Evangelio del día: Cuando parece que Dios desoye nuestras plegarias

Evangelio del día: Cuando parece que Dios desoye nuestras plegarias

Mateo 15, 21-28. Vigésimo domingo del Tiempo Ordinario. También nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a tener confianza y gritar asimismo a Jesús: «¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!».

Jesús partió de allí y se retiró al país de Tiro y de Sidón. Entonces una mujer cananea, que procedía de esa región, comenzó a gritar: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio». Pero él no le respondió nada. Sus discípulos se acercaron y le pidieron: «Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos». Jesús respondió: «Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel». Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: «¡Señor, socórreme!». Jesús le dijo: «No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros». Ella respondió: «¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!». Entonces Jesús le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!». Y en ese momento su hija quedó curada.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 56, 1.6-7

Salmo: Sal 67(66), 2-3.5.6.8

Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 11, 13-15.29-32

Oración introductoria

Mi fe, frente a las dificultades, se debilita, cuando debería crecer. Humildemente recurro a ti, Señor y Padre mío, suplicando la intercesión de san José, para que esta oración me ayude a aumentar mi fe, acrecentar mi esperanza y, sobre todo, sea el medio para crecer en mi caridad, en mi amor a Ti y a los demás.

Petición

¡Señor, hazme un testigo fiel de mi fe!

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

El pasaje evangélico de este domingo comienza con la indicación de la región a donde Jesús se estaba retirando: Tiro y Sidón, al noroeste de Galilea, tierra pagana. Allí se encuentra con una mujer cananea, que se dirige a él pidiéndole que cure a su hija atormentada por un demonio (cf. Mt 15, 22). Ya en esta petición podemos descubrir un inicio del camino de fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza. La mujer no tiene miedo de gritar a Jesús: «Ten compasión de mí», una expresión recurrente en los Salmos (cf. 50, 1); lo llama «Señor» e «Hijo de David» (cf. Mt 15, 22), manifestando así una firme esperanza de ser escuchada. ¿Cuál es la actitud del Señor frente a este grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer desconcertante el silencio de Jesús, hasta el punto de que suscita la intervención de los discípulos, pero no se trata de insensibilidad ante el dolor de aquella mujer. San Agustín comenta con razón: «Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para inflamar su deseo» (Sermo 77, 1: PL 38, 483). El aparente desinterés de Jesús, que dice: «Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel» (v. 24), no desalienta a la cananea, que insiste: «¡Señor, ayúdame!» (v. 25). E incluso cuando recibe una respuesta que parece cerrar toda esperanza —«No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (v. 26)—, no desiste. No quiere quitar nada a nadie: en su sencillez y humildad le basta poco, le bastan las migajas, le basta sólo una mirada, una buena palabra del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por una respuesta de fe tan grande y le dice: «Que se cumpla lo que deseas» (v. 28).

Queridos amigos, también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar asimismo a Jesús: «¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!». Es el camino que Jesús pidió que recorrieran sus discípulos, la cananea y los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, cada uno de nosotros. La fe nos abre a conocer y acoger la identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como fuente de vida, para vivir una relación personal con él. El conocimiento de la fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino, y en definitiva es un don de Dios, que se revela a nosotros no como una cosa abstracta, sin rostro y sin nombre; la fe responde, más bien, a una Persona, que quiere entrar en una relación de amor profundo con nosotros y comprometer toda nuestra vida. Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día debe vernos pasar del hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la acción de Dios, al hombre espiritual (cf. 1 Co 2, 13-14), que se deja interpelar por la Palabra del Señor y abre su propia vida a su Amor.

Queridos hermanos y hermanas, alimentemos por tanto cada día nuestra fe, con la escucha profunda de la Palabra de Dios, con la celebración de los sacramentos, con la oración personal como «grito» dirigido a él y con la caridad hacia el prójimo. Invoquemos la intercesión de la Virgen María, a la que mañana contemplaremos en su gloriosa asunción al cielo en alma y cuerpo, para que nos ayude a anunciar y testimoniar con la vida la alegría de haber encontrado al Señor.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del dominto, 14 de agosto de 2011

Propósito

En las dificultades de este día, hacer un acto de fe y pedir con confianza la ayuda de Dios.

Diálogo con Cristo

Señor, sólo con la fe, la humildad, la confianza y la perseverancia en nuestra oración, a pesar de todas las dificultades como la mujer cananea es como penetramos hasta el corazón de Dios y sólo así es como escuchas nuestras plegarias.

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Evangelio en Evangelio del día

Suema, la esclava negra

Suema, la esclava negra

Suema pertenecía a una tribu situada al este del Niassa, uno de los lagos del interior del África. En su niñez vivía feliz con sus padres y hermanos, cuando, un día, vio caer a su padre en las garras de un león que le arrastró a la selva. La madre de Suema quedó viuda, y huyó de allí con sus hijos y con la miseria, que desde entonces no dejó de perseguirla. Los hermanos de Suema murieron, y ella quedó a su madre como único consuelo, viviendo juntas en una choza miserable.

