando uno a uno sus misterios de pasión, otros prefieren hacer voto de silencio durante todo el trayecto cada cual según sus fuerzas cumple con el deseo de dar gracias por los favores alcanzados.
Las señoras lucen su mantilla negra con apostura y elegancia en honor de su Señora Maria, mientras caminan tras su virgen, en sus mentes la oración de una hija, la callada fidelidad de quien se sabe querida y mimada.
Hay devoción en unos y simple espectadores otros, pero todos están ahí, al paso del cristo humillado y de la virgen llorosa.
Unos contemplan las joyas de la virgen, los bordados del palio, otros esa cara triste de dolor infinito por la muerte de su hijo, las lagrimas de cera que parecen caer de verdad, y ya no solo por el hijo muerto que va delante, sino por el espectáculo que hemos hecho de su muerte, ó por el sufrimiento de esas otras madres que atónitas miran a la virgen soberana en su esplendor de las noches de semana santa, y que les piden pos sus hijos, también ellas sufren como Maria, quizás es diferente, pero dolor, son llagas en el corazón y lagrimas en los ojos.
Maria vive año tras año el suplicio de hace 2000 años pero también ve como su muerte( de Cristo) no ha sido en vano, como dicen las escrituras» si hay un solo justo….», en las calles hay mas de un justo, cada año cristo a su paso rescata mas almas para el cielo.
El espectáculo que unos puedan ver en otros es signo de conversión y cada oveja que entra en el redil es un alma preciosa rescatada al mal.
Nació en Francia el 12 de Agosto de 1591. Huérfana a los 14 años, sintió un fuerte deseo de hacerse religiosa, pero por su delicada salud, y su débil constitución no fue admitida. Un sacerdote le dijo: «Probablemente, Nuestro Señor te ha destinado a formar un hogar».
Se casó entonces con Antonio Le Grass, secretario de la reina de Francia, María de Médicis.
Dicen sus biógrafos: «Luisa fue un modelo de esposa. Con su bondad y amabilidad logró transformar a su esposo que era duro y violento, y hasta obtuvo que en su casa todos rezaran en común las oraciones de cada día».
Dios le concedió un hijo, al cuál amó de tal manera que San Vicente le escribió diciéndole: «Jamás he visto una madre tan madre como usted».
Y en otra carta le dice el santo: «Que felicidad nos debe traer el pensar que somos hijos de Dios. Pues Nuestro Señor nos ama con afecto muchísimo más grande que el que Usted le tiene a su hijo. Y eso que yo no he visto en ninguna otra madre un amor tan grande por el propio hijo, como el que Usted tiene hacia el suyo».
A los 34 años queda viuda y entonces decide hacerse religiosa. «Ya he servido bastante tiempo al mundo, ahora me dedicaré totalmente a servir a Dios». Claro está que en la vida «mundana» que había tenido se había comportado tan sumamente bien que los que la conocieron están de acuerdo en afirmar que lo más probable es que ella no cometió ni siquiera un solo pecado mortal en toda su vida.
Esta santa mujer tuvo la dicha inmensa de tener como directores espirituales a dos santos muy famosos y extraordinariamente guías de almas: San Francisco de Sales y San Vicente de Paúl. Con San Francisco de Sales tuvo frecuentes conversaciones espirituales en París en 1618 (tres años antes de la muerte del santo) y con San Vicente de Paúl trabajó por treinta años, siendo su más fiel y perfecta discípula y servidora.
San Vicente de Paúl había fundado grupos de mujeres que se dedicaban a ayudar a los pobres, atender a los enfermos e instruir a los ignorantes. Estos grupos de caridad existían en los numerosos sitios en donde San Vicente había predicado misiones, pero sucedía que cuando el santo se alejaba los grupos disminuían su fervor y su entusiasmo. Se necesitaba alguien que los coordinara y los animara. Y esa persona providencial iba a ser Santa Luisa de Marillac.
Cuando Luisa se ofreció para coordinar y dirigir los grupos de caridad, el santo se entusiasmó y le escribió diciendo: «Vaya en nombre del Señor. Que Dios la acompañe. Que El sea su fuerza en el trabajo y su consuelo en las dificultades».
En aquellos tiempos los viajes eran muy penosos y peligrosos. Los caminos eran largos, las comidas malas, y los alojamientos incómodos. La santa tenía una constitución muy débil, pero San Vicente exclamaba: «Su salud es poca, sus tribulaciones son muchas y su actividad es infatigable. Pero sólo Dios sabe la fuerza de ánimo y de voluntad que esta mujer tiene».
Dicen sus biógrafos que Luisa recorría el país visitando las asociaciones de caridad y que levaba siempre gran cantidad de ropas y medicinas para regalar y que casi todo lo compraba con dinero que ella misma por sus propios esfuerzos había conseguido.
