El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la «jerarquía de las verdades de fe» (DCG 43). «Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela a los hombres, los aparta del pecado y los reconcilia y une consigo» (DCG 47).
Aprender que la Santísima Trinidad está compuesta por Tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Aprender que Dios es uno y trino. Fijar este conocimiento.
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Comenzamos con la señal de la Cruz
Comenzar la catequesis haciendo la Señal de la Cruz e invitar a los niños a que también la hagan:
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
—¿Qué significa lo que acabamos de hacer?
—¿A quiénes saludamos?
Lo que acabamos de hacer es el signo de los cristianos e invocamos a la Santísima Trinidad. Podemos decir que invitamos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo que nos acompañe, que estén presentes no sólo en nuestra vida, sino también en todo lo que realizaremos. Por eso, es bueno cuando nos vamos a acostar hacer la señal de la cruz. Así les pedimos a Dios Padre, a Jesús, nuestro hermano y amigo y al Espíritu Santo, el Dios de la Unidad que velen por nosotros, que nos asista y nos guarde mientras dorminos. También cuando nos despertamos por la mañana, hacer la señal de la cruz pidiéndoles nos acompañe durante el día. De esta forma, estaremos acompañados de día y de noche por el Dios Uno y Trino.
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Explicamos la Naturaleza divina de la Santísima Trinidad: Dios es Uno y Trino
Visaulizar con los niños el siguiente vídeo de Gloria Televisión sobre la Santísima Trinidad.
—A ver, ¿qué significa decir que Dios es Uno y Trino?
El misterio de la Santísima Trinidad nos enseña que en Dios hay Tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; pero que las tres tienen una misma Naturaleza divina, y en consecuencia son un sólo Dios. Esto es un misterio. Un Misterio que nadie puede penetrar. En el Nuevo Testamento se nos enseña de manera precisa este misterio (Mateo 3,16-17; Mateo 28,19).
Tenemos algunos deberes para con la Santísima Trinidad: Debemos:
a) Rendirle nuestros homenajes de adoración;
b) Agradecerle los inmensos beneficios de la Creación, Encarnación y Redención;
c) Encomendarnos a las Tres Divinas Personas, fuente de luz, esperanza y amor para el cristiano.
Cuando pensemos en Dios, pensemos que en Dios hay Tres Personas. No son tres dioses. Es un sólo Dios. Las Tres Personas son en todo iguales. Iguales en poder, en sabiduría, en inteligencia. Las Tres Personas son infinitas. El Padre es Dios, el Hijo es Dios y El Espíritu Santo es Dios. Nadie puede comprender por qué un sólo Dios tiene Tres Personas. Esto es un misterio. A este misterio se le conoce como misterio de la Santísima Trinidad.
La primera Persona es el Padre; la segunda es el Hijo y la tercera el Espíritu Santo. Debemos decir siempre con devoción: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén».
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¿Queréis «ver» la Santísima Trinidad?
Utilizar esa sencilla y muy visual explicación de la Santísima Trinidad para repasar y fijar conocimientos. Para ello necesitamos una jarra llena de agua (el equivalente a tres vasos) y tres vasos vacíos. Les explicamos a los niños que la jarra llena de agua representa a Dios y que al separarlos en tres partes IGUALES tendremos a las tres Personas de la Santísima Trinidad: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Tambien explicamos que los tres pueden obrar juntos o separados pero siempre están unidos.
Volvemos a llenar la jarra con los vasos y hacemos las siguientes preguntas:
– ¿Véis algún límite en la jarra?
– ¿Véis dónde empieza y acaba cada Persona de la SantísimaTrinidad?
– ¿Quién es quién?
Pues así es la Santísima Trinidad, una unión de puro amor.
Nota: repetir este sencillo ejercicio tantas veces como estiméis conveniente.
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¡Vamos a pintar la Santísima Trinidad!
Finalmente terminamos la dinámica y la catequesis ofreciendo esta serie de dibujos de Fano sobre la Santísima Trinidad. Que cada niño escoja el que quiera y lo coloree.
Si es necesario, también podéis imprimir el original para que los niños tengan una referencia.
Podéis acceder a las imágenes en tamaño grande pulsando sobre el título o sobre la imagen.