Un día llegaron unos negreros con objeto de dar una batida por el país, y , hallándolas sin defensa, se apoderaron de la niña y de la madre. Nada más cruel e inhumano que una caravana de esclavos. Se les ata una larga cadena que llevan al cuello, y así se les hace marchar durante días enteros a través del desierto, sin tregua ni descanso, cargados con fardos pesadísimos; y si llegan a acortar el paso, rendidos por la fatiga y las privaciones, sus feroces guardianes les hacen acelerar la carrera a latigazos. Las víctimas de tantas maldades perecen en número considerable. Los sobrevivientes llegan a un estado lastimoso.

La madre de Suema pronto fue incapaz de llevar por más tiempo un pesado colmillo de elefante con que la habían cargado. Siendo ya inútil para la caravana, la privaron de su ración de alimento. Suema quiso desde luego partir la suya con su madre; pero, al ser descubierta por los guardianes, fue azotada hasta sacarle sangre en castigo de semejante delito. Los días siguientes tuvo la pobre niña el dolor de ver a su pobre madre consumirse de inanición.

Los esfuerzos de la desgraciada para no quedarse atrás eran cada vez más penosos, y no hacían otra cosa que retardar el momento fatal en que, agotadas por completo sus fuerzas, no pudiese seguir. Cayó, en efecto, sobre la arena, y la caravana continuó su camino, arrastrando consigo a Suema, la que viendo que cada paso la alejaba más de su madre, abandonada en la soledad del desierto, no pudo reprimirse, y emprendió la fuga en medio del silencio de la noche, volviéndose en busca de la que la había dado el ser.

La encontró en el mismo sitio en donde la habían dejado; las aves de rapiña revoloteaban en torno de ellas, como si esperaran que exhalara el último aliento para devorarla. La presencia de la hija reanimó a la madre moribunda, abrió los brazos, y, estrechando a Suema contra su corazón, la arrulló con dulzura, murmurando a su oído amorosas expresiones. Agobiada la desgraciada niña bajo el peso de tan tristes sentimientos y horrorosos trabajos, acabó por dormirse. Mas de súbito se sintió sacudir bruscamente. Estrechó entonces con más fuerza a su madre: unos hombres crueles se esforzaban en arrancarla de sus brazos. Eran los mismos de la caravana, que volvían persiguiendo a la fugitiva. Una lluvia de golpes cayó de pronto sobre la madre moribunda que daba voces lastimeras; abrió ésta sus brazos, y los verdugos se apoderaron de la hija, a la que arrastraron violentamente consigo.

Quebrantada de cuerpo y de espíritu, la desgraciada Suema apenas vivía cuando llegó a Zanzíbar, donde se hacía el mercado de esclavos. Allí estaban en la plaza pública, mezclados y confundidos, descarnados por el hambre, extenuados por la fatiga, sin aliento para sostenerse en pie. El comprador se acercaba a examinarlos, y para prueba los hacía correr, saltar, enseñar los dientes… ni más ni menos igual que si se tratara de la compra de animales.

Suema quedó tendida en un rincón del mercado. El conductor ya no pensó sino en desembarazarse de ella; no valía para nada, y había que enterrarla, porque exhalaría su último aliento antes de llegar a los muladares. La envolvieron, pues, en una estera que ataron como un saco, y la arrojaron a un foso, cubriéndola con una leve capa de arena. Había perdido el conocimiento y se diría que sólo volvió en sí para darse cuenta que la habían enterrado viva. Hizo un esfuerzo supremo forcejeando para respirar, y a sus gritos desgarradores acudió una partida de chacales hambrientos que iban a devorarla. En este momento, por divina Providencia, un joven cazador acertó a pasar por allí y los hizo huir no sin gran trabajo, y, movido a compasión, trasladó a Suema al hospital de la ciudad.

Allí, la solicitud y cuidados de las hermanas la devolvieron a la vida. Más aún: guardada en el recinto del orfanato e instruida en las verdades de la religión, pronto manifestó deseos de recibir el Bautismo y hacer su Primera Comunión.

Cierto día, una de las hermanas la llamó para que le ayudase a cuidar un moribundo que habían traído al hospital. Nuestra joven se acercó al lecho y reconoció a su perseguidor, al verdugo que había hecho perecer a su madre y que a ella misma le había hecho sufrir horribles torturas. Su corazón hubo de dar un vuelco en el pecho. ¿Habría que perdonarle? En aquel momento supremo Suema hizo un esfuerzo; alzó los ojos y vio una hermosa imagen de Nuestra Señora de los Dolores que, llena de luz y de bondad, presidía la gran sala del dolor; cayó de rodillas delante de ella, y la gracia divina triunfó a la resistencia que oponía la naturaleza. Perdonó a su cruel enemigo. Este acto heroico propio de una lama escogida, la hizo digna de la vocación religiosa.

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Noticias Cristianas: «Historias para amar al prójimo. VI Parte: Historia, n.º 11».

Historias para amar, páginas 108-110

Catequesis sobre la Transfiguración del Señor

Catequesis sobre la Transfiguración del Señor

La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: «Fiat lux», «Haya luz» (Gn 1, 3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, «su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos» (Ha 3, 4). La luz -se dice en los Salmos- es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104, 2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7, 27. 29 s). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. «Yo soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12).

Santo Padre emérito Benedicto XVI

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Cristo se manifiesta como el Hijo de Dios

La Transfiguración del Señor es particularmente importante para nosotros por lo que viene a significar. Por una parte, significa lo que Cristo es; Cristo que se manifiesta como lo que Él es ante sus discípulos: como Hijo de Dios. Pero,además, tiene para nosotros un significado muy importante, porque viene a indicar lo que somos nosotros, a lo que estamos llamados, cuál es nuestra vocación.