Apenas llegaba al lugar, reunía a las mujeres de la asociación de la caridad, les recordaba los deberes y virtudes que debían cumplir quienes formaban parte de aquella asociación, las entusiasmaba con sus recomendaciones y se esforzaba por conseguir nuevas socias. Ella misma visitaba a los enfermos e instruía a los ignorantes y repartía ayuda a los pobres, y esto lo hacía con tal entusiasmo y tan grande bondad, que cuando marchaba de ahí, quedaba todo renovado y rejuvenecido.
La familia Marillac, que ocupaba altos puestos en el gobierno, cayó en desgracia del rey Luis Trece y uno fue condenado a muerte y otros fueron a la cárcel. Luisa, aunque sufría mucho a causa de esto, no permitía que nadie hablara mal en su presencia contra el rey, y su primer ministro Richelieu que tanto los habían hecho padecer.
En 1633, el 25 de marzo, las primeras cuatro jóvenes hacen votos de pobreza, castidad y obediencia, bajo la dirección de Luisa, Así nació la más grande comunidad femenina que existe, las Hermanas Vicentinas, Hijas de la Caridad.
San Vicente les hizo este reglamento: «Por monasterio tendrán las casas de los enfermos. Por habitación una pieza arrendada. Por claustro tendrán las calles donde hay pobres que socorrer. Su límite de acción será la obediencia. Puerta y muro de defensa será el temor de ofender a Dios. El velo protector será la modestia o castidad»
En aquellos años de 1633, Francia estaba pasando por una situación dificilísima de guerras, miseria, ignorancia y abandono. Fue entonces cuando guiadas por el incansable San Vicente de Paúl, las Hijas de la Caridad se dedicaron a colaborar en todos los frentes posibles, para socorrer a los más necesitados.
Santa Luisa consiguió una casa grande y allí reunía a los pordioseros y los ponía a trabajar. Las mujeres a hilar y a coser y los hombres a hacer diversas obras manuales. Así los fue transformando en personas útiles a la sociedad. La alegría y el trabajo reinaban en aquel inmenso asilo ocupado por la mayoría de los mendigos de París. Y las Vicentinas los atendían con exquisita caridad.
Consiguió otra casa y allí recogía a los locos o enfermos mentales, y a base de una buena alimentación y de medicinas y de mucho cariño, con sus religiosas los atendía esmeradísimamente, y lograba en muchísimos casos su recuperación.
En 1655, el Arzobispado de París le concede la aprobación a la Nueva Comunidad. Y San Vicente reúne a sus religiosas y les dice: «De hoy en adelante llevarán siempre el nombre de Hijas de la Caridad. Conserven este título que es el más hermoso que puedan tener».
De Santa Luisa se puede decir lo que Fray Luis de León dijo acerca de Santa Teresa: «Para conocer cómo era su personalidad, basta conocer cómo fueron las religiosas que ella formó y las obras que escribió». Las religiosas formadas por Luisa fueron personas dedicadas con cuerpo y alma y por toda la vida a las obras de la caridad y de apostolado. Y sus escritos causan asombro al considerar de dónde sacó tiempo para escribir centenares de cartas con consejos muy prácticos y provechosos, y para resumir las numerosas conferencias que dictaba San Vicente, copiarlas y hacerlas circular, y para hacer extractos de las meditaciones y de los Retiros Espirituales que predicaba el Santo, y formar así tres volúmenes de 1,500 páginas. Y todo esto en medio de una actividad asombrosa en favor de los enfermos, mendigos e ignorantes.
Trece años antes de que ella muriera, dijo San Vicente: «La hermana Luisa, por su debilidad y agotamiento debería haber muerto hace diez años. Al verla, parece que hubiera salido de una tumba: tan débil está su cuerpo y tan pálido su rostro. Pero sin embargo, trabaja y trabaja sin dejarse vencer por el cansancio».
San Vicente no pudo asistir a su santa discípula en la hora de la muerte porque el se hallaba también muy enfermo pero le escribió una nota diciéndole: «Usted se va adelante hacia la eternidad. Pero yo la seguiré muy pronto, y nos volveremos a ver en el cielo». Y así sucedió.
El 15 de Marzo de 1660, después de sufrir una dolorosa enfermedad y la gangrena de un brazo murió santamente, dejando fundada y muy extendida la más grande comunidad de religiosas. (San Vicente murió el 27 de Septiembre de ese mismo año).
Las 33,000 religiosas vicentinas o hijas de la Caridad tienen más de 3.300 casas en el mundo. En la casa donde está sepultada su fundadora, en París, allí mismo sucedieron las apariciones de la Virgen de la Medalla Milagrosa a la vicentina Santa Catalina Labouré. Las religiosas fundadas por Santa Luisa se dedican exclusivamente a obras de caridad.
El Papa Pío XI declaró santa a Luisa de Marillac en 1934, y el san Juan XXIII la declaró Patrona de los Asistentes Sociales.