Si sobra tiempo, se pueden crear murales con una cartulina y tres dibujos. En la cartulina sería muy apropiado escribir el versículo de las Sagradas Escrituras más característico sobre la Santísima Trinidad.
Dijo Jesús a sus discípulos: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo».
Mateo 28, 18-20
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Catequesis adaptada a partir de los siguientes originales:
El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la «jerarquía de las verdades de fe» (DCG 43). «Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela a los hombres, los aparta del pecado y los reconcilia y une consigo» (DCG 47).
El Misterio de la Santísima Trinidad revela a un sólo Dios en tres Personas distintas. Es el misterio central de la fe y de la vida cristiana, pues es el misterio de Dios en Sí mismo.
Los apóstoles fueron los primeros en entender esta verdad de fe. Después de la Resurrección, comprendieron que Jesús era el Salvador enviado por el Padre y cuando experimentaron la acción del Espíritu Santo dentro de sus corazones en Pentecostés, comprendieron que el único Dios era Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Los católicos creemos que la Trinidad es Una. No creemos en tres dioses, sino en un sólo Dios en tres Personas distintas. Cada una de las tres Personas es enteramente Dios.
Padre, Hijo y Espíritu Santo tienen la misma naturaleza, la misma divinidad, la misma eternidad, el mismo poder, la misma perfección; son un sólo Dios. Cada una de las Personas de la SantísimaTrinidad está totalmente contenida en las otras dos, pues hay una comuniónperfecta entre ellas.
La Trinidad pone su morada en nosotros el día del Bautismo,cuando el sacerdote dice: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
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¿Que es la Santísima Trinidad? – Gustavo Sánchez Rojas, Doctor en Teología
Breve explicación del Dr. Gustavo Sánchez Rojas, Doctor en Teología y profesor de Teología Dogmática en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima y en la Universidad Marcelino Champagnat. Entre sus numerosas obras se puede mencionar Jesucristo Reconciliador, La reconciliación por Jesucristo en La Ciudad de Dios de San Agustín.
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La Santísima Trinidad – Reflexiones de San Agustín
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La Santa Misa de la Solemnidad de la Santísima Trinidad – Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe
Cuando se piensa en la Trinidad, por lo general viene a la mente el aspecto del misterio: son tres y son uno, un solo Dios en tres Personas. En realidad, Dios en su grandeza no puede menos de ser un misterio para nosotros y, sin embargo, él se ha revelado: podemos conocerlo en su Hijo, y así también conocer al Padre y al Espíritu Santo.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno, porque Dios es amor, y el amor es la fuerza vivificante absoluta, la unidad creada por el amor es más unidad que una unidad meramente física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo recibe todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de este amor recíproco del Padre y del Hijo.
I «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
232 Los cristianos son bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Antes responden «Creo» a la triple pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: Fides omnium christianorum in Trinitate consistit («La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad») (San Cesáreo de Arlés, Expositio symboli [sermo 9]: CCL 103, 48).
233 Los cristianos son bautizados en «el nombre» del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en «los nombres» de éstos (cf. Virgilio, Professio fidei (552): DS 415), pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.
234 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la «jerarquía de las verdades de fe» (DCG 43). «Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela a los hombres, los aparta del pecado y los reconcilia y une consigo» (DCG 47).
235 En este párrafo, se expondrá brevemente de qué manera es revelado el misterio de la Bienaventurada Trinidad (I), cómo la Iglesia ha formulado la doctrina de la fe sobre este misterio (II), y finalmente cómo, por las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, Dios Padre realiza su «designio amoroso» de creación, de redención, y de santificación (III).
236 Los Padres de la Iglesia distinguen entre la Theologia y la Oikonomia, designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la Oikonomia nos es revelada la Theologia; pero inversamente, es la Theologia, la que esclarece toda la Oikonomia. Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas. La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.
237 La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los misterios escondidos en Dios, «que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto» (Concilio Vaticano I: DS 3015). Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.
II La revelación de Dios como Trinidad
El Padre revelado por el Hijo
238 La invocación de Dios como «Padre» es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como «padre de los dioses y de los hombres». En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la Alianza y del don de la Ley a Israel, su «primogénito» (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente «el Padre de los pobres», del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).