Cuando Pedro ve a Cristo transfigurado, resplandeciente como el sol, con sus vestiduras blancas como la nieve, lo que está viendo no es simplemente a Cristo, sino que, de alguna manera, se está viendo a sí mismo y a todos nosotros. Lo que San Pedro ve es el estado en el cual nosotros gloriosos viviremos por la eternidad.

Es un misterio el hecho de que nosotros vayamos a encontrarnos en la eternidad en cuerpo y alma. Y Cristo, con su verdadera humanidad, viene a darnos la explicación de este misterio. Cristo se convierte, por así decir, en la garantía, en la certeza de que, efectivamente, nuestra persona humana no desaparece, de que nuestro ser, nuestra identidad tal y como somos, no se acaba.

Está muy dentro del corazón del hombre el anhelo de felicidad, el anhelo de plenitud. Muchas de las cosas que hacemos, las hacemos precisamente para ser felices. Yo me pregunto si habremos pensado alguna vez que nuestra felicidad está unida a Jesucristo; más aún, que la Transfiguración de Cristo es una manifestación de la verdadera felicidad.

Si de alguna manera nosotros quisiéramos entender esta unión, podríamos tomar el Evangelio y considerar algunos de los aspectos que nos deja entrever. En primer lugar, la felicidad es tener a Cristo en el corazón como el único que llena el alma, como el único que da explicación a todas las obscuridades, como dice Pedro: «¡Qué bueno es estar aquí contigo!». Pero, al mismo tiempo, tener a Cristo como el único que potencia al máximo nuestra felicidad.

Las personas humanas a veces pretendemos ser felices por nosotros mismos, con nosotros mismos, pero acabamos dándonos cuenta de que eso no se puede. Cuántas veces hay amarguras tremendas en nuestros corazones, cuántas veces hay pozos de tristeza que uno puede tocar cuando va caminando por la vida.

¿Sabemos nosotros llenar esos pozos de tristeza, de amargura o de ceguera con la auténtica felicidad, que es Cristo? Cuando tenemos en nuestra alma una decepción, un problema, una lucha, una inquietud, una frustración, ¿sabemos auténticamente meter a Jesucristo dentro de nuestro corazón diciéndole: «¡Qué bueno es estar aquí!»?

Hay una segunda parte de la felicidad, la cual se ve simbolizada en la presencia de Moisés y de Elías. Moisés y Elías, para la mentalidad judía, no son simplemente dos personaje históricos, sino que representan el primero la Ley, y el segundo a los Profetas. Ellos nos hablan de la plenitud que es Cristo como Palabra de Dios, como manifestación y revelación del Señor a su pueblo. La plenitud es parte de la felicidad. Cuando uno se siente triste es porque algo falta, es porque no tiene algo. Cuando una persona nos entristece, en el fondo, no es por otra cosa sino porque nos quitó algo de nuestro corazón y de nuestra alma. Cuando una persona nos defrauda y nos causa tristeza, es porque no nos dio todo lo que nosotros esperábamos que nos diera. Cuando una situación nos pone tristes o cuando pensamos en alguien y nos entristecemos es porque hay siempre una ausencia; no hay plenitud.

La Transfiguración del Señor nos habla de la plenitud, nos habla de que no existen carencias, de que no existen limitaciones, de que no existen ausencias. Cuántas veces las ausencias de los seres queridos son tremendos motivos de tristeza y de pena. Ausencias físicas unas veces, ausencias espirituales otras; ausencias producidas por una distancia que hay en kilómetros medibles, o ausencias producidas por una distancia afectiva.

Aprendamos a compartir con Cristo todo lo que Él ha venido a hacer a este mundo. El saber ofrecernos, ser capaces de entregarnos a nuestro Señor cada día para resucitar con Él cada día. «Si con Él morimos -dice San Pablo- resucitaremos con Él. Si con Él sufrimos, gozaremos con Él». La Transfiguración viene a significar, de una forma muy particular, nuestra unión con Cristo.

Ojalá que en este día no nos quedemos simplemente a ver la Transfiguración como un milagro más, tal vez un poquito más espectacular por parte de Cristo, sino que, viendo a Cristo Transfigurado, nos demos cuenta de que ésa es nuestra identidad, de que ahí está nuestra felicidad. Una felicidad que vamos a ser capaces de tener sola y únicamente a través de la comunión con los demás, a través de la comunión con Dios. Una felicidad que no va a significar otra cosa sino la plenitud absoluta de Dios y de todo lo que nosotros somos en nuestra vida; una felicidad a la que vamos a llegar a través de ese estar con Cristo todos los días, muriendo con Él, resucitando con Él, identificándonos con Él en todas las cosas que hagamos.

Pidamos para nosotros la gracia de identificarnos con Cristo como fuente de felicidad. Pidámosla también para los que están dentro de nuestro corazón y para aquellas personas que no son capaces de encontrar que estar con Cristo es lo mejor que un hombre o que una mujer pueden tener en su vida.

P. Cipriano Sánchez LC

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Artículo original en Catholic.net


Evangelio del día: ¿Has caminado alguna vez sobre las aguas?