239 Al designar a Dios con el nombre de «Padre», el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.
240 Jesús ha revelado que Dios es «Padre» en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).
241 Por eso los Apóstoles confiesan a Jesús como «el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios» (Jn 1,1), como «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15), como «el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia» Hb 1,3).
242 Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer Concilio Ecuménico de Nicea que el Hijo es «consubstancial» al Padre (Símbolo Niceno: DS 125), es decir, un solo Dios con él. El segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó «al Hijo Único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150).
El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu
243 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de «otro Paráclito» (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y «por los profetas» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150), estará ahora junto a los discípulos y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos «hasta la verdad completa» (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.
244 El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de la Santa Trinidad.
245 La fe apostólica relativa al Espíritu fue proclamada por el segundo Concilio Ecuménico en el año 381 en Constantinopla: «Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre» (DS 150). La Iglesia reconoce así al Padre como «la fuente y el origen de toda la divinidad» (Concilio de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: «El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza […] por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del Hijo» (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: «Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS 150).
246 La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu «procede del Padre y del Hijo (Filioque)». El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: «El Espíritu Santo […] tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración […]. Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único al engendrarlo a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente» (DS 1300-1301).
247 La afirmación del Filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa san León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (cf. Quam laudabilitier: DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.
248 La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como «salido del Padre» (Jn 15,26), esa tradición afirma que éste procede del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice «de manera legítima y razonable» (Concilio de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que «principio sin principio» (Concilio de Florencia 1442: DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Único, sea con él «el único principio de que procede el Espíritu Santo» (Concilio de Lyon II, año 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.
III La Santísima Trinidad en la doctrina de la fe
La formación del dogma trinitario
249 La verdad revelada de la Santísima Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del Bautismo. Encuentra su expresión en la regla de la fe bautismal, formulada en la predicación, la catequesis y la oración de la Iglesia. Estas formulaciones se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en la liturgia eucarística: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Co 13,13; cf. 1 Co 12,4-6; Ef 4,4-6).
250 Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los Concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.
251 Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico: «substancia», «persona» o «hipóstasis», «relación», etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante un Misterio inefable, «infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 2).
252 La Iglesia utiliza el término «substancia» (traducido a veces también por «esencia» o por «naturaleza») para designar el ser divino en su unidad; el término «persona» o «hipóstasis» para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término «relación» para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros.
El dogma de la Santísima Trinidad
253 La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: «la Trinidad consubstancial» (Concilio de Constantinopla II, año 553: DS 421). Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: «El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza» (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 530). «Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina» (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS 804).
254 Las Personas divinas son realmente distintas entre sí. «Dios es único pero no solitario» (Fides Damasi: DS 71). «Padre», «Hijo», Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: «El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo» (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 530). Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: «El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede» (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS 804). La Unidad divina es Trina.
255 Las Personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las Personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: «En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres Personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia» (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 528). En efecto, «en Dios todo es uno, excepto lo que comporta relaciones opuestas» (Concilio de Florencia, año 1442: DS 1330). «A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo» (Concilio de Florencia, año 1442: DS 1331).
256 A los catecúmenos de Constantinopla, san Gregorio Nacianceno, llamado también «el Teólogo», confía este resumen de la fe trinitaria:
«Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje […] Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero[…] Dios los Tres considerados en conjunto […] No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo…(Orationes, 40,41: PG 36,417).
IV Las obras divinas y las misiones trinitarias
257 O lux beata Trinitas et principalis Unitas! («¡Oh Trinidad, luz bienaventurada y unidad esencial!») (LH, himno de vísperas «O lux beata Trinitas»). Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el «designio benevolente» (Ef 1,9) que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, «predestinándonos a la adopción filial en Él» (Ef 1,4-5), es decir, «a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8,29) gracias al «Espíritu de adopción filial» (Rm 8,15). Este designio es una «gracia dada antes de todos los siglos» (2 Tm 1,9-10), nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia (cf. AG 2-9).
258 Toda la economía divina es la obra común de las tres Personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (cf. Concilio de Constantinopla II, año 553: DS 421). «El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio» (Concilio de Florencia, año 1442: DS 1331). Sin embargo, cada Persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento (cf. 1 Co 8,6): «Uno es Dios […] y Padre de quien proceden todas las cosas, Uno el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y Uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas (Concilio de Constantinopla II: DS 421). Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas.
259 Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las Personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6,44) y el Espíritu lo mueve (cf. Rm 8,14).
260 El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama —dice el Señor— guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).
«Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora» (Beata Isabel de la Trinidad, Oración)
Resumen
261 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
262 La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es «de la misma naturaleza que el Padre», es decir, que es en Él y con Él el mismo y único Dios.
263 La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo (cf. Jn 14,26) y por el Hijo «de junto al Padre» (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios único. «Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria».
264 «El Espíritu Santo procede principalmente del Padre, y por concesión del Padre, sin intervalo de tiempo procede de los dos como de un principio común» (S. Agustín, De Trinitate, 15,26,47).
265 Por la gracia del bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19) somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna (cf. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios 9).
266 «La fe católica es ésta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las Personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad» (Símbolo «Quicumque»: DS, 75).
267 Las Personas divinas, inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.
«Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom 8,14), nos exhorta el apóstol san Pablo. El Espíritu Santo no puede ser el «gran desconocido». Como dice san Pablo: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado» (Rom 5,5). Él es el agente principal de la vida espiritual, quien promueve la vida teologal —vida en fe, esperanza y caridad— que nos une más íntimamente a Cristo y nos ayuda a realizar en nuestra vida la voluntad del Padre.
El Espíritu derrama en nosotros sus dones, como «un manantial de agua», que satisface nuestra sed. Estamos llamados a acogerlos como gracia de Dios y vivirlos como un compromiso de caminar hacia la santidad. A la luz de los siete dones del Espíritu Santo, vamos a revisar nuestra vida matrimonial y familiar.
Sabiduría
No se trata de erudición sino de «saborear la grandeza infinita de Dios, su amor que sobrepasa todo poder». Se trata más de una «experiencia del amor de Dios» que de un repetir conocimientos: ¡Dios me conoce y me ama! ¡Quiero conocerle más para amarle más!
¿Vivimos nuestro matrimonio como «sacramento» del amor de Dios? ¿Damos gracias, llenos de gozo, por nuestro matrimonio?
¿La experiencia de nuestro amor de esposos y padres es una escuela para nuestros hijos? ¿Qué podemos mejorar?
Entendimiento
Es «la penetración de los misterios de la vida: saber ver el sentido del correr de las cosas, el porqué profundo de lo que acontece». Para el creyente no existe el azar sino la providencia: Dios que se revela en los acontecimientos. ¡Dios no se olvida de mí!
¿Vivimos la vida ante la presencia providente de Dios y le dejamos actuar en nuestra vida? ¿Aceptamos, también, lo que nos incomoda?
¿Sabemos trasmitir a nuestros hijos un sentimiento providente de «confianza en Dios»? Él quiere a nuestros hijos como Padre.
Consejo
Hace referencia a la prudencia del sabio, que «sabe hablar y callar a tiempo», actuar con prudencia y ser consecuente con los consejos: ¡que nuestros consejos sean fruto de lo que vivimos!
¿Sabemos dentro del matrimonio darnos consejos con humildad y delicadeza, sin pasar la factura del «ya te lo dije yo» sino con la dulzura del «intentémoslo de nuevo y mejor»?
¿Somos buenos pedagogos y aconsejamos sin agobiar? ¿«proponemos más que imponemos» y si mandamos, también razonamos con nuestros hijos «con dulzura y firmeza»?
Fortaleza
Permanecer firme y fundamentado ante la adversidad y la duda; la fortaleza requiere el sólido pedestal de la fe. La fortaleza no es rigidez, sino una honda fundamentación para afrontar los lógicos vaivenes y crisis.
La fidelidad requiere la fortaleza en el amor, también en la adversidad ¿leemos las adversidades: enfermedad, paso del tiempo, vejez de los padres (somos menos jóvenes), dificultades con los hijos… a la luz del amor providente de Dios y las afrontamos desde la firmeza de nuestro compromiso de esposos —los dos— y padres?