Evangelio del día: ¿Has caminado alguna vez sobre las aguas?

Mateo 14, 22-36. Décimo noveno domingo del Tiempo Ordinario. Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida.

En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. «Es un fantasma», dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: «Tranquilícense, soy yo; no teman. Entonces Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua». «Ven», le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: «Señor, sálvame». En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?». En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: «Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios». Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.

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Lecturas

Primera lectura: Primer Libro de los Reyes, 1 Re 19, 9a.11-13a

Salmo: Sal 85(84), 9ab-14

Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 9, 1-5

Oración introductoria

Señor, al inicio de esta oración quiero ponerme en tu presencia, porque mi mente también esta embotada. Sé que Tú me ves, me escuchas, me conoces, me inspiras. Que tu presencia amorosa en esta meditación no me haga temer, sino confiar más en tu Providencia.

Petición

Señor, no dejes nunca que desconfíe de Ti. Sé Tú mi fortaleza y mi gran seguridad.

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio de este domingo encontramos a Jesús que, retirándose al monte, ora durante toda la noche. El Señor, alejándose tanto de la gente como de los discípulos, manifiesta su intimidad con el Padre y la necesidad de orar a solas, apartado de los tumultos del mundo. Ahora bien, este alejarse no se debe entender como desinterés respecto de las personas o como abandonar a los Apóstoles. Más aún, como narra san Mateo, hizo que los discípulos subieran a la barca «para que se adelantaran a la otra orilla» (Mt 14, 22), a fin de encontrarse de nuevo con ellos. Mientras tanto, la barca «iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario» (v. 24), y he aquí que «a la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar» (v. 25); los discípulos se asustaron y, creyendo que era un fantasma, «gritaron de miedo» (v. 26), no lo reconocieron, no comprendieron que se trataba del Señor. Pero Jesús los tranquiliza: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (v. 27). Es un episodio, en el que los Padres de la Iglesia descubrieron una gran riqueza de significado. El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios, en Aquel que se reveló al profeta Elías en el monte Horeb en el «susurro de una brisa suave» (1 R 19, 12). El pasaje continúa con el gesto del apóstol Pedro, el cual, movido por un impulso de amor al Maestro, le pidió que le hiciera salir a su encuentro, caminando sobre las aguas. «Pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «¡Señor, sálvame!»» (Mt 14, 30). San Agustín, imaginando que se dirige al apóstol, comenta: el Señor «se inclinó y te tomó de la mano. Sólo con tus fuerzas no puedes levantarte. Aprieta la mano de Aquel que desciende hasta ti» (Enarr. in Ps. 95, 7: PL 36, 1233) y esto no lo dice sólo a Pedro, sino también a nosotros. Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida. El gran pensador Romano Guardini escribe que el Señor «siempre está cerca, pues se encuentra en la razón de nuestro ser. Sin embargo, debemos experimentar nuestra relación con Dios entre los polos de la lejanía y de la cercanía. La cercanía nos fortifica, la lejanía nos pone a prueba» (Accettare se stessi, Brescia 1992, p. 71).

Queridos amigos, la experiencia del profeta Elías, que oyó el paso de Dios, y las dudas de fe del apóstol Pedro nos hacen comprender que el Señor, antes aún de que lo busquemos y lo invoquemos, él mismo sale a nuestro encuentro, baja el cielo para tendernos la mano y llevarnos a su altura; sólo espera que nos fiemos totalmente de él, que tomemos realmente su mano. Invoquemos a la Virgen María, modelo de abandono total en Dios, para que, en medio de tantas preocupaciones, problemas y dificultades que agitan el mar de nuestra vida, resuene en el corazón la palabra tranquilizadora de Jesús, que nos dice también a nosotros: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» y aumente nuestra fe en él.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 7 de agosto de 2011

Propósito

Rezar, diariamente, antes de dormir, el credo, para constantemente recordar las verdades de mi fe que me ayudan a recorrer el camino de la salvación.

Diálogo con Cristo

Señor, dame tu gracia porque quiero gozar de la oración como lo hacía Jesús, que te buscaba en el lugar donde sabía que podría encontrarte. Deseo experimentar la libertad, la paz y el gozo de la auténtica oración al saber apartarme de todo y de todos, para en la soledad de mi propio yo, abrirte mi corazón, con esa firme decisión que rompa mi inercia, mis dudas y mi mediocridad.

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Evangelio en Evangelio del día

Evangelio del día: La pureza del corazón

Evangelio del día: La pureza del corazón

Mateo 15,1-2.10-14. Martes de la 18.ª semana del Tiempo Ordinario. Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza —pero también de la impureza moral—.

Entonces, unos fariseos y escribas de Jerusalén se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros antepasados y no se lavan las manos antes de comer?». Jesús llamó a la multitud y le dijo: «Escuchen y comprendan. Lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella». Entonces se acercaron los discípulos y le dijeron: «¿Sabes que los fariseos se escandalizaron al oírte hablar así?». El les respondió: «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. Déjenlos: son ciegos que guían a otros ciegos. Pero si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Jeremías, Jer 30, 1-2.12-15.18-22

Salmo: Sal 102(101), 16-23

Oración introductoria

Jesús, permite que esta oración me ayude a líbrame del pecado de la hipocresía, de la insinceridad y de la incoherencia, porque quiero seguirte, no sólo en apariencia, sino de verdad. Dame la gracia de vivir una caridad positiva, haciendo el bien a los demás, brindando apoyo a todos, ofreciendo la estima sincera y sirviendo en todo lo que me sea posible a mi prójimo, sin buscar aplausos y sin importarme el «qué dirán».