¿Educamos a los hijos en la virtud de la fortaleza: reafirmando la alegría de la fe y razonando la firmeza en las convicciones, aunque se nade contracorriente?
Ciencia
La humildad de descubrir en el poder del hombre el infinito poder de Dios; saber que la creación está al servicio de la persona, imagen de Dios.
¿Sabemos, como esposos, compartir nuestras habilidades y dones? ¿Nos seguimos formando y deseamos progresar? ¿«Nos damos» y damos al otro lo mejor que tenemos?
¿Acompañamos los estudios de nuestros hijos y le trasmitimos no sólo la importancia de tener una profesión o un futuro asegurado sino la grandeza de vivir una vocación al servicio de un mundo mejor?
Piedad
Es un amor «reverencial y contemplativo» por nuestro Padre Dios, que provoca un inmenso amor por sus criaturas.
¿Se manifiesta este amor piadoso y reverencial por Dios en nuestro matrimonio: siendo respetuosos, valorándonos mutuamente, felicitándonos por el bien del otro?
¿Trasmitimos a los hijos esta piedad que se hace reverencia, admiración por la grandeza de Dios y a la vez cuidado por todas sus criaturas: respeto a la vida, amor a la naturaleza…?
Temor de Dios
No es «miedo» sino descubrir nuestra finitud y la grandeza de Dios; solo Dios es Absoluto: un absoluto poder para amar; y nosotros solo criaturas: nos parecemos a él cuando amamos.
¿Vivimos el «temor de Dios» como la admiración por su infinito poder y providencia por todo, que impide que nos constituyamos nosotros en «pequeños ídolos» que quieren dominar al otro?
Educar en el amor es más exigente que amenazar con el temor ¿sabemos trasmitir a nuestro hijos un «sano temor de Dios», que acrecienta el amor reverencial por Él y se traduce en un trato amable y respetuoso con todos?
Con María la Madre del Señor
Nos dice el Libro de los Hechos que el día de Pentecostés «estaban reunidos con María, la Madre del Señor» (Cf. Hch 1, 14. 2, 1-11). Ella, la Madre de Jesús el Hijo de Dios, es también la Madre de Pentecostés: cobijó bajo su manto maternal los primeros miedos de la Iglesia joven y alentó sus primeros pasos misioneros. Ella, que es nuestra Madre, nos ofrece a su Hijo y nos acompaña, como a los primeros discípulos, en la acogida del Espíritu Santo, para caminar como cristianos adultos, dispuestos a dar testimonio valiente de nuestra fe. Ante un embajador con tales dones, también nosotros exclamamos: ¡Espíritu Santo, ven!
* * *
Alfonso Crespo
Artículo original en el portal web de la Diócesis de Málaga (España)
[…] los discípulos «regresaron a Jerusalén llenos de alegría. El don que Jesús les había dado —explicó el Papa— no era una cierta nostalgia», sino «alegría», que llena desde dentro, que es «como una unción del Espíritu», que «se encuentra en la seguridad de que Jesús está con nosotros y con el Padre». La alegría es una virtud de los grandes, «de aquellos grandes que —precisó el Santo Padre— están por encima de las mezquindades, de las pequeñeces humanas, que no se involucran en las pequeñas cosas internas de la comunidad, de la Iglesia; miran siempre hacia el horizonte». Y la alegría es una virtud del camino. «San Agustín decía: ¡Canta y camina!», recordó el Papa. «El cristiano canta con alegría y camina, y lleva esta alegría», aunque «se encuentra también algunas veces escondida en la cruz»; «pero canta y camina», «sabe alabar a Dios como los apóstoles después de la Ascensión de Jesús».
Anoche soñé que estaba en el campo, jugando con mis primos a elevar volantines y a trepar por todos lados. Agotados de tanto correr y brincar, nos tendimos sobre el pasto verde y nos pusimos a observar los pájaros que volaban sobre nuestras cabezas. De repente sentí que mi corazón que latía muy rápido se transformaba en un nido, en un nido tibio, suave y mullido. «Mi corazón se quedó quieto, muy quieto» exclamaba yo sorprendido. «Mi corazón se quedó quieto, paró de latir y se convirtió en un nido; tiene forma de nido, tiene color de nido, tiene tamaño de nido y está esperando a que un pajarito venga a vivir en él».
¿Era yo un árbol acaso? ¿Era yo un niño? ¿Por qué en vez de corazón tenía yo un nido? En ese momento me asusté mucho porque yo quería seguir siendo niño, no árbol. Estaba a punto de llorar cuando de repente sentí que a mi nido llegaba una palomita blanca, blanca como la nieve y muy linda.
—«¿De dónde vienes tú?» —le pregunté todavía un poco asustado. Y curiosamente la paloma me respondió con una voz muy suave y amable:
—«Vengo del cielo a vivir contigo, siempre que tú me invites a quedarme en tu corazón». Y yo, muy afligido y confundido le contesté:
—«Es que ahora en vez de corazón, tengo un nido». Pareció que no le importaba mucho lo que le dije.
Y continué: —«En realidad, pensándolo bien para ti que eres un pájaro resulta mejor un nido que un corazón ¿verdad?».
—«La verdad es que para mí resulta bien un corazón o un nido. La cosa es que aceptes que yo me instale a vivir contigo», me contestó la paloma.
—«Por supuesto que me gustaría que te quedaras conmigo para siempre, serías mi amiga y mi compañera, irías conmigo a todas partes, podríamos conversar en cualquier momento. Como vienes del cielo me aconsejarías cómo hacer las cosas bien y yo me podría convertir en un niño alegre, servicial, cariñoso, obediente, solidario y amable. Mis papás y mis profes estarían contentos conmigo y yo más contento con ellos».
—«A todo esto no te he dicho mi nombre. Me llamo Felipe y tú ¿tienes nombre?» le pregunté curioso.
—«Yo soy el Espíritu Santo, enviado por el Padre y tu amigo Jesús para que viviendo conmigo no te olvides jamás de ellos».
En ese mismo momento desperté bruscamente y recordé la clase de ese día en que la tía nos había hablado de Pentecostés. No lo puedo explicar pero luego de despertar sentí una alegría inmensa y una paz increíble en mi corazón. Me sentía un niño bueno, bueno y feliz
¿Será que el Espíritu Santo nos transforma por dentro y nos hace ser buenas personas?
¡Oh Espíritu Santo!, llena de nuevo mi alma con la abundancia de tus dones y frutos. Haz que yo sepa, con el don de Sabiduría, tener este gusto por las cosas de Dios que me haga apartar de las terrenas.
Que sepa, con el don del Entendimiento, ver con fe viva la importancia y la belleza de la verdad cristiana.
Que, con el don del Consejo, ponga los medios más conducentes para santificarme, perseverar y salvarme.
Que el don de Fortaleza me haga vencer todos los obstáculos en la confesión de la fe y en el camino de la salvación.
Que sepa con el don de Ciencia, discernir claramente entre el bien y el mal, lo falso de lo verdadero, descubriendo los engaños del demonio, del mundo y del pecado.
Que, con el don de Piedad, ame a Dios como Padre, le sirva con fervorosa devoción y sea misericordioso con el prójimo.
Finalmente, que, con el don de Temor de Dios, tenga el mayor respeto y veneración por los mandamientos de Dios, cuidando de no ofenderle jamás con el pecado.
Lléname, sobre todo, de tu amor divino; que sea el móvil de toda mi vida espiritual; que, lleno de unción, sepa enseñar y hacer entender, al menos con mi ejemplo, la belleza de tu doctrina, la bondad de tus preceptos y la dulzura de tu amor. Amén.
Oración al Espíritu Santo para pedir sus dones
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Jesús nos invita a recibir al Espíritu Santo
Objetivo específico de la dinámica
Comprender que el amor de Dios no tiene límites, nos envió al Espíritu Santo para que sea nuestra fuerza y ayuda constante.
Ambientación
Con una cartulina, crear un cartel con el siguiente dibujo (al que podéis acceder para su impresión pulsando sobre el enlace o sobre la imagen):
1.- Saludo
Queridos niños: Jesús nos regala su paz que produce siempre alegría y nos promete su ayuda con la presencia del Espíritu Santo. Verdaderamente, el amor de Jesús no tiene comparación.