Petición

Señor, dame un corazón sencillo y sincero, abierto a los demás.

Meditación de san Juan Pablo II

La pureza

1. Un análisis sobre la pureza será un complemento indispensable de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, sobre las que hemos centrado el ciclo de nuestras presentes reflexiones. Cuando Cristo, explicando el significado justo del mandamiento: «No adulterarás», hizo una llamada al hombre interior, especificó, al mismo tiempo, la dimensión fundamental de la pureza, con la que están marcadas las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer en el matrimonio y fuera del matrimonio. Las palabras: «Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28) expresan lo que contrasta con la pureza. A la vez, estas palabras exigen la pureza que en el sermón de la montaña está comprendida en el enunciado de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).De este modo, Cristo dirige al corazón humano una llamada: lo invita, no lo acusa, como ya hemos aclarado anteriormente.

2. Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza —pero también de la impureza moral— en el significado fundamental y más genérico de la palabra. Esto lo confirma, por ejemplo, la respuesta dada a los fariseos, escandalizados por el hecho de que sus discípulos «traspasan la tradición de los ancianos, pues no se lavan las manos cuando comen» (Mt 15, 2). Jesús dijo entonces a los presentes: «No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que le hace impuro» (Mt 15, 11). En cambio, a sus discípulos, contestando a la pregunta de Pedro, explicó así estas palabras: «… lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que hace impuro al hombre: pero comer sin lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre»(cf. Mt 15, 18-20; también Mc 7, 20-23).

Cuando decimos «pureza», «puro», en el significado primero de estos términos, indicamos lo que contrasta con lo sucio. «Ensuciar» significa «hacer inmundo», «manchar». Esto se refiere a los diversos ámbitos del mundo físico. Por ejemplo, se habla de una «calle sucia», de una «habitación sucia»; se habla también del «aire contaminado». Y así, también el hombre puede ser «inmundo» cuando su cuerpo no está limpio. Para quitar la suciedad del cuerpo, es necesario lavarlo. En la tradición del Antiguo Testamento se atribuía una gran importancia a las abluciones rituales, por ejemplo, a lavarse las manos antes de comer, de lo que habla el texto antes citado. Numerosas y detalladas prescripciones se referían a las abluciones del cuerpo en relación con la impureza sexual, entendida en sentido exclusivamente fisiológico, a lo que ya hemos aludido anteriormente (cf. Lev 15). De acuerdo con el estado de la ciencia médica del tiempo, las diversas abluciones podrían corresponder a prescripciones higiénicas. En cuanto eran impuestas en nombre de Dios y contenidas en los Libros Sagrados de la legislación veterotestamentaria, la observancia de ellas adquiría, indirectamente, un significado religioso; eran abluciones rituales y, en la vida del hombre de la Antigua Alianza, servían a la «pureza ritual».

3. Con relación a dicha tradición jurídico-religiosa de la Antigua Alianza se formó un modo erróneo de entender la pureza moral [1]. Se la entendía frecuentemente de modo exclusivamente exterior y «material». En todo caso, se difundió una tendencia explícita a esta interpretación. Cristo se opone a ella de modo radical: nada hace al hombre inmundo «desde el exterior», ninguna suciedad «material» hace impuro al hombre en sentido moral, o sea, interior. Ninguna ablución, ni siquiera ritual, es idónea de por sí para producir la pureza moral. Esta tiene su fuente exclusiva en el interior del hombre: proviene del corazón. Es probable que las respectivas prescripciones del Antiguo Testamento (por ejemplo, las que se hallan en Levítico 15, 16-24; 18, 1, ss., o también 12, 1-5) sirviesen, además de para fines higiénicos, incluso para atribuir una cierta dimensión de interioridad a lo que en la persona humana es corpóreo y sexual. En todo caso, Cristo se cuidó bien de vincular la pureza en sentido moral (ético) con la fisiología y con los relativos procesos orgánicos. A la luz de las palabras de Mateo 15, 18-20, antes citadas, ninguno de los aspectos de la «inmundicia» sexual, en el sentido estrictamente somático, bio-fisiológico, entra de por sí en la definición de la pureza o de la impureza en sentido moral (ético).

4. El referido enunciado (Mt 15, 18-20) es importante sobre todo por razones semánticas. Al hablar de la pureza en sentido moral, es decir, de la virtud de la pureza, nos servimos de una analogía, según la cual el mal moral se compara precisamente con la inmundicia. Ciertamente esta analogía ha entrado a formar parte, desde los tiempos más remotos, del ámbito de los conceptos éticos. Cristo la vuelve a tomar y la confirma en toda su extensión: «Lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre». Aquí Cristo habla de todo mal moral, de todo pecado; esto es, de transgresiones de los diversos mandamientos, y enumera «los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias», sin limitarse a un específico género de pecado. De ahí se deriva que el concepto de «pureza» y de «impureza» en sentido moral es ante todo un concepto general, no específico: por lo que todo bien moral es manifestación de pureza y todo mal moral es manifestación de impureza. El enunciado de Mateo 15, 18-20 no restringe la pureza a un sector único de la moral, o sea, al conectado con el mandamiento «No adulterarás» y «No desearás la mujer de tu prójimo», es decir, a lo que se refiere a las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer, ligadas al cuerpo y a la relativa concupiscencia. Análogamente podemos entender también la bienaventuranza del sermón de la montaña, dirigida a los hombres «limpios de corazón», tanto en sentido genérico como en el más específico. Solamente los eventuales contextos permitirán delimitar y precisar este significado.

5. El significado más amplio y general de la pureza está presente también en las Cartas de San Pablo, en las que gradualmente individuaremos los contextos que, de modo explícito, restringen el significado de la pureza al ámbito «somático» y «sexual», es decir, a ese significado que podemos tomar de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña sobre la concupiscencia, que se expresa ya en el «mirar a la mujer» y se equipara a un «adulterio cometido en el corazón» (cf. Mt 5, 27-28).

San Pablo no es el autor de las palabras sobre la triple concupiscencia. Como sabemos, éstas se encuentran en la primera Carta de San Juan. Sin embargo, se puede decir que, análogamente a ésa que para Juan (1 Jn 2, 16-17) es contraposición en el interior del hombre entre Dios y el mundo (entre lo que viene «del Padre» y lo que viene «del mundo») —contraposición que nace en el corazón y penetra en las acciones del hombre como «concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida»—, San Pablo pone de relieve en el cristiano otra contradicción: la oposición y juntamente la tensión entre la «carne» y el «Espíritu» (escrito con mayúscula, es decir, el Espíritu Santo): «Os digo pues: andad en Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis» (Gál 5, 16-17). De aquí se sigue que la vida «según la carne» está en oposición a la vida «según el Espíritu». «Los que son según la carne sienten las cosas carnales; los que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales» (Rom 8, 5).

En los análisis sucesivos trataremos de mostrar que la pureza —la pureza de corazón, de la que habló Cristo en el sermón de la montaña— se realiza precisamente en la «vida según el Espíritu»

San Juan Pablo II: la pureza

Audiencia General del miércoles, 10 de diciembre de 1980

Propósito

Pedir a la Virgen María que interceda por mí, para que sepa conservar y aumentar mi fe. Con ánimo renovado, tener más comprensión y tolerancia con los demás.

Diálogo con Cristo

Señor, hoy me invitas a dejar lo viejo, lo desgastado, la rutina. Me propones desprenderme del espíritu deteriorado y débil con el que a veces vivo mi fe. Me llamas a más, a estar en pie de lucha con un amor y un fervor renovado. Para que mi amor sea nuevo cada día debe alimentarse en la oración y en los sacramentos, por eso pido la intercesión de tu santísima Madre, para me ayude a renovar hoy mi amor por ti, para que me ayude a buscar continuamente mi renovación interior.

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Evangelio en Catholic.net

Evangelio en Evangelio del día

Scott y Kimberly Hahn: testimonio de conversión de un matrimonio evangélico

Scott y Kimberly Hahn: testimonio de conversión de un matrimonio evangélico

Un día cometí una «fatal metedura de pata», decidí que había llegado del momento de ir, yo solo, a una misa católica. Tomé al fin la resolución de «atravesar las puertas del Gesú», la parroquia de Marquette University. Poco antes del mediodía me deslicé silenciosamente hacia la cripta de la capilla para la misa diaria. No sabía con certeza lo que encontraría; quizá estaría sólo con un sacerdote y un par de viejas monjas. Me senté en un banco del fondo para observar…

De repente, numerosas personas empezaron a entrar desde las calles, gente normal y corriente. Entraban, hacían una genuflexión y se arrodillaban para rezar. Me impresionó su sencilla pero sincera devoción.

Sonó una campanilla, y un sacerdote caminó hacia el altar. Yo me quedé sentado, dudando aún de si debía arrodillarme o no. Como evangélico calvinista, me habían enseñado que la misa católica era el sacrilegio más grande que un hombre podía cometer: inmolar a Cristo otra vez. Así que no sabía qué hacer.

Observaba y escuchaba atentamente a medida que las lecturas, oraciones y respuestas —tan impregnadas en la Escritura— convertían la Biblia en algo vivo. Me venían ganas de interrumpir para decir: «Mira, esta frase es de Isaías… El canto de los Salmos… ¡Caramba!, ahí tienen a otro profeta en esta plegaria». Encontré muchos elementos de la antigua liturgia judía que yo había estudiado tan intensamente.

Entonces comprendí, de repente, que éste era el lugar de la Biblia. Éste era el ambiente en el cual esta preciosa herencia de familia debe ser leída, proclamada y explicada… Luego pasamos a la Liturgia Eucarística, donde todas mis afirmaciones sobre la alianza hallaban su lugar.

Hubiera querido interrumpir cada parte y gritar: «¡Eh!, ¿queréis que os explique lo que está pasando desde el punto de vista de la Escritura? ¡Esto es fantástico!». Pero en vez de eso, allí estaba yo sentado, languideciendo por un hambre sobrenatural del Pan de Vida.