2.- Oración
(Catequista) Vamos a repetir todos, dos estrofas de un Himno muy antiguo de la Iglesia:
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo,
Padre amoroso del pobre,
don, en tus dones espléndido,
luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito,
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Amén.
3.- Revisión de compromiso
El catequista revisa con los niños el compromiso que hayan adoptado en catequesis anteriores y realiza breves comentarios y algunas preguntas sobre el tema.
4.- Actividad
A cada niño se le entrega una lámina con uno de los dones del Espíritu Santo: SABIDURÍA, ENTENDIMIENTO, CONSEJO, CIENCIA, PIEDAD, TEMOR DE DIOS, FORTALEZA. Cada niño deberá colorear la lámina como guste y cuando termine, entregará el dibujo al catequista.
Podéis acceder a las láminas para imprimir pulsando sobre los títulos o sobre las imágenes.
Se invita a los niños a escuchar el mensaje de la Palabra de Dios en Juan 20, 19-23.
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar».
Jn 20, 19-23
6.- Diálogo con el catequista
– ¿Cuál es el saludo de Jesús resucitado?
– Jesús, después de saludar, ¿a quién dice que recibamos?
– ¿Qué hace el Espíritu Santo en la Iglesia?
7.- Reflexión del catequista
Jesús dice a los discípulos que reciban al Espíritu Santo, después de saludarlos deseándoles la paz. El Espíritu Santo es una nueva presencia de Jesús en medio de su Iglesia, en medio de nosotros. Él es quien nos da ánimos y fortaleza ante las dificultades, ante las tentaciones. Él nos ayuda a buscar a Dios como lo más importante en nuestras vidas. Él nos une en comunidad haciéndonos superar las enemistades, las envidias, las categorías entre unos y otros. Él nos ilumina para entender la Palabra de Dios y comprender los porqués de los acontecimientos en nuestra vida y en la de los demás. Él nos da sus dones y nos regala sus frutos: paz, alegría, amor, paciencia, bondad, comprensión, castidad, fidelidad, mansedumbre…
8.- Celebración
Colocados de pie y formando un círculo, el catequista explica que el Espíritu Santo nos enseña también a compartir y que, por eso, entregará a cada niño un don que no es el suyo (se les da a los niños una lámina diferente a la que pintaron); así nos daremos cuenta que hemos recibido un don, el don que el Espíritu Santo ha querido. Teniendo cada niña la lámina en sus manos, daremos las gracias por el DON recibido.
9.- Compromiso
– Colocar «mi DON» en lugar visible de mi habitación.
– Dar las gracias al Espíritu Santo por todo su amor en la oración antes de acostarme.
– Hacer alguna tarjeta o algunas tarjetas en que se diga, (por ejemplo: El Espíritu Santo te ayuda) para dársela a algún compañero que está triste o a otra persona a quien creemos le puede hacer bien nuestro mensaje.
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Hemos realizado una adaptación de la dinámica original que crearon sus autores de Infancia Misionera. Podéis ver la dinámica original en el portal web de Mercaba: Pentecostés para niños.
Me alegra celebrar con vosotros esta santa misa, animada hoy también por el coro de la Academia de Santa Cecilia y por la orquesta juvenil —a la que doy las gracias— en la solemnidad de Pentecostés. Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia; es un acontecimiento que le dio, por decirlo así, la forma inicial y el impulso para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre son válidos, siempre son actuales, y se renuevan de modo especial mediante las acciones litúrgicas. Esta mañana quiero reflexionar sobre un aspecto esencial del misterio de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia. Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más cercanos los unos a los otros gracias al desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre las personas a menudo es superficial y difícil. Persisten desequilibrios que con frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada vez más complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos diarios en los que nos parece que los hombres se están volviendo más agresivos y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere buscar el propio yo, los propios intereses. En esta situación, ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir la unidad que tanto necesitamos?
La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11), contiene en el fondo uno de los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia de la construcción de la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9). Pero, ¿qué es Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que pensaron que ya no necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran tan fuertes que podían construir por sí mismos un camino que llevara al cielo para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en esta situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de que estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.
Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia, y también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano mismo. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad que hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos? ¿No parece insinuarse entre los hombres un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para los otros? Volvemos, por tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?
Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que sucedió en Pentecostés. Esa mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El miedo desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división e indiferencia, nacieron unidad y comprensión.
Pero veamos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse mutuamente. El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.
La contraposición entre Babel y Pentecostés aparece también en la segunda lectura, donde el Apóstol dice: «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Ga 5, 16). San Pablo nos explica que nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división, entre los impulsos que provienen de la carne y los que proceden del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos. Efectivamente, no podemos ser al mismo tiempo egoístas y generosos, seguir la tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo lo podemos hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo —como hemos escuchado— enumera las obras de la carne: son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, celos, disensiones; son pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que lleva a perder la propia vida. En cambio, el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de una vida divina que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz» (Ga 5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras que usa el singular para definir la acción del Espíritu; habla de «fruto», precisamente como a la dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés.
Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos pedir al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y a acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio de san Lucas nos dice que Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni Sancte Spiritus!», «¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!». Amén.
Un niño pequeño quería conocer a Dios e intuía que iba a ser un largo viaje hasta llegar a Su hogar, así que metió en la mochila varios pastelillos y refrescos.
Con paso alegre se puso en marcha y cuando había caminado alrededor de medio kilómetro se encontró con una mujer anciana que estaba sentada en el parque, sola, contemplando algunas palomas.
El niño se sentó junto a ella, abrió su mochila y tomó un refresco; entonces se dio cuenta de que la anciana parecía hambrienta, así que le ofreció un pastelillo. Ella, agradecida, aceptó el pastelillo y sonrió al niño. Su sonrisa era muy bella, tanto que el niño quería verla de nuevo, así que le ofreció un refresco. De nuevo ella le sonrió. ¡El niño estaba encantado!
El niño se quedó toda la tarde comiendo y sonriendo, pero ninguno de los dos dijo nunca una sola palabra. Mientras tanto, el día iba acabando y empezaba a oscurecer, el niño se percató de lo cansado que estaba y se levantó para irse, pero antes de seguir sobre sus pasos, se volvió hacia atrás, corrió hacia la anciana y le dio un abrazo. Ella, después de abrazarlo le dio la más grande sonrisa de su vida.
Cuando el niño llegó a su casa, abrió la puerta y se encontró con su madre, quien estaba sorprendida por su cara de felicidad. Entonces le preguntó:
—Hijo, ¿qué hiciste hoy que te hizo tan feliz?
El niño contestó:
—¡Hoy merendé con Dios!
Y antes de que su madre contestara algo, añadió:
—¿Y sabes qué? ¡Tiene la sonrisa más hermosa que he visto!
Mientras tanto, la anciana, también radiante de felicidad, regresó a su casa. Su hijo se quedó sorprendido por la expresión de paz en su cara, y le preguntó:
—Mamá, ¿qué hiciste hoy que te ha puesto tan feliz?
La anciana contestó:
—¡Merendé con Dios en el parque!
Y antes de que su hijo respondiera, añadió:
—¿Y sabes qué? ¡Es más joven de lo que pensaba!
* * *
El valor de compartir: anécdota de santa Teresa de Calcuta
En una ocasión, por la tarde, un hombre vino a nuestra casa, para contarnos el caso de una familia hindú de ocho hijos. No habían comido desde hacía ya varios días. Nos pedía que hiciéramos algo por ellos. De modo que tomé algo de arroz y me fui a verlos.
Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando regresó le pregunté qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me respondió: «Ellos también tienen hambre».
Sabía que los vecinos de la puerta de al lado, musulmanes, tenían hambre. Quedé más sorprendida de su preocupación por los demás que por la acción en sí misma.
En general, cuando sufrimos y cuando nos encontramos en una grave necesidad no pensamos en los demás. Por el contrario, esta mujer maravillosa, débil, pues no había comido desde hacía varios días, había tenido el valor de amar y de dar a los demás, tenía el valor de compartir.
Frecuentemente me preguntan cuándo terminará el hambre en el mundo. Yo respondo: Cuando aprendamos a compartir». Cuanto más tenemos, menos damos. Cuanto menos tenemos, más podemos dar.