Tras pronunciar las palabras de la Consagración, el sacerdote mantuvo elevada la hostia. Entonces sentí que la última sombra de duda se había diluido en mí. Con todo mi corazón musité: «Señor mío y Dios mío. ¡Tú estás verdaderamente ahí! Y si eres Tú, entonces quiero tener plena comunión contigo. No quiero negarte nada».

[…] Al día siguiente allí estaba yo otra vez, y así día tras día. En menos de dos semanas ya estaba atrapado. No sé cómo decirlo, pero me había enamorado, de pies a cabeza, de Nuestro Señor en la Eucaristía. Su presencia en el Santísimo Sacramento era para mí poderosa y personal.

Roma, dulce hogar: nuestro camino al catolicismo

Scott  y Kimberly Hahn

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La conversión de Kimberly y Scott Hahn – Primera parte

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La conversión de Kimberly y Scott Hahn – Segunda parte

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La conversión de Kimberly y Scott Hahn – Tercera parte

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Testimonio de Scott Hahn

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La Iglesia vino antes de las Escrituras; la Iglesia produjo las Escrituras con la ayuda divina y conservó su integridad ante los peligros de la persecución y la herejía; la Iglesia reunió las Escrituras en un libro, un libro que sostiene a todos los que se definen cristianos.

Scott Hahn. Boletín Synodus Episcoporum.

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Página web de Scott Hahn

El capitán de Loyola (película biográfica de san Ignacio de Loyola)

El capitán de Loyola (película biográfica de san Ignacio de Loyola)

San Ignacio de Loyola fue, ante todo, un hombre de Dios, que en su vida puso en primer lugar a Dios, su mayor gloria y su mayor servicio; fue un hombre de profunda oración, que tenía su centro y su cumbre en la celebración eucarística diaria. De este modo, legó a sus seguidores una herencia espiritual valiosa, que no debe perderse u olvidarse. Precisamente por ser un hombre de Dios, san Ignacio fue un fiel servidor de la Iglesia, en la que vio y veneró a la esposa del Señor y la madre de los cristianos. Y del deseo de servir a la Iglesia de la manera más útil y eficaz nació el voto de especial obediencia al Papa, que él mismo definió como «nuestro principio y principal fundamento» (MI, Serie III, I, p.162).

Santo Padre emérito Benedicto XVI

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El capitán de Loyola – Sinopsis

Película que cuenta la vida de Ignacio de Loyola, religioso español, fundador de la Compañía de Jesús (FILMAFFINITY).

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El capitán de Loyola – Gloria TV

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El capitán de Loyola – You Tube

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El capitán de Loyola – Ficha de la película

Título original: El capitán de Loyola

Año: 1949

Duración: 100 min.

País: España

Director: José Díaz Morales

Guión: José Díaz Morales (Historia: Francisco Bonmatí de Codecido, Reverendo Padre Heredia, José María Pemán, Ricardo Toledo)

Música: Manuel Parada

Fotografía: Theodore J. Pahle (B&W)

Reparto: Rafael Durán, Manuel Luna, Maruchi Fresno, Alicia Palacios, José María Lado, José Emilio Álvarez, Asunción Sancho, Manuel Arbó, Ricardo Acero, Manuel Dicenta, Eduardo Fajardo

Productora: Calderón

Género: Drama | Biográfico. Histórico. Religión

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Compañía de Jesús – Portal web oficial de los jesuitas en España

Compañía de Jesús – La curia de los jesuitas en Roma

Jesuitas de Loyola – Jesuitas de la tierra de Loyola y de Javier



Evangelio del día: La multiplicación de los panes

Evangelio del día: La multiplicación de los panes

Mateo 14, 13-21. Décimo octavo domingo del Tiempo Ordinario. El milagro consiste en compartir fraternamente unos pocos panes que, confiados al poder de Dios, no sólo bastan para todos, sino que incluso sobran.

Al enterarse de eso, Jesús se alejó en una barca a un lugar desierto para esta a solas. Apenas lo supo la gente, dejó las ciudades y lo siguió a pie. Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, curó a los enfermos. Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: «Este es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos». Pero Jesús les dijo: «No es necesario que se vayan, denles de comer ustedes mismos». Ellos respondieron: «Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados». «Tráiganmelos aquí», les dijo. Y después de ordenar a la multitud que se sentara sobre el pasto, tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que sobraron se llenaron doce canastas. Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 55, 1-3

Salmo: Sal 145(144), 8-9.15-16.17-18

Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 8, 35.37-39

Oración introductoria

La multiplicación de los panes me recuerda que la abundancia es una característica del auténtico amor. Señor, creo en ti y te amo, por eso, con toda confianza, te pido que me permitas escucharte en esta oración para conocer cuál es el camino que debo seguir para que mi amor, a Ti y a los demás, sea ilimitado.

Petición

Jesús, ayúdame a que mi amor sea incondicional, auténtico, abundante.

Meditación del Santo Padre emérito Benedicot XVI

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este domingo describe el milagro de la multiplicación de los panes, que Jesús realiza para una multitud de personas que lo seguían para escucharlo y ser curados de diversas enfermedades (cf. Mt 14, 14). Al atardecer, los discípulos sugieren a Jesús que despida a la multitud, para que puedan ir a comer. Pero el Señor tiene en mente otra cosa: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16). Ellos, sin embargo, no tienen «más que cinco panes y dos peces». Jesús entonces realiza un gesto que hace pensar en el sacramento de la Eucaristía: «Alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos, y los discípulos se los dieron a la gente» (Mt 14, 19). El milagro consiste en compartir fraternamente unos pocos panes que, confiados al poder de Dios, no sólo bastan para todos, sino que incluso sobran, hasta llenar doce canastos. El Señor invita a los discípulos a que sean ellos quienes distribuyan el pan a la multitud; de este modo los instruye y los prepara para la futura misión apostólica: en efecto, deberán llevar a todos el alimento de la Palabra de vida y del Sacramento.

En este signo prodigioso se entrelazan la encarnación de Dios y la obra de la redención. Jesús, de hecho, «baja» de la barca para encontrar a los hombres. San Máximo el Confesor afirma que el Verbo de Dios «se dignó, por amor nuestro, hacerse presente en la carne, derivada de nosotros y conforme a nosotros, menos en el pecado, y exponernos la enseñanza con palabras y ejemplos convenientes a nosotros» (Ambiguum 33: PG 91, 1285 C). El Señor nos da aquí un ejemplo elocuente de su compasión hacia la gente. Esto nos lleva a pensar en tantos hermanos y hermanas que en estos días, en el Cuerno de África, sufren las dramáticas consecuencias de la carestía, agravadas por la guerra y por la falta de instituciones sólidas. Cristo está atento a la necesidad material, pero quiere dar algo más, porque el hombre siempre «tiene hambre de algo más, necesita algo más» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 315). En el pan de Cristo está presente el amor de Dios; en el encuentro con él «nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos realmente el «pan del cielo»» (ib., p. 316). Queridos amigos, «en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo» (Sacramentum caritatis, 88). Nos lo testimonia también san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, de quien hoy la Iglesia hace memoria. En efecto, Ignacio eligió vivir «buscando a Dios en todas las cosas, y amándolo en todas las criaturas» (cf. Constituciones de la Compañía de Jesús, III, 1, 26). Confiemos a la Virgen María nuestra oración, para que abra nuestro corazón a la compasión hacia el prójimo y al compartir fraterno.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 31 de julio de 2011

Propósito

En mi siguiente encuentro con Cristo en la Eucaristía, pedirle que abra mi corazón a la compasión hacia el prójimo y al compartir fraterno.

Diálogo con Cristo

Jesús, ayúdame a saber multiplicar mi amor. Para que el milagro se produzca necesito simplemente ofrecerte lo que tengo, nada más… pero tampoco nada menos. Tú multiplicarás estos pocos o muchos dones para el bien de todos. Con humildad y sencillez te ofrezco mis talentos, consciente de que los he recibido para darlos a los demás.

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Evangelio en Catholic.net

Evangelio en Evangelio del día

San Charbel (película biográfica)

San Charbel (película biográfica)

San Charbel, hermanos, como todo hombre, que viene a este mundo, fue llamado por Dios a una vocación, particular, que Jesús le fue desvelando, a lo largo de su vida; fue llamado primero a la vida consagrada, y allí, como religioso, expresó su amor a Dios, viviendo las virtudes de: pobreza, castidad y obediencia; más adelante, Jesús llamó a nuestro santo al Sacerdocio, en el que san Charbel amó a Jesucristo, «Sumo y Eterno Sacerdote», administrando a sus hermanos el alimento de la Palabra y la gracia de los Sacramentos, siendo además, ejemplo de humildad, fe, paciencia, piedad y sacrificio, para todos sus hermanos; finalmente, san Charbel fue llamado por Jesús, a la soledad, el silencio y el desamparo del Calvario y de la Cruz, san Charbel se entregó, íntegramente, al designio del Señor y su amor llegó al extremo, de acompañar a su adorable salvador, durante más de 20 años en una Ermita, donde su vida estuvo dedicada a la oración, a la penitencia, al sacrificio del silencio, a la mortificación de su cuerpo, al ayuno y a la contemplación y adoración de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía; así la vida de san Charbel, como podemos apreciar, fue un «holocausto de amor» a través, del cual, no solo amó a Dios con un corazón indiviso, sino que sirvió y sigue sirviendo al prójimo, por «amor a Aquel, que es el Amor».

Monseñor Georges M. Saad Abi Younes

Catequesis sobre san Charbel Makhlouf

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San Charbel, la película (2009) – Sinopsis

La película presenta la vida de san Chárbel, ermitaño del rito maronita y primer santo oriental canonizado por la Sede Apostólica desde el siglo XIII.

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San Charbel, la película (2009) – Gloria TV

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San Charbel, la película (2009) – You Tube

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San Charbel, la película (2009) – Vimeo

También podéis ver la película en el portal web Vimeo.

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San Charbel, la película (2009) – Nazaret TV

También podéis ver la película en el portal web Nazaret TV.

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San Charbel, la película (2009) – Ficha

Título original: Charbel

Año: 2009

Duración: 106 min

País: Líbano

Idioma: Árabe (subtítulos en español)

Director: Nabil Lebbos

Música: Teddy Nasr

Reparto: Ghassan Estephan, Antoine Balabane, Julia Kassar, Elie Metri, Khaled el Sayyed, Charbel Eid

Productor: Roland Eid

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Portal web oficial de la película Charbel (2009)

Nota: también podéis ver otra película más antigua de la vida de san Charbel